Doris Lessing
(Kermanshah, Irán, 1919 - Londres, Inglaterra, 2013)
El sol entre los pies (1963)
(“The Sun Between Their Feet”)
A Man and Two Women and Other Stories
(Londres: Macgibbon and Kee, 1953, 304 págs.);
(Nueva York: Simon and Schuster, 1963, 316 págs.);
African Stories
(Nueva York: Simon and Schuster, 1965, 636 págs.);
[no aparece en la edición de Londres: Michael Joseph, 1964, 494 págs.]
La carretera que salía de la parte trasera de
la estación iba a la Misión Católica, donde se terminaba el camino porque
quedaba en medio de una reserva nativa. La misión era pobre y tan sólo tenía un
camión, de modo que la carretera siempre estaba desierta, una pista de arena
entre hierbas cortas o largas. En la estación, en cambio, siempre había
bullicio de trenes y de gente y en los campos que se extendían ante ella se
habían instalado muchos colonos blancos, pero el territorio que quedaba tras
ella quedaba en desuso porque era tierra de rocas graníticas, afloramientos
silvestres y arena. El ganado suelto de la reserva solía pastar allí. No se
veía ningún ser humano. Desde el sendero las colinas rocosas parecían tan
empinadas, tan llenas de parras y malas hierbas, que no podía haber espacio
para circular por ellas. Sin embargo, era posible abrirse camino y una vez allí
parecía claro que en el pasado la gente había encontrado el modo de obtener
algún uso de la tierra salvaje. Por ejemplo, se veían los restos de las
defensas de tierra y piedra construidas por los mashona contra los matabele,
cuando éstos atacaban en expediciones para robarles el ganado y las mujeres,
hasta que Rhodes puso fin a todo eso.
Además, las superficies inferiores de las grandes rocas estaban cubiertas de
pinturas de los bosquimanos. Tras trepar y sortear pasos estrechos durante un
centenar de metros aparecía una pista de arena lisa y luego emergían las rocas
de nuevo. En aquel espacio, en la época de los ataques, se escondían las
mujeres y el ganado mientras los hombres se apostaban en las defensas de los
alrededores. Allí, en la época de los bosquimanos, los pequeños cazadores
usaban las arcillas de colores, la tierra y la savia de las plantas para sus
pinturas.
La noche anterior había llovido: aún notaba
la humedad de la hierba, poco crecida, a la altura de mis tobillos, y el sol
tempranero no había secado todavía la arena. En medio de aquel espacio
sobresalía abruptamente una roca. La roca estaba mojada y yo sentía que su
calor húmedo se escabullía por mis piernas desnudas.
Mientras permanecía allí sentada, los
montones de rocas que me rodeaban parecían montañas, tras las cuales se elevaba
el cielo en un horizonte alto. Las rocas eran de un gris oscuro, pero tenían
manchas de liquen. Los árboles que crecían entre las rocas eran escuálidos y algunos
habían sido fulminados por rayos, convertidos en poco más que esqueletos
negros. Era la tierra del hambre, de la arena creciente, la hierba escasa, las
rocas y el calor. El sol caía con fuerza entre las rocas, que conservaban su
ardor. Al cabo de una hora de sol, la arena mostraba entre la hierba una
superficie seca, limpia y brillante, mientras que la oscura humedad permanecía
soterrada.
El ganado de la reserva debía de haberse
desplazado allí tras la lluvia de la noche anterior, pues se veía un rastro de
bosta de vaca fresca sobre la hierba. Las grandes moscas azuladas exclamaban y
se lanzaban sobre las boñigas, partiendo la costra que el sol había secado en
su superficie. El zumbido de las moscas, la minúscula vibración del calor y el
zureo de los pichones componían el silencio de la mañana.
Calor y silencio; no había más movimiento que
el de las moscas, pues si soplaba algún viento debía de hacerlo más allá de
aquel lugar refugiado.
Pronto hubo más movimientos. Dos escarabajos
se pusieron a trabajar allí donde las moscas habían partido la costra de la
boñiga más cercana. Eran escarabajos pequeños, polvorientos, negros, de cuerpo
redondo. Uno había apoyado las patas negras sobre un fragmento de boñiga y
tiraba de ella como si hiciera palanca. El otro, con un rápido movimiento de
rodeo, igual que la gallina empolla los huevos con sus plumas, usaba su propio
cuerpo para formar una bola, pese a que aún no había liberado su fragmento del
resto de la materia. En cuanto la pieza quedó liberada, los dos escarabajos la
asaltaron con las patas y con todo su cuerpo y le dieron forma a toda prisa,
frenéticos de creación, atrapándola entre sus negras patas traseras, girándola,
haciéndola rodar bajo sus cuerpos, empujándola y tirando de ella a través de
los pesados y espesos tallos de hierba que se alzaban sobre ellos como árboles
del bosque hasta que al fin la bola rodó y se alejó hacia una llanura, un
claro, un espacio de tierra de pocos centímetros. Los dos escarabajos
deambularon entre los tallos, en busca de su propiedad. Estaban a punto de
volver a empezar con la boñiga original cuando uno de ellos vio la pelota en
campo abierto y ambos echaron a correr tras ella.
En toda la extensión de hierba que rodeaba a
las bostas de vaca, los escarabajos peloteros trabajaban, las moscardas
revoloteaban y zumbaban y al llegar la noche toda aquella hierba procesada por
el trabajo del estómago de las vacas habría desaparecido, volando o rodando,
para alimentar a las moscas, a los escarabajos, o a la tierra nueva. Salvo que volviera
a llover mucho, en cuyo caso los golpes de la lluvia lo esparcirían todo.
Sin embargo, no había señales de lluvia. El
cielo exhibía el lento azul claro de las mañanas africanas después de una noche
de tormenta. Mis dos escarabajos contaban con la ayuda del cielo. Tenían todo
el día por delante.
Según los libros, los escarabajos peloteros
forman una pelota de excremento, depositan en ella sus huevos, buscan una
cuesta leve, ruedan la bola por ella y luego la dejan caer desde allí, para que
al rodar “la bolita se vuelva compacta”.
¿Por qué ha de ser compacta la bolita? Se
supone que es para que los ataques del sol y de la lluvia no la partan en
pedazos. ¿Para qué sirve toda esa complicación de rodar arriba y abajo?
En fin, no nos corresponde criticar los
procesos de la naturaleza, así que me senté en el saledizo de roca para mirar a
los escarabajos, que se acercaban rodando su bola. La alcanzaron tras unos
minutos de trabajo y se instalaron a sus pies; los escarabajos y la bola. La
inercia los llevó unos pocos centímetros cuesta arriba, pero resbalaron y tanto
la bola como los escarabajos cayeron a la parte baja de nuevo.
Me bajé de la roca y me senté detrás de ellos
en la hierba para contemplar el ascenso desde su mismo punto de vista.
La roca mediría algo más de un metro de largo
y casi un metro de alto. Era un saledizo de granito, con los perfiles limados
por la lluvia y el viento. Los escarabajos, aferrando la bola con el vientre y
las patas, veían ante sí una montaña salvaje cuyas faldas parecían una invitación
al ascenso. Rodaron la pelota, que ahora estaba ya rebozada de tierra, hasta un
pequeño remonte bajo las colinas y empezaron a subir, esta vez con mucho
cuidado, de remonte en remonte, de un liquen incrustado al siguiente. Un
escarabajo encima, y el otro debajo, subían con mimo la pelota. Pronto llegaron
a la obstrucción que los había derrotado en el ascenso anterior: una hinchazón
repentina en la pared de la montaña. Esta vez, uno de ellos permaneció debajo
de la pelota, sosteniéndola con sus patas traseras, mientras el otro se
desplazaba de lado para buscar un camino más fácil. Regresó, agarró la bola con
sus patas traseras y los dos reanudaron su avance dificultoso, arrastrándose de
lado para rodear aquel bulto por un pequeño valle que llevaba a la segunda gran
etapa del ascenso, o eso parecía. Aquel valle era una trampa, pues lo recorría
una grieta. La montaña estaba hendida. El calor y el frío la habían partido
hasta la base y la estrecha grieta descendía hacia un lago montañoso lleno de
pura agua caliente, sobre un lecho de hojas y hierbas llevadas allí por el
viento. La pelota de bosta resbaló por el borde de la grieta, se metió en el
golfo y rodó suavemente hasta el lago, en cuya orilla la sujetó un pequeño
brote de liquen. Los escarabajos echaron a correr tras ella. Uno de ellos,
lanzando tijeretazos desesperados desde una balsa de juncos en la orilla, evitó
que la bola se hundiera en las profundidades del lago. El otro, agarrándose
fuertemente con las patas delanteras a un espeso lecho de semillas en la
orilla, asió la bola con las traseras y entre los dos arrastraron y empujaron
la preciosa boñiga para sacarla del agua y llevarla de nuevo al valle. Sin
embargo, ahora las paredes de la montaña se alzaban a ambos lados y la bola
quedaba atrapada entre ellas. Los escarabajos se quedaron quietos un momento.
La bola se había desprendido de la tierra y estaba suave y resbalosa.
Lo debatieron. De nuevo uno permaneció en
guardia mientras el otro exploraba y regresaba para anunciar que si rodaban la bola
por el fondo de la hendidura, llegaría un punto en que ésta se estrechara y,
sirviéndose de sus patas, hombros y espaldas, podrían subirla por la grieta
hasta más arriba en la montaña, donde, tras cruzar otro recodo peligroso,
alcanzarían una cuesta cubierta de hierbas que llevaba a la cumbre. Lo
intentaron. Sin embargo, al llegar al recodo peligroso ocurrió un desastre. La
bola, resbalosa por el agua del lago, se les escapó y cayó montaña abajo hasta
la base, al mismo punto en que habían comenzado una hora antes. Los dos
escarabajos se lanzaron tras ella y de nuevo emprendieron el lento y
dificultoso ascenso. Una vez más la bola cayó por la hendidura, rodó hasta el
lago, la volvieron a rescatar y, con enorme gasto de medios y de paciencia, la
subieron otra vez por el valle, volvieron a intentar pasarla rodando por el
recodo y una vez más cayó al pie de la montaña y saltaron tras ella.
“El escarabajo pelotero, Scarabaeus o Aleuchus
sacer, deposita sus huevos en una pelota de bosta,
luego escoge una suave pendiente y compacta la bola rodándola hacia arriba,
caminando marcha atrás sobre las patas traseras, y dejándola caer para llegar
finalmente al lugar de depósito.”
Seguí sentada en la hierba baja y cálida,
sintiendo el sol primero en la espalda, luego fuerte en los hombros y después
directamente en la cabeza. El aire ya estaba seco, toda la humedad de la noche
se había desvanecido. El cielo estaba cubierto de nubes bajas. Incluso el
charquito de la roca se estaba evaporando. Encima, el vapor temblaba en el
aire. Cuando los escarabajos perdieron su pelota por tercera vez en el lago de
la montaña ya no era un lago, sino una marisma esponjosa, y sacarla de allí ya
no implicaba peligro ni dificultad alguna. Ahora la bola estaba pegajosa, había
perdido su forma y tenía trocitos de hojas y de hierba incrustados.
Al cuarto intento, cuando la bola rodó de
nuevo al punto de partida y los escarabajos se lanzaron tras ella, ya había
pasado el mediodía, me dolía la cabeza por el calor y cogí una hoja larga, la
deslicé por debajo de la pelota de bosta y de los escarabajos, lo levanté todo
y lo aparté a un lado, lejos de la imposible y destructiva montaña.
Sin embargo, cuando quité la hoja,
descansaron un momento en aquel nuevo territorio, exploraron hacia uno y otro
lado entre los tallos de hierba, se ubicaron y de inmediato echaron a rodar su
bola hacia el pie de la montaña, donde se prepararon para un nuevo ascenso.
Mientras tanto, los demás escarabajos y las
moscas habían deshecho las bostas de vaca de la hierba. No quedaban más que
algunos fragmentos grasientos y unas manchas marrones polvorientas entre los
tallos. Cesó el zumbido de las moscas. El calor acalló a los pichones. A lo
lejos retumbaban los truenos y de vez en cuando sonaba el chirrido de un tren
en la estación, o los bufidos y repiqueteos de los motores que iban y venían.
Los escarabajos subieron de nuevo la pelota
por el barranco y esta vez no echó a rodar hacia una marisma, sino hacia un
lecho húmedo de hojas. Se quedaron allí descansando un poco entre el vapor del
calor.
Sagrados escarabajos éstos, sagrados
escarabajos de Egipto, sosteniendo el símbolo del sol entre sus estúpidos y
ajetreados pies. Atareados, tontos escarabajos, subiendo con mimo su bola de
bosta una y otra vez por la montaña, cuando una marcha de apenas unos pocos
minutos hubiera bastado para rodearla.
De nuevo los levanté, escarabajos y pelota a
la vez, los alejé del precipicio para dejarlos en un claro donde pudieran
escoger entre una docena de oportunas pendientes leves, pero rodaron pacientemente
la pelota hasta el pie de la montaña.
“Se escoge la pendiente —dice el libro— en
función de un hermoso instinto para que la pelota se detenga en un lugar
adecuado para la crianza de la nueva generación de insectos sagrados.”
El sol había abandonado ya su posición del
mediodía y me lucía en la cara. Sudaba a mares. El aire vibraba de calor. El
cielo por el que se iba a poner el sol estaba cubierto hasta arriba de nubes
oscuras. Aquellos escarabajos tenían que apresurarse si no querían terminar ahogados.
Siguieron rodando su bosta montaña arriba,
rescatándola del lecho seco del lago y abriéndose camino hasta el recodo, ya
seco. Se les caía y saltaban tras ella. Una vez y otra, y otra, y otra,
mientras la pelota se convertía en una andrajosa estructura seca de hierba
fragmentada, con grumos de bosta. Pasó la tarde. El sol ya estaba bajo. Apenas
alcanzaba a ver a los escarabajos y la pelota por el fulgor de un grupo de
nubes negras cuyos bordes se teñían de rojo por el sol, que se iba poniendo
tras ellas. Los chorros de luz descendían y los escarabajos negros y su pelota
de bosta, en la ladera de la montaña, parecían disolverse en una luz
chisporroteante.
Llovía en las colinas lejanas. El tamborileo
de la lluvia y el rodar de truenos se acercaba. Veía las temblorosas lanzas del
ejército de la lluvia pasar apenas medio kilómetro más allá, detrás de las
rocas. Cayeron a mi lado unas pocas gotas grandes y brillantes, y sisearon al
contacto con la arena quemada y con la abrasadora ladera de la montaña. Los
escarabajos seguían trabajando.
El sol se puso tras las piedras apiladas y
entonces el claro quedó sumido en una luz fría y gastada, rodeado por los
árboles negros y las piedras negras, esperando la lluvia y la noche. Los
escarabajos estaban de nuevo en la montaña. Sostenían la pelota entre las
patas, se agarraban a los líquenes, se asían a la pared de la roca y a su
tesoro con la desesperación propia de la estupidez.
Cuando desapareció aquel brillo rojizo,
pudieron ver con más claridad. Resultaba difícil imaginar el planeta perfecto y
brillante que había sido la pelota; ya no era más que un pedazo de deshechos.
Resonó un trueno. La hierba silbó y se cimbreó, movida por una ráfaga que llegó
veloz del cielo. El viento golpeó la pelota de bosta, que cayó a un lado sobre
un trozo de hierba polvorienta, y los escarabajos salieron disparados en su
busca por la superficie de la roca.
La lluvia desfiló hacia nosotros y llegó a
las piedras con su envoltura de humedad. Las grandes gotas brillantes,
avanzadilla del ejército de la lluvia, alcanzaron a los escarabajos que se
habían escondido bajo el precipicio por el que, al día siguiente, cuando
hubiera cesado de llover y llegara el ganado a pastar y saliera el sol, se
pondrían a trabajar de nuevo y tendrían una pelota de bosta fresca.
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