Doris Lessing
(Kermanshah, Irán, 1919 - Londres, Inglaterra, 2013)
Historia del hombre que nunca se casaba (1972)
(“The Story of a Non-Marrying Man”)
The Story of a Non-Marrying Man and Other Stories
(Londres: Jonathan Cape, 1972, 318 págs.);
The Temptation of Jack Orkney and Other Stories
(Nueva York: Knopf, 1972, 308 págs.)
Conocí a John Blakeworthy al final de su
vida. Yo estaba empezando la mía, pues tenía diez o doce años. Esto sucedió a
principios de los años 30, cuando la Depresión se había extendido desde Estados
Unidos para llegar incluso hasta nosotros, en medio de África. La primera señal
de la Depresión fue el incremento de personas que se buscaban la vida, o
incluso de vagabundos.
Nuestra casa quedaba en una colina, en el
punto más alto de la granja. Una sola pista cruzaba la granja entera, un
sendero de tierra que empezaba unos diez kilómetros más allá en la estación de
trenes, nuestro centro de compras y de correo, y se extendía hasta las granjas
siguientes. Nuestros vecinos más cercanos estaban a cinco, siete y diez
kilómetros de distancia, respectivamente. Veíamos brillar sus tejados bajo el
sol, o refulgir a la luz de la luna entre todos aquellos árboles, barrancos y
valles.
Desde la colina se veían las nubes de polvo
que señalaban el paso de coches y camionetas por el camino. Solíamos decir:
“Ése debe de ser Fulano, que va a recoger su correo”. O también: “Cyril dijo
que necesitaba un recambio para el arado porque se le ha roto, así que debe de
ser ése”.
Si la nube de polvo abandonaba el camino
principal y se dirigía hacia nosotros entre los árboles, nos daba tiempo a
encender el fuego y poner la pava a hervir. En las épocas de mucho trabajo para
los granjeros eso ocurría pocas veces. Incluso en los tiempos más tranquilos,
apenas venían tres o cuatro coches por semana, y otras tantas camionetas. Era
sobre todo un camino de hombres blancos, porque los africanos iban a pie y
usaban sus propios atajos, más rápidos. Era poco frecuente que llegara algún
blanco a pie, aunque con la Depresión se volvió más común. Cada vez más a
menudo veíamos llegar colina arriba, entre los árboles, algún hombre con un
fardo de sábanas al hombro y un rifle balanceado en la mano. En el fardo
siempre llevaban una sartén y una lata de agua, a veces un par de latas de
carne de buey, o una Biblia, cerillas, un pedazo de carne seca. Alguna vez,
aquellos hombres llevaban consigo un sirviente africano. Siempre se presentaban
como prospectores, pues era una ocupación respetable. Algunos si prospectaban,
casi siempre en busca de oro.
Una tarde, cuando ya se ponía el sol, llegó
por el camino un hombre alto y encorvado, con traje de soldado, rifle y un
fardo al hombro. Supimos que aquella noche tendríamos compañía. Las reglas de
hospitalidad señalaban que no se podía rechazar a nadie que atravesara el monte
para llegar a casa; les dábamos de comer y les ofrecíamos quedarse tanto tiempo
como les hiciera falta.
El sol de África había dado a la piel de
Johnny Blakeworthy un tono marrón oscuro y sus ojos, en medio de un rostro seco
y arrugado, parecían grises y tenían el blanco muy inflamado. No hacía más que
achinar los ojos, como si le diera el sol en la cara, y luego, en un acto de
voluntad memoriosa, relajaba los músculos, de tal modo que su cara siempre
estaba apretándose y soltándose alternativamente, como un puño. Era delgado:
decía que había tenido la malaria poco tiempo antes. Era mayor: el sol no era
el único responsable de las arrugas profundas de su cara. En el fardo, además
de la inevitable sartén, llevaba una cacerola esmaltada de una pinta, una libra
de té, algo de leche en polvo y una muda limpia. Llevaba pantalones caquis
largos y gruesos para protegerse de los rasguños de zarzas y malezas, y camisa
caqui de camuflaje. También tenía un suéter gris desteñido para las noches
gélidas. Entre esas posesiones había un pedazo de saco lleno de maíz. La
presencia del maíz era toda una definición que admitía poca ambigüedad, pues
los africanos tenían como nutriente principal el porridge de maíz. Era barato,
fácil de conseguir, se cocinaba deprisa y alimentaba mucho, pero los blancos no
solían comerlo, al menos no como base de su dieta, porque no querían estar al
mismo nivel que los africanos. El hecho de que aquel hombre lo llevara consigo
provocó que mi padre, al hablar de él con mi madre más adelante, dijera: “Será
que se ha vuelto nativo”.
No era una crítica. Más bien, los blancos
podían afirmar que alguien se había “vuelto nativo” con enfado, en función de
un cierto ethos colectivo;
pero con otra parte de sus mentes, o en momentos distintos, lo decían también
con una amarga envidia. Pero eso ya es otra historia...
Por supuesto, a John Blakeworthy se le
ofreció quedarse a cenar y a pasar la noche. Sentado a la mesa, bien iluminada
y cubierta por toda clase de alimentos, no cesaba de repetir lo bien que le
sentaba volver a ver comida de verdad, pero lo hacía con una vaga diplomacia,
como si necesitara recordarse a sí mismo que debía sentir eso. Se le llenó el
plato de comida y acabó con ella, pero se olvidaba de comer cada dos por tres,
hasta tal punto que mi madre tenía que recordárselo poniéndole en el plato un
trocito más de lomo, una cucharada de salsa, zanahorias y espinacas de
guarnición del huerto. El caso es que al terminar no había comido mucho, ni
había hablado demasiado, aunque la cena transmitiera la impresión de que se
hablaba mucho y se ponía mucho interés en la comida, como en un banquete, de
tan grande como era nuestra ansia de compañía y tantas preguntas que teníamos
por hacer. Sobre todo preguntábamos los dos niños, pues la vida de aquel hombre
que caminaba a solas y en silencio por el monte, a veces treinta kilómetros
diarios, o más, que dormía solo bajo las estrellas, o bajo la luna, fuera cual
fuera el tiempo de la estación, que buscaba oro cuando quería y se detenía a
descansar cuando lo necesitaba... Esa vida, no hace falta decirlo, nos
impulsaba a soñar en una vida distinta de la que nos correspondía por nuestra
educación escolar y nuestros padres.
Sí nos enteramos de que llevaba en el camino
“bastante tiempo, sí, ahora ya bastante tiempo”. De que tenía sesenta años. De
que había nacido en Inglaterra, en el sur, cerca de Canterbury. De que había
pasado toda su vida de aventura en aventura arriba y abajo por Sudáfrica,
aunque él no usaba la palabra aventura; éramos nosotros, los niños, los que la
repetíamos hasta que nos dimos cuenta de que él se sentía incómodo. Había sido
minero; por supuesto, había tenido su propia mina. Había sido granjero, pero no
le había ido bien. Había tenido toda clase de trabajos, pero le gustaba “ser su
propio jefe”. Había tenido una tienda, pero “me pongo nervioso y necesito
moverme”.
Bueno, ya habíamos oído todo eso alguna vez;
de hecho, cada vez que alguno de aquellos vagabundos llegaba a nuestra casa. No
había nada que no fuera ordinario en su extraordinariedad, salvo, tal vez,
—según recordamos más adelante, cuando pasamos días comentando su visita para
obtener de ella todo el estímulo posible— el hecho de que no llevara ningún
cedazo para buscar oro, ni le pidiera a mi padre permiso para buscarlo en
nuestra granja. No recordábamos a ningún buscador de oro que no se hubiera
excitado al conocer la granja, pues estaba llena de rocas fragmentadas y
veteadas, zanjas y pozos que, según algunos, databan del tiempo de los
fenicios. No se podía caminar cien metros sin ver huellas, tanto antiguas como
modernas, de la búsqueda de oro. A ese distrito lo llamaban Banket, porque que
sus vetas minerales tenían la misma formación que las de la cadena del mismo
nombre. El mero apelativo era como una señal de llamada.
Sin embargo, Johnny dijo que quería seguir su
camino en cuanto saliera el sol. Yo lo vi irse por el sendero, ya soleado y con
todos los árboles sonrojados por la luz a un lado. Se perdió de vista
arrastrando los pies, un hombre alto, demasiado flaco, bastante encorvado, con
su traje caqui desteñido y sus zapatos de piel blanda.
Unos meses después, preguntamos a otro hombre
que no tenía trabajo y se dedicaba a buscar oro si conocía a Johnny Blakeworthy
y contestó que sí, claro que sí. Habló con indignación para contarnos que se
había “vuelto nativo” en el valle. La indignación parecía falsa y dimos por
hecho que aquel hombre también podía haberse “vuelto nativo”, o que lo deseaba.
Sin embargo, eso explicaba que Johnny no llevara cedazo, así como aquella
sensación de que se sentía extraño, fuera de lugar, sentado a la mesa para
cenar. “Volverse nativo” solía implicar “tener una mujer en el monte”, pero no
parecía que Johnny la tuviera.
—Dijo que ya estaba harto de mujeres y que
quería quitárselas de la vista —explicó aquel visitante.
No he contado todavía lo que más nos llamó la
atención de la visita de Johnny, porque en su momento sólo nos pareció algo
agradablemente pintoresco. Hubo de pasar mucho tiempo antes de que la carta que
nos envió se sumara a otras y estableciera un patrón.
Tres días después de la visita de Johnny
recibimos una carta suya. Recuerdo que mi padre esperaba encontrar en ella,
finalmente, una petición de permiso para buscar oro. En cualquier caso, era
raro recibir una carta. Los vagabundos no solían llevar material para escribir
en el fardo. La carta estaba escrita en papel Croxley azul e iba en un sobre
Croxley, y la caligrafía era clara como la de un niño. Era una carta de
agradecimiento. Decía que había disfrutado mucho de nuestra amable hospitalidad
y de la deliciosa cocina de la señora de la casa. Agradecía la oportunidad de
habernos conocido. “Con mis mejores deseos, sinceramente suyo, Johnny
Blakeworthy.”
En otro tiempo había sido un niño bien
educado de un pueblo de campo de Inglaterra. “Johnny, siempre que alguien te
ofrezca su hospitalidad debes escribir luego para dar las gracias.”
Hablamos de aquella carta durante mucho
tiempo. La debía de haber entregado en la primera tienda que encontrara tras
salir de la granja. Quedaba a unos treinta kilómetros. Probablemente, compraría
una hoja suelta y un único sobre. Eso significaba que los habría comprado en la
parte africana de la tienda, donde se vendían artículos sueltos, con gran
beneficio, por supuesto, para el comerciante. Habría comprado un solo sello y
luego se habría acercado a la oficina de correos para entregar la carta en el
mostrador. Luego, tras haber cumplido con las normas de su educación, se habría
vuelto a la tribu africana con la que vivía, lejos de cualquier oficina de
correos, de las cartas escritas y de los demás impedimentos que acompañaban a
los hombres blancos.
Aún no sé cómo encajar el siguiente atisbo
que tuve de aquel hombre en el patrón suyo que al final logré componer.
Fue años después. Yo era joven y estaba en
una reunión de té. Era, como todas las demás, una excusa para cotillear, sobre
todo, tratándose de chicas jóvenes casadas, acerca de los hombres y el
matrimonio. Una chica que apenas llevaba un año casada y no quería sacrificar a
su marido para el beneficio del grupo, se puso a hablar de su tía, que vivía en
el estado de Orange Free.
—Estuvo casada muchos años con un hombre malo
de verdad y luego él se levantó y se largó. Lo único que recibió de él fue una
carta amable, no sé, como ésas que se envían después de una fiesta, o algo así.
Le daba las gracias por el tiempo que habían pasado juntos. ¿Se puede superar
eso? Y más adelante supo que en realidad nunca se habían casado porque él ya
estaba casado con otra.
—¿Fue feliz? —preguntó una de nosotras.
—Se volvió loca del todo. Decía que había
sido la mejor época de su vida.
—Entonces, ¿de qué se quejaba?
—Lo que le molestaba era tener que
presentarse como soltera, cuando en realidad había pasado aquellos años como si
estuviera casada de verdad. Y la carta la sacó de quicio: “Siento que debo
escribirte y darte las gracias...”. Algo así decía.
—¿Cómo se llamaba? —pregunté, comprendiendo
de pronto aquel cosquilleo que sentía en la mente.
—No me acuerdo. Johnny no sé qué más.
Eso fue todo lo que obtuve de aquella escena,
la más clásica de Sudáfrica, la reunión matinal para el té en un porche grande
y sombreado, con todas las bandejas llenas de pasteles y galletas de todas las
clases, las jóvenes cotilleando mientras miraban a sus hijos jugar bajo los
árboles, ocupando una mañana de sus vidas holgazanas antes de volver a sus
casas para encontrarse la comida hecha, la mesa puesta y a sus maridos
esperando. Han pasado treinta años desde ese té, y el pueblo aún sigue siendo
tan pequeño que los hombres pueden acercarse a casa a comer con sus familias.
Hablo de las familias blancas, claro.
La siguiente sorpresa llegó en forma de un
cuento que leí en un periódico local, de esos que se imprimen a ratos libres en
las imprentas responsables de periódicos mucho más importantes. Aquel se
llamaba Valley Advertiser, y
debía de tener una tirada de unos diez mil ejemplares. Tenía el siguiente
titular: “El cuento premiado, ‘El Fragrante Aloe Negro’. Por nuestro nuevo
descubrimiento, Alan McGinnery”.
“Cuando no tengo nada mejor que hacer, me
gusta pasear por Main Street para ver cómo nacen las noticias del día, captar
fragmentos de conversaciones e inventar historias a partir de lo que oigo. A la
mayor parte de la gente le gustan las coincidencias, les dan algo de qué
hablar. Pero cuando son demasiadas provocan una desagradable sensación de que
el largo brazo de la casualidad señala hacia una región en la que cualquier
persona racional no puede sentirse cómoda. Esta mañana ocurrió algo así. Empezó
en una floristería. Una mujer con una lista de la compra le dijo al florista:
“—¿Tiene aloe negro?
“Parecía una comida.
“—No sabía ni que existiera —contestó el
florista—. Pero tengo una gran variedad de plantas suculentas. Le puedo vender
una huerta de miniatura en una bandeja.
“—No, no, no. No quiero aloe normal. Y ya
tengo de todo lo demás. Quiero Aloe Negro Oloroso.
“Al cabo de diez minutos estaba esperando en
el mostrador de droguería de la farmacia Harry’s para comprar un cepillo de
dientes y oí que una mujer pedía una botella de Aloe Negro.
“‘Vaya —pensé—, el Aloe negro vuelve a mi vida.’
“—No tenemos nada de eso —contestó la
vendedora.
“Le ofreció rosas, madreselva, lilas,
violetas blancas y jazmín, al tiempo que comentaba que el perfume del aloe negro
debía de ser amargo.
“Al cabo de media hora estaba en una tienda
de semillas y oí una petulante voz femenina que preguntaba:
“—¿Tenéis plantas suculentas?
“Enseguida supe lo que vendría después. Ya me
había ocurrido antes, pero no recordaba cuándo, ni dónde. Nunca había oído
hablar del Aloe Negro Oloroso y de pronto ahí estaba, tres veces en una hora.
“Cuando se fue la mujer, pregunté al
dependiente:
“—Dígame una cosa, ¿existe algo que se llame
Aloe Negro Oloroso?
“—Pues tiene usted la misma sospecha que yo
—contestó—. Lo que pasa es que a la gente siempre le gusta lo que sea difícil
de encontrar.
“En ese momento recordé dónde había oído
aquel tono de tristeza, quejumbre, insistencia y ansiedad en una voz (¡que
luego resultó ser más de una!), un tono que significaba que el Aloe Negro
Oloroso representaba, en ese momento, el mayor deseo posible.
“Fue antes de la guerra. Yo estaba en El Cabo
y tenía que llegar a Nairobi. Había recorrido aquella ruta antes y quería
liquidarla con la mayor rapidez. Cada dos horas se pasa por alguna aldea, y son
todas iguales. Calurosas y polvorientas. En un salón de té hay un grupo de
jovencitos que toman helados y hablan de motos y estrellas de cine. En los
bares, los hombres beben cerveza. El restaurante, si lo hay, es malo o
pretencioso. La camarera no hace más que pensar en cuándo podrá largarse a la
capital, cuyo nombre menciona como si fuera París o Londres, pero cuando
llegas, al cabo de trescientos, u ochocientos kilómetros, apenas es más que
otra aldea algo más grande, con las mismas calles polvorientas, el mismo salón
de té, el mismo bar y cinco mil personas en vez de cien.
“Al atardecer del tercer día estaba en el
Northern Transvaal y, cuando quise detenerme a pasar la noche, el sol se veía
de un rojo sanguinolento entre la bruma del polvo y la calle principal estaba
llena de gente y de ganado. Se celebraba la Feria Anual de Granjeros y el hotel
estaba lleno. El propietario me dijo que había una mujer que aceptaba
inquilinos en situaciones de emergencia.
“Era una casa solitaria al final de una calle
rezagada y sin asfaltar, bajo un jacarandá. Era pequeña, tenía un emparrado
marrón en el porche y el tejado casi cedía bajo una buganvilla morada. La mujer que salió a la puerta era una criatura rolliza, de cabello oscuro, con delantal rosa y las manos llenas de
harina.
“Dijo que la habitación no estaba preparada.
Le expliqué que había salido de Bloemfontein aquella misma mañana y contestó:
“—Pase, mi segundo marido vino de allí.
“Fuera no había más que polvo y un calor
terrible, pero dentro la casa era acogedora, llena de flores, cintas,
almohadones y vajillas expuestas en vitrinas. Había fotos del mismo hombre en
cualquier rincón posible. No había modo de apartarse de ellas. Te sonreía desde
la pared del baño y si abrías la puerta de un armario te lo encontrabas dentro,
encerrado entre los platos.
“Se pasó dos horas preparando la comida, dijo
una y otra vez que las mujeres se pasan el día entero cocinando lo que luego
los demás se comen en cinco minutos, averiguó mis gustos y me ofreció distintas
guarniciones. Mientras tanto, habló de su marido. Parece que cuatro años antes
había llegado un hombre durante la semana de la feria para pedir alojamiento. A
ella no le gustaba alojar a hombres solos porque era viuda, pero le pareció que
tenía buen aspecto y una semana después estaban casados. Vivieron un sueño de
felicidad durante once meses. Luego se largó y no volvió a saber de él, salvo
por una carta en la que le agradecía su amabilidad. La carta había sido como
una bofetada. No se da las gracias a una esposa por ser amable, como si fuera
una azafata, ¿no? Ni se le envían postales navideñas. El sí que había enviado alguna postal navideña después de largarse, ahí estaba, en la chimenea. Con sus Mejores Deseos para
una Feliz Navidad. ‘Es que fue tan bueno conmigo —decía la mujer—. Me daba cada
penique que ganaba, y eso que yo no lo necesitaba porque mi primer marido me
dejó bien provista. Se consiguió un trabajo en el ferrocarril.’ Después de él,
la mujer no podía mirar a ningún otro hombre. Ninguna mujer que supiera algo de
la vida lo habría hecho. Tenía sus defectos, claro, como todos. Era inquieto y
melancólico, pero ella se daba cuenta de que la había amado con sinceridad y,
en el fondo, era un hombre familiar.
“Así siguió el asunto hasta que cantaron los
gallos y me empezó a doler la cara de tanto bostezar.
“A la mañana siguiente seguí hacia el norte y
esa misma noche, en Rodhesia del sur, entré en un pueblo pequeño lleno de polvo
y de gente que paseaba con sus mejores ropas entre el ganado. El hotel estaba
lleno. Era la semana del Festival.
“Al ver la casa pensé que el tiempo había
retrocedido veinticuatro horas, porque las trepadoras hundían el tejado y el
porche emparrado y el polvo rojo rodeaban la casa. La atractiva mujer que me
abrió la puerta era rubia. Detrás de ella, por la puerta abierta vi en la pared
un retrato del mismo rubio guapo con aquellos ojos grises y duros rodeados de
arrugas abrasadas por el sol. En el suelo jugaba un niño, evidentemente su
hijo.
“Expliqué de dónde venía y ella contó con
nostalgia que su marido había llegado de allí mismo tres años antes. Era todo
igual. Incluso la casa por dentro era como la otra, cómoda, recargada y llena
de cosas. Pero necesitaba las atenciones de un hombre. Todos los objetos reclamaban
la atención de un hombre. Cenamos juntas y me habló de su ‘marido’ —que había
durado hasta el nacimiento del hijo y unas pocas semanas más— con la misma voz
impaciente, ansiosa, amarga y urgente de su hermana de la noche anterior.
Mientras la escuchaba, tuve la ridícula sensación de que al prestarle tanta
atención era desleal con la otra ‘esposa’ abandonada seiscientos kilómetros más
al sur. Claro que tenía sus defectos, dijo la mujer. A veces bebía demasiado,
pero ya se sabe cómo son los hombres. Y a veces se pasaba semanas enteras
soñando despierto y ni siquiera escuchaba. A pesar de todo eso, era un buen
marido. Había conseguido un trabajo en el departamento de ventas de una tienda
de maquinaria agrícola y trabajaba mucho. Estaba tan encantado cuando nació el
crío... Y luego se fue. Sí, le había escrito una vez, una larga carta donde
afirmaba que nunca olvidaría su ‘cariñosa amabilidad’. Le había molestado mucho
la carta. Qué cosa tan rara, ¿no?
“Mucho después de la media noche me acosté
bajo un retrato tan grande de aquel hombre que me sentí incómodo. Era como si
alguien me vigilara mientras dormía.
“A la noche siguiente, cuando tenía que
abandonar Rodhesia del sur para entrar en Rodhesia del norte, me puse a buscar
algún pueblecito lleno de nubecillas de polvo rojo y de ganado, una casa
pequeña, una mujer que esperara. No había ninguna razón para no pensar que
aquello continuaría hasta Nairobi.
“Sin embargo no fue hasta el día siguiente,
circulando por el Cinturón del Cobre que lleva a Rodhesia del Norte, cuando
llegué a un pueblo lleno de coches de gente. Había un baile esa noche. Los
hoteles grandes estaban llenos. La señora a cuya casa me enviaron era rolliza,
pelirroja, voluble. Dijo que le encantaba acoger a la gente, aunque no le hacía
ninguna falta, pues si bien su marido tenía algunos defectos (cosa que dijo en
un tono que podía parecer de odio) ganaba un buen sueldo trabajando de mecánico
en un garaje. Antes de casarse ella se ganaba la vida alquilando habitaciones a
los viajeros, y así había conocido a su marido. Mientras lo esperábamos para
cenar, me habló de él.
“—Cada noche hace lo mismo. ¡Todas las noches
de mi vida! Parece que no es mucho pedir que venga a casa a comer a la hora
adecuada en vez de esperar a que se pase la comida, pero en cuanto entra en el
bar con los demás hombres no hay manera de sacarlo de allí.
“En su voz no había rastro de lo que había
percibido en las de las otras dos mujeres. Y siempre me he preguntado si, en su
caso, la ausencia también la llevó finalmente a tomarle más cariño. Suspiraba
con frecuencia profundamente y decía que cuando eres soltera te quieres casar y
cuando estas casada quieres ser soltera, pero lo que más le molestaba es que ya
se había casado antes y tenía que haber aprendido la lección. Aunque aquel
marido era mucho mejor que el anterior, de quien se había divorciado.
“No llegó hasta que cerró el bar, más tarde
de las diez. No era tan guapo como parecía en las fotografías, pero eso se
debía a que llevaba el mono de trabajo manchado de grasa e incluso tenía
petróleo en la cara. Ella lo riñó por llegar tarde y por no lavarse, pero él se
limitó a contestar:
“—No intentes domesticarme.
“Al terminar la cena ella preguntó en voz alta
por qué se pasaba la vida cocinando y trabajando como una esclava para un
hombre que ni siquiera se fijaba en lo que comía y él contestó que no hacía
falta que se preocupase porque tenía toda la razón, efectivamente no le
importaba lo que comiera. Se despidió de mí con un gesto y volvió a salir.
Regresó pasada la medianoche, con la mirada extraviada, y al abrir la puerta
dejó entrar una corriente fría de aire en la habitación, calentada por la
lámpara.
“—¿Así que has decidido volver? —se quejó
ella.
“—He salido a pasear un poco por la cañada.
Hay tanta luna que se podría leer. El viento lleva un poco de lluvia.
“Le rodeó la cintura con un brazo y sonrió.
Ella olvidó sus amarguras y devolvió la sonrisa. El vagabundo había vuelto a
casa.”
Escribí a Alan McGinnery y le pregunté si
había basado aquella historia en algún modelo. Le expliqué por qué lo quería
saber, le hablé del anciano que había cruzado el monte para llegar a nuestra
casa quince años antes. No había razón para pensar que fuera el mismo hombre
salvo por un detalle, las cartas que escribía, siempre parecidas a las notas de
agradecimiento que se envían tras una fiesta o una visita.
Recibí esta respuesta: “Quedo en deuda con
usted por su interesante e informativa carta. Tiene razón al pensar que mi
cuentito se basa en la vida real. Sin embargo, en muchos aspectos se aleja de
los hechos. Me tomé libertades con el aspecto temporal de la historia, para
adelantarla unos cuantos años, no, décadas, y situarla en un ambiente moderno.
Porque la época en que Johnny Blakeworthy amaba y abandonaba a tantas mujeres
jóvenes —me temo que era malo de verdad— se ha borrado ya en el recuerdo, salvo
para los más ancianos. Ahora todo es tan tranquilo y fácil. Eso que llaman
‘civilización’ se ha apoderado de nosotros. Pero me daba miedo que si situaba a
mi ‘héroe’ en su ámbito real resultaría demasiado exótico para los lectores de
hoy en día, quienes leerían la historia sólo por conocer el entorno, que les
resultaría más interesante que el personaje.
“Fue poco después de terminar la guerra de
los Boer. Yo me presenté voluntario, como correspondía a un joven, por pura
excitación, sin saber qué clase de guerra era aquélla. Luego decidí no volver a
Inglaterra. Pensé en probar las minas y por eso fui a Johannesburgo, donde
conocí a mi mujer, Lena. Era la cocinera y ama de casa de una pensión para hombres,
un trabajo duro en una época dura. Había tenido un hijo de Johnny y creía estar
casada con él. Yo también lo creí. Cuando empecé a averiguar descubrí que no
estaban casados porque los papeles que había presentado él eran falsos. Eso nos
lo puso todo más fácil en un sentido práctico, pero también empeoró las cosas
en otro sentido. Porque ella estaba amargada y me temo que nunca superó el daño
sufrido. Pero nos casamos y me convertí en el padre de su hijo. En ella se
basaba la segunda mujer de mi cuento. La describo como una mujer casera y, a su
manera, delicada. Incluso cuando cocinaba para todos aquellos mineros,
manteniendo a su hijo, y a sí misma, con una pésima paga, viviendo en una
habitación poco más grande que una perrera,
lo conservaba todo limpio y hermoso. Eso fue lo que me atrajo de entrada. Me
atrevería a decir que también eso atrajo a Johnny, al menos al principio.
“Más adelante, mucho más adelante porque el
niño ya era mayor, o sea que era después de la Guerra Mundial, oí por
casualidad a alguien hablar de Johnny Blakeworthy. Era una mujer que había
estado ‘casada’ con él. A Lena y a mí nunca se nos había ocurrido que hubiese
traicionado a más de una mujer. Tras pensarlo mucho decidí no contárselo nunca.
Pero yo sí quería saber. A esas alturas, había investigado con cuidado. La
pista empezaba, al menos para mí, en la provincia de El Cabo, con una mujer de
la que había oído hablar y a quien
luego había encontrado. Era la primera de mi cuento, una bella mujercita
rolliza. Johnny se había casado con ella cuando era la hija de un granjero
Boer, bien rico. No hace falta que le cuente que ese matrimonio no fue muy
popular. Tuvo lugar justo antes de la Guerra de los Boer y estaban a punto de
ocurrir sucesos muy desagradables, pero aquella muchacha tuvo la valentía de
casarse con un inglés, un roinek. Sus padres se enfadaron, pero luego se portaron bien y la acogieron cuando él la dejó. Con ésta sí que se casó, y por la iglesia, con todos los
papeles correctos y legales. Creo que fue su primer amor. Luego, ella se
divorció. Para aquella gente tan simple, un divorcio era algo terrible. Ahora
las cosas han cambiado mucho y la gente ni se imagina lo estrechos y religiosos
que eran entonces. Aquel divorcio perjudicó su vida entera. No volvió a
casarse. ¡Y no porque no quisiera! Se había peleado con sus padres al decir que
quería divorciarse, y todo precisamente porque se quería volver a casar. Pero
nadie se casaba con ella. En aquella comunidad rural tan anticuada, en esa
época, se convirtió en la Mujer Escarlata. Bien triste, porque era una mujer
agradable de verdad. Lo que más me sorprendió fue que hablara de Johnny sin
ninguna amargura. Incluso veinte años después, lo seguía queriendo.
“A partir de ella seguí otras pistas.
Contando a mi propia esposa, encontré a cuatro mujeres en total. En mi cuento
las convertí en tres: la vida siempre es mucho más espléndida con la casualidad
y el drama de lo que se atrevería cualquier escritor de ficción. La pelirroja
que describí en el cuento era camarera de un hotel. Odiaba
a Johnny. Pero no me cupieron muchas dudas acerca de lo
que pasaría si él se largaba.
“Le expliqué a mi mujer que había estado
jugando al cazador. No quería remover una vieja desdicha. Cuando murió, escribí
la historia del viaje de una mujer a otra, ya todas entradas en la mediana
edad, y todas ‘casadas’ en algún momento con Johnny. Pero tuve que cambiar la
ambientación de la historia. ¡Qué rápido ha cambiado todo! Hubiera tenido que
describir a la familia Boer en su granja, tan simples y anticuados, gente buena
y desconfiada. Y su hija mayor: la ‘mala’. Ya no quedan chicas así, ni siquiera
en los conventos. ¿En qué lugar del mundo se encuentran hoy en día chicas
educadas con esa rigidez y esa estrechez de miras, como en las granjas de los
Boer hace cincuenta años? Y aun así tuvo el coraje de casarse con su inglés,
eso es lo maravilloso. Luego hubiera tenido que describir las explotaciones
mineras de Johannesburgo. Después, la vida de una mujer casada con un tendero
en el monte. Su vecino más cercano estaba a setenta kilómetros, y en esos
tiempos no había coches. Por fin, la época del principio de Bulawayo, cuando
parecía más una barriada que una ciudad. No, lo que me interesaba era Johnny;
por eso decidí modernizar la historia, para que el lector no se distrajera con
lo que ha está pasado y olvidado.”
Supe de los últimos años de Johnny por un
amigo africano que conocía la aldea donde murió aquel. Johnny llegó a la aldea,
pidió ver al Jefe y cuando éste se reunió con el consejo de ancianos, solicitó
permiso formal para vivir en la aldea, no como hombre blanco, sino como
africano. Todo eso era correcto y educado, pero a los ancianos no les gustó. La
aldea quedaba muy lejos de los centros del poder blanco, hacia Zambesia. La
vida tradicional, en términos comparativos, había cambiado muy poco, no como en
las tribus cercanas a las ciudades de los blancos, cuyas estructuras se habían
desplomado para siempre. La gente de aquella tribu valoraba mucho su distancia
de los blancos y temía su influencia. Por lo menos los ancianos. Aunque no
tenían nada en contra de aquel blanco como persona —al contrario, les parecía
más humano que la mayoría—, no querían un blanco en su vida. Pero, ¿qué podían
hacer? Tenían una fuerte tradición de hospitalidad: debían ofrecer refugio y
alimento a los extraños, a los visitantes. Y eran democráticos: el
comportamiento de un hombre determinaba su valor, y echar a un individuo por
los defectos del grupo al que pertenecía iba en contra de sus creencias.
También puede ser que tuvieran algo de curiosidad. Aquella gente no había visto
más blancos que los recaudadores de impuestos, policías, comisarios de los
nativos, todos ellos fríamente oficiales o arbitrarios. Aquel blanco se
comportaba como un suplicante, se quedaba sentado en silencio en las afueras de
la aldea, más allá de las chozas, bajo un árbol, esperando que el consejo se
decidiera. Al fin le permitieron quedarse con la condición de que compartiera
la vida de la aldea en todos los aspectos. Probablemente creyeron que con dicha
condición se librarían de él. Sin embargo, siguió viviendo allí hasta que le
llegó la muerte, seis años, con pequeños viajes, acaso para acordarse de la
vida estridente que había abandonado. Y en uno de esos viajes apareció en
nuestra casa y se quedó a pasar una noche.
Los africanos lo llamaban Cara Enfadada. El
nombre implicaba que sólo su cara mostraba enfado. Era por aquella costumbre de
apretar y luego soltar los músculos faciales. También lo llamaban Hombre sin
Hogar y Hombre que no tiene Mujer.
Las mujeres lo encontraban intrigante, a
pesar de sus sesenta años. Pasaban junto a su choza, murmuraban sobre él, le
llevaban regalos. Algunas se le ofrecían, incluso algunas jóvenes.
El Jefe y su consejo de ancianos deliberaron
de nuevo, bajo el árbol grande del centro del poblado y luego lo llamaron para
que escuchara el veredicto.
—Necesitas una mujer —le dijeron.
Pese a todas sus protestas, lo convirtieron
en condición para su permanencia entre ellos por el bien de la armonía de la
tribu.
Escogieron para él una mujer de mediana edad
cuyo marido había muerto de unas fiebres contagiosas y que no tenía hijos.
Dijeron que no podían esperar que un hombre de su edad prestara a ningún niño
la atención y la paciencia necesaria. Según mi amigo, que era un chiquillo y
había oído hablar mucho de aquel blanco que prefería vivir como ellos, Johnny y
su nueva esposa “convivían con amabilidad”.
Mientras escribía esta historia, he recordado
otra cosa. Cuando iba al colegio en Salisbury, había una chica que se llamaba
Alicia Blakeworthy. Tenía quince años y a mí me parecía mayor. Vivía con su
madre en las afueras de la ciudad. Su padrastro las había abandonado. Se había
largado.
Su madre tenía una casa pequeña, con un
jardín grande, y aceptaba inquilinos de pago. Johnny había sido uno de ellos.
Había trabajado como guardia de caza forestal en la zona del río Zambesi y
había contraído una grave malaria. Ella fue su enfermera. Se casó con ella y
aceptó un trabajo de dependiente en la tienda local. “Fue un mal marido para
mamá —decía Alicia—. Terrible. Sí, aportaba dinero, no se trataba de eso. Pero
era un hombre frío y duro de corazón.” No les hacía compañía. Se sentaba a
leer, o a oír la radio, o paseaba toda la noche a solas. Y nunca apreciaba lo
que se hiciera por él.
Ah, cómo odiábamos todas las colegialas a
aquel monstruo. Menuda bestia despiadada.
Sin embargo, desde el punto de vista de
Johnny, había pasado cuatro años en una casita de pueblo sofocante, rodeado por
un jardín doméstico. Había trabajado de ocho a cuatro vendiendo ultramarinos a
mujeres perezosas. Al llegar a casa, su dinero, el oro que había ganado
trabajando como un esclavo, se gastaba en chocolatinas, revistas, vestidos,
cintas para el pelo para su hijastra urbanita. Tres veces al día lo invitaban a
sentarse a la mesa delante de un roast beef, pollo, pudines, pasteles y
galletas.
Intentaba compartir su filosofía de la vida:
—¡Antes me sobraban diez chelines por semana
para comer!
—¿Por qué? ¿Para qué? ¿De qué sirve?
—Porque así era más libre, para eso sirve. Si
no gastas un montón de dinero no necesitas ganarlo y entonces eres libre. ¿Por
qué tienes que gastar dinero en toda esa basura? Puedes comprar un pedazo de
carne de pecho de ternera por tres chelines, luego lo hierves con una cebolla y
te da para vivir cuatro días. Se puede vivir muy bien a base de maíz. Yo, en el
monte, solía hacerlo.
—¿Maíz? ¡No pienso comer cosas de nativos!
—¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo?
—Si no lo puedes entender por ti mismo, no te
puedo ayudar.
Es posible que fuera entonces, con la madre
de Alicia, cuando se le ocurrió por primera vez la idea de “volverse nativo”.
—Puestos a gritar, ¿por qué tiene que haber
siempre pastel? ¿Por qué tantos vestidos nuevos? ¿Para qué necesitas cortinas
nuevas, o mejor dicho, para qué cualquier clase de cortinas? ¿Te molesta la luz
del sol? ¿Por qué quieres taparla? ¿Por qué?
Aquel “matrimonio” duró cuatro años, pelea
tras pelea.
Luego se fue al norte, lejos de las ciudades
de los blancos, y se metió en los terrenos que aún no estaban “habilitados para
asentamientos de blancos”, donde vivían todavía los africanos según sus
costumbres tradicionales, aunque no por mucho tiempo. Y allí por fin encontró
una vida que le sentaba bien y una mujer con la que pudo convivir amablemente.
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