Doris Lessing
(Kermanshah, Irán, 1919 - Londres, Inglaterra, 2013)
El viejo jefe Mshlanga (1951)
(“The Old Chief Mshlanga”)
This Was the Old Chief’s Country. Stories.
(Londres: M. Joseph, 1951, 256 págs.);
(Nueva York: Thomas Y. Crowell Company, 1953)
Fueron buenos los años en que deambulaba por
los montes de la granja de su padre, en su mayor parte en desuso —como en todas
las granjas de los blancos— apenas interrumpidos de vez en cuando por pequeñas
extensiones de cultivos. Entre medio, nada más que árboles, la hierba alta y poco
densa, espinos, cactus, barrancos, más hierba, algún cultivo, más espinos. Y
aquel saliente de roca, expulsado del cálido suelo de África en una era
inimaginable y lejana, lleno de huecos y espiras por la acción del sol y por un
viento que había recorrido miles de kilómetros de espacio y de monte, aquella
roca capaz de sostener el peso de una chiquilla cuyos ojos no veían más que un
pálido río flanqueado por sauces, un pálido castillo brillante... La niña que
cantaba: “Voló la telaraña y quedó suspendida, el espejo agrietado de lado a
lado...”.
Cuando se abría camino ente las islas verdes
de tallos de maíz, con las hojas arqueadas como catedrales en cuya superficie
la luz que caía de la lejanía dibujaba venas, con la espesa y rojiza tierra
bajo sus pies, un fino lazo de parasitaria roja invocaba una figura negra
agazapada que graznaba premoniciones: la bruja del norte, hija de los fríos
bosques nórdicos, se plantaba ante ella entre los cereales y eran los propios
campos los que se desvanecían y desaparecían, dejándola entre las retorcidas
raíces de un roble, bajo la nieve densa, suave y blanca que caía, mientras el
fuego del leñador brillaba enrojecido para darle la bienvenida en el espesor de
los troncos de los árboles.
Se suponía que una niña blanca, con los ojos
abiertos por la curiosidad ante un paisaje teñido por el sol, un paisaje
descarnado y violento, debía aceptarlo como propio, considerar a los árboles msasa y a los espinos como familiares, sentir
que su sangre circulaba con libertad y respondía al pulso de las estaciones.
Aquella niña no veía los< msasa, ni los espinos, tal como eran. Sus
libros estaban llenos de cuentos de hadas lejanas, sus ríos discurrían lentos y
pacíficos, y ella conocía la forma de las hojas de un haya, o un roble, los
nombres de las criaturas que vivían en los arroyos ingleses, ajenas a la
expresión the veld que
identificaba las secas llanuras africanas, aunque ella no podía recordar otra
cosa.
Por eso, durante muchos años, lo que le
pareció irreal fue precisamente la llanura; el sol era ajeno y el viento
hablaba un idioma extranjero.
Los negros de la granja eran tan ajenos como
los árboles y las rocas. Formaban una masa negra amorfa que se mezclaba, se
espesaba y se fundía como los renacuajos, sin rostro, gente que existía tan
sólo para servir, para decir: “Sí, baas”, aceptar el dinero y desaparecer.
Cambiaban en cada estación, iban de una granja a la siguiente en función de sus
necesidades excéntricas, necesidades que ella no tenía por qué entender, venían
tal vez desde centenares de kilómetros al norte o al este, y al cabo de unos
pocos meses se iban... ¿Adónde? Tal vez a lugares tan lejanos como las
legendarias minas de Johannesburgo, en las que la paga superaba con mucho los
pocos chelines mensuales y los dos puñados de cereales dos veces al día que
ganaban en aquella parte de África.
La niña había aprendido a tenerlos por cosa
cierta: los sirvientes de la casa recorrerían cientos de metros corriendo para
recoger un libro si ella lo dejaba caer. La llamaban
nkosikaas, jefa, incluso los niños negros de su misma
edad.
Más adelante, cuando la granja se le quedó
pequeña a su curiosidad, llevaba un arma bajo el brazo y recorría kilómetros
cada día, de un valle a otro, de colina en colina, acompañada por sus dos
perros: los perros y el arma eran un escudo contra el miedo. Porque de ellos no
debía temer nada.
Si aparecía un nativo a la vista por los
caminos de los africanos a más de medio kilómetro de distancia, los perros lo
perseguían y lo obligaban a refugiarse en un árbol como si fuera un pájaro. Si
objetaba (en su lenguaje burdo, que resultaba por sí mismo ridículo) era una
desfachatez. Si uno estaba de buen humor, podía considerarlo digno de risa. Si
no, seguía caminando, sin apenas dedicar una sola mirada al hombre enfadado en
el árbol.
En las raras ocasiones en que los niños
blancos se entretenían juntos, podían divertirse saludando a un nativo que
pasara por allí para convertirlo en un bufón; podían soltarle los perros y ver
cómo corría; podían burlarse de algún negrito como si fuera una marioneta; en
cambio, no podían tirar piedras o palos a un perro sin sentirse culpables.
Con el tiempo, se presentaron ciertas
preguntas en la mente de la niña. Como las respuestas no eran fáciles de
aceptar, quedaron silenciadas por unas maneras aún más arrogantes.
Ni siquiera se podía pensar en los negros que
trabajaban en la casa como amigos, pues si hablaba con uno de ellos llegaba
corriendo su madre, presa de la ansiedad: “Fuera de aquí. No hables con los
nativos”.
Era esa conciencia impuesta del peligro, de
la presencia de algo desagradable, lo que le facilitaba reírse a carcajadas,
cruelmente, si un sirviente se equivocaba al hablar en inglés, o si no era
capaz de entender una orden: hay un tipo de risa que responde al miedo, que se
teme a sí misma.
Una noche, cuando tenía unos catorce años,
iba caminando por el límite de un campo de cereales recién labrado, en el que
los grandes terrones rojos se veían frescos y revueltos contra el valle, como
un rojizo mar picado; era esa hora silenciosa para escuchar, cuando los pájaros
lanzan sus tristes cantos de un árbol a otro y todos los colores de la tierra,
del cielo y de las hojas parecen profundos y dorados. Llevaba el rifle sobre el
codo plegado y los perros me seguían los talones.
Delante de mí, tal vez a pocos cientos de
metros, un grupo de tres africanos salió de detrás de un hormiguero enorme.
Silbé para que los perros se pegaran a mis faldas, dejé que el rifle me colgara
de la mano y avancé, esperando que se echaran a un lado y despejaran el camino
con respeto para que pasara yo. Sin embargo, siguieron andando sin perder el
paso y los perros me miraron, en espera de mi señal para salir a por ellos.
Estaba enfadada. Era una desfachatez que un nativo no despejara el camino en
cuanto te veía llegar.
Delante iba un anciano que descansaba el peso
en un bastón, con el pelo entrecano y una oscura manta roja echada a los
hombros como una capa. Detrás, los dos jóvenes cargados con tiestos, azagayas y
hachuelas.
No era un grupo habitual. No eran nativos en
busca de trabajo. Tenían un aire de dignidad, de andar ocupados en sus propias
cosas. Fue su dignidad lo que refrenó mi lengua. Seguí andando despacio,
hablando en voz baja con mis perros ladradores, hasta que estuve a unos diez
pasos. Entonces el anciano se detuvo y se cerró la manta.
—Buenos días, nkosikaas —dijo, usando el saludo habitual para
cualquier hora del día.
—Buenos días —contesté—. ¿Adónde van? —Mi voz
sonó un tanto agresiva.
El hombre dijo algo en su propio idioma y
luego uno de los jóvenes dio un paso adelante educadamente y habló en un inglés
cuidadoso:
—Nuestro jefe viaja para ver a sus hermanos
del otro lado del río.
“¡Un jefe!”, pensé, comprendiendo el orgullo
que llevaba a aquel hombre a permanecer frente a mí como si tuviera la misma categoría
que yo; o más aun, pues él mostraba una cortesía de la que yo carecía.
El anciano volvió a hablar, exhibiendo su
dignidad como si fuera un adorno heredado, siempre a diez pasos de distancia,
flanqueado por su séquito; en vez de mirarme (eso hubiera sido grosero), fijaba
la vista en algún punto de los árboles, por encima de mi cabeza.
—¿Eres la pequeña
nkosikaas de la granja del baas Jordan?
—Eso es —contesté.
—Tal vez tu padre no lo recuerde —dijo el
intérprete del anciano—, pero hubo un asunto con unas cabras. Recuerdo que te
vi cuando eras...
El joven señaló con una mano a la altura de
las rodillas y sonrió.
Sonreímos todos.
—¿Cómo se llama? —pregunté.
—Es el jefe Mshlanga —contestó el joven.
—Le diré a mi padre que nos hemos encontrado
—dijo.
El anciano respondió:
—Saluda de mi parte a tu padre, pequeña nkosikaas.
—Buenos días —contesté con educación, aunque
me resultó difícil por falta de costumbre.
—Buenos días, pequeña
nkosikaas —dijo el anciano, al tiempo que se echaba a
un lado para dejarme pasar.
Seguí andando, con el arma incómodamente
colgada del brazo, mientras los perros resoplaban y ladraban, decepcionados por
haber perdido la oportunidad de perseguir a los nativos como si fueran
animales, su juego favorito.
No mucho tiempo después, leí en un viejo
libro de exploradores la expresión “tierra del jefe Mshlanga”. Decía algo así:
“Nos dirigíamos a la tierra del jefe Mshlanga, al norte del río; deseábamos
pedirle permiso para buscar oro en su territorio”.
La expresión “pedirle permiso” resultaba tan
extraordinaria para una niña blanca, acostumbrada a considerar a todos los
nativos como objetos de uso, que resucitó las preguntas que no había logrado
suprimir: fermentaban poco a poco en mi mente.
En otra ocasión, uno de aquellos viejos
prospectores que aún recorren África en busca de vetas mineras abandonadas, con
sus martillos y sus tiendas de campaña, sus cedazos para tamizar el oro de la
piedra aplastada, vino a la granja y, al hablar de los viejos tiempos, volvió a
usar aquella expresión: “Esto eran las tierras del viejo jefe —dijo—. Iban
desde aquellas montañas de allí hasta el río, un territorio de cientos de
kilómetros”. Así llamaba a nuestro distrito: “La tierra del viejo jefe”. No lo
llamaba como nosotros, con un nombre nuevo que no implicaba rastros del robo de
propiedad.
Al leer más libros sobre la época en que se
había explorado aquella parte de África, poco más de cincuenta años antes,
descubrí que el viejo jefe Mshlanga había sido un hombre famoso, conocido por
todos los exploradores y buscadores de oro. Pero entonces debía de ser muy
joven; o tal vez se tratara de su padre, o de un tío suyo. Nunca lo averigüé.
Aquel año me lo encontré varias veces en la
parte de la granja que solían cruzar los nativos que recorrían el país. Aprendí
que el sendero que discurría junto al gran campo rojizo, donde cantaban los
árboles, era el camino de paso de los emigrantes. Quizás incluso lo aceché con
la esperanza de encontrarme con él: recibir su saludo, intercambiar cortesías
con él, parecía una buena respuesta a las preguntas que me inquietaban.
Pronto empecé a llevar el arma con otro
ánimo: la usaba para cazar, no para sentirme más segura. Y los perros
aprendieron mejores modales. Cuando veía acercarse a un nativo,
intercambiábamos saludos; poco a poco, aquel otro paisaje de mi mente se
desvaneció y mis pies caminaron directamente sobre el suelo africano y vi con
claridad las formas de los árboles y las colinas y la gente negra volvió a
salir de mi vida. Era como echarse a un lado para contemplar una danza lenta e
íntima, una danza muy antigua cuyos pasos no podía aprender.
Sin embargo, pensé: esto también es mi
herencia; yo me crié aquí; es mi país, tanto como lo es de los negros; y hay
suficiente espacio para todos, sin necesidad de echarnos de los caminos y de
las carreteras a codazos.
Parecía que sólo hacía falta liberar aquel
respeto que había sentido al hablar con el jefe Mshlanga, permitir que tanto
los blancos como los negros se encontraran con amabilidad, con tolerancia por
sus diferencias; parecía bastante fácil.
Entonces, un día, ocurrió algo nuevo. En casa
siempre trabajaban como sirvientes los mismos nativos: un cocinero, un
mayordomo, un jardinero. Cambiaban igual que iban cambiando los nativos de la
granja: se quedaban unos meses y luego se iban en busca de otro trabajo, o
regresaban a sus aldeas. Se dividían en buenos o malos nativos, según los siguientes juicios: ¿qué tal se portaban como
sirvientes? ¿Eran perezosos, eficientes, obedientes, irrespetuosos? Si la
familia estaba de buen humor, la frase solía ser: “qué vas a esperar de estos
salvajes negros sin educar”. Si estábamos enfadados, decíamos: “Viviríamos
mucho mejor sin estos malditos negros”.
Un día, un policía blanco que estaba de ronda
por el distrito, dijo entre risas:
—¿Sabían que tienen un hombre importante en
su cocina?
—¡Qué! —exclamó mi madre bruscamente—. ¿Qué
quiere decir?
—El hijo de un Jefe. —El policía parecía
divertirse—. Será el jefe de la tribu cuando muera su padre.
—Pues conmigo será mejor que no se las dé de
hijo de ningún jefe —contestó mi madre.
Cuando se fue el policía, miramos con ojos
distintos al cocinero: era un buen trabajador, aunque bebía demasiado los fines
de semana. Por eso lo reconocíamos.
Era un joven alto, con la piel muy negra,
como el metal negro pulido, el cabello oscuro y prieto peinado con raya a un
lado como los blancos, con un peine de metal encajado como una peineta: muy
educado, muy distante, muy rápido cuando se trataba de obedecer una orden.
Ahora que ya lo sabíamos, solíamos decir: “Por supuesto, se nota. La sangre
siempre se nota”.
Mi madre se volvió estricta con él desde que
supo de su origen y destino. A veces, cuando perdía los nervios, le decía:
—Todavía no eres el jefe, ¿sabes?
Y él contestaba en voz muy queda, sin
levantar la mirada del suelo:
—Sí, nkosikaas.
Una tarde pidió tomarse un día libre entero,
en vez de la media jornada habitual, para ir a su casa el siguiente domingo.
—¿Cómo puedes ir hasta tu casa en un solo
día?
—En bicicleta sólo me costará media hora
—explicó.
Miré qué dirección tomaba y al día siguiente
salí en busca de su aldea. Entendí que debía de tratarse del hijo del jefe
Mshlanga; no había ninguna otra aldea que quedara tan cerca en nuestra granja.
El territorio que se extendía más allá de
nuestros límites por ese lado me resultaba desconocido. Seguí senderos
extraños, pasé junto a colinas que hasta entonces apenas formaban parte del
horizonte recortado, perdido en la bruma de la distancia. Eran tierras del
gobierno, jamás cultivadas por el hombre blanco; al principio no lograba
entender cómo podía ser que aparentemente, tan sólo por cruzar las lindes,
hubiera entrado en un paisaje completamente nuevo. Era un valle amplio y verde
por el que discurría un riachuelo, y en el que los vividos pájaros acuáticos se
lanzaban hacia los torrentes. La hierba era espesa y me acariciaba suavemente
las pantorrillas, y los árboles crecían altos y robustos.
Yo estaba acostumbrada a nuestra granja, en
cuyas hectáreas de tierra dura y erosionada brotaban árboles que jamás habían
sido talados para alimentar los hornos de las minas y por eso crecían flacos y
retorcidos, una tierra en la que el ganado había aplastado la hierba, dejando
incontables huellas cruzadas que cada año se hundían más en los barrancos, bajo
el arrastre de las lluvias.
Aquella tierra permanecía intacta, salvo por
los buscadores de oro cuyos picos habían arrancado alguna centella de la
superficie de las rocas al pasar; y por los nativos que migraban, cuyo paso tal
vez dejara un rastro chamuscado en el hueco del tronco de algún árbol que
hubiera albergado sus fogatas nocturnas.
Era muy silencioso: una mañana calurosa en la
que los pichones graznaban con voz ronca, las sombras del medio día se
alargaban, gruesas y espesas, separadas por espacios claros de luz amarilla, y
en todo aquel amplio valle verde, que parecía un parque, no se veía un alma
aparte de mí.
Estaba escuchando el tableteo regular y
rápido de un pájaro carpintero cuando un escalofrío pareció crecer desde mi
nuca hacia los hombros en un espasmo constreñido, como un escalofrío, al tiempo
que me nacía un cosquilleo en la raíz del pelo y se me derramaba por la
superficie de la carne, dejándome la piel de gallina y helada, pese a que
estaba empapada de sudor. ¿Fiebre?, pensé. Luego, incómoda, me di la vuelta para
mirar hacia atrás; de pronto me di cuenta de que era miedo. Era extraordinario,
incluso humillante. Un miedo nuevo. Durante todos los años en que me había
paseado a solas por aquellas tierras, nunca había experimentado ni un momento
de incomodidad; al principio porque me apoyaban el arma y los perros; luego,
porque había aprendido a adoptar un cómodo tono amistoso con los africanos que
pudiera encontrarme.
Había leído cosas sobre aquella sensación,
sobre el modo en que la grandeza del silencio en África, bajo el sol antiguo,
se vuelve más densa y gana cuerpo en la mente, hasta que incluso la llamada de
los pájaros parece una amenaza y un espíritu letal emana de los árboles y las
rocas. Te mueves con cautela, como si tu mero paso molestara a algo antiguo y
malvado, algo oscuro y grande e irritado que de pronto podría atacarte por la
espalda. Miras las arboledas de troncos entrelazados e imaginas los animales
que podrían acecharte; ves discurrir lentamente el río, cayendo de un nivel al
siguiente por el valle y derramándose en charcas a las que acude de noche el
ciervo para beber y el cocodrilo salta y lo arrastra por el tierno hocico hasta
las cuevas subterráneas. El miedo se apoderó de mí. Me di cuenta de que estaba
dando vueltas y vueltas por culpa de aquella amenaza informe que podía saltar y
agarrarme; no hacía más que mirar hacia las cadenas de colinas que, vistas
desde aquel ángulo distinto, parecían cambiar a cada paso de tal modo que
incluso los rasgos más reconocibles del paisaje, como una montaña grande que
había vigilado mi mundo desde mi primera conciencia del mismo, exhibía un
extraño valle iluminado por el sol entre sus colinas. No sabía dónde estaba. Me
había perdido. Me invadió el pánico. Me di cuenta de que estaba dando vueltas y
vueltas, mirando con ansiedad un árbol y luego otro, alzando la vista al sol,
que parecía iluminar ahora desde un sesgo más oriental, mostrando la triste luz
amarillenta del ocaso. ¡Debían de haber pasado horas! Miré el reloj y descubrí
que aquel estado de terror sin sentido había durado a lo sumo diez minutos.
El asunto era que no tenía ningún sentido. Ni
siquiera estaba a quince kilómetros de casa: no tenía más que recorrer el valle
hacia atrás para llegar a la vieja de casa; a lo lejos, entre las estribaciones
de las colinas, brillaba el tejado de la casa de nuestros vecinos y bastaban un
par de horas para alcanzarla. Era esa clase de miedo que contrae los músculos
de un perro por la noche y lo obliga a aullar bajo la luna llena. No tenía nada
que ver con lo que yo hiciera o pensara; y más que la propia sensación física
me inquietaba el hecho de que yo misma pudiera ser su víctima; seguí caminando
en silencio con la mente dividida, pendiente de mis propios nervios hirsutos,
lanzando aprensivas miradas a uno y otro lado, disgustada y divertida al mismo
tiempo. Me puse a pensar con deliberación en el pueblo que estaba buscando, y
en lo que haría cuando llegara a él; suponiendo que lo encontrara, lo cual no
estaba claro, pues caminaba sin dirección concreta y el pueblo podía estar en
cualquier lugar de los cientos de hectáreas que me rodeaban. Al pensar en el
pueblo, una nueva sensación se sumó al miedo: la soledad. Ahora me invadía tal
terror al aislamiento que apenas podía caminar; si no llega a ser porque en ese
momento me asomé a la cresta de una pequeña cuesta y vi una aldea por debajo,
me habría dado la vuelta para irme a casa. Era un racimo de cabañas con techo
de paja en un claro entre los árboles. Había unos recuadros claros de maíz,
calabazas y mijo, y algo de ganado pastando a lo lejos, bajo unos árboles. Las
aves picoteaban entre las chozas, los perros dormían sobre la hierba y las
cabras se silueteaban contra una colina que sobresalía tras un afluente del
riachuelo, que rodeaba la aldea como un brazo.
Al acercarme vi que las chozas tenían unos
adornos preciosos pintados con fango amarillo, rojo y ocre en los muros; y el
techado estaba sujeto por trenzas de paja.
No tenía nada que ver con los barracones de
nuestra granja, un lugar sucio y abandonado, un hogar temporal para los
emigrantes que no llegaban a echar raíces en él.
Ahora, no sabía que hacer. Llamé a un
chiquillo negro que estaba sentado en un tronco y tocaba un instrumento hecho
con cuerdas y una calabaza, desnudo por completo salvo por el collar de cuentas
azules que llevaba al cuello, y le dije:
—Dile al jefe que estoy aquí.
El niño se metió un pulgar en la boca y fijó
en mí su mirada tímida.
Pasé unos minutos moviéndome por el límite de
lo que parecía una aldea desierta, hasta que el niño se escabulló y luego
llegaron unas mujeres. Llevaban ropas vistosas y metales brillantes en las
orejas y en los brazos. También se me quedaron mirando fijamente y en silencio;
luego se dieron la vuelta y empezaron a parlotear entre ellas.
Volví a preguntar:
—¿Puedo ver al jefe Mshlanga?
Vi que captaban el nombre; no entendían lo
que quería. Ni yo misma me entendía.
Al fin caminé entre ellas, pasé ante las
chozas y vi un claro bajo la gran sombra de un árbol, donde había una docena de
hombres sentados en el suelo con las piernas cruzadas, hablando. El jefe
Mshlanga tenía la espalda apoyada en un árbol y sostenía una calabaza en la
mano, de la que acababa de beber. Al verme, no movió un solo músculo de la cara
y me di cuenta de que no le hacía ninguna gracia: tal vez le afectara mi propia
timidez, que se debía a mi incapacidad de dar con la fórmula de cortesía
adecuada para la ocasión. Una cosa era encontrarse conmigo en nuestra granja;
pero se suponía que yo no debía estar allí. ¿Qué esperaba? No podía mantener
una reunión social con ellos; hubiera sido algo inaudito. Bastante malo era que
yo, una chica blanca, caminara sola por el valle, cosa que sí podría haber
hecho un hombre blanco; por aquella parte del monte sólo podían pasearse los
oficiales del gobierno.
De nuevo me quedé quieta con mi sonrisa
estúpida, mientras a mis espaldas se formaban grupos de mujeres de ropas
brillantes que parloteaban sin cesar, con las caras despiertas de curiosidad e
interés, y ante mí seguían sentados los ancianos con sus viejas caras arrugadas,
las miradas reservadas, huidizas. Era un pueblo de ancianos, mujeres y niños.
Incluso los dos jóvenes arrodillados junto al jefe no eran los mismos que había
visto con él en ocasiones anteriores; los jóvenes siempre estaban trabajando en
las granjas y en las minas de los blancos y el jefe reclutaba forzosamente su
séquito entre los parientes que estuvieran de vacaciones.
—La pequeña nkosikaas blanca está lejos de casa —dijo al fin el anciano.
—Sí —concedí—. Es muy lejos.
Quería decir: “He venido en visita amistosa,
jefe Mshlanga”. No pude decirlo. Tal vez en ese momento sintiera un deseo
urgente y desesperado de conocer a aquellos hombres y mujeres, de ser aceptada
por ellos como amiga, pero la verdad era que había salido movida por pura
curiosidad: quería ver la aldea de la que algún día nuestro cocinero, el joven
reservado y obediente que se emborrachaba los domingos, sería dueño y señor.
—Damos la bienvenida a la hija del nkosi Jordan —dijo el jefe Mshlanga.
—Gracias —contesté.
No se me ocurría qué más decir. Hubo un
silencio mientras las moscas emprendían el vuelo y zumbaban alrededor de mi
cabeza; el viento se agitó un poco en el grueso árbol verde que tendía sus
ramas sobre los ancianos.
—Buenos días —dije al fin—. Tengo que volver
a casa.
—Buenos días, pequeña
nkosikaas —dijo el jefe Mshlanga.
Me alejé de la aldea indiferente, subí la
cuesta ante la mirada fija de las cabras de ojos ambarinos, bajé entre los
altos árboles majestuosos para llegar al gran valle verde por el que discurría
el río y los pichones graznaban cuentos de plenitud mientras los pájaros
carpinteros repiqueteaban suavemente.
Había desaparecido el miedo: la soledad se
había convertido en un testarudo estoicismo; ahora se notaba una extraña
hostilidad en el paisaje, una fría, dura y hosca indomabilidad que caminaba
conmigo, fuerte como un muro, intangible como el humo. Parecía decirme:
“caminas por aquí como un destructor”. Avancé lentamente hacia mi casa con el
corazón vacío: había aprendido que si no puede llamarse al orden a un país como
si fuera un perro, tampoco se puede rechazar el pasado con una sonrisa,
brindada por una efusión de fáciles sentimientos, y decir: “No he podido
evitarlo. Yo también soy una víctima”.
Sólo volví a ver al jefe Mshlanga una vez
más.
Una noche, en las grandes tierras rojizas de
mi padre, aparecieron rastros de pezuñas pequeñas y se descubrió que las
culpables eran las cabras de la aldea del jefe Mshlanga. Años antes había
ocurrido lo mismo.
Mi padre confiscó todas las cabras. Luego
envió al anciano jefe un mensaje para informarle de que si quería recuperarlas
tendría que pagar los daños.
Llegó a casa una tarde a la hora del ocaso.
Parecía muy avejentado y encorvado y caminaba rígido bajo su manta de pliegues
majestuosos, apoyado en una gran vara. Mi padre se sentó en su gran sillón bajo
los escalones de la casa; el anciano se acuclilló con cuidado en el suelo ante
él, flanqueado por dos jóvenes.
El intercambio resultó largo y doloroso, pues
el inglés del joven que hacía de intérprete no era bueno y mi padre no hablaba
ningún dialecto, más allá del chapurreo de las cocinas.
Según el punto de vista de mi padre, los
cultivos habían sufrido daños por valor de al menos doscientas libras. Sabía
que podía obtener esa cantidad de dinero del anciano. Se sentía con el derecho
de quedarse con las cabras. En cuanto al anciano, no hacía más que repetir en
tono de enfado:
—¡Veinte cabras! ¡Mi gente no puede perder
veinte cabras! No somos ricos como el nkosi Jordan, para perder veinte cabras de golpe.
Mi padre no se tenía por rico, sino más bien
pobre. Contestó rápido y molesto, dijo que los daños sufridos significaban
mucho para él y que estaba en su derecho de quedarse las cabras.
Al final se calentó tanto el asunto que
llamaron al cocinero, hijo del jefe, para que hiciera de intérprete. Entonces
mi padre pudo hablar con fluidez y el cocinero lo tradujo todo rápidamente para
que el anciano pudiera entender cuán enfadado estaba. El joven hablaba sin
emoción, de un modo mecánico, con la mirada baja, aunque se notaba cómo le
afectaba aquella situación por la hostil e incómoda postura de sus hombros.
Ya había avanzado el crepúsculo, el cielo
exhibía un marasmo de colores, los pájaros cantaban sus últimas canciones y el
ganado mugía en calma al pasar ante nosotros de camino a sus refugios
nocturnos. Era la hora más hermosa de África; aquella patética y fea escena no
hacía ningún bien a nadie.
Al fin mi padre concluyó:
—No pienso discutirlo. Me quedo las cabras.
El jefe contestó de inmediato en su propio
idioma:
—Eso significa que mi gente se morirá de
hambre cuando llegue la estación seca.
—Pues vaya a la policía —dijo mi padre, con
expresión de triunfo.
No había, por supuesto, más que decir.
El hombre se quedó sentado en silencio, con
la cabeza gacha y las manos colgadas sin remedio sobre las marchitas rodillas.
Luego se levantó con la ayuda de los jóvenes y se encaró a mi padre. Dijo algo
más en un tono muy seco; se dio la vuelta y se fue a su aldea.
—¿Qué ha dicho? —preguntó mi padre a uno de
los jóvenes, que se rió incómodo y desvió la mirada—. ¿Qué ha dicho? —insistió.
El cocinero se quedó tieso y callado, con las
cejas bien prietas. Luego, habló:
—Mi padre dice: toda esta tierra, esta tierra
que usted considera propia, es de él y pertenece a nuestro pueblo.
Tras esa afirmación, echó a andar hacia el
monte detrás de su padre y nunca volvimos a verlo.
El siguiente cocinero era un emigrante de
Nyasaland y no tenía ninguna expectación de grandeza.
La siguiente vez en que vino el policía de
ronda, le contaron esa historia.
—Esa aldea no tiene derecho de seguir ahí;
tendrían que haberla desplazado hace mucho tiempo. No sé por qué nadie hace
nada al respecto. Hablaré con el Comisario para los Nativos la semana que
viene. En cualquier caso, el domingo tengo que ir a jugar a tenis.
Poco tiempo después supimos que habían
desplazado al jefe Mshlanga y a su gente unos trescientos kilómetros al este, a
una verdadera reserva para nativos: pronto declararían aquellas tierras del
gobierno válidas para los asentamientos de blancos.
Unos cuantos años después volví a ver la
aldea. No había nada. Montones de lodo rojo señalaban el lugar que antes
ocuparan las chozas, cubiertos por atados de paja podrida y recorridos por los
túneles rojos como venas de las hormigas blancas. Las parras de las calabazas
se rebelaban por todas partes, sobre los matorrales, en torno a las ramas
inferiores de los árboles, de tal modo que los grandes balones dorados se
escondían bajo tierra y pendían del cielo: era un festival de calabazas. Los
matorrales se espesaban, la hierba nueva emitía un vivido verdor.
El colono que tuviera la suerte de obtener la
concesión de aquel valle esplendoroso y cálido (si decidía cultivar aquella
sección particular) descubriría de pronto que en sus campos de cereales las
plantas alcanzaban metro y medio de altura y las mazorcas engordaban de tal
modo que llegaban a doblegar los tallos, y se maravillaría ante la insospechada
fuente de riqueza que había encontrado por suerte.
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