Doris Lessing
(Kermanshah, Irán, 1919 - Londres, Inglaterra, 2013)
Ante el ministerio (1963)
(“Outside the Ministry”)
A Man and Two Women and Other Stories
(Londres: Macgibbon and Kee, 1953, 304 págs.);
(Nueva York: Simon and Schuster, 1963, 316 págs.)
Cuando el Big Ben dio las diez, un joven llegó a las puertas del ministerio y miró la calle arriba y abajo con gesto serio. Se acercó la muñeca a la altura de los ojos y frunció el entrecejo, la típica imagen de un hombre que espera, un hombre que no imaginaba otra cosa. Dejó caer el brazo, el codo se flexionó con rigidez, la mano quedó a la altura de la cadera, la palma hacia abajo, los dedos extendidos. Entonces la mano hizo un ligero movimiento, dirigido por la muñeca, como si ejecutara un arpegio, o se despidiera de los adoquines… ¿o los saludara? Un pequeño gesto elegante, lleno de encanto, que mostraba un gran sentido del estilo al mundo que lo observaba. Entonces cambió de postura y se convirtió en un hombre que seguía esperando, pero manteniendo la dignidad. Iba bien vestido, con un traje oscuro y una camisa blanca con un pequeño lazo de seda gris, que daba la impresión de que deseaba echarse a volar, por la energía que le impregnaba su persona, presentaba una combinación de colores bastante convencional: gris oscuro, gris claro, blanco. Pero su reluciente piel negra, que subrayaba esta sobriedad, lo hacía resplandecer, un dandi; sin duda podría haber llevado puesto el arco iris.
Antes de que tuviera tiempo de mirar arriba y abajo otra vez, otro joven africano cruzó la calle para reunirse con él. Se saludaron chocando las palmas y sacudiendo después las manos; aunque había cierta moderación consciente en el gesto, que el primero parecía saborear, por su sentido innato del teatro, pero que incomodó al segundo.
—Buenos días, señor Chikwe.
—¡Señor Mafente! ¡Buenos días!
El señor Mafente era un joven alto y tranquilo, también iba bien vestido, pero en él la ropa era de un estilo europeo convencional; un mero traje, una camisa de rayas, una corbata, y sus gestos no tenían nada de la seductora parodia de sí mismo del otro hombre. Era fino, era solemne, era tranquilo; y eso a pesar de una situación que la actitud del señor Chikwe (afectada, acusadora) revelaba repleta de posibilidades funestas.
Sin embargo, los dos se conocían desde hacía muchos años; habían trabajado codo con codo, mientras la situación política se transformaba, en diversas fases del movimiento nacionalista; habían cumplido sentencias de prisión juntos; hacía poco que se habían convertido en enemigos. Ahora (el señor Chikwe había borrado la acusación de su actitud para este propósito) intercambiaban noticias de casa, chismorreos, información. Entonces el señor Chikwe decretó el final de la tregua con un cambio de postura y dijo con tono suave y amenazador:
—¿Y dónde está su gran líder? Ya llega muy tarde.
—Solo cinco minutos —respondió el otro sonriendo.
—¿No cree que después de haber logrado el gran honor de entrevistarnos con el ministro de Su Majestad, lo mínimo que podemos esperar del gran hombre es puntualidad?
—Estoy de acuerdo, pero es muy probable que el ministro de Su Majestad en el último momento esté demasiado ocupado para recibirnos, como ya ha sucedido en otras ocasiones.
Los rostros de ambos hombres reflejaron una indignación compartida por un instante; el señor Chikwe incluso soltó un gruñido que dejó vislumbrar sus blancos dientes.
Se serenaron y el señor Mafente dijo:
—¿Y dónde está su líder? ¿Seguro que lo que dice del mío no puede decirse también del suyo?
—Quizá los motivos de su retraso sean distintos. El mío está acabando de desayunar justo al otro lado de la calle y el suyo… He oído que anteanoche vieron a su señor Devuli muy borracho en casa de nuestra hospitalaria señora James.
—Puede ser, yo no estaba.
—He oído que la noche anterior se desmayó en el hotel delante de algunos periodistas poco comprensivos y tuvieron que disculparlo.
—Puede ser, yo no estaba allí.
El señor Chikwe fijó toda la fuerza de su amenazadora mirada en el afable rostro del señor Mafente, a la vez que dijo con tono suave:
—¡Señor Mafente!
—¿Señor Chikwe?
—¿No es una vergüenza y una deshonra que su movimiento, que aunque no es el mío, sin embargo representa a miles de personas (no a millones, lo siento, como proclaman vuestros publicistas), no es una lástima que este movimiento esté liderado por un hombre que nunca está sobrio?
El señor Mafente sonrió, aplaudiendo este breve discurso que había pronunciado con una gracia y un ímpetu sin duda desperdiciados en una acera llena de oficinistas londinenses y unas pocas palomas rechonchas. Luego comentó, simplemente:
—¿Así que es al señor Devuli a quien reconoce el ministro de Su Majestad británica?
El señor Chikwe frunció el entrecejo.
—¿Y es al señor Devuli a quien reconocen esos honorables movimientos británicos filantrópicos, la Sociedad Antiimperialista, el Movimiento por la Libertad Panafricana y Libertad para las Colonias Británicas?
En ese punto el señor Chikwe se encorvó ligeramente, reconociendo la verdad de lo que estaba diciendo, y a la vez indicando su intrascendencia.
—He oído, por ejemplo —prosiguió el señor Mafente—, que el honorable miembro del Parlamento por Sutton North-West se negó a que su líder formara parte de su programa porque era un peligroso agitador de izquierdas.
En ese punto los dos hombres intercambiaron una incontenible sonrisa de satisfacción, una sonrisa que respondía a la ridiculez política. (No resulta excesivo decir que precisamente por esa sonrisa mucha gente se mete en política.) El señor Chikwe incluso alzó el luminoso rostro hacia el cielo gris, cerró los ojos, y mientras ofrecía esta sonrisa a los húmedos cielos, se encogió de hombros en un gesto de desprecio.
Luego bajó la vista, su cuerpo se incorporó de un salto en forma de acusación y dijo:
—Aunque estará de acuerdo conmigo, señor Mafente: es una lástima que el señor Devuli logre una aceptación tan amplia como representante nacional mientras que las virtudes del señor Kwenzi quedan ignoradas.
—Todos conocemos las virtudes del señor Kwenzi —sentenció el señor Mafente, y su énfasis en la palabra “todos”, que acompañó de una gélida mirada intencionada dirigida a los ojos de su viejo amigo, hizo que el señor Chikwe se quedara en silencio un momento, pensando. Después dijo con suavidad, poniéndolo a prueba:
—Sí, sí. ¿Y entonces, señor Mafente?
El señor Mafente observaba el rostro del señor Chikwe, decidido, mientras retomaba la otra conversación:
—Sin embargo, señor Chikwe, la situación es tal y como se la he descrito.
El señor Chikwe respondió a la mirada, no a las palabras, se acercó y preguntó:
—¿Y eso significa que las situaciones permanecen siempre igual?
Se miraron a la cara con ardor a la vez que el señor Mafente inquirió, casi de un modo mecánico:
—¿Es una amenaza, tal vez?
—¿Es una observación política… señor Mafente?
—¿Señor Chikwe?
—Esta situación en concreto sería muy fácil de cambiar.
—¿Usted cree?
—Sabe que sí.
Los dos hombres estaban de pie, con las caras a pocos centímetros de distancia, fruncían el entrecejo por la concentración que requería el veloz balance mental de una decena de factores. Tan absortos se quedaron que los funcionarios y mecanógrafos les dirigieron una mirada de preocupación, aunque luego, deseosos de no seguir preocupados, volvieron a apartar la vista.
Pero entonces sintieron que se acercaba un tercero, y el señor Mafente repitió rápidamente:
—¿Es una amenaza, tal vez? —lo dijo en voz alta, y los dos jóvenes se volvieron para saludar al señor Devuli, un hombre unos diez años mayor que ellos, corpulento, autoritario, imponente. Incluso a esta hora temprana de la mañana ofrecía un aspecto de libertinaje, ya que tenía los ojos enrojecidos y la mirada errante, y se mantenía en pie con dificultad.
El señor Mafente retrocedió para ocupar su lugar medio paso por detrás del codo derecho de su jefe; y el señor Chikwe quedó frente a ambos, serio.
—Buenos días, señor Chikwe —lo saludó el señor Devuli.
—Buenos días, señor Devuli. El señor Kwenzi está acabando de desayunar, pero no tardará en llegar. El señor Kwenzi ha estado toda la noche trabajando en las propuestas para la nueva constitución.
Como el señor Devuli no respondió a esta provocación, sino que permaneció distraído, casi tambaleándose, mirando con los ojos enrojecidos a la gente que pasaba, el señor Mafente contestó en su lugar:
—Todos admiramos la tenacidad del señor Kwenzi.
Enfatizó “todos” de manera evidente; los dos jóvenes intercambiaron un gesto de asentimiento mientras el señor Mafente extendía con delicadeza el brazo derecho para recibir la mano del señor Devuli. Después de un instante, el líder recobró el equilibrio y dijo con un tono amenazante que logró que sonara también como una queja:
—Yo también soy consciente de todas las consecuencias que implica la constitución que se ha propuesto, señor Chikwe.
—Me asombra oírle decir eso, señor Devuli, ya que el señor Kwenzi, que ha estado toda la semana encerrado en la habitación del hotel estudiándola, dice que ni siquiera siete hombres trabajando durante setenta y siente años podrían entender la constitución que ha propuesto el honorable ministro de Su Majestad.
Los tres se rieron a la vez, divirtiéndose con aquel absurdo hasta que el señor Chikwe volvió a fruncir el entrecejo y dijo:
—Y ya que estas propuestas son tan complicadas, y ya que el señor Kwenzi las entiende tan bien como podría hacerlo cualquier hombre dotado de facultades humanas, pensamos que es el señor Kwenzi quien debería hablar en nombre de nuestra gente ante el ministro.
El señor Devuli se mantuvo erguido con los cinco dedos extendidos sobre el antebrazo de su diputado. Sus ojos enrojecidos se volvieron con pesimismo hacia la fachada del ministerio, hacia los rostros de la gente que pasaba y, luego, con un esfuerzo, se posaron de nuevo en el rostro del señor Chikwe.
—Pero yo soy el líder, soy el líder al que todos reconocen, y por eso seré yo quien hable por nuestro pueblo.
—¿No se encuentra bien, señor Devuli?
—No, no me encuentro bien, señor Chikwe.
—¿No sería mejor, quizá, que fuera un hombre en plena posesión de sus facultades quien hablara por nuestro pueblo ante el ministro? —El señor Devuli se quedó en silencio, con una compuesta sonrisa de benevolencia—. A no ser, por supuesto, que crea que estará en plena posesión de sus facultades a las… —acercó la muñeca con elegancia hasta los ojos, frunció el entrecejo, dejó caer la muñeca— diez y media, que ya están a punto de sonar.
—No, señor Chikwe, no creo que me sienta mejor para entonces. ¿No sabía que tengo serios problemas de estómago?
—¿Problemas de estómago, señor Devuli?
—¿No ha oído hablar de que atentaron contra mi vida cuando yacía indefenso con malaria en el hospital Lady Wilberforce de Nkalolele?
—¿De verdad, señor Devuli?
—Sí, así es, señor Chikwe. Alguien a quien sobornaron mis enemigos envenenó mi comida mientras yacía indefenso en el hospital. Estuve a punto de morir, y mi estómago todavía no se ha recuperado.
—Lamento mucho oír esto.
—Espero que así sea. Porque es algo terrible que la rivalidad política haga caer a los hombres en semejantes métodos.
El señor Chikwe se mantenía un poco apartado, deleitándose con el vuelo de algunas palomas. Sonrió e inquirió:
—Quizá no sea tanto una cuestión de rivalidad política como de sincero patriotismo, señor Devuli. Es posible que hubiera gente equivocada que pensara que al país le iría mejor sin usted.
—Eso es una cuestión de opiniones, señor Chikwe.
Los tres hombres se quedaron en silencio; el señor Devuli se apoyaba discretamente en el brazo del señor Mafente; el señor Mafente estaba esperando; el señor Chikwe sonrió a las palomas.
—¿Señor Devuli?
—¿Señor Chikwe?
—Es usted consciente de que si acepta las propuestas del ministerio para esta constitución puede que se desencadene una guerra civil, ¿no es verdad?
—Acepto esta constitución porque pretendo evitar el derramamiento de sangre.
—Pero cuando anunció que pretendía aceptarla, estallaron graves disturbios en doce lugares distintos de nuestro desgraciado país.
—Gente equivocada, gente mal orientada por su partido, señor Chikwe.
—Recuerdo que no hace ni siquiera doce meses, cuando los periódicos lo acusaron de incitar los disturbios, usted respondió que la gente tenía opiniones propias. Pero claro que eso fue cuando se negó a estudiar la constitución.
—¿Quizá haya cambiado la situación?
La tensión de la conversación delataba al señor Devuli; grandes gotas de sudor cristalino corrían por su ancha frente y se las secó con la mano sobre la que no se estaba apoyando, mientras desplazaba el peso de un pie al otro.
—Es su actitud lo que ha cambiado, señor Devuli. Usted apoyaba la idea de un hombre, un voto. Después, de la noche a la mañana, se hizo partidario del voto ponderado. No puede decirse que la situación haya cambiado, sino más bien que el líder político ha cambiado, se ha vendido. —El señor Chikwe atacó como una víbora y espetó estas últimas palabras al hombre confundido.
El señor Mafente, al ver que su líder se quedaba en silencio, parpadeando, comentó rápidamente en su lugar:
—El señor Devuli no está acostumbrado a responder a insultos vulgares, prefiere quedarse callado.
La mirada de los dos jóvenes se cruzó. Y el señor Chikwe dijo, con el rostro a menos de dos centímetros del señor Devuli:
—No es la primera vez que uno de nuestros líderes se ha puesto del lado de los blancos y ha sido rechazado por nuestra gente.
El señor Devuli miraba a su representante, que dijo:
—Aunque es al señor Devuli a quien ha convocado el ministro, y usted debería ir con cuidado, señor Chikwe; como abogado debería conocer la ley. Una cosa son las diferencias entre opiniones políticas y otra la difamación.
—¿Como una acusación de envenenamiento, por ejemplo?
En ese instante todos se volvieron, una cuarta persona se unió a ellos. El señor Kwenzi, un hombre alto, bastante encorvado, distante, se encontraba a unos cuantos metros, sonriendo. El señor Chikwe ocupó su lugar un paso por detrás de él, y formaron dos parejas, una frente a la otra.
—Buenos días, señor Devuli.
—Buenos días, señor Kwenzi.
—Ya debe de ser casi la hora de que entremos en el ministerio —dijo el señor Kwenzi.
—No creo que el señor Devuli esté en condiciones de representarnos en el ministerio —opinó el señor Chikwe, sulfurado y amenazante. El señor Kwenzi asintió. Tenía los ojos pequeños y francos, profundamente hundidos debajo de unas cejas que le conferían una mirada sincera y concentrada que ahora dirigía a la frente salpicada de sudor de su oponente.
El señor Devuli espetó, alzando la voz:
—¿Y quién es el responsable? ¿Quién? Todo el mundo conoce al santo del señor Kwenzi, al concienzudo del señor Kwenzi, pero ¿quién es el responsable de mi estado de salud?
El señor Chikwe le interrumpió:
—Nadie es responsable de su estado de salud más que usted mismo, señor Devuli. Si bebe dos botellas de alcohol al día, puede estar seguro de que su salud se va a resentir.
—La salud actual del señor Devuli —dijo el señor Mafente, al ver que su líder se quedaba en silencio, mordiéndose los labios, con los ojos enrojecidos por las lágrimas y el alcohol— responde al veneno que casi lo mata hace unas cuantas semanas en el hospital Lady Wilberforce de Nkalolele.
—Lamento oír eso —dijo el señor Kwenzi con tono suave—. Confío en que lo peor ya haya pasado.
El señor Devuli estaba fuera de sí, tenía el rostro contraído por la turbación, con gotas de sudor por todas partes y los ojos errantes mientras apretaba y aflojaba los puños.
—Espero —dijo el señor Kwenzi— que no esté sugiriendo que yo o mi partido tengamos algo que ver con el asunto.
—¡Sugerir! —exclamó el señor Devuli—. ¡Sugerir! ¿Qué quiere que le cuente al ministro? ¿Que mis oponentes políticos no se avergüenzan de envenenar en el hospital a un hombre indefenso? ¿Quiere que le cuente que tengo que dar a probar la comida, como un potentado occidental? No, no puedo contarle todo esto, también en esta situación me encuentro indefenso, porque él diría: ¡Estos negros son unos salvajes, se humillan con el veneno! ¿Qué más se puede esperar?
—Dudo que dijera algo así —comentó el señor Kwenzi—. Sus propios antepasados tenían el veneno por un arma política aceptable, y no hace tanto tiempo.
Pero el señor Devuli no le escuchaba. Su pecho se agitó y soltó un profundo sollozo. El señor Mafente dejó caer su brazo olvidado junto a él y se alejó un par de pasos, mientras dirigía una mirada preocupada a su líder. Después de examinarlo con aflicción, que nada hicieron por calmar el señor Kwenzi ni el señor Chikwe, lanzó una mirada prolongada al señor Chikwe y acto seguido al señor Kwenzi. Durante esta conversación a tres en silencio, el señor Devuli, como un rey destronado de Shakespeare, se apartó a un lado, con el pecho agitado, y lágrimas que corrían por sus mejillas, la cabeza inclinada para recibir los golpes y azotes de la traición.
Finalmente, el señor Chikwe comentó:
—Quizá debería contarle al ministro que ha encargado un chaleco antibalas igual que un gángster americano. No cabe duda de que su popularidad entre nuestra gente le impresionará. —El señor Devuli sollozó otra vez, y el señor Chikwe prosiguió—: No es que yo no esté de acuerdo con usted: le recomiendo el chaleco, sí. Que prueben su comida no basta. He oído hablar a nuestros jóvenes radicales, y hará bien en tomar todas las precauciones que estén a su alcance.
El señor Kwenzi, con el entrecejo fruncido, levantó la mano para poner freno a su representante:
—Creo que está yendo demasiado lejos, señor Chikwe, seguro que no es necesario…
A lo cual el señor Devuli respondió con una enorme y amarga carcajada, un rey sin corona que se tambaleaba bajo el húmedo cielo londinense, y dijo:
—¡Oíd al buen hombre, no sabe nada, no; él permanece intachable mientras su gente le hace el trabajo sucio, oíd al santo!
Tambaleándose, buscó el brazo del señor Mafente, pero no estaba allí. Se sostuvo por sí mismo, frente a los tres hombres.
—Se trata de un asunto muy simple, amigos. ¿Quién va a hablar en nombre de nuestro pueblo ante el ministro? Por ahora es todo lo que tenemos que decidir. Debo decir que he estudiado al detalle la propuesta de constitución y estoy seguro de que ningún líder honesto de nuestro pueblo sería capaz de aceptarla. Señor Devuli, estoy seguro de que está de acuerdo conmigo: es un conjunto de propuestas muy complicado, y es más que probable que tengan consecuencias que no haya considerado —dijo el señor Kwenzi.
El señor Devuli rió con rencor.
—Sí, es posible.
—Entonces, ¿estamos de acuerdo?
El señor Devuli se quedó en silencio.
—Me parece que estamos todos de acuerdo —dijo el señor Chikwe, sonriente, mientras miraba al señor Mafente, que, tras un instante, hizo un pequeño gesto de asentimiento, y después volvió el rostro para hacer frente a la amarga mirada acusatoria de su líder.
—Ya son casi las diez y media —anunció el señor Chikwe—. En pocos minutos debemos presentarnos ante el ministro de Su Majestad.
Los dos representantes, uno con gesto amenazador, el otro compungido, miraron al señor Devuli, que todavía dudaba, dolido, al borde de la acera. El señor Kwenzi se mantuvo a distancia, con una sonrisa gentil.
—Al fin y al cabo, señor Devuli, saldrá elegido con toda certeza, podemos estar seguros, y con su dilatada experiencia, el país lo necesitará como ministro. Un sueldo de ministro, incluso en nuestro pobre país, bastará para recompensar su generosidad por retirarse ahora —dijo el señor Kwenzi.
El señor Devuli rió con amargura, resentimiento, desprecio.
Se marchó.
—¿Señor Devuli, señor Devuli, adónde va? —preguntó el señor Mafente.
El señor Devuli respondió volviéndose por encima del hombro:
—El señor Kwenzi hablará con el ministro.
El señor Mafente asintió a los otros dos y salió corriendo tras su antiguo líder, lo agarró del brazo, e hizo que diera media vuelta.
—Señor Devuli, tiene que venir con nosotros, es fundamental que mantengamos la unidad frente al ministro.
—Me inclino ante una fuerza superior, caballeros —dijo el señor Devuli, con una ligera reverencia sarcástica, aunque se vio forzado a incorporarse: el discreto brazo del señor Mafente aplacó el tambaleo.
—¿Vamos? —preguntó el señor Chikwe.
Sin mirar de nuevo al señor Devuli, el señor Kwenzi entró en el ministerio guardando la distancia, seguido del señor Devuli, cuya mano izquierda se apoyaba en el brazo del señor Mafente. El señor Chikwe fue el último en entrar, sonriendo, dando saltitos, mirando al señor Devuli.
—Son las diez y media —observó cuando un empleado se acercó para impedirles el paso—. Las diez y media pasadas. Puedo oír el mismísimo Big Ben. La puntualidad, como todos sabemos, caballeros, es la piedra de toque de esa eficiencia sin la cual resulta imposible gobernar un país moderno. ¿No le parece, señor Kwenzi? ¿No le parece, señor Mafente? ¿No le parece, señor Devuli?
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