Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)


El vaivén del péndulo (1911)
(“The Swing of the Pendulum”)
In A German Pension
(Londres: Stephen Swift and Company, 1911, 251 págs.)


      La patrona llamó a la puerta.
       —Adelante —gritó Viola.
       —Una carta para usted —dijo, sujetando el sobre verde con una punta de su sucio delantal—. Una carta traída en mano.
       —Gracias.
       Viola, arrodillada en el suelo, hurgaba la polvorienta estufilla. Extendió la mano y preguntó:
       —¿Espera respuesta?
       —No, el portador se fue.
       —Ah, muy bien.
       No miró a la cara de la patrona. Estaba avergonzada de no haber pagado el alquiler, y sin hacerse ilusiones, se preguntaba, espantada, cuándo comenzaría aquella mujer a escandalizar de nuevo.
       —En cuanto a ese dinero que me debe...
       “¡Dios mío! Ya se ha disparado”, pensó Viola volviéndole la espalda y haciendo gestos a la estufa.
       —O paga o fuera —la patrona, levantando la voz, empezaba a vociferar—: Soy una señora, eso es. Y una mujer honrada. Haré que lo aprenda. No quiero en mi casa piojos que me carcoman los muebles y me lo estropeen todo. El dinero, o se va mañana a la calle antes de las doce.
       Viola sintió, más que vio, el gesto de la mujer, y extendió el brazo en un ademán tonto y desalentado, como si una paloma enfangada le hubiese volado de pronto a la cara. “Vieja asquerosa; ¡uf!” Y aquel olor de ella como a queso rancio y ropa húmeda.
       —Muy bien —replicó escuetamente—; o pago o me voy mañana. Conformes, pero no grite.
       Era curioso lo que le ocurría. Antes de que aquella mujer se le acercara, siempre se sentía toda estremecida; aun el ruido que hacían sus pies planos cuando subía renqueando las escaleras, la ponía mala. Pero en cuanto se encontraban frente a frente, se sentía extraordinariamente tranquila y despreocupada; no poder comprender por qué estaba tan angustiada por el dinero; ni por qué salía de la casa a escondidas y de puntillas, sin atreverse a cerrar la puerta tras ella por miedo a que la patrona lo oyera y gritara alguna palabrota; ni por qué se pasaba las noches andando de un lado a otro por la habitación, y abalanzándose hacia el espejo para decir a su trágica imagen: “Dinero, dinero, dinero.” Al encontrarse a solas, su pobreza era una gigantesca montaña de pesadilla en la que sus pies hubieran echado fuertes raíces, y le dolía con dolor a la medida de aquello. Pero cuando tenía que actuar de un modo definido, sin tiempo para perderse en imaginaciones, su montaña de pesadilla degeneraba hasta reducirse a una brutal cuestión de “no haga usted ruido”, la cual había que despachar tan pronto como fuese posible, con coraje y un fuerte sentimiento de superioridad.
       La patrona se largó cerrando tan violentamente la puerta, que ésta se puso a retemblar y a rechinar, como si hubiera estado siguiendo la conversación y estuviera plenamente de parte de la vieja bruja.
       Sentada en cuclillas, Viola abrió el sobre. La carta era de Casimir.
       “Esta tarde a las tres iré a verte. Pero tengo que partir esta noche de nuevo. Te lo contaré todo cuando nos encontremos. Espero que seas más feliz que yo. Casimir.”
       “¡Uy!, qué amable —se mofó—, qué condescendiente. Demasiado, realmente.” Se puso en pie de un salto estrujando la carta entre las manos. “Y ¿cómo sabes que voy a estarme aquí esperándote, hasta las tres de la tarde como a ti se te antoja?” Pero ella sabía que se estaría; su rabia sólo en parte era sincera. Estaba deseando ver a Casimir, confiando en que esta vez le podría hacer comprender la situación.
       —Pues, tal y como es, resulta intolerable —dijo.
       Eran las diez de la mañana de un día gris raramente iluminado por pálidos destellos de sol. A la claridad de aquellos momentáneos resplandores la habitación aparecía sórdida y revuelta. Bajó la cortina de la ventana, pero así penetraba una claridad blanquecina y pertinaz que resultaba tan desagradable. La única cosa con vida que había en ella era el jarro de jacintos que le había dado la hija de la patrona. Colocados sobre la mesa, sus pétalos gordezuelos exhalaban un aroma enfermizo. Aún había magníficos botones sin desplegar, y las hojas relucían con brillo oleaginoso.
       Viola fue hacia el lavabo, echó agua en el librillo de hierro esmaltado y se pasó una esponja por el cuello y el rostro. Luego sumergió la cara en el agua, abriendo dentro los ojos, y movió la cabeza de un lado a otro. Era algo tan divertidísimo que lo repitió tres veces. “Creo que podría ahogarme si aguantara lo suficiente —pensó—. ¿Cuánto se tardará en perder el conocimiento? Lee uno con frecuencia que alguna mujer se ha ahogado en un cubo. Pero ¿no penetrará aire por los oídos? Y la palangana, ¿sería tan honda como un cubo?” Iba a hacer la prueba asiéndose con ambas manos al lavabo y sumergiendo poco a poco la cabeza en el agua, cuando llamaron otra vez a la puerta. Esta vez no era la patrona; debía de ser Casimir. Corrió a abrir con la cara y el pelo goteando y el corpiño desabrochado.
       En el umbral estaba un desconocido... Un hombre que la miraba con los ojos muy abiertos y que sonreía regocijado.
       —Perdone: ¿no vive aquí Fräulein Schäfer?
       —No, nunca he oído ese nombre.
       La sonrisa de él era tan comunicativa, que le hizo reír también, y como el agua le hacía sentirse tan fresca y sonrosada...
       El desconocido parecía dominado por la sorpresa.
       —¿No está? ¿Quiere decir que ha salido?
       —No, no vive aquí —repuso Viola.
       —Pero perdone un momento.
       Y avanzando desde el umbral quedó plantado ante ella. Se desabrochó el largo abrigo, sacó del bolsillo del pecho una tira de papel, y la alisó con los dedos enguantados antes de tendérsela a ella.
       —Sí, ésta es la dirección. Pero debe de haber un error en el número. Hay muchas casas de huéspedes en esta calle, ¿sabe?, y es tan larga...
       Del pelo le caían gotas de agua sobre el papel y se echó a reír.
       —Ay, qué horrible debo de estar; un momento.
       Volvió corriendo al lavabo y cogió una toalla. La puerta aún estaba abierta. Después de todo no había nada más que decir. ¿Cómo diantre le había dicho que esperara un momento? Se echó la toalla sobre los hombros y poniéndose seria de repente volvió hacia la puerta.
       —Lo siento, no conozco ese nombre —dijo con voz aguda.
       —También lo siento —replicó el desconocido—. ¿Hace mucho que vive aquí?
       —Pues sí, mucho tiempo —y comenzó a cerrar la puerta poco a poco.
       —Bien, buenos días, muchas gracias. Espero que no la habré molestado.
       Le oyó ir pasillo adelante y luego detenerse para encender un cigarrillo. Porque el leve y delicioso aroma penetró en la habitación. Lo olfateó y sonrió otra vez. Bueno, aquello había sido un entreacto encantador. Parecía él tan pasmosamente feliz, con aquellas gruesas ropas y los grandes guantes abotonados y aquel pelo tan primorosamente peinado... Y qué sonrisa... Guapo, ésa era la palabra. Un muchacho bien alimentado que tenía al mundo por suyo. Las gentes así tienen la virtud de que uno se sienta contagiado de su felicidad, sólo con verlas. Sanas, eso eran; sanas y robustas. Una puede estar segura de que desde el día que nacen hasta que mueran no harán ninguna locura. Y la vida es su aliada; las sienta en su regazo y juguetea con ellos; con mucha razón, desde luego. En aquel momento se fijó en la carta de Casimir, que yacía arrugada en el suelo, y su sonrisa se atenuó. Mirándola comenzó a trenzarse el pelo y sintió que una ira absurda iba despertándose en ella. Una ira que le parecía estar trenzando dentro de su cerebro y ciñéndosela muy apretada en la cabeza.
       Claro que sí, todo había sido una equivocación. ¿Qué, si no? ¡La horrible seriedad de Casimir! De haber sido ella feliz cuando se encontraron por primera vez, ni siquiera le hubiera mirado. Pero habían sido como dos pacientes en la misma sala de un hospital, que cada uno de ellos hallara consuelo en la dolencia del otro. Bonito motivo para un episodio de amor. La desgracia había hecho entrechocar sus cabezas, y ellos, atolondrados por el choque, se habían mirado con mutua simpatía. “Me gustaría verme fuera de todo este asunto y poder enjuiciarlo fríamente. Entonces encontraría la solución. Sin duda me había enamorado de Casimir... Bueno, sé sincera por una vez —dejándose caer en el lecho ocultó el rostro en la almohada—. No, no estaba enamorada de Casimir. Necesitaba de alguien que se preocupase de mí y que me sostuviese hasta que empezaran a venderse mis producciones... y él me protegió contra las impertinencias de los demás. ¿Qué hubiera ocurrido de no haberlo tenido a mi lado? Hubiera gastado mi mezquino haber, y luego... Sí, eso fue lo que me decidió; el pensar en aquel “luego”. Era la única solución. Y entonces creí en él. Supuse que, una vez que su obra fuera estimada, nadaríamos en la abundancia. Calculé que acaso seríamos pobres durante un mes. Pero, como él decía, sólo con tenerme a mí como estímulo... ¡Qué gracioso sería de no resultar condenadamente trágico! Había ocurrido exactamente lo contrario; no había logrado publicar nada después de meses. Ni yo tampoco. Pero yo no lo esperaba. Sí, la verdad es que soy áspera y dura, y que no siento confianza ni amor por los hombres fracasados. Acabo siempre despreciándolos, como desprecio a Casimir. Debe de ser el orgullo selvático de la hembra a quien gusta pensar que ha de ser un jefe poderoso el hombre a quien ella se entregue.” Pero consumirse de impaciencia en aquella casa repugnante, mientras Casimir salía a la caza de una editorial que le abriera sus puertas... aquello era humillante. Era querer cambiar su propia manera de ser. No había nacido para la pobreza. Sólo se sentía a sus anchas entre gentes joviales, entre gentes que no tuvieran ninguna preocupación.
       La imagen del desconocido se alzó ante ella. Si no lo hubiera despachado... “Ése era el hombre que me convenía, según todo lo dicho y hecho. Un hombre que no tiene agobios de dinero, que me daría todo lo que yo quisiera; con el cual me sentiría vivir y me hallaría en contacto con el mundo. Nunca sentí ganas de luchar; me vi obligada a hacerlo. La verdad: hay en mí un venero de felicidad que poquito a poco se está agotando con esta odiosa vida. Y acabaré por morir si esto continúa —se agitó en el lecho y extendió los brazos—. Yo necesito pasión, amor, aventuras; me perezco por ello. ¿Por qué he de estarme aquí pudriendo?”
       —Me estoy pudriendo —gritó, sintiéndose confortada por el sonido de su voz quebrada.
       “Pero si le contara a Casimir todo esto cuando venga esta tarde, y él dijera: “Vete”, como ciertamente lo diría (y éste es otro motivo para odiarle, puesto que lo tengo entre mis manos), ¿qué haría yo entonces?, ¿adonde me iría? No tendría a donde ir. Y no quiero trabajar, ni abrirme mi propio camino. Necesito sentirme cómoda, sentirme mimada en el seno de la riqueza. Sólo hay una cosa para la que sirvo: para ser una gran cortesana.” Pero no sabría cómo arreglárselas para ello. Le asustaba pensar que tendría que recorrer las calles, oyendo las cosas terribles que dicen a las mujeres los hombres que las desean y que están dispuestos a pagar sus caricias. Además, la idea de acostarse cada noche con un hombre distinto... No, esto era salirse de la cuestión. “Si fuera vestida para poder ir a un buen hotel y encontrara en él un hombre muy rico... como el desconocido de esta mañana... ¡Ay, sería ideal! Si tuviera siquiera su dirección... Estoy segura de que lo seduciría. Haría que se estuviera riendo todo el día. Haría que me diese dinero sin cuento.” Con esta idea se sintió más animada y más tranquila. Empezó a soñar con una casa maravillosa y con multitud de vestidos y perfumes. Se vio montando en carrozas; mirando al desconocido con mirada enigmática y voluptuosa —tendida en la cama ejercitó la mirada— y ninguna otra preocupación, sino embriagarse de felicidad. Ésa era la vida para ella. Bueno, lo que tenía que hacer era dejar que Casimir prosiguiera aquella noche su absurda búsqueda, y mientras estuviese fuera... ¡Ah!, recuerda también, por favor, que el alquiler hay que pagarlo mañana antes del mediodía y que no tengo dinero ni para una buena comida. Al pensar en los alimentos sintió un agudo retortijón en el estómago; la sensación de tener allí una mano estrujándoselo. Sentía mucha hambre (todo culpa de Casimir). Mientras que aquel hombre había vivido desde que nació en plena abundancia. Tenía aire de saber ordenar una cena opípara. ¿Por qué no habría jugado sus cartas con más acierto? La Providencia se lo había enviado y ella lo desairó. “Si se me volviera a presentar la ocasión, estaría salvada.” Y en lugar del hombre vulgar que había hablado con ella en la puerta, su mente creó un personaje brillante, sonriente, que iba a tratarla como una reina. “Sólo hay una cosa que no puedo soportar: lo grosero, lo vulgar. Pero él no era así; sino evidentemente un hombre de mundo; y el modo que tuvo de disculparse... Tengo confianza suficiente en el poder de mi belleza para saber que lograría de él ser tratada justamente como quiero que se me trate.” En medio de sus ensueños flotó el dulce aroma de un cigarrillo. Y entonces recordó que no había oído bajar a nadie los escalones de piedra. ¿Sería posible que aún estuviera allí el desconocido? El pensamiento era demasiado absurdo. La vida no suele jugar tretas de esa especie. Y sin embargo... tenía plena conciencia de la proximidad de él. Se levantó, con mucha calma, descolgó de la percha tras la puerta su vestido blanco de largo y se lo abotonó, sonriendo con picardía. No sabía qué iba a ocurrir; pero pensaba: “Qué divertido”, como si el desconocido y ella estuvieran jugando a un juego delicioso. Muy delicadamente hizo girar la manecilla, frunciendo el rostro y mordiéndose los labios cuando el pestillo retrocedió de golpe. Y, claro que sí, allí estaba. Apoyado contra la barandilla, giró en redondo en cuanto la vio asomar.
       —Da! —murmuró recogiéndose el traje y ciñéndoselo al cuerpo—, tengo que bajar a buscar leña. ¡Brrr! ¡Qué frío!
       —No hay leña —se apresuró a decir el desconocido.
       Ella dio un gritito de sorpresa y movió la cabeza.
       —Otra vez usted —repuso burlona, apercibiéndose entretanto de la alegría de la mirada de él, de la lozanía y fuerte olor de su cuerpo sano.
       —La patrona dijo a voces que no había leña. Acaba de salir a comprarla.
       “Cuentos, cuentos”, le dieron ganas de gritar. Él se había puesto muy cerca de ella, dominándola con su estatura, y le dijo en voz baja:
       —¿Por qué no me invita a terminar de fumar este cigarrillo en su habitación?
       Ella asintió con la cabeza.
       —Si lo desea, puede hacerlo.
       Durante aquellos momentos en que estuvieron juntos en el pasillo, se había producido un milagro: la habitación se había transformado por completo; estaba inundada por una suave claridad y por el aroma de los jacintos. Hasta el mobiliario parecía otro, más atractivo. Con la rapidez del relámpago recordó las reuniones infantiles donde se representaban charadas, y los de un bando tenían que salir de la habitación y entrar de nuevo a representar una palabra; exactamente como ella estaba haciendo ahora. El desconocido se dirigió hacia la estufa y se sentó en el sillón. Ella no deseaba que él hablase o se le acercara; le bastaba con verle en la habitación tan seguro de sí mismo y tan feliz. ¡Qué hambrienta estaba de la proximidad de alguien así, que no supiera nada de ella, que no le preguntara nada; que viviera simplemente! Corrió tras la mesa y puso los brazos en torno del jarro de los jacintos.
       —Bellos, bellos —exclamó, hundiendo el rostro entre las flores y olfateando el aroma con avidez. Le estaba mirando por encima de las hojas y él se rió.
       —Es usted una personilla muy graciosa —declaró cachazudamente.
       —¿Por qué? ¿Porque me gustan las flores?
       —Aseguraría que ama más otras cosas —dijo calmosamente el desconocido.
       Ella arrancó un pétalo sonrosado y lo miró risueña.
       —Permítame enviarle flores. Le llenaré de flores la habitación si usted lo quiere.
       La voz de él la asustó un poco.
       —Ah, no, muchas gracias, con éstas me basta.
       —No, no le bastan —replicó en tono irritante.
       “Qué observación más estúpida”, se dijo Viola, y al mirarlo de nuevo no le pareció ya tan guapo. Notó que tenía los ojos demasiado juntos y que eran demasiado chicos. Sería horrible que resultara un estúpido.
       —¿Qué hace usted durante todo el día? —inquirió ella.
       —Nada.
       —¿Absolutamente nada?
       —¿Y por qué he de hacer algo? —repuso él.
       —Bueno, no vaya a creer ni por un momento que condeno tan sabia conducta; pero resulta demasiado bonito para ser cierto.
       —¿Qué cosa? —preguntó alargando el cuello—. ¿Qué es lo que resulta demasiado bonito para ser cierto?
       Sí, era innegable; parecía tonto.
       —Supongo que la búsqueda de Fräulein Schäfer no le ocupará todo su tiempo.
       —Ah, no —replicó sonriéndose palurdamente—. Ésa sí que es buena. No, caramba. También guío un poco. ¿No es aficionada a los caballos?
       —Me encantan —asintió ella.
       —Pues debía venir en coche conmigo. He adquirido un buen tronco de tordillas. ¿Quiere?
       “Bonita iba a estar, encaramada tras de un tronco de tordillas con mi único y exclusivo sombrero”, se dijo.
       —Me gustaría —declaró en voz alta.
       Su pronta conformidad le agradó a él.
       —¿Le parece bien mañana? ¿Qué tal si mañana al mediodía comiera conmigo y la llevara a dar un paseo en coche?
       De eso era de lo que se trataba, a fin de cuentas.
       —Sí, no estoy ocupada mañana —replicó.
       Hubo una breve pausa. Luego el desconocido se dio una palmada en un muslo.
       —¿Por qué no viene a sentarse aquí?
       Ella hizo como si no hubiese visto el ademán, y, sentándose en la mesa, se balanceó.
       —Estoy muy bien aquí.
       —No, qué va a estar —otra vez aquel tono irritante—. Venga a sentarse en mis rodillas.
       —¡Quiá! —replicó Viola muy acalorada.
       Y de repente se mostró muy atareada con sus cabellos.
       —¿Por qué no?
       —Porque no quiero.
       —Ande, venga aquí —suplicó impaciente.
       Ella movió la cabeza a diestra y siniestra.
       —Ni siquiera se me ha ocurrido una cosa así.
       Al oír esto, él se puso en pie y fue hacia ella lentamente.
       —Graciosa, gatita chiquita —y levantó la mano para acariciarle el pelo.
       —No haga eso —dijo deslizándose de la mesa—. Creo que ya es hora de que se marche.
       Estaba muy asustada. “Hay que echarlo de aquí lo más pronto posible”, era su único pensamiento.
       —Ah, pero no querrá que me vaya.
       —Sí, estoy ocupada.
       —¡Ocupada! ¿Qué hace mi gatita durante todo el día?
       —Muchas, muchas cosas.
       Con gusto lo hubiera echado a empellones de la habitación dando tras él un portazo. ¡El idiota, el necio! ¡Qué decepción más cruel!
       —¿Por qué se enfurruña? —preguntó—. ¿Está preocupada por algo? —y poniéndose serio de repente—: ¡Oiga! ¿Se encuentra sin dinero? Puedo dárselo si quiere.
       “¡Dinero! Ahí te aprieta el zapato. Pero no pierdas la cabeza”, se dijo a sí misma.
       —Le daré doscientos marcos si me da usted un beso.
       —¡Vaya! ¿Cree que estoy tan apurada para tener que vender mis besos? Haga el favor de marcharse.
       —Ya me marcharé, no se preocupe.
       La cogió por los hombros.. Ella luchó por desasirse, con una rabia sorda que la sorprendió a sí misma.
       —¡Suélteme y váyase inmediatamente! —gritó. Pero él le había rodeado la cintura con un brazo tan fuerte como una barra de acero y la apretaba contra su cuerpo.
       —¡Suélteme, le digo! ¿Qué se ha creído usted? Si llego a imaginarme esto, a buena hora le dejo entrar en mi habitación... ¿Cómo se atreve usted?
       —Bueno, déme un beso y me marcharé. —Resultaba idiota, con aquella estúpida sonrisa en el rostro.
       —¡No quiero besarle, bruto, animal! ¡No quiero! —Como pudo, se escabulló de entre sus brazos y fue a apoyarse de espaldas a la pared. Respiró aceleradamente.
       —¡Salga! —balbuceó—. ¡Salga ahora mismo, largo de aquí!
       En aquel momento, cuando él no la tocaba, quedó maravillada de su propio valor. Estaba exaltada y su voz sonó colérica:
       —¡Nunca llegué a pensar que un hombre como usted fuese capaz de una cosa así!
       Un intenso sonrojo cubrió las facciones del hombre. Sus labios estaban entreabiertos y dejaban ver sus dientes. “Tiene cara de perro”, pensó Viola. Volvió a acercarse a ella y la aplastó contra la pared con el peso de su cuerpo. Ella gritó otra vez:
       —¡No quiero besarle! ¡No quiero! ¡Estése quieto! ¡Uf! Parece usted un perro... ¡Bestia! ¡Demonio!
       Él no pareció oírla. Con una expresión de obstinada determinación volvió a apretarla contra su cuerpo. No decía nada, sólo exclamó un par de veces con voz sorda:
       —Estése quieta! ¡Estése quieta!
       —¡Brrr! ¿Qué clase de hombre es usted? —Estaba a punto de gritar pidiendo socorro—. ¡No quiero, márchese, le aborrezco! ¡Es usted un malvado! Me gustaría matarle... ¡Oh, Dios mío! Si tuviera un cuchillo...
       —¡No sea tonta, sea buena conmigo! —Comenzó a arrastrarla hacia la cama.
       —¿Ha creído que soy una mujerzuela? —protestó ella, mordiendo una de las manos del hombre.
       —¡Ay! ¡Estése quieta! Me ha hecho usted daño... —Ella no contestó, pero su corazón suplicaba: “ ¡Dios mío, líbrame de esto!”
       —¡Acabemos de una vez, perra!
       Respiraba agitadamente. Ella se dio cuenta, con alegría, de que su rostro estaba lleno de arañazos.
       —Me ha hecho usted daño —repitió él, con voz enronquecida.
       —Desde luego, eso quería. Y no será nada, comparado con lo que pienso hacerle si vuelve a tocarme.
       El desconocido recogió su sombrero.
       —No, gracias —dijo rencorosamente—. Pero no olvidaré esto. Se lo contaré todo a su patrona.
       —¡Bah! —Ella se echó a reír—. ¿Le contará usted que ha intentado tomarme por asalto? ¿Y piensa que va a creerle? Vale más que se marche a buscar a su Fräulein Schäfer.
       Una gloriosa sensación de triunfo envolvió a Viola.
       —Si no se marcha ahora mismo, estoy dispuesta a morderle otra vez —dijo.
       Y se echó a reír, divertida ante aquellas absurdas palabras que acababa de pronunciar.
       Cuando se cerró la puerta y escuchó los pasos del desconocido que descendía la escalera, estalló en una carcajada y comenzó a bailar por la habitación.
       ¡Qué mañana! Se le quedaría bien grabada. Había sido su primera pelea y, si hubiese querido, podía haber sido su primera conquista. Cruzó los brazos sobre sus costados. “Debo tener las costillas moradas —pensó—. Sólo faltaba que mi bien amado Casimir me hubiera visto.” Todo el rencor y desagrado que sentía por Casimir habían desaparecido. ¿Qué culpa tenía el pobrecillo de no tener dinero? La culpa era tanto de ella como de él, pues ambos eran algo diferentes de todos los demás; eran los que luchaban contra ellos, como ella acababa de hacerlo. ¿Cuándo darían las tres? Se vio a sí misma corriendo a su encuentro; echándole los brazos al cuello. “Mi bien; claro que sí, estamos unidos para vencer. ¿Me amas todavía? Ay, he pasado hace poco un rato tan horrible...”



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