Katherine Mansfield
(Nueva Zelandia, 1888 - Francia, 1923)


Violet (1913)
(“Violet”)
Something Childish and Other Stories
(Londres: Constable and Company Limited, 1924, 262 págs.)


“Hallé una virginal criatura
Que plañía tristemente...”


      Hay un refrán inglés, muy untuoso y exasperante, según el cual “no hay nube que no esté por dentro revestida de plata”. ¿Qué consuelo puede encontrar quien, empapándose hasta las cejas en las nubes, medite sobre su revestimiento interno, y qué ingrato marchamo de tarjeta postal ilustrada viene esto a estampar sobre la tragedia de cada cual, al convertirla en una cursilería de a medio penique, con una luna en el ángulo izquierdo, pretenciosa como una monedita de plata? Y sin embargo, como la mayoría de las cosas exasperantes y untuosas, el proverbio encierra una gran verdad. El revestimiento, se me mostró al despertar tras de mi primera noche en la pensión Séguin, cuando vi por encima del almohadón de plumas una estancia tan resplandeciente de sol, como si todos los rubicundos querubes del cielo se hubiesen puesto a volcar sobre la tierra amarillentas florecillas. “Qué fantasía más encantadora —me dije—. Cuánto más bonita que el proverbio. Viene a ser como un día de campo con Katherine Tynan.”
       Y, como en un cuadro, me vi a su lado, cogiendo de manos de una mujer coloradota con un inmenso y abultado mandilón, sendos vasos de leche, mientras discutíamos sobre las rotundas verdades de los refranes frente a las falacias de los juguetones querubes. Pero en este caso hipotético yo me pondría de parte de los proverbios.
       “Encierran una buena cantidad de sentido común”, diría aquella mi grosera persona. “Me encanta ver cómo pisotean con los pies de la colectividad cualquier intento femenil de adornar las cosas.” “Tanto va el cántaro a la fuente, que al fin se rompe.” Also gut. Ni un resquicio donde quepan unos cuantos versos al cántaro roto. Imposible transmutar esa fuente en una fuente simbólica, a la cual sean llevados los corazones en forma de cántaro. “El único refrán del que disiento”, proseguiría aquella criatura insoportable, arrancando una cebolla temprana del sembrado y poniéndose a masticarla, “es ése del pájaro en mano. Yo prefiero que los pájaros estén en la enramada”.
       Y Katherine Tynan respondería tierna y maternal, mientras quitaba una mosquita verde de su vaso de leche: “Pero si tú fueses san Francisco, no les importaría a los pájaros estar en tu mano. Preferirían el blanco nido de tus dedos a la enramada.”
       Salté de la cama, corrí a la ventana, la abrí de par en par y me asomé. Abajo, en la avenida, los árboles se estremecían y cabeceaban con el viento, que traía el aroma de sus hojas. Las casas que bordeaban la avenida eran pequeñas y blancas. Casitas encantadoras, de apariencia casta, que dejaban vislumbrar a todo el mundo encajes y lazos, que parecían niñas de pueblo cogidas de la mano para jugar al corro.
       Empecé a inventar una adorable personilla llamada Yvette, la cual viviría en una cualquiera de aquellas casas. Por las mañanas usaría cofia de encaje blanco bordada con margaritas. Sorbería el chocolate sosteniendo en una mano la jicara de Sévres, mientras que una fiel compañera le pulía las sonrosadas uñas de la otra. Las tardes las pasaría en su minúsculo boudoir blanco y oro, aovillada, con un gatito de Angora en el regazo, mientras que su amante, hermoso y apasionado, se inclinaría sobre el respaldo del sofá para besar una y otra vez el hoyuelo triplemente encantador de su hombro izquierdo. Pero en aquel momento las vidrieras del balcón se abrieron, y una robusta sirvienta salió desafiante, llevando un brazado de alfombrillas y alfombras. Con gesto de rabia y disgusto las tiró encima del barandal, se fue, reapareció de nuevo con una escoba de largo mango y la emprendió con las alfombras. Pim-pam, pim-pam. Sus lánguidas y lamentables contorsiones parecían estimularla a redoblar los esfuerzos. Nubes de polvo flotaban en torno de ella, y cuando alguna se le escapaba como un pez y planeando por los aires caía a la avenida, ella se asomaba al barandal para amenazarla con el puño y con la escoba.
       Atraído por el estruendo, salió al balcón de enfrente un señor de edad, que, después de lanzar una mirada aprobatoria a la atareada doméstica, se encaró con la espléndida mañana dando un gran bostezo. Había algo de dejadez premeditada en la manera de palparse tan cuidadosamente los músculos de los brazos y de las piernas, de tentarse el cuello, de toser y lanzar una serie de salivazos por el balcón. Nadie parecía más sorprendido que él de esta última hazaña. Debió de considerarlo como un pequeño éxito en su género, pues se abotonó el chaleco blanco de piqué sobre el enorme vientre, dando grandes muestras de satisfacción. Mi encantadora Yvette, con su traje a cuadros blancos y negros, delantal de alpaca y la cesta de la compra al brazo, huyó volando.
       Me vestí, comí un panecillo y bebí un poco de café tibio, sintiendo que mi entusiasmo se moderaba. Pensé cuan cierto era eso de que el mundo sería un sitio delicioso si no fuera por la gente y cuánto más cierto era todavía que no valía la pena de preocuparse del prójimo, de modo que los hombres sensatos no debían poner sus afectos en nada que fuese de menos dimensiones que una ciudad, celestial o no, y también en los campos, ya que el campo siempre tiene algo de celeste.
       Haciéndome estas reflexiones piadosas y pacatas, me puse el sombrero, recorrí a tientas el obscuro pasillo, y, después de bajar corriendo los cinco tramos de escaleras, me encontré en la Rue St. Léger. Al otro lado de la calle había un jardín a través del cual se iba a la Universidad y a las avenidas más ostentosas que pasan por la Place du Theatre. Aunque el otoño estaba bastante avanzado, no se había caído aún ni una hoja de los árboles, y las matas y pequeños arbustos tenían toques sonrosados y carmesíes, mientras que el arbolado se destacaba contra el azul firmamento cubierto de oro. En los bancos de piedra, niñeras de blancas capas y tocas almidonadas charlaban moviendo las cabezas como una colección de cacatúas. Corriendo de aquí para allá bajo el sol, unos cuantos niños rodaban aros con graciosos ademanes. Qué placer más sugestivo el de vagar a través de una ciudad desconocida, divirtiéndose una como se divertiría una criatura que jugara a solas.
       —Pardon, Madame, mais voulez-vous... —y al llegar aquí la voz titubeó para gritar luego mi nombre como si se me hubiese dado por perdida desde tiempos inmemoriales; como si me hubiera ahogado en remotos mares, o me hubiese abrasado en el incendio de un hotel norteamericano y estuviera enterrada en un centenar de tumbas olvidadas:
       —¿Qué diablos haces aquí?
       Ante mí, sin que hubiera pasado para ella un solo día, sin que le faltara ni una sola horquilla en el peinado, se encontraba Violet Burton. Me sentí halagada sobremanera con su cordialidad, y le estreché la mano fría y robusta, exclamando:
       —Es extraordinario.
       —Pero, ¿por qué estás aquí?
       —Los nervios.
       —Imposible. La verdad, no puedo creerlo.
       —Pues es enteramente cierto —repuse, amainando en mi entusiasmo.
       No hay nada que contraríe tanto a una mujer como el suponerle nervios de acero.
       —Bueno, pues te aseguro que no lo parece —dijo escrutándome con esa franqueza tan inglesa, que le hace a una sentirse como si estuviera sentada a la hora del almuerzo frente a la cruda claridad de una ventana.
       —Y tú ¿por qué estás aquí? —pregunté sonriendo amablemente para atenuar la crudeza de la luz.
       Antes de responder se volvió para mirar más allá del césped, jugueteando con el paraguas, como una actriz de provincias cuando va a hacer una confesión.
       —He venido —repuso con voz de afectada tranquilidad—, he venido aquí para olvidar... Pero —añadió, mirándome de frente otra vez y sonriendo con vivacidad— no hablemos de eso. Por ahora cuando menos. No puedo explicártelo hasta que no te trate más y te conozca bien otra vez —y con gran solemnidad concluyó—: Hasta que esté segura de que puedo confiar en ti.
       —Ay, Violet —exclamé—. No confíes en mí. No merezco tu confianza. Yo, en tu caso, no confiaría, en absoluto.
       Frunció el ceño y me miró fijamente:
       —¡Qué cosas dices! Pero no puedes hablar en serio.
       —Sí. No hay nada que me agrade tanto como hablar de los secretos del prójimo.
       Con gran sorpresa mía, se me acercó y me cogió del brazo.
       —Gracias —dijo reconocida—. Creo que es algo magnífico de tu parte el haberte expresado con tanta franqueza. Magnífico. Pero aun cuando fuese cierto... Pero no, no puede serlo; de otro modo no me lo hubieses dicho. Quiero decir que psicológicamente no puede ser cierto, ya que no es posible ser franco y desleal al mismo tiempo. ¿No te parece? Pero en fin... no sé. Quizá lo sea. ¿No crees que los novelistas rusos han echado por tierra todos nuestros principios?
       Caminamos bras dessus, bras dessous por el soleado sendero.
       —Sentémonos —dijo Violet—. Hay una fuentecilla junto a este banco. Vengo aquí con frecuencia. Se puede oírla correr todo el tiempo.
       El tenue murmullo de la fuente sonaba con una canción medio olvidada, entre risueño y procaz.
       —¿Verdad que es maravilloso? —suspiró Violet—. Parece un sollozo en la noche.
       —Vamos, Violet —dije aterrada ante el giro que iba tomando—. Las cosas maravillosas no sollozan por las noches. Duermen como troncos, y no se enteran de nada hasta que amanece.
       Echó un brazo sobre el respaldo del banco y cruzó las piernas.
       —¿Por qué te empeñas en ocultar tus emociones? ¿Por qué te avergüenzas de ellas? —preguntó.
       —No las oculto, pero las guardo bien guardadas¡ y sólo las saco a relucir en contadas ocasiones. Como tarritos de mermelada muy selectos, para cuando las personas a quienes quiere uno vienen a tomar el té.
       —Vuelta otra vez. Las emociones con la mermelada. Pues yo soy completamente diferente. Vivo de las mías. Algunas veces quisiera que no fuese así. Pero prefiero sufrir a causa de ellas intensamente. Es decir, descender hasta lo más profundo con ellas a fin de elevarme con más fuerza hasta el pináculo de la felicidad.
       Se me acercó más.
       —Me gustaría saber de dónde he sacado esta manera de ser —prosiguió—. Mi padre y mi madre son totalmente diferentes. Quiero decir que son enteramente normales, vulgares.
       Moví la cabeza enarcando las cejas.
       —Pero fue en vano —prosiguió ella— que tratara de combatir mi temperamento. Me ha derrotado. Total y definitivamente.
       Pausa llenada inadecuadamente por el agua risueña y maliciosa.
       —Bueno —exclamó Violet de modo patético—. Ahora ya sabes lo que te quise dar a entender al decir que había venido aquí para olvidar.
       —Pues te aseguro que no lo sé, Violet. ¿Por qué me crees tan sutil? Comprendo perfectamente que no quieras contármelo hasta que no me conozcas mejor. Lo comprendo muy bien.
       Abrió mucho los ojos y entreabrió la boca.
       —¡Pero si te lo he dicho ya! No abiertamente, no palabra por palabra, porque ¿cómo iba a poder hacerlo? Mas al hablarte de mi temperamento emocional y de que había descendido a los abismos y me había elevado a los pináculos... estaba segura de que lo habrías comprendido. Te lo he contado simbólicamente. ¿Qué suponías, si no?
       No hay ninguna muchacha capaz de realizar tales proejas gimnásticas por sí sola. Sin embargo, a juzgar por mis experiencias había creído que los abismos seguían siempre a los pináculos. Y me atreví a sugerírselo.
       —Así es —dijo Violet sombríamente—. Los ve uno si mira antes o después.
       —Como los mortales, según La alondra de Shelley —dije
[es decir, quien mira el antes y el después, atormentándose con cosas que no existen].
       Violet parecía indecisa y me arrepentí. Pero no sabía cómo mostrarme comprensiva, ya que no tenía ni idea de lo que era más apropiado a las circunstancias.
       —Fue en el verano —dijo—. Había estado terriblemente deprimida. No sabía lo que me pasaba. Pero me parecía que ya nada podía interesarme. Me consideraba tan terriblemente inútil como si en el esquema del mundo no hubiere un sitio para mí. Y lo peor de todo era que nadie me comprendía. Debe de haber sido por lo que entonces leía... pero no lo creo, no creo que fuera sólo eso. Sin embargo, no sabe una nunca, ¿verdad? Y entonces, en un baile, me encontré con el señor Farr...
       —Por Dios, llámale por el nombre de pila, Violet. No podrías seguir habiéndome de ti y del señor Farr hasta... llegar a las alturas.
       —¿Por qué no? Pero bien. Encontré a Arthur. Creo que aquella noche debía de estar loca. En casa hubo sus más y sus menos. Mi madre no quería que fuese, diciendo que no había nadie que me acompañara a casa. Y yo estaba muy interesada. Sin duda tuve un presentimiento. ¿Crees tú en los presentimientos...? No sé; no se puede saber a ciencia cierta, ¿verdad? El caso es que fui. Y allí estaba Él.
       Se puso de un rojo subido y se mordió los labios. Lo cierto era que empezaba a gustarme Violet Burton. A gustarme de verdad. —Sigue —le dije.
       —Bailamos siete veces y todo el tiempo estuvimos hablando. La música era tan lenta... Hablamos de todo. Al principio, ya sabes, de libros, de teatros y de todas esas cosas. Luego de nuestras almas. —¿De qué?
       —He dicho de nuestras almas. Me comprendía completamente. Y después del séptimo baile... Bueno, te voy a contar lo primero que me dijo. “¿Cree usted en Pan?” Muy tranquilo. Como si tal cosa. Y luego añadió: “Ya sabía yo que sí.” ¿No es esto extraordinario? Tras el séptimo baile nos sentamos en el descansillo de la escalera y... ¿Quieres que siga?
       —Sí, continúa.
       —Me dijo: “Creo que debo de estar loco, pero quisiera darle un beso.” Y le dejé.
       —Continúa.
       —Bueno. No puedo decirte lo que sentí. Figúrate. Yo, que hasta entonces no había besado a nadie que no fuera de la familia. Quiero decir, claro está, a ningún hombre. Y entonces él dice: “Tengo que decírselo. Estoy comprometido.”
       —Bueno, ¿y qué?
       —¿Qué más quieres? Naturalmente, corrí escaleras arriba derribando todo lo que tropecé; en el guardarropa encontré mi abrigo y me volví a casa. A la mañana siguiente le dije a mi madre que me dejara venir aquí. Creí —concluyó Violet— que me iba a morir de vergüenza.
       —¿Y eso es todo? —exclamé—. ¡No querrás decir que eso ha sido todo!
       —¿Qué otra cosa iba a ser? ¿Qué diablos era lo que esperabas? ¡Qué rara eres! ¿Cómo me miras de ese modo?
       Y en la larga pausa que siguió oí de nuevo la fuentecilla, medio risueña, medio maliciosa. Debía de estarse riendo de mí, no de Violet.



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