Doris Lessing
(Kermanshah, Irán, 1919 - Londres, Inglaterra, 2013)
Historia de dos perros (1963)
(“The Story of Two Dogs”)
A Man and Two Women and Other Stories
(Londres: Macgibbon and Kee, 1953, 304 págs.);
(Nueva York: Simon and Schuster, 1963, 316 págs.);
African Stories
(Nueva York: Simon and Schuster, 1965, 636 págs.);
[no aparece en la edición de Londres: Michael Joseph, 1964, 494 págs.]
Conseguir un perro nuevo resultó más difícil
de lo que creíamos, por razones muy enraizadas en la naturaleza de nuestra
familia. Pues, a primera vista, nada podía ser más fácil que encontrar un
perrito después de decidir: “Jock necesita un cachorro; si no se pasará la vida
con esos perros sucios de los africanos en los barracones”. Todas las granjas
del distrito tenían perras que parían cachorros bien deseables. En todos los
barracones había bestias miserables que pasaban hambre para que fueran buenos
perros de caza para sus dueños, ansiosos de carne; sin embargo, a menudo los
cachorros de aquellas bestias famélicas del mundo de las chozas de barro se
criaban en las casas de los blancos y no salían malos. Jacob, nuestro
constructor, se enteró de que queríamos otro perro y apareció con un cachorro
animoso sujeto por un pedazo de cuerda. Lo rechazamos con delicadeza. Aquella
cosita flaca y comida por las pulgas no era suficiente para Jock, dijo mi madre;
aunque nosotros, los niños, estuviéramos encantados de quedárnoslo.
El propio Jock era mestizo, mezcla de
alsaciano, ridgeback de Rodhesia y alguna otra raza —¿terrier?—, que le
aportaba unas orejas demasiado hirsutas y pequeñas encima de su larga cara
melancólica. En resumen, su aspecto no invitaba a ufanarse: todas sus
cualidades eran intrínsecas, o conferidas por mi madre, que había entregado su
corazón a ese animal cuando mi hermano se fue al internado.
En teoría, Jock era el perro de mi hermano.
De todas formas, ¿por qué regalarle un perro a un muchacho en esa época en que
se va al internado y pasa dos tercios del año fuera de casa? De hecho, el perro
de mi hermano era su sustituto; y mi pobre madre, que siempre tenía a sus hijos
aprendiendo fuera de casa porque éramos granjeros y los hijos de los granjeros
no tienen más opción que ir a la ciudad para aprender, mi pobre madre,
acariciaba las orejas de Jock, demasiado pequeñas, pero inteligentes, y
entonaba: “¡Vamos, Jock! ¡Vamos, viejo! Así, buen perro, sí, eres un buen
perro, Jock, eres un perro muy bueno...”, mientras mi padre, incómodo, se
quejaba:
—Por el amor de dios, chiquilla, lo vas a
arruinar, no es un perrito faldero, no es una mascota, es el perro de una
granja.
Mi madre no contestaba, pero ponía aquella
cara tan familiar de sufrimiento incomprendido y la agachaba para que la
oscilante lengua roja pudiera tocar su mejilla, y luego le cantaba: “Entonces,
pobrecito el viejo Jock, sí, eres un pobre perro viejo, no eres un rudo perro
de granja, eres un perro bueno, no eres fuerte, no, eres delicado”.
Al oír esa última palabra, protestaba mi
hermano; protestaba mi padre; también lo hacía yo. Todos, cada uno a su manera,
nos habíamos negado a ser “delicados”; habíamos huido de la “delicadeza” y deseábamos
rescatar a un perro joven, perfectamente fuerte y sano, para que no lo
convirtieran en un inválido, como nos había ocurrido a todos en momentos
distintos. Además, por supuesto, a todos (lo sabíamos y nos sentíamos culpables
por ello) nos complacía en secreto que Jock absorbiera la fuerza de la patética
necesidad que mi madre sentía de tener algo “delicado” para cuidarlo y
protegerlo.
Sin embargo, en todo aquel asunto había algo
que implicaba un reproche para nosotros. Cuando mi madre agachaba su triste
cara hacia el animal, lo acariciaba con sus bellas manos blancas, tan delgadas
que los anillos le iban grandes, y decía: “Así, buen perro, sí, Jock, estás
hecho un caballero”... Bueno, en todo eso había algo que nos hacía, a mi padre,
a mi hermano y a mí, explotar de furia, o llevarnos a Jock y soltarlo para que
corriera por la granja como el joven bruto que era, o irnos nosotros
definitivamente para no tener que oír la horrible intensidad del anhelo en su
voz. Porque la presencia de aquel tono era culpa nuestra por entero; si nos
hubiéramos permitido ser delicados, o buenos, o incluso caballeros y damas, no
hubiera hecho ninguna falta que Jock se sentara entre las rodillas de mi madre,
con su noble cabeza en el regazo mientras ella lo acariciaba, anhelaba y
sufría.
Fue mi padre quien decidió que necesitábamos
otro perro por la explícita razón de que en caso contrario Jock se convertiría
en un “mariquita”. (Al oír esta palabra, recuerdo de cientos de batallas
anteriores, mi hermano se sonrojaba, se ponía huraño y salía corriendo de la
habitación.) Mi madre no quiso saber nada de un segundo perro hasta que Jock
empezó a escabullirse de la granja para jugar con los perros africanos. “Ah,
eres un perro malo, Jock —le decía apenada—, te vas a jugar con esos perros
sucios y desagradables. ¡Cómo puedes hacerme esto!”. Y él, juguetón, pero
apenado por la agonía del remordimiento, le lamía la cara y le daba
mordisquitos cariñosos, mientras ella agachaba su cuerpo entero,
inevitablemente traicionado, y canturreaba: “Cómo me haces esto, oh, Jock, cómo
puedes hacerme esto”.
Así que hacía falta un cachorro nuevo. Y como
Jock era (en el fondo, pese a su lapsus temporal) noble, generoso, y sobre todo
bien criado, su compañero debía poseer también dichas cualidades. ¿Qué perro,
en todo el mundo, iba a resultar suficientemente bueno? Mi madre rechazó una
docena de cachorros; pero Jock seguía escapándose a los barracones y regresaba
a hurtadillas para mirarla a los ojos con pena. El cachorro nuevo iba a ser
para mí. Eso lo decidí yo: si mi hermano tenía un perro, era justo que yo
también tuviera uno. Si no lo reclamé con la suficiente fuerza, se debió a que
se trataba tan sólo de una justicia abstracta. El asunto era que yo no quería
un perro bueno, noble y bien criado. No sabía lo que quería, pero la idea de un
perro de esa clase me aburría. Así que me alegraba de que mi madre rechazara
aquellos cachorros, siempre y cuando ella concentrara sus terribles energías
maternales en Jock, y no en mí.
Entonces la familia emprendió una de sus
largas visitas a alguna parte del país, conduciendo de una granja a la
siguiente para pasar allí la noche, o el día, o para comer con algunos amigos.
En aquel sitio nos invitaron a pasar el fin de semana. Un primo lejano de mi
padre, un “hombre de Norfolk” (mi padre era de Essex) se había casado con una
mujer que, en la guerra (primera guerra mundial), había hecho de enfermera con
mi madre. Ahora vivían en una casa pequeña, de ladrillo visto y hierro, rodeada
de montes bajos de granito que emergían por todas partes entre la espesura de
los matorrales. Nunca había conocido a nadie que viviera tan aislado, a unos
cien kilómetros de la estación de tren más cercana. Según mi padre, “no se
compenetraban”, porque se pasaron el fin de semana peleando, o enviándose a
pasear. En cualquier caso, tardé mucho tiempo en pensar en el pathos de aquellos dos, que vivían solos en
una vivienda minúscula en medio del monte y “no se compenetraban”; porque ese
fin de semana yo estaba enamorada.
Cuando llegamos ya era de noche, hacia las
ocho, y una luna ya casi llena flotaba, pesada y amarilla, sobre el agreste
monte, tachonado de rocas de granito. Alrededor, la maleza era oscura, baja y
silenciosa, salvo por el incesante estruendo de los grillos. El coche se detuvo
ante una estructura de ladrillo que parecía una caja, en cuyo tejado de hierro
destellaba la luna. Al pararse el motor se infló el sonido de los grillos, el
frío de la luz de la luna nos trajo una fragancia fresca a la cara y sonó un
ladrido salvaje. Al instante, un objeto negro y agitado dobló la esquina de la
casa, se lanzó hacia el coche, cambió de dirección cuando estaba a punto de
tocarlo y pasó volando de nuevo y, cuando volvió a desaparecer detrás de la
casa, dejó en nuestros oídos, o al menos en los míos, la estela de sus ladridos
agudos y delirantes.
—No le hagáis caso al perro —dijo nuestro
anfitrión, el hombre de Norfolk—. Lleva toda la semana mirando la luna cada
noche como un loco.
Entramos en la casa, nos dieron de cenar, nos
cuidaron; me enviaron a la cama para que los mayores pudieran hablar
libremente. Los ladridos agudos y alocados no cesaron ni un momento. Desde mi
pequeña habitación se veía una zona de arena blanca que reflejaba la luna entre
la casa y los edificios de la granja y por allí pasaba volando el cachorro
salvaje, enloquecido por la alegría de vivir, o por la luz de la luna,
deambulando de un lado a otro, dando vueltas, lanzando bocados a su propia
sombra negra y tropezando con sus patas torpes como una polilla aturdida en
torno a la llama de una vela, o como... Como nada que haya vuelto a ver u oír
jamás.
La luna, grande, remota y suave, permanecía
sobre los árboles, la arena blanca y vacía, la casa, con los desgraciados
humanos que la habitaban, y un perrito loco que ladraba y corría en alas de su
gozoso y embriagado delirio. Aquél era, por supuesto, mi cachorro. Cuando el
señor Barnes salió a la parte delantera de la casa diciendo: “Venga, vamos, ven
aquí, lunático...”, cuando al fin casi se lanzó sobre la loca criatura para
levantarla en sus brazos aunque no dejara de ladrar, de retorcerse y agitarse
como un pez, para poderla llevar a la caja de embalaje que hacía las veces de
perrera, yo decía ya, angustiado como una madre cuando ve a su hijo en manos de
un extraño: “Eh, con cuidado, con cuidado, que ese perro es mío”.
Al día siguiente, después de desayunar,
visité la caja de embalaje. La madera blanca rezumaba una resina de olor
penetrante bajo el calor del sol y por la parte delantera se derramaba la suave
paja amarilla. Tumbada encima de la paja había una hermosa perra negra y grande
con las patas delanteras estiradas y la cabeza apoyada en ellas. A su lado, un
cachorro de pintas descansaba acostado sobre la barriga, totalmente
despatarrado, los ojos en blanco, tan poseído por el calor, la comida y la
pereza como lo había estado la noche anterior por el ajetreo del movimiento.
Una costra de pasta de maíz se secaba en sus negros labios brillantes,
ligeramente estirados para mostrar una dentadura de leche perfecta. La madre no
le quitaba ojo de encima, pero el sueño y el calor aplacaban su orgullo.
Entré en la casa para anunciarme como
propietario espiritual del cachorro. Estaban sentados a la mesa del desayuno.
El hombre de Norfolk intercambiaba recuerdos de infancia con mi padre (compartían
el espacio, pero no el tiempo). Su mujer, con los ojos rojos todavía por el
llanto que había seguido a una discusión nocturna, cotilleaba con mi madre
acerca de los distintos hospitales de Londres en los que habían administrado
sus cuidados a los heridos de guerra (al parecer, con gran disfrute).
Mi madre contestó de inmediato:
—Ay, cariño, no, ese cachorro no, ¿no lo
viste anoche? No conseguiremos educarlo.
El hombre de Norfolk dijo que estaría
encantado si me lo quedaba.
Mi padre dijo que no le parecía que al perro
le pasara nada, lo único que importaba era que estuviera sano; mi madre bajó la
mirada con gesto lúgubre y se quedó sentada en silencio.
La esposa del hombre de Norfolk dijo que no
podía soportar la idea de separarse de aquel perrito tonto, sabe Dios los pocos
placeres que había en su vida.
Como no me resultaba extraña la atmósfera de
la gente que nunca está de acuerdo, no me hizo falta saber por qué discrepaban,
ni de qué modo, ni qué críticas pudieran emitir sobre mi cachorro. Yo sólo
sabía que la lógica interna terminaría funcionando y que el cachorro sería mío.
Dejé a aquellos cuatro para que pusieran de manifiesto sus diferencias al
respecto del perrito y me fui a adorar al animal, sentado ahora en una sombra
junto a aquella caja que olía a madera dulce; el pellejo del costado manchado a
pintas brillaba, lleno de rastros húmedos de la cuidadosa lengua de la madre.
Su propia lengua rosada asomaba absurdamente entre los dientes blancos, como si
fuera demasiado descuidado, o torpe, para recogerla en el lugar adecuado, bajo
un paladar también rosado y húmedo. Sus hermosos ojos marrones, como
botoncitos... Bueno, basta: era un cachorro mestizo normal y corriente.
Luego fui a la casa para ver cómo iba la
batalla: obviamente, mi madre había vencido a mi padre para su causa, pues éste
dijo que le parecía más sensato no quedarse con el perro: “¿Sabes qué?, se le
nota la mala sangre”.
La mala sangre venía del padre, cuya historia
estimuló mi imaginación de catorce años. Como en aquel distrito había mucho
monte apenas habitado, lleno de animales salvajes, incluso leopardos y leones,
los cuatro policías de la comisaría de la estación tenían más trabajo que en
las cercanías de la ciudad; por eso habían comprado media docena de perros
grandes para: (a) aterrorizar a los posibles ladrones que merodeasen la propia
comisaría, y (b) rodearse de un aura de salvajismo animal controlado. Porque
los perros estaban entrenados para matar si era necesario. Uno de ellos, un
ridgeback grande, se había “vuelto loco”. Se había soltado de la correa en la
comisaría y se había escapado al monte, donde se mantenía a base de ciervos
pequeños, liebres, pájaros, e incluso robaba los pollos de los granjeros. Ese
perro, cuya figura orgullosa y solitaria resultaba familiar a los granjeros
desde hacía años en las noches de luna llena, o en los grises amaneceres y
crepúsculos, ese perro que se alejaba del calor y la amistad de los humanos, se
había llevado a Stella, la madre de mi cachorro, durante una semana para cazar
y hacer deporte. Simplemente, ella se largó con él una mañana. Los Barnes la
vieron irse, la llamaron y ella ni siquiera volvió la vista atrás. Al cabo de
una semana regresó a casa al amanecer y soltó un aullido grave junto a la
puerta de su habitación, que significaba: “Estoy en casa”. Se despertaron y
vieron a su errante Stella, de pie bajo la pálida luz de la luna, con el morro
apuntado hacia fuera, hacia un perro enorme y fuerte que parecía señalarla con
su cola, apenas agitada, antes de desaparecer entre los matorrales. El señor
Barnes le disparó unos cuantos tiros inútilmente. Luego los dos riñeron a
Stella, quien a su debido tiempo parió siete cachorros con todas las
combinaciones posibles de negro, marrón y dorado. Ella tampoco era de pura raza
precisamente, aunque sus dueños creían que sí, o que al menos debía serlo, no
en vano era su perra. La noche en que nacieron los cachorros, el hombre de
Norfolk y su esposa oyeron un triste gemido, o un grito, y se levantaron de la
cama para ver al perro salvaje de la policía con la cabeza gacha ante la puerta
de la caja de embalaje. Todo el monte estaba invadido por la luz del amanecer,
entre el rosa y el oro, y parecía que una aureola dorada rodeara al perro.
Stella emitía un sonido a medio camino entre el gemido y el gruñido para
mostrar su bienvenida, o su protesta, o su miedo ante su poderosa reaparición,
ante el entrometido hocico, tan cercano a sus siete cachorros indefensos. Los
Barnes lo llamaron y el perro volvió su cabeza de forajido hacia la ventana, en
la que permanecían juntos con sus pijamas de rayas y de seda rosa bordada. El
perro volvió a meter la cabeza en la caja y aulló y aulló, un sonido salvaje
que les puso la piel de gallina, o eso decían; sin embargo, yo no lo entendí
hasta que pasaron años y Bill, el cachorro, se “volvió loco” y lo vi un día
encima de un hormiguero aullando el dolor de su anhelo a quien lo escuchara en
un mundo vacío.
El padre de los cachorros no volvió a
acercarse a Stella; al cabo de un mes lo mataron de un tiro en otra granja, a
unos setenta kilómetros, cuando salía de un gallinero con una hermosa gallina
blanca en la boca; para entonces, a ella ya sólo le quedaba un cachorro: los
demás se habían ahogado. Mala raza, decían, no merecía la pena conservarla y se
habían quedado aquel por pura pena.
No dije ni una palabra mientras me soltaban
ese cuento ejemplar, me limité a conservar la calma obstinada de quien sabe que
se saldrá con la suya. ¿Tenía derecho? Lo tenía. ¿Me debían un perro? Me lo
debían. ¿Podía escogerlo alguien que no fuera yo? No, pero... Pues muy bien, ya
había escogido. Había escogido aquel perro. Lo había escogido yo. Demasiado
tarde, ya estaba decidido.
Pasamos tres días y tres noches en casa de
los Barnes. Los días fueron calurosos, lentos y llenos de emociones pesadas;
los dos perros los pasaban durmiendo en la caja de embalaje. De noche, las
cuatro personas se quedaban en el cuarto de estar, una habitación pequeña de
ladrillos insoportablemente calentada por la lámpara de parafina cuyo brillo
amarillo y grasiento atraía a las polillas y a los escarabajos voladores en un
halo perpetuo y retorcido de cuerpecillos agitados. Ellos hablaban y yo estaba
pendiente de los locos ladridos lejanos, y al oírlos salía a la fría luz de la
luna. La última noche de nuestra estancia fue de luna llena, una bola blanca
enorme y perfecta, con la historia marcada en una superficie aparentemente tan
cercana que casi podía tocarse cuando flotaba sobre el oscuro monte entre los
cantos de los grillos. Allí, sobre la arena blanca, ladraba y bailaba el
cachorro loco mientras su madre, aquel gran animal hermoso, permanecía sentada
y lo miraba con una leve ansiedad en los ojos inteligentes, siguiendo con el
hocico los erráticos movimientos de la criatura, hija de su compañero del
monte, ya muerto. Me arrastré junto a Stella, me senté a su lado en el suelo de
cemento, aún caliente, apoyé un brazo en su cuello suave y peludo, y coloqué mi
cabeza junto a la suya, atenta y cambiante. Adapté mi respiración de modo que
mis costillas subieran y bajaran junto a las suyas para estar más cerca de la
calidez de su pecho redondeado, y juntos seguimos desviando la mirada de la
gran luna flotante al pequeño cachorro fugaz que salía disparado para trazar
círculos desde nuestro lado, tan cerca que estuvo a punto de chocar con
nosotros, y llegar hasta unos doscientos metros más allá, donde esquivaba por
poco las ruedas de la furgoneta de la granja. Mientras lo mirábamos, noté cómo
el aire gélido de la luna se adentraba en el pellejo de Stella, y en mi propia
piel, mientras nuestras costillas subían y bajaban y esperábamos que el hombre
de Norfolk viniera a gritar primero, y luego a aullar, saltara sobre el perrito
alocado y lo encerrara en la caja de madera, donde la luna trazaría unas rejas
amarillas sobre la sombra negra, que olía a perro.
—Venga, Stella, chiquilla, vete con tu
cachorro —dijo el hombre, al tiempo que se agachaba para darle una palmada
mientras ella lo obedecía y entraba en la caja.
Acababa de empujar a su cachorro hacia dentro
con el hocico. Estaba tan agotado que cayó rendido con las cuatro patas tiesas
como si le hubieran pegado un tiro y empezó a respirar en un suspiro, con
boqueadas pequeñas, regulares y rasposas como gemidos. Así que allí dejé a
Stella y su cachorro para irme a la cama en la casita de ladrillos que parecía
literalmente abarrotada de emociones odiosas. Me acosté pensando en el perrito
volador, al fin dormido de agotamiento, con el morro pegado al negro costado de
su madre, inflado por la respiración, mientras las franjas amarillentas de la
luna lo recorrían entre las tablas de olorosa madera.
A la mañana siguiente nos lo llevamos,
después de encerrar a Stella en una habitación para que no nos viera salir.
Era un recorrido de casi quinientos
kilómetros y Bill se pasó todo el camino ladrando y boqueando y bostezando y
retorciéndose a lo loco boca arriba sobre el regazo de quien lo tuviera en las
manos, con los ojos en blanco y agitando sus grandes patas. Se convirtió en
faena de jornada completa para mí, para mi madre y, tras pasar por la ciudad,
para mi hermano, que acababa de empezar sus vacaciones. Él, al ver que teníamos
otro perro, recuperó su papel de dueño de Jock y despreció a mi animal como si
estuviera claro que era menos valioso. Mi madre, ya convertida en esclava de
Bill, estuvo de acuerdo con él, pero lo invitó a admirar las adorables arrugas
de la frente del cachorro. Mi padre exigió irritado que los dos perros fueran
“debidamente entrenados”.
Mientras tanto, durante todo el viaje, fue
digno de destacar que mi madre hablara cada vez más de Jock, con cierto sentido
de culpa, como si lo hubiera traicionado: “Pobrecito Jock, ¿qué va a decir?”.
De hecho, Jock era un perro joven y bonito.
Más alsaciano que otra cosa, era un animal de corta envergadura y piel gruesa
de un cálido color dorado, con una cadena vestigial en la espalda, más bien
parecido a un lobo, o a un zorro si lo mirabas de frente, con sus orejas tiesas
y puntiagudas. Y desde luego no era ningún “perrito”. Tuvo un cierto aire de
dignidad desde que dejó de ser un cachorro, incluso cuando mi madre lo regañaba
por sus visitas a los barracones.
El encuentro, preparado por todos con
excitación, salió muy bien por mérito de toda la familia, pero especialmente de
Jock, quien recuperó de un golpe el cariño de mi madre. Soltamos al cachorro
desde el coche y echó a correr hacia Jock, quien permaneció sentado, noble y
reservado como siempre, esperando que nos acercáramos a saludarlo. Bill empezó
a dar vueltas y a ladrar en torno a la zona rocosa que había delante de la casa.
Luego vio a Jock, se le echó encima, se alejó un par de pasos, se sentó sobre
su culo gordo y se puso a ladrar, excitado. Jock inició un movimiento de la
cabeza que pasaba de bostezo y no llegaba a mordisco, agitándola de un lado a
otro con una protesta a medio camino entre el gruñido y la risa; el cachorro,
mientras tanto, se fue acercando, llegó a su lado y se puso a saltar ante el
hocico arrugado del perro mayor. Jock no se apartó; se obligó a permanecer
quieto porque se dio cuenta de que lo estábamos mirando. Al fin levantó una
pata, empujó a Bill, lo mantuvo fijo en el suelo, lo examinó y luego lo
olisqueó y le dio un lametón. Lo había aceptado, al tiempo que Bill encontraba
un sustituto para su madre, quien estaría presumiblemente lamentando su pérdida.
Podíamos dejar a la criatura (como se empeñaba en llamarlo mi madre) al cuidado
de Jock, con su paciencia infinita. “Qué buen perro eres, Jock”, le dijo
emocionada por el encuentro y por todas las siguientes escenas emotivas que se
produjeron, todas ellas marcadas por el extraordinario aguante de Jock ante lo
que sin duda, e incluso yo tuve que admitirlo, era un perrito intolerablemente
destructivo.
Se hizo urgente entrenarlo. Pero eso, igual
que el proceso de elección del cachorro, no fue nada fácil debido a la
naturaleza intrínseca de la familia.
Por exponer sólo una dificultad: a los perros
deben entrenarlos sus amos, tienen que demostrar su lealtad con una sola
persona. ¿A quién debía obedecer Jock? ¿Y Bill?: en teoría, yo era su amo. En
la práctica, lo era Jock. ¿Debía yo sustituir a Jock? La mera exposición es
absurda: si yo adoraba al torpe cachorro, ¿para qué quería un perro bien
entrenado? ¿Entrenado para qué?
¿Un perro guardián? Todos nuestros perros
eran guardianes. Según un artículo de fe, los nativos temían a los perros por
naturaleza. Sin embargo, todo el mundo repetía cuentos sobre los ladrones que
envenenaban a los perros feroces, o que se hacían amigos suyos. Así que, al
parecer, nadie creía de verdad que los perros guardianes sirvieran para nada.
Aun así, cada granja tenía su perro guardián.
Durante toda mi infancia, solía tumbarme en
la cama, rodeado por la maleza apenas a cincuenta metros en torno a la casa, y
escuchaba los gritos del chotacabras, de la lechuza, las ranas y los grillos;
los tam-tam de los barracones; los crujidos misteriosos del techo de paja en lo
alto, o de la hierba alta cuando la cortaban en las colinas; los miles de
sonidos de la noche en la cañada; cada uno de esos ruidos estaba marcado
también por los perros de la casa, que ladraban y olisqueaban e investigaban y
gruñían para responder; respondían también al reflejo de la luz de las
estrellas en la superficie pulida de una hoja, a la luna cuando se alzaba sobre
las montañas, a la rama que crujía detrás de la casa, al primer atisbo de la
cálida luz rojiza que asomaba por el horizonte; en resumen, a todo, a cualquier
cosa. Según mi experiencia, los perros guardianes nunca dormían; pero no
suponían tanto una vigilancia contra los ladrones (no recuerdo que nos robaran
jamás) como una especie de instrumento diseñado para medir o fijar todos los
crujidos y los movimientos de las noches africanas, que parecían tener una
enorme vida propia y conformar también una vida colectiva; así, la caída de una
piedra, el paso de una estrella fugaz por la Vía Láctea, el gruñido de un cerdo
salvaje y el viento que agitaba los campos de maíz eran pruebas y aspectos
distintos de la misma verdad.
¿Cómo había que entrenar a un perro guardián?
En teoría había que enseñarle a responder a la presencia sigilosa de los
humanos, ya fueran blancos o negros. Si no, ¿de qué servía tener un perro
guardián? Sin embargo, todavía ahora, el recuerdo más fuerte de mi infancia es
el de permanecer despierto escuchando el aullido sollozante de un perro ante la
inexplicable aparición de la cara amarilla de la luna; arrastrarme hasta la
ventana para ver el largo hocico del perro encarado hacia un gran bloque de
estrellas. No hacía falta ningún calendario lunar mientras existieran aquellos
perros, que parecían el tráfico de Londres: si querías dormir, tenías que
aprender a no oírlos. Y si no los oías, tampoco podrías oír el seco ladrido de
aviso con el que (presumiblemente) recibirían a un maleante.
Al principio, Jock y Bill pasaban la noche
encerrados en el comedor. Sin embargo, había demasiadas peleas y ladridos y
carreras de una ventana a otra en cuanto aparecía el sol, o la luna, o
cualquiera de las sombras que se desplazaban por las paredes encaladas desde
las ramas de los árboles del jardín; pronto no pudimos soportar la falta de
sueño y los sacamos al porche. Con muchas órdenes esperanzadas de mi madre para
que fueran “perros buenos”: es decir, debían ignorar su verdadera naturaleza y
dormir desde el ocaso hasta el amanecer. Incluso entonces, cuando Bill apenas empezaba
a hacerse mayor, era fácil que al llegar la mañana hubieran desaparecido los
dos. Regresaban con cara de culpa por el camino desde los campos a la hora de
desayunar, con el pelaje lleno de semillas de hierba, y sabíamos que se habían
metido entre los matorrales para perseguir a una lechuza, o a cualquier animal
que pastara por allí y, al descubrir que estaban se habían alejado más de lo
que creían en aquel extraño mundo nocturno, se habían puesto a olisquear y a
explorar, en un aprendizaje para los días salvajes que no tardarían en llegar.
O sea que no eran perros guardianes. ¿Perros
de caza, tal vez? Mi hermano se empeñó en entrenarlos y pasamos por un largo y
absurdo período de “abajo, Jock” y “pégate a mí, Bill”, caramelos de agua de
cebada equilibrados en el hocico, patas levantadas para entrechocar manos
humanas, etcétera, etcétera. Jock soportó la experiencia con valor, pero cada
parte de su cuerpo decía a las claras que estaba dispuesto a hacer cuanto
hiciera falta por complacer a mi madre: le dirigía tales miradas, mitad de
orgullo, mitad de disculpa, mientras mi hermano lo acosaba, que al cabo de una
hora de entrenamiento éste se retiraba murmurando que hacía demasiado calor y
Jock salía disparado a apoyar la cabeza en el regazo de mi madre. En cuanto a
Bill, nunca consiguió nada. Ni una sola vez permaneció quieto con aquellos
tronquitos dulces en el hocico; se los comía todos a la primera. Nunca se pegó
a los talones de mi hermano. Nunca recordó lo que se suponía que debía hacer
con la pata cuando uno de nosotros le daba la mano. Lo cierto, según entendí
entonces al ver las sesiones de entrenamiento, es que Bill era estúpido. Por
supuesto, fingí que el perro despreciaba el entrenamiento porque lo encontraba
humillante; en cambio, la predisposición de Jock a pasar por todas aquellas
tonterías demostraba su falta de carácter. Ah, pero no había modo de
esconderlo: lo que le pasaba a Bill era que no era muy brillante.
Mientras tanto, había dejado de ser un
gordito encantador: se había convertido en un perro joven y esbelto, de buen
aspecto, con su oscuro pelaje manchado, su cabeza grande y su toque de raza newfoundland. Aún conservaba cierta pinta de
cachorro. Del mismo modo que parecía que Jock ya hubiera nacido adulto, con
aquellos pelitos blancos respetables en la barbilla desde el principio, Bill
mantuvo siempre algo de juventud; fue joven hasta que murió.
Los entrenamientos no duraron mucho. Mi
hermano dijo que había que enseñar a los perros sobre la marcha; pero sólo lo
decía para calmar a mi padre, empeñado en que eran una desgracia y no merecían
ni lo que se gastaba en sal para ellos.
Entonces empezó un nuevo régimen entre mi
hermano, yo misma y los dos perros. Salíamos todos cada mañana. Delante iba mi
hermano, cargado de responsabilidad, balanceando el rifle en una mano y con los
dos perros pegados a sus talones. Tras ese honroso grupo iba yo, la niña, sin
ningún papel de utilidad en aquel asunto tan serio y masculino, pero necesaria
para aportar algo de admiración. De hecho, era un papel muy antiguo para mí:
apartarme a un lado del escenario, chiquilla furibunda, muerta de ganas de
participar pero sabedora de que no lo iba a lograr, sobre todo porque el
corazón instalado bajo sus costillas para pasarse la vida latiendo no sólo era
crítico e intransigente, sino que además anhelaba amargamente deshacerse para
aceptar lo que fuera amorosamente. Se trataba de una combinación incómoda y ya
lo sabía entonces, aunque eso no me impedía exhibir siempre una sonrisa
malhumorada. Claro que era absurdo: ahí estaba mi hermano, tan serio y
concentrado, con Jock, el perro bueno, tras él, y Bill, el perro malo, que de
vez en cuando también se situaba a su espalda, aunque por lo general solía
escabullirse para disfrutar de los márgenes del camino. Y ahí estaba yo,
siguiéndolos a regañadientes, cambiando el apoyo de una cadera a otra, aburrida
y con ganas de que se me notara.
Conocía de sobras el camino. Antes de llegar
a los sombríos matorrales del monte donde se encontraban aves de caza, había un
largo camino de ascenso por detrás de la colina, entre las lujuriosas papayas,
luego se pasaba por los sembrados de boniatos que se retorcían a la altura del
tobillo y nos hacían tropezar, luego por un montón de desperdicios cuyo olor
dulzón y podrido alcanzaba su máxima expresión en una convulsión de negras
moscas brillantes, y al fin el monte. Allí sólo había árboles atrofiados de un
verde anodino, kilómetros y kilómetros de árboles msasa canijos y flacuchos, que crecían por segunda vez: todos habían sido
talados en algún momento para aportar leña a las calderas de las minas. Por
encima del llano y feo monte se extendía un imponente cielo azul.
Íbamos en busca de comida. Eso decíamos a
todas horas. Cualquier cosa que cazáramos serviría de alimento para “la casa”,
o para los sirvientes de la casa, o para “los barracones”. No en vano cazábamos
en función de una ley más moderna que la necesidad de alimento, y lo sabíamos,
y por eso siempre teníamos algún remordimiento a propósito de aquellas
expediciones y a menudo optábamos por regresar con las manos vacías. Íbamos de
caza porque a mi hermano le habían regalado un rifle nuevo y eficaz que
tumbaría (infaliblemente, si lo llegaba a disparar) pájaros de cualquier
tamaño; también otros animales pequeños y, a menudo, caza mayor como antílopes
y martas cibelinas. Cazábamos porque teníamos un arma. Y, como teníamos un
arma, debíamos tener perros de caza, lo cual, por diversas razones, hacía menos
desagradable todo el asunto.
Íbamos de camino hacia la Gran Cañada,
distinta de la Cañada Grande, que quedaba a unos ocho kilómetros en otra
dirección. La Cañada Grande estaba quemada y erosionada y los charcos solían
secarse pronto. No nos gustaba ir. Sin embargo, para llegar a la Gran Cañada,
que era hermosa, teníamos que cruzar el desagradable monte “por la parte
trasera de la colina”. Aquellos nombres rituales para distinguir las partes de
la granja más bien respondían a nuestras diversas regiones mentales. “Ir a la
Gran Cañada” tenía aire de cuento de hadas, precisamente porque antes había que
cruzar la región del monte desagradable y aterrador. Es cierto que siempre nos
daba miedo, y no sin razón: nos parecía hostil y lo cruzábamos deprisa,
sabiendo que al superar aquel peligro nos ganábamos la paz de aguas corrientes
de la Gran Cañada. Sólo una parte de ésta pertenecía a nuestra granja; la
frontera con la siguiente granja la cruzaba por el centro, trazada por la
mirada al ir de un afloramiento silvestre a una charca, pasando por un
hormiguero. El valle estaba cubierto de hierba y los árboles crecían a lo alto
y a lo ancho a ambos lados del agua, que creaba una zona, de unos tres cuartos
de kilómetro, en la que el intenso verdor de la vegetación se veía interrumpido
por charcas marrones que reflejaban el cielo. Aquello sí era monte antiguo, y
nunca se habían talado los árboles: la Gran Cañada tenía el aspecto inevitable
del monte natural: la sensación de que ninguna rama, ninguna mata, ningún
zarzal, ningún afloramiento rocoso podía haber estado en un lugar distinto del
que ocupaba, ni siquiera haber crecido en otro ángulo.
Las charcas estaban siempre llenas. El agua
tenía un tinte marrón claro y en el fondo fangoso se notaba un ligero
movimiento de criaturas, mientras que en su superficie rizada aparecían
urracas, colibríes y toda clase de pájaros de colores vivos cuyos nombres no
conocíamos. En los exuberantes márgenes descansaban los nenúfares con sus
preciosas hojas acuáticas.
En aquel paraíso había que entrenar a los
perros.
Durante las primeras vacaciones, que duraban
hasta seis semanas, mi hermano fue infatigable y cada semana emprendimos la
marcha después del desayuno. En la Gran Cañada yo me sentaba al borde de una
charca, bajo algún espino, y soñaba con los ojos abiertos al son de las ondas
que mis pies trazaban en el agua al agitarse mientras mi hermano, armado con el
rifle, varas de diversos tamaños, terrones de azúcar y pedacitos de carne
mechada, obligaba a los perros a seguir ciertos pasos. De vez en cuando, movida
acaso porque el sol que se colaba entre las ramas del espino me quemaba los
hombros, me daba la vuelta para mirar a las tres criaturas, que trabajaban con
esfuerzo a unos cien metros, en algún claro de arena. Lo más normal era que
Jock se hiciera el muerto, o mantuviera la cabeza entre las patas, mientras
fijaba la vista con atención en la cara de mi hermano. También solía sentarse
como la estatua de un perro, de un perro dorado, admirablemente obediente. Lo
más probable, por otra parte, era que Bill estuviera tumbado boca arriba, con
las cuatro patas al aire y la cabeza estirada de tal modo que quedaba recto
desde el hocico hasta la punta de la cola para que todo su pelaje manchado
recibiera el calor del sol. Entre mis perezosos pensamientos, se colaban las
palabras: “Buen perro, Jock, sí, buen perro. Idiota, Bill, estás loco, ¿por qué
no trabajas como Jock?” Y mi hermano, con la cara enrojecida y sudorosa, se
acercaba, se dejaba caer a mi lado y decía:
—Todo es por culpa de Bill, que le da mal
ejemplo. Claro, Jock no entiende por qué tiene que esforzarse si Bill se pasa
todo el rato jugando.
Bueno, puede ser que la culpa del fracaso del
entrenamiento fuera mía. Si hubiera prestado mi atención rigurosa y concentrada
al asunto del chico y los dos perros, como bien sabía que se esperaba de mí,
tal vez hubiéramos terminado con una panda de animales eficaces y obedientes,
dispuestos a morir, a pegarse a los talones, a salir disparados en busca de la
pieza. Tal vez.
Al llegar las siguientes vacaciones, mi
desintegración moral ya había surtido efecto. Mi padre se quejaba de que los
perros no obedecían a nadie. Exigía entrenamiento, serio y sin tregua. Mi
hermano y yo veíamos que mi madre malcriaba a Jock y regañaba a Bill y llegamos
a un acuerdo tácito. Nos íbamos a la Gran Cañada pero al llegar allí
holgazaneábamos entre las charcas, mientras los perros hacían lo que les daba
la gana y descubrían los gozos de la libertad.
Los usos del agua, por ejemplo. Jock,
cauteloso como siempre, tanteaba las charcas con una pata antes de adentrarse
hasta el pecho, manteniendo siempre el hocico por encima de las ondas y
lamiéndolas con alegres ladridos de reconocimiento, o de entusiasmo. Luego se
adentraba del todo y nadaba arriba y abajo, o rodeaba aquellas charcas marrones
a la sombra verdosa de algún espino. Mientras tanto, Bill encontraba alguna
charca poco profunda y se dedicaba a su juego favorito. Arrancaba a unos veinte
metros del borde, se lanzaba ladrando con estruendo por encima de la hierba y
luego cruzaba la charca: no es que nadara por su superficie, sino que la
sobrevolaba. Salía por el otro lado, subía por la pared de la cañada, trazaba
un arco grande, volvía, daba la vuelta otra vez... y otra y otra y otra.
Levantaba grandes olas de agua marrón hasta el cielo, que luego se desplomaban
sobre la charca mientras él seguía ladrando excitado.
Ése era uno de los juegos. Si no, se
perseguían como enemigos arriba y abajo a lo largo de los seis kilómetros de la
cañada y cuando uno atrapaba al otro se oían los gruñidos y los alaridos y un
rumor de pelea que parecía de verdad. A veces acudíamos a separarlos, una
interferencia que resentían; en cuanto los soltábamos, uno de los dos salía
corriendo, impulsado sobre las patas traseras, y el otro lo perseguía feroz y
silencioso. Podían llegar a correr dos o tres kilómetros hasta que uno saltaba
al cuello del otro y lo tumbaba. Este juego también se repetía una y otra vez,
así que cuando finalmente se volvieron salvajes en seguida supimos cómo mataban
a los jabalís y ciervos que se comían.
En algunas mañanas de frivolidad perseguían
mariposas mientras mi hermano y yo remojábamos los pies en una charca y los
mirábamos. Una vez, con mucha solemnidad, como si representara una parodia del
ridículo (ya terminado, gracias a Dios) del “busca, busca” y del “aquí, aquí”,
Jock nos trajo entre las mandíbulas una mariposa grande, naranja y negra, con
sus delicadas alas rotas y un estallido naranja manchándole los labios peludos.
La soltó delante de nosotros, mantuvo a la temblorosa criatura en el suelo con
una pata y luego se agachó, señalándola con el hocico. Puso los ojos en blanco,
con una hipocresía perversa, como si dijera: “Mirad, una mariposa, soy un perro
bueno”. Mientras tanto, Bill saltaba y ladraba, un perrito negro dando botes
hacia el gran cielo azul en pos de las alas flotantes de colores. No se había enterado
de la captura de Jock. Pero los dos sabíamos que aquella clase de comentario
perverso era mucho más propio de él que de Jock, y de hecho mi hermano dijo:
—Bill ha corrompido a Jock. Estoy seguro de
que Jock no se volvería tan salvaje si no se lo enseñara Bill. Lo lleva en la
sangre.
Sin embargo, por desgracia, aún no teníamos
idea de lo que significaba “volverse salvaje”. Durante un par de años todavía
se usó esa expresión para nombrar pequeños actos de indisciplina, cometidos
mayormente por Bill.
Por ejemplo, una vez Bill se coló por una
plancha suelta de un chamizo que servía de almacén y se puso a comer sin parar
huevos, pasteles, pan, un pedazo de ternera, una pintada espléndida, medio
jamón. Luego no podía salir. A la mañana siguiente parecía un perro hinchable,
rodaba por el suelo y gemía en la agonía de sus excesos de indulgencia. “Eres
un perro tonto, Bill. Jock nunca haría eso, es demasiado inteligente para no
darse cuenta de que si comiera tanto se inflaría.”
Luego le dio por comerse los huevos de los
nidos, delito por el que en las granjas se dispara a los perros. Bill estuvo a
punto de sufrir ese destino. De hecho, lo pillaron saliendo de un gallinero con
el hocico lleno de plumas y yema de huevo en el morro. Y entre la paja de los
nidos había un amasijo que rezumaba babas bancas y amarillas. Cuando Bill se
acercaba, las aves se ponían a cacarear y agitaban las plumas. Primero, el
cocinero le dio tal paliza que se oyeron sus aullidos en toda la granja. Luego
mi madre vació unos huevos, los rellenó con una solución de mostaza y los dejó
en los nidos. Por supuesto a la mañana siguiente se armó un alboroto de
aullidos y chillidos: no había aprendido nada con las palizas. Al salir nos
encontramos a un perro marrón que corría como loco en círculos de agonía con la
lengua fuera mientras el sol se alzaba rojo sobre las montañas negras: un
estupendo telón de fondo para una escena desgraciada. Mi madre se ocupó de sus
mandíbulas inflamadas, se las lavó con agua caliente y le dijo: “Bueno, Bill,
será mejor que aprendas si no te quieres enfrentar al pelotón de fusilamiento”.
Aprendió, pero no fue fácil. Más de una vez,
mi hermano y yo madrugamos para salir de cacería, nos plantamos ante la casa en
el silencio del alba, con el cielo gris y lejano por encima, el perfil de las
montañas apenas empezando a enrojecer y los grandes espacios de monte
silencioso sumidos aún en la oscuridad de la noche. Olisqueábamos la leve
nitidez del rocío y el pesado olor del monte, nocturno y somnoliento, y
sentíamos la dureza del frío en las mejillas. Nos quedábamos quieto y
silbábamos bajito para que acudieran los perros desde dondequiera que hubiesen
decidido dormir. Pronto aparecía Jock, bostezando y arrastrando la cola de un
lado a otro. Bill, no: entonces lo veíamos, sentado sobre las patas traseras
delante del gallinero, con el hocico apoyado entre la alambrada y los ojos
cerrados para concentrarse en el anhelo del cálido y delicioso rezumar de los
huevos frescos. Nos teníamos que tapar la boca y nos retorcíamos de risa en
silencio para no despertar a nuestros padres. Las mañanas en que salíamos de
caza y nos llevábamos a los perros, sabíamos que antes de recorrer siquiera un
kilómetro Jock o Bill saldrían disparados ladrando hacia un matorral; el otro
levantaría el hocico y saldría detrás. Luego oiríamos alejarse su doble ladrido
alocado, junto con los crujidos provocados por sus dos cuerpos y, a menudo, el
alboroto de cualquier animal al que hubieran sorprendido durmiendo,
descansando, o simplemente esperando que termináramos de pasar. En esos
momentos podíamos buscar alguna pieza de caza que de ningún modo se nos habría
presentado si los perros hubiesen seguido a nuestro lado. Podíamos
concentrarnos en el largo acecho de alguna marta cibelina, o de un par de
antílopes pequeños. A menudo nos quedábamos horas mirándolos, temerosos de que
regresaran Jock y Bill y pusieran fin a aquel placer tan particular. Recuerdo
que una vez vimos un atisbo de un antílope que pastaba en los límites de la
zona de la granja que aún permanecía en penumbra. Echamos cuerpo a tierra y nos
arrastramos entre la hierba alta, sin poder ver si el antílope seguía allí.
Poco a poco, se iba abriendo el campo ante nosotros, una masa de grandes
terrones negros. Alzamos la cabeza con cautela y allí delante, en la orilla de
aquel mar de tierra, apenas un par de brazadas más allá, había tres antílopes
pequeños mirando hacia el lado contrario, por donde estaba a punto de salir el
sol. Eran tres siluetas oscuras, casi inmóviles. Al otro lado del campo, los
grandes pedazos de tierra se teñían de un oro rojizo. La tierra giraba hacia el
sol a tal velocidad que la luz se derramaba corriendo de un montón de tierra al
siguiente para cruzar el campo como llamas que saltaran entre largos tallos de
hierba, empujadas por un fuerte viento. La luz alcanzó a los antílopes, trazó
sus siluetas con oro cálido. Bestezuelas relucientes ante la inminente salida
del sol. Empezaron a embestirse: levantaban los cuartos traseros y los dejaban
caer de golpe con taconazos de bailarines. Alzaban al aire sus afiladas
cornamentas y se atacaban con cortas pero rabiosas embestidas. El sol ya lucía
en lo alto. Tres antílopes pequeños bailaban junto al límite del espeso monte
verde en que nos escondíamos y la tenue luz calentaba sus lomos dorados. El sol
se separó del perfil de las colinas y se volvió enorme, amarillo, tranquilo; un
cálido tono amarillo invadía el mundo; las criaturas dejaron de bailar y se
alejaron caminando lentamente, agitando sus colas blancas y alzando sus
hermosas cabezas, para desaparecer entre los matorrales.
De no ser porque los perros estaban a
kilómetros de distancia, nunca los hubiéramos visto.
De hecho, si servían para algo era
precisamente por su indisciplina. Si nos queríamos asegurar de conseguir algo
para comer, les atábamos unas cuerdas a los collares hasta que oíamos el leve
tintineo de las pintadas al correr entre los matorrales. Entonces los
desatábamos. Los perros salían de inmediato hacia las aves, que alzaban el
vuelo con torpeza, como si fueran mantones llevados por el viento,
sobresaliendo apenas entre la hierba, con las mandíbulas de los perros
afanándose por debajo. No querían más que aterrizar inadvertidas entre la
hierba, pero siempre se veían obligadas a elevarse con esfuerzo hacia los
árboles, pese a la flaqueza de sus alas. A veces, si era una bandada numerosa,
hasta una docena de árboles podían quedar pespunteados por las figurillas
negras de las pintadas, silueteadas contra el cielo del alba, o del crepúsculo.
Se quedaban mirando a los perros ladradores y no se fijaban en nosotros. Mi
hermano y yo —pues ni siquiera yo podía fallar en esas condiciones— separábamos
las piernas para reafirmar el equilibrio, escogíamos un ave, apuntábamos y
disparábamos. La carcasa caía a las inquietas mandíbulas que la esperaban
debajo. Mientras tanto, escogíamos otro pájaro y disparábamos. Con las dos aves
atadas por las patas, y tras justificar la utilidad del rifle que ahora pendía
con orgullo de nuestros brazos, volvíamos a casa paseando por los matorrales de
nuestra infancia encantada, cargados del aroma del sol. Los perros, por pura
educación, nos escoltaban durante una parte del camino y luego se iban a cazar
por su cuenta. A esas alturas, las pintadas eran piezas demasiado mansas para
ellos.
Habíamos llegado a tal extremo que si de
verdad queríamos cazar algo, o contemplar algún animal, o dar siquiera un paseo
entre los matorrales sin que en muchos kilómetros a la redonda hubieran
desaparecido todos los animales, asustados por los perros, teníamos que atarlos
antes de salir, ignorando sus gemidos y sus aullidos. Aun así, si salíamos
demasiado pronto, nos seguían. Una vez, después de caminar unos diez kilómetros
en una agradable excursión matinal hacia las montañas, llegaron los perros,
jadeantes, felices, lamiendo con sus húmedas lenguas rosadas nuestras rodillas
y nuestros antebrazos para expresar su enorme alegría de habernos encontrado.
Dedicaron un momento a lamernos y a menear el rabo y luego desaparecieron y no
volvieron a casa hasta la noche. Estábamos preocupados. No se había visto que
se fueran solos tan lejos. Comentamos que sería fatal que se acostumbraran a ir
a otras granjas, o incluso a otros gallineros. Era demasiado tarde. Ya no
tenían edad de aprender. O los manteníamos permanentemente atados con las correas
a los árboles cercanos a la casa —cosa que para esa clase de perros era peor
que la muerte— o los dejábamos correr en libertad y asumir las consecuencias.
Cuando recibíamos noticias de los perros en
las cartas que nos enviaban desde casa, eran cada vez peores. Mi hermano y yo,
en nuestros respectivos internados, donde se suponía que nos forjábamos en la
disciplina, el orden y la fortaleza de carácter, leíamos: “Los perros se
escaparon toda la noche y no regresaron hasta la hora de comer”. “Jock y Bill
se han pasado tres días y tres noches en el monte. Acaban de llegar, agotados.”
“Parece que esta vez los perros mataron alguna bestia y luego se quedaron a su
lado como animales salvajes, porque regresaron a casa tan atiborrados que no
quisieron comer nada, se limitaron a beber mucha agua y después se durmieron
como criaturas...” “Ayer llamó el señor Daly para decir que había visto a Jock
y Bill cazando en la colina que queda detrás de su casa. Perseguían a sus
bueyes. Les tuvimos que dar una paliza cuando volvieron a casa porque, si no
aprenden, cualquiera de estas noches oscuras alguien les pegará un tiro...”
Cuando volvimos a casa para pasar las
vacaciones, los perros no estaban. Ya llevaban fuera casi una semana entera.
Pero, según nos halagaba creer, olieron nuestro regreso y volvieron trotando
alegremente juntos por la colina, a la luz de la luna, dos pequeñas figuras
negras que se desplazaban junto a las formas también negras de sus sombras, con
los ojos rojos relucientes cada vez que los iluminaba la luz de un relámpago. A
mi hermano y a mí nos recibieron con bastante afecto, pero en seguida se fueron
a dormir. Nos dijimos que nos veían como criaturas parecidas a ellos porque
también salíamos en largas y excitantes cacerías; sin embargo, sabíamos que eso
era una tontería sentimental, creada para eliminar el dolor que nos causaba ver
lo poco que importábamos a nuestros animales, nuestros perros. Aquella noche —o
mejor dicho, al alba siguiente— se fueron de nuevo. Regresaron al cabo de una
semana. Traían un olor repugnante: habrían estado persiguiendo algún zorrillo,
o un gato montés. Tenían el pelaje sembrado de hierbitas y la piel apelmazada
de garrapatas. Bebieron mucha agua, pero rechazaron la comida: sus alientos
apestaban a carne.
Se tumbaron a dormir y permanecieron quietos
mientras nosotros —ocupándonos cada uno de un animal, con el peso de sus
cabezas adormecidas en nuestros regazos— les quitábamos las garrapatas, hierbas
y cortezas. Bill tenía en una zarpa una raja endurecida y pensé que sería una
antigua cicatriz. Cuando se la toqué, gimió sin dejar de dormir. Era de una
cinta de hierba trenzada, como las que usan los africanos para atrapar pájaros.
Por suerte, se le había caído.
—Sí —dijo mi padre—, así acabarán los dos,
morirán en una trampa y se lo tienen merecido. No sentiré la menor pena por
ellos.
Nos entró miedo y decidimos encerrarlos un
día entero; pero no pudimos soportar su pena y los soltamos.
Siempre estábamos esquivando toda clase de
trampas. Para los antílopes grandes —las martas, los
eland, los koodo— los africanos cruzaban un arbusto en el camino, lo sostenían con una
cuerda ligera y le enganchaban un punzón de alambre grueso de las verjas. Para
los pequeños hacían trampas bajas con pinchos de alambre fino de embalar o con
fibra de árbol trenzada. En las esquinas de los campos cultivados, o en los
bordes de las charcas, donde solían acudir a alimentarse los pájaros y las
liebres, siembre había motones de trampillas bajo la hierba, y a menudo cada
una de ellas contenía un clavo de hierba trenzada. A veces pasábamos días
enteros destruyendo esas trampas.
Para entretener a los perros, nos dio por
caminar kilómetros cada día. Nosotros terminábamos exhaustos, pero ellos no,
así que seguían escapándose por la noche. Luego empezamos a salir en bicicleta
a la mayor velocidad posible por los burdos caminos de la granja y los perros
nos seguían dando saltos. Nos agotábamos en el esfuerzo por complacer a Jock y
Bill, dando por hecho que ellos sabían lo que hacíamos y nos seguían la
corriente. Pero seguimos haciéndolo. Una vez, al final de un claro vimos el
esqueleto de un animal grande colgado de un lazo. Algún africano se había
olvidado de visitar sus trampas. Le mostramos el esqueleto a Jock y a Bill,
hablamos con ellos, les advertimos y amenazamos, y casi llegamos a las lágrimas
porque el lenguaje humano no es igual que el de los perros. Ellos se pusieron a
olisquear los huesos, nos soltaron un par de ladridos que interpretamos como de
pura educación y se volvieron a largar entre los matorrales.
Ya de nuevo en el colegio nos enteramos de
que se habían vuelto casi completamente salvajes. A veces iban a casa para
comer algo, o para pasarse un día entero durmiendo, y “usaban la casa —según
las quejas de mi madre— como si fuera un hotel”.
Entonces nos golpeó el azar, adoptando la
forma de una trampa para antílopes.
Una noche, muy tarde, oímos unos gemidos y
salimos a recibir a los perros. Se iban arrastrando hacia la puerta delantera,
con las panzas casi pegadas al suelo. Sus costillas sobresalían, les brillaba
el pelaje y en sus ojos había un fulgor insano. Se echaron sobre la comida que
les dimos; estaban muertos de hambre. Entonces vimos en el cuello de Jock, que
se agachaba sobre el cuenco de la comida, una explicación: un grueso pedazo de
alambre. No era un trozo sólido, sino una trenza hecha con una docena de
hilillos finos retorcidos, cortada a mordiscos en la zona del cuello.
Examinamos la boca de Bill: debía de haberle costado mucho rato morder aquel
alambre, tal vez un día entero. Tenía las encías y los labios rasgados y
ensangrentados y la dentadura reducida a muñones, como si fuera un perro viejo.
Si aquel alambre no llega a ser trenzado, Jock hubiera muerto en la trampa. De
todos modos, parecía enfermo y tenía los pulmones afectados porque el cable
casi lo había estrangulado. Bill no podía masticar con normalidad y comer le
resultaba incómodo, como a un anciano. Se quedaron unas cuantas semanas como
perros reformados, ladrando alrededor de la casa y comiendo con regularidad.
Luego volvieron a escaparse, pero volvían con
más frecuencia que antes. Jock no tenía bien los pulmones: se tumbaba al sol,
jadeando y resollando, como si quisiera darles descanso. En cuanto a Bill, sólo
podía tragar comidas blandas. ¿Cómo se las arreglaban, entonces, cuando salían
de cacería?
Una tarde estábamos cazando, a varios
kilómetros de casa, y los vimos. Primero oímos aquellos ladridos familiares de
excitación que se acercaban a nosotros desde unos tres kilómetros. Estábamos en
una cañada grande, cubierta de alta hierba blanquecina que, al cimbrearse,
trazaba una línea rápida y regular. Apareció una figura, un antílope pequeño
difícil de distinguir hasta que estuvo cerca porque tenía el pelaje de un
marrón casi rojo y en el valle había mucha hierba gruesa rosada, que bajo
aquella luz tan fuerte adquiere un tono rojizo. Como se acercaba el crepúsculo,
la hierba clara ya era casi invisible, mientras que la rosa flameaba y
destellaba; el pelaje del antílope brillaba de rojo. De pronto, dio un
respingo. ¿Nos había visto? No, era porque Jock, que estaba agachado entre la
maleza para observar al animal, acababa de maniobrar. Tras él iba Bill, lanzado
como si fuera un motor. Jock, que no podía correr tanto, estaba dirigiendo a la
criatura hacia las mandíbulas abiertas de Bill. Vimos a Bill saltarle al
cuello, tumbarlo y sostenerlo hasta que llegó Jock para matarlo: sus dientes ya
no servían para eso.
Nos acercamos a saludarlos, aunque con
reservas, pues parecía que aquellas dos criaturas gruñentes no nos conocieran y
en sus ojos brillaba el salvajismo mientras se abalanzaban sobre el antílope
muerto. O, mejor dicho, mientras Jock se abalanzaba sobre él. Antes de
alejarnos vimos que Jock empujaba pedazos de carne caliente y humeante hacia
Bill, quien de otro modo hubiera pasado mucha hambre.
Formaban un equipo de verdad; ninguno de los
dos podía funcionar sin el otro. O eso creímos.
Sin embargo, pronto Jock se dedicó a vigilar
los matorrales y cuando Bill se acercaba a él le lamía las orejas y la cara
como si hubiera adoptado el papel de madre.
Una vez oí ladrar a Bill y salí a ver qué
pasaba. La línea telefónica pasaba por una cañada cercana a la casa para llegar
a la granja que había al otro lado de la colina. Los cables zumbaban, cantaban
y vibraban. Bill estaba debajo y, aunque le quedaban a casi cinco metros,
saltaba y ladraba: jugaba por pura exuberancia, como cuando era un cachorro.
Sin embargo, esa vez me dio pena ver a aquel perro fuerte jugar solo mientras
su amigo permanecía tumbado al sol resollando por sus pulmones lastimados.
¿De qué se alimentaba Bill en el monte?
¿Ratas, huevos de pájaros, lagartos, cualquier cosa que resultara
suficientemente tierna? También eso daba pena, si uno pensaba en aquellos dos
poderosos cazadores de los tiempos de gloria.
Pronto empezamos a recibir llamadas de los
vecinos: ha aparecido Bill y se ha zampado la comida de nuestro perro... Bill
parecía hambriento, así que le hemos dado de comer... Bill parece muy flaco,
¿no?... He visto a Bill cerca de mi gallinero. Lo siento, pero si se come los
huevos...
Bill dejó preñada a una perra de buen pedigrí
de una granja que quedaba a unos veinticinco kilómetros. Sus amos se enfadaron:
Bill no era suficientemente bueno para ellos, y encima estaba la cuestión de su
“mala sangre”. Mataron todos los cachorros. Se pasaba el tiempo dando vueltas a
la casa, a pesar de que le dieron alguna paliza e incluso llegaron a disparar
tiros al aire para asustarlo. Nos preguntaban si podíamos hacer algo para
mantenerlo en casa porque estaban hartos de tener que atar a su perra.
No, no podíamos hacer nada. Más bien, no
queríamos hacer nada; porque cuando aparecía Bill trotando desde los matorrales
para beberse lo que hubiera en el cuenco de Jock y tumbarse junto a él con los
hocicos pegados... Bueno, podíamos haberlo cogido entonces para atarlo, pero no
lo hacíamos. “De todas formas, no durará mucho”, solía decir mi padre. Y mi
madre le decía a Jock que era un perro sensato e inteligente; de nuevo le había
dado por cantarle alabanzas a su carácter y a su naturaleza, como si no hubiera
pasado ya años de gloria en el monte.
Fui a visitar al amo de la perra de Bill. La
tenían atada a un poste del porche. Durante toda la noche nos molestó un
aullido salvaje y triste que venía del monte, mientras ella gemía y daba
tirones a la correa. Por la mañana, salí al caluroso silencio del monte y llamé
a mi perro: “Bill, Bill, soy yo”. Nada, ni un ruido. Me senté a la sombra en la
pendiente de un hormiguero y esperé. Pronto apareció Bill, trotando entre los
árboles. Estaba muy flaco. Parecía demacrado, tieso, débil: un viejo forajido
temeroso de las trampas. Me vio, pero se detuvo a unos veinte metros. Subió la
pendiente de otro hormiguero y se tumbó encima, bajo el sol, de modo que pude
ver las ásperas peladuras que tenía en el pelaje. Nos quedamos sentados en
silencio, mirándonos. Luego alzó la cabeza y soltó un aullido como los que
suelen dedicar los perros a la luna llena, largos, terribles, solitarios. Sin
embargo, era por la mañana, el sol lucía claro y tranquilo y no había misterio
alguno en el monte. Se sentó y echó el corazón por la boca de aullido en
aullido, señalando con el hocico hacia el lugar donde estaba atada su
compañera. También nos llegaban los gemidos de ésta, y el tintineo de su collar
metálico cada vez que se movía. No lo pude aguantar. Me daba escalofríos y noté
cómo se me erizaba el vello de los brazos. Me acerqué a él y le rodeé el cuello
con un brazo, tal como había hecho con su madre en aquella noche de luna llena
antes de robarle aquel cachorro. Bill apoyó el morro en mi antebrazo y gimió, o
más bien lloriqueó. Luego, lo alzó para aullar. “Por Dios, Bill, no hagas eso,
no lo hagas, por favor, no sirve de nada, por favor, Bill, querido...” Pero
siguió aullando hasta que de pronto dio un salto a medio aullido, como si su
dolor fuera demasiado fuerte para permanecer sentado y me olisqueó, como si
dijera: “Entonces eres tú, ¿no? Bueno, pues adiós”. Luego volvió su loca cabeza
hacia el monte y se fue trotando.
Al cabo de poco tiempo lo mataron de un tiro
cuando salía de un gallinero a primera hora de la mañana, con el morro lleno de
huevo.
A partir de entonces Jock estuvo muy solo. Se
pasó los últimos años tumbado al sol, señalando con el hocico los kilómetros y
kilómetros de monte entre nuestra casa y las montañas, donde había cazado con
Bill durante tantos años. Ya era un perro viejo, tenía las patas rígidas y el
pelaje seco, resollaba y jadeaba. A veces, por la noche, cuando se alzaba la
luna, salía a aullar y nosotros decíamos: “Echa de menos a Bill”. Jock volvía,
se sentaba a los pies de mi madre y le apoyaba la cabeza en las rodillas para
que se la acariciara. Ella solía decirle: “Pobre y viejo Jock, pobre perro
viejo, ¿echas de menos a Bill, con lo malo que era?”.
A veces, si estaba echando una cabezada, se
levantaba de golpe, salía al trote con sus viejas patas tiesas, pasaba ante la
casa y las barracas, olisqueaba por todas partes con ansiedad y gemía. Luego se
quedaba de pie, quieto, con una pata levantada, igual que cuando era joven, y
miraba fijamente hacia el monte, sin dejar de gimotear. Entonces, decíamos:
“Habrá soñado que estaba cazando con Bill”.
Enfermó. Apenas podía respirar. Lo llevamos
en brazos colina abajo hasta el monte y mi madre lo acarició y le dio palmadas
mientras mi padre le apoyaba el cañón del arma en la nuca y disparaba.
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