Doris Lessing
(Kermanshah, Irán, 1919 - Londres, Inglaterra, 2013)


Él (1957)
(“He”)
The Habit of Loving
(Londres: MacGibbon and Kee, 1957, 278 págs.);
(Nueva York: Thomas Y. Crowell Company, 1957, 311 págs.)



      —¡Dios mío, Mary! ¡Qué susto me has dado!
       Mary Brooke estaba tejiendo tranquilamente junto a la estufa.
       —Pasaba por aquí —dijo.
       Annie Blake se quitó el sombrero y soltó sobre la mesa una bolsa con pan y verduras, mientras sus ojos inspeccionaban la cocina con inquietud. Había un plato sin lavar en el fregadero, y encima de la silla un paño de cocina.
       —¡Qué desorden! —exclamó irritada.
       Sin levantar la vista de la labor, Mary Brooke respondió:
       —Bueno, siéntate. No puede estar más limpio.
       Tras vacilar un instante, Annie se dejó caer en una silla y cerró los ojos.
       —Esas escaleras —dijo jadeante—. ¿Una taza de té, Mary?
       Al instante Mary apartó a un lado la labor y contestó:
       —Tú quédate sentada. Ya lo haré yo. Corpulenta y cansada, se incorporó con esfuerzo, llenó el hervidor con agua del grifo y lo puso al fuego. Luego acompañó la mirada inquieta de su amiga, colgó el paño en su sitio y cerró la puerta. La cocina estaba tan limpia y ordenada como para exhibirse en una exposición. Se sentó, cogió la labor y tejió con la mirada fija en la pared del fondo de la habitación.
       —Anoche volvió a armarla —comentó.
       Annie alzó sus párpados caídos y enderezó su delgado cuerpo.
       —¿Ah, sí? —murmuró con aire despreocupado. Su rostro estaba tenso.
       —¿Qué se puede esperar de un hombre así? Ella deja las camas sin hacer hasta la hora de la cena. Está todo sucio. Él le estaba dando su merecido. Perra sucia, la llamó.
       —No hará por él lo que yo hice, eso seguro —dijo Annie con amargura.
       —Gritos y golpes hasta bien entrada la madrugada; lo oímos todos. —Contó: revés, derecho, revés y agregó—: Parece que no durará mucho, ¿no? ¿Cuánto hace que está con ella?, ¿seis meses?
       —A mí jamás me levantó la mano, eso te lo seguro —dijo Annie, victoriosa—. Jamás. Yo tengo mi orgullo, no como otras.
       —Eso es cierto, querida. Dos del revés, uno derecho.
       —Tiene un carácter de perros. Solía levantarme a las cuatro, en verano y en invierno, para ir a limpiar esas oficinas hasta las diez; luego iba a limpiar a casa de la señora Lynd hasta la hora de cenar. Y después, si llegaba a casa y no tenía la cena lista, se ponía a gritar y a discutir. Bueno, le decía, si no puedes esperar cinco minutos, cuando llegues a casa cocínate tú solito, eso le decía. Gano lo mismo que tú, ¿o no? Pero nunca movió un dedo. ¡Menudo vago! Los hombres son todos iguales.
       Mary le dedicó a su amiga una mirada fugaz y penetrante, luego murmuró:
       —Sí, dímelo a mí…
       —Me encargaba de los niños y de la limpieza y de la comida, y eso que trabajaba todo el día; a veces, cuando él estaba sin trabajo, era yo quien aportaba todo el dinero… y ni siquiera era capaz de poner el agua a hervir. Es cosa de mujeres, decía.
       —Dos revés, uno derecho. —Pero la expresión afable de Mary parecía sugerir que aún tenía algo más que decir—. Todas sabemos cómo son las cosas. —Asintió finalmente, con paciencia.
       Annie se incorporó con delicadeza, retiró el hervidor del fuego, que silbaba.
       Vista desde atrás, esbelta y erguida, aparentaba veinte años. Al darse la vuelta, con el hervidor en la mano, se echó un vistazo; apoyó la tetera y se dirigió al espejo. Permaneció allí de pie, palpándose el rostro con ansiedad.
       —¡Mírame! —Se acomodó un largo mechón rizado, luego se encogió de hombros—. Bueno, da igual, ¿a quién le importa mi aspecto?
       Colocó las tazas sobre la mesa. Tenía el rostro afinado, marcado por la preocupación, y unos pequeños ojos azules de mirada penetrante.
       Al sentarse, se tocó el cabello inquieta.
       —Tengo que ponerme los rulos —murmuró.
       —¿Sabes algo de los chicos?
       Annie dejó caer la mano y se aferró a la mesa.
       —Hace meses que no sé nada de Charlie. No piensan que… un buen día aparecerá como si no pasara nada; ya lo conozco yo a mi Charlie. Tommy está buscando trabajo en Manchester, me lo comentó la señora Thomas. Pero recibí una bonita carta de Dick. —Su expresión se relajó; su mirada era dulce y evocadora—. Me hablaba de su padre. Decía que vendría y hablaría con el viejo por mí de esto y de lo otro. Le respondí que esa no era manera de hablar de su padre. Le debía respeto, le dije, más allá de lo que hubiera hecho. No era asunto suyo criticar a su padre, le dije.
       —Tienes suerte con tus muchachos, Annie.
       —Son trabajadores, nadie puede decir lo contrario. Y nunca han hecho nada indebido. No han salido a su padre, eso seguro.
       Al oír aquellas palabras, Mary le dedicó una mirada de cierta ironía abatida.
       —Bueno, Annie: todos nos equivocamos en algunas cosas. —Al ver que Annie, apenada, no mostraba reacción alguna, agregó con cautela—: Esta mañana lo he visto en la calle.
       La taza de Annie golpeó el platillo.
       —¿Estaba solo?
       —No, pero me llevó a un lado y me dijo que si pasaba por aquí podía darte un mensaje: quizá se dé una vuelta por aquí esta noche en lugar de mañana, con tu dinero. Los jueves, ella va a casa de su madre… Supongo que piensa que cuando el gato no está…
       Annie se había puesto en pie, sobresaltada. Se forzó a sentarse otra vez y removió el té. El temblor de su mano hacía tintinear la cucharita contra la taza.
       —De todos modos, es puntual con el dinero —dijo, apesadumbrada—. No tuve necesidad de llevarle a juicio. Él mismo se ofreció. Y supongo que no tiene por qué, ahora que los muchachos se mantienen solos.
       —Todavía te quiere, Annie… —Mary estaba inclinada hacia delante y le hablaba sin rodeos—. Te quiere, de verdad.
       —Jamás ha querido a nadie más que a sí mismo —intervino Annie—. Jamás.
       Mary lanzó un suspiro.
       —Oh, bueno… —musitó—. En fin, tengo que ir a preparar la cena. —Guardó la labor en el bolso y agregó, para reconfortarla—: Eres afortunada. No hay nadie que te persiga cuando tienes ganas de sentarte un rato. No tienes que preocuparte de nadie más que de ti…
       —Oh, no creas que voy a malgastar mis lágrimas con él. Por primera vez en mi vida, me tomo las cosas con calma. Una sacrifica su vida por el marido y los hijos; luego ellos se van, sin dar las gracias siquiera. Ahora puedo ocuparme de mí.
       —No me molestaría estar en tu lugar —exclamó Mary con franqueza. Antes de salir aclaró, como al pasar—: Tu suelo está tan limpio que se podría comer en él.
       En cuanto Mary se fue, Annie se apresuró a ponerse el delantal y empezó a barrer. Se arrodilló para lustrar el suelo y después se quitó el vestido y se aseó en el fregadero. Se peinó cada uno de los molestos mechones deslustrados y se sujetó el cabello hacia atrás con una horquilla, hasta que su rostro se vio coronado de pequeñas salchichas. Volvió a ponerse el vestido y se sentó a la mesa. Justo a tiempo. Se abrió la puerta y allí estaba Rob Blake.
       Era un hombre enjuto, algo encorvado, con cierto aire de pedir disculpas.
       Preguntó con amabilidad:
       —¿Estás ocupada, Annie?
       —Siéntate —le ordenó ella con tono severo.
       Durante unos instantes se quedó en la puerta, relajado, luego entró vigilando dónde pisaba. Aun así, Annie hizo una mueca al ver las marcas sobre el reluciente linóleo.
       —Tómatelo con calma —le dijo con amable sarcasmo—. Puedes soportar mi suciedad una vez por semana, ¿no?
       Ella le dedicó una sonrisa tensa y lo siguió con la mirada mientras apartaba una silla y tomaba asiento.
       —¿Va todo bien, Annie?
       Ante semejante comienzo conciliador, no mostró reacción alguna. Un rato después comentó:
       —He tenido noticias de Dick. Está pensando en casarse.
       —¿Casarse, ahora? Eso quiere decir que vamos a perder nuestro lugar, ¿no?
       —Tú no ocupas ningún lugar, por lo que veo —intervino ella.
       —Bueno, Annie… —dijo con una amable sonrisa, restando importancia al comentario.
       Annie no dio señal alguna de querer ceder. Al ver la expresión de su rostro, implacable, la sonrisa se esfumó, sacó un sobre del bolsillo y se lo entregó.
       —Gracias —dijo sin mirarlo siquiera. Pero no pudo con su genio, y la oyó decir—: Si es que puedes ahorrártelo con ella.
       Lo dejó pasar; miró fijamente a su esposa, como queriendo traspasar aquella coraza de ira. La observaba, al tiempo que se lamía los labios, con aprensión.
       —Algunas mujeres saben cómo evitar los niños y las responsabilidades. Simplemente hacen esto o aquello y consiguen a quien más les gusta. Nada de trabajo sucio para ellas.
       Él suspiró, y estaba a punto de ponerse en pie cuando ella preguntó:
       —¿Quieres una taza de té?
       —No me vendría mal. —Volvió a sentarse.
       Recorrió la cocina con la mirada, mientras Annie preparaba el té, de espaldas; en su rostro se reflejaba la ironía, con una mezcla de frustración y cansancio. Era un hombre ya entrado en años, pero con un porte firme.
       Procuró hallar las palabras adecuadas y comentó:
       —Ahora tienes mucho menos trabajo, Annie.
       Pero ella no contestó. Se acercó con las dos tazas y puso azúcar en la de él. Ante este gesto tan conyugal, Rob reunió valor.
       —Annie —comenzó a decir—, ¿no podemos hablarlo…?
       Removía el té con torpeza, sin mirarlo y con el cuerpo inclinado hacia delante.
       El té se derramó.
       —Oh, mira lo que has hecho —gritó ella—. Mira qué desastre.
       Cogió un trapo al instante y limpió la mesa.
       —Solo es un poco de té, Annie —exclamó él finalmente, para evitar ser blanco de su ira.
       —Solo un poco de té: limpio y encero medio día para que después, en un minuto, este sitio se convierta en una pocilga.
       Una conocida sensación de fastidio ensombreció el rostro de Rob.
       —Sí, he oído que ella deja las camas sin hacer hasta la hora de la cena —prosiguió ella con tono acusador—, y que nadie limpia durante semanas.
       —Al menos se preocupa más por mí que por tener el suelo limpio —gritó él.
       Entonces se miraron el uno al otro con odio.
       En aquel preciso instante se oyó un grito:
       —¡Rob, Rob!
       Annie rió furiosa.
       —Te lleva por donde quiere; te espera y te espía y ahora te viene a buscar.
       —¡Rob! ¿Estás ahí, Rob? —Era una voz de mujer, segura y clara.
       —Suena tal y como lo que es, una típica…
       —Cállate —la interrumpió él. Su respiración se hizo más fuerte—. Mantén la boca cerrada, ahora.
       Los ojos de ella se llenaron de lágrimas, pero el azul de sus pupilas relucía, brillante y vengativo.
       —Rob, Rob, y al momento vas detrás como un perrito.
       Rob se levantó de la mesa despacio mientras llamaban a la puerta.
       Annie se estremeció ante semejante insulto. Y pudo ver que la primera reacción de él fue apoyarla. Le dedicó una mirada apologética, luego se dirigió a la puerta, la entreabrió y exclamó en voz baja, con furia:
       —¡No, ni se te ocurra! ¿Me oyes? —Cerró la puerta y se apoyó en ella, frente a Annie—. Annie —repitió, a modo de súplica—. Annie…
       Pero ella se sentó a la mesa, con las manos temblorosas entrecruzadas delante, el rostro tenso y distante.
       —¡Oh, muy bien! —exclamó él finalmente, con desesperación, enojado—. Siempre has de tener razón en todo, ¿no es así? Es lo único que te importa, tener razón. Eres una mísera santa de yeso, eso eres.
       Se apresuró a salir.
       Annie se quedó sentada, escuchando hasta que se hizo un silencio. Entonces tomó aire y se llevó los puños a las mejillas, como si intentara sostenerlas. Así permaneció sentada hasta que entró Mary Brooke.
       —¿Has dejado que se marchara? —preguntó, incrédula.
       —Y en buena hora me he librado.
       Mary se encogió de hombros. Luego se aventuró a sugerir:
       —No deberías ser tan dura con él, Annie. Dale una oportunidad.
       —Antes preferiría verlo muerto —sentenció Annie, con labios trémulos. Y agregó—: Tengo cuarenta y cinco años, y ya estoy harta de toda esta basura. —Hizo una pausa, y luego prosiguió con tono frío, distante—: Hemos estado veinticinco años juntos. Tres hijos. Para que luego se vaya con esa… con esa…
       —Ya te has librado de él, eso está claro —asintió Mary de inmediato.
       —Claro que me lo he sacado de encima, lo sé… —Annie se balanceaba de un lado a otro en la silla. Su rostro parecía de piedra, pero no podía contener las lágrimas, que rodaban y se deslizaban desde la nariz al mentón, salpicando el cuello blanco del vestido.
       —Annie —le suplicó su amiga—, Annie…
       El rostro de Annie se estremeció y Mary cruzó la habitación para abrazarla.
       —Está bien, querida, ya, está bien, está bien, querida —repetía con voz suave.
       —No sé qué me pasa. —Annie lloraba desconsoladamente, con la voz apagada, sobre el hombro de Mary—. No puedo tener esta maldita boca cerrada. Está harto de esa… vaca, y yo lo alejo. No puedo evitarlo. No sé qué me pasa.
       —Ya está, querida, ya está, querida. —La mujer robusta, rolliza y firme mecía a la frágil Annie como si fuera un bebé—. No te preocupes, querida. Volverá, ya verás.
       —¿Tú crees? —preguntó Annie, y alzó la vista para ver si su amiga le estaba mintiendo a fin de tranquilizarla.
       —¿Quieres que vaya y vea si puedo traértelo ahora mismo?
       A pesar de sus ganas, Annie dudó.
       —¿Crees que es lo correcto? —preguntó vacilante.
       —Voy y le digo algo cuando la otra no esté cerca.
       —¿Lo harías, Mary?
       Mary se incorporó y se alisó el vestido.
       —Tú espera aquí, querida —le dijo a modo de súplica. Se dirigió hacia la puerta y agregó al salir—: Ahora tómatelo con calma, Annie. Dale una oportunidad.
       —¿Salir corriendo detrás de él para pedirle que vuelva? —dijo su orgullo entre sollozos.
       —¿Quieres que vuelva o no? —inquirió Mary, con toda su paciencia, aunque ya se intuía cierta exasperación.
       Annie no dijo nada, entonces Mary salió a toda prisa.
       Se quedó sentada, con la mirada fija en la puerta. Pero su mente se llenaba de pensamientos vagos, hostiles.
       —Si quiero conservarlo, nunca podré decir lo que pienso, nunca podré decir la verdad. Solo está conmigo por conveniencia; pero si se lo dijera, solo conseguiría que se levantara y se fuera…
       Pero aquella no era toda la verdad; recordaba los gestos de cariño en su rostro, y por unos instantes, desapareció toda su amargura. Entonces recordó su larga y dura vida, el trabajo interminable, trabajo, trabajo… Recordó, de pronto, como si lo estuviera sintiendo en ese mismo instante, cómo le dolía la espalda cuando los niños eran pequeños; podía verlo tumbado en la cama leyendo el periódico, mientras ella apenas podía mantenerse en pie… Muy bien, muy bien, se gritaba a sí misma, no es justo, simplemente no es justo… La invadía una profunda sensación de injusticia; y era precisamente esta sensación la que debía reprimir, aplacar, si quería a Rob. Porque comprendió, por fin —y eso era más fuerte que cualquier otra cosa— que su vida no tenía ningún sentido sin él.




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