Louise Erdrich
(Little Falls, Minnesota, 1954–)


Los sellos de catástrofes de Pluto (2004)
(“Disaster Stamps of Pluto”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker (13 de diciembre de 2004);
reimpreso en The Best American Mystery Stories of 2005;
último capítulo de la novela The Plague of Doves
(Nueva York: HarperCollins , 2008, 313 págs.)



      Los muertos de Pluto superan ahora en número a los vivos y el cementerio se extiende por la suave colina que diviso desde mi cocina, formando un despliegue irregular de piedras blancas. No queda un solo bar, ni un teatro, ni una ferretería, ni un garaje, tan sólo una gasolinera. Incluso el cura sólo visita la iglesia un día por semana. Apenas se corta la hierba a tiempo para su visita y, por supuesto, ya no se plantan flores, de modo que cuando llega el verano la maleza rebosa de los viejos macizos. Pero cuando el párroco viene, al menos hay una persona más a quien alimentar en la cafetería del pueblo.
       Que haya una cafetería resulta sorprendente, y no se trata de ningún edificio vetusto y en ruinas. Cuando el banco abandonó el pueblo, la familia cuyo autorrestaurante había sido destruido por vientos huracanados adquirió un local con el dinero del seguro y le puso el nombre de 4-B’s. La fachada de granito, los arcos de las ventanas y los techos de siete metros dan un aspecto sólido e incluso lujoso a nuestra cafetería. Hay una pizarra para anotar las especialidades del día y una caja de puros junto a la caja registradora, para que la gente que lo desee done unas monedas para la operación quirúrgica y el tratamiento hospitalario de un muchacho del pueblo a quien hubo que amputarle la mano tras un accidente de trabajo. Al igual que la mayoría de los que quedamos aquí, yo pasaba gran parte del día sentada a una mesa de la cafetería. Desde que ya no hay necesidad de mantener en funcionamiento los edificios municipales, la cafetería hace las veces de oficina para el ayuntamiento, sede de los miembros del club social, lugar de reunión de la comunidad religiosa y los jugadores de cartas. Es una parada informal para las excursiones al centro comercial más cercano —ciento diez kilómetros al sur—, y un lugar donde las pocas madres jóvenes del pueblo pueden encontrarse para conversar, moviendo con el pie la sillita de paseo con capota mientras se ríen a carcajadas y sueltan palabrotas con el mismo énfasis que sus maridos, que se encuentran al otro extremo de la hilera de mesas. Aquellas que no tienen hijos o, como yo, no tienen marido por culpa de la guerra, la distancia o el tiempo, comen aquí, así como los divorciados y los solteros que, por una u otra razón, acabaron con una casa en Pluto, Dakota del Norte, como único patrimonio importante.
       Seguimos aquí porque vender nuestras casas por una ínfima fracción de su valor original nos condenaría a vivir de alquiler para el resto de nuestras vidas en el mundo exterior. Sin embargo, por muy tenazmente que nos aferremos a nuestros patios, salones y garajes, cada año uno o dos de nosotros acaba por soltar amarras. Cada vez quedamos menos. Nuestro pueblo se muere. Tengo sobre mis espaldas mucho más de lo que esperaba cuando, el año en que me jubilé, fui elegida presidenta de la sociedad histórica de Pluto.

       En aquel momento parecía que sobreviviríamos, o incluso prosperaríamos, hasta bien entrado el nuevo milenio. Pero entonces la fábrica de fertilizantes quebró y la concesionaria de máquinas agrícolas se trasladó al otro extremo de la reserva. Nos quedó sólo la agricultura, pero el transporte barato que facilitaron las autopistas interestatales ya nos había dejado prácticamente fuera de juego. Nunca se había mejorado nuestra carretera principal, por lo que poco a poco empezamos a menguar, y mientras nuestro número disminuía, me convertí en la depositaria de muchas historias jamás contadas que la gente desvelaba al final, cuando entendían que ya era inútil mantenerlas en secreto o cuando comprendían que todo lo que perdura de un lugar se hallará reflejado algún día solamente en los documentos, y desean que esos documentos describan la verdad.

       Mi amiga Neve Harp es una de las últimas personas que quedan de las familias fundadoras del pueblo. Es nieta del especulador Frank Harp, que llegó después de que la primera partida de hombres en arribar al primer asentamiento fracasara en sus mediciones del terreno. Frank acompañaba a los miembros de la Compañía de Topografía y Cartografía de Dakota y del Gran Norte, que establecía una cadena de pueblos a lo largo de los caminos del Gran Norte. Esperaban sacar provecho de ellos. Estos asentamientos eran después plasmados meticulosamente en mapas que servirían a aquellos que se arriesgaran a comprar terrenos para sus negocios u hogares. Granjeros de todas partes se abastecían en el pueblo y frecuentaban los lugares de ocio cuando acudían allí para enviar sus cosechas por ferrocarril.
       Ahora, por supuesto, los trenes han desaparecido y nosotros seguimos aquí, varados.
       El equipo de parcelación viajaba en carromatos y acampaba allí donde todos coincidían en que el terreno ofrecía las características naturales adecuadas y una distancia prudente respecto a las demás poblaciones para el establecimiento de un nuevo asentamiento. Cuando los hombres llegaron al emplazamiento donde se erige ahora nuestro pueblo, ya llevaban parcelando y dibujando mapas varios años, por lo que, para bautizar las nuevas urbes, ya habían agotado los nombres de presidentes y capitales extranjeras, minerales importantes, grandes hombres de Estado, mamíferos norteamericanos e incluso los nombres de sus propios hijos. Al este se levantaban pueblos con pulcros nombres como Zeus, Neptuno, Apolo o Atenea. Rechazaron el nombre de Venus por ser propicio, quizá, al libertinaje en el futuro. Frank Harp sugirió el nombre de Pluto y fue aceptado antes de que nadie cayera en la cuenta de que habían bautizado un pueblo con el nombre del dios del inframundo. Siempre fue llamado Pluto, pero no le otorgaron el nombre oficialmente hasta el boom de 1906, veinticuatro años antes de que se descubriera Plutón. Ahora resulta bastante irónico que Plutón sea el planeta más frío, solitario y tal vez inhóspito de nuestro sistema solar, pero nunca se pretendió que aquello repercutiera en nuestro pequeño municipio.

       En Pluto han tenido lugar dramas de la mayor enjundia. En 1911, cinco miembros de una misma familia —los padres, una hija adolescente y dos niños de ocho y cuatro años— fueron asesinados. En un momento de exaltación, una partida de hombres atrapó a un pequeño grupo de indios, y lo que sucedió después pasó a formar parte de lo que se llamó entonces «justicia sumarísima». El pueblo evita cualquier mención al respecto. También yo rehuyo pensar en ello. Al final se descubrió que un joven vecino, trastornado al parecer por el amor que sentía por la hija, había desaparecido, y durante muchos años fue el único sospechoso. Sólo un miembro de aquella familia sobrevivió: un bebé de siete meses que permaneció durmiendo durante toda la barbarie en una cuna situada discretamente detrás de una cama.
       En 1928, el propietario del Banco Nacional de Pluto huyó del país con la casi totalidad del dinero del pueblo. Intentó llegar a Brasil. Le siguió su hermano, le convenció para que regresara y la mayor parte del dinero fue devuelta. El hermano fue a ver a los clientes, uno por uno, hasta convencerles de que sus cuentas ya estaban a salvo y el banco sobrevivió. El dueño se suicidó. El hermano se hizo cargo de la presidencia. En la cima de la colina del cementerio del pueblo se erige un monumento conmemorativo de guerra. En 1949, se grabaron diecisiete nombres en una piedra de granito dedicada a los héroes de ambas guerras mundiales. Uno de esos nombres, Tobek Hess, corresponde al muchacho que supuestamente habría asesinado a aquella familia. Había viajado a Canadá y se había alistado al comienzo de la Primera Guerra Mundial. La noticia de su muerte le fue comunicada a su hermana mayor, Electa, que se había casado con un miembro del ayuntamiento y no había querido mudarse como habían hecho los padres del sospechoso. Electa insistió para que el nombre de su hermano fuese añadido a la lista de fallecidos honrados en el monumento. Pero algunos miembros anónimos de la comunidad rascaron la piedra para borrarlo, de modo que ahora sólo queda un espacio desconchado donde se encontraba su nombre, y en el aniversario del armisticio sólo se plantan dieciséis banderas alrededor de la piedra.
       También hubo sequías y accidentes extraños y otros crímenes pasionales. El bebé de siete meses que sobrevivió a los asesinatos fue adoptado por los propios Oric y Electa Hoag, quienes criaron al bebé con mucho mimo y, una vez que la niña se hizo mayor, la enviaron a un caro internado del este, de donde nunca pensaron que regresaría. Cuando volvió nueve años más tarde, era médico. El primer médico mujer de toda la comarca. Abrió su consulta y rehabilitó la casa que había heredado, la misma donde se habían cometido los crímenes: una pequeña granja de madera con mucho encanto que lindaba con el cementerio en el extremo oriental del pueblo. Doscientas setenta y cinco hectáreas de terreno se extendían desde la casa y el establo. Con el dinero de la renta de esas hectáreas, pudo cubrir los gastos de una clínica y una enfermera, y mantener su consulta en funcionamiento, a pesar de que sus pacientes no siempre podían pagar sus servicios.
       Sólo una cosa la avergonzaba: una cosa en particular la paralizaba. Era bien sabido que se negaba a atender a los indios; la gente pensaba que era una persona intolerante. En realidad, experimentaba en su presencia una inseguridad que la desestabilizaba. Estaba fuera de su control, lo mismo que otro hecho. Amaba a un hombre demasiado joven para ella, inapropiado también en ese otro sentido, aunque en su presencia sus sentimientos se apoderaban de ella con la fuerza de un destino inexorable. O de una locura equivocada, pensaba ahora.
       Al mismo tiempo, aquellos sentimientos eran la única parte de su vida que tenía sentido a veces. Para intentar romper ese vínculo se casó, pero pronto enviudó. Mantuvo una última relación con un entrenador de natación de la universidad, cuyo trabajo le impedía abandonar el campus durante mucho tiempo. Siempre había tenido la intención de mudarse a Pluto cuando se jubilara. Sin embargo, se casó con una estudiante y se fue a vivir al sur de California, para poder disfrutar de piscina todo el año.

       El hermano del banquero suicida era Murdo Harp. Era el hijo del agrimensor del pueblo y el padre de mi amiga. Neve es ya septuagenaria, como yo. Las dos nos damos un paseo a diario para mantener nuestras articulaciones engrasadas. Neve Harp estuvo casada en tres ocasiones y secuestrada en una, pero logró sobrevivir a los cuatro acontecimientos. Ha recuperado su nombre de soltera y ha vuelto a vivir en la casa que heredó de su padre. Es una mujer alta, algo encorvada por falta de calcio en su dieta, aunque ahora, siguiendo mi consejo, ingiere grandes cantidades. Es una de las personas más interesadas en devolver la autenticidad a la historia del pueblo. Tanto Neve como yo hemos sido personas muy activas, y cada día, haga el tiempo que haga (salvo en caso de tormentas de nieve), nuestro paseo de tres o cuatro kilómetros nos lleva a recorrer el perímetro de Pluto.
       —Giramos alrededor de Pluto como un par de lunas viejas —me comentó un día.
       —Si viviese gente en Pluto, pondrían sus relojes en hora guiándose por nosotras —respondí—, o nos rendirían culto.
       Nos reímos ante la idea de considerarnos diosas de la Luna.
       La mayoría de los patios y las parcelas estaban vacíos. No ha habido dinero en las arcas municipales para arreglar las calles y la mayoría han sido abandonadas a su suerte y convertidas en grava. Sólo la calle principal se halla asfaltada ahora, pero no nos importaban las superficies desiguales. Ofrecían un suelo más rugoso. No queríamos resbalar. Nuestro mayor temor era rompernos la cadera. Cuando una se queda sin poder moverse a nuestra edad, es el fin.
       —Quiero contarte por qué Octave, el hermano de Murdo, intentó huir a Brasil —empezó un día, como si el escándalo acabase de estallar—. Quiero que escribas toda la historia en el boletín histórico del pueblo. Me gustaría que la verdad constara ahora en los archivos oficiales.
       Pedí a Neve que esperara a que termináramos el paseo y nos sentáramos en la cafetería, para que pudiera tomar notas, pero estaba tan emocionada con la historia que palpitaba en su interior, viva e insistente aquella mañana por alguna razón, que tuvo que hablar mientras caminábamos.
       —Como recordarás —prosiguió—, Octave se ahogó cuando las aguas del río estaban en su nivel más bajo, en tan sólo setenta centímetros de agua. Prácticamente sólo tuvo que arrojarse al charco y aspirarlo todo. Se pensó que solamente una mujer podía ser capaz de llevar a un hombre a buscar una muerte tan espantosa, pero no fue por amor. No murió por amor —Neve hizo una pausa y siguió caminando unos cien metros, meditabunda. Después retomó el relato—. ¿Recuerdas las colecciones de sellos? ¿Lo importantes que eran? ¿El furor que había?
       Respondí que sí, me acordaba. Y añadí que la gente seguía coleccionándolos.
       —Sí, sí, se aficionan un poco, como mi hermano Edward —continuó—. Pero para Octave, los sellos lo eran todo. Guardaba su colección en la caja fuerte principal del banco. Uno de los secretos mejor guardados del pueblo es el valor exacto de esa colección. Incluso yo lo desconocía hasta hace muy poco. Cuando robaron nuestro banco en el 32, como bien sabes, los ladrones forzaron la caja fuerte. Se llevaron todo el dinero en efectivo que encontraron e ignoraron por completo los cincuenta y nueve álbumes y los veintidós estuches de terciopelo y ébano, fabricados especialmente para ese fin. Esa colección de sellos valía varias veces lo que los ladrones se llevaron. Valía casi tanto dinero como el banco entero, a decir verdad.
       —¿Qué pasó con ella? —pregunté, muy intrigada, dado que sólo había oído confusos rumores al respecto.
       Neve me miró de soslayo, con malicia.
       —Mi hermano se fue llevando pequeñas piezas de la colección, pero no tenía ni idea de lo que contenía realmente. Yo me quedé con la mayoría de los sellos cuando el banco cambió de dueño. Me gusta contemplarlos, ¿sabes? Es mejor que la televisión. Guardo la colección en la sala de estar. Amontonada en una mesa. Has visto los álbumes, pero nunca has hecho el menor comentario. Nunca miraste en su interior. De haberlo hecho, te habrías quedado maravillada, como yo, ante la delicadeza, el detalle y la variedad infinita de los timbres, en un primer momento. Después, habrías querido saber más acerca de los sellos mismos, y la necesidad de conocer y entender sus historias se habría apoderado de ti, como le ocurrió a mi tío, y como me está sucediendo a mí últimamente, pero en menor medida. Por supuesto, tú tienes tus propios intereses.
       —Sí —respondí—. Gracias a Dios.
       Al pasar delante de la iglesia, reparamos en que el cura estaba allí haciendo su ronda. El pobre hombre nos dijo adiós con la mano cuando le saludamos. Como a nadie se le había ocurrido cortar el césped, lo estaba haciendo él. Tenía el semblante triste y agotado.
       —Tratan a los buenos como a simples bestias —comentó Neve. Después, se encogió de hombros y apresuró el paso—. Leyendo las viejas cartas de mi tío, mientras revisaba sus archivos, he hecho un descubrimiento. Su especialidad, ya que todo coleccionista de sellos empieza en algún momento a seguir una dirección concreta, era lo que podría llamarse el lado oscuro del coleccionismo de sellos.
       Miré a Neve y pensé que ya me había percatado de algunas de sus tendencias oscuras, pero seguía sorprendida por lo de los sellos.
       —Después de que adquiriera los santos griales de la filatelia (el sello magenta de un centavo de la Guayana Británica, el sello sueco de tres chelines emitido en 1855 que es de color naranja en vez de verde azulado, así como numerosas estampillas del servicio postal Thurn und Taxis y soberbios ejemplares de los muy cotizados sobres Mulready), la melancolía de mi tío le condujo directamente a lo que se denominan errores. Creo que el sello sueco de tres chelines fue el desencadenante de todo.
       —Claro —respondí—, incluso yo conozco el sello con el avión al revés.
       —El avión invertido rojo y azul de veinticuatro centavos. ¡Sí! —estaba exultante—. He leído todas sus notas y he peinado toda la colección en busca de esa estampilla. Él explica que empezó a coleccionar sellos que presentaban un error en el color, como el sello sueco, una pieza muy rara; y luego sellos con sobreimpresiones, sin dentar, en los que faltaba el valor o se omitían las viñetas, así como otras rarezas. Menciona un álbum entero dedicado a Frank Baptist, un joven de diecisiete años que imprimía sellos en una vieja prensa manual para el gobierno confederado. Todavía tengo que descubrir cuál es, pero daré con él.
       Neve alargó el paso en un tramo cubierto de gravilla de la carretera, eufórica por compartir aquella historia, y tuve que acelerar para no quedarme rezagada y perder el hilo. Se detuvo para recobrar el aliento, se apoyó en un árbol y me contó que, unos seis años antes de que se fugara con el dinero del banco, Octave Harp se había especializado en las catástrofes: es decir, en sellos y enteros postales (sobres o similares) que habían sobrevivido a los pavorosos acontecimientos que nos ponen a prueba y nos destruyen. Estas piezas de correo, marcadas por la tragedia, obtenían su valor de la gravedad de su condición. Estaban desteñidos por el agua, hechos jirones e incluso manchados de sangre, explicó Neve. Esos daños formaban parte de su encanto.
       Para entonces habíamos llegado a donde se encontraba el antiguo banco y actual cafetería, y yo me alegraba de poder sentarme y tomar algunas notas de las revelaciones de Neve. Pedí unas hojas de papel y un lápiz al dueño y encargamos café y unos sándwiches. Siempre pido un mixto con huevo, y Neve uno completo, pero sin beicon. Es una vegetariana estricta, la única en todo Pluto. Tomamos nuestros cafés.
       —Acabo de leer un libro sobre filatelia que había encargado —dijo Neve— en el que explican cómo las colecciones de sellos ofrecen un refugio a las personas confusas y proporcionan nuevo ímpetu a los espíritus abatidos. Creo que Octave esperaba conseguir algo así. Pero cuanto más pensaba en los sellos de catástrofes, peor se sentía, según mi padre. Sólo se animaba cuando conseguía una pieza valiosa para su colección. Se escribía con gente de todo el mundo; era extraordinario. Tengo carpetas y carpetas llenas de su correspondencia con marchantes de sellos. A veces tardaba años en descubrir la pista de una estampilla o un sobre que hubiera sobrevivido a una catástrofe particular. Guerras, por supuesto, desde la guerra de la Independencia hasta la guerra de Crimea o la Primera Guerra Mundial. Los soldados a menudo llevaban cartas encima, claro. Nadie quiere pararse a pensar en cómo esas cartas acabaron en manos de coleccionistas. Pero él prefería las catástrofes naturales y, en menor medida, accidentes causados por el hombre —Neve dio unos golpecitos en el lateral de su taza—. Le habría fascinado el Hindenburg y, desde luego, habría habido algún que otro sello implicado, en algún lugar. Y, por supuesto, nuestras catástrofes modernas.
       De repente supe en qué estaba pensando: en aquellas cartas enviadas el día en que perdimos a nuestro trigésimo quinto presidente, o en el correo —me imaginé las notas de agradecimiento de la Casa Blanca— que tal vez había estado aguardando en el bolso de Jackie Kennedy. Sentí un escalofrío de consternación al pensar en cuántos de aquellos trocitos de papel se encontraban ahora en manos de coleccionistas y en venta por todo el mundo, a disposición de personas como Octave. Neve y yo tenemos una forma de pensar muy parecida, y vi que estaba a punto de echar azúcar a su café, un signo de ansiedad puesto que tenía algo de azúcar en la sangre.
       —No lo hagas —dije—. No pegarás ojo en toda la noche.
       —Lo sé —puso azúcar de todos modos y dejó el azucarero en la mesa—. Pero es curioso cómo el tiempo transforma el horror de los acontecimientos, cómo dejan de afectarnos de la misma manera, ¿verdad? Pero empecé a contarte todo esto para explicarte por qué Octave huyó a Brasil.
       —Con tanto dinero. Empiezo a pensar que salió a la caza y captura de algún sello.
       —Tienes toda la razón —dijo Neve—. Ayer estaba conversando con mi hermano y, curiosamente, se acordaba de que nuestro padre nos había contado lo que buscaba Octave. El objeto de su deseo había entrado a formar parte de los bienes de una brasileña muy acaudalada. En las notas de su colección, menciona una carta que había sobrevivido a la explosión de Krakatoa en 1883: un sello pegado a una carta escrita justo antes del desastre y que había salido de la isla en un barco de vapor. Poseía otra carta procedente del saco de correos que se había congelado en la espalda de un cartero de New Hampshire que murió en la tormenta de nieve de la costa este de 1888. También tenía una carta autentificada del Titanic, pero debió de recuperarse bastante correo por alguna razón, dado que alude a otras estampillas. Sin embargo, no le interesaban las catástrofes marítimas. No, el trofeo que buscaba era una carta que databa del año 79 d. de C.
       Yo no sabía que existiese en aquellos tiempos un servicio postal, pero Neve me aseguró que los correos eran algo extremadamente antiguo y que fue Heródoto quien acuñó el lema «Ni la nieve ni la lluvia ni la oscuridad ni la noche…», más de quinientos años antes de la fecha a la que acababa de referirse, el año en que el monte Vesubio entró en erupción y enterró Pompeya bajo un manto de cenizas volcánicas.
       —Como tal vez sepas —prosiguió—, el lugar fue saqueado y arrasado por buscadores de tesoros durante un siglo y medio tras su descubrimiento, antes de que se tomaran medidas para su conservación. Para entonces, un buen número de objetos habían terminado en manos de coleccionistas. Una carta de Plinio el Viejo, tal vez dirigida a Plinio el Joven, apareció, por lo visto, en Londres en un momento muy tentador. Pero cuando Octave pudo contactar con el marchante, el pergamino había sido robado. El marchante localizó, no obstante, a través de una oscura reventa a manos de la esposa de un magnate del caucho portugués, a una mujer con obsesiones similares a las de Octave, aunque ella no coleccionaba sellos. Le interesaba todo lo relacionado con Pompeya. Tenía las paredes de su casa pintadas con reproducciones exactas de los frescos de Pompeya, con mujeres fustigando a otras mujeres y cosas por el estilo.
       —Imagínate eso. En Brasil.
       —No resulta más extraño que un banquero de un pequeño pueblo de Dakota del Norte amasando una colección de sellos de categoría mundial.
       Estaba de acuerdo con ella e intenté recordar el mayor número de cosas acerca del tío de Neve.
       —Octave, por supuesto, era soltero.
       —Y además llevaba una vida muy humilde. Aun así, no le alcanzaba el dinero para soñar siquiera con comprar la carta de Plinio. Intentó abandonar el país con el dinero del banco y su colección de sellos, pero por culpa de las estampillas le retuvieron en la frontera. Creo que los agentes de aduanas indagaron en el asunto de la colección para saber si debían autorizar su salida del país o no. Por ejemplo, los sellos de Frank Baptist eran una interesante acotación a la historia de Estados Unidos. Murdo dio con su hermano en la ciudad de Nueva York. Octave había sufrido una crisis nerviosa y se había quedado paralizado en una habitación de hotel. Estaba aterrorizado ante la posibilidad de que le fueran a confiscar su colección. Cuando regresó a Pluto, empezó a beber mucho y nunca volvió a ser el mismo.
       —¿Y qué pasó con la carta de Pompeya?
       —Hubo una carta de aquella señora brasileña, que todavía esperaba vender esa pieza a Octave, una carta desesperada llena de tachones y borrones provocados por las lágrimas.
       —¿Una carta catastrófica?
       —Sí, supongo que podría decirse así. Su hijo de tres años de edad se había hecho con la misiva de Pompeya de alguna manera y, jugando, la había hecho añicos. Así que, de algún modo, fue la carta de una mujer lo que le destrozó el corazón.
       No había nada más que añadir y ambas nos quedamos muy pensativas. Teníamos los sándwiches delante y nos los comimos.

       Neve y yo pasábamos las noches en casa sosegadamente, leyendo o viendo la televisión, escuchando música y tomando nuestras frugales cenas en soledad. Si un volcán decidiera entrar en erupción desde el fondo del lago y desparramar repentinamente sobre nosotras su lava asesina, nos convertiríamos en formas tranquilas, conservadas en posición sedente con la misma gravedad del destino, con la mirada detenida en una imagen o una palabra. He visto otros moldes de escayola en los libros. Sé que los de Pompeya fueron considerados al principio ausencias misteriosas en la lava solidificada. Cuando los huecos se rellenaron de yeso y los detritos volcánicos se escamaron, quedó al descubierto la dolorosa naturaleza de aquellos últimos momentos humanos. A veces creo que me asemejo más a esa ausencia anterior a la sustancia. Me parezco menos al gesto último que al vacío que lo precede. Ya me he desvanecido, como suele ocurrir cuando nos acostumbramos a nuestra propia soledad.
       Sin embargo, el tiempo que transcurre desde el amanecer hasta la medianoche me parece maravilloso. No me siento sola. Sé que no me queda mucho tiempo para disfrutar de los placeres de la intimidad y la soledad y atesoro mi familiar entorno. Neve, en cambio, echa de menos a sus dos hijastros y nietastros de su último matrimonio. Pasa muchas noches colgada del teléfono, aunque viven en Fargo y los ve muy a menudo. Tanto a Neve como a mí nos resulta extraño ser viejas, y a ambas nos asombra lo rápido que han pasado nuestras vidas: Neve con su secuestro y sus múltiples matrimonios y yo con mis propias y lacerantes pasiones. A menudo nos quedamos atónitas cuando nos vislumbramos a nosotras mismas.
       Como me recuerdo frecuentemente, soy afortunada de poder disfrutar, a mi edad, de una buena compañía como la de Neve, aunque a veces se recrea en pensamientos lúgubres.
       Esta noche atraviesa un episodio de decaimiento, provocado por el azúcar vertido en su café, aunque no se lo digo cuando respondo a su primera llamada telefónica. Me habla, como suele hacer a veces, de la turbadora belleza de su secuestrador, y de lo que ella le enseñó, o de lo que él le enseñó a ella, en el colchón del cuarto trasero de su casa. Se convirtió en un ex combatiente condecorado y, cuando regresó de Corea, desarrolló un perverso carisma hasta convertirse en el líder de una religión marcada por leyes inextricables. Unos pocos remanentes emigraron, agotados y trastornados, uniéndose con el tiempo a las parroquias locales. Pero he oído hablar demasiadas veces del pene insaciable de Billy. La distraigo y termina por colgar. Más tarde, hace un extraño descubrimiento.
       Flanqueada por dos brillantes flexos, me encuentro sumida en la lectura reposada de una novela algo empalagosa que me ha enviado un club de libros al que estoy suscrita cuando suena de nuevo el teléfono. Neve me cuenta, jadeando, que lleva examinando los álbumes de sellos con una lupa toda la tarde. Acaba de entender algo que debió comprender hace mucho tiempo.
       —Mi hermano tiene la colección verdadera —dice, con un chillido de enorme angustia—. Yo me llevé el dinero y dejé que él revolviera entre los sellos. En aquellos tiempos, yo no lo sabía. No tenía ni idea de que él supiera tan bien lo que buscaba. El resultado es que los míos no valen nada. Y los suyos valen… —no puede hablar. Se atraganta y se le quiebra la voz. Tiene los labios pegados al teléfono—. Un millón. Tal vez. Me engañó.
       Reprimo una risa y no le digo: «¡Todo el mundo sabe que le engañaste tú a él!».
       Tras hurgar en los papeles y las cartas de Octave, ha descubierto otra cosa que la llena de angustia. En una carpeta que no había abierto nunca, ha encontrado un conjunto de ocho o nueve cartas, todas dirigidas a la misma persona, con los sellos anulados y el papel deteriorado como si se hubiese mojado —la caligrafía se había corrido—; cada carta variaba levemente una de la otra en algún pequeño detalle del matasellos o por un leve desgarro. Las ha examinado con cierta perplejidad y ha reparado en que una de las cartas presenta un sello violeta de cincuenta centavos con la efigie de Benjamin Franklin, emitido dos años después de la fecha del matasellos que databa justo de antes del hundimiento del Titanic.
       —Me está costando mucho asumir lo evidente —dijo—, porque me había hecho una opinión tan favorable de mi tío… Pero creo que utilizaba cartas de catástrofes falsificadas, y lo que he encontrado no es más que la prueba de ello —sonaba furiosa, como si el hombre hubiera intentado venderle él mismo el sello. (Se me ocurre que quizá lo haya intentado ella.)—. Estaba ofreciendo su falsa carta autentificada a un marchante de Londres. También lo intentó con certificados que fueron rechazados.
       Procuro tranquilizar a Neve, pero cuando su ánimo se excita de este modo toda su rabia y su pena vuelven a surgir y parece que tiene que reprender al mundo entero o llorar por él. Es cierto, tiene parientes indirectos fuera de la zona y no se quedará atrapada aquí como yo. Pero no quiero que lo diga. En cuanto puedo, cuelgo y abandono también mi insípida novela. Los estados de ánimo de Neve son contagiosos. Intento librarme de un repentino miasma de turbulenta angustia pero, antes de darme cuenta, estoy en mi habitación abriendo la cómoda que se encuentra al pie de mi cama y revolviendo entre la ropa de mi familia —destruyeron o se llevaron todo lo demás, pero el enterrador lavó y guardó estas prendas (amablemente, creo) y me las entregó cuando me mudé a esta casa—. Encuentro el siniestro sobre con el membrete de los servicios fúnebres Jorgenson y extraigo del interior una tarjeta de San Valentín, dentro de su propio sobre, que debió de haber estado escondido en algún bolsillo. Es horroroso, cursi y lleno de cenefas. Me doy cuenta por primera vez de que el sobre lleva un sello conmemorativo del monumento Huguenot de Florida. Vaya un acontecimiento histórico más sangriento para pegar en una tarjeta de San Valentín, pienso, y, sin embargo, involuntariamente tan apropiado.
       A veces me pregunto si los sonidos del miedo y la angustia —la detonación del disparo— se ocultan de mí en alguna zona de mi cerebro, en el rincón más oscuro. Podría haber muerto deshidratada, dado que tardaron tres días en encontrarme, pero tampoco recuerdo aquello —en absoluto—, y nunca he sentido miedo a pasar sed ni he estado obsesionada con la comida o el agua. Por lo visto, según me han contado, me alimentó uno de los indios a los que colgaron posteriormente. No, mi infancia fue feliz y tuve de todo: un columpio, un perrito y unos padres que me mimaron. Sólo me ocurrieron cosas buenas. Me encantaba sacar buenas notas y tener amigos. Fui elegida reina de mi promoción. No sufrí una conmoción cuando un día me revelaron mis orígenes, pues me contaron la historia siendo muy joven y acepté quién era. Lo único malo fue que me dejaron creer que los indios linchados habían sido los culpables. Lo creí hasta que Neve Harp me aclaró las cosas y me enseñó todos los recortes de los periódicos. Me mostró todos los puntos de vista. Y ahora creo que mi madre adoptiva llegó a sospechar que en alguna parte de nuestro entorno quizá aún viviera el verdadero asesino, no Tobek sino otra persona, invisible y presa de los remordimientos. Pues encontrábamos pequeños billetes, cuidadosamente doblados, escondidos en lugares fuera de la casa donde con toda seguridad Electa o yo los hallaríamos —debajo de una maceta, en mi casita del árbol, en el manillar hueco de mi bicicleta—, y siempre levantábamos el billete apretujado y decíamos: «Santa Claus ha vuelto a pasar por aquí». Pero sinceramente me cuesta mucho citar algún momento triste más allá de los previsibles en la vida de cualquier persona. Es como si la extrañeza de mi supervivencia me llenara de gratitud. O como si mi familia hubiese absorbido toda la desgracia que se hubiera cruzado en mi camino. He amado intensamente. He vivido una vida sencilla y satisfactoria y he tenido el privilegio de servir a la gente. A la mayoría de la gente. No existe una persona por la que llorar hasta la locura y nada que volvería a hacer.
       Entonces, ¿por qué cuando me acaricio la mejilla con la tarjeta de San Valentín de mi hermana, cuando toco el suave forro de su chaqueta, cuando extiendo la mano hacia los petos de mis hermanos y el delantal con el que murió mi madre ese día, y envuelvo todo eso en la ropa vieja y limpia de mi padre, que huele a heno, y lo abrazo contra mi vientre, cuando estrecho a mi familia entre mis brazos, por qué contengo la respiración ante una violenta conmoción, como si una ráfaga de aire me sublevara, un ala negra e invisible? ¿Y por qué, cuando eso sucede, vuelo hacia un conjunto de rasgos borrosos e indelebles que parecen alejarse de mí como las estrellas? A una velocidad cegadora, sin detenerse jamás.
       Cuando Pluto se quede vacío al fin y esta casa vuelva a la tierra, cuando el monumento conmemorativo de guerra se venga abajo y el banco-cafetería se halle despojado de sus elementos de bronce y granito, cuando todo lo que quede de Pluto no sean más que nuestros boletines históricos completos, recopilados en volúmenes donados a las colecciones locales de la Universidad de Dakota del Norte, ¿entonces qué? ¿Qué habré contado? ¿Cómo habré relatado la verdad?
       La tarjeta de San Valentín siempre me ha confirmado que el nombre del muchacho no debía borrarse del monumento conmemorativo de guerra. No sólo se había ahorcado a personas inocentes, asesinadas de una forma brutal sin hacer justicia a nadie, sino que el muchacho tampoco había sido el asesino después de todo, puesto que mi hermana muerta le correspondía en su amor, o no habría llevado su carta encima. Y si le amaba, seguramente el joven huyó preso del dolor y la desesperación. Tal vez había estado allí. Tal vez llegara a ver a los muertos. Pobre Tobek. Pero si no había sido el muchacho, ¿quién lo hizo? ¿Mi padre? No, le mataron por la espalda. No hay a quién culpar. En alguna parte en este pueblo o en el mundo, entonces, ha existido ese ser que acechó a mis hermanos y los mató mientras huían hacia el establo, que contempló la belleza de mi hermana y de mi madre y las disparó. ¿Y con qué provecho? Nadie robó nada. Nadie ganó nada. ¿Con qué fin fue causada tan misteriosa pérdida?

       Hace cerca de veinte años me llegó un caso extremadamente delicado. El paciente era un viejo granjero que vivía en un terreno colindante con los límites más remotos de nuestras tierras. Warren Wolde era un cascarrabias taciturno, que sin embargo tenía buena mano con los animales. Según me cuentan, mantenía ciertas creencias peculiares acerca del Gobierno de Estados Unidos. Algunas cuestiones nunca se mencionaban en su presencia, como las referentes al Congreso y todas las enmiendas de la Constitución. Llegó a tal punto que se evitaba consultarle su opinión por miedo a que estallara en una furia enfermiza y destructiva. Incluso si uno se ceñía a temas de conversación seguros con él, clavaba los ojos en la gente con una mirada penetrante que resultaba un tanto inquietante. Pero Warren Wolde no estaba en condiciones de inquietarme el día en que acudí a su granja para atenderle. Dos semanas antes, el valioso toro de pura raza de la granja le había embestido y pisoteado, centrando la mayor parte del daño en una cadera y una pierna. Se había negado rotundamente a ver a un médico, y ahora había desarrollado una infección febril y había necrosis en la herida. Era un hombre muy fuerte, y se resistió a ser trasladado al hospital con tanta virulencia que su familia decidió llamarme a mí para ver si podía salvarle la pierna.
       Podía y lo hice, aunque el proceso fue doloroso y terrible e implicó dos visitas diarias, que me resultaban muy difíciles de encajar en mi apretada agenda. Cada vez que había que cambiarle las gasas y limpiar la herida, intentaba dar a Wolde una dosis de morfina, pero se resistía. Todavía no se fiaba de mí y temía que, si perdía el conocimiento, despertaría sin su pierna. Poco a poco conseguí curar la herida y también tranquilizarle. La primera vez que le atendí, reaccionó al verme con un gesto de horror sin precedentes en mi experiencia médica. Era una mezcla de miedo y pánico que sólo gradualmente fue convirtiéndose en una silenciosa cautela. A medida que su pierna iba cicatrizando, fue aceptando mejor mis visitas, y cuando ya había logrado moverse con dificultad apoyado en unas muletas, parecía aguardar mi presencia con una ansiedad tan tierna y patética que dejaba perplejos a cuantos le rodeaban. Según contaban, el hombre sólo se sacudía de encima su carácter hosco y huraño en mi presencia, y volvía a sumirse en una rabia paralizante en cuanto me marchaba. Nunca se curó del todo como para poder desempeñar las tareas que antes hacía, pero se las arregló lo suficientemente bien como para seguir adelante durante unos años antes de volverse completamente senil e ingresar en el hospital del Estado. Falleció de muerte natural a una edad ya avanzada, mientras dormía, de una trombosis. Para mi sorpresa, un abogado se puso en contacto conmigo varias semanas más tarde.
       El hombre me explicó que su cliente, Warren Wolde, había dejado un paquete para mí y le pedí que me lo enviara por correo. Cuando llegó, con la dirección escrita con una torpe caligrafía que sin duda era de Wolde, abrí la caja enseguida. En el interior se amontonaban cientos de billetes de distinto valor (principalmente pequeños) doblados cuidadosamente, y por supuesto reconocí la forma de plegarlos, pues era idéntica a la de los billetes que había ido encontrando a lo largo de mi infancia. Llamé al abogado, que me puso en contacto con la enfermera que había descubierto el cuerpo de Wolde, y le pregunté si podía arrojar algo de luz a su estado mental.
       Respondió que le había matado la música.
       Le pregunté a qué música se refería y me contó que a Wolde le había dado un colapso cuando un visitante llamado Peace ofreció un breve concierto de violín en la sala de estar de los pacientes. Murió esa misma noche. Le di las gracias. El apellido Peace me alteró profundamente. Tal vez podía creer que los regalos pecuniarios y el legado no fueran más que la muestra de compasión que Wolde sentía por la trágica estrella de mi pasado y, posteriormente, de gratitud por lo que había hecho por él. Podría haberme inclinado a pensarlo, de no haber sido por tantas pequeñas y extrañas verdades. El nombre, el violín que había pertenecido a ese nombre, la música que pronunció el nombre. Y recordé cómo, las primeras veces que atendí a Wolde, el hombre me rehuía con un pavor que parecía demasiado personal y lastimoso. Su rostro reflejaba algo similar a una pesadilla de pronto recordada —ya me lo había parecido entonces— y no me sentí conmovida más tarde ante su notable cambio de personalidad. Al contrario, me había provocado un escalofrío.

       Aquellos de ustedes que han estado suscritos con fidelidad a este boletín saben que la menguante lista de abonados nos obliga a reducir la longitud de nuestros artículos. Por ello, he de terminar aquí. Pero de todos modos, y dado que sólo la tesorera de la sociedad histórica, Neve Harp, y yo nos hemos reunido para tomar cualquier decisión respecto a la conservación y el mantenimiento de nuestra pequeña colección, y dado que, asimismo, sólo quedamos dos personas para aportar más material a este archivo, nuestra asociación cierra sus puertas. Declaramos disuelta la sociedad histórica. No obstante, seguiremos recorriendo el perímetro de Pluto hasta que nuestros pasos desgasten una órbita en la tierra. Mi última acta como presidenta de la sociedad histórica de Pluto es la siguiente: me gustaría declarar un día festivo municipal para conmemorar el año en que salvé la vida al asesino de mi familia.
       El viento soplará. Los demonios se alzarán. Todos aquellos que lo celebren serán fantasmas. Y no habrá más que una danza eterna, polvo sobre polvo, dondequiera que se extienda la vista.
       Ay, demasiado apocalíptico, pienso mientras salgo de mi domicilio para ir a casa de Neve a ayudarla a soportar su noche en vela. ¡Polvo sobre polvo! Existen muy pocos pueblos donde las mujeres ancianas puedan salir por la noche y disfrutar de la brisa nocturna, así que al menos eso de bueno tiene Pluto. Cojo mi bastón para reconocer el camino, pues la noche es tan oscura que ya me parece que somos invisibles.




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