Lydia Davis
(Northampton, Massachussets, 1947-)
La casa de atrás
(“The House Behind”)
Almost No Memory
(Nueva York: Farrar, Straus & Giroux, 1997, 194 págs.)
Vivimos en la casa de atrás y no vemos la calle: las ventanas del fondo miran hacia la piedra gris de la muralla de la ciudad y las ventanas delanteras dan al patio de las cocinas y los cuartos de baño de la casa de delante. Los apartamentos de la casa de delante son amplios y cómodos, mientras que los nuestros son estrechos y destartalados. En la casa de delante, las sirvientas viven en habitaciones pequeñas y limpias del último piso, y se asoman a las chapiteles de St-Étienne, pero bajo el alero de nuestra casa, diminutos cubículos se abren a la oscuridad de un pasillo polvoriento y los estudiantes y licenciados pobres que duermen en ellos comparten un retrete junto al hueco de la escalera. Muchos inquilinos de la casa de delante son altos funcionarios, mientras que la de detrás está llena de comerciantes, vendedores, carteros jubilados y maestros de escuela solteros. Está claro que no podemos culpar de su riqueza a los vecinos de la casa de delante, pero es algo que pesa sobre nosotros: sentimos la diferencia. Esto, sin embargo, no basta para explicar el rencor que ha existido siempre entre las dos casas.
Al anochecer, me siento con frecuencia a mirar por mi ventana delantera el cielo y oír los ruidos de los vecinos. Según pasan las horas, las palomas se posan en las buhardillas; el tráfico, que atasca la calle estrecha, se aclara a la salida, y las televisiones de algunos apartamentos llenan el aire de voces y ruido de violencia. De vez en cuando, oigo el golpe de la tapadera metálica de un contenedor de basura, abajo, en el patio, y veo una figura sombría que entra en una de las casas con un cubo de plástico vacío.
Los contenedores de basura fueron siempre una fuente de molestias, pero ahora la atmósfera se ha agriado: los inquilinos de la casa de delante tienen miedo de vaciar su basura. Si hay otro inquilino en el patio, no entran. Veo sus siluetas en el portal de la casa de delante, mientras esperan. Cuando no hay nadie, vacían sus cubos y cruzan de prisa el patio de guijarros, con la angustia de que los sorprendan solos. Algunas de las ancianas de la casa de delante bajan juntas, en parejas.
El asesinato tuvo lugar hace aproximadamente un año. Fue algo raro, sin explicación. El asesino fue un respetable hombre casado de nuestro edificio y la mujer asesinada era una de las pocas personas agradables de la casa de delante; de hecho, una de las pocas que trataban con las personas de la casa de atrás. Monsieur Martin no tenía ninguna razón para matarla. Creo que la frustración lo había vuelto loco: llevaba años deseando vivir en la casa de delante, y había llegado a la conclusión de que jamás sería posible.
Anochecía. Se cerraban los postigos. Yo estaba sentada junto a la ventana. Vi a los dos encontrarse en el patio, junto a los contenedores de basura. Quizá ella le dijo algo, algo inocente y amable, pero que le hizo darse cuenta una vez más de lo diferente que era de ella y de todos los que vivían en la casa de delante. Ella no debería haberle hablado: la mayoría de ellos no hablan con nosotros.
Monsieur Martin acababa de vaciar el cubo cuando ella apareció. Tenía un aire tan elegante que, aunque iba con un cubo de basura, su aspecto era regio. Supongo que él reparó en cómo el cubo de ella —de vulgar plástico amarillo, como el suyo— relucía más, y cómo la basura era más vistosa que la suya. Debió de notar también lo limpio que llevaba el vestido, muy ligero, y cómo flotaba suavemente en torno a las piernas fuertes y saludables, qué dulce era el olor que desprendía, qué luminosa era su piel a la desfalleciente luz del día, cómo le brillaban los ojos con aquella mirada de felicidad, constante y ligeramente frenética, que lucía, y cómo el pelo suelto despedía reflejos plateados y se hinchaba bajo los pasadores. Monsieur Martin se inclinaba sobre el cubo, raspando el interior con un cuchillo de caza sin filo cuando ella se acercó, deslizándose sobre los adoquines.
Estaba tan oscuro a esa hora que al principio sólo pudo ver con claridad la blancura del vestido. Permaneció en silencio —pues, escrupulosamente educado, con una persona de la casa de delante nunca era el primero en hablar— y rápidamente apartó la vista. Pero no con la suficiente rapidez, pues ella le devolvió la mirada y habló.
Probablemente dijo algo trivial sobre lo agradable que era la noche. Si no hubiera hablado, el dulce sonido de su voz quizá no hubiera desencadenado la furia del hombre. Pero en ese instante debió de darse cuenta de que para él la noche nunca sería tan agradable como para ella. O algo en el tono de la voz —algo demasiado amable, con el aire de superioridad suficiente para que entendiera que estaba condenado a seguir en su sitio— le hizo perder el control. Saltó como un resorte, como si algo se hubiera roto en su interior, y le clavó de un golpe la navaja en la garganta.
Lo vi todo desde arriba. Sucedió muy rápido y en silencio. No hice nada. Por un momento ni siquiera me di cuenta de lo que había visto: aquí la vida es tan tranquila, pasan tan pocas cosas, que casi he perdido la capacidad de reaccionar. Pero también había algo impresionante en aquella escena: el hombre era fuerte y corpulento, un cazador experimentado, y ella era menuda y grácil como un gamo. El gesto del hombre fue clásico, hermoso; y ella se derrumbó sobre los adoquines como se desvanece la neblina que desprende un estanque. Incluso cuando fui capaz de pensar, no hice nada.
Miraba; varias personas aparecieron por la puerta de atrás de la casa de delante y por la puerta principal de nuestra casa y se paraban en seco con sus cubos de basura cuando veían a la mujer tendida allí y, a su lado, al hombre inmóvil, con el cubo de basura a sus pies, limpio de residuos. La mano de ella seguía agarrada al asa de su cubo, y la basura se había derramado sobre las piedras, lo que para nosotros era, extrañamente, tan espantoso como el propio asesinato. Fueron reuniéndose más y más inquilinos en los portales, a mirar. Movían los labios, pero no podía oírlos porque me rodeaba el ruido de los televisores.
Creo que la razón de que ninguno hiciera nada fue que el asesinato había tenido lugar en una especie de tierra de nadie. Si hubiera sucedido en nuestra casa o en la suya, alguna iniciativa habría sido tomada —sin prisa en nuestra casa y con rapidez en la suya—. Pero, tal como se presentaba la situación, la gente dudaba: los de la casa de delante vacilaban antes de rebajarse hasta el punto de verse mezclados con aquello, y los de nuestra casa dudaban si atreverse a tanto. Al final fue el conserje el que se encargó del asunto. El juez levantó el cadáver y a Monsieur Martin se lo llevó la policía. Una vez que la gente se dispersó, el conserje barrió la basura derramada, fregó los adoquines y devolvió cada cubo al apartamento correspondiente.
Durante un día o dos, los vecinos de ambas casas estuvieron visiblemente afectados. Se hablaba en los pasillos: en nuestra casa, las voces se levantaban como el viento en las hojas de los árboles antes de una tormenta; en la suya, opulentas sílabas llenas de confianza en sí mismas repiqueteaban como disparos de ametralladora. Los encuentros entre los inquilinos de las dos casas eran más violentos: los de nuestra casa esquivábamos a los otros si nos los encontrábamos en la calle, y había algo en nuestras caras que cortaba en seco sus conversaciones cuando nos acercábamos lo suficiente para oírlas.
Pero luego los pasillos volvieron a quedar en silencio, y durante un tiempo pareció que poco había cambiado. Quizá, pensé, aquel incidente estaba tan lejos de nuestra comprensión que no podía afectarnos. La única diferencia parecía ser la mirada sin expresión de los vecinos de mi edificio, como si hubieran sufrido una conmoción. Pero gradualmente empecé a darme cuenta de que el incidente había dejado una impresión más profunda. La desconfianza impregnaba el aire, y el malestar. La gente de la casa de delante tenía miedo de nosotros, allí, pegados a su espalda, y no existía comunicación entre nosotros en absoluto. Al matar a la mujer de la casa de delante, monsieur Martin había matado algo más: perdimos los últimos restos del respeto a nosotros mismos ante la gente de la casa de delante, porque todos asumimos la responsabilidad del crimen. Ahora era imposible seguir fingiendo. Algunos, es verdad, no se sintieron afectados y siguieron luciendo los andrajos de su dignidad con orgullo. Pero la mayoría de la gente de la casa de atrás cambió.
Una enfermera de noche vivía en mi misma planta. Cada mañana, cuando llegaba a casa después del trabajo, me despertaba al oír el pesado llavero de hierro que golpeaba la puerta de madera de su apartamento, el ruido de las llaves en las cerraduras. A última hora de la tarde volvía a salir y arrastraba los pies sin hacer ruido mientras quitaba el polvo al pasamanos de la escalera. Ahora se queda sentada detrás de su puerta a oír la radio y toser con delicadeza.
La mayor de las hermanas Lamartine, que solía dejar entreabierta la puerta para oír las conversaciones en los pasillos —alguna vez se emocionaba tanto que asomaba su larga nariz por la rendija y soltaba un comentario o dos—, ahora sólo aparecía los domingos, cuando a primera hora iba a misa con un velo azul en la cabeza. Mi vecina del segundo piso, madame Bac, dejaba la colada a la intemperie durante días, hiciera el tiempo que hiciera, hasta que el olor agrio llegaba a donde yo estaba sentada. Muchos inquilinos dejaron de limpiar los felpudos. La gente se avergonzaba de su ropa y se ponía el impermeable cuando salía. Los pasillos olían a humedad: los repartidores y los agentes de seguros subían y bajaban a tientas las escaleras, molestos. Y, lo peor de todo, nos volvimos ariscos y mezquinos: dejamos de hablarnos, chismorreábamos con los extraños, dejábamos barro en los rellanos de escalera ajenos.
De un modo bastante curioso, muchas casas de la ciudad, emparejadas como la nuestra, mantienen malas relaciones: usualmente reina una paz incómoda entre las dos casas hasta que algún incidente hace estallar la situación, que empieza a deteriorarse. La gente de las casas de delante se encierra en su fría dignidad y la gente de las casas de atrás pierde la confianza, se le pone la cara gris de vergüenza.
Hace poco, me sorprendí en el momento de tirar al patio el corazón de una manzana, y me di cuenta de hasta qué punto había caído bajo el influjo de la casa de atrás. Los cristales de mis ventanas están sucios y finas marañas de polvo cubren el filo de los rodapiés. Si no me voy ahora, pronto seré incapaz de hacer ese esfuerzo. Debería alquilar un apartamento en otra zona de la ciudad y hacer el equipaje.
Sé que cuando vaya a despedirme de mis vecinos, con los que alguna vez me llevé bastante bien, unos no me abrirán la puerta y otros me miraran como si no me conocieran. Pero habrá unos cuantos que recuperarán algo del viejo espíritu de rebeldía y orgullo agresivo, lo suficiente para estrecharme la mano y desearme suerte.
Su mirada sin esperanza hará que sienta vergüenza de irme. Pero no puedo ayudarles. En todo caso, creo que en unos años las cosas volverán a la normalidad. La costumbre provocará que la gente de atrás recobre su raída pulcritud, el cáustico cotilleo de todas las mañanas contra la gente de la casa de delante, la frugalidad en las pequeñas compras, su decencia sin riesgos; y, mientras la gente de las dos casas se muda y es reemplazada por extraños, todo el asunto será lentamente asimilado y olvidado. Las únicas víctimas, al final, serán la mujer de monsieur Martin, el propio monsieur Martin, y la amable mujer a la que monsieur Martin mató.
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