Doris Lessing
(Kermanshah, Irán, 1919 - Londres, Inglaterra, 2013)
Hambre (1953)
(“Hunger”)
Five Short Novels
(Londres: Michael Joseph, 1953, 352 págs.), págs. 239-352;
African Stories
(Londres: Michael Joseph, 1964, 494 págs.);
(Nueva York: Simon and Schuster, 1965, 636 págs.)
Dentro de la choza todo está oscuro y hace
mucho frío. Sin embargo, alrededor de la forma alargada que traza el portal,
donde pende una tela para asegurar la debida decencia, se ve un difuso brillo
amarillento y por los agujeros de la tela se cuelan dedos de calor, que empujan
suavemente las piernas de Jabavu y se las toquetean.
—¡Ugh! —murmura.
Aparta los pies y patalea para cubrirse del
todo con la manta. Debajo de Jabavu hay una esterilla de junco y, al entrar en
contacto con su frialdad, se aparta y gruñe entre sueños. De nuevo asoman las
piernas, de nuevo lo toquetean esos dedos calurosos y lo invade un rabioso
rencor. Se aferra al sueño, como si algún ladrón intentara robárselo; se
envuelve en el sueño como si fuera una manta empeñada en resbalar; nunca ha
querido, ni querrá jamás nada tanto como quiere ahora dormir. Se abalanza con
codicia hacia el sueño, como lo haría en una noche de frío hacia una bebida
caliente. Se lo bebe, lo traga y se sumerge contento en el olvido, pero las
palabras se cuelan en el sueño, como piedras en el agua espesa:
—¡Ugh! —murmura de nuevo Jabavu.
Permanece quieto como un conejo muerto. Sin
embargo, las palabras siguen filtrándose en sus oídos y, aunque se ha jurado a
sí mismo no moverse, no sentarse y aferrarse a ese sueño que intentan robarle,
termina por sentarse y su rostro parece hosco y mal dispuesto.
Al otro lado de las cenizas apagadas del
fuego que hay en medio del suelo de barro, su hermano Pavu también se
incorpora. También él tiene aspecto hosco. Esconde la cara y pestañea
lentamente mientras se pone en pie, alzando consigo la manta. Pero permanece
respetuosamente en silencio mientras su madre lo regaña.
—Niños, vuestro padre lleva tanto rato
esperando que ya le habría dado tiempo a pasar la azada por todo el campo.
Lo dice con la intención de recordarles sus
deberes, de reintroducir en sus mentes lo que éstas han dejado escapar: que ya
los había despertado antes su padre, apoyando una mano en silencio primero en
el hombro de un hijo, luego en el otro.
Pavu dobla su manta con cara de culpa, la
deja sobre un montón de tierra a un lado de la choza y se queda de pie
esperando a Jabavu.
Pero Jabavu está apoyado en un codo, junto al
manchón ceniciento del fuego de la noche anterior, y dice a su malhumorada
madre:
—Mamá, sueltas más palabras que granos de
polvo lleva el viento.
Pavu está asombrado. A él nunca se le
ocurriría dirigirse a sus padres de un modo que no fuera respetuoso. Al mismo
tiempo, no puede decirse que esté verdaderamente asombrado, pues quien habla es
Jabavu, el Bocazas. Y si bien es cierto que sus padres afirman apenados que en
sus tiempos ningún hijo se hubiera atrevido a hablar así a sus padres, no lo es
menos que hoy en día son muchos los hijos que hablan así... ¿Cómo puede
sorprenderlos algo que ocurre cada día?
Jabavu interrumpe el agudo torbellino de
palabras con que su madre se disponía a contestarle:
—Ah, mamá, cállate.
Dice “cállate” en inglés. Ahora sí que se
sorprende Pavu, todo él se sorprende, no sólo la parte de su cerebro que rinde
tributo a los viejos hábitos de comportamiento. Se dirige con rapidez a Jabavu:
—Ya basta. Papá nos espera.
Le da tanta vergüenza que levanta la tela de
la puerta y sale de la choza, pestañeando por la luz del día. El sol brilla con
un pálido oro y en seguida levanta el calor. Pavu mueve sus rígidas
extremidades como si el aire fuera agua caliente, y luego se planta junto a su
padre.
—Buenos días, padre —le dice.
El anciano lo saluda:
—Buenos días, hijo mío.
El anciano lleva una manta marrón con rayas
rojas plegada al hombro y sostenida con un imperdible grande de acero. Lleva un
azadón para el campo y la lanza de sus antepasados para matar algún conejo, o
una gacela, si se terciara. El chico no tiene manta. Lleva una camiseta lleno
de agujeros y encajada bajo un taparrabos. También tiene un azadón.
Llegan voces del interior de la choza. La
madre sigue regañando. Se oye un chirrido y algún golpe de madera: está
agachada para retirar la ceniza y preparar un fuego nuevo. Es como si pudieran
verla acuclillada insuflando vida al fuego del nuevo día. También es como si
pudieran ver a Jabavu tumbado en su esterilla, con el rostro vuelto para darle
la espalda a su madre mientras ésta lo regaña.
Se miran avergonzados; luego desvían la
mirada hacia las chozas de la aldea de nativos; ven desaparecer entre los
árboles un grupo de amigos y parientes de las demás chozas. Los otros hombres
van ya de camino al campo. Son casi las seis de la mañana. Pavu y su padre,
evitando mirarse por la vergüenza que sienten, echan a andar tras ellos. Jabavu
ya irá por su cuenta; si es que va.
En otros tiempos, los hombres de aquella
choza eran los primeros en llegar al campo, un campo arado, sembrado y
cosechado antes que ningún otro. Ahora son los últimos por culpa de Jabavu, que
trabaja o deja de hacerlo según sus apetencias.
Dentro de la choza su madre se arrodilla
junto al fuego y mira cómo crece el brillo de la llama entre el hueco de sus
manos. El calor la anima, derrite su amargura.
—Venga, Bocazas, levántate ya —dice con un
tierno reproche—. ¿Te vas a quedar tumbado todo el día mientras tu hermano y tu
padre trabajan?
Alza el rostro, lista para perdonar a su hijo
malo con una sonrisa. Pero Jabavu abandona la manta de un salto, como si
hubiera encontrado una serpiente, y ruge:
—Me llamo Jabavu, no Bocazas. Me quitas hasta
mi nombre, lo único que es mío.
Se queda tieso, acusador, con los ojos
temblorosos de desdichada rabia. Y su madre aparta la mirada lentamente, como
si se sintiera culpable.
La verdad es que es extraño, porque Jabavu
reacciona mal cientos de veces, mientras que ella siempre ha sido una madre
correcta y una buena esposa. Sin embargo, en ese momento, entre ellos dos,
madre e hijo, es como si ella se hubiera portado mal y él la acusara con
justicia. Pronto su cuerpo abandona la rigidez y la rabia y se apoya perezoso
en la pared, mirándola; y ella se vuelve hacia el estante de barro, de forma
curva, en busca de una cacerola. Jabavu la mira con atención. He ahí un nuevo
pensamiento, una necesidad nueva: ¿qué clase de utensilio sacará? Cuando ve lo
que es, suelta un tembloroso suspiro de alivio; su madre lo oye, se sorprende y
se maravilla. No ha sacado el cacharro del porridge matinal, sino el barril de
petróleo donde calienta el agua para lavarse.
El padre y Pavu, y todos los hombres del
pueblo, se lavarán cuando vuelvan del campo para comer, o tal vez lo hagan en
el río que hay cerca de donde trabajan. Pero todo el cuerpo de Jabavu, cada
átomo de su cerebro y de su cuerpo, está concentrado en la necesidad de que su
madre le preste servicio: que caliente agua especialmente para que él pueda
lavarse ahora mismo. En cambio, en otras ocasiones Jabavu descuida su limpieza.
La madre coloca el bote sobre las piedras,
sobre las llamas rojas y rugientes y, casi de inmediato, se alza una voluta de
vapor azulado por encima del agua agitada. Oye a Jabavu suspirar de nuevo. Ella
mantiene la cabeza gacha, pensativa. Piensa que es como si algún animal
hambriento viviera dentro de Jabavu, su hijo, mirara por sus ojos y hablara por
su boca. Quiere a Jabavu. Lo considera valiente, cariñoso, listo, fuerte y
respetuoso. Cree que es todo eso, que el animal feroz que ha instalado su
guarida dentro de él no es su hijo. Y sin embargo su marido, los otros niños y,
desde luego, todo el pueblo, lo llaman Jabavu el Bocazas, Jabavu el codicioso,
el fanfarrón, el mal hijo, el que sin duda se escapará un día a la ciudad de
los blancos y se convertirá en un matsotsi, un joven delincuente. Sí, eso
dicen, y ella lo sabe. Incluso a veces ella misma lo dice también. Sin embargo...
Hace quince años hubo un año de hambrunas. No era una hambruna como la de otros
países, de los que esta mujer nunca ha oído hablar, como China, tal vez, o
India. Fue una estación de sequía y murió gente y muchos pasaron hambre.
El año anterior a la sequía habían vendido su
grano como siempre a la tienda africana y habían conservado lo suficiente para
su propio consumo. Les pagaron un precio que era justo para ese año. El hombre
blanco de la tienda, un griego, almacenó el grano, como era costumbre, para
volvérselo a vender a los mismos nativos cuando se quedaban sin, como solía
ocurrir: eran una pandilla de descuidados, siempre dispuestos a vender más de
lo necesario para disfrutar del brillo de aquellos chelines que les permitían
comprar gorras, pulseritas, telas. Y ese año cambiaron los precios en los
grandes mercados de América y Europa. El griego vendió todo el maíz que tenía a
las tiendas grandes de la ciudad y envió a sus hombres a los poblados de los
nativos, a persuadirlos para que vendieran todo lo que tenían. Ofreció un
poquito más de lo que estaban acostumbrados a cobrar. Compraba por la mitad de
lo que le pagaban luego en la ciudad. Y todo habría salido bien si no llega a
ser por la estación de sequía. Porque el maíz se marchitó en los campos y las
mazorcas se esforzaban por madurar pero seguían pequeñas como puños. El pánico
invadió los pueblos y la gente arrolló la tienda del griego y todas las otras
tiendas africanas del país. El griego dijo que sí, que tenía maíz, él siempre
tenía maíz, pero a un precio distinto, por supuesto, marcado por el gobierno.
Y, también por supuesto, la gente no tenía suficiente dinero para comprar aquel
maíz tan repentinamente caro.
Así que en los pueblos hubo un año de hambre.
Durante esa época la hermana mayor de Jabavu, que tenía tres años, se acercaba
juguetona a los pechos de su madre y se encontraba con que la apartaban a
bofetadas, como si fuera un cachorro molesto. La madre estaba aún alimentando a
Jabavu, que siempre había sido un crío hambriento y exigente, y ya tenía otro
hijo de un mes. El invierno fue frío y polvoriento. Los hombres salían a cazar
en busca de liebres y gacelas, las mujeres rebuscaban todo el día entre los
matorrales para encontrar vegetales y raíces y apenas había grano para el porridge.
El polvo cubría los pueblos, colgado en sombrías nubes del aire, se metía en
las chozas y en las fosas nasales de la gente. La niña se murió; dijeron que
había tragado demasiado polvo. Y los pechos de la madre colgaban vacíos y
cuando Jabavu le tironeaba del vestido ella lo alejaba a bofetadas. Se moría de
pena por la muerte de la cría, y también de miedo por su bebé. Porque ya
escaseaban las liebres y las gacelas, perseguidas sin piedad, y no se puede
vivir sólo de hierbas y raíces. Pero Jabavu no soltó los pechos de su madre tan
fácilmente. Por la noche, cuando ella se tumbaba en su esterilla, con el nuevo
bebé a su lado, Jabavu se abría camino a empujones para llegar a su leche y
ella se despertaba, asustada, y decía:
—Eh, qué fuerte es este hijo mío.
Pese a que sólo tenía un año, ella necesitaba
recurrir a todas sus fuerzas para apartarlo. En la oscuridad de la choza, su
marido se despertaba, asía a Jabavu, que no dejaba de llorar y patalear, y lo
alzaba para apartarlo de la madre y del bebé. El bebé murió, pero para entonces
Jabavu ya se había amargado y luchaba como una cría de leopardo para hacerse
con cualquier pedazo de comida. Era un pequeño esqueleto, con la piel marrón
holgada y unos ojos enormes, desesperados, que escudriñaban la oscuridad en
busca de algún copo maíz caído, o un resto de vegetal amargo.
En eso piensa la madre mientras se agacha y
contempla las volutas de vapor que se alzan desde el agua. Para ella Jabavu es
tres niños a la vez, aún lo quiere con toda la pasión desconsolada de aquel año
terrible. Piensa: fue entonces, cuando era tan pequeño, cuando apareció el
Bocazas. Sí, ya entonces la gente lo llamaba Bocazas. Sí, la culpa de que
Jabavu sea como es la tiene la Larga Hambruna.
Pero por mucho que lo disculpe de ese modo,
no puede evitar el recuerdo de cómo era de recién nacido. Las demás mujeres se
reían cuando lo veían mamar. “Ese ha nacido con hambre —le decían—. Será grande
de mayor.” Porque era un crío tan grande, y mamaba con tal ferocidad y siempre
lloraba para pedir comida... Y de nuevo lo disculpa con cariño: si no llega a
ser así, si no hubiera alimentado sus fuerzas desde que nació, habría muerto
como los otros. Al pensar eso alza la mirada, llena de amor y de orgullo, pero
en seguida la vuelve a bajar. Porque sabe que a un muchacho grande como Jabavu,
que ya casi tiene diecisiete años, le molesta que su madre lo mire así,
acordándose de cómo era de pequeño. Jabavu sólo sabe cómo es ahora, e incluso
eso lo tiene muy confundido. Sigue apoyado en la pared de adobe. No mira a su
padre, sino al agua que está calentando para él. En su interior hay toda una
tormenta de rabia, amor, dolor y resentimiento: siente tantas cosas, y todas a
la vez, como si se le hubiera metido por dentro un viento diabólico. Sabe de
sobras que no se está portando bien, pero no puede portarse de otro modo; sabe
que entre los suyos es como un toro negro en un rebaño de cabras, y sin embargo
ha nacido de ellos; sólo quiere la ciudad de los blancos, pero no sabe nada de
ella, aparte de lo que le cuentan los viajeros. Y de repente llega un
pensamiento a su mente: si me voy a la ciudad de los blancos mi madre se morirá
de pena.
Ahora mira a su madre. No la ve joven, vieja,
hermosa o fea. Es su madre, que llegó a su padre con la debida dote, tras el
debido pago de cierta cantidad de cabezas de ganado. Ha parido cinco hijos,
tres de los cuales siguen vivos. Es buena cocinera y respetuosa con su marido.
Es una madre como debe ser, según las viejas ideas. Jabavu no desprecia esas
ideas: simplemente, no están hechas para él. No hace falta despreciar aquello
de lo que ya te has liberado. La mujer de Jabavu no será como su madre: no sabe
por qué, pero lo sabe.
De hecho, según sus propias ideas nuevas, su
madre aún no tiene treinta y cinco años, es una mujer joven que todavía estaría
guapa con un vestido como los que llevan las de la ciudad. En cambio ella lleva
una tela de algodón azul, atada sobre el pecho para dejar libres los hombros, y
una falda azul de algodón recogida para que el calor no le abrase las piernas. Ella
nunca se ha visto a sí misma como vieja, joven, moderna o anticuada. Sin
embargo, también ella sabe que la mujer de Jabavu será distinta y piensa en esa
mujer desconocida con una curiosidad respetuosa pero temerosa al mismo tiempo.
Piensa: quizá si este hijo mío encuentra una mujer como él dejará de portarse
como un toro salvaje entre bueyes domesticados. Ese pensamiento la reconforta;
deja que caiga suelta la falda, se aparta del calor abrasador y retira el
depósito de las llamas.
—Ya puedes lavarte, hijo mío —le dice.
Jabavu agarra el depósito como si se le fuera
a escapar y se lo lleva afuera. Luego se detiene y lo baja lentamente. Con
amargura, como si le avergonzara este nuevo impulso, vuelve a entrar en la
choza, coge la manta, que sigue donde la dejó, la pliega y la deja en el
estante de barro. Luego enrolla su esterilla de junco, la deja junto a la pared
y enrolla y recoge también la de su hermano. Echa un vistazo a su madre, que lo
mira en silencio, ve sus ojos suaves y compasivos... pero no lo puede aguantar.
Lo invade la rabia; sale.
Ella está pensando: ¿lo ves? Este es mi hijo.
Con qué orden y rapidez recoge la estera y la deja junto a la pared. Qué poco
le cuesta levantar el depósito de agua. Qué fuerte es, y qué amable. Sí, piensa
en mí y vuelve para recoger la choza y se avergüenza de su rudeza.
Así va rumiando, diciéndose una y otra vez lo
amable que es su Jabavu, aunque sabe que no es cierto, y que sobre todo no es
amable consigo mismo; sabe que cuando se deja llevar por un impulso gentil como
el que acaba de tener, Jabavu lo interpreta como si hubiera hecho una obra
mala, en vez de buena. Sabe que si se lo agradece le contestará con un grito.
Mira por la puerta abierta y ve a su hijo, fuerte y poderoso, su piel de bronce
brillante de salud bajo el sol nuevo de la mañana. Pero su cara está tensa de
rabia y rencor. Se da la vuelta para no verla.
Jabavu lleva el depósito de agua a la sombra
de un árbol grande, se desnuda el torso y se empieza a lavar. La reconfortante
agua caliente fluye por su cuerpo; le gusta el cosquilleo del jabón fuerte.
Jabavu fue el primero de todo el pueblo en usar el jabón de los blancos.
Piensa: “Yo, Jabavu, me lavo con agua limpia y caliente y con buen jabón. Ni
siquiera mi padre se lava al despertarse...”.
Ve pasar a unas mujeres y finge no haberlas
visto. Sabe lo que están pensando, pero se dice: estúpidas aldeanas, no saben
nada. Yo sé que Jabavu es como un blanco, que se lava nada más despertarse.
Las mujeres pasan despacio y llevan la pena
en la cara. Miran hacia la choza donde se arrodilla su madre para cocinar y
menean la cabeza y hablan de la compasión que les provoca esa pobre mujer, su
amiga y hermana, que ha criado semejante hijo. Pero en sus voces hay otro
rastro de emoción y Jabavu lo sabe, aunque no puede hablar con ellas. ¿Envidia?
¿Admiración? Nada de eso. Pero no es la primera vez que en un pueblo se cría un
muchacho como Jabavu. Y esas mujeres saben de sobras que para entender su
comportamiento basta con pensar en el mundo de los blancos. Los blancos han
traído muchas cosas buenas y malas, cosas dignas de admiración y de temor, y es
difícil distinguir unas de otras. Sin embargo, cuando un avión los sobrevuela
como un escarabajo brillante por el aire, y cuando los grandes coches pasan por
el sendero hacia el norte, también piensan en Jabavu y en los jóvenes como él.
Jabavu ha terminado de lavarse. Se queda bajo
el árbol, de espaldas a las chozas del pueblo, casi desnudo, tapando con la
palma de la mano lo que nadie debe ver. Las manchas amarillas del sol tiemblan
y se balancean en su piel. Siente la calidez móvil y se pone a cantar de
placer. Luego, un pensamiento desagradable interrumpe el canto: no tiene para
ponerse más que el taparrabos propio de los aldeanos. Tiene unos viejos
pantalones cortos que ya le quedaban pequeños hace años. Eran del hijo del
griego de la tienda cuando tenía diez años.
Jabavu coge los pantalones de una rama del
árbol e intenta subírselos hasta la cadera. No pasan. De pronto se rajan por
detrás. Se da la vuelta con cuidado para ver si la raja es muy grande. Le asoma
una nalga bajo la tela. Frunce el ceño, coge una aguja grande de las que se
usan para coser los sacos de grano, lo cose con grandes puntadas de fibra
arrancada de debajo de la corteza del árbol y va trazando una red de fibra por
el trasero. Lo hace sin quitarse los pantalones: sigue de pie, retorcido,
sosteniendo la aguja con una mano y los bordes de la tela rasgada con la otra.
Al fin termina. Los pantalones le cubren con decencia. Son viejos, le aprietan
tanto como la corteza de un árbol aprieta la madera blanca, pero al menos son
pantalones, no un taparrabos.
Luego clava con cuidado la aguja en la
corteza, enrolla el taparrabos en una rama y coge un peine que tiene atado a
unas hojas. Se arrodilla ante un trozo minúsculo de espejo que encontró en un
montón de desperdicios detrás de la tienda del griego y se peina la espesa
cabellera. Pasa el peine hasta que se le cansa el brazo, pero al menos ha
conseguido que se le vea la raya hasta el cuero cabelludo. Se encaja el peine
con desenvoltura en el cogote, como si fuera la cresta de un buen gallo, y se
mira con alegría al espejo. Ahora va peinado como si fuera blanco.
Levanta el depósito y deja caer el agua en un
chorro fino y brillante sobre los matorrales, contemplándola gotear como una
ducha reluciente. Una gallina vieja, que pretendía refugiarse del calor, echa a
correr cacareando. Jabavu suelta una carcajada al ver a la gallina vieja
aleteando. Luego tira el depósito a los matorrales. Es nuevo y brilla entre las
hojas. Lo mira, mientras lo invade un impulso; ese mismo impulso que tanto le
duele siempre, que lo deja aturdido y confundido. Está pensando que su madre,
quien pagó un chelín por el depósito en la tienda del griego, no lo va a
encontrar. Sigilosamente, como si hiciera una maldad, levanta el depósito, lo
lleva hasta la puerta de la choza y, estirando la mano con cuidado hacia la
apertura, lo deja dentro. Su madre, que está echando carne al agua para el
porridge, no se da la vuelta. Sin embargo, Jabavu sabe que ella sabe lo que
hace. Espera que se dé la vuelta: si lo hace y le da las gracias, le gritará;
ya siente la rabia como un puño en la garganta. Y cuando su madre no se da la
vuelta siente aún más rabia, una negrura ardiente le atraviesa los ojos. No
puede soportar que nadie, ni siquiera su madre, entienda por qué se arrastra
como un ladrón para hacer una buena obra. Regresa con aire arrogante a la
sombra del árbol, murmurando: “Soy Jabavu, soy Jabavu”. Como si con eso
respondiera a cualquier mirada de tristeza, alguna palabra de reproche o un
silencio comprensivo.
Se pone en cuclillas bajo el árbol, pero con
mucho cuidado para que no se le desarme por completo el pantalón. Mira hacia el
pueblo. Es un poblado de nativos, como los que se ven por todas partes en África,
un informal arreglo de chozas redondas con tejados cónicos de hierba. Hay
algunas cuadradas, influenciadas por las viviendas angulosas de los blancos.
Jabavu piensa: “Esto es mi pueblo”. De inmediato sus pensamientos lo abandonan
y se van a la ciudad de los blancos. Jabavu lo sabe todo de esa ciudad, aunque
nunca ha estado en ella. Cuando alguien vuelve de allí, o cuando pasa alguien
por su pueblo, Jabavu corre para escuchar los cuentos de esa vida maravillosa,
la aventura, la excitación. Tiene una imagen del lugar muy clara en su mente.
Sabe que las casas de los blancos siempre son de ladrillos, no de barro. Ha
visto casas así. El griego de la tienda tiene una casa de ladrillos, dos
habitaciones bonitas con sillas y mesas y camas con patas para no tocar el
suelo. Jabavu sabe que la ciudad de los blancos estará llena de casas así,
muchas, muchas casas, tal vez tantas como para llegar desde donde está sentado
hasta la carretera grande que va hacia el norte, a más de medio kilómetro. Se
le ilumina la mente de asombro y excitación al imaginársela y luego mira al
pueblo con impaciente insatisfacción. El pueblo es para los viejos, para ellos
está bien. Y Jabavu no recuerda haber sentido en ningún momento algo distinto
de lo que siente ahora; como si hubiera nacido con la conciencia de que ese
pueblo pertenece a su pasado, no a su futuro. Además, nació con el anhelo por
el momento en que podría abandonar el pueblo. Un hambre de ciudad lo corroe.
¿Qué es esa hambre? Jabavu no lo sabe. Es tan fuerte que le habla una voz al
oído, quiero, quiero, como si sus dedos lo atenazaran al moverse. Queremos,
como si cada fibra de su cuerpo cantara y gritara, quiero, quiero, quiero.
Lo quiere todo y no quiere nada. No se dice a
sí mismo: quiero un coche, un avión, una casa. Jabavu es inteligente y sabe que
los negros no poseen esas cosas. Pero quiere estar cerca de ellas, verlas,
tocarlas, tal vez estar a su servicio. Cuando piensa en la ciudad de los
blancos ve algo hermoso, de ricos colores, extraño. Para él la ciudad de los
blancos es el arco iris, o una agradable y cálida mañana, o una clara noche de
baile. Y esa vida excitante lo espera a él, a Jabavu, que nació para eso. Se
imagina un lugar de luz, calidez y risas, gente que dice: “¡Eh! ¡Ahí va nuestro
amigo Jabavu! ¡Ven, Jabavu, siéntate con nosotros!”.
Eso es lo que quiere oír. No quiere oír más
las voces apenadas de los ancianos: el Bocazas, mira al Bocazas, ya está el
Bocazas otra vez con sus palabras.
Su deseo es tan fuerte que le duele el cuerpo
de tanto anhelar. Empieza a soñar despierto. Ese es su sueño, y se le escapa,
medio avergonzado, por la mente. Se ve a sí mismo caminando hacia la ciudad,
entra en ella y un policía negro le dice:
—Hombre, Jabavu, ahí estas. Soy de tu pueblo,
¿te acuerdas de mí?
—Amigo —contesta Jabavu—, nuestros hermanos
me hablaron de ti. Me han dicho que ahora eres hijo del gobierno.
—Si Jabavu, ahora trabajo para el gobierno.
Mira, tengo un bonito uniforme, un lugar donde dormir y amigos. Tanto los
blancos como los negros me respetan. Te puedo ayudar.
El hijo del gobierno se lleva a Jabavu a su
habitación y le da de comer: tal vez pan, pan blanco, como el que comen los
blancos, y té con leche. Jabavu ha oído hablar de esas cosas a los que vuelven
al pueblo. Luego el hijo del gobierno lleva a Jabavu al hombre blanco para el
que trabaja.
—Éste es Jabavu —le dice—, mi amigo del
pueblo.
—Así que Jabavu —contesta el blanco—. He oído
hablar de ti, hijo. Pero nadie me había dicho que fueras tan fuerte y tan
listo. Tienes que ponerte este uniforme y convertirte en hijo del gobierno.
Jabavu ha visto a esos policías porque una
vez al año pasan por los pueblos a recaudar impuestos. Hombres grandes,
importantes, negros uniformados. Jabavu se ve a sí mismo con ese uniforme y el
anhelo brilla en sus ojos. Se ve caminando por la ciudad de los blancos. Sí,
baas; no, baas. Y es muy amable con su gente. Ellos dicen: “Sí, es nuestro
Jabavu, el del pueblo, ¿te acuerdas? Es un buen hermano, nos ayuda...”.
El sueño de Jabavu ha volado tan fuerte que
se desploma, y al despertarse pestañea. Porque ha oído cosas de la ciudad que
le dicen que su sueño es una tontería. No es tan fácil convertirse en policía e
hijo del gobierno. Hay que ser listo de verdad. Jabavu se levanta y se acerca a
una piedra grande y lisa, echando antes un vistazo alrededor por si alguien lo
está mirando. Levanta la piedra, saca de debajo un rollo de papel, la suelta y
se sienta encima. Ha guardado ese papel de algunos paquetes de compras de la
tienda del griego. Algunos están impresos, otros tienen imágenes pequeñas de
colores, muchas juntas, como para contar una historia. Las hojas grandes con
fotos son lo que más le gusta.
A Jabavu le han enseñado a leer. Estira las
hojas en el suelo y se inclina hacia ellas, formando las palabras con los
labios. La primera imagen es de un gran hombre blanco montado en un gran
caballo negro con un arma grande que escupe fuego rojo. “Bang”, rezan las
letras que hay encima. “Bang —pronuncia Jabavu lentamente—. B-a-n-g.” Es la primera palabra que aprendió.
En la segunda imagen se ve a una hermosa chica blanca con el vestido caído en
un hombro y la boca abierta: “¡Socorro!”, dicen las letras. “Socorro —dice
Jabavu—. Socorro, socorro.” Pasa a la siguiente. Ahora el gran hombre blanco ha
cogido a la chica por la cintura y la levanta hacia el caballo. Algunos blancos
malvados con grandes sombreros negros apuntan con sus armas a la chica y al
blanco bueno. “Abrázame, cariño”, dicen las letras. Jabavu repite esas
palabras. Avanza lentamente hacia el pie de la página. Se sabe de memoria la
historia y le encanta. En cambio, la de la página siguiente no es tan fácil.
Trata de unos hombres amarillos con caras pequeñas y retorcidas. Son malos. Hay
otro hombre blanco que es bueno y lleva un látigo. Lo que inquieta a Jabavu es
el látigo, porque lo conoce; una vez el griego de la tienda le soltó un
latigazo por descarado. Las letras dicen: “Grrr, chinos, así aprenderéis”. El
blanco ataca a los hombrecitos amarillos con el látigo y Jabavu no siente más
que confusión y desánimo. Porque en la primera historia él es el hombre blanco
que rescata a la chica guapa de los malos. Pero en la segunda no puede ser el
blanco por culpa del látigo. Jabavu ha pasado muchas, muchas horas dándole
vueltas a esa historia, y sobre todo a las palabras que dicen: “Sois como
serpientes amarillas...”. La cola del látigo traza una curva en el dibujo y
durante mucho tiempo Jabavu creyó que la palabra “serpiente” se refería a eso.
Luego se dio cuenta de que las serpientes eran los hombres amarillos... Al
final, como ha hecho tantas otras veces, pasa la página, renuncia a esa
historia tan difícil y empieza otra.
Jabavu no sólo recuerda las historias de los
dibujos, sino también algún texto simple. En el montón de desperdicios que hay
fuera de la tienda del griego, una vez encontró un alfabeto de un niño o, mejor
dicho, medio alfabeto. Le costó mucho tiempo entender que sólo era medio. Solía
sentarse y pasar hora tras hora encajando las letras de su alfabeto en palabras
como “¡Bang!”. Y luego en otras palabras inglesas que ya conocía por las
penosas y admiradas historias que se contaban de los blancos. Negro, blanco,
color, nativo, kaffir, maíz, olor, malo, sucio, estúpido, trabajo. Esas eran
algunas de las palabras que había aprendido a pronunciar antes de poder leerlas.
Al cabo de mucho tiempo completó él solo el alfabeto. Mucho tiempo: le llevó
más de un año de sentarse bajo aquel árbol a pensar y pensar mientras la gente
del pueblo se reía y lo llamaba perezoso. Aún más adelante intentó leer el
texto sin los dibujos. Le costaba tanto que era como si no hubiera aprendido
nada. Pasaron los meses. Despacio, muy despacio, la hoja de letras negras
adquirió significado. Jabavu no olvidará mientras viva el día en que completó
una frase por primera vez. Era la siguiente: “El africano debe comer también
legumbres y verduras además de carne y frutos secos para mantener la salud”.
Cuando entendió esa frase larga y difícil rodó por el suelo orgulloso, se rió y
dijo: “Los blancos dicen que hemos de comer siempre eso. Es lo que comeré yo
cuando me vaya a la ciudad de los blancos”.
Hay algunas palabras que no consigue entender
por mucho que se esfuerce. “Cualquier persona que contravenga algunas de las
provisiones de la normativa (que contiene cincuenta cláusulas) será multada con
25 libras o con tres meses de prisión”. Jabavu ha dedicado muchas horas a esa
frase y sigue sin significar nada para él. Una vez caminó ocho kilómetros hasta
el pueblo más cercano para preguntarle lo que significaba a un sabio que sabía
inglés. El tampoco la entendió. Pero enseñó mucho inglés a Jabavu. Ahora lo
habla bastante bien. Y ha señalado todas las palabras difíciles del periódico
con un trozo de carboncillo y cuando conozca a alguien capaz de explicarle lo
que significan se lo preguntará. ¿Tal vez cuando regrese algún viajero de
visitar la ciudad? Pero no esperan a nadie. Uno de los jóvenes, el hijo del
hermano del padre de Jabavu, tenía que haber vuelto ya, pero se fue a
Johannesburgo. Hace un año que no saben nada de él. En total, hay siete jóvenes
del pueblo que trabajan en la ciudad, y otros dos en las minas de
Johannesburgo. Cualquiera de ellos podría regresar la semana que viene, o tal
vez el año que viene... El hambre de Jabavu se agranda y murmura: “¿Cuándo iré?
¿Cuándo, cuándo, cuándo? Tengo dieciséis años, soy un hombre. Sé hablar inglés.
Puedo leer el periódico. Puedo entender las imágenes...”. Pero en ese momento
se acuerda de que no entiende todas las imágenes. Vuelve la página con
paciencia y busca la historia de los hombrecitos amarillos. ¿Qué habrán hecho
para que les den con el látigo? ¿Por qué unos son amarillos, otros blancos,
unos negros y otros broncíneos como él? ¿Por qué hay guerra en el país de los
hombrecitos amarillos? ¿Por qué los llaman serpientes y chinos? ¿Por qué, por
qué, por qué? Pero Jabavu no consigue concretar las preguntas que requieren
respuesta y la frustración alimenta su hambre. Tengo que ir a la ciudad de los
blancos, allí me enteraré, allí aprenderé.
Sin demasiado convencimiento, piensa: “¿Y si
me fuera solo?”. Pero la idea le asusta, no tiene suficiente valor. Se sienta
bajo el árbol, apático y desgarbado, trazando con la mano rastros en la tierra
mientras piensa: “A lo mejor viene alguien de la ciudad y me puedo ir con él. O
tal vez pueda convencer a Pavu para que venga conmigo”. Pero sólo de pensarlo
le da un vuelco el corazón: sin duda, su madre y su padre se morirían de pena
si se fueran los dos hijos a la vez. Porque su hermana se fue hace tres años
para trabajar de niñera en una granja a treinta kilómetros de distancia, o sea
que sólo la ven dos o tres veces al año, y apenas por un día.
Pero el hambre crece hasta el punto de
consumir la pena por sus padres, y entonces piensa: “Hablaré con Pavu. Lo
convenceré para que venga conmigo”.
Jabavu está sentado pensando debajo del árbol
cuando vuelven los hombres del campo, su padre y su hermano entre ellos. Al
verlos se levanta de golpe y se va a la choza. Ahora tiene hambre de comida, o
más bien se trata de que quiere llegar antes para que le sirvan el primero.
Su madre está echando algo de porridge blanco
en cada plato. Los platos son de barro, los ha hecho ella misma y los ha
decorado con figuras negras sobre el rojo del barro. Son bonitos, pero Jabavu
quiere platos metálicos, como los que ha visto en la tienda del griego. Las
cucharas son de latón y le da gusto tocarlas.
Después de echar porridge en los platos, la
madre alisa con mimo la superficie con el reverso de la cuchara, para que quede
bonito y brillante. Ha hecho un guiso de raíces y hojas del monte, y echa un
poco por encima de cada montón. Deja los platos en el suelo, sobre una
esterilla. Jabavu empieza a comer. Ella lo mira. Quisiera preguntarle: “¿Por
qué no esperas a que empiece tu padre, como debe ser?”. No lo dice. Al entrar,
el padre y el hermano dejan las azadas y la lanza apoyadas en la pared. Luego
el padre mira a Jabavu, que come en un silencio desagradable, con la mirada
baja, y le dice:
—El que está demasiado cansado para trabajar
está demasiado cansado para comer.
Jabavu no contesta. Casi se ha terminado el
porridge. Está pensando que queda suficiente para comerse otro plato lleno. Le
consume el ansia de comer y comer hasta que le pese el estómago. Se traga a
toda prisa los dos últimos bocados y empuja el plato hacia su madre. Ella no se
lo rellena de inmediato y a Jabavu le renace la rabia, pero sin darle tiempo a
que salgan las palabras burbujeando por su boca; su padre, que se ha dado
cuenta, empieza a hablar. Jabavu deja caer las manos y se sienta a escuchar.
El viejo está cansado y habla despacio. Ya le
ha dicho todo eso antes. La familia escucha, pero no escucha. Lo que dice ya
existe, como las palabras sobre un papel que se puede leer o no, escuchar o no.
—¿Qué le pasa a nuestra gente? —pregunta,
apenado—. Antes, en nuestros poblados había paz, había orden. Cada uno sabía lo
que debía hacer y cómo debía hacerlo. El sol salía y se ponía, la luna
cambiaba, llegaba la estación seca, luego las lluvias, nacía un hombre, vivía y
se moría. Entonces sabíamos lo que estaba bien y lo que estaba mal.
Su esposa, la madre, piensa: “Anhela tanto
los viejos tiempos, en los que lo entendía todo, que ha olvidado cómo se
acosaban las tribus, ha olvidado que en esta parte del país vivíamos aterrados
por culpa de las tribus del sur. Hemos pasado media vida como los conejos de
las colinas y a las mujeres nos llevaban como si fuéramos ganado para
convertirnos en esposas de los hombres de otras tribus”. No dice nada de lo que
piensa. Sólo:
—Sí, sí, marido mío, eso es verdad.
Saca más porridge de la olla y se lo pone en
el plato, aunque él apenas ha tocado la comida. Jabavu lo ve; tensa los
músculos y en su mirada, fija en la madre, hay hambre y resentimiento.
El viejo sigue hablando:
—Y ahora es como si hubiera caído una gran
tormenta entre los nuestros. Los hombres se van a las ciudades, a las minas y a
las granjas, aprenden cosas malas y cuando vuelven son extraños, no respetan a
los ancianos. Las jóvenes se vuelven prostitutas en las ciudades, se visten
como las blancas, aceptan a cualquier hombre como marido sin tener en cuenta
las leyes de las relaciones. Y el blanco nos usa de sirvientes, y no hay límite
para este tiempo de castigos.
Pavu se ha terminado el porridge. Mira a su
madre. Ella le sirve un poco más en el plato y le echa por encima la guarnición
de verduras. Entonces, después de servir a los hombres que trabajan, sirve al
que no trabaja. Le da a Jabavu lo que queda, que no es mucho, y rasca el resto
de guarnición. No lo mira. Conoce el dolor, el dolor infantil que lo abrasa por
que le ha servido el último. Y Jabavu no se lo come precisamente por eso. Su
estómago no lo quiere. Se queda sentado, amargado, y escucha a su padre. Lo que
dice el anciano es cierto, pero también hay muchas cosas que no dice, que no
puede decir jamás porque es viejo y pertenece al pasado. Jabavu mira a su
hermano, ve su cara prieta y concentrada y sabe que está pensando lo mismo que
él.
—¿Qué será de nosotros? Cuando miro al futuro
es como si viera una noche sin fin. Cuando oigo lo que cuentan de las ciudades
de los blancos mi corazón se oscurece como un valle en plena tormenta. Cuando
oigo cómo corrompen los blancos a nuestros hijos es como si se me llenara la
cabeza de agua enlodazada, no puedo pensar en eso, es demasiado difícil.
Jabavu mira a su hermano y mueve un poco la
cabeza. Pavu se disculpa educadamente ante su padre y su madre, y esa educación
deberá bastar por los dos, pues Jabavu no dice nada.
El hombre se tumba al sol en su estera para
descansar media hora antes de volver al campo. La madre recoge la olla y los
platos para lavarlos. Los jóvenes se van al árbol grande.
—Hemos tenido que trabajar mucho sin ti,
hermano —son las palabras de reproche que oye Jabavu.
Ya se las esperaba, pero frunce el ceño y
dice:
—Estaba pensando.
Quiere que su hermano le pregunte con interés
acerca de sus maravillosos e importantes pensamientos, pero Pavu sigue con lo
suyo:
—Aún falta medio campo y lo justo es que esta
tarde vengas a trabajar con nosotros.
Jabavu siente que un rencor extraordinario le
va creciendo por dentro, pero consigue acallarlo. Entiende que no es razonable
esperar que su hermano comprenda la importancia de los dibujos del papel, y de
las palabras impresas:
—He estado pensando en la ciudad de los
hombres blancos —dice.
Mira a su hermano con aires de importancia,
pero Pavu se limita a contestar:
—Sí, ya sabemos que pronto te llegará la hora
de abandonarnos.
A Jabavu le indigna que se hable de sus
secretos con esa naturalidad.
—Nadie ha dicho que me tenga que ir. Nuestro
padre y nuestra madre hablan todo el rato hasta que les duelen las mandíbulas
de tanto decir que los buenos hijos se quedan en el pueblo.
Entre risas y con amabilidad, Pavu contesta:
—Sí, hablan como ancianos, pero saben que a
los dos nos llegará el momento de irnos.
Primero, Jabavu frunce el ceño y mira a su hermano
fijamente; luego, exclama:
—¡Vendrás conmigo!
Pero Pavu baja la cabeza.
—¿Cómo quieres que vaya contigo? —dice, para
ganar tiempo—. Tú eres mayor, está bien que te vayas. Pero nuestro padre no
puede trabajar solo en el campo. Tal vez yo vaya más adelante.
—Hay otros padres que tienen hijos. Nuestro
padre habla de las costumbres, pero si una costumbre es algo que pasa siempre
resulta que ahora la costumbre es que los jóvenes abandonemos el pueblo y nos
vayamos a la ciudad.
Pavu duda. Tiene la cara arrugada de
sufrimiento. Quiere ir a la ciudad, pero le da miedo. Sabe que Jabavu se irá
pronto y si pudiera viajar con ese hermano, grande, fuerte y listo, no tendría
miedo.
Jabavu lo ve todo en su cara y de pronto se
pone nervioso, como si hubiera un ladrón por ahí. Se pregunta si su hermano
soñará y hará planes para ir a la ciudad de los blancos como él; al pensarlo,
estira los brazos en un gesto que sugiere que se está guardando algo. Siente
que su deseo es tan fuerte que no le basta nada menos que toda la ciudad del
hombre blanco para él, ni siquiera un resto para su hermano. Pero luego suelta
los brazos y dice con astucia:
—Nos iremos juntos. Nos ayudaremos
mutuamente. No vamos a estar solos en un sitio donde, según los viajeros, a los
extraños les pueden robar, o incluso matar. —Mira a Pavu, que parece como si
escuchara la voz de una amante—. Es bueno que los hermanos estén juntos. Un
hombre que viaja solo es como un hombre que va solo a cazar a una tierra
peligrosa. Y cuando nos vayamos nuestro padre no necesitará cultivar tanta
comida, porque ya no tendrá que llenar nuestras tripas. Y cuando se case
nuestra hermana tendrá su ganado y el dinero de la dote...
Habla y habla, intentando mantener la voz
suave y convincente, aunque se le eleva sola en las olas del apasionado deseo
que siente por todas esas cosas buenas de la ciudad. Intenta hablar como hablan
los hombres sensatos de las cosas serias, pero le tiemblan las manos y no
consigue dejar quietas las piernas.
Cuando el padre sale de la choza y mira hacia
ellos, él sigue pronunciando palabras y Pavu sigue escuchando. Los dos se
levantan y lo siguen hasta el campo. Jabavu va porque quiere ganarse a Pavu, no
por ninguna otra razón, y sigue hablándole con suavidad mientras caminan entre
los árboles.
En el monte hay dos terrenos agrestes. Allí
crecen los cereales y, entre ellos, las calabazas. Son plantas desgreñadas, dan
pocas calabazas. No hace mucho vino un hombre blanco en un coche de la ciudad y
se enfadó al ver esos campos. Dijo que los cultivaban como ignorantes y que en
otras partes del país los negros seguían los consejos de los blancos y en
consecuencia sus cosechas eran abundantes y provechosas. Dijo que el suelo era
pobre porque había demasiadas cabezas de ganado; pero no quisieron oírlo. En
los pueblos sabían de sobras que cuando los blancos les aconsejaban reducir el
ganado sólo era porque querían quedárselo ellos. El ganado significaba riqueza
y poder; había que ser de fuera para pensar que es mejor tener una vaca buena
que diez malas. Debido a ese malentendido acerca del ganado la gente de aquel
pueblo sospechaba de cualquier cosa que dijeran los hijos del gobierno, ya
fueran blancos o negros. La suspicacia es una carga terrible, como una nube
instalada en sus vidas. Y la llegada de cualquier viajero de la ciudad
incrementa esa suspicacia. Corren murmullos y rumores sobre nuevos líderes,
nuevos pensamientos, rabia nueva. La gente joven, como Jabavu, o incluso Pavu a
su manera, lo oyen como si no fuera tan terrible, pero a los mayores les da
miedo.
Cuando llegan los tres al campo que han de
arar, el anciano se burla del consejo que les dio el hombre de la ciudad; Pavu
se ríe con educación, Jabavu no dice nada. El hecho de que su padre insista en
las viejas formas de cultivar el campo forma parte de su impaciencia con la
vida del pueblo. Ha visto los nuevos modos en el pueblo que queda a ocho
kilómetros. Sabe que el hombre blanco tiene razón.
Trabaja junto a Pavu y murmura:
—Nuestro padre es estúpido. Este campo
produciría el doble si hiciéramos lo que nos dicen los hijos del gobierno.
Pavu contesta con amabilidad:
—Calla, que te va a oír. Déjalo que haga lo
que sabe. La vaca vieja sigue el sendero que aprendió cuando era ternera.
—Bah, cállate —murmura Jabavu, y acelera el
trabajo para estar solo.
¿Para que sirve llevarse un crío así a la
ciudad?, se pregunta, enfadado. Y sin embargo, debe hacerlo, porque tiene
miedo. Y se esfuerza por compensarlo, por llamar la atención de Pavu para que
puedan trabajar juntos. Pavu finge que no se da cuenta y trabaja en silencio
junto a su padre.
Jabavu pasa el azadón como si tuviera un
diablo dentro. Cuando se pone el sol, ha recorrido un tercio más de terreno que
los otros. En tono de aprobación, su padre le dice:
—Cuando te da por trabajar, hijo mío, lo
haces como si sólo comieras carne.
Pavu guarda silencio. Está enfadado con
Jabavu, pero también espera, con cierta ansiedad y cierto miedo al mismo
tiempo, el momento en que se reanude esa conversación, dulce y peligrosa a la
vez. Después de cenar los hermanos salen a la oscuridad y se pasean entre los
fuegos de los guisos mientras Jabavu habla sin cesar. Así siguen las cosas
durante mucho tiempo, pasan las semanas, luego un mes. Jabavu pierde la
paciencia y Pavu se amarga. Luego Jabavu vuelve con palabras amables y tranquilas.
A veces Pavu dice que sí. Luego vuelve a decir: “No, ¿cómo vamos a abandonar
los dos a nuestro padre?”. Y Jabavu, el Bocazas, sigue hablando, con la mirada
inquieta y brillante, el cuerpo tenso de tanto anhelo. En esa época los
hermanos pasan más tiempo juntos que en los últimos años. Se los ve de noche
bajo el árbol, caminando entre las chozas, sentados ante su puerta. Mucha gente
dice que Jabavu está convenciendo a su hermano para que se vaya con él.
Sin embargo, Jabavu no sabe que los demás se dan
cuenta de lo que está haciendo; sólo se ve a sí mismo y a Pavu.
Llega el día en que Pavu accede, pero sólo si
antes se lo dicen a sus padres; quiere que el suceso desagradable se suavice al
menos por el respeto a la obediencia. Jabavu no quiere ni oír hablar de eso.
¿Por qué? Él no lo sabe, pero le parece que su huida a la vida nueva no será
feliz si no es robada. Además, le da miedo que la pena de su padre debilite las
intenciones de Pavu. Discute; Pavu también. Luego se pelean. Durante una semana
entera se interpone entre ellos un feo silencio, roto tan sólo por intervalos
de palabras violentas. Y todo el pueblo dice: “Mira: Pavu, el hijo bueno, se
resiste al sermón de Jabavu, el Bocazas”. La única persona que no lo sabe es el
padre, y tal vez se deba a que no quiera enterarse de algo tan terrible.
Al séptimo día Jabavu se acerca a Pavu al
atardecer y le enseña un fardo que ha preparado. Dentro está su peine, sus
trozos de papeles con palabras e imágenes, un jabón.
—Me voy esta noche —le dice a Pavu.
—No me lo creo —contesta éste.
Sin embargo, se lo cree a medias. Jabavu es
muy atrevido y, si se va solo, tal vez Pavu no vuelva a tener otra oportunidad.
Pavu se sienta a la entrada de la choza y en su rostro se nota la agonía de la
duda. Jabavu se sienta a su lado y le dice:
—Ahora, hermano, tienes que decidirte ya
porque no puedo esperar más.
Entonces sale la madre y les dice:
—Bueno, hijos míos, ¿os vais a la ciudad?
Habla con tristeza y al oír el tono de su voz
el hermano menor sólo desea asegurarle que jamás se le ha pasado por la mente
la idea de abandonar la aldea. Pero Jabavu, enfadado, grita:
—Sí, sí, nos vamos. No podemos seguir
viviendo en esta aldea donde sólo hay niños, mujeres y viejos.
La madre mira hacia otra choza, donde el
padre está sentado junto al fuego con unos amigos. Sus sombras oscuras
contrastan con el fuego rojizo y las llamas se desparraman por la oscuridad. Es
una noche negra, buena para huir. La madre dice:
—Lo más seguro es que vuestro padre se muera.
Piensa: “No se morirá, igual que los demás
padres cuyos hijos se van a la ciudad”.
Jabavu grita:
—Así que nos hemos de quedar nosotros en esta
aldea hasta que nos muramos, por la estupidez de un hombre incapaz de ver en la
vida de los blancos nada que no sea malo.
Ella contesta en voz baja:
—No puedo evitar que os vayáis, hijos míos.
Pero si lo vais a hacer, idos ahora, porque ya no soporto veros peleando y
enfadados día sí, día también.
Y luego, como el dolor le atenaza la
garganta, coge a toda prisa una olla y se va con ella, fingiendo que necesita
agua para cocinar. Pero no llega más allá de la primera sombra espesa bajo el
árbol grande. Se queda allí de pie, mirando hacia las luces difusas y
temblorosas de los muchos fuegos y hacia las chozas, que desde allí se ven
negras y contrastadas, y hacia el brillo lejano de las estrellas. Está pensando
en su hija. Cuando se fue, la madre lloró tanto que creyó que iba a morir. Y en
cambio ahora está encantada de que se fuera. Trabaja para una señora blanca muy
amable que le da vestidos, y ella tiene la esperanza de que termine casándose
con el cocinero, que se gana bien la vida. La hija ha ido mucho más allá que la
madre y ésta sabe que si fuera más joven también se iría a la ciudad. Sin
embargo, tiene ganas de llorar de pura tristeza y soledad. No llora. Le duele
la garganta por las lágrimas que encierra.
Mira a sus dos hijos, que hablan rápido y en
voz baja, con las cabezas juntas. Jabavu dice:
—Venga, vamos. Si no nos vamos, nuestra madre
se lo dirá a nuestro padre y él nos lo impedirá.
Pavu se pone en pie lentamente. Dice:
—Ah, Jabavu, mi corazón está débil por este
asunto.
Jabavu sabe que es el momento de la decisión
final. Dice:
—Piénsatelo, nuestra madre sabe que nos vamos
y no está enfadada, y le podremos enviar dinero desde la ciudad para que la
vejez de nuestros padres sea más llevadera.
Pavu entra en la choza, descuelga del techo
su arpa de boca y saca su hachuela del estante de barro. Está listo. Se quedan
de pie en la choza, mirándose con miedo; Jabavu lleva sus pantalones rotos, desnudo
de cintura para arriba; Pavu va con taparrabos y una camiseta agujereada. Están
pensando que cuando lleguen a la ciudad serán objeto de burla. Todos las
historias que han oído sobre los matsotsi, que roban y matan, los cuentos de
hombres reclinados para las minas, las historias de las mujeres de la ciudad,
que no se parecen a ninguna mujer que hayan conocido... Todo eso se les acumula
en la mente y no se pueden mover. Entonces, Jabavu dice con desenvoltura:
—Venga, hermano. Así nunca emprenderemos el camino.
No miran hacia el árbol donde está su madre.
Pasan delante de los hombres balanceando los brazos al caminar. Entonces oyen
unos pasos rápidos. Su madre corre hacia ellos y les dice:
—Esperad, hijos míos. —Notan que les busca
las manos y les deposita en ellas algo duro y frío. Les ha dado un chelín a
cada uno—. Es para el viaje. Esperad...
Ahora les pone un paquete en las manos y
ellos saben que ha preparado algo de comida para el viaje y lo ha conservado
hasta ese momento.
El hermano menor vuelve el rostro, lleno de
vergüenza y pena. Luego abraza a su madre y echa a andar deprisa. Jabavu siente
gratitud primero y después resentimiento; una vez más, su madre lo ha entendido
demasiado bien y eso le molesta. Está clavado al suelo. Sabe que si dice una sola
palabra se echará a llorar como un crío. Con voz suave en medio de la oscuridad
su madre dice:
—No dejes que le pase nada a tu hermano. Eres
terco y valiente y podrías meterte en problemas que él evitaría.
Jabavu grita:
—Mi hermano es mi hermano, pero también es un
hombre.
Ella le lanza una mirada tierna desde la
oscuridad, y luego unas palabras de súplica:
—Y tu padre se morirá si no sabe nada de
vosotros. No tenéis que hacer como muchos otros hijos. Enviadnos algún mensaje
con el Comisario para los Nativos, así sabremos qué se ha hecho de vosotros.
Y Jabavu grita:
—El Comisario para los Nativos es cosa de
babuinos e ignorantes. Yo sé escribir, así que recibirás cartas mías dos...,
no, tres veces por semana.
Al oír esa exageración la madre suspira y
Jabavu, aunque no pretendía hacerlo, le coge una mano, la aprieta y luego la
aparta de un empujoncito, como si el deseo de estrecharla hubiera sido de la
madre, y no suyo. Después se aleja silbando entre las sombras de los árboles.
La madre se queda mirando hasta que ve a sus
hijos caminar juntos, luego espera un poco más, al fin se vuelve hacia la luz
de los fuegos gimiendo primero en voz baja y después, a medida que se fortalece
la pena, a gritos. Llora porque sus hijos han abandonado la aldea en busca de la
perversidad de la ciudad. Es por su marido, con quien pasará un duelo amargo de
muchos días. “Los vio de espaldas cuando se fugaban con sus fardos”, dirán los
demás. A ella se le llenará la voz de ansiedad y de amargos reproches. Porque
además de esposa es madre y una mujer puede sentir algo como madre y lo
contrario como esposa y, sin embargo, ambos sentimientos pueden ser verdaderos
y honestos.
Jabavu y Pavu, mientras tanto, caminan en
silencio asustados por la oscuridad del monte hasta que, al llegar a las
afueras de la aldea, ven una choza abandonada. No les gusta caminar de noche;
tenían la intención de salir al amanecer; así que ahora se meten en esa choza y
se tumban, insomnes, hasta que llegue la primera luz del día, gris primero y
luego amarilla.
Ante ellos se extiende el camino, unos
ochenta kilómetros para llegar a la ciudad. Pretenden llegar esa noche, pero el
frío acorta sus pasos. Caminan con los riñones y los hombros encogidos contra
el frío y aprietan los dientes para que no se note el castañeteo. La hierba que
los rodea es alta y amarilla, sembrada de una multitud de diamantes
resplandecientes que se van apagando poco a poco y al final desaparecen, y de
pronto el sol les calienta los cuerpos. Caminan más tiesos y la piel de los
hombros se relaja y respira. Ahora andan con más soltura, pero en silencio.
Pavu vuelve su carita cautelosa a uno y otro lado en busca de nuevas vistas,
sonidos nuevos. Está reuniendo valor para enfrentarse a ellos, pues teme que su
pensamiento ha regresado al pueblo para encontrar consuelo: “Ahora mi padre
estará caminando solo hacia el campo, muy despacio, por el peso de la pena en
sus piernas; ahora mi madre estará calentando el agua al fuego para el
porridge...”.
Jabavu camina con decisión. Toda su mente se
concentra en la gran ciudad. “¡Jabavu! —oye en su cerebro—. ¡Mira, por ahí
llega Jabavu a la ciudad!”
Les llega un rugido y tienen que saltar a la
cuneta para esquivar a un camión grande. El salto es tan violento que aterrizan
de cuatro patas en la hierba espesa. Miran boquiabiertos y ven que el conductor
blanco se inclina hacia ellos y les sonríe. No entienden que ha derrapado para
que tuvieran que saltar y divertirse a su costa. No saben que ahora se ríe
porque los encuentra muy divertidos, allí agachados entre la hierba y mirándolo
como palurdos. Se levantan y miran hacia el camión, que desaparece a lo lejos
entre una nube de polvo claro. La parte trasera va llena de negros; unos
gritan, otros saludan y se ríen. Jabavu dice:
—¡Uau! ¡Qué camión tan grande!
Tiene el pecho y la garganta henchidos de
anhelo. Quiere tocar el camión, mirar las maravillas de su construcción, quizás
incluso conducirlo... Ahí sigue, con la cara tensa y hambrienta, cuando suena
otro rugido, un sonido estridente como el cacareo de un gallo. De nuevo saltan
los hermanos a un lado, aunque esta vez aterrizan de pie, mientras el polvo
revolotea en torno a ellos.
Se miran y luego desvían la mirada para que
no se note que no saben qué pensar. Sin embargo, se interrogan: “¿Querrán
asustarnos a propósito? ¿Por qué?”. No lo entienden. Han oído historias sobre
desagradables hombres blancos que intentan burlarse de los negros para reírse a
su costa, pero eso no tiene nada que ver con lo que acaba de pasar. Piensan:
“Caminamos solos, sin meternos con nadie, y estamos bastante asustados. ¿Para
qué quieren asustarnos más?”. Pero ahora caminan despacio y van mirando hacia
atrás para que no los pillen por sorpresa. Y cuando llega por atrás un coche o
un camión se apartan hacia la hierba y se quedan esperando hasta que pase. Hay
pocos coches, pero muchos camiones y todos van llenos de hombres negros. Jabavu
piensa: “Pronto, tal vez mañana, cuando tenga trabajo, iré en uno de esos
camiones...”. Está tan impaciente porque ocurra eso que acelera el paso y de
nuevo tiene que saltar a un lado cuando el siguiente camión derrapa cerca de
él.
Llevarán acaso una hora caminando cuando
adelantan a un hombre que viaja con su mujer y sus hijos. El hombre va delante
con una lanza y un hacha, la mujer detrás con las ollas y un bebé a la espalda,
y el otro hijo va agarrado a su falda. Jabavu sabe que no son gente de la
ciudad, que van de un pueblo a otro, y por eso no los teme. Los saluda, ellos
devuelven el saludo y caminan juntos, hablando.
Cuando Jabavu explica que están recorriendo
el largo camino a la ciudad, el hombre le pregunta:
—¿Ya has estado allí?
Jabavu no soporta confesar su ignorancia y
contesta:
—Sí, muchas veces.
—Entonces, no hace falta que os advierta que
es un lugar muy malvado.
Jabavu guarda silencio y lamenta no haber
dicho la verdad. Ya es demasiado tarde, porque al llegar a un sendero que se
desvía de la carretera la familia se va por él. Mientras se despiden, pasa otro
camión y el polvo se alza entre ellos. El hombre mira hacia el camión y menea
la cabeza.
—Son los camiones que llevan a nuestros
hermanos a las minas —dice, al tiempo que se retira el polvo de la cara y
sacude la manta—. Está bien que conozcáis los peligros de la carretera, porque
si no estaríais en uno de esos camiones, llenando de polvo las bocas de la
gente honesta y riéndoos de los que se asustan por el ruido de la bocina.
Tras echarse de nuevo la manta al hombro, se
da la vuelta, seguido por su mujer y sus hijos.
Jabavu y Pavu caminan despacio y van
pensando. Cuántas veces han oído hablar de los reclutadores de las minas. Sin
embargo esas historias, contadas por tantas bocas, se convierten en algo
parecido a las feas imágenes que se cuelan en los sueños difíciles e incómodos.
Cuesta pensar en ellos ahora, con ese sol tan fuerte. Pero ese hombre hablaba
de los camiones con horror. Jabavu siente la tentación. Piensa: “Ese hombre es
un aldeano, como mi padre, sólo ve las cosas malas. A lo mejor, mi hermano y yo
podríamos viajar a la ciudad en uno de esos camiones”.
Luego el miedo se infla en su interior y las
dudas frenan sus pasos, pero cuando pasa a su lado el siguiente camión se queda
parado en la cuneta, mirándolo con los ojos grandes como si deseara que se
detuviese. Y cuando al fin se detiene le late tan rápido el corazón que no sabe
si es por miedo, excitación o deseo. Pavu le tironea del brazo y le dice:
—Vayámonos corriendo.
Pero él responde:
—Le tienes miedo a todo, como los niños que
aún huelen a la leche de su madre.
El blanco que conduce el camión asoma la
cabeza y mira hacia atrás. Dedica una larga mirada a Jabavu y su hermano y
luego vuelve a meter la cabeza. Entonces sale de la parte delantera un negro y
camina hacia ellos. Lleva ropas de blanco y camina con desenvoltura. Jabavu, al
ver a ese hombre elegante, piensa en sus pantalones y pega los brazos a las
caderas para taparse. Pero el hombre elegante se acerca sonriendo y dice:
—Sí, sí, muchachos, ¿queréis subir?
Jabavu da un paso adelante y nota que Pavu le
tira del codo. No presta atención a sus tirones, pero los toma como un aviso,
se queda quieto y planta los dos pies con fuerza en el suelo, como un buey
cuando se resiste al yugo.
—¿Cuánto? —pregunta.
El hombre elegante se ríe y contesta:
—Qué listo eres, muchacho. Nada de dinero. Os
llevamos a la ciudad. Podéis escribir vuestro nombre en un papel como los
blancos y viajar en el camión grande y luego tendréis un buen trabajo.
El hombre se yergue y sonríe, y sus dientes
blancos resplandecen. Desde luego, es un tipo muy elegante y el hambre de
Jabavu es como una mano aferrada a su corazón y piensa que él también será así.
—Sí —contesta con ansiedad—. Puedo escribir
mi nombre, sé leer y escribir; y también entiendo los dibujos.
—Muy bien —contesta el hombre elegante,
riéndose todavía más —. Entonces eres un chico listo, muy listo. Y tendrás un
trabajo para listos, escribirás en una oficina con buenos hombres blancos y
mucho dinero... Diez libras al mes, ¡o tal vez quince!
A Jabavu se le oscurece la mente, cual si sus
pensamientos huyeran como el agua. Tiene un brillo amarillento en la mirada. Se
da cuenta de que acaba de dar otro paso adelante y el hombre elegante sostiene
una hoja de papel toda cubierta de letras. Jabavu coge el papel e intenta
distinguir las palabras. Conoce algunas; hay otras que no ha visto nunca. Se
queda mucho rato mirando el papel.
El hombre elegante le dice:
—Bueno, chico listo, no quieras entenderlo
todo de golpe. El camión espera. Pon una cruz al pie del papel y súbete
corriendo.
Jabavu contesta con resentimiento:
—Soy capaz de escribir mi nombre como un
blanco, no necesito poner una cruz. Mi hermano pondrá una cruz y yo escribiré
mi nombre, Jabavu.
Se arrodilla, apoya el papel en una piedra y
coge el trocito de lápiz que le da el hombre elegante y luego piensa dónde va a
poner la primer letra de su nombre. Entonces oye al hombre:
—Tu hermano no tiene suficiente fuerza para
este trabajo.
Jabavu se da la vuelta, ve que Pavu tiene la
cara amarilla de miedo, pero además está muy enfadado. Está mirando a Jabavu
horrorizado. Deja el lápiz y piensa: “¿Cómo que no tiene fuerza suficiente?
Muchos van al pueblo cuando todavía son niños, y sin embargo trabajan”. Acude a
su mente el recuerdo de que alguna vez le han contado que cuando reclutan para
las minas sólo cogen a los hombres fuertes, de buenas espaldas. Él, Jabavu, tiene
la fuerza de un toro joven, está orgulloso. Sí, irá a las minas, por qué no.
Pero, entonces, ¿va a dejar a su hermano? Alza la cabeza para mirar al hombre
elegante, que está impaciente y no lo esconde, mira también a los negros que
van en la trasera del camión. Ve que uno de ellos menea la cabeza, como si le
advirtiera. En cambio, hay otros que se ríen. A Jabavu le parece una risa cruel
y se levanta de repente, devuelve el papel al hombre elegante y dice:
—Mi hermano y yo viajamos juntos. Además, ha
intentado engañarme. ¿Por qué no me ha dicho que este camión iba a las minas?
Ahora el hombre elegante está muy enfadado.
Esconde la dentadura blanca en la boca cerrada. Sus ojos brillan.
—Negro ignorante —le dice—. Me haces perder
el tiempo. A mí y a mis jefes. ¡Te enviaré a la policía!
Da una zancada hacia delante y levanta los
puños. Jabavu y su hermano se dan la vuelta como si sus cuatro piernas formaran
un solo cuerpo y salen corriendo hacia los árboles. Mientras huyen escuchan las
carcajadas de los hombres del camión y ven que el hombre elegante vuelve a la
cabina. Está muy enfadado. Los dos hermanos ven que los hombres se ríen de él,
no de ellos, y se agachan entre la maleza, bien escondidos, pensando en el
significado de todo eso.
Cuando el camión desaparece entre el polvo,
Jabavu dice:
—Nos ha llamado negros, y eso que su piel
tiene el mismo color que la nuestra. No es fácil de entender.
Pavu habla por primera vez:
—Dice que no tengo suficiente fuerza para ese
trabajo. —Jabavu lo mira sorprendido. Nota que su hermano está ofendido—. Según
el Comisario para los Nativos, tengo quince años. Y ya llevo cinco trabajando
para mi padre. Y este hombre va y dice que no tengo fuerza.
Jabavu ve que la rabia y el miedo pelean
dentro de su hermano, y no parece claro cuál de los dos va a ganar. Le dice:
—Hermano, ¿has entendido que este camión
recluta gente para las minas de Johannesburgo?
Pavu guarda silencio. Sí, lo ha entendido,
pero su orgullo habla tan alto que ninguna otra voz puede oírse. Jabavu decide
no decir nada. Sus propios pensamientos corren demasiado. Primero piensa: “Qué
tipo tan elegante, con su buena ropa blanca”. Luego: “¿Tan loco estoy que
pensaba ir a las minas? Vamos a una ciudad dura y peligrosa, pero pequeña en
comparación con Johannesburgo, o al menos eso cuentan los viajeros. Y ahora mi
hermano, que tiene corazón de gallina, tiene el orgullo tan herido que está
dispuesto a ir no sólo a la ciudad pequeña sino incluso a Johannesburgo”.
Los hermanos caminan juntos por la maleza,
aunque la carretera está vacía. Les cae el sol encima y sus estómagos empiezan
a hablar de hambre. Abren los paquetes que les ha preparado su madre y
encuentran unas tortas de maíz, pequeñas y planas, cocinadas en las ascuas. Se
las comen y eso apenas acalla a medias sus tripas. Las falta mucho para llegar
a la ciudad y a conseguir algo de comida, y sin embargo permanecen en la
seguridad de los matorrales. Avanzan despacio y cada vez que pasa un camión
vuelven la cara mientras caminan entre la hierba de la cuneta. La vuelven con
tal firmeza que se llevan una sorpresa al darse cuenta de que se ha parado otro
camión, y miran con cautela para ver a otro tipo elegante que les sonríe:
—¿Queréis un buen trabajo? —les dice con una
sonrisa educada.
—No queremos ir a las minas —contesta Jabavu.
—¿Quién habla de minas? —se ríe el hombre—.
Trabajo en una oficina, por siete libras al mes, a lo mejor diez, quién sabe.
No es una risa muy fiable. Jabavu aparta la
mirada de las buenas botas negras que lleva el dandi y está a punto de decir
que no cuando Pavu pregunta de repente:
—¿Y también hay trabajo para mí?
El hombre duda, tanto tiempo que podría haber
dicho que sí varias veces. Jabavu ve la fuerza del orgullo en la cara de Pavu.
Entonces el hombre contesta:
—Sí, sí, también hay trabajo para ti. Con el
tiempo crecerás y serás tan fuerte como tu hermano.
Está mirando los fuertes hombros de Jabavu, y
sus gruesas piernas. Saca un papel y se lo pasa al hermano, no a él. Y Pavu se
avergüenza porque nunca ha cogido un lápiz y el papel le parece ligero y
difícil de coger, así que lo agarra entre los dedos, como si se pudiera volar.
Jabavu está rojo de rabia. Tendría que habérselo propuesto a él; es el mayor,
el líder, y sabe escribir.
—¿Qué pone en ese papel? —pregunta.
—En ese papel está escrito el trabajo
—contesta el hombre, sin darle importancia.
—Antes de poner nuestros nombres en el papel
vamos a ver qué trabajo es —dice Jabavu.
El hombre le clava la mirada y dice:
—Tu hermano ya ha puesto su cruz, así que pon
tu nombre también. Si no, tendréis que separaros.
Jabavu mira a Pavu, que exhibe una sonrisa a
medio camino entre el orgullo y el mareo, y le dice en voz baja:
—Eso ha sido una estupidez, hermano. Los
blancos hacen cosas importantes con esas cruces.
Pavu mira asustado al papel en que ha puesto
su cruz y el tipo elegante patalea de risa y dice:
—Es verdad. Al firmar este papel has aceptado
trabajar en las minas durante dos años. Si no lo haces, rompes un contrato y
vas a la cárcel. Y ahora —se dirige a Jabavu— firma tú también, porque como tu
hermano ha firmado nos lo llevamos al camión.
Jabavu ve que la mano del hombre elegante se
dispone a coger a Pavu por el hombro. Con un solo movimiento da un cabezazo al
tipo en el estómago y empuja a Pavu, y luego salen los dos corriendo. Corren a
saltos entre la maleza y no paran hasta llegar muy lejos. Sus vistazos de miedo
hacia atrás confirman que el hombre elegante no intenta perseguirlos, pero se
los queda mirando: al perder el aire en la tripa se le ha oscurecido la mirada.
Al cabo de un rato, oyen gruñir al camión, después retumba y luego se va por la
carretera, dejando el silencio tras su paso.
Tras mucho pensar, Jabavu dice:
—Es verdad que cuando nuestra gente se va a
la ciudad cambia tanto que su familia no la reconocería. Ese hombre que nos ha
mentido tanto, ¿hubiera sido tan malo en su pueblo? —Pavu no contesta y Jabavu
sigue pensando hasta que le entra la risa—: Sin embargo, ¡hemos sido más listos
que él! —dice.
Recuerda el cabezazo que le ha dado en la
tripa al hombre elegante y rueda por el suelo, muerto de risa. Luego se sienta
porque Pavu no se ríe y tiene en una mirada que Jabavu conoce bien. Pavu tiene
tanto miedo todavía que le tiembla todo el cuerpo y vuelve el rostro para que
Jabavu no se dé cuenta. Jabavu le habla con ternura, como hablaría un joven a
una chica. Pero Pavu no puede más. Le ha entrado en la mente la idea de volver
al pueblo y Jabavu lo sabe. Suplica hasta que la oscuridad empieza a filtrarse
entre los árboles y se ven obligados a buscar dónde dormir. No conocen esa parte
del país, están a más de seis horas de camino de casa. No les gusta dormir a
campo abierto, donde podría verse la luz de su fuego, pero encuentran unas
rocas con una hendidura en la que encienden una fogata y la alimentan como
hicieron sus padres antes que ellos, y se tumban a dormir con frío en las
piernas y los hombros desnudos, con mucha hambre, sin la perspectiva de
encontrar al despertarse un porridge rico y caliente. Jabavu se duerme pensando
que cuando se despierten por la mañana y el sol se cuele amable entre los
árboles, Pavu habrá recuperado el valor y se habrá olvidado del reclutador. Sin
embargo, al despertarse, Jabavu está solo. Pavu ha huido muy pronto, nada más
aparecer la luz, tan temeroso de la lengua lista del Bocazas como de los reclutadores.
A esas alturas ya habrá recorrido la mitad del camino de vuelta. Jabavu está
tan enfadado que se agota de bailar y gritar, hasta que al final se calma y se
pregunta si debe echar a correr detrás de su hermano o darse la vuelta y seguir
su camino. Luego se dice que es demasiado tarde y que al fin y al cabo Pavu no
es más que un chiquillo y no le sirve de nada a un hombre valiente como él.
Durante un rato piensa que también va a volver a casa porque le da mucho miedo
llegar solo a la ciudad. Luego decide irse de inmediato: él, Jabavu, no tiene
miedo a nada.
Sin embargo no es tan fácil abandonar el
refugio de los árboles y tomar la carretera. Se queda allí, reuniendo valor,
diciéndose a sí mismo que el día anterior fue más listo que los reclutadores,
cuando los demás no suelen serlo. “Soy Jabavu —dice—. Soy Jabavu, demasiado
listo para los trucos de los blancos malos y los negros malos.” Se golpea el
pecho. Baila un poco, patalea entre las hojas y la hierba hasta que se levantan
en un remolino. “Soy Jabavu, el Bocazas...” Sus palabras se convierten en una
canción.
Aquí está el Bocazas de las verdades inteligentes.
Voy a la ciudad,
a la ciudad grande del hombre blanco.
Camino solo, ¡hau!, ¡hau!
No me dan miedo los reclutadores,
no me fío ni de mi hermano.
Soy Jabavu, el que camina solo.
Después abandona la maleza y la hierba, toma
la carretera y, cuando oye pasar un camión, sale corriendo hacia los árboles y
espera hasta que haya pasado.
Como tiene que esconderse tan a menudo,
avanza muy despacio y cuando el sol empieza a enrojecer para el ocaso aún no ha
llegado a la ciudad. ¿Se habrá equivocado de carretera? No se atreve a
preguntar. Si pasa alguien a su lado y lo saluda, él guarda silencio por temor
a las trampas. Es tanta su hambre que ya no merece ese nombre. Su estómago se
ha cansado de hablarle del vacío y se ha vuelto hosco y silencioso, mientras
que sus piernas tiemblan como si se hubieran ablandado los huesos y la cabeza
le parece grande y ligera como si tuviera viento por dentro. Se arrastra por la
maleza para buscar raíces y hojas, las mordisquea mientras su estómago le dice:
“¡Eh, Jabavu! ¿Así que me das hojas después de un largo ayuno?”. Luego se
acuclilla debajo de un árbol, con la cabeza gacha, las manos caídas y quietas,
y por primera vez le vuelve a nacer el miedo a lo que encontrará en la gran
ciudad, lo atraviesa una y otra vez como una lanza y desea no haber salido de
casa. Cae el crepúsculo, los árboles se alzan primero gigantescos y negros,
después se funden con la oscuridad general y Jabavu ve el resplandor de un
fuego bastante cercano. La cautela paraliza sus piernas. Luego consigue ponerse
en pie y camina hacia el fuego con mucho cuidado, como si estuviera acechando a
una liebre. Desde una distancia segura, se agacha para mirar hacia el fuego
entre la maleza. Hay tres personas, dos hombres y una mujer, sentadas junto al
fuego, y están comiendo. A Jabavu se le hace la boca agua, como si fuera un
depósito bajo la lluvia. Escupe. El corazón lo llama a martillazos. No te fíes
de nadie, no te fíes de nadie. Luego el hambre abre sus fauces por dentro y
Jabavu piensa: “Entre nosotros el viajero siempre ha podido pedir hospitalidad
junto a un fuego. No puede ser que todo el mundo se haya vuelto frío y hostil”.
Da un paso adelante, empujado por el hambre, frenado por el miedo. Cuando lo
ven las tres personas, se ponen rígidos, lo miran fijamente, hablan entre
ellos, y Jabavu se da cuenta de que temen que les desee algún mal. Miran sus
pantalones rasgados, que ya no le aprietan tanto, y luego lo saludan con
amabilidad, como la gente de los pueblos. Jabavu devuelve el saludo y suplica:
—Hermanos, tengo mucha hambre.
La mujer le aparta en seguida unos panes
blancos y lisos y algo de una sustancia amarillenta que Jabavu devora como si fuera
un perro hambriento. Tras acallar el hambre pregunta qué ha comido y le dicen
que es comida de la ciudad, ha comido pescado y bollos. Jabavu los mira y ve
que van bien vestidos, llevan zapatos —incluso la mujer—, camisas en buen
estado y pantalones, y ella tiene un vestido rojo y una gorra amarilla de punto
en la cabeza. Por un momento regresa el miedo: son gente de la ciudad, ¿quizás
maleantes? Tensa la musculatura, los fulmina con la mirada, pero ellos le
hablan, se ríen, le dicen que son gente respetable. Jabavu guarda silencio
mientras se pregunta por qué viajarán a pie como los de los pueblos en vez de
ir en tren o en camión, como suelen hacer los de la ciudad. Además, le preocupa
que hayan entendido tan rápido lo que estaba pensando. Pero su orgullo se calma
cuando le dicen:
—Cuando los de pueblo llegan a la ciudad
siempre creen que todos somos maleantes. Es más sabio eso que fiarse de todo el
mundo. Haces bien en tener cuidado.
Guardan las sobras de comida en una caja
cuadrada y marrón que tiene un cierre metálico. A Jabavu le fascina ver cómo
funciona, pide al hombre que le deje accionar el cierre y ellos sonríen y le
dan permiso. Luego echan más leña al fuego y hablan tranquilos mientras Jabavu
escucha. Sólo entiende a medias lo que dicen. Hablan de la ciudad y del hombre
blanco y no lo hacen como la gente de los pueblos, con voces tristes,
admirativas, temerosas. Tampoco hablan de la ciudad como la considera Jabavu,
un camino excitante hacia un nuevo mundo en el que todo es posible. No, miden sus
palabras y hablan con una cierta amargura que molesta a Jabavu, pues le están
diciendo: “Qué tonto eres, con tus grandes esperanzas y tus sueños”.
Entiende que la mujer es esposa de uno de
ellos, el señor Samu, y hermana del otro. Nunca ha conocido a una mujer igual,
ni ha oído hablar de algo así. Cuando intenta concretar en qué es diferente, no
lo consigue por su falta de experiencia. Lleva ropa elegante pero no es coqueta
como se dice que lo son todas las mujeres de las ciudades. Es joven y se acaba
de casar, pero habla con seriedad como si lo que dice tuviera la misma
importancia que lo que dicen los hombres, y además no usa las mismas palabras
que su madre: “Sí, marido mío, es verdad, marido mío, no, marido mío”. Trabaja
de enfermera en el hospital de mujeres de la ciudad y Jabavu abre bien los ojos
cuando se entera. ¡Tiene estudios! ¡Sabe leer y escribir! El señor Samu y el
otro también tienen estudios. Saben leer, no sólo palabras como sí, no, bien,
mal, negro y blanco, sino también palabras largas como regulación y documento.
Mientras hablan, se llenan la boca con palabras como ésas y Jabavu decide que
les va a preguntar qué significan las palabras de los papeles que lleva en el
fardo, marcadas con carboncillo. Pero le da vergüenza preguntar y sigue escuchando.
El que más habla es el señor Samu, pero es todo tan difícil que a Jabavu se le
espesa la mente y se dedica a toquetear los bordes del fuego con una ramita
verde mientras escucha el chisporroteo de la savia y ve cómo se elevan las
chispas hacia la oscuridad. Arriba, las estrellas brillan quietas. Adormecido,
Jabavu piensa que tal vez las estrellas sean chispas de todos los fuegos de la
gente... Chispas que se elevan hasta llegar al cielo y luego tienen que
quedarse allí como moscas en busca de una salida.
Se mueve y titubea:
—Señor, me puede explicar...
Ha sacado del bolsillo el trozo de papel
plegado y manchado y, de rodillas, lo extiende ante el señor Samu, que ha
dejado de hablar, quizás algo molesto por esa interrupción tan irreverente.
Lee las palabras difíciles. Mira a Jabavu.
Luego, antes de explicarle nada, hace algunas preguntas. ¿Cómo aprendió a leer?
¿Lo hizo sólo? ¿Sí? ¿Para qué quería leer y escribir? ¿Qué opina de lo que lee?
Jabavu contesta con torpeza, temeroso de que esa gente tan lista se ría de él.
No se ríen. Descansan apoyados en un codo y lo miran con ojos amables. Les
habla del alfabeto partido, de cómo lo terminó él solo, cómo aprendió las
palabras que explicaban los dibujos y luego las palabras sueltas. Mientras
habla, su lengua pasa al inglés, por puro contagio de lo que está diciendo, y
les cuenta las horas, semanas, meses y años que ha pasado bajo el árbol grande,
enseñándose a sí mismo, preguntándose cosas y respondiéndolas.
Las tres personas inteligentes se miran y sus
ojos dicen algo que Jabavu tarda en entender. Entonces la señora Samu se
inclina hacia delante y le explica lo que significan esas frases tan difíciles
con mucha paciencia, con palabras sencillas, y también le cuenta cómo son los
periódicos, unos para los blancos, otros para los negros. Le cuenta la historia
de los hombrecitos amarillos y le explica que es perversa... Y a Jabavu le
parece que aprende más en unos minutos de esa mujer que en toda su vida. Quiere
decirle: “Espere. Déjeme pensar todo lo que ha dicho, si no lo olvidaré”. Pero
ahora los interrumpe el señor Samu, quien también se inclina hacia delante para
hablar con Jabavu. Al cabo de un rato a Jabavu le parece que el señor Samu no
lo ve sólo a él, sino a mucha más gente: su voz es cada vez más alta y fuerte y
sus frases suben y bajan como si ya hubieran existido mucho antes exactamente
de la misma manera. Esa sensación es tan fuerte que Jabavu mira hacia atrás,
pero no, no hay más que oscuridad y árboles que reflejan un leve brillo de las
estrellas en sus hojas.
—Es una época triste y terrible para la gente
de África —dice el señor Samu—. El hombre blanco se ha instalado en África como
una langosta y, como las langostas al amanecer, no puede levantar el vuelo por
el peso del rocío en sus alas. Pero el rocío que tanto pesa al hombre blanco es
el dinero que gana con nuestro trabajo. Los blancos pueden ser tontos o listos,
valientes o cobardes, amables o crueles, pero todos, todos, dicen lo mismo
aunque lo digan de maneras distintas. Dicen que el hombre negro ha sido
escogido por Dios para sacar agua del pozo y partir leña hasta el fin de los
tiempos; pueden decir que el blanco protege al negro de su propia ignorancia
hasta que la supere; doscientos años, quinientos o mil... Sólo se le concederá
la libertad cuando aprenda a sostenerse sobre las piernas como un niño que
suelta las faldas de su madre. Pero digan lo que digan, todos hacen lo mismo.
Nos llevan a todos, hombres y mujeres, a sus casas para cocinar, limpiar y
cuidar de sus hijos; a las fábricas, a las minas; viven de nuestro trabajo y
sin embargo, cada día, cada hora de cada día, nos insultan, nos llaman cerdos y
negritos y críos, vagos, estúpidos, ignorantes. Tienen tantos nombres feos para
llamarnos como hojas hay en ese árbol, y cada día los blancos son más ricos y
los negros más pobres. Cierto, es un tiempo maldito y muchos de los nuestros se
vuelven malvados, aprenden a robar y matar, aprenden a odiar con facilidad, se
convierten en esos cerdos que los blancos los acusan de ser. Y sin embargo,
aunque es una época terrible, deberíamos estar orgullosos de vivir ahora, pues
nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos, mirarán hacia atrás y dirán: “Si
no llega a ser por ellos, por los que vivieron en la época terrible y
sobrevivieron con coraje y sabiduría, nosotros viviríamos como esclavos. Somos
libres gracias a ellos”.
Jabavu ha entendido muy bien la primera parte
del discurso, porque ya la había oído con frecuencia. Su padre habla igual, y
también los viajeros que llegan de la ciudad. Él nació con esas palabras en los
oídos. Pero ahora se vuelve más difícil. La voz del señor Samu continúa en un
tono distinto mientras alza y baja la mano y dice palabras como: sindicato,
organización, política, comité, reacción, progreso, sociedad, paciencia, educación.
Cada vez que una de esas palabras nuevas y pesadas entra en la mente de Jabavu,
él la coge, la aferra, la examina, trata de entenderla, pero a esas alturas ya
ha pasado por sus oídos otra docena y Jabavu está perdido y abrumado. Aturdido,
mira al señor Samu, quien sigue inclinado hacia delante, bajando y subiendo la
mano, con la mirada intensa y concentrada en la suya, y le parece que esos ojos
se sumergen en su interior en busca de sus pensamientos más íntimos. Desvía la
mirada, pues desea conservarlos en secreto. “En la aldea siempre tenía hambre,
siempre esperaba el momento de alcanzar la plenitud de la ciudad de los
blancos. Toda la vida, mi cuerpo ha hablado con las voces del hambre: quiero,
quiero, quiero. Quiero diversión y ropa y comida; como el pescado y los bollos
que he comido esta noche; quiero una bicicleta y quiero a las mujeres de la
ciudad; quiero, quiero... Y si escucho a esta gente inteligente, mi vida
quedará ligada de inmediato a la suya y no consistirá en bailes, música y
comida, sino en trabajo, trabajo, trabajo y problemas, peligro, miedo.” Porque
Jabavu acaba de entender que esta gente viaja así, de noche, a pie por el
monte, porque van a otra ciudad con sus libros, que hablan de cosas como
comités y organización, y a la policía no le gustan esos libros.
Esta gente lista, gente rica, gente buena,
con ropa para vestirse y buena comida en la tripa, viaja a pie como los nativos
de los pueblos. El hambre de Jabavu se alza y dice en voz alta: “No, no para
Jabavu”.
El señor Samu se fija en su cara y se calla.
La señora Samu dice con amabilidad:
—Mi marido está tan acostumbrado a soltar
discursos que no es capaz de parar.
Se ríen los tres y Jabavu se ríe con ellos.
Luego el señor Samu dice que es muy tarde y que han de dormir. Pero antes
escribe algo en un papel, se lo da a Jabavu y le dice:
—Ahí te he apuntado el nombre de un amigo
mío, el señor Mizi, que te ayudará cuando llegues a la ciudad. Le impresionará
mucho si le dices que aprendiste a leer y escribir tú solo en la aldea.
Jabavu le da las gracias y guarda el papel en
el fardo. Se tumban todos a dormir junto al fuego. Los otros tienen mantas.
Jabavu tiene frío y se le contrae la piel del pecho y de la espalda de tanto
temblar. Parece que hasta los huesos le tiemblan. Los párpados, cargados de
sueño, se abren de golpe para protestar por el frío. Echa más leña al fuego y
luego mira hacia el bulto de la mujer, arrebujada bajo la manta. De pronto la
desea. Qué mujer tan tonta, piensa. Necesita un hombre como yo, en vez de uno
que no hace más que hablar. Pero no se cree lo que acaba de pensar y cuando la
mujer se mueve él desvía la mirada deprisa para que no se lo note y se enfade.
Mira la maleta oscura que hay al otro lado del fuego, encima de la hierba. El
cierre metálico brilla y destella bajo la temblorosa luz roja. Deslumbra a
Jabavu. Se le cierran los párpados. Está dormido. Sueña.
Jabavu es un policía y lleva un uniforme
bonito con botones de latón. Camina por la carretera con un látigo en la mano.
Ve a esos tres por delante; la mujer lleva la maleta. Corre tras ellos, atrapa
a la mujer por un hombro y le dice:
—Así que has robado esta maleta. Ábrela, a
ver qué hay dentro.
Ella tiene mucho miedo. Los otros dos se han
escapado. Abre la maleta. Dentro hay bollos, pescado y un libro grande y negro
con el nombre Jabavu. Jabavu dice:
—Has robado mi libro. Eres una ladrona.
La lleva al Comisario para los Nativos, que
la castiga.
Jabavu se despierta. El fuego está casi
apagado, un montón gris bajo el cual queda un brillo rojizo. El cierre de la
maleta ya no destella. Jabavu se arrastra boca abajo entre la hierba hasta la
maleta. Apoya una mano encima y mira alrededor. Nadie se ha movido. La coge, se
levanta sin hacer ruido y echa a andar hacia la oscuridad por el sendero. Luego
se pone a correr. Pero no llega muy lejos. Se detiene porque es muy oscuro y a
Jabavu le da miedo la oscuridad. De pronto, se pregunta: “Jabavu, ¿por qué has
robado esta maleta? Son buena gente que sólo quieren ayudarte y te dieron de
comer cuando estabas muerto de hambre”. Pero su mano se aferra a la maleta,
como si hablara otro lenguaje. Permanece inmóvil en la oscuridad; su cuerpo
entero proclama el deseo de poseer la maleta, mientras unos pensamientos
pequeños y asustados se cuelan en su mente. Faltan cuatro o cinco horas para
que salga el sol, y va a pasar todo ese tiempo solo en el monte. Tiembla de
miedo. Pronto, su cuerpo se retuerce de frío y miedo. Quisiera seguir tumbado
junto al fuego, no haber tocado la maleta. Arrodillado en la oscuridad, con las
rodillas doloridas por la aspereza de la hierba, abre la maleta y tantea en su
interior. Hay bultos húmedos y suaves de comida, y libros de tacto duro. Es
demasiado oscuro para ver nada, sólo puede tocar. Pasa mucho tiempo allí,
arrodillado. Luego cierra la maleta y vuelve con sigilo hasta que alcanza a ver
el débil fulgor del fuego y los tres cuerpos, aún inmóviles. Se desplaza como
un felino sobre el suelo, suelta la maleta donde estaba y luego se tumba.
“Jabavu no es un ladrón —dice con orgullo—. Jabavu es un buen chico.” Duerme y
sueña, pero no sabe lo que sueña, y se despierta de repente, atento, como si
hubiera algún enemigo en la cercanía. Una luz gris se abre camino entre los
árboles y muestra el montón de cenizas grises junto a los tres durmientes. A
Jabavu le duele el cuerpo de frío y tiene la piel áspera, como si fuera de
tierra. Se levanta despacio, permanece quieto un momento en la postura del
corredor a punto de dar la primera gran zancada. Ahora, su hambre le dice:
“Vete de aquí, Jabavu, rápido, antes de convertirte en uno de éstos y vivir
siempre atemorizado de la policía”. Se va saltando entre la maleza con grandes
saltos voladores y el rocío lo empapa de frío. Corre hasta que llega a la
carretera, desierta por lo temprano de la hora. Luego, cuando pasan los
primeros coches y camiones, mucho más tarde, se aparta un poco hacia la maleza,
al lado de la carretera, para viajar sin que lo vean. Hoy llegará a la ciudad.
La busca cada vez que remonta una cuesta: sin duda está a punto de aparecer.
¡Un brillante sueño de riqueza al otro lado de la colina! A media mañana ve una
casa. Luego otra. Las casas continúan, desparramadas a distancias cortas,
durante media hora de camino. Luego asciende una cuesta y al bajar por el otro
lado ve... Pero Jabavu se queda quieto y se le abre la boca.
Ah, qué bonita, qué bonita es la ciudad del
hombre blanco. Mira qué formas trazan las casas, esas suaves calles grises que
dibujan trazos entre ellas como las marcas que dejaría un dedo inteligente.
Mira cómo se alzan las casas, blancas o de colores; el sol les cae de un modo
que resplandecen. Y mira qué grandes son, caramba, la casa del griego,
comparada con éstas, es una perrera. Estas se levantan como si fueran tres o
cuatro, una encima de otra, todas rodeadas de jardines con flores rojas,
violetas y doradas, y en los jardines hay cintas de agua que brillan en la
oscuridad, y en el agua flotan flores. Y mira cómo se extiende la ciudad por el
valle, ¡Incluso sube por el otro lado! Jabavu sigue andando, sus pies se
suceden sin ayuda de los ojos de tal modo que va trazando curvas aquí y allá
hasta que el frenazo de un coche le advierte y de nuevo salta a un lado y se
queda mirando, sólo que ya no hay polvo, sólo un asfalto suave y caliente.
Camina despacio, cuesta abajo, sube por el otro lado y llega a la parte
superior de la siguiente cuesta y se queda parado allí un buen rato. Porque las
casas continúan hasta donde le alcanza la vista y se extienden a sus dos lados.
No se terminan nunca. Tiene una nueva sensación. No dice que tiene miedo, pero
siente el estómago frío y pesado. Piensa en el pueblo y Jabavu, que lleva
tantos años anhelando este momento, convencido de que no tenía nada que hacer
en el pueblo, oye cómo le habla la voz de la aldea: Jabavu, Jabavu, yo te hice,
me perteneces, ¿qué vas a hacer en esta ciudad, que parece más grande que
cualquier otra? Porque ya se ha olvidado de que esa ciudad no es nada en
comparación con Johannesburgo, o con otras ciudades del sur; más bien, no se
atreve a recordarlo de tanto miedo que le da.
Ahora las casas son distintas; algunas son
grandes, otras endebles como la del griego. Habrá distintas clases de hombres
blancos, dice lentamente la mente de Jabavu, pero es una idea demasiado
complicada para absorberla de golpe. Hasta entonces, siempre ha pensado en
todos ellos con la misma riqueza, poder e inteligencia.
Jabavu dice a sus pies: caminad, caminad.
Pero sus pies no le obedecen. Se queda parado mientras recorre con los ojos las
calles de casas; son ojos de niño pequeño. Entonces le llega un chirrido, el
caucho de unas ruedas al frenar, y se planta a su lado un policía africano en
bicicleta. El policía apoya un pie en el suelo y mira a Jabavu. Mira sus
pantalones, viejos y rotos, y ve su cara de desdicha. Amable, le dice:
—¿Te has perdido? —Habla en inglés.
Al principio Jabavu dice que no porque en ese
momento admitir que no sabe algo es contradictorio con sus intereses. Luego,
hosco, afirma:
—Sí, no sé adónde ir.
—¿Buscas trabajo?
—Sí, hijo del gobierno. Busco trabajo.
Habla en su propio idioma. El policía, que es
de otro distrito, no le entiende, y Jabavu vuelve a hablar en inglés.
—Entonces tienes que ir a la oficina de
licencias y pedir una licencia para buscar trabajo.
—¿Y dónde está esa oficina?
El policía se baja de la bicicleta y, tomando
a Jabavu del brazo, le habla mucho rato seguido:
—Has de seguir recto más de medio kilómetro,
y luego tuerces a la izquierda donde se juntan las cinco carreteras y después
vuelves a torcer y sigues recto y...
Jabavu escucha y asiente y dice que sí y que
gracias y el policía se aleja con su bicicleta y Jabavu se queda desamparado,
porque no ha entendido nada. Entonces echa a andar y no sabe si sus piernas
tiemblan de hambre o de frío. Al encontrarse al policía el sol le caía en la
espalda y cuando sus piernas deciden dejar de caminar por voluntad propia, por
debilidad, le cae el sol en la cabeza. Lo rodean casas por todas partes,
mujeres blancas sentadas en los porches con sus hijos, hombres blancos que
trabajan en los jardines, y ve más gente en las aceras, gente que habla y ríe.
A veces entiende lo que dicen, a veces no. Porque en esa ciudad hay gente de
Nyasaland y de Rodhesia del norte y de la tierra de los portugueses, y no
entiende ni una palabra de lo que hablan y les tiene miedo. Pero al oír su
propia lengua sabe que la gente señala sus pantalones rotos y su fardo, y se
ríen y dicen: “Mira, un muchacho recién llegado de la aldea”.
Se queda parado en un cruce, mirando a uno y
otro lado. No tiene ni idea de adonde le ha dicho que fuera el policía. Camina
un poco más hasta que ve una bicicleta apoyada en un árbol. En la parte trasera
hay una cesta, llena de barras de pan y bollos como los que comió la noche
anterior. Los mira y se le hace la boca agua. De pronto su mano se estira y
coge un bollo. Mira alrededor. Nadie lo ha visto. Se echa el bollo al bolsillo
y sigue andando. Tras dejar atrás la calle, saca el bollo y sigue andando
mientras se lo come. Pero al terminar, parece que su estómago le diga: “¿Qué?
¿Sólo un bollo después de pasar toda la mañana vacío? ¡Para eso es mejor que no
me des nada!”.
Jabavu sigue andando, buscando otra cesta en
alguna bicicleta. Varias veces tuerce en una esquina para tomar una calle que
se parece a la anterior pero no es la misma. Pasa mucho rato antes de saber qué
quiere. Y ahora no es tan fácil como antes. Antes tu mano se ha movido sola y
ha cogido el bollo, mientras que ahora la mente le está avisando: “Ten cuidado,
Jabavu, ten cuidado”. Está cerca de la cesta, mirando a su alrededor, cuando
una blanca le grita desde su jardín, por encima del seto, y Jabavu corre hasta
llegar a otra calle y dar la vuelta a la esquina. Allí se apoya en un árbol,
temblando. Es una calle estrecha, llena de árboles, tranquila y sombreada.
Entonces sale una niñera de una casa con los brazos llenos de ropa y se pone a
tenderla. Mira a Jabavu por encima del seto.
—Hola, muchacho del pueblo, ¿qué quieres? —le
grita, y se ríe—. ¡Mira, un tontorrón de pueblo!
—No soy de ningún pueblo —contesta él,
enfurruñado.
—Mira qué pantalones —dice ella—. Uy, lo que
se ve por ahí...
Y se mete en la casa, con gestos burlones.
Jabavu se queda apoyado en el árbol, mirándose los pantalones. Es verdad que
están a punto de caérsele. Pero todavía son decentes.
No hay nada que ver. Las calles están vacías.
Jabavu mira la ropa tendida. Hay mucha: vestidos, camisas, pantalones,
camisetas. Piensa: “Esa chica era muy descarada”. Le sorprende lo que le ha
dicho. Vuelve a pegar los brazos a las caderas, encorvado, para tapar los
pantalones. Tiene la mirada fija en la ropa. Jabavu acaba de saltar el seto y
está tirando de unos pantalones. No consigue soltarlos de la cuerda, hay un
gancho de madera que los sujeta. Estira, el gancho se suelta, coge los
pantalones. Son cálidos y suaves, recién planchados. Tira de una camisa amarilla;
la tela se desgarra por el gancho, pero consigue soltarla y al instante salta
el seto de nuevo y echa a correr. Dobla la esquina y mira hacia atrás: el
jardín permanece vacío y en silencio, parece que nadie lo ha visto. Jabavu
camina sobrio por la calle, tocando la cálida tela de los pantalones y la
camisa. Le late el corazón, primero como un polluelo tambaleándose al salir del
huevo, y luego con más fuerza, como un viento airado al golpear la pared. La
violencia de su corazón agota a Jabavu y se apoya en un árbol para descansar.
Pasa despacio un policía en bicicleta. Mira a Jabavu. Luego vuelve a mirar, da
la vuelta y se detiene a su lado. Jabavu se lo queda mirando y no dice nada.
—¿De dónde has sacado esa ropa? —pregunta el
policía.
La mente de Jabavu da vueltas y de su boca
salen estas palabras:
—Se las llevo a mi amo.
El policía mira los pantalones rotos de
Jabavu y su fardo.
—¿Dónde vive tu amo? —pregunta, astuto.
Jabavu señala hacia delante. El policía mira
hacia donde ha señalado Jabavu y luego lo mira a la cara.
—¿Qué número tiene la casa de tu amo?
De nuevo la mente de Jabavu se apaga y
recobra la vida.
—El número tres —dice.
—¿Y cómo se llama la calle?
Ahora no le sale nada por la boca. El policía
está desmontando de la bicicleta para mirar los papeles de Jabavu, cuando de
repente se produce una conmoción en la calle de donde acaba de huir. Se ha
descubierto el robo. Suenan voces a gritos, agudas y estridentes; es la señora
blanca, que le dice a la niñera que baya a buscar la ropa, la niñera llora, y
se oye muchas veces la palabra “policía”. El agente duda, mira a Jabavu, vuelve
a mirar hacia la otra calle, y entonces Jabavu se acuerda del reclutador. Da un
cabezazo en la tripa al policía, a éste se le cae encima la bicicleta y Jabavu
corre hacia la acera, supera de un salto un cubo de basura, luego otro,
atraviesa como una flecha un jardín vacío, luego otro que no está vacío, y la
gente se levanta y se lo queda mirando, después sigue por otra acera y termina
la carrera entre un cubo de basura y la pared de un retrete. Se quita los
pantalones cortos deprisa y se pone los que ha robado. Son largos, grises,
nunca ha visto una tela tan fina. Se pone la camisa amarilla pero le cuesta
mucho porque nunca ha llevado camisa y se le enreda en los brazos hasta que
descubre por qué agujero ha de meter la cabeza. Encaja la camisa, que le va
pequeña, por debajo del pantalón, que le queda un poco largo, y piensa con
tristeza en el agujero de la camisa, fruto de su ignorancia acerca de esos
ganchitos de madera. Mete enseguida los pantalones cortos bajo la tapa de un
cubo de basura y camina por la acera, con mucho cuidado de no correr, aunque
sus pies se lo piden a gritos. Camina hasta dejar bien atrás esa parte de la
ciudad y luego piensa: “Ahora estoy a salvo; hay tanta gente que nadie se va a
fijar en mis pantalones grises y mi camisa amarilla”. Se acuerda de cómo fijaba
el policía la mirada en su fardo, se mete en los bolsillos el jabón y el peine,
junto con los papeles, y esconde el trapo de envolver el fardo tras las ramas
bajas de un seto. Ahora está pensando: “He llegado a la ciudad esta misma
mañana y ya tengo unos pantalones grises, como los blancos, una camisa amarilla
y me he comido un bollo. Aún no he gastado el chelín que me dio mi madre. ¡Es
cierto que se puede vivir bien en la ciudad de los blancos!”. Acaricia con
cariño el tacto duro del chelín. En ese momento, sin que se le ocurra ninguna
razón para entenderlo, le acude a la mente el recuerdo de los tres que conoció
la noche anterior, y de pronto Jabavu murmura: “¡Maleantes! ¡Mala gente!”.
Malditos, diablos, jodidos. Porque esos son los insultos que conoce de los
blancos y le parecen muy perversos. Los repite una y otra vez hasta que se
siente como un hombre mayor, no como el chiquillo a quien su madre solía mirar
para decirle con la pena en la voz: “Ah, Jabavu, mi Bocazas, qué diablo blanco
se te habrá metido por dentro”.
Jabavu se empuja a sí mismo con tal orgullo
que cuando un policía lo para y le pide la licencia, sigue empujando y contesta
altanero:
—Soy Jabavu.
—Así que eres Jabavu —dice el policía,
plantándose ante él—. Muy bien, chico listo y bueno. ¿Y dónde está la licencia
de Jabavu?
La locura del orgullo naufraga en su
interior, y contesta con humildad:
—Aún no la tengo. He venido a buscar trabajo.
Pero el policía parece aún más suspicaz.
Jabavu lleva ropa buena, aunque tiene un agujero en la camisa, y habla bien el
inglés. Entonces, ¿cómo puede ser que acabe de llegar de la aldea? Así que mira
la situpa de Jabavu, el papel
que todo nativo africano debe llevar consigo, y lee: “Nativo Jabavu. Distrito
tal y cual. Aldea no sé cuántos. Certificado de registro nº XO788910312”. Lo
copia en un librito, le devuelve su situpa y le dice:
—Te voy a explicar cómo se va a la oficina de
licencias y si mañana a esta misma hora no tienes una licencia para buscar
trabajo vas a tener problemas.
Se va.
Jabavu sigue las calles que le han explicado
y pronto llega a una parte pobre de la ciudad, llena de casas parecidas a la
del griego y de gente mulata, de quienes le habían hablado pero no los había
visto nunca y a quienes en este país suelen llamar “gente de color”. Luego
llega a un edificio grande, la oficina de licencias, lleno de negros que
esperan en largas colas que llegan a unas ventanas y puertas. Jabavu se coloca
en una de esas filas, piensa que son como el ganado cuando espera para entrar
en un charco, y se queda esperando. La fila avanza muy despacio. El hombre que
tiene delante y la mujer que tiene detrás no entienden sus preguntas hasta que
les habla en inglés, y entonces descubre que se ha equivocado de fila y ha de
ir a otra. Entonces se acerca con educación a un policía que pasea por allí
para asegurarse de que no haya problemas o peleas, le pide ayuda y lo sitúan en
la cola adecuada. Ahora sigue esperando y como ha de estar de pie, sin moverse,
tiene tiempo de oír la voz de su hambre, sobre todo del hambre de su estómago,
y pronto le parece que la oscuridad y la luz se mueven por su cerebro como agua
suelta y su estómago vuelve a decirle que desde que salió de casa, hace tres
días, ha comido muy poco, y Jabavu intenta acallar el dolor de sus tripas y les
dice pronto comeré, pronto comeré, pero la luz gira con violencia ante sus ojos
hasta que se la traga una negrura pesada y nauseabunda y Jabavu descubre que
está tumbado en el suelo, frío y duro, y que unas cuantas caras se inclinan
hacia él, unas blancas y otras negras.
Se ha desmayado y lo han llevado al interior
de la oficina de licencias. Las caras son amables, pero Jabavu está aterrado y
se pone en pie a trompicones. Unos brazos lo sostienen y luego lo llevan a una
habitación interior, donde tiene que esperar hasta que lo examine el doctor
antes de recibir una licencia para buscar trabajo. Allí hay muchos más
africanos, pero no tienen nada de ropa. Le dicen que se desnude y todo el mundo
se vuelve para mirarlo, sorprendidos porque Jabavu pega los brazos al pecho
para proteger su ropa, convencido de que se la van a quitar. Sus ojos bailan
desesperados y le cuesta un rato entender y desnudarse y esperar, desnudo, en
la misma cola que los demás. Tiene frío por culpa del hambre, aunque fuera el
sol calienta como nunca. Uno tras otro, los africanos se acercan a que los
examinen y el médico les pone una cosa larga y negra en el pecho y les toca el
cuerpo. Todo el ser de Jabavu protesta a gritos, y son muchas voces. Una dice:
“¿Acaso soy un buey, para que ese médico blanco me maneje de esa manera?”. Otra
dice con ansiedad: “Si no me hubieran dicho que la medicina de los blancos
tiene muchas cosas raras y maravillosas, creería que ese tubo negro que usan
para escuchar es cosa de brujería”. Y la voz del estómago le dice una y otra
vez, sin perder el ánimo, que tiene hambre y se va desmayar de nuevo, y bien
pronto, si no llega la comida.
Por fin Jabavu llega al médico, que escucha
los ruidos de su pecho, lo golpea con los dedos, le mira la garganta, los ojos,
los sobacos y la entrepierna y hurga las partes secretas de su cuerpo de tal
modo que la rabia murmura en su interior como un trueno. Siente ganas de matar
al médico blanco por mirarlo y tocarlo de esa manera. Pero también hay en su
interior una paciencia creciente, el primer regalo de la ciudad de los blancos
a los hombres negros. La paciencia contra la rabia. Y cuando el doctor afirma
que Jabavu es fuerte como un toro y puede trabajar, lo sueltan. El doctor
también ha dicho que Jabavu tiene el bazo inflamado, o sea que ha tenido la
malaria y la volverá a tener, es probable que tenga esquistomiasis y cabe la
sospecha de un anquilostoma. Pero son malestares demasiado comunes para merecer
un comentario y lo que busca el médico son enfermedades que se puedan contagiar
a los blancos si va a trabajar en sus casas.
Entonces el doctor, mientras Jabavu se da la
vuelta, le pregunta por esa oscuridad que lo ha invadido antes de caer y Jabavu
le contesta simplemente que tiene hambre. En ese momento viene un policía y le
pregunta por qué tiene hambre. Jabavu dice que no ha comido nada. Al final, el
policía, impaciente, pregunta:
—Ya, ya, pero ¿no tienes dinero?
Porque, si no lo tiene, lo enviarán a un
campo donde le van a dar de comer y refugio por una noche. Pero Jabavu contesta
que sí, que tiene un chelín.
—Entonces, ¿por qué no compras comida?
—Porque he de conservar el chelín para
comprar lo que necesito.
—¿Y no necesitas comida?
La gente se ríe al ver que un hombre que
tiene un chelín en el bolsillo se permite caer desmayado de hambre, pero Jabavu
guarda silencio.
—Ahora tienes te tienes que ir de aquí,
comprar algo de comida y comértela. ¿Tienes dónde dormir esta noche?
—Sí —contesta Jabavu, que se temía esa
pregunta.
Entonces el policía le da una licencia que le
permite buscar trabajo durante dos semanas. Jabavu se ha vuelto a vestir y saca
del bolsillo el rollo de papeles que incluye su situpa para juntarlos con la licencia nueva. Mientras los ordena se le cae un
papelito al suelo. El policía se agacha enseguida, lo recoge y lo mira. “Mr Mizi, Nº 33 Tree Road, Native Township.” El
policía mira a Jabavu con cara de suspicacia.
—¿Así que el señor Mizi es amigo tuyo?
—No —contesta Jabavu.
—Entonces, ¿por qué tienes un papel con su
nombre?
Jabavu tiene la lengua paralizada. Tras una
nueva pregunta, contesta:
—No lo sé.
—O sea que no sabes por qué tienes ese papel.
¿No sabes nada del señor Mizi?
El policía sigue con sus preguntas sarcásticas
y Jabavu baja la mirada y espera con paciencia a que acabe. El policía saca un
librito, apunta una larga nota sobre Jabavu, le dice que lo mejor que puede
hacer es irse al campo de los recién llegados. Jabavu vuelve a rechazarlo y
repite que puede dormir con unos amigos. El policía le dice que sí, que ya se
da cuenta de qué clase de amigos tiene, pero Jabavu no entiende el comentario y
al final lo dejan salir.
Jabavu se aleja caminando de la oficina de
licencias, muy contento por el nuevo documento que le permite quedarse en la
ciudad. No sospecha que el primer policía que anotó su nombre lo pasará a la
oficina que corresponda para advertir que Jabavu es probablemente un ladrón, ni
que el policía de la oficina de licencias pasará su nombre y su número con el
comentario de que es amigo del señor Mizi, peligroso agitador. Sí, Jabavu ya es
muy conocido en la ciudad al cabo de medio día, y sin embargo mientras camina
por la calle se siente tan solo y perdido como un becerro alejado de la manada.
Se para en una esquina y se queda mirando la multitud de africanos que recorren
la carretera que va al Distrito de los Nativos, a pie o en bicicleta, hablando,
riéndose, cantando. Jabavu cree que irá a buscar al señor Mizi. Se suma a la
muchedumbre y camina muy despacio porque hay muchas cosas nuevas por ver. Lo
mira todo con fijeza, sobre todo a las chicas, que le parecen increíblemente
hermosas con sus vestidos elegantes, y al cabo de un rato tiene la sensación de
que una de ellas lo está mirando. Pero son tantas que no consigue concentrarse
en ninguna en particular. De hecho, son muchas las que lo miran porque está muy
guapo con su buena camisa amarilla y sus pantalones nuevos. Algunas incluso lo
llaman, pero Jabavu no se cree que se dirijan a él y desvía la mirada.
Al cabo de un rato está seguro de que hay una
chica que ha pasado a su lado, ha vuelto atrás y ahora camina de nuevo junto a
él. Está seguro por el vestido. Es de un amarillo brillante y tiene grandes
flores rojas. Mira a su alrededor y no ve ningún vestido igual, así que ha de
ser la misma chica. Ella pasea a su lado por tercera vez, muy cerca, y Jabavu
ve que lleva unos zapatos elegantes de color verde y una gorra de punto de lana
rosa, y además lleva bolso como las blancas. Se siente tímido mirando a esa
mujer tan elegante, pero ella le lanza unas miradas inconfundibles.
Desconfiado, Jabavu se pregunta: “¿Debo hablar con ella? Como todo el mundo
dice que estas chicas de la ciudad son impúdicas, será mejor que espere hasta
entender cómo debo comportarme con ella. ¿Sonrío para que se acerque?”. Pero no
le sube la sonrisa a la cara. “¿Le gusto?” A Jabavu le crece el hambre y se le
oscurece la mirada. “Querrá dinero, y sólo tengo un penique.”
Ahora la chica camina a su lado, apenas un
brazo de distancia. Con voz suave, le pregunta:
—¿Te gusto, guapito?
Lo ha dicho en inglés. Él contesta:
—Sí, mucho me gustas.
—Entonces, ¿por qué frunces el ceño y pareces
tan enfadado?
—No es verdad —responde Jabavu.
—¿Dónde vives?
Está tan cerca que él nota el tacto del vestido.
—No lo sé —contesta, abrumado.
Ella se ríe sin parar y pone los ojos en
blanco.
—Eres un tipo listo y divertido, sí, señor.
Y sigue soltando una risa seca y fuerte que
sorprende a Jabavu, porque no parece una risa.
—¿Dónde puedo encontrar un sitio para dormir?
No quiero ir al campo del Comisario para los Nativos —explica, interrumpiendo
sus risas.
Ella se para y lo mira con cara de auténtica
sorpresa.
—¿Eres del campo? —pregunta tras un largo
silencio, mirándole la ropa.
—He llegado hoy de mi pueblo. Tengo licencia
para buscar trabajo, tengo mucha hambre y no conozco nada —dice.
Baja la voz con tono humilde, y le molesta
hacerlo porque quisiera comportarse con esa chica como un hombretón y está
hablando como un crío. La rabia contra sí mismo se agita levemente en su
interior y luego se acalla: tiene demasiada hambre y está perdido. Mientras
tanto ella se ha alejado hacia la mitad de la calzada y camina en silencio, con
el rostro fruncido. Entonces le dice:
—¿Aprendiste a hablar inglés en una misión?
—No —contesta Jabavu—. En mi aldea.
Ella guarda silencio de nuevo. No se lo cree.
—¿Y de dónde has sacado esa camisa tan
elegante y esos pantalones nuevos de blanco?
Jabavu duda, pero luego, empujado por el
orgullo, dice:
—Los he cogido esta mañana al pasar por un
jardín.
Y entonces la chica se echa a reír de nuevo,
pone los ojos en blanco y le dice:
—Eh, eh, vaya chico listo. Llega del pueblo y
se pone a robar.
En seguida deja de reír; sólo lo ha dicho
para ganar tiempo. Sigue andando y piensa. Forma parte de una banda que se
dedica a detectar a los recién llegados de los pueblos para robarles y usarlos
como más convenga a su trabajo. Pero se ha acercado a hablar con él porque le
gustaba; como un descanso de su trabajo. Y ahora no sabe qué hacer. Parece que
Jabavu pertenece a otra banda, o tal vez trabaje solo, y si es así su banda
debería saberlo.
Le echa un vistazo más y se da cuenta de que
camina con la cara seria, aparentemente indiferente a ella... Se acerca a él
rápidamente, pestañeando y mostrando la dentadura:
—¡Mentiroso! Me has dicho una mentira muy
grande, ésa es la verdad.
Jabavu se aparta de un respingo. ¡Uau! ¡Cómo
son estas mujeres!
—No te he mentido —contesta, enfadado—. Es
todo como te digo.
Empieza a alejarse de ella y piensa: “Qué
tontería hablar con ella. No entiendo a estas mujeres”.
La mujer lo mira y se fija en sus pies
descalzos, que sin duda nunca han calzado zapatos: ha dicho la verdad. Y en ese
caso... Se decide en un instante. Un chico recién llegado a la ciudad, capaz de
robar sin que lo pillen, tiene un talento que puede resultar muy útil. Lo sigue
y le habla con educación:
—Cuéntame cómo ha sido ese robo. Parece muy
astuto.
La vanidad espolea a Jabavu para contar la
historia exactamente tal como ha sido, mientras ella lo escucha pensativa.
—No deberías llevar puesta esa ropa —le dice
al fin—. Por que la señorita blanca se lo habrá contado a la policía y estarán
buscando entre los recién llegados para encontrar a quien la lleve.
Jabavu, sorprendido, le pregunta:
—¿Cómo van a encontrar unos pantalones y una
camisa en una ciudad llena de pantalones y camisas?
Ella se ríe y contesta:
—No sabes nada. Hay más policías para
vigilarnos que moscas en torno a un porridge. Ven conmigo, me quedaré tu ropa y
te daré otra igual de buena, pero distinta.
Jabavu le da las gracias con educación, pero
se aparta. Ha entendido que ella es una ladrona. Y él no se ve a sí mismo como
un ladrón: hoy ha robado, pero no merece ese apelativo. Más bien se siente como
si hubiera aprovechado las migas sobrantes de la comida de un rico. Tras una
pausa, pregunta:
—¿Conoces al señor Mizi, del 33 de Tree Road?
Por segunda vez, ella se lleva tal sorpresa
que se queda callada. Luego la invade la desconfianza y piensa: “Este hombre no
sabe nada de nada o, al contrario, es muy astuto”. Con sarcasmo, en el mismo
tono que el policía de la oficina de licencias, le dice:
—Tienes muy buenos amigos. ¿Por qué habría de
conocer yo a alguien tan importante como el señor Mizi?
Pero Jabavu le explica su encuentro nocturno
en el monte, le habla del señor y la señora Samu y de los demás, le cuenta lo
que le dijeron, cómo lo admiraron por haber aprendido a leer y escribir a solas
y le dieron el nombre del señor Mizi.
Al final la chica le cree, lo entiende y
piensa: “Desde luego, no debo dejarlo escapar. Nos ayudaría mucho en el
trabajo”. Y hay otro pensamiento, aún más poderoso: “¡Eh! ¡Qué guapo es!”.
Educado, Jabavu pregunta:
—¿A ti te cae bien esa gente? ¿El señor y la
señora Samu, el señor Mizi?
La mujer se ríe, burlona y decepcionada, porque
sólo quiere que piense en ella.
—¿Estás loco? ¿Crees que estoy loca? Son
estúpidos. Se llaman líderes de los africanos, hablan y hablan, escriben cartas
al gobierno: señores, por favor, dennos comida, dennos casas, no nos hagan
llevar licencias para todo. Y el gobierno les tira un chelín después de pasarse
años pidiendo y ellos dicen: “Gracias, señor”. Están locos. —Entonces se acerca
más a él, le apoya una mano en el codo y añade—. Además, son maleantes, ¿no te
diste cuenta? Si vienes conmigo te ayudaré.
Jabavu siente la cálida mano en su brazo
desnudo y ve que la mujer balancea las caderas y suaviza su mirada.
—¿Te gusto, guapo?
Jabavu contesta:
—Sí, mucho.
Caminan hacia el Distrito de los Nativos y
ella le habla de las cosas buenas que se pueden hacer, de películas, bailes y
copas. Se cuida mucho de no hablar de robos ni de la banda para no asustarlo. Y
hay otra razón: teme al hombre que dirige la banda. Piensa: “Si le gusto a este
nuevo que es tan listo, dejaré la banda y trabajaré sola con él”.
Como no está diciendo lo que piensa, hay algo
en sus maneras que confunde a Jabavu y por eso no se fía de ella: además le
vuelve el mareo a oleadas y hay momentos en que no oye lo que le está diciendo.
—¿Qué te pasa? —pregunta ella al fin, al ver
que Jabavu se detiene y cierra los ojos.
—Ya te he dicho que tengo hambre —contesta él
desde la oscuridad que lo rodea.
—Pues has de tener paciencia —responde ella
con ligereza, pues hace tanto tiempo que no pasa hambre que ha olvidado lo que
se siente. La mujer se irrita por lo despacio que caminan, e incluso piensa:
“Este hombre no sirve, no tiene suficiente fuerza para una mujer como yo”.
Luego ve que Jabavu está mirando una bicicleta que lleva una cesta en la parte
trasera y cuando estira el brazo para coger un pan de la cesta lo detiene con
un golpe.
—¿Estás loco? —le pregunta con voz aguda y
asustada, mirando a su alrededor.
Porque están rodeados de gente.
—Tengo hambre —repite él, sin dejar de mirar
las barras de pan. Ella saca enseguida algo de dinero de algún rincón de su
vestido, se lo da al vendedor y le pasa una barra a Jabavu. Este se pone a
comer ahí mismo con tal ansia que la gente se da la vuelta para fijarse en él y
reírse, mientras ella lo mira con los ojos abiertos de la impresión y le dice:
—Eres un cerdo. No eres un chico listo para
mí.
Y se aleja caminando y pensando: “No es más
que un chiquillo recién llegado del pueblo. Qué locura fijarme en él”.
Pero a Jabavu no le importa nada. Se come el
pan, siente que recupera las fuerzas y los pensamientos empiezan a moverse en
su mente como debe ser. Después de terminarse el pan busca a la chica, pero no
ve más que un vestido amarillo más adelante y el balanceo de la falda le
recuerda la burla de sus palabras: “Eres un cerdo...”. Jabavu acelera el paso
para atraparla; llega a su lado y le dice:
—Gracias por el pan, amiga. Tenía mucha
hambre.
Ella contesta sin mirarlo:
—Cerdo, perro sin educar.
—No, eso no es verdad —dice él—. Cuando un
hombre tiene tanta hambre no se puede hablar de educación.
—Pueblerino —le dice ella.
Sigue balanceando las caderas, pero piensa:
“No le hará daño ver que sé más que él”.
Entonces Jabavu, lleno de pan y con fuerzas
renovadas, le dice:
—No eres más que una zorra. Hay muchas chicas
listas en la ciudad, tan guapas como tú.
Y se adelanta en busca de otra chica guapa,
pero ella corre para alcanzarlo.
—¿Adónde vas? —le pregunta, sonriente—. ¿No
te he dicho que te ayudaría?
—No me llames pueblerino —contesta Jabavu,
majestuoso.
Está lleno de fuerza porque verdaderamente
ella no le importa más que el resto de las mujeres que ve a su alrededor. Ella
le lanza una mirada rápida de asombro y guarda silencio.
Ahora que ha llenado el estómago, Jabavu lo
mira todo de nuevo con interés, de modo que no hace más que preguntar y ella le
contesta con tono agradable:
—¿Por qué sale humo de esas casas grandes?
—Son fábricas.
—¿Qué es ese sitio lleno de trocitos de
jardín con cruces y piedras con formas de ángeles y vírgenes?
—Es el cementerio de los blancos.
Al fin, tras caminar mucho rato, abandonan la
calle principal para entrar en el Distrito de los Nativo y lo primero que
observa Jabavu es que, así como en la ciudad de los blancos la tierra queda
escondida bajo la hierba, los jardines o el asfalto, allí se levanta en nubes
rojas y espesas, muestra al sol una cara amarga y anodina, y hace que los
árboles parezcan atacados por una plaga de langostas, de tan rígidos y llenos
de polvo como se los ve. Además, los propios africanos lo rodean a él como una
plaga, hasta tal punto que tiene que plantarse con fuerza, como una piedra en
medio de un río rápido. Aun así sigue preguntando y le contestan que ese
terreno grande y vacío es para jugar a fútbol, y ese otro para lucha libre, y
así hasta que llegan a los edificios. Allí son como la casa del griego, pequeños,
feos, pobres. Pero hay muchos, y muy juntos. La chica camina y va contestando a
quienes la saludan con voz aguda y estridente y Jabavu observa que unas veces
la llaman Betty, otras Nada, otras Eliza. Pregunta:
—¿Por qué tienes tantos nombres?
Ella se ríe y contesta:
—¿Cómo sabes que no soy muchas chicas al
mismo tiempo?
Ahora, por primera vez, él también se ríe
como ella, en voz alta y clara, se dobla de risa porque le parece un buen
chiste. Luego se pone tieso y dice:
—Yo te llamaré Nada.
Ella contesta enseguida:
—Mi nombre de pueblo para mi chico de pueblo.
—No, me gusta más Betty —dice él de
inmediato.
Ella lo roza con sus muslos y dice:
—Mis mejores amigos me llaman Betty.
Él dice que le gustaría ver toda la ciudad
ahora mismo, antes de que oscurezca, y ella le explica que no llevará mucho
tiempo.
—La ciudad de los blancos es muy grande y
cuesta muchos días verla entera. Pero la nuestra es pequeña, aunque somos diez,
veinte, cien veces más. —Luego añade—: Eso es lo que llaman justicia.
Lo mira para ver qué efecto tiene la palabra
en él. Pero Jabavu recuerda que en boca del señor Samu sonaba distinta y frunce
el ceño. Al verlo, ella lo guía hacia delante y le habla de otras cosas.
Porque, si bien él no la entiende, ella sí comprende que los hombres iluminados
—que así los llaman ahora— han marcado muy hondo la mente de Jabavu con sus
palabras. Y piensa: “Si no tengo cuidado se irá con el señor Mizi y lo perderé
y la banda se enfadará mucho”.
Cuando pasan por la casa del señor Mizi, en
el número 33 de Tree Road, ella hace algunos chistes sobre ese hombre, pero
Jabavu guarda silencio y Betty piensa: “¿Y si lo dejo irse con el señor Mizi?
Porque si se va más adelante podría ser peligroso”. Sin embargo, no soporta la
idea de dejarlo ir; su corazón ya se ha ablandado y late por Jabavu. Lo guía
entre las calles con amabilidad y educación, contesta a todas sus preguntas
aunque su ignorancia la impaciente a veces. Le explica que las mejores casas,
las que tienen dos habitaciones y cocina, son de los africanos ricos, y que las
casas grandes de forma extraña se llaman “chozas Nissen” y en ellas duermen
veinte hombres solos; los chamizos grandes llamados Old Bricks son para los que
sólo ganan un poco de dinero; y ese edificio de allí es el Salón, para
reuniones y bailes. Luego llegan a un gran espacio abierto lleno de gente. Es
el mercado y por todas partes hay policías que caminan con látigos en la mano.
Jabavu piensa que aquella barra pequeña de pan, por blanco y agradable que
fuera, era poco para su estómago, que es grande y está vacío. Va mirando la
comida del mercado hasta que Betty le dice:
—Espera, luego comeremos algo mejor que esto.
Y Jabavu mira a la gente que compra
cacahuetes o mazorcas de maíz asadas para la cena y ya se siente superior a
ellos por lo que acaba de decirle Betty.
Al poco rato lo saca del mercado porque lleva
tanto tiempo viviendo allí que mirar a la gente no le parece tan interesante
como a él. Cuando se alejan del centro le dice:
—Y ahora nos vamos a Polonia.
Se sonroja de tanto reír. Jabavu se da cuenta
de que es un chiste y le pregunta:
—¿Qué tiene tanta gracia de Polonia?
Ella le contesta deprisa, antes de que se lo
impida la risa:
—En la guerra de los blancos que se acaba de
terminar, había un país llamado Polonia y hubo unas peleas terribles con muchas
bombas y ahora nosotros llamamos Polonia al lugar adónde estamos yendo porque
ahí hay muchas peleas y problemas.
Suelta una carcajada, pero se detiene al ver
que Jabavu se queda serio y callado. Está pensando: “No quiero problemas y
peleas”. Entonces, en voz bajita y alocada, como una niña, ella dice:
—Bueno, pues nos vamos a Johannesburgo.
—¿Y cuál es el chiste de Johannesburgo?
—pregunta él, esforzándose por disimular el miedo.
—Ese sitio también se llama Johannesburgo
porque en la capital también hay problemas y peleas. —Luego se parte de risa y
Jabavu ríe con ella por pura educación. Ella se da cuenta y, tratando de
impresionarlo, añade con un suspiro importante—: Ah, los blancos nos dicen: “Os
hemos salvado de las perversas guerras tribales; os hemos traído la paz”. Y sin
embargo tienen sus guerras y matan a tanta gente que cuando ves los números en
el periódico no los entiendes. —Se lo ha oído decir al señor Mizi en un mitin.
Al darse cuenta de que Jabavu está impresionado, prosigue—: Sí, lo llaman
civilización.
—No entiendo, ¿qué significa civilización?
—pregunta entonces Jabavu.
—Es como viven los blancos —contesta ella,
como una profesora—. Con casas, cines, vaqueros, comida y bicicletas.
—Entonces, la civilización me gusta —contesta
Jabavu, desde el pulso de lo más profundo de su hambre.
Betty suelta una risa amistosa y le dice:
—Menudo tontorrón estás hecho, amigo. Me
gustas.
Ahora están en un lugar de aspecto infernal
en el que hay muchos cobertizos altos de ladrillos dispuestos en fila y
chamizos de planchas hechas con barriles de petróleo aplastados, o con sacos y
cajas, y huele fatal.
—Esto es Polonia Johannesburgo —dice Betty,
mientras camina con cautela con sus zapatos bonitos entre la suciedad y la
inmundicia.
Los ojos fijos y horrorizados de Jabavu ven a
un hombre acurrucado sobre la hierba.
—¿No tiene dónde dormir? —pregunta como un
estúpido.
Ella le tira del brazo y dice:
—Déjalo, tonto, está enfermo de tanto beber.
Ahora está en su territorio y, aunque
asustada, le habla en un tono más natural porque se siente superior. Jabavu la
sigue, pero sus ojos no pueden despegarse de ese hombre que parece muerto. Y
mientras sigue a Betty siente el corazón pesado y ansioso. No le gusta este
sitio; tiene miedo.
En cambio, cuando entran en una casita un
poco separada de las demás se siente más a salvo. Están en una sala de
ladrillos rojos, con un banco pegado a la pared y unas sillas a un lado. El
suelo es de cemento rojo y en las vigas hay cintas de papel de color fijadas
con clavos. Hay dos puertas y al abrirse una de ellas aparece una mujer. Es muy
gorda, tiene una cara amplia y brillante y los ojos pequeños y rápidos. Lleva
la cabeza cubierta con una tela blanca y un vestido limpio de algodón rosa.
Lleva de la mano a un crío muy limpio. Mira a Betty con curiosidad y ésta le
dice:
—He traído a Jabavu, mi amigo, para que
duerma aquí esta noche.
La mujer asiente, mira a Jabavu y éste
sonríe. Le ha caído bien y piensa: “Es una mujer agradable de las de antes,
decente y respetable, y va con su hijito”.
Entra con Betty en una habitación contigua a
la sala grande y está bien que no diga lo que piensa porque ella lo
consideraría un tonto sin remedio, pues si bien es cierto que esa mujer, la
señora Kambusi, es amable a su manera, además de respetable, no deja de serlo
que su inteligencia le ha permitido dirigir el antro más rentable de la ciudad;
sólo una vez tuvo que ir al juzgado, y en condición de testigo. Esta mujer
amable e inteligente tiene cuatro hijos de padres distintos y ha enviado a los tres
mayores muy lejos, a la escuela católica, donde crecerán y se educarán y no
conocerán el lugar de donde sale el dinero para pagar su escolarización. Y el
pequeño también se irá el año que viene, antes de que tenga edad suficiente
para entender a qué se dedica la señora Kambusi. Luego pretende que sus hijos
vayan a Inglaterra y se hagan médicos y abogados. Porque es rica, muy rica.
Estar en esa habitación le hace sentirse
encerrado e inquieto. Es tan pequeña que solo cabe una cama estrecha, una cama
con patas y algo de espacio para caminar a su alrededor. Hay unos vestidos
colgados de un clavo de la pared en unos palos de madera. Betty se sienta en la
cama y lanza una mirada provocativa a Jabavu. Pero él se queda quieto, pasea la
mirada entre el techo bajo y las estrechas paredes y piensa: “¡Mis padres!
¡Cómo puedo vivir en una caja, como las gallinas!”.
Viendo que está distraído, ella dice:
—A lo mejor quieres comer ya.
Él la vuelve a mirar y contesta:
—Gracias, aún tengo mucha hambre.
—Se lo diré a la señora Kambusi —dice ella,
con una voz suave y sumisa que no acaba de gustarle, y sale de la habitación.
Al cabo de un rato lo llama y él sale de la
minúscula habitación, cruza la sala grande y pasa por la segunda puerta hacia
un cuarto donde se le abren los ojos de admiración. Hay una mesa con mantel de
verdad y muchas sillas alrededor y una cocina grande como las de los blancos.
Jabavu nunca se ha sentado en una silla, pero ahora sí lo hace y piensa:
“Pronto yo también tendré sillas como éstas para que mi cuerpo esté cómodo”.
La señora Kambusi está atareada con la
cocina, de cuyas ollas emana un olor maravilloso. Betty deja unos tenedores y
cuchillos sobre la mesa y Jabavu se pregunta cómo se va a atrever a usarlos sin
temor a parecer un ignorante. El chiquillo está sentado frente a él y lo mira
con ojos grandes y solemnes y Jabavu se siente inferior incluso a ese niño que
conoce las sillas, tenedores y cuchillos.
Cuando está listo el guiso, se lo comen.
Jabavu consigue que sus gruesos dedos manejen con dificultad el tenedor y el
cuchillo, tal como ve hacer a los demás, pero pronto olvida su incomodidad ante
el disfrute de las delicias de la comida nueva. Otra vez hay pescado, que viene
de los grandes lagos de Nyasaland, y verduras en un líquido espeso y sabroso, y
pasteles dulces y suaves con un azúcar rosado. Jabavu come sin parar hasta que
siente el estómago pesado y a gusto y nota que la señora Kambusi lo está
mirando.
—Has pasado mucha hambre —comenta ella en
tono agradable, en su propio lenguaje.
A Jabavu le parece que lleva meses sin oírlo,
en vez de sólo tres días, y contesta agradecido:
—Ah, amiga, usted es de los míos.
—Lo era —dice la señora Kambusi, con una
sonrisa extraña que, de nuevo, lo incomoda. Tiene algo de dureza, y sin embargo
no la interpreta como crueldad contra él. Sus ojos son rápidos y astutos, como
centellas negras. Le dice—: Escúchame, te voy a dar una pequeña lección. En los
pueblos se puede entrar, saludar a los hermanos y aceptar su hospitalidad por
derecho de sangre y de familia. Aquí no es igual y todo hombre es un extraño
hasta que demuestra ser un amigo. Y las mujeres también —añade, mirando a
Betty.
—Eso me han contado, madre —dice Jabavu,
agradecido.
—¿Qué te acabo de decir? No soy tu madre.
—Sin embargo, llego a la ciudad y ¿quién me
da algo de comer, si no es una mujer de mi propio pueblo?
Ella pasa al inglés y le dice:
—Pagarás por tu comida. Además, estás aquí
como amigo de Betty, no mío.
A Jabavu se le congela el ánimo por su
frialdad y porque no tiene dinero para pagar la comida. Luego se vuelve a fijar
en la mirada inteligente de esa mujer y entiende que se lo ha dicho con
amabilidad.
De nuevo en su lengua común, la mujer sigue
hablando:
—Y ahora, escúchame bien. Esta chica, cuyo
nombre no diré para que no sepa que estamos hablando de ella, me ha contado tu
historia. Me ha dicho que te encontraste con hombres iluminados en el monte,
por la noche, y que les caíste bien y te dieron el nombre de su amigo de la
ciudad. No voy a pronunciar ese nombre porque a los amigos de esta chica que
sigue aquí sentada intentando comprender lo que decimos no les gustan los
iluminados. Entenderás por qué cuando lleves más tiempo en la ciudad. Pero lo
que te quiero decir es lo siguiente: es probable que, como muchos chicos recién
llegados a la ciudad, tengas muchas ideas agradables sobre la vida y sobre lo
que vas a hacer. Pero es una vida dura, mucho más dura de lo que te crees
ahora. Mi vida ha sido dura y aún lo es, aunque me ha ido bien porque he usado
la cabeza. Y si me dieran la oportunidad de volver a empezar, sabiendo lo que
ahora sé, no desperdiciaría a la ligera ese papelito con un nombre escrito en
él. Significa mucho entrar en esa casa como amigo, ser amigo de ese hombre.
Recuérdalo.
Jabavu escucha con la mirada gacha. Parece
que dentro de él hablen dos voces distintas. Una dice: “Esta es una mujer de
gran experiencia, hazle caso, lo dice por tu bien”. La otra: “¡Vaya! Otra
metomentodo dándote consejos; una vieja que ha olvidado las emociones de la
juventud, otra que te quiere ver tan tranquilo y adormilado como ella”.
La mujer sigue hablando, inclinada hacia
delante, con los ojos fijos en él:
—Escúchame. Cuando supe que habías coincidido
con los iluminados antes de entrar en la ciudad, me pregunté qué clase de buena
suerte será la que te acompaña. Luego recordé que habías pasado de sus manos a
las de quien ahora nos acompaña en la mesa, que las mantiene retorcidas con
enfado porque no entiende lo que decimos. Tienes una suerte muy variada, amigo.
Y sin embargo muy poderosa, porque miles de los nuestros entran en esta ciudad
sin saber nada de los hombres iluminados, ni de los de la oscuridad, para
quienes trabaja esta chica, más allá de lo que oyen contar a otros. Pero como
parece que has de elegir, te quiero decir, y ahora hablo como uno de los tuyos,
como tu madre, que si no dejas a esta chica y te vas de inmediato a la casa
cuya dirección conoces, serás un tonto.
Deja de hablar, se levanta y dice:
—Ahora vamos a tomar un té.
Sirve en las tazas un té muy fuerte y dulce y
Jabavu lo prueba por primera vez y lo encuentra bueno. Mientras bebe mantiene
la mirada baja por temor a cruzarse con la de Betty. Porque nota que está
enfadada. Además, no quiere que la señora Kambusi se de cuenta de lo que está
pensando, es decir, de que no quiere dejar a Betty: tal vez más adelante, pero
todavía no. Porque ahora que su cuerpo está alimentado y descansado se llena de
deseo por esa chica. Cuando se levantan los dos, él mantiene la mirada baja y
así ve cómo Betty deja dinero en la mesa para pagar la comida. ¡Cuánto dinero!
Son cuatro chelines por cada uno. Le asombra que estas mujeres manejen
semejantes cantidades con esa naturalidad. Luego echa un rápido vistazo a la
señora Kambusi y observa que ella le dirige una mirada dura e irónica, como si
entendiera muy bien todo lo que pasa por su mente.
—Gracias por lo que me ha contado —dice,
porque no quiere perder su favor.
Ella responde:
—Ya me lo agradecerás cuando te beneficies de
ello.
Sin volver a mirarlo, coge un libro, sienta
al niño en su rodilla y se pone a enseñarle cosas del libro mientras los
jóvenes dan las buenas noches y se van.
—¿Qué te ha dicho? —pregunta Betty en cuanto
cierran la puerta.
—Me ha dado buenos consejos sobre la ciudad
—contesta Jabavu. Luego, como quiere que le hable de ella, añade—: Es una mujer
buena e inteligente.
Pero Betty se ríe, burlona:
—Es la mayor maleante de la ciudad.
—Ah, ¿sí? —pregunta él, sorprendido.
Ella balancea un poco las caderas y dice:
—Ya lo verás.
Jabavu no se lo cree. Llegan a la habitación
de Betty y Jabavu la empuja hacia la cama y la rodea con un brazo de tal modo
que la mano queda posada en el pecho.
—¿Cuánto? —pregunta ella con un desprecio que
debería exasperarlo.
Jabavu nota la pesadez de su mirada y se
limita a contestar:
—Ya sabes por mi propia boca que no tengo
dinero.
Ella se acomoda con soltura en sus brazos y,
riéndose para provocarlo, le dice:
—Quiero cinco chelines, o mejor quince.
Jabavu contesta, burlón:
—O mejor quince libras.
—Para ti, gratis —dice ella, suspirando.
Jabavu la toma por placer y deja que ella
busque el suyo hasta que no puede más y se queda despatarrado en la cama, medio
desnudo, pensando: “Es mi primer día en la ciudad. ¿Hay algo que no haya hecho?
Tiene razón la señora Kambusi cuando dice que la buena suerte me acompaña. Incluso
he disfrutado de una chica elegante de la ciudad, y sin pagar”. Las palabras se
convierten en una canción.
Aquí está Jabavu, en la ciudad.
Tiene una camisa amarilla y pantalones nuevos,
ha comido como un león,
ha llenado a una mujer de la ciudad con su fuerza.
Jabavu es más fuerte que la ciudad.
Es más fuerte que un león.
Es más fuerte que las mujeres de la ciudad.
La canción circula adormecida por su mente y se desvanece en un sueño y Jabavu se despierta y encuentra a la mujer al pie de
la cama, mirándolo impaciente y diciéndole:
—Duermes como las gallinas cuando se pone el
sol.
Perezoso, contesta:
—Estoy cansado por el viaje desde la aldea.
—Pero yo no estoy cansada —contesta ella con
ligereza. Y luego añade—: Esta noche voy a bailar; contigo, o con quien sea.
Jabavu no contesta. Se limita a bostezar y
piensa: “Sólo es una mujer como cualquier otra. Ya he gozado de ella y ahora no
me importa. Hay muchas más en la ciudad”.
Al cabo de un rato, con esa voz dulce y
humilde, ella dice:
—Era una broma. Venga, levántate, vago. ¿No
quieres ver el baile? —Luego, astuta, añade—: Así también verás que la señora
Kambusi, la lista, lleva un antro.
A esas alturas, a Jabavu no le parece
importante la señora Kambusi, ni todo lo que le ha dicho. Bosteza, se levanta
de la cama, se pone los pantalones y se peina. Ella lo mira con amargura y
admiración:
—Pueblerino —le dice con voz muy suave—. No
llevas ni medio día en la ciudad y ya te comportas como si te hubieras cansado
de ella.
Eso le gusta, no en vano se lo ha dicho para
eso. Le toquetea un poco el pecho, luego las nalgas, hasta que ella le da una
palmada de placer y se ríe y salen juntos a la otra sala. Ahora está llena de
gente sentada en los bancos en torno a la pared, además de algunos hombres que
tocan música en las sillas del fondo. Al otro lado de la puerta abierta ya es
de noche y no hace más que entrar gente.
—Entonces, ¿esto es un antro? —pregunta
Jabavu, dudoso porque parece un lugar respetable.
—Ya verás lo que es —contesta ella.
Empieza la música. Forman la banda un
saxofón, una guitarra, un barril de petróleo que sirve de tambor, una trompeta
y dos latas para la percusión. Jabavu no conoce esa música. Al principio la
gente no baila. Se quedan sentados con tazas de latón en las manos y mueven las
extremidades, al tiempo que agitan la cabeza cuando los penetra la música.
Entonces se abre la otra puerta y entra la
señora Kambusi. Parece la misma de antes, limpia y agradable con su vestido
rosa. Lleva una jarra grande en la mano y va pasando de una taza a otra, sirviendo
licor y poniendo la otra mano para recoger el dinero. La sigue un niño pequeño.
No es su hijo, que ahora duerme en la habitación contigua y tiene prohibido ver
cuanto ocurre en esa sala. No, es un niño que la señora Kambusi alquila a una
familia pobre y su trabajo consiste en salir corriendo a la oscuridad, a un
lugar donde hay un barril de licor enterrado, para que si llega la policía no
lo encuentre en la casa, además de recoger el dinero y dejarlo en un lugar
seguro bajo la pared.
El skokian es una bebida perversa y peligrosa, y es ilegal. Se hace rápidamente,
en un solo día, y contiene muchas sustancias diferentes. Esta noche tiene maíz,
azúcar, tabaco, alcohol etílico, betún y levadura. Algunas reinas del skokian usan cosas mágicas, como las extremidades
de un muerto, pero la señora Kambusi no cree en la magia. Gana mucho dinero sin
ella.
Cuando llega a Jabavu, le pregunta en voz
baja y en su idioma común:
—Entonces, ¿quieres probarlo?
—Sí, madre —contesta él, con humildad—. Me
gustaría probarlo.
—Yo nunca lo he bebido —contesta ella—,
aunque lo preparo todos los días. Pero te voy a dar un poco.
Le sirve media taza en vez de llenarla y
Jabavu, con esa voz tan hosca, hambrienta y enfadada de la juventud, le dice:
—La quiero llena.
Ella se detiene cuando ya se daba la vuelta y
le dirige una mirada de amargo desprecio.
—Eres tonto —le dice—. Este veneno lo hacen
los listos para que beban los tontos. Y tú eres de los tontos.
Sin embargo, le sirve más skokian, hasta que se derrama, y sonríe para
que nadie se dé cuenta de que está enfadada y luego sigue recorriendo la hilera
de hombres y mujeres sentados, haciendo bromas y riéndose, mientras el
chiquillo que va tras ella sostiene una bandeja de dulces, frutos secos y
pasteles recubiertos de azúcar.
Betty, celosa, pregunta:
—¿Qué te ha dicho?
—Me regala la bebida porque somos del mismo
distrito —contesta Jabavu.
Es cierto que ella se ha olvidado de
cobrarle.
—Le caes bien —afirma Betty.
Le gusta ver que está celosa. “Bueno”,
piensa, “estas chicas lisas son tan simples como las del pueblo.” Y mientras lo
piensa dirige una sonrisa hacia la señora Kambusi, al otro lado de la sala,
pero se da cuenta de que ella lo mira sólo con desprecio y Betty se ríe de él.
Jabavu se pone en pie de un salto para disimular su vergüenza y se pone a
bailar. Siempre ha sido un gran bailarín.
Traza un baile invitador en torno a la chica,
soltando las piernas hasta que ella se echa a reír, se levanta y se une a él, y
al instante la sala se llena de gente que se retuerce, grita y patalea, y
pronto se llena el aire de polvo y el techo tiembla y hasta las paredes parecen
agitarse. A Jabavu le entra sed y se lanza hacia su taza, que se ha quedado en
el banco. Bebe un gran trago y es como si hubiera tragado fuego. Tose y se
atraganta mientras Betty se ríe.
—Pueblerino —le dice, aunque en un tono suave
y admirado.
Jabavu responde a la provocación, alza la
taza y se la bebe entera. El líquido penetra por su cuerpo, ilumina de locura
sus extremidades, su vientre, su cerebro. Ahora sí que baila de verdad, primero
como un toro, plantado ante la chica con la cabeza gacha y los hombros
inclinados hacia delante, olisqueándole los pechos mientras ella los menea para
él; luego, como un gallo, de puntillas y con los brazos estirados, levantando
las rodillas y rascando el suelo con los talones, y la chica no para de
retorcerse y agitarse ante él, tiemblan sus caderas, se bambolean sus pechos,
gotea sudor por todo el cuerpo. Al poco rato Jabavu la atrapa, la lleva entre
los demás bailarines hasta la otra habitación y la lanza a la cama. Luego
regresan a la sala y siguen bailando.
Después se acerca la señora Kambusi con su
gran jarra blanca y al ver que él extiende el brazo con la taza se la rellena y
le dice:
—Claro que sí, mi amigo listo, bebe, bebe
tanto como puedas.
Esta vez pone la mano para cobrar y Betty le
da dinero. Jabavu se lo bebe todo de un trago y se tambalea por la fuerza de la
bebida y la habitación le empieza a dar vueltas. Luego baila en un amasijo
prieto de sudor y gente que salta, baila como un diablo y la luz de la locura
le ilumina la cara. Más tarde, aunque él no sabe cuánto tiempo ha pasado, se
oye un grito de la señora Kambusi:
—¡Policía!
Betty lo agarra y lo empuja hacia el banco.
Se sientan, y entre una bruma de alcohol y mareo ve que todo el mundo ha
vaciado su taza y el niño las está rellenando con limonada. Entonces, tras una
señal de la señora Kambusi, tres parejas se levantan y se ponen a bailar, pero
de otro modo. Cuando entran dos policías negros no hay
skokian en la sala, el baile está tranquilo y los
hombres de la banda tocan una balada que no contiene fuego.
La señora Kambusi, tan tranquila como si
estuviera moliendo cereales en su pueblo, sonríe a los policías. Dan una vuelta
mirando las tazas, pero saben que no encontrarán
skokian porque ya han hecho otras expediciones en ese
baile. Es casi como si llegaran unos viejos amigos. Sin embargo, cuando termina
el registro de licor, empiezan a buscar gente sin licencia; en ese momento dos
hombres se agachan para pasar bajo sus brazos y salir corriendo, y la señora
Kambusi sonríe y se encoge de hombros como si dijera: “¿Acaso es culpa mía que
no tengan licencia?”.
Cuando los policías se acercan a Jabavu él
les enseña su licencia para buscar trabajo y su situpa. Le preguntan cuándo ha llegado a la ciudad y él contesta:
—Esta mañana.
Se miran. Luego uno de ellos pregunta:
—¿De dónde has sacado esa ropa tan elegante?
Jabavu pone los ojos en blanco, tensa los
pies, está a punto de salir volando hacia la puerta cuando la señora Kambusi da
un paso adelante y dice que se la ha dado ella. Los policías se encogen de
hombros. Uno de ellos dice a Jabavu:
—No te ha ido mal, para ser tu primer día en
la ciudad.
Lo dice en un tono desagradable y Jabavu nota
la mano de Betty en su brazo. Le está diciendo: “Estate callado, no hables”.
Guarda silencio. Al irse, los policías se
llevan a cuatro hombres y una mujer que no tenían la licencia adecuada. La
señora Kambusi los sigue hasta más allá de la puerta y le pone a cada uno una
libra en la mano; intercambian formalidades de buen humor y luego la señora
Kambusi regresa sonriente.
Esa mujer lleva tanto tiempo dirigiendo el
antro con muchos beneficios no sólo porque es muy lista para conseguir que
nunca encuentren en la casa su skokian, ni grandes sumas de dinero; también por el dinero que le paga a la
policía. Así les resulta más fácil dejarla en paz. Si a un antro de esa clase
se lo puede considerar tranquilo, el suyo lo es. Si la policía busca a un
delincuente, antes irá a otras reinas del skokian. Ella les envía a menudo un mensaje: ¿Están buscando a Fulano, que se
metió anoche en una pelea? Pues está en tal sitio. Ese arreglo es bueno para
todos, salvo acaso para la gente que bebe skokian, pero no es culpa de la señora Kambusi que haya tantos tontos por ahí.
Tras unos minutos de calma, por pura cautela,
la señora Kambusi hace una seña a la banda, cambia el ritmo de la música y se
reanuda el baile. Pero ahora Jabavu ya no es consciente de lo que hace. Los
demás lo ven bailar, gritar y beber, pero él no recuerda nada desde la salida
de la policía. Cuando se despierta se encuentra tumbado en la cama y ya es
mediodía, porque así lo afirman el sesgo de la luz y su color. Jamás se ha
sentido como ahora. Dentro de su cabeza hay algo pesado y suelto que rueda cada
vez que se mueve, y cada mínimo movimiento levanta oleadas de un terrible
mareo. Es como si su propia carne se disolviera y sin embargo luchara por no
disolverse, y el dolor lo atraviesa como un cuchillo y siente las extremidades
muy pesadas e inútiles. De modo que se queda tumbado, sufriendo y deseando
estar muerto; a veces llega a sus ojos la oscuridad y luego desaparece con un
resplandor y al cabo de mucho rato siente un peso enorme en un brazo y entonces
recuerda la presencia de la chica. Ella también está tumbada y sufre y gime, de
modo que siguen así mucho rato. Ya está entrada la tarde cuando se levantan y
se miran. La luz sigue temblando en sus ojos, así que no consiguen ver bien de
inmediato. Jabavu piensa: “Esta mujer es muy fea”. Ella piensa lo mismo de él y
se va a trompicones de la cama a la ventana, donde se apoya, tambaleándose:
—¿Bebes esto a menudo? —pregunta Jabavu,
asombrado.
—Te acostumbras —contesta ella, enfurruñada.
—¿Pero muy a menudo?
En vez de contestar directamente, ella le
dice:
—¿Qué le vamos a hacer? Sólo tenemos un salón
de bailes y somos miles. En el salón quizás quepan trescientos o cuatrocientos.
Y allí venden una cerveza muy mala, hecha por los blancos, que no se parece a
la nuestra. Y la policía nos vigila como si fuéramos niños. ¿Qué esperabas?
Esas palabras amargas no afectan a Jabavu
porque no responden a lo que ella considera cierto, sino a lo que ha oído decir
en algún discurso. Además, está asombrado de que ella pueda beber ese licor tan
a menudo y seguir viva. Descansa la cabeza en una mano y se balancea adelante y
atrás, gimiendo. Luego el balanceo lo marea, así que permanece quieto. De nuevo
pasa el tiempo y la oscuridad empieza a instalarse fuera.
—Caminemos un poco —propone ella—. Así se nos
pasa el mareo.
Jabavu abandona la cama con escaso equilibrio
y pasa a la sala. Ella lo sigue. La señora Kambusi los oye, asoma la cabeza por
la puerta y, con voz dulce, educada y desdeñosa, pregunta:
—Bueno, mi buen amigo, ¿qué te parece el skokian?
Jabavu baja la mirada y contesta:
—Madre, nunca volveré a probar esa bebida.
Ella lo mira como si fuera a decirle: eso ya
lo veremos. Luego, pregunta:
—¿Quieres comer algo?
Jabavu se estremece y, superando el mareo,
dice:
—Madre, nunca volveré a comer.
La chica, en cambio, interviene:
—No tienes ni idea. Sí, vamos a cenar. Será
bueno para el mareo.
La señora Kambusi asiente y desaparece por la
puerta; salen los dos a caminar, moviéndose como gallinas enfermas entre las
chabolas de planchas y sacos y luego llegan a la zona de hierba sucia y
desmañada.
—Es una mala bebida —dice ella con
indiferencia—. Pero si no la bebes cada día no pasa nada. Llevo cuatro años
viviendo aquí y la tomo unas dos o tres veces al mes. Me gustan las bebidas de
los blancos, pero la ley prohíbe comprarlas porque dicen que podríamos coger
malas costumbres, así que tenemos que pagar mucho dinero a los negros para
tener nuestra propia bebida.
Les parece que las piernas ya no pueden
llevarlos más allá y se quedan quietos, con la brisa del anochecer en la cara,
una brisa que llega desde los montes y llanuras que se alcanzan a ver a muchos
kilómetros de distancia, amasados en la oscuridad bajo las estrellas
primerizas. Hay un viento fresco y el mareo se aquieta en sus estómagos, de
modo que regresan caminando despacio pero con más fuerza. En el umbral de uno
de los edificios de ladrillos hay un hombre tumbado, inmóvil, y a Jabavu ya no
le hace falta preguntar qué le pasa. Aun así se detiene, llevado por el impulso
de ayudarlo, porque ve sangre en su ropa. La chica le dirige una mirada larga y
ansiosa y le dice:
—¿Estás loco? Déjalo en paz.
Y tira de él para apartarlo de ahí. Jabavu la
sigue, pero va echando miradas atrás y dice:
—Es verdad que en esta ciudad todos somos
extranjeros.
Habla en voz grave y preocupada. Betty se da
cuenta de que está avergonzado y contesta enseguida:
—¿Es culpa mía? Si nos ven cerca de este
hombre podrían creerse que lo hemos herido nosotros... —Como Jabavu aún parece
desdichado y hosco, sigue hablando con una nueva voz, llena de tristeza—: Ah,
mi madre. A veces me pregunto qué hago aquí, cómo se me va la vida entre
estúpidos y maleantes. Me crié en una misión de monjas católicas y fíjate a qué
me dedico. —Mira a Jabavu para ver cómo encaja su tristeza y comprueba que no
le afecta. Su sonrisa le da mucha rabia y grita—: Sí, todo porque todos son
unos mentirosos y tramposos. Cinco hombres me han propuesto casarme con ellos
para que pueda vivir en una casa como debe ser, como las que alquilan a las
parejas casadas. Las cinco veces el hombre se ha largado después de que le
comprara ropa, le diera de comer y me gastara en él mucho dinero. —Jabavu
camina en silencio a su lado con el ceño fruncido y ella sigue hablando—: Sí, y
tú también, muchacho de pueblo. ¿Te vas a casar conmigo? Has dormido conmigo,
no una vez sino seis, siete, todas en la misma noche, y no te has gastado ni un
penique, aunque he visto que llevas un chelín en el bolsillo porque lo registré
mientras dormías, y te he dado de comer y de beber, y te he ayudado.
Se acerca mucho a él, con los ojos
entrecerrados y negros de puro odio, y Jabavu se queda boquiabierto de sorpresa
porque ella acaba de abrir el bolso y ha sacado un cuchillo y lo mueve con
destreza de tal modo que se refleja en su hoja la pálida luz del cielo. “¡Uau!
—piensa Jabavu—. He dormido toda la noche con una mujer que me registra los
bolsillos y lleva un cuchillo en el bolso.” Pero guarda silencio, aunque ella
se acerca tanto que ya tiene los hombros apoyados en su pecho y Jabavu siente
la punta del cuchillo en el estómago.
—Si no te casas conmigo, te mato.
A Jabavu se le aflojan las piernas. Luego
recupera el coraje a punta de desprecio y le retuerce la muñeca de tal modo que
el cuchillo cae al suelo.
—Eres una mala mujer —dice—. No me voy a
casar con una mala mujer que lleva un cuchillo y dice cosas feas.
Entonces ella rompe a llorar al tiempo que se
arrodilla y tantea el suelo en busca del cuchillo. Se levanta, guarda el
cuchillo con cuidado en el bolso y dice:
—Esta ciudad es mala. Aquí, la vida es mala y
difícil.
Jabavu no se ablanda porque una voz interior
le está diciendo lo mismo y no se lo quiere creer, pues su hambre por las cosas
buenas de la ciudad sigue siendo la misma.
Por segunda vez se sienta a la mesa de la
señora Kambusi y come. Hay patatas fritas con manteca y sal, y luego maíz
hervido con sal y aceite, después más de esos pastelitos con azúcar rosado que
tanto le gustan, y para terminar unas tazas de té caliente y dulce. Una vez
terminado, dice:
—Tenías razón. Se me ha pasado el mareo.
—¿Ya estás listo para volver a beber skokian? —pregunta la señora Kambusi, en tono educado.
Jabavu le lanza una rápida mirada, porque la
calidad de su cortesía ha cambiado. Le parece que sus ojos son ahora
aterradores, como si con ese tono frío y silenciosamente amargo le dijeran:
“Bueno, amigo, puedes matarte con el skokian, puedes gastar todas tus fuerzas con esta chica hasta que las pierdas
del todo, a mí no me importa. También podrías tener sentido común y convertirte
en uno de los iluminados. Tampoco me importa. No me importa nada. Ya he visto
demasiado”. La mujer descansa su abultado cuerpo en el respaldo de la silla,
remueve el té con una bonita cuchara brillante y le sonríe con una mirada fría
y astuta hasta que Jabavu se levanta y dice:
—Vayámonos.
Betty se levanta también, paga ocho chelines
como la noche anterior y, tras dar las buenas noches, salen los dos.
—No sólo he pagado mucho por tus comidas
—dice Betty en tono amargo—, sino que duermes en mi habitación y tu querida
señora Kambusi, a quien llamas madre, me cobra un buen alquiler por eso, te lo
aseguro.
—¿Y qué haces en tu habitación? —pregunta
Jabavu, entre risas.
Betty le pega. Él le agarra las dos muñecas
con una mano y con la otra le toca el pecho.
—No me gustas —dice Betty.
Él la suelta sin dejar de reír y contesta:
—Ya lo veo.
Entra en la habitación y se tumba en la cama
como si tuviera algún derecho, y ella entra sumisa tras él y se tumba a su
lado. Jabavu está pensando, y además tiene hasta los huesos cansados y
doloridos, pero ella quiere hacer el amor y empieza a toquetearlo hasta que
Jabavu le aparta la mano y dice:
—Sólo quiero dormir.
Al oír eso, Betty se levanta enfadada y
pregunta:
—¿Y tú eres un hombre? No, sólo eres un
chiquillo de pueblo.
Jabavu no lo soporta. Se levanta, la tumba en
la cama y le hace el amor hasta que ella no puede moverse más, ni hablar.
Entonces, con un desprecio arrogante, le dice:
—Ya te puedes callar.
Sin embargo, por mucho que se enorgullezca de
su conocimiento de la naturaleza de las mujeres, Jabavu está pasando por un mal
momento y no consigue dormir. Hay una guerra en su interior. Piensa en los
consejos que le ha dado la señora Kambusi y, como le cuesta seguirlos, decide
que no es más que una maleante y una reina del skokian. Piensa en el señor Samu, su mujer y su amigo, en lo bien que les cayó
y lo listo que lo consideraron, y cuando está a punto de decidirse a ir en su
busca, la idea de las dificultades de su vida le hace gruñir. Piensa en esta
chica, en lo mala que es, sin pudor ni belleza siquiera, salvo la que le conceden
la elegancia de sus ropas, y luego recupera el orgullo y empieza a nacerle una
canción: soy Jabavu, tengo la fuerza del toro, mi fuerza es capaz de hacer
callar a una mujer muy ruidosa...
Entonces recuerda que sólo tiene un chelín y
que debe conseguir más dinero. Porque Jabavu todavía cree que tendrá un trabajo
de verdad para ganarse la vida, no piensa en robar. Y por eso, aunque hace
apenas media hora que ha pedido a la chica que se duerma, la agita en la cama y
ella se despierta, reticente, arrugando la piel en torno a los ojos para
defenderse del brillo de la bombilla sin pantalla que cuelga del techo.
—Quiero saber cuál es el trabajo mejor pagado
de la ciudad —exige.
Al principio Betty pone cara de tonta, pero
al entender lo que le está preguntando se ríe con sorna y contesta:
—¿Aún no sabes cuál es trabajo mejor pagado?
—Cierra los ojos y le da la espalda. Él la vuelve a agitar y ella se enfada—.
Ah, cállate, niñato de pueblo. Te lo enseñaré mañana.
—¿Qué trabajo da más dinero? —insiste Jabavu.
Entonces ella se vuelve, se apoya en un codo
y lo mira. Tiene cara de amargura. No es la amargura genuina que se aprecia en
el rostro de la señora Kambusi, sino más bien la autocompasión de una mujer. Al
cabo de un rato, dice:
—Bueno, tontorrón, puedes trabajar en las
casas de los blancos y si te portas bien y trabajas muchos años tal vez llegues
a ganar dos o tres libras por mes.
Se ríe por la pequeñez de la suma. En cambio
a Jabavu le parece mucho. Por un instante recuerda que las comidas de la señora
Kambusi cuestan cuatro chelines, pero piensa: “Al fin y al cabo es una
maleante. Seguro que me engaña”. La causa de su confusión es que no consigue
creer que a él, a Jabavu, no le vaya a bastar con poner la mano para conseguir
lo que quiere. Ha soñado mucho y con mucha pasión con esta ciudad; la esencia
de un sueño consiste en que ha de llegar disfrazado, con una amplia sonrisa, y
en su cara oculta ha de llevar la leyenda: “Este es el precio”.
—¿Y en las fábricas? —pregunta.
—Tal vez una libra al mes, más la comida.
—Entonces, mañana iré a las casas de los
blancos. Es mejor tres libras que una.
—No seas tonto, para ganar tres libras tienes
que llevar años trabajando.
Pero Jabavu, habiéndose decidido, se duerme
de inmediato. Ahora es ella la que permanece despierta, pensando que ha sido
una locura juntarse con un hombre de pueblo que no sabe nada de la ciudad;
luego la invade la tristeza, una tristeza antigua, porque está en su naturaleza
amar la indiferencia de los hombres y no es ni mucho menos la primera vez que permanece
despierta junto a un hombre dormido, pensando que la va a abandonar. Luego le
entra el miedo, porque pronto deberá hablar de Jabavu a los de la banda, en la
que hay un hombre, que se hace llamar Jerry, tan listo que se dará cuenta de
que su interés por Jabavu es más personal que profesional.
Al fin, incapaz de ver una salida a sus
problemas, se deja llevar por una amargura que ni siquiera es suya, sino un
mero contagio de las cosas que dicen los demás: repite que los blancos son
malos y los negros viven como cerdos, que no hay justicia y que si ella es mala
no es por su culpa... Muchas cosas por el estilo, hasta que su propia mente
pierde el interés y al fin se queda dormida. Al despertarse por la mañana ve
que Jabavu se está peinando; está muy guapo con su camisa amarilla. Piensa con
maldad: “La policía está buscando esa camisa, así que se va a meter en un lío”.
Sin embargo, parece que su deseo de herirlo no es tan fuerte como ella cree,
porque saca una maleta de debajo de la cama, coge una camisa rosa, se la tira y
le dice:
—Ponte ésta, si no te detendrán.
Jabavu le da las gracias, como si diera por
hecho que merece esas atenciones, y luego dice:
—Ahora, enséñame dónde puedo conseguir un
buen trabajo.
—No voy a ir contigo —le dice ella—. Tengo
que ganar mi propio dinero. He gastado tanto en ti que no me queda nada.
—Yo no te pedí que gastaras dinero en mí
—dice Jabavu con crueldad. Ella vuelve a sacar su cuchillo y lo amenaza. Pero
Jabavu le dice—: No seas estúpida. No me da miedo tu cuchillo.
Entonces Betty se pone a llorar. Y la
masculinidad de Jabavu, tan llena de orgullo que él se siente capaz de
cualquier cosa, le dice que debe consolarla. Por eso la rodea con un brazo y le
dice:
—No llores. Eres una buena chica, aunque un
poco alocada. —Y también le dice—: Te quiero.
Ella llora y contesta:
—Conozco a los hombres. Tú no vas a volver.
Él sonríe y dice:
—A lo mejor sí, a lo mejor no.
Luego se levanta, sale y lo último que ella
ve esa mañana son sus dientes blancos asomados a una sonrisa alegre. Betty sigue
llorando un rato, luego se enfada y después sale a buscar a Jerry y a los de la
banda, pensando todo el rato en esa sonrisa impúdica y en la manera de
convencer a los de la banda para que acepten a Jabavu.
Jabavu sale de ese lugar que llaman Polonia y
Johannesburgo, cruza el Distrito de los Nativos y toma la ajetreada calle que
lleva a la ciudad de los blancos, donde están las casas buenas. Una vez allí se
pasea un poco para escoger la casa que más le guste. Su éxito desde que llegó a
la ciudad se ha inflado en su mente, e imagina que le bastará con llamar a la
primera casa que escoja para que le abran la puerta y le digan: “Ah, ahí está
Jabavu. Te estábamos esperando”. Cuando al fin escoge una, entra por la verja
delantera y se queda mirando a su alrededor. Una anciana blanca que está
cortando unas flores con unas tijeras resplandecientes se dirige a él con voz
aguda:
—¿Qué quieres?
—Busco trabajo —contesta él.
—Vete a la parte trasera. ¡Menudo descaro!
Jabavu se queda plantado ante ella con
insolencia, hasta que la mujer le grita:
—¿Me has oído? Ve a la parte trasera. ¿Desde cuando se entra por delante en una casa para pedir trabajo?
Así que Jabavu sale del jardín, maldiciendo a
la mujer entre dientes y oyendo sus quejas sobre los negritos malcriados, y se
dirige a la parte trasera, donde un sirviente le dice que no hay ningún trabajo
para él. Jabavu está rabioso. Sale a la acera a grandes zancadas y su rabia se
convierte en palabras de odio: puta blanca, mujer asquerosa, todos los blancos
son cerdos. Luego entra en la parte trasera de otra casa. Hay un huerto grande,
con vegetales, un gato gordo y feliz sentado en el césped y un bebé en una
cesta, debajo de un árbol. Pero no se ve a nadie. Espera, se pasea un poco,
mira con cuidado por las ventanas, el bebé murmura en su cesta y menea los
brazos y las piernas, y Jabavu ve unos cuantos pares de zapatos en el porche
trasero, dispuestos en fila para que alguien los limpie. No puede evitar
mirarlos. Calcula la talla a ojo y la compara con sus pies. Echa un vistazo a
su alrededor; sigue sin ver a nadie. Agarra el par de zapatos más grandes y
sale a la acera. No puede creer que sea tan fácil, se le eriza la piel de puro
miedo a oír alguna voz enfadada, o unos pies que corran tras él. Sin embargo,
como no pasa nada, se sienta y se pone los zapatos. Como nunca ha llevado, no
sabe si la incomodidad se debe a que son demasiado pequeños, o a que sus pies
no están acostumbrados. Camina un poco con ellos y sus piernas dan unos pasitos
cortos y afectados por el dolor, pero Jabavu está orgulloso. Ahora va vestido
como un blanco, incluso por los pies.
Llega a la parte trasera de otra casa y esta
vez hay una mujer que le pregunta qué sabe hacer.
—De todo —contesta.
—¿Sabes cocinar, o cuidar la casa?
Se queda callado.
—¿Cuánto ganabas antes? —Como sigue sin
hablar, ella le pide que le enseñe la situpa. Nada más verla, le dice, enfadada—: ¿Por qué mientes? Acabas de
llegar.
Así que sale de nuevo a la acera, molesto y
ofendido, pero pensando en lo que acaba de aprender, y al llegar a la siguiente
casa, cuando una mujer le pregunta qué sabe hacer, le dirige una mirada humilde
y afirma con voz quebrada que nunca ha trabajado en casas de blancos, pero que
aprenderá rápido. Está pensando: “Tengo tan buen aspecto con esta ropa que a esta
mujer le voy a gustar por mi elegancia”. Sin embargo ella le dice que no quiere
a un chico sin experiencia. Ahora, mientras se aleja, Jabavu siente el frío y
la desdicha en el corazón y le parece que no hay nadie en el mundo que lo
quiera. Silba con desenvoltura, da unos cuantos pisotones con sus elegantes
zapatos nuevos y piensa que sin duda no tardará en encontrar un trabajo bueno y
bien pagado, pero en la siguiente casa la mujer le ofrece trabajo duro por doce
chelines al mes. Jabavu contesta que no puede aceptar doce chelines y ella le
devuelve la situpa y le dice
que sin experiencia no va a conseguir más que eso. Luego se mete en su casa.
Lo mismo ocurre unas cuantas veces hasta que,
ya por la tarde, Jabavu se acerca a un hombre que está partiendo leña en el
jardín, a quien ha oído hablar su propio lenguaje, y le pide consejo. Este
hombre lo trata bien y le explica que no va a ganar más de doce o trece
chelines hasta que aprenda algún trabajo, y luego, tras muchos meses, tal vez
consiga una libra. Le darán maíz cada día para que se haga el porridge, carne
una o dos veces por semana, y dormirá en una habitación pequeña como una caja
en la parte trasera de la casa con los demás sirvientes. Todo eso ya lo sabía
Jabavu porque se lo ha oído contar a la gente que pasaba por el pueblo, pero no
lo había aprendido por sí mismo. Siempre pensaba: para mí será distinto.
Da las gracias al hombre simpático y sigue
paseando por las aceras, con cuidado de no quedarse quieto ni merodear
demasiado para que ningún policía se fije en él. Se pregunta: “¿Qué será eso de
la experiencia? Yo, Jabavu, soy el más fuerte de los jóvenes de mi pueblo.
Puedo arar un campo en la mitad del tiempo que le costaría a cualquiera, y sin
cansarme; todas las chicas me prefieren y sonríen a mi paso; hace dos días que
llegué y ya tengo ropa, puedo tratar a una de las mujeres más listas de la
ciudad como si fuera mi esclava y ella me quiere. ¡Soy Jabavu! Soy Jabavu y he
venido a la ciudad de los blancos”.
Baila un poco, arrastrando los pies sobre las
hojas caídas en la acera, pero se detiene al ver que el polvo cubre sus
zapatos. Pronto empezará a ponerse el sol; no ha comido nada desde la noche
anterior y se pregunta si debería volver con Betty. Pero piensa que hay otras
chicas y sigue recorriendo despacio las aceras, mirando por encima de los setos
hacia los jardines; cuando ve a alguna niñera tendiendo ropa o jugando con un
niño, la mira atentamente. Se dice a sí mismo que sólo quiere otra chica como
Betty, pero al ver a una con su mismo aspecto de atracción clara e insolente,
aunque duda, sigue avanzando. Al fin ve a una chica junto a un bebé blanco en
un carrito con ruedas y se detiene. Ella tiene una cara redonda y agradable y
unos ojos que parecen tener cuidado de lo que dicen. Lleva un vestido blanco y
la cabeza cubierta con una tela de color rojo oscuro. La mira un rato y luego
le dice en inglés:
—Buenos días.
Ella no le contesta de inmediato, pero lo mira.
—¿Me puedes ayudar? —pregunta.
—¿Qué te puedo decir? —contesta ella.
Por el sonido de su voz Jabavu piensa que tal
vez sea de su distrito y le habla en su lenguaje. Ella le contesta y sonríe, y
los dos se acercan para poder hablar por encima del seto. Descubren que el
pueblo de la chica queda apenas a una hora de camino del suyo y como las viejas
tradiciones de hospitalidad son más fuertes que el nuevo miedo presente en
ambos, ella lo invita a pasar a su habitación y él acepta. Una vez allí, hablan
mientras el niño duerme en su carrito y Jabavu, olvidando cómo ha aprendido a
hablar con Betty, trata a esa chica con tanto respeto como lo hubiera hecho en
el pueblo.
Ella le dice que se puede quedar a dormir esa
noche, tras advertirle que está comprometida con un hombre de Johannesburgo,
con el que se va a casar, para que Jabavu no malinterprete sus intenciones. Lo
deja solo un rato para ayudar a la señora a acostar al bebé. Jabavu se cuida de
que no lo vean, pero se sienta en una esquina porque Alice le ha explicado que
la ley le prohíbe quedarse allí y que si llega la policía ha de intentar huir
corriendo, porque la señora es muy amable y no merece esos problemas con la
autoridad.
Jabavu se queda sentado en silencio, mirando
la habitación, del mismo tamaño que la de Betty, de paredes iguales de ladrillo
y techo de lata, y ve que allí duermen tres personas, pues en tres esquinas
distintas hay petates enrollados, y se dice a sí mismo que nunca trabajará en
una casa. Alice regresa al poco rato con comida. Ha preparado un porridge de
maíz, no tan bueno como el de su madre porque eso requiere tiempo y haría falta
usar la cocina de la señora. Pero hay mucho, y además la señora le ha dado un
poco de jamón. Mientras comen, hablan de sus pueblos y de la vida en la ciudad.
Alice le cuenta que gana una libra al mes y que la señora le da ropa y mucha
comida. Habla de esa mujer con mucho afecto, y durante un rato Jabavu siente la
tentación de cambiar de opinión y buscarse un trabajo parecido. Pero una libra
al mes... No, eso no es para Jabavu, quien desprecia a Alice por contentarse
con tan poco. Sin embargo, ella lo mira con amabilidad y él la encuentra muy
guapa. Ha puesto una candela de aceite en la repisa que hay junto a la puerta
y, bajo esa luz agradable, le brillan los dientes, los pómulos y los ojos.
Además tiene una voz suave, recatada, que le gusta mucho en comparación con la
de Betty. Jabavu le toma aprecio y nota que a ella le ocurre lo mismo. Pronto
se quedan callados y Jabavu intenta acercarse a ella, pero con respeto, sin
tratarla como haría con Betty. Ella se lo permite y se sienta entre sus brazos
y le habla del hombre que se comprometió a casarse con ella y luego se fue a
Johannesburgo a ganar dinero para la dote. Al principio escribía y le mandaba
dinero, pero no ha sabido más de él durante un año. Según le cuentan algunos
viajeros, ahora tiene otra mujer. Sin embargo, ella cree que volverá porque era
un buen hombre.
—Entonces, ¿Johannesburgo no es tan terrible?
—pregunta Jabavu, pensando que ha oído muchas cosas distintas.
—Parece que a muchos les gusta porque van la
primera vez y luego siempre vuelven —dice ella, aunque con reticencia.
No le gusta la idea. Jabavu la consuela. Ella
llora un poco y luego Jabavu la hace suya, pero con amabilidad. Después le
pregunta qué pasaría si hubiera un bebé. Ella le dice que en la ciudad hay
muchos niños que no conocen a sus padres. Y luego le cuenta cosas que lo marean
de asombro y admiración. ¿Será por eso, entonces, que las mujeres blancas
tienen un hijo, o dos, o tres, o ninguno? Alice le explica las cosas que puede
usar una mujer, o un hombre; le dice que gran parte de la gente más sencilla no
las conoce, o las teme como si fueran pura brujería, pero la gente sabia se
protege para evitar tener niños sin padre y sin casa. Luego suspira y le
explica cuánto desearía tener un hijo y un marido, pero Jabavu la interrumpe
para preguntarle cómo puede conseguir esas cosas de las que hablaba y ella le
dice que es mejor pedirle a alguna persona blanca amable que las compre,
suponiendo que conozca a alguna persona blanca de esas características; también
se las puede comprar a gente de color que trafica con algo más que licores o,
si se atreve a enfrentarse a un posible desaire, puede acudir a una tienda de
blancos... Hay algunos comerciantes blancos que sí venden cosas a los negros.
Pero esas cosas son caras, le dice, y hay que usarlas con cuidado y... Sigue
hablando y Jabavu aprende otra lección para vivir en la gran ciudad y se lo
agradece. También siente gratitud y ternura por ella porque ser capaz de
conservar la amabilidad y la conciencia de lo que está bien y lo que no a pesar
de vivir en la ciudad. Por la mañana le da las gracias varias veces y se
despide de ella y de los dos hombres que llegaron a dormir a la habitación a
última hora y aunque Alice le devuelve el agradecimiento por pura educación,
Jabavu nota en sus ojos que le gustaría que ocupara el lugar del hombre de
Johannesburgo. Pero ya ha aprendido a temer el modo en que todas las chicas de
la ciudad desean encontrar marido y añade que ojalá vuelva pronto su prometido
para que sea feliz. La abandona y antes de llegar a la esquina está pensando ya
qué hacer a continuación, mientras ella lo ve alejarse y piensa en él con
tristeza durante muchos días.
Es pronto, acaba de salir el sol y hay poca
gente por la calle. Jabavu camina mucho rato entre casas y jardines, y aprende
mientras tanto cómo está ordenada la ciudad, pero no pide trabajo. Cuando ha
entendido lo suficiente para orientarse sin preguntar en cada esquina, va hacia
la parte de la ciudad donde están las tiendas y las examina. Nunca había
imaginado semejante variedad y riqueza. No entiende la mitad de lo que ve y se
pregunta para qué servirá todo eso, pero a pesar de su asombro nunca se queda
quieto delante de un escaparate; obliga a sus piernas a seguir andando incluso
cuando querrían detenerse, para que la policía no se fije en él. Y luego,
cuando ha visto escaparates de comida y de ropa, y de otros muchos artículos
extraños, va a donde están las tiendas indias para los nativos y allí se mezcla
con la gente, escucha la música de los gramófonos y mantiene el oído atento
para poder aprender de lo que dicen los demás, de modo que la tarde se le pasa
lentamente, escuchando y aprendiendo. Cuando le entra el hambre se fija en todo
hasta que descubre un carro lleno de fruta, pasa por su lado caminando deprisa y
coge media docena de plátanos con tal habilidad que parece que sus dedos hayan
nacido para eso, pues él mismo se sorprende de su astucia. Baja por una calle
secundaria comiéndose los plátanos como si hubiera pagado por ellos, con toda
tranquilidad; va pensando qué hacer ahora. ¿Volver con Betty? No le gusta la
idea. ¿Irse con el señor Mizi, como dice la señora Kambusi que debería hacer?
Pero recula ante esa opción: “Más adelante —piensa—, más adelante, cuando haya
disfrutado de todos los estímulos de la ciudad”. Mientras tanto, sigue teniendo
sólo un chelín.
Entonces empieza a soñar. Es curioso que
mientras estaba en el pueblo esos mismos sueños eran mucho menos majestuosos y
exigentes que los de ahora; sin embargo entonces, pese a su ignorancia, se
avergonzaba de esos sueños pequeños e infantiles; en cambio, ahora que sabe que
no son más que tonterías, las brillantes imágenes que pasan por su mente lo
atrapan con tal fuerza que camina como un loco, boquiabierto, con la mirada
vidriosa. Se ve a sí mismo en una de las calles amplias, donde están las casas
grandes. Un blanco lo para y le dice: me gustas, te quiero ayudar. Ven a mi
casa. Tengo una buena habitación que no uso para nada. Puedes vivir allí, comer
en mi mesa y beber té cuando quieras. Te daré dinero cuando lo necesites. Tengo
muchos libros; puedes leértelos todos y serás muy culto... Hago esto porque no
estoy de acuerdo con las barreras raciales y quiero ayudaros. Cuando sepas todo
lo que hay en los libros te convertirás en un iluminado, igual que el señor
Mizi, a quien tanto respeto. Entonces te daré dinero para que te compres una
casa grande y podrás vivir en ella y ser un líder de los africanos, como el
señor Samu y el señor Mizi...
Es un sueño tan dulce y fuerte que Jabavu
termina sentándose bajo un árbol, sin mirar nada, muy abrumado. Entonces ve que
un policía pasa lentamente con su bicicleta y lo mira, y esa imagen no encaja
bien con su sueño, de modo que obliga a sus pies a caminar. Aún lo rodean los
tristes y adorables colores del sueño, y piensa: “Los blancos son tan ricos y
poderosos que no echarían en falta el dinero dedicado a alojarme y darme
libros”. Entonces, una voz le dice: “Pero hay otros muchos como yo”. Jabavu se
agita, enfadado con esa voz. No soporta pensar en los demás, su hambre es
demasiado fuerte. Entonces piensa: “A lo mejor, si voy a la escuela del
Distrito de los Nativos y les explico que aprendí a leer y escribir yo solo me
aceptan...”. Pero Jabavu es demasiado mayor para ir a la escuela y lo sabe.
Despacio, muy despacio, la alocada dulzura del sueño lo abandona y echa a
caminar con serenidad por el camino que lleva al Distrito. No tiene ni la menor
idea de lo que va a hacer cuando llegue allí, pero piensa que ya ocurrirá algo
que le sirva.
Es última hora de la tarde y estamos en
sábado. Hay un aire de fiesta y de libertad, pues ayer fue día de pago y la
gente va buscando en qué gastar mejor su dinero. Al llegar al mercado se queda
un rato con la tentación de gastar su chelín en buena comida. Pero ahora ese
articulito de magia se ha vuelto importante para él. Le parece que lleva mucho
tiempo en la ciudad, aunque sólo han pasado cuatro días, y durante todo ese
tiempo el chelín ha estado siempre en su bolsillo. Tiene la sensación de que si
lo pierde perderá con él su buena suerte. También tiene presente cuánto le
costó a su madre ahorrarlo. Le asombra que en la aldea un chelín sea tanto
dinero, y en cambio allí se lo podría gastar en unas pocas mazorcas hervidas y
una torta pequeña. Le molesta haber sentido pena por su madre y piensa: “Qué
tonto eres, Jabavu”, pero el chelín permanece en su bolsillo y él sigue
caminando, pensando cómo puede conseguir algo de comida sin pedírselo a Betty,
hasta que llega al Salón Recreativo, rodeado de oleadas de gente.
Es demasiado pronto para el baile del sábado,
así que Jabavu merodea entre la gente para ver qué está pasando. Pronto ve al
señor Samu con otros en una puerta lateral y se acerca con la sensación de que
va a encontrar quien lo ayude. El señor Samu habla con un amigo de un modo que
Jabavu reconoce en seguida: como si ese amigo no fuera una, sino muchas
personas. La mirada del señor Samu va recorriendo las caras de quienes están
junto a él, siempre moviéndose, como si se sirviera de los ojos para
retenerlos, juntarlos, convertirlos en uno solo. Sus ojos se detienen en el
rostro de Jabavu y Jabavu sonríe y da un paso adelante... Pero el señor Samu no
para de hablar y ya está mirando a otro. Jabavu siente como si algo frío le
hubiera golpeado el estómago. Por primera vez, piensa: “El señor Samu está
enfadado porque me escapé la otra mañana”. De inmediato se aleja con
arrogancia, y se va diciendo: “Bueno, no me importa el señor Samu, no es más
que un charlatán, los iluminados son tontos y no hacen más que pedir y pedir
favores al gobierno”. Sin embargo, no ha recorrido siquiera cien metros cuando
sus pies frenan el paso, se detienen y luego parecen obligarle a darse la
vuelta de tal modo que sólo puede caminar hacia el Salón. La gente se apiña
ante la puerta grande, el señor Samu ha entrado y Jabavu camina detrás de la
multitud. Cuando consigue entrar, el Salón ya está lleno y él se queda al
fondo, apoyado en la pared.
En el estrado está el señor Samu, el otro
hombre que iba con él en el monte y un tercero, al que casi de inmediato
presentan como el señor Mizi. Los ojos de Jabavu, deslumbrados por la cantidad
de gente, apenas alcanzan a ver el rostro del señor Mizi, pero entiende que se
trata de un hombre de gran fuerza e inteligencia. Se pone tan tieso y derecho
como puede por si acaso el señor Samu llega a verlo, pero los ojos de éste
vuelven a resbalar por él sin reconocerlo y Jabavu piensa: “Pero, ¿quién es el
señor Samu? Al lado del señor Mizi no es nadie...”. Entonces se fija en cómo
van vestidos esos hombres y ve que llevan ropa oscura, y en algunos casos
vieja, o incluso llena de remiendos. En ese salón no hay nadie que lleve ropa
vistosa y elegante como la del propio Jabavu, así que el niño pequeño y
desdichado que lleva dentro se calma, aplacado, y él consigue guardar silencio
y escuchar.
Está hablando el señor Mizi. Tiene una voz
potente y la gente sentada en los bancos permanece inmóvil, inclinada hacia
delante, con el anhelo pintado en las caras, como si escucharan una bella
historia. Sin embargo, lo que dice el señor Mizi no tiene nada de bello. Jabavu
no entiende y pregunta al hombre que tiene a su lado qué es esa reunión. El
hombre le explica que los señores del estrado son los líderes de la Liga para
el Avance del Pueblo Africano; que ahora están hablando de las leyes que tratan
a los africanos de forma distinta a los blancos... Son muy listos, le dice, son
capaces de entender leyes escritas y eso lleva muchos años. Luego, hablarán a
los presentes del trato que se da a la tierra en las reservas, de cómo el
gobierno quiere reducir la cantidad de ganado en propiedad de los africanos, de
las leyes sobre licencias y de muchas otras cosas. A Jabavu le enseñan un papel
con los números 1, 2, 3, 4, 5 y 6, a cuyo lado encuentra palabras como
Reducción de Ganado. Le dicen que ese papel es un Orden del Día.
Primero habla mucho rato el señor Mizi, luego
el señor Samu, luego otra vez el señor Mizi, y a veces parece que la gente del
salón ruge de rabia, otras veces suspiran y gritan: “¡Qué vergüenza!”. Jabavu
hace suyos esos sentimientos, parecidos a los de cualquier individuo, y él
también empieza a aplaudir, a suspirar y gritar: “¡Vergüenza, vergüenza!”. Sin
embargo, apenas entiende lo que se dice. Al cabo de mucho rato el señor Mizi se
levanta para hablar de un asunto al que se refiere como Salario Mínimo, y ahora
sí que Jabavu entiende todas las palabras. El señor Mizi dice que no hace mucho
un miembro del parlamento de los blancos pidió una ley que exigiera que el
sueldo mínimo de los trabajadores africanos fuera de una libra al mes, pero los
demás miembros de ese parlamento dijeron que no, que era demasiado. Ahora el
señor Mizi dice que quiere que firmen todos una petición a los miembros del
parlamento para que reconsideren esa cruel decisión. Y cuando dice eso todos
los hombres y mujeres del parlamento rugen: “¡Sí, sí!” y aplauden tanto rato
que a Jabavu se le cansan las manos. Ahora está mirando a uno de esos hombres
grandes y sabios del estrado y todos los nervios de su cuerpo anhelan parecerse
a él. Se ve plantado en un estrado mientras cientos de personas suspiran,
aplauden y gritan: “Sí, sí”.
De repente, sin saber cómo ha podido pasar,
su mano está alzada y acaba de decir:
—Por favor, quiero hablar.
Todos los presentes se han dado la vuelta
para mirarlo, y parecen sorprendidos. En el salón hay un silencio absoluto. El
señor Samu se levanta enseguida y, tras una larga mirada a Jabavu, dice:
—Por favor, este joven es amigo mío.
Dejémosle hablar.
Sonríe y saluda a Jabavu, quien siente un
orgullo inmenso, como si un halcón enorme lo hubiera alzado por el cielo con
sus alas. Se tambalea un poco. Luego cuenta que acaba de llegar hace sólo
cuatro días de la aldea, que fue más listo que los reclutadores que querían
engañarlo, que no tenía comida y se desmayó de hambre y un médico blanco lo
trató como si fuera un buey, cómo ha buscado trabajo... Las palabras fluyen por
la lengua de Jabavu como si detrás de él hubiera alguien muy inteligente y le
susurrara al oído. Esa persona tan inteligente no menciona algunas cosas, como
el robo de ropa, zapatos y comida, o su encuentro con Betty y la noche que pasó
en el antro. Pero sí explica que en el jardín de una blanca le ordenaron
rudamente que fuera a la parte trasera, “que es el lugar adecuado para los
negros” —eso lo cuenta Jabavu con gran amargura—, y que le han ofrecido doce
chelines al mes y algo de comida por su trabajo. Y mientras Jabavu habla la
gente del salón murmura: “Sí, sí”.
Jabavu tiene aún muchas palabras por decir
cuando el señor Samu se levanta y lo interrumpe:
—Agradecemos mucho a este joven lo que ha
dicho. Sus experiencias son las típicas de los jóvenes cuando llegan a la
ciudad. Todos sabemos por nuestra propia vida que lo que dice es cierto, pero a
nadie le hace ningún mal oírlo otra vez.
Luego introduce tranquilamente el siguiente
asunto, sobre la desgracia de que los africanos tengan que llevar tantas
licencias, y la reunión sigue su curso. Jabavu está enfadado, pues no le parece
justo que la reunión pase a otro tema después de las cosas horribles que acaba
de contar. Además, se ha dado cuenta de que algunos, al volver la vista de
nuevo hacia el estrado, se sonreían entre ellos; esas sonrisas han herido su
orgullo. Mira al hombre que tiene a su lado y éste no dice nada. Entonces, como
Jabavu sigue mirándolo y sonriendo, exigiéndole unas palabras, el hombre se
dirige a él con amabilidad:
—Eres un bocazas, amigo.
Al oírlo, Jabavu siente tal ira que su mano se alza como si tuviera voluntad propia y está a punto de pegar al hombre, pero éste lo agarra rápidamente por la muñeca y murmura:
—Quieto, que te vas a meter en un lío. Aquí no se pelea.
Angustiado, Jabavu susurra:
—Me llamo Jabavu, no Bocazas.
—Yo no digo nada de tu nombre, no lo conozco. Pero aquí no se pelea. Bastantes problemas tienen ya los iluminados.
Jabavu se abre paso hacia la puerta, porque
siente como si las burlas repicaran en sus oídos y le repitieran una y otra
vez: “Bocazas, bocazas”. Sin embargo, se acumula tanta gente de pie ante la
puerta que no puede salir, aunque lo intenta con tal insistencia que termina
molestándoles y le piden que se esté quieto. Y mientras permanece allí, rabioso
y desdichado, un hombre le dice:
—Amigo, lo que has dicho me ha llegado al
corazón. Es muy cierto.
Jabavu olvida su amargura y se siente de
pronto calmado y lleno de orgullo; lo que no puede saber es que ese hombre se
ha dirigido a él sólo para poder ver su rostro con claridad, pues acude a esta
clase de reuniones fingiendo ser uno más para irse luego a la oficina del
gobierno que desea estar informada sobre los africanos problemáticos y sediciosos.
Antes de que se termine la reunión, Jabavu le dice su nombre a ese hombre
amistoso, le cuenta de qué pueblo es y le explica lo mucho que admira a los
iluminados, información que el otro agradece sobremanera.
Cuando el señor Samu da por terminada la reunión,
Jabavu sale tan deprisa como puede y va a la otra puerta, por donde han de
salir los oradores. El señor Samu le sonríe y asiente al verlo y luego le
estrecha la mano y le presenta al señor Mizi. Nadie le felicita por lo que ha
dicho, más bien lo miran como suelen hacer los ancianos de los pueblos cuando
piensan: “Este muchacho podría terminar resultando útil e inteligente si sus
padres son estrictos con él”. El señor Samu le dice:
—Bueno, bueno, joven amigo, no has tenido mucha suerte desde que llegaste a la ciudad, pero si crees que tu caso es excepcional cometerás un error. —Luego, viendo la cara de desánimo de Jabavu, añade con amabilidad—: ¿Por qué te fuiste tan pronto la otra mañana? ¿Y por qué
no fuiste a casa del señor Mizi, que siempre está encantado de ofrecer ayuda a quien la necesita?
Jabavu mantiene la cabeza gacha y dice que se fue corriendo porque quería llegar pronto a la ciudad y en ningún caso quería despertarlos, y que no pudo encontrar la casa del señor Mizi.
Éste propone:
—Pues ven ahora con nosotros, y así la encontrarás.
El señor Mizi es un hombre grande, fuerte, de
amplias espaldas. Si Jabavu es como un toro joven, torpe en el manejo de su
fuerza, el señor Mizi es un toro mayor, acostumbrado a usar su poder. No es la
clase de cara que un joven amaría a primera vista, pues en ella no hay risas ni
una calidez inmediata. Es serio, pensativo, y sus ojos lo ven todo. Pero aunque
Jabavu no ame al señor Mizi, sí que lo admira y cada vez se siente más como un
niño pequeño; cuanto más crece en él la sensación de dependencia, una sensación
que odia y le produce rabia, más duda si debe huir o quedarse donde está. Al
fin decide quedarse y camina con todo el grupo hacia la casa del señor Mizi.
La casa se parece a la del griego. Jabavu ya
sabe que no es nada, comparada con las de los hombres blancos, pero la
habitación delantera le resulta muy agradable. Hay un espejo grande en la pared
y una mesa grande cubierta con una tela verde suave de la que penden unas
borlas gruesas y sedosas; alrededor de la mesa hay muchas sillas. Jabavu se
sienta en el suelo en señal de respeto, pero la señora Mizi, mientras saluda a
los invitados, le dice:
—Amigo, siéntate en esta silla.
Y se la acerca. La señora Mizi es una mujer
pequeña, con cara alegre y unos ojos que van de un punto a otro buscando algo
de lo que reírse. Se diría que la señora Mizi tiene tantas risas que ha dejado
sin ellas a su marido, mientras que éste piensa tanto que la señora Mizi se ha
quedado sin pensamientos. Viéndola a solas parece difícil creer que tenga un
marido tan grande, serio e inteligente; en cambio, viéndolo a él, no parece que
su mujer haya de ser tan bajita y risueña. Y sin embargo, encajan bien juntos,
como si conformaran una sola persona.
Jabavu está tan asombrado de estar allí que
tumba la silla y se muere de vergüenza, pero la señora Mizi se ríe con tan buen
humor que él empieza a reír también y sólo para al darse cuenta de que esos
amigos no están reunidos sólo por amistad, sino también para hablar de cosas
serias.
Sentados en torno a la mesa están el señor y
la señora Samu, el hermano de ésta, el señor y la señora Mizi y un joven hijo
suyo. La señora Mizi pone el té en la mesa, en unas bonitas tazas blancas, y
muchos pastelitos con azúcar rosado. El joven se bebe su taza deprisa y luego
dice que quiere estudiar y se va a la habitación contigua con un pastel en la
mano, mientras la señora Mizi pone los ojos en blanco y se queja de que se va a
morir de tanto estudiar. Sin embargo, el señor Mizi le dice que no sea tonta,
así que ella se sienta a escuchar, sin dejar de sonreír.
El señor Mizi y el señor Samu hablan. Parece
que hablan entre ellos, aunque de vez en cuando lanzan una mirada a Jabavu,
pues no dicen sólo lo que les viene a la cabeza, sino lo que creen que éste
necesita aprender.
Jabavu no lo entiende desde el principio y,
cuando por fin lo hace, se le nubla el oído con una tormenta de rencor. Una voz
dice: “Yo, Jabavu, tratado como un crío”. En cambio, la otra: “Escúchalos, son
buena gente”. De modo que sólo entran en su mente fragmentos de palabras y allí
forman una idea tan retorcida y extraña que si esos hombres sabios e
inteligentes pudieran verla se llevarían una sorpresa. Pero tal vez sea una
debilidad por su parte, pues se pasan la vida estudiando y hablando de cosas
como el movimiento de la historia, o el desarrollo de la sociedad, que olvidan
sus propias infancias, el tiempo en que esas frases tienen un sonido extraño e
incluso terrible.
Así que Jabavu permanece sentado a la mesa,
comiéndose los pasteles que la señora Mizi insiste en pasarle, y su cara está
primero hosca y reticente, luego brillante y ansiosa, aunque por momentos baja
la mirada para esconder lo que piensa y luego la alza de golpe para decir:
“¡Sí, sí, eso es cierto!”.
El señor Mizi habla de lo duro que resulta
para los africanos llegar por primera vez a la ciudad sin saber nada, encima de
que deben dejar atrás todo lo que aprendieron en la aldea. Dice que se ha de
perdonar a esos jóvenes si por pura confusión caen en malas compañías.
Ahí Jabavu levanta instintivamente los brazos
para cruzarlos por delante de su brillante camisa nueva y la señora Mizi le
sonríe y le rellena la taza.
Luego el señor Samu dice que esa clase de
jóvenes pueden escoger entre una vida corta, con dinero y diversión, antes de
ir a la cárcel, o antes de sufrir alguna enfermedad; o trabajar para el bien de
los suyos y... Pero ahí la señora Mizi suelta una carcajada estridente y dice:
—Sí, sí, pero eso también puede representar
una vida corta, o la cárcel.
El señor Mizi sonríe con paciencia y dice que
a su mujer le gustan las bromas y que hay una diferencia entre ir a la cárcel
por tonterías como un robo o ir a la cárcel por una buena causa. Luego sigue
hablando y dice que un joven inteligente entenderá enseguida que la compañía de
los matsotsi no trae más que problemas y por eso se dedicará a estudiar. Aún
más, pronto entenderá que es una tontería trabajar de pinche de cocina, o de
sirviente en la casa, o en una oficina, porque allí nunca se juntan más de dos
o tres, y por eso preferirá ir a una fábrica, o incluso a las minas, porque...
Pero durante unos diez minutos Jabavu no entiende ni una palabra, pues el señor
Mizi construye frases relativas al desarrollo de la industria, la clase obrera
y la misión histórica. Pero lo que dice el señor Mizi vuelve a ser fácil de
seguir cuando afirma que Jabavu ha de trabajar mucho para que todo el mundo se
fíe de él, y estudiar de noche, por su cuenta o con otros, pues un hombre que
quiera liderar a los demás no sólo ha de ser mejor que ellos, sino también más
sabio... Y aquí la señora Mizi se ríe y dice que a su marido se le ha subido el
éxito a la cabeza y que sólo es un líder porque puede hablar más fuerte que
nadie. Al oírlo, el señor Mizi sonríe con cariño y dice que las mujeres han de
respetar a sus maridos.
Jabavu interrumpe el flirteo entre el señor
Mizi y su esposa y pregunta de pronto:
—Dígame, por favor, ¿cuánto dinero ganaré en una fábrica?
Hay tanta hambre en su voz que el señor Mizi frunce un poco el ceño y la señora Mizi hace una mueca y menea la cabeza.
El señor Mizi contesta:
—No demasiado. Tal vez una libra al mes. Pero...
Entonces la señora Mizi suelta una carcajada irreprimible y dice:
—Cuando era pequeña y estudiaba en el colegio católico, sólo me hablaban de Dios y me decían que debía ser buena, que el pecado es malo, que querer ser feliz era una perversión y que sólo podía pensar en el cielo. Luego conocí al señor Mizi y me dijo que Dios no existe y pensé: “Ah, ahora tendré un marido elegante y guapo, no iré a la iglesia, me lo pasaré
muy bien, bailaré y me divertiré”. Pero he descubierto que aunque Dios no
exista me he de portar bien igualmente y no puedo pensar en bailar, ni en
divertirme, sino en la llegada del cielo a la tierra... A veces creo que estos
hombres tan listos son tan malos como los predicadores.
Le hace tanta gracia que se lleva la mano a
la boca y mira a su marido con los ojos muy abiertos y éste suspira y contesta
con paciencia:
—Hay algo de cierto en lo que dices. Hubo un
tiempo del desarrollo de la sociedad en que la religión era progresista y
contenía toda la bondad de la humanidad, pero ahora la bondad y la esperanza
corresponden a los movimientos del pueblo, en cualquier lugar del mundo.
Jabavu no encuentra sentido a estas palabras
y mira a la señora Mizi en busca de ayuda, como miraría un niño a su madre.
Efectivamente, ella comprende lo que pasa por su mente mejor que cualquiera de
los dos hombres inteligentes, o incluso mejor que la señora Samu, que ya no
conserva nada de la niña que fue.
La señora Mizi ve la mirada de Jabavu, que le
pide amor y protección contra la dureza de esos hombres, y asiente y le sonríe,
como si le dijera: “Sí, yo me río, pero tú deberías escuchar, porque tienen
razón”. Jabavu agacha la cabeza y piensa: “Tengo que pasarme la vida entera
trabajando por una libra al mes y estudiando por las noches, sin tener ropa
buena, ni bailar...”. Y siente el ardor de su vieja hambre, que le dice:
“Corre, huye corriendo antes de que sea demasiado tarde”.
Pero los hombres iluminados ven con tal claridad
cuál debería ser el buen camino para Jabavu que para ellos al parecer no hace
falta añadir nada más, así que proceden a comentar cómo debe organizar su vida
un líder, como si Jabavu ya lo fuera. Dicen que esa clase de hombre debe
comportarse de tal modo que nadie pueda decir que es malo. Debe mantenerse
sobrio y respetar la ley, ha de tener cuidado de no infringir jamás ni la menor
regulación de licencias, ni olvidarse de poner una luz en su bicicleta, ni
salir tras el toque de queda, pues —y aquí sonríen como si dijeran el mejor
chiste— bastante atención les presta la policía tal como están las cosas. Si
alguien les confía su dinero han de responder hasta del último penique...
—Como si —interviene la señora Mizi, con una risilla— fuera dinero del cielo y debieran rendir cuentas a Dios.
También dicen que ha de tener sólo una mujer y serle fiel, aunque ahí el señor Mizi, juguetón, añade que él tendría sólo una de todos modos y que, por lo tanto, no se debe culpar de eso a los males de esa época.
En ese momento todos se ríen mucho, incluso
el señor Mizi. Se dan cuenta de que Jabavu no ríe; al contrario, guarda
silencio, con la cara arrugada de tanto pensar. Entonces el señor Samu cuenta
la siguiente historia, en beneficio de la educación de Jabavu, mientras las
demás voces pelean y discuten en su interior con tal estridencia que apenas
logra oír la del señor Samu:
—El señor Mizi —dice Samu— es un ejemplo para
todos los que deseamos contribuir a que el pueblo africano logre una vida
mejor. En otros tiempos fue mensajero de la oficina del Comisario para los
Nativos, e incluso interprete, de modo que se le debía respeto y ganaba un buen
sueldo. Sin embargo, como empleado del gobierno tenía prohibido participar en
las reuniones de la Liga, o incluso ser miembro de la misma. Por eso ahorró
todo su dinero, y eso le llevó muchos años, para comprarse una pequeña tienda
en el Distrito, y así pudo dejar su trabajo e independizarse. Sin embargo ahora
pasa dificultades para ganarse la vida porque para la Liga sería terrible que
acusaran a su líder de subir los precios, o de engañar a los clientes, y eso
significa que las demás tiendas siempre ganan más que la del señor y la señora
Mizi y entonces...
Ya muy entrada la noche, proponen a Jabavu
que se quede a dormir ahí esa noche y se ofrecen a buscarle trabajo por la
mañana en una fábrica. Jabavu da las gracias al señor Mizi y luego al señor
Samu, pero con voz baja y preocupada. Lo llevan a la cocina, donde el hijo de
los Mizi sigue sentado con sus libros. En la cocina hay una cama para el hijo y
ponen un colchón en el suelo para Jabavu. La señora Mizi dice a su hijo:
—Bueno, ya basta de estudiar. A la cama.
Él abandona los libros con reticencia y sale de la cocina para lavarse antes de acostarse. Jabavu permanece incómodo junto al colchón y ve cómo la señora Mizi prepara las sábanas de su hijo para que duerma mejor: siente el fuerte deseo de contárselo todo, cómo anhela esforzarse por llegar a ser un iluminado y cómo lo teme al mismo tiempo. Pero no se lo
cuenta porque le da vergüenza. Luego la señora Mizi se levanta y lo mira con
amabilidad. Se acerca a él, le apoya una mano en el brazo y le dice:
—Bueno, hijo mío, te diré un secreto: el señor Mizi y el señor Samu no son tan terribles como parecen.
Suelta una risilla, sin dejar de lanzarle miradas de preocupación, y le aprieta un par de veces el brazo, como si dijera: “Ríete un poco y todo será más fácil”. Pero Jabavu no puede reír. Mete la mano en el bolsillo, saca su chelín y, casi sin darse cuenta, se lo pone en la mano a la mujer.
—¿Qué es esto? —pregunta la mujer, sorprendida.
—Es un chelín. Para la obra.
Lo que más desea en ese momento es que ella coja la moneda y entienda lo que le está diciendo. Ella se queda quieta, mira la moneda que tiene en la mano, luego a Jabavu, asiente y sonríe.
—Eso está muy bien, hijo —dice, con voz suave—. Está muy bien. Se la daré al señor Mizi y le diré que has dado tu único chelín para contribuir a su obra.
De nuevo le apoya las manos en el brazo y aprieta con calidez; luego le da las buenas noches y se va.
Casi al instante regresa el hijo y, tras
cerrar la puerta para que no lo vea su madre y lo riña, vuelve a sus libros.
Jabavu se tumba en el colchón y siente el corazón agrandado y lleno de amor
hacia la señora Mizi por su amabilidad; está lleno de buenas intenciones para
el futuro. Luego, mientras permanece tumbado y abrigado, nota que el hijo tiene
los ojos rojos de tanto estudiar, ve que es serio y firme, igual que su padre,
aunque tiene la misma edad que Jabavu. Siente un frío desaliento y, pese a su
deseo de vivir como los hombres buenos, no puede evitar un pensamiento:
“¿Tendré que ser también así, trabajar todo el día y luego toda la noche? ¿Y
todo eso por los demás?”. Dominado por la miseria de ese pensamiento se duerme
y sueña y, aunque no sabe lo que sueña, lucha y llama con tal fuerza que la
señora Mizi, quien espía detrás de la puerta para asegurarse de que su hijo ha
sido sensato y se ha acostado, lo oye y chasquea la lengua. Pobre chico,
piensa, pobre chico... Y se vuelve a la cama, rezando, pues tiene esa costumbre
antes de acostarse, aunque la mantiene en secreto porque el señor Mizi se
enfadaría si se enterase. Tal como aprendió en la Escuela Católica de la
Misión, reza por Jabavu, que necesita ayuda en su lucha contra la tentación de
los antros y los matsotsi, y reza por su hijo, a quien más bien teme porque
está siempre muy serio y sabe perfectamente en qué quiere convertirse.
Reza tanto rato, sentada en la cama, que el señor Mizi se despierta y le pregunta:
—Eh, bueno, mujer, ¿qué haces?
Y ella contesta sumisa:
—Pues nada de nada.
—Pues a dormir —dice él, en un gruñido—. Para nuestra obra va mejor el sueño que el rezo.
—La verdad es que vivimos tiempos tan malos para nuestra gente —responde ella— que un poco de oración no puede venir mal, como mínimo.
Y él insiste:
—Eres como una cría. A dormir.
Así que ella se acuesta y marido y mujer
duermen llenos de alegría por sí mismos y por Jabavu. El señor Mizi ya está
planificando cómo va a poner a prueba su lealtad, como lo formará después y
luego le enseñará a hablar en las reuniones y después...
Jabavu se despierta de su pesadilla y un halo
de luz frío y gris entra ya por la ventana pequeña. El hijo está tumbado en su
cama, dormido, vestido aún, pues estaba tan cansado al acostarse que ni
siquiera pudo quitarse la ropa.
Se levanta, ligero como un felino, se acerca
a la mesa, sobre la que están tumbados los libros, y los mira. Las palabras son
tan raras y difíciles que no entiende su significado. Se queda quieto, en
silencio, rígido, en aquella cocina pequeña y fría, con las manos prietas, los
ojos ruedan de un lado a otro, primero hacia el joven serio y listo, agotado de
tanto estudiar, luego hacia la ventana, por donde entra la luz de la mañana. Se
queda de pie mucho rato, sufre por la violencia de sus sentimientos. Ah, no
sabe qué hacer. Primero da un paso hacia la ventana, luego vuelve al colchón
como si fuera a acostarse, y su hambre no hace más que rugir y quemarle por
dentro como si tuviera un fuego. Oye voces que lo llaman: “Jabavu, Jabavu”,
pero no sabe si invocan a un hombre rico con bellas ropas o a un hombre
iluminado con sabiduría y una voz fuerte y persuasiva.
Entonces amaina la tormenta en su interior y
se siente vacío, sin ningún sentimiento. Va de puntillas hasta la ventana,
corre el cerrojo, salta sobre el alféizar y sale. Abajo hay una mata, tras la
que se agacha para mirar a su alrededor. Las casas y los árboles parecen
alzarse sobre la mañana entre las sombras de la noche, pues el cielo está ya
claro y gris, con largas manchas sonrosadas, y sin embargo aún brilla la
palidez de las farolas en la penumbra de las calles. Por esas mismas calles
circula un ejército de gente que va al trabajo, aunque Jabavu creía que todo
estaría desierto todavía. Si lo llega a saber no se hubiera atrevido a huir;
ahora ha de pasar de la mata a la calle sin que lo vean. Sigue agazapado,
temblando de frío, mirando a los que pasan, escuchando el rumor de sus pasos, y
entonces le parece que alguien lo está mirando. Es un hombre joven, delgado, con
la cabeza pequeña, atenta, que lo mira todo. Ha de ser uno de los matsotsi, se
le nota por la ropa. Los pantalones son estrechos por abajo, tiene los hombros
huesudos, lleva un pañuelo al cuello, de color rojo brillante. Desde encima del
pañuelo, al parecer, los ojos escrutan la mata donde se esconde Jabavu. Y sin
embargo no puede ser, porque éste no lo ha visto jamás. Se pone en pie, hace
ver que está orinando en el seto y camina tranquilo hacia la calle. De
inmediato el joven se mueve y camina a su lado. Jabavu tiene miedo y no sabe
por qué; no dice nada y mantiene la mirada fija hacia delante.
—¿Qué tal está el inteligente señor Mizi? —pregunta el joven al fin.
—No sé quién eres —contesta Jabavu.
Entonces el joven se ríe y dice:
—Me llamo Jerry. Ahora ya sabes quién soy.
Jabavu acelera el paso y Jerry lo imita.
—¿Y qué dirá el inteligente señor Mizi cuando se entere de que has salido por la ventana? —pregunta Jerry con una voz leve, desagradable.
Se pone a silbar una tonada suave, con una sonrisa en la cara, como si su propio silbido le pareciera hermoso.
—No he salido por la ventana —contesta Jabavu, con la voz temblorosa de miedo.
—Vaya, vaya. Anoche te vi entrar en la casa con el señor Mizi y el señor Samu y esta mañana te veo salir por la ventana. ¿Qué te parece? —pregunta Jerry con la misma voz leve.
Jabavu se queda parado en medio de la calle y pregunta:
—¿Por qué me vigilas?
—Te vigilo por Betty —contesta alegremente Jerry, y sigue silbando.
Jabavu avanza despacio y desea con todo su corazón haber seguido en el colchón de la cocina de la señora Mizi. Se da cuenta de que esta situación no le conviene nada, pero no sabe por qué. Por eso piensa: “¿De qué tengo miedo? ¿Qué puede hacerme este Jerry? No debo
comportarme como un niño”. Y dice:
—No te conozco y no quiero ver a Betty, así que lárgate.
Jerry adopta una voz fea y amenazante para decir:
—Betty te matará. Me ha pedido que te diga que vendrá con su cuchillo y te matará.
Y de pronto Jabavu se echa a reír y contesta con toda sinceridad:
—No me da miedo el cuchillo de Betty. Habla demasiado de su cuchillo.
Jerry guarda silencio, respira un par de veces y mira a Jabavu de un modo distinto. Luego se ríe también y contesta:
—Tienes razón amigo. Es una tontorrona.
—Es muy tontorrona —concede Jabavu, convencido.
Se ríen los dos y caminan más unidos.
—¿Qué vas a hacer ahora? —pregunta Jerry en tono suave.
—No lo sé —contesta Jabavu.
De nuevo se detiene y piensa: “Si regreso en seguida puedo volver a entrar por la ventana antes de que se despierten, y nadie se enterará de que he salido”. Pero Jerry parece adivinar lo que ha pensado y le dice:
—Eso de verte salir por la ventana del señor Mizi como un ladrón es un buen chiste.
Jabavu contesta de inmediato:
—No soy ningún ladrón.
Jerry se ríe y responde:
—Eres un gran ladrón, me lo ha contado Betty. Dice que eres muy inteligente. Robas tan deprisa que nadie se entera. —Se ríe un poco y añade—: ¿Y qué dirá el señor Mizi si le cuento lo bien que robas?
Jabavu comete la estupidez de preguntar:
—¿Se lo vas a decir?
Jerry se ríe una vez más, pero no contesta, y Jabavu sigue andando en silencio. Su mente tarda un poco en captar la verdad, e incluso entonces le cuesta creerla. Entonces Jerry, con el mismo tono ligero y alegre, le pregunta:
—¿Y qué dijo el señor Mizi cuando le contaste que habías estado en el antro y cuando le explicaste lo de Betty?
—No le he contado nada —contesta Jabavu, hosco, comprendiendo al fin por qué hace eso Jerry, y luego añade con ansiedad—: No le he contado nada de nada, y esa es la verdad. —Jerry se limita a caminar a su lado con una sonrisa desagradable. Jabavu le pregunta—: ¿Y por
qué temes al señor Mizi...?
Pero no llega a terminar la pregunta porque Jerry se acaba de dar la vuelta de golpe y lo fulmina con la mirada.
—¿Quién dice que lo temo? No le tengo ningún miedo a ese... maleante.
Dedica al señor Mizi insultos que Jabavu no ha oído jamás.
—Entonces, no te entiendo —dice éste, con toda su simpleza.
—Claro que no entiendes nada —contesta
Jerry—. El señor Mizi es un hombre peligroso. Como a la policía no le gusta
nada lo que hace, él se chiva en cuanto se entera de un robo, o de una pelea. Y
nos crea muchos problemas. El mes pasado montó una reunión en el Salón y habló
de la delincuencia. Dijo que todos los africanos tienen el deber de evitar que
la gente beba skokian, las peleas y los robos, y la obligación de ayudar a la policía a cerrar los antros y a limpiar Polonia Johannesburgo.
Jerry habla con mucho desprecio y de pronto Jabavu piensa: “Al señor Mizi no le gusta pasárselo bien, por eso impide que lo hagan los demás”. Pero casi se avergüenza de pensarlo. “Sí, sería bueno que limpiaran Polonia Johannesburgo —piensa primero. Pero enseguida habla su
hambre—: Pero a mí me gusta mucho bailar.”
—O sea que... —continúa Jerry, con calma— no nos gusta el señor Mizi.
Jabavu quisiera decir que a él sí le gusta, y mucho, pero no puede. Algo se lo impide. Escucha a Jerry, que sigue hablando de él, insultándolo con todas esas palabras nuevas, y no se le ocurre qué decir. Entonces Jerry cambia de voz y le pregunta en tono amenazante:
—¿Qué le has robado al señor Mizi?
—¿Al señor Mizi? —pregunta Jabavu, asombrado—. ¿Por qué iba a robarle nada?
Jerry lo agarra por un brazo, lo detiene y dice:
—Es rico, tiene una tienda y una buena casa. ¿Me vas a decir que no has robado nada? Entonces eres tonto y no te creo.
Jabavu se queda pasmado por la sorpresa al notar que los dedos de Jerry recorren con la velocidad de la luz sus bolsillos. Luego, Jerry se aparta de él, asombrado por completo, incapaz de creer lo que sus dedos le acaban de confirmar, y vuelve a revisar los bolsillos de Jabavu. No encuentra más que un peine, un arpa de boca y una pastilla de jabón.
—¿Dónde lo has escondido? —pregunta Jerry.
Jabavu lo mira fijamente. Ahí empieza la
mutua capacidad para entenderse que algún día, dentro de no demasiado tiempo,
provocará serios problemas. Jerry es sencillamente incapaz de creer que Jabavu
haya dejado pasar la oportunidad de robar algo; en cambio, para Jabavu, robar a
los Mizi, o a los Samu, sería como robar a sus padres o a su hermano. Entonces
Jerry decide fingir que lo cree y dice:
—Bueno, me han contado que son ricos. Tienen en su casa todo el dinero de la Liga. —Jabavu guarda silencio. Jerry sigue hablando—: ¿No has visto dónde lo esconden?
Jabavu mueve los hombros sin querer y busca
una salida. Han llegado a un cruce y allí se detiene. Es tan simple que piensa
torcer a la derecha, por la calle que lleva a la ciudad, con la idea de que
podrá regresar a Alice y pedirle ayuda. Pero le basta una mirada al rostro de
Jerry para entender que no es posible, de modo que sigue caminando a su lado
por la otra calle, la que lleva a Polonia Johannesburgo.
—Vamos a ver a Betty —dice Jerry—. Es tontorrona, pero también es guapa.
Mira a Jabavu para hacerle reír, y Jabavu se ríe tal como el otro espera; al poco, los dos jóvenes hablan de Betty y dicen que si es así y asá, cómo es su cuerpo, cómo son sus pechos, y cualquiera que los viera caminar y reírse diría que son buenos amigos, felices de estar juntos.
Y no deja de ser cierto que Jabavu está en parte estimulado por la idea de que pronto irá al antro y estará con Betty, aunque se tranquiliza pensando que luego huirá de Jerry y volverá con los Mizi, e incluso llega a creérselo.
Da por hecho que van a la habitación de Betty en casa de la señora Kambusi, pero siguen caminado y bajan una cuesta hasta el riachuelo, luego suben por el otro lado hasta llegar a una vieja chabola que parece abandonada. Cruzan deprisa los árboles y setos que rodean la casa para llegar a la parte trasera y entran por una ventana que parece cerrada pero se
abre bajo la presión del cuchillo de Jerry, deslizado entre el marco y el
pasador. Una vez dentro, Jabavu ve no sólo a Betty, sino a media docena de
personas, hombres jóvenes y una chica; mientras permanece de pie, invadido por
el miedo, preguntándose qué va a pasar, lanzando a Betty una mirada retorcida,
Jerry anuncia con voz animosa:
—Y éste es el amigo del que os habló Betty.
Guiña un ojo, pero Jabavu no lo ve. Lo
saludan todos y él se sienta a su lado. Esa sala vacía fue en otro tiempo una
tienda, pero ahora hay cajas en vez de sillas, y un cajón grande de embalaje en
medio con unas cuantas velas enganchadas, barajas de cartas y botellas de
diversas bebidas. Nadie bebe, pero ofrecen comida a Jabavu y él la acepta.
Betty está callada y se comporta con educación, aunque cada vez que la mira a
los ojos se da cuenta de que aún le gusta, cosa que lo incomoda, aparte de que
ya bastante incómodo y asustado está por el mero hecho de no saber qué quieren de
él. Sin embargo, a medida que pasa el tiempo va perdiendo el miedo. Parece que
se ríen mucho y no son violentos. El cuchillo de Betty no sale del bolso y lo
único que pasa es que ella se sienta a su lado y, poniendo los ojos en blanco,
le pregunta:
—¿Estás contento de volverme a ver?
Jabavu contesta que sí, y es verdad.
Luego van al Distrito y ven una película y Jabavu pierde el miedo para pasar a un estado de delirio que no le permite darse cuenta de que los demás se miran entre ellos y sonríen. Es una película de indios y vaqueros y hay muchos tiros y gritos y carreras al galope y Jabavu se imagina a sí mismo chillando y disparando y haciendo cabriolas con un
caballo, igual que en la pantalla. Quisiera preguntar cómo se hacen las
películas, pero no quiere confirmar su ignorancia a quienes la dan por cierta.
Luego ya es mediodía y regresan a la tienda abandonada a jugar a cartas, pero
ahora van de uno en uno, y de dos en dos, en secreto. Jabavu ya ha olvidado la
parte de sí mismo que quisiera ser como el hijo del señor y la señora Mizi. Le
parece natural estar jugando a cartas y apoyar de vez en cuando una mano en el
pecho de Betty y beber. Beben cerveza africana, hecha como debe ser, lo cual
significa que es ilegal porque ningún africano puede destilarla en el Distrito
para venderla. Y cuando llega el atardecer Jabavu está borracho pero no de un
modo desagradable, y en consecuencia sus escrúpulos por estar allí le parecen
de poca importancia, o incluso infantiles, y cuando susurra a Betty que le
apetece ir a su habitación ella mira a Jerry y Jabavu se indigna por un
momento, pues le parece que tal vez Jerry también duerma con ella cuando
quiere... Sin embargo, esta misma mañana lo sabía, pues el propio Jerry se lo
ha dicho, y entonces no le importaba. De hecho, los dos la insultaban y decían
que era una zorra. Ahora es distinto y no le gusta recordarlo. Pero Betty le
contesta sumisa que sí, que puede ir, de modo que se van los dos, pero sólo
después de que Jerry le diga que se reúna con él al día siguiente para trabajar
juntos. Todo el mundo se ríe al oír el verbo “trabajar”, incluso el propio
Jabavu. Luego se va con Betty a su habitación, y toma la precaución de cruzar
la sala grande cuando está llena de gente que baila, en un momento en que no
está la señora Kambusi, porque le da vergüenza verla. Betty lo complace en todo
y se lo lleva a la cama como si no hubiera pensado en otra cosa desde que se
fue. Lo cual es casi cierto, pero no del todo: Jerry le ha hecho pensar —de un
modo desagradable, por cierto— en la deslealtad y la insensatez que cometió al
relacionarse con él. Cuando se lo dijo por primera vez, se enfadó mucho más de
lo que ella esperaba, aunque ya contaba en parte con eso. La pegó, la amenazó y
la sometió a un interrogatorio tan largo y brutal que al fin perdió la cabeza,
tampoco tan resistente en cualquier caso, y dijo toda clase de mentiras, tan
contradictorias que Jerry terminó sin saber cuál era la verdad.
Primero dijo que no sabía que Jabavu conociese al señor Mizi, luego que sería útil tener en la banda a alguien que pudiera contarles los planes del señor Mizi... Y ahí Jerry le dio una bofetada y Betty se puso a llorar. Luego perdió la cabeza y dijo que pensaba casarse con Jabavu y formar su propia banda, pero no pasó mucho tiempo antes de que se
arrepintiera, y mucho, de haber dicho eso. Porque Jerry sacó su cuchillo
—destinado al uso verdadero, y no a la mera exhibición como el de Betty—, y al
instante ella temblaba paralizada de terror. Así que Jerry la dejó con una
serie de órdenes tan claras e indudables que ni siquiera su cabeza alocada
podía malinterpretarlas.
Sin embargo esa noche Jabavu sólo piensa que
está celoso de Jerry y que no permitirá que ningún otro hombre duerma con
Betty. Habla tanto de eso que ella le dice, de mal humor, que aún no ha
aprendido nada, pues sin duda le bastaría mirar a Jerry para darse cuenta de
que las mujeres no le interesan en absoluto. Esas sutilezas de la ciudad son
tan extrañas para Jabavu que le cuesta cierto tiempo entenderlo y cuando al fin
lo hace no siente más que desprecio por Jerry, y ese desprecio lo lleva a
decidir que es una tontería tenerle miedo y que se irá con los Mizi.
Por la mañana Betty lo despierta pronto y le
recuerda que ha de reunirse con Jerry en un lugar determinado; Jabavu dice que
no quiere ir, que prefiere volver con los hombres iluminados. En ese momento
Betty se levanta de un salto y se agacha hacia él con el miedo en los ojos y le
dice:
—¿No has entendido que Jerry te va a matar?
Jabavu contesta:
—Antes de que pueda matarme ya estaré en casa de los Mizi.
—No seas tan niño —dice ella—. Jerry no lo permitirá.
—No entiendo por qué no os cae bien el señor Mizi —dice Jabavu—. A él tampoco le gusta la policía.
—A lo mejor es porque Jerry le robó al señor Samu un dinero que pertenecía a la Liga y...
Pero Jabavu se ríe al oírlo y se gana su docilidad con abrazos y le susurra que volverá a casa de los Mizi, cambiará de vida y será honesto y luego se casará con ella. No lo hace queriendo, pero Betty lo ama y entre su miedo a Jerry y su amor por Jabavu no puede más que
llorar, tumbada en la cama, con la cara escondida. Jabavu se inclina sobre ella
y le dice que no puede más que pensar en la noche en que se verán de nuevo,
algo que oyó decir a un vaquero en la película que vieron juntos, y luego le da
un beso largo e intenso, exactamente igual que el que se dieron el vaquero y la
chica adorable, y después se va, convencido de que llegará en seguida a casa
del señor Mizi. Sin embargo, de inmediato ve a Jerry, que lo espera tras una de
las chabolas altas de ladrillo.
Jabavu saluda a Jerry como si no lo
sorprendiera verlo allí, aunque no lo engaña en absoluto, y los dos jóvenes se
van hacia el mercado, que ya está abierto pese a la hora temprana porque los
vendedores pasan la noche en sus puestos. Compran mazorcas de maíz hervidas,
frías, y se las comen mientras caminan por la calle que lleva a la ciudad.
Caminan con otros muchos; algunos van en bicicleta. Son más o menos las siete
de la mañana. Hace ya una hora que los sirvientes, los pinches de cocina y las
niñeras se han ido al trabajo, de modo que éstos son obreros de las fábricas.
Jabavu ve sus ropas ajadas, ve lo pobres que son, ve que son mucho menos listos
que Jerry y no puede evitar la sensación de felicidad por no ser uno de ellos.
Le provoca tal resentimiento que el señor Mizi quisiera enviarlo a una fábrica,
que empieza a burlarse de nuevo de los iluminados y Jerry se ríe y aplaude y de
vez en cuando añade algo para espolearlo.
Así empieza el día más asombroso, aterrador y
sin embargo excitante que Jabavu ha experimentado jamás. Todo lo que ocurre lo
sorprende, le hace temblar, y aún así... ¿Cómo puede no admirar a Jerry, tan
tranquilo, tan rápido, tan valiente? A su lado se siente como un niño, y eso
que aún no han empezado a “trabajar”.
Porque Jerry lo lleva primero a la trastienda
de un comerciante indio. Es una tienda para africanos y pueden entrar
fácilmente con los demás, que entran y salen y merodean por la acera. Se quedan
un rato en la tienda, oyendo la música de jazz que suena en el gramófono, y
luego el indio empieza a mirarlos de un modo extraño y los dos jóvenes se
cuelan en una habitación lateral, y de allí pasan a la trastienda. Está
atiborrada de objetos de todas las clases: ropa de segunda mano, ropa nueva,
relojes de pulsera y de pared, zapatos... No tiene fin. Jerry le dice a Jabavu
que se quite la ropa. Lo hacen los dos y luego se ponen ropa normal para
parecerse a todos los demás: pantalones cortos de color caqui, con un remiendo
en la parte trasera los de Jabavu, y camisas blancas bastante sucias. Sin
corbata y con sandalias de tela en los pies. Los pies de Jabavu están
encantados de liberarse de los zapatos de piel gruesa, aunque le duela
separarse de ellos así sea por un rato.
Luego Jerry coge una cesta grande en la que hay
unas pocas verduras frescas y abandonan la trastienda, pero esta vez por la
puerta que lleva a la calle. Jabavu pregunta quién es el indio, pero Jerry
contesta con brusquedad que sólo es un indio que los ayuda en su trabajo, cosa
que no significa nada para Jabavu. Echan a andar por la zona de tiendas de
africanos y de indios y Jabavu mira maravillado a Jerry, quien parece otra
persona, más bien como un simple muchacho de pueblo, con la cara fresca y
clara. Sólo sus ojos siguen igual, rápidos, astutos, entrecerrados. Llegan a
una calle de casas de blancos y Jerry y Jabavu se acercan a una puerta trasera
a vender sus verduras. Una voz les grita que se vayan. Jerry mira rápidamente a
su alrededor: hay una mesa en el porche trasero con un bonito mantel; lo arranca
de un tirón, lo enrolla a tal velocidad que Jabavu apenas ve moverse los dedos,
y el mantel desaparece bajo las verduras. Se alejan caminando despacio, como
dos vendedores respetables. En la siguiente casa, una mujer les compra una col
y, mientras busca dinero en el interior de la casa, Jerry saca por la ventana
abierta un reloj y un cenicero, que también terminan escondidos bajo las
verduras. En la casa siguiente no hay nada que robar porque la mujer está
sentada haciendo punto en el porche trasero para verlo todo desde allí, pero en
la siguiente hay otro mantel.
Entonces ocurre algo que hace sentir mal a
Jabavu, aunque para Jerry es motivo de grandes risas: un policía les pregunta
qué llevan en la cesta y Jerry le cuenta una historia larga y triste, muy
confusa, según la cual acaban de llegar a la ciudad por primera vez y se han
perdido, de modo que el policía se comporta con mucha amabilidad y les da
buenos consejos.
Después de reírse del policía, Jerry dice:
—Ahora vamos a hacer algo serio, porque todo lo que hemos hecho hasta ahora era cosa de niños.
Jabavu contesta que no se quiere meter en
ningún lío, pero Jerry le dice que si no obedece lo matará. Jabavu se preocupa,
porque cuando Jerry se ríe y dice esas cosas nunca sabe si debe tomárselo en
serio. En un instante piensa que es broma; al siguiente está temblando. Sin
embargo, en algunos momentos, cuando bromean juntos, siente que le ha caído
bien... En definitiva, Jerry le provoca mayor confusión que nadie a quien haya
conocido hasta entonces. Se puede decir que Betty es así o asá, que el señor
Mizi se comporta de tal o cual modo, pero con Jerry siempre hay una dificultad,
una sombra, incluso en los momentos en que Jabavu no puede evitar que le caiga
bien.
Van a una tienda para blancos. Es pequeña y
está llena de gente. Un blanco atiende tras el mostrador y está siempre muy
ocupado. Hay varias mujeres esperando para comprar algo. Una de ellas lleva un
bebé en un cochecito, a cuyos pies ha dejado el bolso. Jerry mira el bolso y
luego a Jabavu, quien entiende muy bien lo que eso significa. Se le enfría el
corazón, pero la mirada de Jerry da tanto miedo que sabe que ha de coger el
bolso.
La mujer habla con una amiga y menea el cochecito adelante y atrás, mientras el niño duerme. Jabavu siente que una humedad fría le recorre la espalda y se le aflojan las rodillas. Sin embargo espera hasta que el dependiente blanco se da la vuelta para coger algo de un estante y la mujer se pone a reír con su amiga y en ese momento coge el bolso con un
gesto rápido y sale por la puerta. Una vez allí se lo queda Jerry y lo mete
debajo de las verduras.
—No corras —le dice con tranquilidad.
Aunque mantiene la cara tranquila, sus ojos
vuelan como dardos. Doblan la esquina deprisa y entran en otra tienda. En esa
no roban más que un puñado de sal sin ningún valor. Luego, Jerry le dice a
Jabavu con auténtica admiración:
—Vales mucho para este trabajo. Betty me dijo la verdad. Nunca había visto a nadie tan bueno con tan poca experiencia.
Jabavu no puede evitar sentirse orgulloso, porque Jerry no es de halago fácil.
Dejan esa parte de la ciudad y siguen robando
en otro barrio, donde consiguen otro reloj, unas cucharas y tenedores y luego,
por pura casualidad, un bolso que alguien ha dejado en la mesa de una cocina.
Entonces regresan a la tienda del indio. Allí
Jerry regatea con el dueño, quien les da dos libras por los diversos artículos,
además de las cinco libras que hay entre los dos bolsos. Jerry le da a Jabavu
un tercio del dinero, pero éste se enfada tanto de golpe que Jerry finge
tomárselo a risa, le dice que sólo era una broma y le da la mitad que le
corresponde. Luego, le dice:
—Son las dos de la tarde. En estas pocas
horas hemos ganado tres libras cada uno. El indio corre el riesgo de vender
objetos robados que alguien podría reconocer. Nosotros estamos a salvo. Bueno,
¿qué te parece este trabajo?
Jabavu, tras una pausa quizás demasiado larga
que provoca una mirada suspicaz de Jerry, contesta:
—Creo que está muy bien. —Luego añade con
timidez—: Pero mi licencia para buscar trabajo sólo vale para catorce días y ya
han pasado unos cuantos.
—Yo te enseñaré lo que has de hacer —dice
Jerry, despreocupado—. Es fácil. Vivir aquí es muy fácil para quien recurre a
sus amigos. Además, hay que saber cuándo gastar dinero. Y hay otras cosas. Es
útil tener una amiga que se haga amiga de algún policía. Nosotros tenemos dos
mujeres así. Cada una de ellas tiene un policía. Si hay problemas, esos dos
policías nos ayudan. Las mujeres son muy importantes en este trabajo.
Jabavu piensa, y después contesta con rapidez:
—¿Betty es una de esas mujeres?
Jerry, que esperaba la pregunta, responde con calma:
—Sí, a Betty se le da muy bien la policía. —Y luego añade—: No seas tan tonto. Entre nosotros no hay celos. No lo permito. Yo no tendría mujeres en la banda porque son muy malas para el trabajo, pero son útiles con la policía. Y te advierto una cosa: no pienso aceptar problemas con la policía. Si Betty te dice: “Esta noche viene mi policía”, te callas. Si
no...
Jerry enseña un trozo del mango del cuchillo por el borde del bolsillo para que Jabavu lo vea. Sin embargo sigue sonriendo con cara amistosa, como si todo fuera una broma. Jabavu sigue andando en silencio. Por primera vez entiende que ahora forma parte de la banda, que Jerry es el líder, que Betty es su mujer. Y ese estado de cosas... ¿cuánto va a durar? ¿No hay manera de escapar? Tímidamente, pregunta:
—¿Desde cuándo existe esta banda?
Jerry tarda un poco en contestar. Todavía no
se fía de Jabavu. Sin embargo, ha cambiado de opinión respecto a él desde esta
mañana. El plan original consistía en hacerle robar algo y luego asegurarse de
que tuviera problemas con la policía de modo que no hubiera nadie más
implicado, para neutralizar su peligro. Pero le ha impresionado tanto la
rapidez y la inteligencia de Jabavu para el “trabajo” que ahora desea
conservarlo. Piensa: “Después de una semana de buena vida, cuando haya robado
varias veces y tal vez se haya metido en una o dos peleas, tendrá demasiado
miedo para acercarse al señor Mizi. Será uno de nosotros y no representará
ninguna amenaza”.
—Hace dos años que soy el jefe de esta banda.
Somos siete, dos mujeres y cinco hombres. Los hombres se encargan de robar,
como hemos hecho esta mañana. Las mujeres se hacen amigas de la policía, o de
cualquiera que pueda representar un peligro. Además, captan chicos de las
aldeas que llegan a la ciudad y les roban. No dejamos a las mujeres salir a
robar a la calle porque no lo hacen bien. Y no les contamos las cosas de la
banda, porque hablan mucho y hacen tonterías.
Aquí viene una pausa y Jabavu entiende que
Jerry está pensando que él también ha hecho las mismas tonterías que Betty.
Pero le halaga que Jerry le cuente cosas que se ocultan a las mujeres.
Pregunta:
—Me gustaría saber otras cosas. ¿Qué pasan si cogen a uno de nosotros?
—En los dos años que llevo como jefe de la
banda —contesta Jerry— nunca han cogido a nadie. Tenemos mucho cuidado. Pero si
te pillan no hablarás de los otros, porque si no te pasará algo que no te va a
gustar nada. —De nuevo muestra parte del cuchillo y otra vez sonríe como si
fuera una broma. Cuando Jabavu le plantea otra pregunta, dice—: Ya basta por
hoy. Aprenderás las cosas de la banda a su debido tiempo.
Jabavu piensa en lo que le han contado y
entiende que de hecho sabe bien poca cosa y que Jerry no se fía de él. Entonces
renace en su interior el anhelo por el señor Mizi y se maldice amargamente por
haberse escapado. Sigue pensando con tristeza en el señor Mizi durante el
camino, sin fijarse apenas en lo que hacen.
Se han encaminado hacia una hilera de casas
donde vive la gente de color. Entran en una que está llena de gente, con niños
por todas partes, van hasta la parte trasera y se meten en una habitación
pequeña y oscura que huele mal. Hay un hombre de color tumbado en una cama, en
un rincón, y Jabavu oye los jadeos de su respiración incluso antes de entrar.
El hombre se levanta y, en la penumbra, Jabavu ve a un señor encorvado, enjuto,
tan enfermo que su color natural se convierte en amarillo, con los ojos
asomados entre la goma blanquecina que le espesa las pestañas y la boca abierta
cada vez que jadea. En cuanto ve a Jerry le da una palmada en el hombro y éste
se la devuelve con demasiada fuerza, porque el enfermo se echa hacia atrás,
tose, resopla y cierra los brazos en torno al dolorido pecho, aunque se ríe
también en cuanto recupera la respiración. A Jabavu le asombra esa risa
terrible y tan frecuente entre esta gente, pues no encuentra ninguna gracia en
lo que acaba de ocurrir. Sin duda resulta feo y terrible que este hombre esté tan
enfermo en esa habitación tan sucia y terrible, con niños desastrados y sucios
correteando y gritando por los pasillos. A Jabavu lo paraliza el horror del
lugar, pero Jerry se sigue riendo y dirige unos cuantos insultos —rudos,
alegres— al hombre de color, que se los devuelve entre carcajadas. Luego miran
los dos a Jabavu y Jerry dice:
—Ahí tienes otro pinche para tu cocina.
Los dos se parten de risa hasta que el hombre
empieza a toser de nuevo y termina tan agotado que se ha de apoyar en la pared
con los ojos cerrados, mientras su pecho sube y baja. Al final, con una
dolorida sonrisa, jadea:
—¿Cuánto?
Jerry empieza a regatear, igual que antes con
el indio. El hombre de color, entre toses y jadeos, se empeña en que quiere dos
libras por fingir que Jabavu trabaja para él, y que las quiere cada mes; Jerry
dice que diez chelines y al final se ponen de acuerdo en una libra y Jabavu se
da cuenta de que ya lo sabían desde el principio, así que no entiende por qué
dedican tanto tiempo a ese largo regateo entre esas toses tan feas y dolorosas
y el hedor de la enfermedad. Luego el hombre de color le da una nota a Jabavu
en la que afirma querer contratarlo como cocinero y escribe su nombre en su situpa. Luego, mirándolo de cerca, muestra
sus dientes sucios y rotos y dice en un suspiro:
—Así que serás un buen cocinero, je, je,
je...
Los dos jóvenes salen, cierran la puerta y
recorren el oscuro pasillo entre los niños para salir a la fresca y adorable
luz del sol, que tiene el poder de lograr que esa casa fea y desastrada parezca
agradable entre los hibiscos y los franchipanieros.
—Ese hombre morirá pronto —dice Jabavu, en voz baja, desanimado.
La única respuesta de Jerry:
—Bueno, al menos durará un mes y luego habrá
otros que te hagan el mismo favor por una libra.
A Jabavu le pesa tanto el corazón por el
miedo a la enfermedad y a la fealdad que piensa: “Me voy ahora mismo, no puedo
quedarme con esta gente”. Cuando Jerry le dice que ha de ir a la oficina de
licencias para que registren su empleo, piensa: “Ahora aprovecharé la ocasión
para ir corriendo a casa del señor Mizi”. Pero Jerry no tiene la menor
intención de concederle esa oportunidad. Pasea con él hasta la oficina de
licencias, compra por el camino una botella de whisky de los blancos a otro
hombre de color que se dedica a ese negocio ilegal y mientras Jabavu aguanta en
la cola de la oficina Jerry lo espera contento, con la botella bajo la
chaqueta, e incluso habla con el policía.
Cuando al fin examinan la situpa de Jabavu y dan el asunto por
concluido, vuelve hacia Jerry pensando: “Vaya, qué atrevido es este Jerry. Nada
le da miedo, ni siquiera hablar con un policía mientras esconde una botella de
whisky bajo la chaqueta”.
Caminan juntos de vuelta al Distrito de los
Nativos y Jerry le dice entre risas:
—Ahora tienes un trabajo y eres un chico
bueno. —Jabavu ríe tan fuerte como puede. Luego Jerry añade—: Así que tu amigo,
el señor Mizi, estará contento contigo. Eres un trabajador muy respetable.
De nuevo se ríen los dos y Jerry dirige a Jabavu una mirada fría y fruncida, porque sobre todo no tiene un pelo de tonto y sabe que la risa de Jabavu suena como si quisiera llorar. Está pensando en cómo manejar a Jabavu cuando se alía la suerte con él, porque la señora Samu se cruza en su camino con su vestido blanco y su gorra, de camino a trabajar en el
hospital. Primero mira a Jabavu como si no lo conociera de nada; luego le
dirige una sonrisilla fría, mínima, lo máximo que puede hacer, y en realidad se
lo debe al corazón de la señora Mizi, que no ha hecho más que repetir: “Pobrecito,
no se le puede culpar, sólo nos puede dar pena”, y cosas por el estilo. La
señora Samu tiene mucho menos corazón que la señora Mizi, y en cambio mucha
cabeza, y cuesta distinguir cual de los dos órganos es más útil. Es este caso,
está pensando: “Seguro que hay cosas más merecedoras de mi preocupación que un
pequeño maleante de los matsotsi”. Y sigue andando hacia el hospital, pensando
en una mujer que ha parido un bebé con una infección en los ojos.
Los ojos de Jabavu están llenos de lágrimas y arde en deseos de correr detrás de la señora Samu y pedirle su protección. Pero, ¿cómo puede protegerlo de Jerry una mujer?
Jerry empieza a hablar con inteligencia de la
señora Samu. Se ríe y dice que son unos hipócritas. Que hablan de bondades y
delitos, y sin embargo la señora Samu es la segunda esposa del señor Samu,
quien trató a la primera tan mal que acabó muriendo y ahora la señora Samu sólo
es una zorra que siempre está dispuesta, incluso se insinuó al propio Jerry en
un baile; le hubiera bastado un empujón para hacerla suya... Luego pasa al
señor Mizi y dice que es tonto por fiarse de la señora Mizi, que siempre está
invitando a todo el mundo con la mirada y no hay ni un alma en el Distrito que
no sepa que se acuesta con el hermano de la señora Samu. Todos esos iluminados
son iguales, sus mujeres son ligeras, son como una manada de babuinos, no son
mejores... Y Jerry sigue hablando así, riéndose de ellos, hasta que Jabavu, que
no olvida la frialdad de la sonrisa de la señora Samu, se muestra de acuerdo con
poco entusiasmo y luego hace una broma burda sobre el uniforme de la señora
Samu, que le aprieta mucho las nalgas, y de pronto los dos se parten de risa y
dicen que si las mujeres son esto y lo otro... Después vuelven con los demás,
que ya no están en la tienda abandonada porque no conviene pasar demasiado
tiempo en el mismo sitio, sino en otro antro, mucho peor que el de la señora
Kambusi. Pasan allí la noche y Jabavu vuelve a beber skokian, pero esta vez con discreción por temor a lo que sentirá al día siguiente. Mientras bebe se da cuenta de que Jerry apenas prueba un sorbo de vez en cuando, pero finge estar borracho y al mismo tiempo
vigila la forma de beber de Jabavu. Jerry está contento porque ve que Jabavu es
sensato, aunque no acaba de gustarle porque necesita creer que sólo él es más
fuerte que los demás. Y por primera vez se le ocurre que tal vez Jabavu sea
demasiado fuerte, demasiado listo, que tal vez algún día se convierta en un
desafío para él. Pero esconde todos esos pensamientos tras los ojos fríos,
entrecerrados, se limita a mirar y esa misma noche, a última hora, habla con
Jabavu de igual a igual y le dice que se han de encargar de que todos esos
tontos lleguen a la cama sin sufrir daño alguno. Jabavu se lleva a Betty y a
dos jóvenes a la habitación de ésta, donde caen como leños al suelo y roncan de
tanto skokian, y Jerry se lleva a una chica y a los demás a un lugar que conoce, una vieja choza de paja al borde de la llanura.
Por la mañana Jerry y Jabavu se despiertan con la mente despejada, dejan a los demás durmiendo la mona y se van juntos a la ciudad, donde roban con mucho provecho e inteligencia otro reloj, dos pares de zapatos, una almohada robada a un niño bajo su cabeza y, lo más importante, unas baratijas que, según Jerry, son de oro. Cuando el indio ve todas esas
cosas ofrece mucho dinero por ellas. En el camino de vuelta hacia el Distrito,
Jerry dice:
—Y el segundo día sacamos cada uno cinco libras...
Y mira con dureza a Jabavu, para asegurarse de que lo entiende. Jabavu lleva mejor hoy lo del señor Mizi, pues está orgulloso de sí mismo por no haberse bebido el skokian y por haber trabajado tan bien junto a Jerry que no se pueden establecer diferencias entre los dos.
Esa noche van todos a la tienda abandonada y beben whisky, que es mucho mejor que el skokian porque no les marea. Juegan a las cartas y comen bien. Jerry se pasa
todo el rato vigilando a Jabavu con una sensación ambivalente. Ve que hace lo
que quiere con Betty, aunque ésta nunca se había comportado con esa humildad y
ansiedad con ningún hombre. Ve que lleva cuidado con lo que bebe; él nunca
había visto a un chiquillo de aldea aprender tan rápido con el alcohol. Ve que
los otros, tras apenas dos días, ya lo tratan casi con tanto respeto como a él.
Y eso no le gusta nada. No se le nota lo que piensa y Jabavu cada vez lo tiene
más por un amigo. Al día siguiente van juntos de nuevo a las calles de los
blancos y roban, y luego beben whisky y juegan a las cartas. Lo mismo al día
siguiente, y así pasa una semana. Durante todo ese tiempo Jerry habla con
suavidad, educado, sonriente; sus ojos fríos y vigilantes se esconden en la
discreción y en la astucia; Jabavu habla de sus sentimientos abiertamente. Ya
le ha contado cuánto quiere a la señora Mizi, cuanto admira al señor Mizi. Le
habla con la libre confianza de un niño y Jerry lo escucha y le tira de la
lengua con palabras suaves y taimadas, o con sonrisas, hasta que al terminar la
semana empiezan a hablar de una manera bien extraña. Jerry dice:
—Bueno, y los Mizi...
Y Jabavu contesta:
—Ah, son muy listos, y son valientes.
Y Jerry, con voz suave y educada:
—¿De verdad te lo parece?
—Amigo, ésos sólo piensan en los demás —contesta Jabavu.
—¿Eso crees? —dice Jerry, con esa voz suave, mortal, educada.
Y luego sigue hablando, sin darle mayor importancia, sobre los Mizi y los Samu, le cuenta que una vez hicieron tal o cual cosa, que si son muy astutos... Y al fin afirma con violencia repentina: “Ah, vaya maleante”. O bien: “Menuda zorra”. Jabavu se ríe entonces y está de acuerdo. Es como si hubiera dos Jabavus y la astuta lengua de Jerry permitiera
la existencia de uno de ellos, aunque el propio Jabavu apenas se da cuenta.
Parece extraño que un hombre pueda pasar el tiempo robando, bebiendo y haciendo
el amor con una chica de la ciudad y al mismo tiempo se vea a sí mismo como
algo bien distinto; como alguien que se convertirá en un iluminado. Sin
embargo, así lo ve Jabavu. Está tan confundido, tan atrapado en el círculo del
robo, de la buena comida y la bebida, del robo otra vez, y luego Betty por la
noche, que parece un buey joven, fuerte pero medio destrozado, obligado a
trabajar por una cuerda atada a sus cuernos; el hombre no se permite a sí mismo
notar la cuerda, pero a veces sí la nota.
Un buen día, Jerry le pregunta como quien no quiere la cosa:
—Así que nos dejarás para irte con los iluminados.
Y Jabavu, con la simpleza de un niño, contesta:
—Sí, eso es lo que quiero hacer.
Por primera vez, Jerry se permite reírse de eso. El miedo recorre a Jabavu como un cuchillo y piensa: “Hablarle así a Jerry es una tontería”. Sin embargo, al poco rato Jerry bromea de nuevo y le dice:
—Esos maleantes...
Como si le divirtiera la tontería de los iluminados. Jabavu se ríe con él. La mayor astucia de Jerry con Jabavu consiste en su forma de usar la risa. Lo va empujando lentamente con sus bromas hasta que se pone serio y, de un momento a otro, le dice:
—Entonces, ¿nos dejarás cuando te hartes de nosotros para irte con el señor Mizi?
Y lo dice con tal seriedad que a Jabavu se le
queda la lengua pegada y no puede contestar nada. Es como un buey empujado
suavemente hacia el borde del campo, que de pronto siente la presión en la base
de los cuernos y piensa: “¿Este hombre no pretenderá burlarse de mí?”. Y como
no lo quiere entender se queda inmóvil, con las cuatro patas clavadas
firmemente en la tierra, pestañeando como un tonto, mientras el hombre lo mira
y piensa: “Pronto llegará la pelea, en cuanto este buey estúpido gruña y ruja y
empiece a dar saltos sin darse cuenta de que no sirve de nada porque yo soy
mucho más listo”.
De todos modos, Jerry no piensa en Jabavu
como piensa el hombre en el buey. Porque, si bien es más astuto que él y tiene
más experiencia, hay algo de Jabavu que no consigue manejar. Por momentos,
piensa: “Quizá sería mejor dejar que este tonto se fuera con el señor Mizi.
¿Por qué no? Lo amenazaré con matarlo si le habla de nosotros y de nuestro
trabajo...”. Pero no puede ser, precisamente por ese otro Jabavu que renace con
sus chistes. Cuando esté con los Mizi, ¿no llegará un momento en que anhele la
riqueza y la excitación de robar, los antros y las mujeres? Y entonces, ¿acaso
no sentirá la necesidad de maldecir a los matsotsi, o incluso de delatarlos a
la policía? Los nombres de toda la banda, de los hombres de color que los
ayudan, del indio de la tienda... Jerry siente el amargo deseo de haberlo
acuchillado mucho antes, la primera vez que Betty le habló de él. Ah, ahora
desea haberlos matado a los dos. Sin embargo, él sólo mata cuando es
verdaderamente necesario y, desde luego, nunca a dos a la vez. Pero su odio por
Jabavu, y especialmente por Betty, crece y se vuelve más profundo, hasta tal
extremo que le resulta difícil disimularlo, sonreír y fingir tranquilidad y
amistad.
Aun así lo hace con tanta gentileza que va
empujando a Jabavu por el camino de la risa peligrosa. Sueltan unas bromas
terribles y cuando Jabavu se asusta piensa: “Bueno, sólo es una broma”. Es que
hablan de cosas que apenas unas pocas semanas antes le hubieran hecho temblar.
Primero aprende a reírse de la riqueza del señor Mizi, de cómo ese listo
maleante esconde el dinero en su casa para engañar a todos los que se fían de
él. Jabavu no se lo cree, pero se ríe, e incluso se suma a la broma y dice:
“Qué tontos son”. O también: “Es más rentable dirigir la Liga para el Avance
del Pueblo Africano que un antro”. Y cuando Jerry le cuenta que la señora Mizi
se acuesta con todo el mundo, o que la señora Samu sólo está en el movimiento
porque así puede conocer a muchos hombres jóvenes, Jabavu dice que la señora
Samu le recuerda al anuncio de los periódicos de los blancos: bébase esto y
dormirá bien por la noche. Sin embargo, Jabavu no se cree todo eso en ningún
momento, admira sinceramente a los iluminados y sólo desea estar con ellos.
Luego Jerry aprieta más el lazo y dice:
—Algún día matarán a los iluminados por ser tan maleantes.
Y bromea al respecto de esa matanza. Jabavu
necesita unos cuantos días para empezar a reírse de eso, pero al fin le resta
importancia y se lo toma a broma, y así consigue reírse. Luego Jerry habla de Betty
y cuenta que una vez mató a una mujer que se había vuelto peligrosa y se ríe y
dice que las mujeres estúpidas son peores que las peligrosas y que sería buena
idea matar a Betty. Pasan muchos días antes de que Jabavu se pueda reír de eso,
y al fin lo consigue porque su corazón da saltos de alegría ante la idea de ver
a Betty muerta. Es que Betty se ha convertido en una carga cada noche, hasta
tal punto que Jabavu la teme. Le hace pasar las noches despierto y le dice:
“Cásate conmigo y nos escaparemos a otra ciudad”. O también: “Matemos a Jerry
para que seas el jefe de la banda”. O: “¿Me quieres? ¿Me quieres? ¿Me
quieres?”. Jabavu piensa en las mujeres de antes, que no hablan día y noche de
amor: mujeres con dignidad. Pero al final también se ríe. Los dos jóvenes ríen
juntos, a veces dando tumbos por la calle, mientras hablan de Betty y de otras
mujeres, dicen que son así o asá, hasta que todo cambia tanto que a Jabavu ya
no le cuesta reír cuando Jerry habla de matar a Betty o a cualquier otro
miembro de la banda. Hablan de los demás con desprecio, dicen que no son listos
para el trabajo y que sólo ellos, Jerry y Jabavu, tienen algo de inteligencia.
Sin embargo, por debajo de su amistad, ambos
están muy asustados y ambos saben que pronto ha de ocurrir algo, ambos se
vigilan de soslayo y se odian mutuamente y Jabavu piensa a todas horas en cómo
irse con el señor Mizi, mientras que Jerry sueña por la noche con la policía y
la cárcel, y a menudo con matar: sobre todo a Jabavu, pero también a Betty,
porque su desprecio de Betty se está convirtiendo en una fiebre. A veces,
cuando la ve frotar su cuerpo contra el de Jabavu, lleva la mano sigilosamente
al cuchillo y lo toca con los dedos ansiosos por la necesidad de matar.
Toda la banda está confundida, como si tuviera
dos jefes. Betty siempre está junto a Jabavu y esa deferencia influencia a los
demás. Además, Jerry debe su liderazgo al hecho de que siempre mantiene la
mente clara, nunca bebe, es más fuerte que todos. Pero ahora ya no es más
fuerte que Jabavu. Es como si una levadura disolvente hubiera afectado a la
banda, y para Jerry esa levadura lleva el nombre del señor Mizi.
Llega un día en que decide librarse de Jabavu de un modo u otro, por muy bien que se le dé robar.
Primero le habla con persuasión sobre las
minas de Johannesburgo, le cuenta lo bien que se vive allí, cuánto dinero gana
la gente como ellos. Pero Jabavu lo escucha con indiferencia y apenas dice:
“Ya” y “Ah, ¿sí? ¿Qué sentido tendría para nadie emprender ese viaje peligroso
y difícil hacia el sur en busca de las riquezas de la Ciudad del Oro, cuando su
vida ya es bastante rica?”. Así que Jerry abandona el plan y escoge otro. Es
peligroso, y él lo sabe. Quiere hacer un último intento de debilitar a Jabavu
con el skokian. Lo lleva a los antros seis noches seguidas, aunque normalmente sugería a la gente de su banda que no probara el licor porque les ablandaba la voluntad y el pensamiento. La primera noche todo va como siempre: beben todos, menos Jerry y Jabavu. La
segunda noche, lo mismo. La tercera, Jerry desafía a Jabavu a competir y éste
se niega primero, pero luego acepta. Así que Jabavu y Jerry beben y éste
sucumbe antes. Al cuarto día se despierta y se encuentra a la banda jugando a
cartas y a Jabavu sentado junto a la pared, con la mirada perdida, recuperado.
Jerry siente ahora un odio que no conocía antes. Ha bebido hasta marearse como
un tonto por Jabavu, tanto que ha pasado horas seguidas debilitado e
inconsciente, incluso mientras su banda jugaba a las cartas y probablemente se
reía de él. Es como si ahora el jefe no fuera él, sino Jabavu. Este, por su
parte, ha llegado a un punto de su desdicha en el que le ocurre algo muy
extraño, como si lentamente el Jabavu real se apartara del ladrón y del
maleante que bebe y roba y lo mirase con un tranquilo interés, sin importarle
demasiado. Cree que ya no le quedan esperanzas. Nunca podrá volver con el señor
Mizi; no podrá ser un iluminado. No hay futuro. Así que se mira y espera,
mientras una oscura nube gris de desdicha se instala en su interior.
Jerry se acerca a él, escondiendo sus
pensamientos, se sienta a su lado y lo felicita por tener una cabeza más fuerte
que la suya. Halaga a Jabavu y luego se burla de los demás, que no lo pueden
oír. Jabavu asiente sin mostrar interés. Luego Jerry empieza a insultar a Betty
y a todas las mujeres, porque en esos momentos, cuando las odian, es cuando
casi parecen buenos amigos. Jabavu sigue el juego, al principio con
indiferencia y luego ya pone más voluntad. Pronto empiezan a reír juntos y
Jerry se felicita por su astucia. A Betty no le gusta y se acerca; la rechazan
los dos y se vuelve con los demás, llena de amargura, y se mete con ellos.
Entonces Jerry dice que Betty es una mujer peligrosa y luego vuelve a contar
que una vez mató a una chica de la banda que se enamoró de un policía al que se
suponía que debía de mantener contento y bien predispuesto. En parte le dice
eso para asustarlo, en parte para ver cómo reacciona ante la idea de matar a
Betty. Y en la mente de Jabavu se agita una vez más la noción de que sería
agradable que Betty desapareciera, porque siempre lo aburre con sus exigencias
y sus quejas, pero se deshace de esa noción. Al ver que frunce el ceño, Jerry
cambia de tema rápidamente y pasa a la broma de lo bueno que sería robar al
señor Mizi. Jabavu permanece sentado en silencio y por primera vez empieza a
entender las risas y las bromas, que la gente se ríe sobre todo de lo que más
teme, que las bromas son más bien un plan para lo que algún día se hará cierto.
Y piensa: “¿Será que Jerry ha estado pensando todo este tiempo en matar de
verdad a Betty, o incluso en robar al señor Mizi?”. Y la noción de su propia
estupidez es tan terrible que recupera la desdicha, desaparecida en un momento
de camaradería con Jerry, y se sienta en silencio, apoyado en la pared, y ya
nada le importa. Pero a Jerry eso le gusta más de lo que creía, porque cuando
sugiere que se vayan a los antros, Jabavu se levanta de inmediato. En esa
cuarta noche Jabavu bebe skokian y lo hace de buena gana, a placer, por primera vez desde que llegó al Distrito y lo probó en casa de la señora Kambusi. Jerry no bebe, sino que lo
vigila, y siente un inmenso alivio. Ahora, piensa, Jabavu se tomará el skokian como los otros y eso lo volverá débil como los otros, y Jerry lo dominará como a los otros.
Al quinto día Jabavu duerme hasta tarde y se
despierta cuando ya oscurece y descubre que los demás ya están hablando de
volver a los antros. Pero sólo de pensarlo le entra el mareo y dice que él no
piensa ir, que se quedará mientras los demás se divierten. Luego se pone de
cara a la pared y aunque Jerry bromea con él y trata de engatusarlo, no se
mueve. Pero Jerry no puede contar a los demás que sólo quiere que vayan al
antro por Jabavu, así que se ha de ir con ellos, amargado y maldiciendo, porque
Jabavu se queda en la tienda abandonada. Llega el sexto día y los miembros de
la banda están borrachos, mareados y atontados por el
skokian y Jerry apenas puede controlarlos. Jabavu está
aburrido y tranquilo y permanece en su rincón, apoyado en la pared, concentrado
en sus pensamientos, que deben de ser tristes y oscuros porque le pesan en la
cara. Jerry piensa: “La noche antepasada, cuando aceptó beber, tenía el mismo
humor que hoy”. Provoca a Jabavu para que beba y éste le hace caso. Es la sexta
noche. Jabavu se emborracha como la última vez, con los demás, y Jerry
permanece sobrio. Al séptimo día, Jerry piensa: “Hoy será el último. Si Jabavu
no viene al antro esta noche por su propia voluntad, abandonaré este plan y
probaré con otro”.
Ese séptimo día Jerry está desesperado de
verdad, aunque no se le note en la cara. Está sentado contra la pared, mientras
sus manos reparten y recogen las cartas y las mira como si nada más le
interesara. Sin embargo, de vez en cuando echa un vistazo a Jabavu, que
permanece sentado frente a él, sin moverse. Los demás están todavía
inconscientes, tumbados en el suelo, gruñendo y quejándose con voces pastosas.
Betty está tumbada cerca de Jerry, un bulto desparramado y desagradable; él la mira y la odia. Está lleno de odio. Piensa que hace dos meses tenía la banda más provechosa del Distrito, no corría ningún peligro, tenía bien controlada a la policía y no parecía haber razón alguna por la que eso no pudiera durar mucho tiempo. Sin embargo, de repente Betty le
cogió gusto a ese tal Jabavu y ahora todo está a punto de terminar, la banda está inquieta, Jabavu sueña con el señor Mizi y ya nada parece claro ni seguro.
Es culpa de Betty; la odia. Es culpa del señor Mizi; si pudiera lo mataría, porque en verdad odia más al señor Mizi que a nadie. Pero matar al señor Mizi sería una tontería. Bien pensado, matar a quien sea es una tontería, salvo cuando se vuelve necesario. No debe matar sin
necesidad. Pero la idea de matar ha invadido su mente y no hace más que mirar a Betty, que rueda borracha por el suelo, y desea matarla por haber originado todo ese problema. Salen las cartas de su mano —¡flic, flic, flic!—, y el ruidito de cada carta le suena como una cuchillada.
De repente Jerry recupera el control de sí mismo y se dice: “Estoy loco. ¿Qué es esto? Nunca en la vida he hecho nada sin pensarlo, o sin una causa, y ahora estoy aquí sentado sin un plan, esperando que pase algo... ¡Desde luego, este Jabavu me ha vuelto loco”.
Mira a Jabavu, frente a él, y le pregunta en tono agradable:
—Esta noche vendrás a pasártelo bien al antro, ¿eh?
Pero Jabavu contesta:
—No, no voy a ir. Ya he probado cuatro veces el skokian y ahora sé que lo
que dicen es cierto. No lo volveré a beber.
Jerry se encoge de hombros y desvía la mirada. “¡Vaya! —piensa—. Bueno, ha fallado el plan. Otras veces había funcionado. Pero si ha fallado he de pensar y tomar una decisión. Tiene que haber una manera, siempre la hay. ¿Cuál?” Luego piensa: “¿Y por qué me quedo
aquí sentado? Ya me pasó otra vez y se pusieron las cosas difíciles, pero eso
era en otra ciudad y me fui para venir aquí. Es fácil. Me puedo ir al sur, a
otra ciudad. Siempre hay algún tonto, y los tontos siempre trabajan para gente
como yo”. Pero luego, justo cuando su mente empieza a dar la bienvenida a ese
nuevo plan, le ataca una vanidad alocada: “¿He de abandonar esta ciudad, en la
que tengo contactos y conozco a los suficientes policías y tengo una
organización, sólo por este Jabavu? De eso nada”.
Sigue sentado y reparte las cartas mientras todos esos pensamientos cruzan su mente sin que su cara los revele, y la rabia, el miedo y la vanidad desdeñosa le hierven por dentro. “Algo pasará —piensa—. Algo. Espera.”
Espera y pronto se hace de noche. A través de
los cristales sucios de las ventanas entra un destello de luz rojiza de la
puesta de sol y traza manchas y charcos oscuros en el suelo. Jerry los mira.
“Sangre”, piensa. Lo invade un anhelo inmenso. Sin pensar, desliza un poco el
cuchillo y acaricia amorosamente el mango. Ve que Jabavu lo está mirando y que
de pronto se echa a temblar. Jerry siente una satisfacción inmensa. Ah, cómo le
gusta ese escalofrío. Desliza un poco más el cuchillo y dice:
—Aún no has aprendido a perderle el miedo como deberías.
Jabavu mira el cuchillo, después a Jerry, y desvía luego la mirada.
—Me da miedo —contesta simplemente.
Jerry vuelve a guardar el cuchillo. Por un momento le vuelve a acosar el mismo pensamiento: “Esto no es más que una locura.” Luego desaparece de nuevo.
Ahora los pies de Jerry están sumidos en un
charco de luz rojiza que entra por la ventana; los aparta deprisa, se levanta,
coge unas velas que estaban escondidas en un estante alto, las engancha con su
propio sebo en las cajas y las enciende. La luz rojiza desaparece. La luz de
las velas ilumina la sala y muestra las cajas de embalar, las botellas
amontonadas en los rincones, los cuerpos acurrucados de los borrachos y las
telarañas de las vigas. Es la escena familiar de la camaradería en la bebida y
en el juego, y el anhelo de matar desaparece. Jerry vuelve a pensar: “He de
preparar un plan, no debo esperar que pase algo”. Entonces, de uno en uno los
cuerpos empiezan a moverse, gruñen, se sientan, se sostienen la cabeza entre
las manos. Luego se ríen con debilidad. Cuando Betty logra alzarse del suelo se
da cuenta de que está lejos de Jabavu y se arrastra hacia él y cae tumbada
sobre sus rodillas, pero él la aparta con tranquilidad. Al verlo, por alguna
razón, Jerry se irrita. Reprime el malestar y piensa: “He de conseguir que
estos tontos recuperen la sensatez y esperar a que se les pase el efecto del skokian y luego..., luego prepararé un plan”.
Llena una lata grande de té con agua de la
pava que ha puesto a hervir sobre un fuego, en el suelo, y reparte tazas para
todos, incluido Jabavu, que la deja a un lado sin tocarla siquiera. A Jerry le
molesta, pero no dice nada. Los demás beben y les va bien para el mareo; se van
sentando, todavía con la cabeza entre las manos.
—Quiero ir al antro —dice Betty, balanceándose adelante y atrás, a uno y otro lado—. Quiero ir al antro.
Los demás repiten sin pensar:
—Sí, sí, al antro.
Jerry se da la vuelta con brusquedad y los
fulmina con la mirada. Luego reprime la irritación. Se les desvanece el deseo
con la misma rapidez con que llegó. Se olvidan del antro y se beben el té.
Jerry prepara otra lata, aún más fuerte, y rellena las tazas. Beben. Jabavu
contempla la escena como si ocurriera muy lejos. En voz baja, comenta:
—El té no tiene suficiente fuerza para
silenciar la rabia del skokian. Lo sé. Cuando lo he bebido ha sido como si mi cuerpo quisiera caerse a pedazos. Y eso que ellos llevan una semana bebiendo cada noche.
Jerry permanece cerca de Jabavu y hay un temblor en su cara. Le ha vuelto a entrar una violenta necesidad de matar; la reprime una vez más. Piensa: “Será mejor que abandone a estos idiotas ahora mismo...” Pero una corriente de acrecentada vanidad inunda esa idea sensata.
Vuelve a pensar: “Puedo conseguir que hagan lo que yo quiera. Siempre hacen lo
que quiero”.
Con calma, les dice:
—Será mejor que cojáis un trozo de pan cada uno y os lo comáis. —Luego se dirige a Jabavu en voz baja—. Cállate. Si vuelves a hablar te mataré.
Jabavu se encoge de hombros con indiferencia y sigue mirando. En la oscuridad de sus ojos hay una mirada vacía que asusta a Jerry.
Betty se tambalea para levantarse y camina, con las rodillas temblorosas, hasta un espejo colgado de un clavo en la pared. Pero antes de llegar dice:
—Quiero ir al antro.
De nuevo los demás repiten sus palabras y se levantan, plantando los pies con firmeza en el suelo para no caerse.
—Callaos. Esta noche no vais al antro —grita Jerry.
Betty suelta una risotada aguda y débil y contesta:
—Sí, al antro. Sí, sí, qué ganas tengo de ir al antro...
Las palabras se han empezado a formar solas y parece que van a continuar, de modo que Jerry agarra a Betty por los hombros y la menea.
—Cállate —le dice—. ¿Me has oído?
Betty se ríe, se balancea, lo abraza y le dice:
—El bueno de Jerry, el guapo de Jerry, oh, Jerry, por favor...
Habla como los niños cuando se empeñan en conseguir algo. Jerry, que se ha quedado rígido mientras ella lo tocaba, vuelve a agitarla y luego la suelta de un empujón. Ella camina hacia atrás a trompicones hasta que llega a la otra pared y se cae despatarrada, venga a reír
y reír, hasta que consigue levantarse de nuevo y tambalearse otra vez hacia
Jerry; los demás ven lo que está haciendo y lo encuentran muy divertido y van
con ella, de modo que Jerry se ve rodeado y todos lo abrazan y le dan palmadas
en los hombros y todos dicen con voces infantiles y agudas, entre risas que
parecen muelles que se estiraran para abrirse paso y salir por sus labios:
—El bueno de Jerry, sí, el guapo de Jerry, el listo de Jerry.
Y Jerry ladra:
—A callar. Atrás. Os mataré a todos.
La voz los sorprende y se quedan callados un momento. Es aguda, temblorosa, alocada. Se le contrae la cara y le tiemblan los labios. Se quedan a su alrededor, mirándolo, luego se miran entre ellos y se apartan todos para sentarse, todos menos Betty, que sigue delante de él. Tiene la boca estirada de un modo que bien podría dar paso a una sonrisa o al llanto,
pero es de nuevo la risa lo que sale, una risa aguda como un cacareo, igual que
una gallina; se balancea hacia delante y por tercera vez abraza a Jerry y
empieza a pegar su cuerpo al suyo. Jerry se queda quieto. Los demás miran y
sólo ven que Betty lo abraza y se pega a él, lo rodea con los brazos y con todo
el cuerpo, y se ríe sin parar. Luego deja de reír y las manos se sueltan y caen
a ambos lados. Jerry la sostiene con una mano por la espalda. Sueltan todos una
carcajada porque les parece muy divertido. Betty está haciendo una especie de
broma, así que se han de reír.
Pero Jerry, en un arranque de rabia y odio que nunca antes había experimentado, acaba de clavarle el cuchillo a Betty y el movimiento le ha dado un placer que no había sentido jamás en la vida. Ahí está, sosteniéndola, y por un instante no piensa en nada. Después se desvanece
la locura de la rabia y el placer y Jerry piensa: “Estoy loco de verdad. Matar a alguien por nada, llevado por esta rabia...”, sigue sosteniéndola, intenta pensar en algo rápido y entonces ve que Jabavu lo está mirando desde el suelo, justo a su lado, con un lento pestañeo de asombro, y se le ocurre el plan. Se tambalea un poco, como si Betty pesara demasiado, y luego, sin soltarla, se deja caer de lado encima de Jabavu para rodar después y apartarse.
Jabavu siente una humedad cálida fluir desde Betty y piensa: “La ha matado y ahora dirá que he sido yo”. Se levanta despacio mientras Jerry grita:
—La ha matado Jabavu. Mirad, ha matado a Betty porque estaba celoso.
Jabavu no habla. Le impresiona lo que está pensando. El enorme alivio de ver a Betty muerta. No se había dado cuenta de lo harto que estaba de esa mujer, cómo le pesaba saber que nunca podría quitársela de encima. Y ahora está muerta delante de él.
—Yo no la he matado —dice—. No he sido yo.
Los demás se quedan quietos mirando como si fueran polluelos.
—Ese maleante... Ha matado a Betty —grita Jerry.
—Que no he sido yo —repite Jabavu.
Ellos vuelven primero la mirada hacia Jerry y le creen, luego miran a Jabavu y le creen.
Jerry no lo dice más. Se da cuenta de que son demasiado estúpidos para mantener mucho rato en la mente la misma idea.
Se sienta en una caja de embalar y mira a Betty, mientras piensa deprisa y con intensidad.
Jabavu, al cabo de un largo, muy largo silencio, sin dejar de mirar a Betty, se sienta en otra caja. Crece en su interior una desesperación tan grande que apenas logra mover las extremidades. Piensa: “Ya no queda nada. Jerry dirá que la he matado. Nadie me va a creer. Y
—qué terrible pensamiento—, me ha encantado que la matara. Encantado. Todavía estoy encantado”. De ahí, a oscuras, su mente pasa a la siguiente noción: “Es justo. Es un castigo”. Se queda sentado, pasivo, balanceando las manos en el aire y con la mirada vacía.
Los demás se van sentando poco a poco en el suelo, se acurrucan juntos en busca de Consuelo ante esa muerte que no comprenden. Sólo saben que Betty está muerta y concentran los ojos abiertos y vacíos en Jerry, esperando a ver qué hace.
Jerry, después de repasar los planes posibles, relaja su tenso cuerpo e intenta dotar de calma y confianza a su mirada. Primero tiene que librarse del cadáver. Luego ya llegará el momento de pensar en lo siguiente.
Se vuelve hacia Jabavu y le dice con voz ligera y amistosa:
—Ayúdame a sacar a esta estúpida a la hierba.
Jabavu no se mueve. Jerry repite las mismas palabras y Jabavu sigue inmóvil. Jerry se levanta, se planta delante de él y se lo ordena. Jabavu alza lentamente la mirada y menea la cabeza.
Entonces Jerry se acerca más a Jabavu, de espaldas a los demás, con el cuchillo en las manos, y presiona con él ligeramente el cuerpo de Jabavu.
—¿Crees que me da miedo matarte a ti también? —pregunta en una voz tan baja que sólo él puede oírlo.
Los demás no ven el cuchillo, sólo que Jerry y Jabavu están pensando cómo deshacerse de Betty. Empiezan a llorar un poco, gimotean.
Jabavu vuelve a menear la cabeza. Luego, siente la presión del cuchillo y mira hacia abajo. La punta roza la carne, nota un pinchazo frío. Un pensamiento de enfado acude a su mente: “Me está cortando la chaqueta elegante”. Entrecierra los ojos y dice con furia:
—Me estás cortando la chaqueta.
Jerry piensa que está loco, pero es un momento de debilidad que conoce y entiende bien. Luego, con toda la fuerza de su voluntad, achina la mirada, la clava en los ojos vacíos de Jabavu y le dice:
—Ven, haz lo que te digo.
Jabavu se levanta despacio y, a una señal de Jerry, levanta los pies de Betty. Jerry la coge por los hombros. La llevan hasta la puerta y Jerry, alzando la voz para que penetre la niebla del alcohol, ordena:
—Apagad las velas.
Nadie se mueve. Jerry vuelve a gritar y el joven que duerme por las noches con él se levanta y apaga lentamente todas las velas. La habitación queda a oscuras y se oye un gemido de miedo, pero Jerry dice:
—No encendáis las velas. Si no, vendrá a buscaros la policía. Vuelvo enseguida.
Cesa el gemido. Se oye una respiración pesada y asustada, pero nadie se mueve. Pasan de la negrura de la sala a la negrura de la noche. Jerry suelta el cuerpo, cierra la puerta y luego asegura la ventana con unas piedras. Luego vuelve y levanta de nuevo los hombros. El cuerpo pesa mucho y se les balancea entre las manos mientras lo sostienen. Jerry no dice
nada y Jabavu también guarda silencio. La cargan un buen rato entre la hierba y
la maleza, sin meterse por los caminos, y al fin la sueltan en una zanja
profunda, detrás de uno de los antros. No la encontrarán hasta la mañana
siguiente y entonces los sospechosos serán los que hayan ido a beber a ese
antro, no Jerry y Jabavu. Luego corren a toda prisa hasta la tienda abandonada
y al entrar oyen los aullidos y los lamentos de los demás, entre el terror de
la oscuridad y su torpeza de entendimiento. Alguien ha roto un cristal para intentar
escaparse por la ventana, pero las piedras han aguantado bien. Están todos
apelotonados contra la pared, sin el menor coraje. Jerry enciende las velas y
dice.
—¡Callaos!
Vuelve a gritar y consigue que se callen.
—¡Sentaos! —grita.
Se sientan todos. El también toma asiento junto a la pared, coge las cartas y finge que está jugando.
Jabavu se está mirando la chaqueta. Está empapada de sangre. Al estirar la tela sobre el pecho ve que tiene un pequeño corte por donde ha entrado el cuchillo. Se está preguntando cómo puede ser tan tonto para que le importe la chaqueta. ¿A quién le importa una chaqueta? Sin
embargo, incluso en ese momento, Jerry señala con un gesto de la cabeza hacia
un gancho que hay en la pared, de donde cuelgan varias chaquetas y abrigos, y
Jabavu se acerca hasta allí, descuelga una chaqueta azul bonita y vuelve a
mirar a Jerry. Sus miradas cruzan con dureza el espacio que los separa. Jabavu
desvía la suya. Jerry dice:
—Quítate la camisa y la camiseta. —Jabavu obedece. Jerry da más órdenes—: Ponte una camiseta y una camiseta de las que encontrarás en esa caja.
Jabavu se acerca a la caja como si no tuviera voluntad propia, busca una camiseta y una camisa de su talla, se las pone y luego se pone la chaqueta azul. Entonces Jerry se levanta deprisa, se arranca la chaqueta y la camisa, llenas de sangre, limpia con ellas el cuchillo y le pasa el bulto a Jabavu.
—Llévate mi ropa con la tuya y en fiérrala —le dice.
De nuevo los dos pares de ojos se entrelazan y Jabavu desvía la mirada. Coge toda la ropa ensangrentada y sale. En la oscuridad se encamina hacia la zona en que la maleza es más espesa y allí cava con un palo afilado. Entierra la ropa y vuelve a la tienda. Al entrar se da
cuenta de que Jerry ha estado hablando y hablando sin parar a los demás para
explicarles que él, Jabavu, ha matado a Betty. Y, por el miedo que nota en sus
miradas, sabe que se lo han creído.
Pero es como si al enterrar la ropa sucia y cortada hubiera enterrado también la debilidad con que soportaba a Jerry. Dice enseguida:
—Yo no he matado a Betty.
Luego se va hasta la pared, se sienta y queda listo para lo que vaya a suceder. Ya no le importa. En lo más hondo, no le importa. Jerry, al ver ese profundo abandono, lo interpreta mal. Piensa: “Ahora puedo hacer lo que me dé la gana con él. A lo mejor está bien haber matado a esa mujer. Al fin Jabavu hará lo que le diga”.
Por eso ignora a Jabavu, con quien se siente seguro, y se dirige a los demás para intentar calmarlos. Todos gimen y lloran y algunos gritan para pedir skokian como remedio para el miedo de esa noche terrible. Pero Jerry les habla con firmeza, les prepara otro té fuerte, da a cada uno un trozo de pan y les obliga a comérselo y finalmente les dice que se duerman. No pueden dormirse. Se acurrucan en un grupo, hablan de la policía, de que les echarán a todos la culpa del asesinato, hasta que Jerry les obliga a beberse un té en el que ha
echado algo que compró a un indio, algo que sirve para dormir a la gente. Al poco rato están todos tumbados en el suelo, pero esta vez se trata de un sueño que los curará y despejará el mareo del skokian.
Pasan durmiendo las largas horas de la noche, gruñendo a veces, soltando también algún grito, palabras gruesas, asustadas. Jerry se sienta, juega a las cartas y mira a Jabavu, que no se mueve.
Ahora Jerry se siente muy confiado. Hace planes, los examina, los altera; su mente se mantiene ocupada toda la noche y el miedo y la debilidad desaparecen. Decide que matar a Betty es lo más inteligente que ha hecho jamás sin haberlo planificado.
La noche avanza entre el ruido de las cartas y los gruñidos de los que duermen. La luz entra gris por la ventana sucia; luego, cuando sale el sol, se vuelve rosa y dorada para alcanzar al fin una calidez amarilla y estable. Cuando el día llega de verdad, Jerry los despierta a patadas, pero de tal forma que ni siquiera lo recuerden cuando estén
despiertos.
Se sientan y ven a Jerry jugando a cartas y a Jabavu desplomado contra la pared, mirándolos. Acude a sus mentes un recuerdo salvaje y confuso de muertes y luchas y se miran y ven el rastro de ese recuerdo en sus caras. Luego miran a Jerry en busca de una explicación. Pero Jerry está mirando a Jabavu. Al recordar que Jabavu mató a Betty sus caras adoptan un color gris y les cuesta respirar. Sin embargo, ya no los atonta el skokian, sólo están débiles, cansados y asustados. Jerry está completamente seguro de que podrá manejarlos. Cuando se despiertan del todo y empiezan a mostrar cierto conocimiento en la cara, empieza a hablar. Explica lo que pasó la noche anterior en un tono tranquilo y natural y les cuenta que Jabavu mató a Betty. Jabavu no dice nada.
Lo único que molesta a Jerry es el silencio de Jabavu, porque no contaba con él. Pero está tan seguro que no le hace caso. Explica que, según las normas de la banda, si alguien sospecha de ellos Jabavu debe entregarse a la policía y no mencionar a los demás. Pero si el problema se olvida tendrán que guardar silencio todos y seguir como si nada hubiera
ocurrido. Jerry habla con tal ligereza que todos se sienten seguros y uno de
ellos sale a comprar un poco de pan y algo de leche para el té y comen y beben
juntos e incluso se ríen cuando Jerry hace alguna broma. No es una risa muy
profunda, pero les resulta útil. Durante todo ese rato, Jabavu permanece
sentado junto a la pared, aparte, sin decir nada.
Jerry ya ha hecho su plan. Es muy sencillo. Si la policía da alguna muestra de poder averiguar quién mató a Betty, se limitará a desaparecer enseguida, recurrirá a algunos conocidos que lo pueden ayudar y viajará al sur con papeles a nombre de otro, dejando atrás todos los problemas. Pero después de haber pasado una semana bebiendo tiene poco dinero.
Cinco chelines, quizás. Tal vez sus amigos le presten algo más. A Jerry no le
gusta la idea de ir hasta Johannesburgo con tan poco. Quiere más. Si la policía
no sabe a quién culpar, Jerry se quedará aquí, en esta tienda, con Jabavu y los
demás, hasta la noche. Y luego... Ahora el plan es tan audaz que Jerry se ríe
por dentro y se muere de ganas de contárselo a los demás porque es como un buen
chiste. A Jerry no se le ocurre otra cosa que ir a casa del señor Mizi, coger
el dinero que sin duda habrá allí y huir al sur con él. Cree que habrá dinero,
y mucho, en la casa. Hace cinco años robó al señor Samu en otra ciudad y llevaba
diecinueve libras. El señor Samu guardaba el dinero en una lata grande de
tabaco y la escondía en el techo de hierba de una choza. Jerry cree que basta
con ir a casa del señor Mizi para encontrar dinero suficiente para llegar a
Johannesburgo, rodeado de lujo y seguridad, con muchos recursos para sobornar.
Y se llevará a Jabavu. Ahora Jabavu le da seguridad porque está amargado y
tiene tanto miedo que no va a avisar al señor Mizi. Además, debe de saber dónde
está el dinero.
Es todo muy sencillo. En cuanto Jabavu le dé el dinero a Jerry, éste le dirá que se vaya con los demás y espere su regreso. Lo esperarán. Tardarán unos días en darse cuenta de que los ha engañado y para entonces él ya estará en Johannesburgo.
Hacia el mediodía, Jerry saca la última botella de whisky y da un poco a cada uno. Jabavu lo rechaza meneando la cabeza. Jerry lo ignora. Mejor así.
En cambio, se asegura de que todo el grupo se siente a jugar a las cartas, de que beban whisky y coman todos bien. Quiere ganarse su favor y su confianza antes de explicarles el plan, que podría asustarlos dada la condición en que se hallan por culpa de la bebida y el
asesinato.
A media tarde vuelve a salir y se mezcla con la gente del mercado, donde oye hablar mucho del crimen. La policía ha interrogado a mucha gente, pero no han arrestado a nadie. Será un caso como tantos otros: una matsotsi más asesinada en una reyerta, a nadie le importa
demasiado. Los periódicos le dedicarán un párrafo; quizás algún predicador
pronuncie un sermón. El señor Mizi podría hacer un nuevo discurso sobre la
corrupción del pueblo africano por culpa de la pobreza. Jerry se ríe al pensar
en eso y vuelve con los otros de muy buen humor.
Les dice que todo está controlado y luego habla del señor Mizi, en parte por el plan que ha diseñado, pero en parte porque eso le da placer. Hace una buena imitación del señor Mizi soltando un discurso sobre la corrupción y la degradación. Jabavu no se mueve en todo el
rato, ni siquiera levanta la mirada. Luego Jerry bromea mucho sobre el señor
Mizi y la señora Samu, sobre lo inmorales que son, y se ríen todos menos
Jabavu.
Todos, incluido el propio Jerry, malinterpretan el silencio de Jabavu. Creen que tiene miedo, miedo sobre todo de ellos porque saben que mató a Betty. A esas alturas todos lo creen; incluso creen haberlo visto.
No entienden que lo que le pasa a Jabavu es muy antiguo. Su mente se oscurece en la desesperanza, en la aceptación de lo que le depare el destino, y se vuelve hacia la muerte. Esa noción del destino, del azar, es muy fuerte en la vida de la tribu, donde la culpa y la
responsabilidad ante el mal se decidían siempre por antiguos medios mágicos.
Quizá si esos jóvenes no llevaran tanto tiempo viviendo en la ciudad de los
blancos entenderían lo que ahora perciben de Jabavu. Ni siquiera Jerry se da
cuenta, aunque en algún momento le preocupa ese largo silencio. Le gustaría ver
a Jabavu un poco más asustado y respetuoso.
A última hora de la tarde Jerry saca sus últimos cinco chelines, se los da a la chica que trabajaba con Betty, que está más preocupada que los demás, y le dice que ha sido escogida por su inteligencia para ir a comprar comida al mercado. Ella se va encantada, regresa al cabo de media hora con pan y mazorcas frías y les dice que ya nadie habla del asesinato. Jerry les insiste en que coman. Es muy importante que estén llenos y a gusto; cuando por fin lo están, les cuenta su plan.
—Ahora os voy a contar un buen chiste —les dice, riéndose—. Esta noche robaremos en casa del señor Mizi. Es muy rico. Y Jabavu robará conmigo.
Hay un segundo de incertidumbre. Se miran unos a otros, ven la pesadez en la mirada de Jabavu, dolorosamente alzada hacia ellos, y luego ruedan por el suelo muertos de risa y tardan mucho en parar. Pero Jerry está mirando a Jabavu. Decide provocarlo un poco:
—Negrito de pueblo —le dice—. Estás asustado.
Jabavu suspira pero no se mueve, y el pánico invade a Jerry. ¿Por qué no grita Jabavu, por qué no protesta o demuestra su miedo?
Decide esperar para demostrar su fuerza cuando llegue el momento. Mientras los demás dejan de reír y lo miran en espera del siguiente chiste, Jerry hace muecas a Jabavu para provocar la complicidad de los demás, que sonríen y se miran entre ellos. Enciende las velas y les dice que se reúnan en un pequeño espacio iluminado, en torno a una caja de embalaje.
Jabavu queda fuera del círculo, en la sombra, y se ponen todos a jugar a cartas
entre risas y ruidos, condicionados por Jerry para que apliquen su excitación a
las cartas y no centren su atención en Jabavu. Mientras tanto, Jerry va pensando
todos los detalles del plan y concentra su mente en tal propósito.
A media noche, tras guiñar un ojo a los demás, se levanta y se acerca a Jabavu. De tan concentrada como está su voluntad, rompe a sudar.
—Ha llegado la hora —dice con ligereza, y fija la mirada en Jabavu.
Éste no levanta la vista, ni se mueve. Jerry se agacha con mucha rapidez y, tal como hizo la noche anterior, dando la espalda a los demás, apoya la punta del cuchillo suavemente en el pecho de Jabavu. Lo mira con mucha dureza y susurra:
—Te estoy cortando la chaqueta. —Frunce los ojos, presiona a Jabavu con la mirada y sigue hablando—: Estoy cortando la chaqueta. Pronto el cuchillo te atravesará. —Jabavu alza la mirada—. Levántate —dice Jerry.
Jabavu se levanta como si estuviera drogado. Jerry está casi mareado por el alivio de su victoria, pero apoya una mano en la pared y se dirige a los demás:
—Ahora, escuchad lo que os quiero decir. Nos vamos los dos a casa del señor Mizi. Soplad las velas y esperadnos a oscuras... No, podéis dejar una vela encendida, pero ponedla en el suelo para que no se vea la luz desde fuera. Sé que hay mucho dinero escondido en casa del señor Mizi. Volveremos con él. Si hay problemas, me iré corriendo a casa de alguno de nuestros amigos. Tal vez me tenga que quedar allí un día, o tal vez dos. Jabavu volverá aquí. Si no he venido mañana por la mañana os podéis ir de uno en uno, no juntos. No trabajéis juntos durante unos cuantos días y no os acerquéis a los antros, y os prohíbo que volváis a tocar el skokian hasta nuevo aviso. Ya os diré cuándo podemos reunimos de nuevo con seguridad. Pero todo eso es sólo por si hay problemas, así que no hace falta. Jabavu y yo estaremos de vuelta dentro de tres cuartos de hora con el dinero. Entonces lo compartiremos. Eso significa que no habrá que trabajar durante una semana, y para entonces la policía ya se habrá olvidado del crimen.
Jabavu habla por primera vez:
—El señor Mizi no es rico y en su casa no hay dinero.
Jerry frunce el ceño y luego arrastra a Jabavu deprisa tras de sí, hacia la oscuridad. Tras su salida, las llamas de las velas se agitan en la sala. La oscuridad los rodea por todas partes, los árboles se cimbrean bajo el viento fuerte y frío, unas nubes espesas recorren
el cielo y entre ellas asoman estrellas húmedas, débiles. Una buena noche para
robar.
Jerry piensa: “¿Por qué ha dicho eso? Qué raro”. Pero lo más extraño es que durante todas estas semanas Jerry ha creído que Jabavu mentía acerca del dinero y Jabavu nunca ha entendido que Jerry está verdaderamente convencido de que sí lo hay.
—Venga —dice Jerry, con calma—. Pronto habremos terminado. Y ahora, mientras caminamos, piensa en lo que viste en casa de los Mizi y en dónde puede estar escondido el dinero.
Una imagen destella de pronto en la mente de Jabavu, y luego otra. Ve cómo se acercó el señor Mizi a un rincón de la habitación, levantó una plancha del suelo y se agachó hacia el agujero oscuro que había debajo para sacar unos libros. Allí guarda los libros que la policía
podría quitarle. Tras esa imagen llega otra que nunca vio, pues acaba de
crearla su mente. Ve al señor Mizi sacando una lata grande llena de rollos de
billetes. Sí, Jerry es muy listo, porque la vieja hambre de Jabavu alza la
cabeza y está a punto de hablar. Luego se desvanecen las imágenes de su mente,
y con ellas el hambre. Camina con pasos pesados junto a Jerry y sólo piensa.
“Vamos a casa del señor Mizi. Ya encontraré la manera de hablar con él cuando
lleguemos. Él me ayudará”.
Jerry lo riñe en voz alta:
—No pises tan fuerte, tonto.
Jabavu sigue caminando igual. Jerry va
echando vistazos alrededor, hacia la oscuridad, y piensa con nervios: “¿Se
habrá vuelto loco Jabavu?”. Porque ese comportamiento le parece muy extraño.
Luego se consuela: “Mira que lo de matar a Betty ha salido bien, aunque no era
mi intención. Mira que es una buena noche para robar, aunque no la he escogido.
Tengo muy buena suerte. Todo saldrá bien...”. No vuelve a decir a Jabavu que no
haga ruido al caminar porque el viento agita las ramas de un lado a otro y
levanta entre sus pies remolinos de polvo y hojas. Es una noche muy oscura. Las
luces de las casas están apagadas, pues caminan ya por la parte respetable de
la ciudad, donde la gente se acuesta temprano porque se tiene que levantar
pronto para trabajar. Luego Jabavu tropieza con una piedra y hace mucho ruido,
y Jerry saca su cuchillo y da un codazo a Jabavu para que se dé la vuelta y lo
mire.
—Si te rajas o te intentas escapar, te lo clavo —le dice en voz baja.
Jabavu no contesta. Está pensando que Jerry es un tipo muy raro. ¿Por qué va a buscar dinero a casa del señor Mizi? ¿Por qué se lo lleva a él, a Jabavu? ¿Le habrá afectado matar a Betty y se habrá vuelto loco? Entonces Jabavu piensa: “No es tan raro. Bromeaba con el asunto de matar a Betty y al final la mató. Bromeaba con lo de robar al señor Mizi y ahora lo vamos a hacer...”. Así que Jabavu sigue andando con sus pasos pesados, entre el ruido del viento y la negrura llena de polvo y de hojas, tiene la mente vacía y no siente nada. Sólo que le pesan mucho las piernas, pues está cansado de dormir tan poco, de tantas noches de skokian y de baile, y sobre todo está cansado de la desesperanza que le habla en todo momento: “No hay nada para ti, vas a morir, Jabavu. Vas a morir”. Palabras que valdrían para una canción, una canción triste y lenta, digna para lamentar una muerte. “Eh, mirad a Jabavu, ahí va el gran ladrón. El cuchillo ha hablado y ha dicho: “Mirad al asesino, Jabavu, que atraviesa con sigilo la noche para robar a su amigo. Mirad a Jabavu, con las manos ensangrentadas.” Eh,
Jabavu, pero ahora venimos por ti. Ya venimos, Jabavu, no puedes huir de
nosotros...”
Las farolas —muy separadas, porque en el Distrito hay bien pocas farolas— emiten pequeñas manchas de un brillo amarillento. Jabavu se queda atolondrado bajo una de esas manchas de luz.
—Ten cuidado, idiota —le dice Jerry, con voz asustada y violenta.
Lo empuja a un lado y luego se detiene. Está pensando: “¿Puede ser que se haya vuelto loco? Si no, ¿por qué se comporta así? ¿Cómo voy a llevarme a un loco de remate para un trabajo tan peligroso? Quizás sería mejor que no entrara en la casa...”. Luego mira a Jabavu, que permanece quieto y paciente a su lado, y piensa: “No, lo que pasa es que simplemente me
tiene miedo”. Y echa a andar de nuevo, llevando a Jabavu cogido por la muñeca.
Entonces Jabavu suelta una risotada y dice:
—Veo la casa de los Mizi y hay una luz en la ventana.
—Cállate —contesta Jerry.
Pero Jabavu sigue hablando:
—Los iluminados estudian por la noche. No tienes ni idea de algunas cosas.
Jerry le tapa la boca con una mano y Jabavu le muerde. Jerry aparta la mano de un tirón y por un instante tiembla de puro deseo de clavarle el cuchillo entre las costillas. Sin embargo, se controla y se queda quieto. Permanece allí, agitando en silencio la mano mordida, mirando la luz de la casa de los Mizi. Ya casi puede ver el dinero, y el deseo de
tenerlo crece en su interior. Ahora no soporta la idea de detenerse, de dar
media vuelta, cambiar de plan. Es tan fácil seguir adelante... Dentro de cinco
minutos el dinero será suyo y luego dará esquinazo a Jabavu y al cabo de un
cuarto de hora estará en casa de un amigo que le ofrecerá un refugio seguro
hasta que llegue la mañana. Es todo tan, tan fácil. En cambio, dar media vuelta
es difícil y, sobre todo, vergonzoso. Así que aprieta los dientes y se promete:
“Espera, negrito de pueblo. Dentro de un rato yo tendré el dinero y a ti te
pueden pillar. Y si no te pillan, ¿qué vas a hacer sin mí? Volverás con la
banda, pero sin mí sois como un montón de polluelos y en menos de una semana
tendrás problemas con la policía”. Esa idea le da un placer tan fuerte que casi
se echa a reír. Con buen humor, coge a Jabavu por la muñeca y lo arrastra hacia
delante.
Caminan hasta llegar a diez pasos de la ventana, justo un poco más allá de donde cae una luz difusa que ilumina el suelo, burdo y troceado. Bajo la ventana, el seto denso y oscuro. Ven al hijo del señor Mizi tumbado en la cama, vestido todavía. Se ha dormido con un libro
en la mano.
Jerry piensa deprisa y dice:
—Entrarás rápido por la ventana. No te hagas el listo. Se me da tan bien lanzar el cuchillo como usarlo desde cerca, o sea que...
Menea el cuchillo sobre la tela de la chaqueta de Jabavu y siente una enorme exultación al ver que éste se aparta. Parece raro que Jabavu no tema por su vida y en cambio le duela tanto la idea de que le puedan cortar o estropear la chaqueta. Se ha apartado
instintivamente, casi irritado, como si lo molestara un moscardón. En cualquier
caso, se ha apartado y ahora oye la voz de Jerry, fuerte y confiada:
—No te acercarás a la puerta que lleva a la otra habitación. Te quedarás contra la pared, de espaldas, y alargarás el brazo de lado para apagar la luz. No creas que te puedes pasar de listo, porque te iluminaré con mi linterna, o sea que... —Enciende la linterna que lleva en la mano y emite un fuerte chorro de luz, estrecho como un lápiz. La apaga y
aprieta los dientes con fuerza para reprimir el deseo de maldecir, porque la
sangre del mordisco de Jabavu hace que se le resbale la linterna—. Luego
entraré yo, ataré a ese tonto a la cama y entonces me enseñarás dónde está el
dinero.
Jabavu guarda silencio y luego dice:
—Dale con el dinero. Te he dicho que no hay dinero. Dime la verdad, ¿por qué has venido a esta casa?
Jerry lo agarra por un brazo y le dice:
—Ya basta de bromas.
—Alguna vez dije que había dinero, pero era cuando bromeábamos. Seguro que entendiste...
Se calla y piensa en la naturaleza de esas bromas. Luego piensa: “No importa. Cuando esté dentro avisaré a los Mizi”.
—¿Cómo puede ser que no haya dinero? —dice Jerry—. ¿Dónde guarda el de la Liga? ¿No viste el sitio donde guardan todo lo que está prohibido? Cuando robé al señor Samu tenía el dinero en un sitio así.
Pero Jabavu ha soltado el brazo y ya camina bajo la luz, hacia la ventana, sin hacer el menor esfuerzo por silenciar sus pasos. Jerry susurra tras él:
—No hagas ruido, idiota.
Entonces Jabavu empuja con fuerza la ventana con un hombro, de tal manera que se abre hacia arriba con un estallido, y entra. A sus espaldas, Jerry patalea y maldice, lleno de rabia. Durante un segundo titubea y piensa en salir corriendo. Luego, como si hubiera visto una
lata grande llena de dinero, cruza el espacio iluminado en pos de Jabavu y
entra por la ventana.
Los dos jóvenes han entrado por una ventana iluminada y han hecho mucho ruido. El chico de la cama se mueve, pero Jerry se ha echado encima de él, le ha tapado los ojos con una tela y le ha metido en la boca un pañuelo relleno de harina húmeda, al tiempo que se sentaba sobre sus piernas. Lo ata con una cuerda gruesa y el muchacho no puede moverse, ni ver
nada o gritar. Pero cuando Jabavu ve al hijo del señor Mizi atado en la cama
algo se mueve en su interior y le habla, la pesada carga del fatalismo se
desvanece y entonces Jabavu alza la voz y grita:
—¡Señor Mizi! ¡Señor Mizi!
Es la voz de un niño aterrado, pues acaba de recuperar el miedo a Jerry. Éste se vuelve bruscamente hacia él, lo maldice y alza el brazo con el cuchillo. Jabavu salta hacia delante y lo agarra por la muñeca. Se quedan los dos balanceándose bajo la luz, ambos brazos luchando por el cuchillo, cuando suena un ruido en la habitación contigua. Jerry salta a un lado muy rápido, deja a Jabavu tambaleándose y se escapa de un salto por la ventana. Cuando se abre la puerta Jabavu está retrocediendo hacia ella a trompicones, con un cuchillo en la mano.
Son el señor y la señora Mizi. Cuando ven a Jabavu, él da un salto adelante, le agarra el brazo y se lo pega al cuerpo. Jabavu dice:
—No, no, yo soy su amigo.
El señor Mizi se dirige a su esposa, que está tras él.
—Deja al niño. Tráeme una tela para atar a éste.
Porque la señora Mizi está gimiendo de miedo al ver a su hijo tumbado y medio sofocado por el engrudo de harina. Jabavu permanece inmóvil en manos del señor Mizi y dice:
—No soy un ladrón. Yo le he llamado, pero créame, señor Mizi, sólo para avisarle.
El señor Mizi está demasiado enfadado para escucharle. Sostiene con fuerza la muñeca de Jabavu mientras mira cómo su mujer libera a su hijo.
Luego se vuelve hacia Jabavu y, casi llorando, le dice:
—Te ayudamos, viniste a nuestra casa, y ahora nos quieres robar.
—No, no, señor Mizi, no es así, se lo voy a explicar.
—Se lo vas a explicar a la policía —dice el señor Mizi con brusquedad.
Jabavu, al ver la dureza y el enfado en su cara, se siente traicionado. En su interior, empieza a llenarse de nuevo el pozo de la desesperanza.
El chico, sentado ahora en la cama y tocándose el mentón dolorido por el tamaño de la masa que le han metido en la boca, dice:
—¿Por qué lo has hecho? ¿Te hemos hecho algo malo?
—No he sido yo —contesta Jabavu—. Ha sido el otro.
Pero el hijo aún no había podido ni abrir los ojos cuando Jerry se los ha tapado con la tela, de modo que no ha visto nada.
Entonces el señor Mizi ve el cuchillo en el suelo y dice:
—Además de ladrón, eres un asesino.
Hay sangre en el suelo. Jabavu contesta:
—No, la sangre debe de ser de la mano de Jerry, porque le he mordido. —Su voz ya suena amarga.
—Nos tomas por idiotas —dice el señor Mizi en tono despectivo—. Te escapaste dos veces. Una vez, del señor y la señora Samu, cuando te ayudaron en el monte. Luego, te escapaste de nosotros cuando te ayudamos. Has pasado todas estas semanas con los matsotsi y ahora vienes aquí con un cuchillo ¿y pretendes que no digamos nada cuando atas a nuestro hijo y
le llenas la boca de harina cruda?
Jabavu no ofrece resistencia física al señor Mizi. Se limita a decir:
—No me creen.
La desesperanza recorre sus venas como un oscuro veneno. El señor Mizi lo suelta y su mujer, sin dejar de llorar amargamente, exclama:
—¡Un cuchillo, Jabavu, un cuchillo!
El señor Mizi recoge el cuchillo, ve que no está manchado, mira la sangre del suelo y dice:
—Una cosa sí es cierta. La sangre no viene de una herida del cuchillo.
Pero Jabavu tiene la mirada fija en el suelo y en su rostro hay una pesada expresión de indiferencia.
Entonces llegan de golpe todos los policías; entran unos por la ventana, otros por la puerta. Esposan a Jabavu y toman declaración al señor Mizi. La señora Mizi llora y revolotea en torno a su hijo.
Jabavu sólo habla una vez. Dice:
—No soy un ladrón. He venido a avisarle. Quiero vivir honestamente.
Al oírlo, los policías se ríen y explican que Jabavu, tras sólo unas pocas semanas en el Distrito, es conocido ya como uno de los ladrones más listos, miembro de la peor banda. Y ahora, por él, los cogerán a todos y los meterán en la cárcel.
Jabavu lo escucha con indiferencia. Mira a la señora Mizi con la mirada amarga del hijo que se siente traicionado por su madre. Luego clava en el señor Mizi la misma mirada. Ellos miran a Jabavu con asombro. Pero el señor Mizi está pensando: “Toda la vida intentando alejarme de la policía y ahora este idiota me hará perder tiempo en los juzgados y mi
nombre se asociará a los problemas”.
Llevan a Jabavu al furgón de la policía y lo trasladan a la prisión. Allí pasa la noche y duerme en la oscuridad sin soñar, como todo hombre que se encuentra más allá de cualquier esperanza. Los Mizi lo han traicionado. No le queda nada.
Supone que por la noche lo llevarán al juzgado, pero lo trasladan a otra celda de la misma prisión. Piensa que se trata de algo serio, porque es una celda individual, una habitación pequeña con paredes de ladrillos, suelo de cemento y una ventana alta con rejas.
Pasa un día y luego otro. Los celadores le hablan y él no contesta. Entonces viene un policía a hacerle algunas preguntas y Jabavu no dice ni una palabra. El policía está tranquilo al principio, luego se impacienta y termina amenazándolo. Dice que la policía lo sabe todo y que no va a ganar nada por guardar silencio. Jabavu guarda silencio porque no le importa. Sólo quiere que el policía se vaya, y al final lo consigue.
Le llevan agua y comida, pero no come ni bebe más que cuando se lo dicen, e incluso entonces lo hace de modo automático y cuando tiene la taza en la mano, o un trozo de pan, parece a punto de olvidarse y quedarse inmóvil. Duerme y duerme como si el alma le suministrara alguna droga para que pueda deslizarse con facilidad hacia la muerte. No piensa en la
muerte, pero está allí con él, en su celda, como una sombra grande y negra.
Así pasa una semana, aunque Jabavu no lo sabe.
Al octavo día se abre la puerta y entra un predicador blanco. Jabavu está dormido, pero el celador despierta a patadas, luego lo agita para que se levante y finalmente se sienta cuando así se lo ordena el predicador. No mira al predicador.
Ese hombre es un tal señor Tennent, de la Iglesia anglicana, que visita a los presos una vez por semana. Camina despacio, habla despacio y da la sensación de desconfiar incluso de las palabras que él mismo escoge pronunciar.
Es un hombre de dudas profundas, como tantos otros de su vocación. Tal vez si fuera de otra Iglesia, de esa que los africanos llaman Romana, entraría en esa celda de otro modo. Esto es pecado, esto es un alma... Podría decir cosas seguras y sus palabras tendrían el peso
de la fe que no cambia cuando cambia la vida.
Pero la Iglesia del señor Tennent concede mucho margen a las creencias. Además, lleva muchos años trabajando con los africanos más pobres de la ciudad y ve a Jabavu igual que lo vería el señor Mizi. Primero está el proceso económico; luego, atrapado en él como una hoja en
un remolino de aire, está Jabavu. Cree que considerar pecador a un muchacho
como Jabavu es una falta de caridad. Por otro lado, un hombre que cree en Dios,
si no en el diablo, ha de culpar a algo, o al alguien... ¿A qué o a quién puede
culpar? No lo sabe. La visión de Jabavu le quita el consuelo, incluso por sí
mismo.
Este hombre que va a la prisión cada semana odia su trabajo desde el fondo del alma porque no se fía de sí mismo. Entra en la celda forzándose a no ceder a la compasión, y se endurece tras echar el primer vistazo a Jabavu. Ha visto con frecuencia a muchos presos que
lloriqueaban como niños y llamaban a sus madres, situación que le resulta muy
desagradable porque es inglés y desprecia esas exhibiciones emotivas. Ha visto
a los tozudos, a los indiferentes, a los amargados. Está mal, pero es mejor que
el lloriqueo. También, y muy a menudo, los ha visto como Jabavu: silenciosos,
inmóviles, con la mirada perdida. Es la condición que más le desagrada, porque
es ajena a su propio ser. Ha visto algunos presos condenados a muerte
comportarse como Jabavu; están muertos mucho antes de que el lazo apriete su
cuello. Pero a Jabavu no lo van a colgar porque su delito es relativamente
leve, o sea que esa desesperanza es totalmente irracional y el señor Tennent
sabe por experiencia que no está preparado para enfrentarse a ella.
Se sienta en una silla incómoda que ha traído el celador y se pregunta por qué le costará tanto hablar de Dios. Jabavu no es cristiano, según sus papeles, pero eso no debería impedir que un hombre de Dios hablara de Él. Tras un largo silencio, dice:
—Veo que eres muy desdichado. Me gustaría ayudarte.
Las palabras suenan llanas, flojas, débiles, y Jabavu no se mueve.
—Estás metido en un problema muy grande. Pero si hablas de él tal vez te sientas mejor.
Ni una palabra de Jabavu, que ni siquiera mueve los ojos.
Por enésima vez el señor Tennent piensa que sería mejor dejar el trabajo y permitir que lo hiciera cualquiera de sus colegas que no piensan en tener una casa mejor y ganar un mayor sueldo, en vez de pensar en Dios. Pero sigue hablando con su voz suave y paciente:
—Tal vez las cosas estén mejor de lo que crees. Pareces muy desdichado por tu problema. Sólo te van a acusar de faltas menores. Allanamiento de morada y no tener un trabajo apropiado. Nada de eso es serio.
Jabavu sigue inmóvil.
—El caso va retrasado porque hay mucha gente involucrada. Tu cómplice, ese hombre al que llaman Jerry, ha sido denunciado por la banda como la persona que te incitó a robar en casa de los Mizi.
Al oír el nombre de los Mizi, Jabavu se mueve ligeramente, pero luego sigue quieto.
—A Jerry lo acusarán de organizar el robo, de llevar un cuchillo y de estar en la ciudad sin un trabajo apropiado. La policía sospecha que está involucrado en otras muchas cosas, pero no se puede demostrar nada. Le caerá una sentencia bastante dura... O sea, le caerá si lo cogen. Creen que va camino de Johannesburgo. Cuando lo cojan lo meterán en la cárcel.
También han cogido a un hombre de color que daba a los africanos, a ti entre
otros, empleos falsos. Pero ese hombre está muy enfermo en el hospital y no
esperan que sobreviva. En cuanto a los demás miembros de la banda, la policía
los acusará de carecer de un empleo adecuado, pero nada más. Ha habido tal lío
de mentiras y acusaciones cruzadas que el caso ha resultado muy difícil para la
policía. Pero has de recordar que es tu primer delito y que eres muy, muy
joven, y que no te va a ir tan mal.
Silencio de Jabavu. El señor Tennent piensa: “¿Por qué he de consolar a este muchacho como si fuera inocente? La policía me ha dicho que saben que está involucrado en toda clase de maldades, aunque no lo puedan demostrar”. Cambia el tono de voz y afirma con mucha seriedad:
—No estoy diciendo que tu condena no se vea afectada por el hecho de que se sabe que eres miembro de una banda. Tendrás que pagar la pena por incumplir la ley. Parece que podría caerte un año de cárcel...
Se detiene al darse cuenta de que para Jabavu es lo mismo que si hubiera dicho diez años. Guarda silencio un rato mientras piensa, porque ha de tomar una decisión y no le resulta fácil. Esa misma mañana ha ido a verlo el señor Mizi a su casa y le ha preguntado si lo iba a visitar en la cárcel. Cuando le ha contestado que sí, el señor Mizi le ha pedido que le
lleve una carta a Jabavu. Bueno, entregar cartas a los presos va contra las
normas. El señor Tennent nunca ha incumplido la ley. Además, no le gusta el
señor Mizi porque no le gusta ningún político. Cree que el señor Mizi sólo es
un bocazas, un demagogo que se sirve de su habilidad oratoria para obtener
poder y gloria. Sin embargo, tampoco puede desaprobarlo por entero, pues el
señor Mizi no pide para su gente más que lo que el propio Tennent considera
justo. Al principio se ha negado a aceptar la carta pero al final, aunque con
cierta rigidez, ha dicho que sí, que lo intentaría... Ahora la carta está en su
bolsillo.
Al fin saca la carta del bolsillo y dice:
—Tengo una carta para ti. —Jabavu sigue sin moverse—. Tienes amigos que quieren ayudarte —explica, alzando el tono de voz para penetrar la apatía de Jabavu.
Éste alza la mirada. Tras una larga pausa, pregunta:
—¿Qué amigos?
Al señor Tennent le impresiona oír su voz tras un silencio tan largo.
—Es del señor Mizi —dice, rígido.
Jabavu se la arranca de las manos, se levanta y se planta bajo la luz de la ventana, pequeña y alta. Rasga el sobre, que se le cae al suelo. El señor Tennent lo recoge y dice:
—Se supone que no debería entregarte ninguna carta. —Se da cuenta de que el enfado suena en su voz. Es injusto, porque se trata de su propia responsabilidad y ha aceptado hacerlo. Como no le gusta la injusticia, controla la voz y añade—: Léela deprisa y devuélvemela. Es lo que me ha pedido el señor Mizi.
Jabavu mira fijamente la carta. Empieza: “Hijo mío...”. Al fin las lágrimas empiezan a rodar por sus mejillas. El señor Tennent está avergonzado, molesto, y piensa: “Ahora tendremos una de esas exhibiciones tan desagradables, supongo”. Luego se riñe de nuevo a sí mismo por
carecer de caridad cristiana y se vuelve de espaldas para que no le molesten las lágrimas de Jabavu. Además, ha de vigilar la puerta por si aparece demasiado pronto el celador.
Jabavu lee:
Quiero decirte
que creo que decías la verdad cuando afirmaste que habías venido a mi casa en
contra de tu voluntad y que nos querías avisar. Lo que no entiendo es qué
esperabas que hiciéramos. Algunos miembros de la banda han venido a contarme
que les dijiste que esperabas que yo te encontrara trabajo y cuidara de ti.
Vinieron a verme porque creían que los defendería de la policía. No lo voy a
hacer. No tengo tiempo para delincuentes. Yo no entiendo este caso, nadie lo
entiende. La policía se ha pasado una semana entera interrogando a esa gente y
a sus cómplices y han podido probar bien poco, salvo que el cerebro era ese tal
Jerry y que te presionó de alguna manera. Da la sensación de que todos le
tienen miedo, y a ti también, porque parece que si quisieras podrías contar
algunas cosas a la policía.
Ahora, has de esforzarte para entender lo que voy a decir. Sólo te escribo porque me ha
convencido la señora Mizi. Te diré sinceramente que no siento compasión por
ti...
Aquí Jabavu suelta la carta y la frialdad
empieza a filtrarse hacia su corazón. Pero el señor Tennent, tenso y nervioso
desde la puerta, lo conmina:
—Rápido, Jabavu. Léela rápido.
Así que Jabavu sigue leyendo y poco a poco, al disolverse la frialdad, le queda una sensación que no comprende, pero que no es mala.
La señora Mizi
me dice que pienso demasiado con la cabeza y poco con el corazón. Dice que sólo
eres un niño. Puede que sea así, pero no te comportas como un niño, o sea que
te hablaré como a un hombre y espero que te comportes como tal. La señora Mizi
quiere que vaya al juzgado y diga que le conocemos, que te has perdido por las
malas compañías y que en el fondo eres bueno. La señora Mizi usa las palabras
bueno y malo con facilidad, quizás porque se educó en la misión, pero yo no me
fío mucho de ellas, o sea que dejaré que se encargue de eso el señor Tennent,
quien espero que te entregue esta carta.
Sólo sé que eres muy inteligente y tienes talento y que si quisieras podrías hacer buen uso de tus dones. También sé que hasta ahora te has comportado como si el mundo te
debiera mucha diversión a cambio de nada. Pero vivimos en tiempos muy
difíciles, hay mucho sufrimiento y no veo ninguna razón por la que tú hayas de
ser distinto de los demás. Bueno, tendré que ir al juzgado como testigo porque
el allanamiento tuvo lugar en mi casa. Pero no diré que te conocía de antes,
salvo por pura casualidad, como conozco a tantos cientos de personas. Y eso es
la verdad, Jabavu....
De nuevo cae el papel y la sensación de
resentimiento invade a Jabavu. Porque esa será la lección que más le costará
aprender: que es igual que muchos más, no alguien especial y distinto.
Oye la voz urgente del señor Tennent:
—Sigue leyendo, Jabavu. Ya pensarás más adelante.
Y continúa:
Nuestros
oponentes aprovechan cualquier oportunidad para mancharnos a nosotros y a
nuestro movimiento, y les encantaría oírme decir que soy amigo de un hombre de
quien todo el mundo sabe que es un delincuente, aunque no pueden probarlo.
Hasta ahora, y con mucho esfuerzo, he mantenido buena relación con la policía como
ciudadano ordinario. Saben que no robo, miento, ni hago trampas. Soy eso que
llaman respetable. No pretendo cambiar eso por ti. Además, en mi condición de
líder de nuestro pueblo, no soy bien considerado. O sea que si hablara bien de
ti tendría un doble significado para la policía. Ya han hecho algunas preguntas
por las que se ve a las claras que te consideran uno de los nuestros, que creen
que trabajas con nosotros, cosa que he negado rotundamente. Además, es verdad
que nunca has trabajado con nosotros.
Ahora, hijo mío, igual que la señora Mizi, pensarás que soy muy duro, pero has de recordar que hablo por boca de cientos de personas que confían en mí y no puedo
causarles un mal por el bien de un muchacho muy estúpido. Cuando estés en el
juzgado hablaré con seriedad y no te miraré. Además, dejaré a la señora Mizi en
casa, pues temo la bondad de su corazón. Tal vez pases un año en la cárcel y si
te portas bien te acortarán la sentencia. Serán tiempos duros para ti. Estarás
con otros delincuentes que tal vez te tienten para regresar a la mala vida,
tendrás que trabajar muy duramente y comerás mal. Pero si hay alguna ocasión de
estudiar, aprovéchala. No llames la atención de ningún modo. No hables de mí.
Cuando salgas de la cárcel ven a verme, pero en secreto. Te ayudaré, no por ser
quien eres, sino porque el respeto que me muestras se aplica a la causa que
defiendo, que es más grande que cualquiera de nosotros dos. Mientras estés en
la cárcel piensa en los cientos, miles de personas de África que están en la
cárcel por su propia voluntad, por el bien de la libertad y la justicia. Así no
te sentirás solo, pues creo que de un modo extraño y complicado eres uno de
ellos.
Te saludo en nombre propio, y también en nombre de la señora Mizi y nuestro hijo, del señor y la señora Samu y de otros que esperan poder confiar en ti. Pero esta vez,
Jabavu, has de confiar en nosotros. Nos despedimos de ti...
Jabavu suelta el papel y se queda con la
mirada perdida. La palabra que más significado tiene para él, entre todas las que
aparecen escritas a toda prisa en el papel, es “nosotros”. Nosotros, dice
Jabavu. Nosotros. Lo invade la paz.
Porque en la tribu y en la aldea, la vida de
sus padres se construyó sobre la palabra “nosotros”. Sin embargo, nunca valió
para él. Y entre entonces y ahora ha pasado un tiempo duro y feo en el que sólo
existía la palabra “yo, yo, yo”: cruel y afilada como un cuchillo. Han vuelto a
ofrecerle la palabra “nosotros”, con todo lo bueno y lo malo que conlleva, con
la exigencia de todo lo que él pueda entregar a cambio. Nosotros, piensa
Jabavu. Nosotros... Y por primera vez el hambre que siente en su interior, el
hambre que ha rugido toda su vida como una bestia, sube con la corriente,
aceptada al fin, y fluye suavemente hacia la palabra “nosotros”.
Resuenan unos pasos en la piedra, fuera de la celda.
—Dame la carta —dice el señor Tennent. Jabavu se la da y él la desliza rápidamente en el bolsillo—. Se la devolveré al señor Mizi y le diré que la has leído.
—Dígale que la he leído con todo mi entendimiento, que le doy las gracias y que haré lo que dice y que puede confiar en mí. Dígale que ya no soy un niño, sino un hombre; que su juicio es justo y que merezco el castigo.
El señor Tennent mira sorprendido a Jabavu y piensa con amargura que él, el hombre de Dios, ha fracasado; que un agitador desaforado y ateo puede hablar de justicia, del bien y del mal, y alcanzar a Jabavu, mientras que él teme usar esas palabras. Sin embargo, con escrupulosa
amabilidad, le dice:
—Te visitaré en la cárcel. Pero no le digas al celador ni a la policía que te he traído esta carta.
Jabavu le da las gracias y le dice:
—Es usted muy amable, señor.
El señor Tennent le dedica su sonrisa seca y dubitativa, se va y el celador cierra la puerta.
Jabavu se sienta en el suelo con las piernas estiradas. Ya no ve las paredes grises de la celda, ni siquiera piensa en el juzgado, o en la cárcel que le espera más adelante.
“Nosotros”, dice Jabavu una y otra vez. Nosotros. Y es como si en sus manos vacías sintiera las manos cálidas de los demás.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar