Doris Lessing
(Kermanshah, Irán, 1919 - Londres, Inglaterra, 2013)


Un año en Regent’s Park (1972)
(“A Year in Regent’s Park”)
The Story of a Non-Marrying Man and Other Stories
(Londres: Jonathan Cape, 1972, 318 poágs.);
The Temptation of Jack Orkney and Other Stories
(Nueva York: Knopf, 1972, 308 págs.)



      El año pasado resultó fuera de lo común desde el principio; como cualquier otro. Pero ¿cuál es el principio? ¿Enero? Enero es un mes de tránsito, en medio del frío, la nieve y la oscuridad. De la oscuridad por encima de todo. Nada empieza en enero salvo el nuevo calendario, que nos dice que ya se ha iniciado el deslizamiento de nuestra región de la tierra hacia la larga luz del verano, circunstancia que estimula a las plantas y modifica sus respuestas. Prefiero situar el inicio en otoño, cuando me encontré en posesión —lo digo así porque otra persona lo posee ahora— de un jardín salvaje, muy largo y estrecho, entre apacibles muros de ladrillo. Había un viejo peral en el centro, y hacia el fondo una fronda de árboles recién brotados: sicómoros, un saúco, un fresno. Este tesoro de espacio estaba a veinte minutos andando desde Marble Arch, junto a un canal. Había que preparar el jardín para plantarlo. Tuve la suerte de encontrar a un muchacho que había venido del campo para probar fortuna en Londres y que odiaba cualquier tipo de trabajo imaginable salvo cavar. Había elegido vivir en media habitación en la que puso mantas por cortinas, cuyo suelo alfombró con periódicos y luego con esteras, y cuyas paredes empapeló con sus poemas y dibujos. Formaba parte, por supuesto, de la vieja tradición romántica del joven de espíritu aventurero que desafía a la gran ciudad, pero él se veía a sí mismo y al mundo como recién incubados, digamos que desde un año atrás, cuando cumplió los veinte y descubrió que era libre y probablemente un hippy. Vivía a base de judías con tomate y amistad, y cuando necesitaba dinero cavaba los jardines de los demás. Juntos allanamos el montículo más elevado de ese jardín en potencia, formado en su totalidad por cascotes, escombros, latas, botellas y trozos de vidrio. Debajo se encontraba la arcilla londinense. Una sustancia de la que habréis oído hablar bastante; a decir verdad, la historia de Londres parece hecha de esta arcilla. Pero cuando hay que enfrentarse a toneladas de esa materia, con una profundidad de varios metros, pesada, húmeda, impermeable, sin una sola lombriz o raíz en su interior —tan falta de aire y sin trabajar—, uno se pregunta cómo pudo Londres algún día ser todo jardín y bosque. No podía creer a mi libro de jardinería, que afirmaba que la arcilla es el suelo más adecuado para las plantas. Sabed que el chico del campo y yo hicimos figuras con aquella materia, y lamentamos que ninguno de los dos fuera escultor; pero no era aquello lo que iba a convertir la arcilla en tierra apta para el trabajo. Finalmente trazamos parterres y removimos la arcilla en grandes terrones, sin arrancar los hierbajos ni el césped. El lugar parecía una parcela de siembra antes de que llegaran los cultivadores. Pero ya antes de las primeras heladas, la tierra que había entre las piedras de cantos agudos mostraba el inicio de un maridaje entre el césped en descomposición y los fragmentos de arcilla. Había llovido. Estaba lloviendo. Como suele suceder en Londres, llovía. Al inspeccionar los terrones, tan pesados que solo podía levantar uno cada vez, descubrí que los bordes ásperos se habían ablandado un poco, pero no se rompían si los arrojaba al suelo ni al golpearlos con una pala. Parecían eternos. Había una escalera para subir desde el nivel subterráneo —el piso era un sótano— y al alcanzar con los ojos la altura de la superficie del jardín, aquello parecía una película de la Primera Guerra Mundial: zanjas inundadas, marañas húmedas de hojas caídas, terrones gigantescos, hierbajos podridos, troncos desnudos y ramas goteando. Todas y cada una de las cosas estaban mojadas, desnudas, crudas.
       Corría el mes de diciembre. Para Navidad, después de varias heladas fuertes, fui a ver cómo iban las cosas. Le di una patada a uno de los terrones y se hizo añicos. El muchacho del campo, que no era un granjero, sino un chico de pueblo, que tampoco se había creído lo que decía el libro e insistía en que el jardín necesitaba una excavadora, acudió al recibir mi llamada telefónica, y en una hora del más delicado trabajo con una azada transformó aquel escenario revuelto en áreas definidas de cultivo mezcladas con césped muerto. En realidad no muerto, claro, sino dispuesto a volver a la vida con la primavera. Ahora teníamos fe en el libro y sacamos las raíces a la luz para que el hielo las matara. Así ocurrió. Cada troncho y cada raigón se llenó de humedad, se dilató con las heladas y reventó como una cañería bajo un frío severo. Mucho antes de la primavera la tierra yacía quebrada y domesticada, y todo el trabajo verdaderamente duro no lo habían hecho la pala ni la azada, ni siquiera las lombrices, sino el hielo. El caso es que conozco África, o una parte de ella, y allí nunca se puede olvidar el poder del sol, el viento y la lluvia. Pero en la mucho más suave Inglaterra uno se olvida, como si el sol sesgado y septentrional tuviera menos poder que el sol del mediodía, como si la naturaleza fuera menos drástica en su obrar. Esto se puede olvidar hasta ver cómo, en unas pocas semanas, la atmósfera se somete y doblega a un fragmento de vida salvaje de veinte por cinco metros.
       Llovió en enero y no escampó ni un momento en febrero. Cuando sacaba el pie desde peldaños que subían del sótano, me hundía en el barro hasta los tobillos. La luz se veía oprimida en el ambiente frío, pero era lo bastante fuerte para hacer brotar las campanillas de invierno. Anduve por Regent’s Park, por sendas delimitadas por ramas de un negro reluciente, hinchándose, a punto de estallar; las formas de la primavera, promesa del año próximo, quedan a la vista desde el momento en que las hojas comienzan a caer. El parque entero era agua gris, hierba empapada y árboles negros, y a las aves acuáticas no les quedaba más remedio que disputarse migajas y cortezas con las gaviotas que se habían refugiado tierra adentro, huyendo de un mar tempestuoso. En marzo llovió y todo estaba mortecino. Por regla general, ese mes no solo las campanillas y el azafrán asoman entre la nieve y el cieno; y los senderos ya están repletos de gente que ventea la primavera. Pero aquel fue un mal mes. Mi nuevo jardín concitaba observaciones irrisorias de amigos que no eran jardineros y que no sabían lo que un mes de calor puede hacer a las zanjas llenas de agua, las tapias desnudas y la tierra empapada. Abril no estaba haciendo nada de lo que el poeta quiso dar a entender cuando dijo: “Oh, estar en Inglaterra”; sin duda se habría vuelto de inmediato a su amada Italia. Abril no fue el inicio de la primavera, sino la prolongación del invierno. Fue un mes húmedo, húmedo, húmedo y frío, y así un día tras otro. Y en el parque, por donde andaba a diario, solo las tardes que se alargaban hablaban de la primavera, pues, a pesar de que había azafranes por todas partes, los capullos y las yemas parecían congelados en las matas y los árboles. Aquel invierno no iba a acabar nunca. No sé cómo lo soportan en los países septentrionales, como Suecia o Rusia. Cuando el invierno se alarga tanto es como estar encerrado en un témpano de hielo.
       Y además fue muy húmedo. Era imposible dar un solo paso fuera de los senderos sin chapotear. Notabas que no quedaba ni una partícula de aire en semejante esponja. Había demasiada agua por todas partes, toneladas suspendidas en el aire, por encima de nuestras cabezas, toneladas que se precipitaban sobre nosotros cada día, lagos enteros bajo nuestros pies.
       De pronto aparecieron unos cuantos días de verano. No, de primavera no. El año pasado no tuvo primavera. En ningún otro país que yo conozca es posible que las cosas cambien tan deprisa. Y cuando un estado de cosas se mantiene, el que acaba de quedar atrás parece imposible de concebir. En el jardín, del que emanaban verdaderos baños de vapor que ascendían hacia nubes que habían cobrado una apariencia veraniega, florecían las campánulas, los jacintos, los azafranes y los narcisos, y si revolvías la tierra podías comprobar que las lombrices se habían puesto manos a la obra con gran energía. En el lapso de un solo día se concentraban semanas enteras de crecimiento. La naturaleza hizo horas extras para recuperar el tiempo perdido. Y si las cosas hubieran seguido así, nos habríamos visto precipitados de pronto al pleno verano, con las flores primaverales y las yemas de los frutales creciendo a toda velocidad, como en una filmación a cámara rápida. Pero no fue así: de repente nos encontramos en una sequía fría que duró semanas. Una sequía fría y sin sol, un frío seco, y en algunas ocasiones un sol frío y retraído. En el jardín, el agua se filtraba rápidamente en la tierra recién removida y suelta, y se podía andar sin problemas por la arcilla. El peral se perfiló de capullos pero no floreció. Los árboles que estaban en el fondo del jardín tenían vislumbres de verde, pero era como la mancha de moho en un suelo que se ha mojado una y otra vez. Cuando volví una paletada de tierra, las lombrices estaban perezosas. Los pájaros, mientras esquivaban a un sinnúmero de gatos, arrancaban cada nuevo brote de hierba que aparecía, y rebanaban los azafranes con el pico. En el parque, las ramas negras tenían adornos de hojas, pero al andar por la orilla de los lagos podía verse a patas y gansas incubando sus huevos en islas sin hojas. Los inquilinos de las aguas seguían siendo aves adultas que convergían hacia sus proveedores de las orillas y se posaban en los bancales con los picos de colores abiertos, silbando y reclamando. Pronto rodarían de las islitas nidos y nidos de crías, que apren de rían de sus padres a reproducir los movimientos bruscos en los bancales con la expectativa de hacerse con algo de pan. Pero todavía no. Y los capullos aún no se habían abierto. Todo estaba como en estado de prueba en la no primavera del año pasado, en la que primero llovió sin sol y luego hubo una sequía sostenida durante semanas. Aunque sabíamos que la primavera tenía que haber llegado ya, tenía que estar aquí. La avenida de castaños fue desplegando lentamente un verde chillón desde las puntas de cada rígida ramita. Las candelillas colgaban de las ramas, tímidas de reventar en hojas. Los rosales se habían podado casi a ras de suelo, pero demasiado tarde. La fina cabellera que pendía de las ramas de sauce se derramaba sobre las aguas con un color verde amarillento en lugar del invernal gris amarillento. Y por todas partes, en el espino y el cerezo, en el ciruelo y el grosellero y la mojera y el manzano, los capullos de la floración del año se atrofiaron entre las yemas de las hojas. Los jardineros del parque, inclinados, sudaban la gota gorda sobre los arriates, que tenían un aspecto polvoriento y frío, mientras el césped se veía ralo y dejaba asomar la tierra, tal como sucede a menudo a finales del verano después de la sequía, pero con muy poca frecuencia en fechas tan tempranas. La luz del atardecer casi había alcanzado la duración de pleno verano; del mismo modo que la primavera espera alineada en las yemas negras de las ramas desnudas de noviembre, las tardes crecientes de abril, mayo y junio esparcen la luz del verano por todas partes aun cuando la tierra siga estando atenazada por el frío, y uno trata de aferrarse al verano antes de que haya empezado, señalando el día de San Juan como el giro hacia la oscuridad del invierno antes de que este, gracias al calor, se haya desprendido del suelo. La tierra se inclina hacia delante, completamente bañada por la luz, luz que incita al capullo, a la hoja, a la hierba, luz que apremia el crecimiento incluso más que el calor. Las avenidas se llenan de paseantes hasta las nueve y hasta más tarde; los teatros están abiertos; los movimientos en los patios de juegos infantiles no cesan nunca. Las miríadas de expertos jardineros ingleses visitan las rosaledas para compararlas con los pobladores de sus propios jardines. Pero el año pasado resultó que el frío todavía retenía a las rosas, atenazando sus venas y arterias, confiriendo a los vástagos largos y rojizos el aspecto enjuto de un anémico. Y así siguieron y siguieron las cosas con el frío seco, tal como antes el invierno húmedo se había prolongado más allá de lo habitual, confiriendo al parque el aspecto de una esponja que nunca fuera a secarse.
       Y entonces, cuando el año se hubo tragado entera a la primavera, llegaron a la vez el sol y la lluvia, y de golpe todo el parque estalló en flores, y lo mismo el peral de mi jardín y el codeso del otro lado de la tapia.
       Es cierto que cada año tiene una semana que es la esencia de la primavera, en la que todo es violento: crecimiento, floración y fragancia, tal como hay una semana que es la quintaesencia del otoño, con el aire repleto de hojas volanderas de colores.
       Pero el año pasado incluso los árboles cuya floración suele darse en épocas distintas florecieron a la vez: cerezos, groselleros, espinos, lilas y rosas de Damasco estaban en flor al mismo tiempo que jacintos, tulipanes y alhelíes, y había tantas clases distintas de flores que parecía que hubiese centenares de especies de árboles y arbustos florales en lugar de un par de decenas. Paseábamos por un césped nuevo bajo árboles cargados de flores rosa, marfil, blanco verdoso; caminábamos a la orilla de lagos en los que verdaderas multitudes de patitos y ansarinos nadaban junto a sus padres, pelotitas diminutas, como vilanos, sacudiéndose violentamente con cada golpe de oleaje, amenazados por los remos de las barcas que la primavera había lanzado a las aguas. Era plena primavera y pleno verano al mismo tiempo, con nubes que pasaban rápidas, otras retozonas, otras cargadas de lluvia; los enamorados estaban por todas partes sobre el césped, toqueteándose y embelesándose, mientras las ardillas brincaban como gatitos detrás de ovillos de hilo, arriba y abajo por los troncos de los castaños, que habían alcanzado con retraso su aspecto propiamente veraniego, pirámides verdes con candelillas rosa y blancas. Las ardillas estaban tan rollizas como gatos caseros, cebadas por el contenido de las papeleras y por los regalos de sus amigos. De las calles que rodeaban el parque, y de mucho más lejos, llegaba gente con pan, galletas, tartas, todos con un aspecto de placer privado y sonriente. Una mujer que traía una mochila llena de comida, en lugar de las habituales rebanadas de pan duro o los pedazos de tarta reseca, me confió, mientras se veía rodeada de centenares de palomas, gorriones, ocas, patos, cisnes y tordos, que sus hijos ya eran mayores y se habían ido de casa, y que tanto su marido como ella eran frugales en las comidas. Pero tantos años de cocinar para adolescentes voraces y poco exigentes, así como para sus amigos, la habían acostumbrado a un ritmo determinado de compra y abastecimiento. Se encontró entonces con que encargaba mucha más comida de la que una pareja mayor podría comer jamás; reprimió el instinto de crear platos nuevos y maravillosos. Y finalmente halló la solución. Cada vez que sentía la necesidad de dar una cena para doce personas o una fiesta informal para cincuenta, llenaba una bolsa con provisiones y tomaba un autobús a Regent’s Park. Allí, a orillas de las aguas engalanadas con aves, se dedicaba a darles de comer hasta que los víveres desaparecían y su necesidad de alimentar a otros seres se veía satisfecha. Después de haberla seguido, nadando o volando, hasta los bancales próximos, y haberse cerciorado de que no tenía más comida, las aves volvían su atención al siguiente abastecedor, o flotaban y se mecían nadando en círculos, para admiración de los humanos que en la orilla se sentían impulsados a exclamar: “Ojalá fuera un pato en un día tan caluroso como este y pudiera nadar en esas aguas tan frescas”. Al mismo tiempo, es bastante razonable pensar que esa multitud de aves acuáticas debía de murmurar: “Ojalá fuese un humano de piel desnuda en la que sentir el soplo del viento y el tacto del agua, y no un pájaro revestido de plumas con solo unas pobres patas para sentir el aire o el agua…”. De todas formas, esas aves tienen sin duda una inmejorable conciencia de sí mismas, de su función, del lugar que ocupan. Acostumbrada a verlas en el agua, o pulcramente acurrucadas dormitando en el césped de las márgenes de los lagos, imaginé que aquel era el lugar en el que siempre estaban. Pero me equivocaba, según descubrí una mañana en que me levanté a las cinco con la idea de disponer del parque para mí sola; o al menos eso creí. Cuando llegué ya había cinco o seis personas allí, paseando, hablando o por lo menos reconociéndose entre sí y mostrando la camaradería de quienes se creen fuera de lo común. Al mismo tiempo, los ánsares y los patos estaban por el césped y bajo los árboles, lugares en los que jamás se los veía durante el día. Las patas y las ocas, rodeadas de sus borlitas de color, enseñaban a sus polluelos el mundo de la tierra firme, tan distinto del mundo acuático que ocupaban cuando el parque estaba lleno. Los ánsares grises se habían colocado bajo los ciruelos de Japón. Los cisnes negros estaban debajo de los espinos. Una ardilla se acercó a investigar a un patito desconsoladoramente solo bajo el arco de unas rosas trepadoras. Aún no eran las seis de la mañana, pero daba la impresión de que había habido gran actividad durante horas; tal como quizá había ocurrido, pues ahora las noches eran muy cortas, y apenas oscuras desde el punto de vista de un pájaro, que probablemente no puede señalar la diferencia entre el crepúsculo, el amanecer y la trémula oscuridad de la noche de verano. Cuando la gente todavía dormía o empezaba a arrastrarse fuera de la cama, en el parque, que los pájaros y otros animales tenían entonces más o menos para ellos solos, ocurrían las escenas íntimas más vivaces.
       La fisonomía del parque cambió en cuanto llegaron los jardineros y la gente empezó a cruzarlo camino de la oficina. Las aves acuáticas decidieron retomar sus puestos en los lagos; no hay otra forma de describir el modo en que lo hacen, con las madres llamando a sus polluelos y regresando a través de las sendas hasta la orilla del agua, para dejar el césped, los caminos y los árboles a los humanos. Otra vez estaban las aguas cargadas de patos y ánsares lisos y coloreados, unos dignos y otros tan brillantemente extravagantes como los patos de madera de las jugueterías, pintados y barnizados de forma espectacular. Sucede exactamente del mismo modo en que se vacía el escenario de un teatro repleto de directores escénicos, ayudantes, apuntadores y directores en cuanto el público empieza a entrar en la sala. Por un lado quedaba la parte terrestre del parque, con sus habituales gorriones y palomas, y por otro los lagos, tan repletos que parecía que no hubiera lugar para una sola ave más; aunque no todos los huevos se habían abierto en las islas ahora cubiertas de verdor, y aún había aves empollando con paciencia que serían captadas por los binoculares de los ornitólogos aficionados de Londres. Y día tras día, mientras los primeros huevos que habían eclosionado se convertían en torpes y patosas criaturas que seguían las elegantes colas de sus padres, pájaros recién salidos del cascarón se dispersaban por las aguas.
       En uno de los brazos del lago, atravesado por un puente, una polla de agua incubaba a la vista de todo el mundo. Es una zona de aguas poco profundas. A pocos metros de la orilla, las pollas de agua habían hecho un nido con ramas muertas. Pero en realidad no todas las ramas lo estaban: una había reverdecido y tenía hojas, que formaban una pequeña bandera verde por encima del plumaje blanco y negro de aquella ave, a escasos metros del puente. Se acurrucaba ahí, mirando a la gente que la miraba. Durante todo el día y la mitad de la noche, mientras el parque estaba abierto al público, la gente se paraba a observarla. Hacían algo más que mirar. En el colchón de ramitas que se extendía a su alrededor había pedazos de comida que habían lanzado sus admiradores. Pero esas ofrendas causaban muchos problemas a las pobres fochas, a causa sobre todo de los gorriones, pero en ocasiones también de los tordos y los mirlos, e incluso de los patos y de otras pollas de agua no emparentadas, que iban a hurgar entre las ramitas en busca de alimento. La focha —macho o hembra, al parecer, se turnaban para incubar— tenía que organizar de continuo un griterío estruendoso e irritado para ahuyentarlas. O la pareja que se hallaba en el agua buscando restos de comida para el ave que se había quedado en el nido regresaba armando bulla para alertar a los invasores; pero aun así los gorriones seguían lanzándose a pillar lo que podían, escabulléndose luego a toda prisa. Hasta los grandes cisnes describían círculos alrededor, y las pequeñas fochas parecían miniaturas al lado de aquellos gigantes blancos. La gente arrojaba cosas mucho peores que pan. La parte del lago que quedaba debajo del puente, la zona que la rodeaba, estaba llena de latas, de pelotas de papel, de bolas de plástico; y todos esos desperdicios, que se agitaban y se hundían en el agua, después de unos cuantos días de verano intenso ya empezaron a apestar. El verano había llegado sin duda y el parque hervía de gente, la hierba y las sendas estaban casi siempre llenas de restos y el agua olía peor cada día. Sobre todo en la zona de las fochas. Ese nido tiene que haber sido el de mayor exposición pública en la historia universal de las fochas. Una vez hubieron escogido el lugar construyeron el nido, y a continuación se dedicaron a la tarea de empollar los huevos, hasta que culminaron el proceso. En los últimos días los admiradores rondaban por el puente, para proteger a las aves de posibles vándalos y evitar que se lanzaran las latas contra ellas, y también para captar, si era posible, el momento en que un polluelo se hiciera al agua. Estoy segura de que algunos lo vieron, porque la atención que se les prestaba era constante. Yo me lo perdí, pero una tarde calurosa, con el puente más lleno que de costumbre, vi a un minúsculo polluelo de color oscuro que flotaba cerca del nido, mientras uno de los padres hacía enérgicos esfuerzos a su lado para conseguir restos de comida. El ave que permanecía sobre el nido se levantó un momento sobre el colchón de ramas para estirar los músculos con un gran bostezo alado, y hubo un vislumbre de blanco: un huevo intacto y algunos cascarones. Había también otro polluelo, poco proclive a emular a su hermano en el agua. El progenitor que estaba nadando llevó bocados viscosos para el del nido. Este, o esta, los tomó a su vez y los introdujo en la boca abierta del polluelo. A la cría que nadaba la alimentaba el padre que nadaba. Era como si este quisiera llevar la expedición acuática del polluelo algo más lejos del nido. Se alejó un poco sin volver la cabeza, según la forma enérgica de proceder propia de las fochas, y luego nadó alrededor para ver si el pequeñín lo había seguido. Pero este se había dado la vuelta hacia el nido, y allí desapareció bajo el ave sentada. La del agua se alejó bastante y luego salió al bancal. En el puente había un grupo de tres: una chica alta y guapa con un joven a cada lado. Habían estado observando a las fochas. Ella dijo: “Ya sé, él se ha largado a ver a su amante y ella tendrá que alimentar sola a los pequeños”. “¿Cómo lo sabes?”, le preguntó uno de los jóvenes. El otro se rió, muy irritado. Y echó a andar. La chica lo siguió con aire inquieto. El joven que había dicho: “¿Cómo lo sabes?” se apresuró a seguirlos.
       Por las tardes las aves hacían turnos en el nido, una nadando y buscando alimento para la otra, y de vez en cuando un polluelo se subía a lo que para él eran los grandes troncos de la plataforma de madera en la que había sido empollado, y al momento se meneaba y agitaba en las olas. La superficie de las aguas de alrededor del nido estaba plagada de toda clase de aves acuáticas, ya fuesen adultas, a medio crecer o recién salidas del cascarón. Entre tanta multitud, el polluelo de focha no era sino un número, precioso únicamente para sus atentos padres.
       Frente a los caprichosos patos y los cisnes negros, con sus picos como sellos de lacre rojo, las fochas resultan unas aves de porte correcto, bien entalladas, blanquinegras. Tienen aspecto de modestia, de responsabilidad, de control. Pero entonces una de ellas sale del agua para unirse a los pájaros que se agolpan en pos de trozos de pan y muestra unas patas sorprendentes, voluminosas, de un verde blancuzco, escamosas, igual que las de un reptil, como si fuesen la herencia de un ancestro, medio pájaro medio lagarto, y hubiesen descendido inalteradas a lo largo de la cadena de la evolución, mientras el resto del animal se transformaba sobre la superficie de las aguas en el diseño práctico y ordenado de la polla acuática; uno tiende a pensar que se trata de un diseño terrestre. Y eso que la focha es ave acuática en mayor medida que los patos o los ánsares. Si se da de comer a un grupo de aves y hay gaviotas volando alrededor, estas se lanzarán en picado y se irán raudas, tras capturar desde el aire pedazos de pan como si fuesen peces saltarines (las gaviotas se llevarán lo que sea si nadie se cuida de las otras aves). Un ánade de buen tamaño tomará con delicadeza las piezas de alimento de tus dedos, como una persona de buenos modales, pero de repente se revolverá para atacar salvajemente con su pico a otro ánade rival; aparte de las gaviotas, son los ánades quienes mejor procuran para sí. Los patos, aparentemente torpes y vacilantes, son rápidos a la hora de capturar los bocados que dejan escapar los ánades. Pero alimentar a las fochas —por las que tengo una debilidad de raíz sentimental— es más complicado que alimentar al cervatillo más tímido del zoo cuando los mayores han decidido que van a quedarse con todo. En primer lugar, las pollas de agua tienen que moverse por el bancal con esas patas desmañadas. Y sus movimientos son más lentos que los de otras aves: todavía están intentando atrapar los pedazos de comida cuando las demás se los han tragado y ya se agolpan para conseguir más. En el agua, en cambio, no hay nada tan rápido ni preciso como ellas.
       Al final, la larga nidada pública de las fochas solo consiguió añadir una cría a la población del parque. Una tarde había dos padres y dos polluelos, muy ocupados y con el nido rodeado de manadas de aves; la tarde siguiente había dos fochas y una sola bola agitada de plumón oscuro.
       Pero el nido siguió allí, con fragmentos de pan enredados entre las ramitas. Y allí se mantuvo todo el verano y el otoño entero, y aunque la verdura de la rama centinela cayó, o bien fue picoteada, el nido y la rama todavía siguen allí, en pleno invierno; quizá la próxima primavera la misma pareja de fochas, o acaso una distinta, criará en él a otra familia, a pesar de la gente maleducada que se detendrá a contemplarlos, y a pesar de sus imprudentes ofrendas y las latas y el plástico y el mal olor. En todo caso, la plataforma de palitos requerirá un acondicionamiento, ya que, apenas abandonada por la familia de fochas, las demás aves la consideraron de lo más apropiada para descansar y juguetear; y la rama reverdecida y tiesa se convirtió en una percha excelente para los gorriones más aventurados. Nunca hubo tantos gorriones como el año pasado: podía marcarse el progresivo aumento de la población mediante el contraste entre el aspecto enhiesto, como de recién pintado, de los pájaros más jóvenes, y el de sus padres, apagados y astrosos. ¿Dónde los habían empollado? Al margen de los nidos de las aves acuáticas, y de otro poco hondo, de fibras, que quedó a la vista cuando el otoño desnudó la avenida de castaños y que había sido trenzado en unas ramas situadas sobre el camino, a una altura no muy superior a la de un hombre alto, de modo que el pájaro que incubó allí, oculto en la fronda de hojas, se halló solo unos centímetros por encima de los paseantes; al margen de estos casos, digo, no vi nido alguno salvo uno a ras de suelo, entre las campanillas, los geranios y las matas de hosta. El pájaro era de un marrón atractivo, y me miraba, no especialmente asustado, mientras yo lo miraba desde el sendero, a un metro de distancia más o menos. Incubaba sus huevos cálidos empujando con la pechuga hacia sus garras abiertas, y durante todo el día contemplaba a posibles enemigos que pasaban y volvían a pasar, y así durante el tiempo que le ocupó traer a sus crías a la luz. Al igual que la focha, había escogido un lugar expuesto a la mirada pública, cerca de un sendero, justo detrás del teatro al aire libre. ¿Sucede acaso —igual que con los zorros que desde la campiña, donde se los caza, envenena y captura con trampas, llegan a las inmediaciones de la ciudad, donde se alimentan de la basura urbana— que algunos pájaros están alcanzando acuerdos con nosotros, con nuestro ruido y nuestro desastre, de un modo que no sabemos ver? ¿Podría ser que incluso nos amaran? Y eso no es algo que ocurra solo con las personas; unos pocos metros más allá del pájaro marrón había un lugar donde dejaban comida para los gatos callejeros. Todo el verano, bajo las rosas de Damasco, hubo platitos con comida vieja y reciente, con leche, con agua, con pedazos de bocadillo y de galletas, y los gatos iban por esa comida y no atacaban nunca al pájaro del nido en tierra (¿se hacía este con parte de la comida cuando no había gatos alrededor?). Es posible que el pájaro aceptara las voces y la música amplificadas del teatro a causa del restaurante, que estaba a unos pocos segundos de vuelo, la distancia adecuada para realizar un rápido acopio de migajas antes de que los huevos tuviesen tiempo de enfriarse. Sin duda hubo otros muchos nidos en el tupido bosquecillo donde está el teatro, y muchos pájaros que consideraron suyo ese pedazo de parque. Y hay que decir que la producción anual de Sueño de una noche de verano, ya sea buena, mala o regular, ofrece siempre momentos maravillosos que no figuran en las indicaciones escénicas: cuando una lechuza ulula por Oberón, o cuando las golondrinas se abaten justo sobre las cabezas de Titania o de Bottom, o cuando la luna se para por encima de los árboles, de modo que el escenario parece pequeño e insignificante, mientras los estorninos giran y se arremolinan en el último vuelo antes de posarse a dormir. Y en todo momento, durante los ensayos y las representaciones, los pájaros construyen, incuban, alimentan a sus polluelos; y el hecho de que escojan esa parte del parque, la más ruidosa, seguramente dice algo sobre el modo en que nos perciben. ¿O acaso no nos ven, no reparan en nosotros, salvo cuando nos asocian a restos de comida? Nada hay más extraño que lo que se ignora, lo que no se ve, lo que no se percibe. Quizá las fochas escogieron aquel emplazamiento, el más público imaginable, porque allí el agua tenía la profundidad correcta, y lo demás no importaba; y no eran conscientes del público del puente excepto como un friso ruidoso que lanzaba pedazos de comida y otros objetos.
       En el parque ocurren, en un abrir y cerrar de ojos, decenas de dramas humanos y animales. En julio, un domingo por la tarde, durante la pertinaz sequía, los arbustos situados bajo la cubierta de árboles se estaban secando, ya que las lluvias caídas no habían sido lo bastante intensas para atravesar las espesas copas de hojas; el parque estaba a rebosar, y autocares enteros de gente llegada de todas partes visitaban el zoo. A la entrada de este había una cola de centenares de metros y, dentro, el ambiente era más propio de una feria. En la parte oeste del zoo hay una senda que discurre a la sombra de los árboles. Un bancal emerge abruptamente entre los campos que se usan para jugar al fútbol y al críquet. Dado que era verano, y domingo, el deporte correspondiente era el críquet, y cuatro partidos distintos se desarrollaban a la vez, cada uno con su círculo de reservas, amigos, mujeres, niños y espectadores ocasionales. Este mundo, el mundo del críquet de los domingos, se centraba absolutamente en sí mismo, de modo que cada grupo ignoraba la existencia de los otros tres. En los suaves taludes bajo los árboles retozaban, enlazados, los enamorados. Al fondo, donde las Mappin Terraces, dormían cuatro jóvenes. Eran turistas alemanes, o quizá escandinavos. Los cuatro llevaban el pelo largo; las dos chicas, vestidos largos, y los jóvenes, ante con flecos. Tenían sendas mochilas y guitarras. Lo más probable era que se hubiesen pasado la noche entera charlando, cantando y bailando, o quizá no tenían dinero suficiente para pagar una habitación. Dormían emparejados y abrazados, sin moverse. Es muy posible que no llegaran a saber jamás que muy cerca de ellos se había estado jugando al críquet de forma entusiasta, y que mientras dormían el zoo se llenó y se vació de nuevo. Desde el repecho en el que estaban podía verse cómodamente el interior del zoo infantil y había buenas vistas del recinto de los elefantes. También podían verse las cabras y los osos de las terrazas. Algunas personas que se habían dado por vencidas ante la dificultad de entrar en el zoo se habían sentado en los repechones junto a los cuatro durmientes, hablando sin parar y sin preocuparse por no hacer ruido, y contemplaban a los elefantes mientras estos, pobres animales, se movían por el espacio rodeado de un foso en el que tenían que vivir. Llegó una mujer con una bolsa de plástico, se sentó en un banco, dando la espalda a los amantes y a los jóvenes durmientes, y empezó a alimentar a gorriones y palomas, frunciendo el entrecejo ante el esfuerzo de concentración que le suponía lograr que los pobres gorriones (que eran tan pequeños) obtuvieran tanta comida como las (poco deportivas) palomas, mucho más grandes. Y en el zoo infantil, una niña pequeña se aferró a un burro no mucho mayor que ella y gritó desconsolada: “¡Se está mojando! ¡El burro se está mojando!”. Y era cierto, y hubo una pequeña muestra de la lluvia tanto tiempo anhelada. Tampoco mucho. Un breve chaparrón que salpicaba. Nadie dejó de hacer nada de lo que hacía: los jugadores de críquet siguieron jugando, la mujer se mantuvo ceñuda y protestando ante la desigualdad de la naturaleza, los enamorados siguieron amándose, los cuatro durmientes apenas se dieron la vuelta, pero un grupo de jóvenes que pasaba se acercó sigilosamente y cubrió las guitarras con las largas faldas de las chicas. Y la niña pequeña lloraba por el pobre burrito que se estaba mojando, pero a él aquello no parecía disgustarle, pues coceaba y rebuznaba. ¿Dónde estaba la madre de la pequeña? ¿Dónde estaba su padre? Estaba sola con su burro y con su aflicción. Y aquella lluvia arreció y cesó, sin haber hecho bien ni mal a nadie. Fue semanas antes de que las primeras lluvias de verdad llegaran y salvaran el césped pardo y gastado; semanas antes de ese momento de pleno verano en que ya ni el jardinero tenía nada que hacer y de nuevo los días se acortaban rápidamente, de nuevo el mismo número de horas que en la muy olvidada no primavera anterior. Pero ese es un momento cuya significación y calidad está más allá de la lozanía, lo ponderoso, la plenitud, la multiplicidad. Todos los árboles están henchidos y desordenados por la abundancia de hojas. Se inclinan, se recuestan, llegan hasta el suelo. Las ramas de los sauces se colgaban, demasiado largas, hasta las aguas, y era como si alguien se hubiese molestado en pasar por entre ellos en una barca, con unas tijeras de jardinero, para cortar la fronda hasta una determinada altura, como el cabello humano cortado a la taza. Los patos y ánsares que han picoteado pedacitos de hoja de forma delicada y lánguida, flotando a través de las cortinas verdes de los sauces, ahora patalean en el agua y se afanan en levantarse con ayuda de sus alas para agarrar bocados enteros. ¿Son ellas, las aves, las que se han comido las ramas bajas hasta una altura exacta por todos lados? Hay tantísimas en estos momentos. Los polluelos han crecido, dondequiera que se mire hay manadas de ánades, bandadas de patos, grandes cisnes, pollas de agua. ¿Puede el parque alimentar a tantas? ¿Qué les va a ocurrir? ¿Serán reasignadas a otros parques con menor población avícola estas aves condicionadas desde su salida del cascarón a considerar a todo ser humano como un depósito de pan en movimiento? Por ahora, los botes de remos y las barcas de vela tienen que maniobrar a través de auténticas muchedumbres de aves acuáticas; los gorriones forman en bandadas; las rosas pululan y se concentran en macizos; todo está al máximo de su provisión, de su exuberancia. El eje del parque no es ahora la avenida de castaños ni el reborde de césped, tan inglés, sino el largo paseo de estilo italiano con la fuente y los enormes álamos en un extremo y las puertas negras y doradas en el otro, con rosas perfilándolas a lo largo de todo el camino. Es esta una avenida veraniega que pide cielos de un azul intenso y calor, del mismo modo que la avenida de castaños y los espinos, ciruelos, cerezos y groselleros son tanto para el verano como para el otoño.
       Los jardineros del verano son casi todos jovenzuelos que trabajan con el torso desnudo y descalzos. Se refrescan dejándose mojar por el agua vaporizada de la fuente que se lleva el viento. Dicen que los hippies han decidido que ese trabajo, la jardinería veraniega, es bueno para ellos, para nosotros, para toda la sociedad. Una tarde pude oír a una chica que trabajaba como jardinera compartir con otra los siguientes sentimientos:
       —Aquí no hay colgados y puedes dedicarte a tus asuntos, pero tienes que arrastrar tu propia carga; es bastante justo.
       La relación que se establece entre los jardineros aficionados veraniegos y los visitantes del parque es distinta de la que se da entre estos y los jardineros habituales, que se sienten en mayor medida propietarios del lugar. Recuerdo una conversación con uno de ellos, hace varias primaveras, en una ocasión en que había nevado, luego había salido el sol y unos amigos me habían llamado diciéndome que los azafranes estaban particularmente espléndidos. Fui al parque y pude comprobar que los nuevos azafranes, de color blanco, púrpura, oro, brotaban por doquier en la nieve. Cada arriate se había protegido cuidadosamente con una red de algodón negro para impedir que los pájaros se los comieran. Me incliné para ver cómo era la red —un trabajo mañoso y exasperante, sin duda— y entonces reparé en que un jardinero uniformado había emergido de su garita de vigilancia y estaba plantado a mi lado.
       —¿Puedo preguntarle qué está haciendo?
       —Contemplo sus azafranes.
       —No son mis azafranes. Son propiedad pública.
       —Ah, estupendo.
       —Y me pagan por vigilarlos.
       —¿Me está diciendo que está en esa garita de madera, sin calefacción, con semejante frío y esta nieve, tan solo para vigilar los azafranes?
       —No sería un mal modo de expresarlo.
       —Entonces, ¿el algodón no sirve de nada?
       —El algodón es efectivo contra los pájaros ladrones. Pero luego están los ladrones humanos.
       —¡Puedo asegurarle que no pretendía comerme sus azafranes!
       —Me limito a cumplir con mi trabajo.
       —¿Su trabajo es ser guardián del azafrán?
       —Así es, señora: siempre lo he sido, y ya lo fue mi padre antes que yo. Desde chiquillo sabía el trabajo que quería hacer, y es lo que he hecho siempre desde entonces.
       Algo así no habría ocurrido con los jovenzuelos, que son mucho menos suspicaces y entienden bastante bien hasta qué punto los ciudadanos respetables pueden sentir envidia de su trabajo.
       El incidente que referiré a continuación ocurrió cuando los geranios habían florecido ya una vez y había que revolverlos y limpiarlos para provocar una segunda floración. Había bancos enteros de geranios tapados por flores muertas. Resistí la tentación de cruzar la verja y expurgarlos, pero hubo quien no pudo resistirse. Con aire de culpa pero desafiante, un hombre mayor se agachaba sobre los geranios, trabajando duro. Apoyado en su pala, contemplándolo, había un jardinero de verano, un joven de pelo largo, descalzo y con el pecho al descubierto.
       —¿Por qué lo hace? —me dijo.
       —No puede permanecer impasible ante la idea de que no haya una segunda floración, dije. Puedo entenderlo: yo he arrancado las flores muertas de todos los geranios de mi jardín.
       —Lo único que he podido recoger son hierbas en una olla.
       El hombre mayor, que nos veía mirarlo, hablar de él, probablemente notificar su crimen, parecía más culpable que nunca. Pero prosiguió con furia su tarea. Era un hombre de principios que desafiaba a la sociedad por sentido del deber.
       Con idéntico impulso, el jardinero y yo nos separamos y partimos en direcciones opuestas; no éramos capaces de seguir provocándole semejante éxtasis de determinación moral.
       Pero aquel hombre, por supuesto, estaba en lo cierto. Cuando los otros bancales de geranios se habían vuelto marrones y sin flor, el que él había expurgado estaba tan reluciente como en primavera.
       Entonces ya había llovido, y había llovido a fondo. Del mismo modo que era difícil acordarse, durante la época de frío seco, del duradero frío húmedo de principios de año y de aquel en pleno calor seco, ahora la larga sequía se había borrado de la memoria, porque ya teníamos un verano inglés real, con rachas de lluvia constantes, con calor y fresco en constante sucesión. Pero ya era otoño. El carácter rebosante de todas las cosas indicaba que tenía que serlo. Una fuerte brisa hizo que las hojas apuntaran hacia el suelo, y el olor de las zonas estancadas de los lagos era verdaderamente horrible, hasta el punto de que uno acababa preguntándose por la filosofía de los guardas. ¿Iba contra sus principios retirar los desperdicios malolientes y flotantes? ¿No podían permitirse pagar a una persona que en una barca, una vez por semana, recogiese todo aquello? ¿O es que tenían fe en el poder curativo de la naturaleza?
       En mi jardín, que el año pasado era tierra baldía —demasiado pronto para abandonarlo a su suerte—, habían florecido generosamente las rosas, el tomillo, los geranios, las clemátides, y las mariposas se agolpaban alrededor del limonero balsámico y el hisopo. El peral estaba cargado de peritas insípidas. Era un árbol demasiado viejo. Aún podía generar masas de flores, pero ya no era capaz de transformarlas en frutos en sazón. El soplo de aire más ligero hacía caer unas cuantas peras. Los críos de los bloques del Consejo saltaron la tapia para robar las peras, que querían como munición, no para comer. Cuando los invité a entrar libremente y cogerlas, la respuesta fue de gran hosquedad y resentimiento, porque la gracia consistía en asaltar los jardines grandes y ricos que había a lo largo del canal —hacia los que centenares de personas sin jardín miraban desde lo alto de sus bloques—, saquearlos, salir a escape con el botín y seguir saqueando, siempre bajo las narices de los furiosos propietarios.
       Una tarde pasaba en autobús cerca del parque. Soplaba un fuerte viento y el aire iba lleno de hojas que volaban. Ese fue el momento, la semana del verdadero otoño. Corrí al parque y pude hacerlo mío. Todo era amarillo, dorado, marrón, anaranjado; pilas de tesoros yacían pulcramente empaquetadas, listas para quemar; el viento atiborraba el aire de hojarasca multicolor. Hacía fresco (en el hemisferio norte, quiero decir, no en el parque, que por supuesto había estado caliente, frío y a una temperatura intermedia desde que el año había empezado a cobrar forma, en algún momento de julio). Las hojas caían a los lagos y se hundían, generando remolinos de burbujas en los que los pájaros nadaban y jugaban. Alrededor del nido maltrecho de las fochas se había formado una trama estrellada de hojas verdes y doradas. Era fácil percibir que, si se tratara de naturaleza salvaje, la tierra se apoderaría de ese lugar poco profundo en una o dos temporadas: el brazo del lago se convertiría en ciénaga, y después, en una estación seca, sería tierra nueva, y el agua se retiraría. Todos los remansos apestosos estaban cubiertos de espesas y suaves capas de hojas. El plástico, las latas, los papeles iban desapareciendo, tal como, sin duda, los guardas habían calculado que ocurriría en cuanto llegara el otoño.
       Anduve de un extremo a otro del parque, volví sobre mis pasos, luego lo circundé y después lo atravesé. Las ardillas corrían y atrapaban alimentos, y los pájaros nadaban cerca de los bancales por los que yo pasaba, por si esta forma era una forma que diera comida, y por si esta forma dadora de comida había decidido ser generosa en el próximo recodo, y ahora era avara solo a causa de la abundancia inminente. Había muchas menos aves. Las grandes familias que habían criado en las islas ya se habían ido, y la población de nuevo era normal: parejas e individuos sosegadamente autosuficientes.
       Esta perfección del otoño duró solo una semana, y las ramas desnudas empezaron a mostrar la forma de la próxima primavera. Visité Suecia, donde la nieve había llegado antes y lo cubría todo y, al dejarla atrás, de vuelta a casa, sentí que volaba del invierno al otoño, un viaje hacia atrás en el tiempo en una tarde. A causa de algún problema técnico el avión no aterrizó cuando tenía que hacerlo y, por fortuna para nosotros, se vio obligado a realizar una amplia barrida por todo Londres. Nunca había volado tan bajo, sin nubes que ocultaran la ciudad. Todo era bosques y lagos y parques y jardines, y un otoño de ricos colores, con los árboles cargados de bermejo y oro. Todos los feos pedazos de Londres que uno imagina que nada podría tapar quedaban ocultos bajo un hábito de árboles y jardines.
       En el parque, desde el suelo, los árboles parecían muy altos, desnudos y húmedos. Los lagos eran grises y sólidos. Cuando las aves atravesaban veloces las aguas en busca de alimento dejaban estelas en forma de flecha que se propagaban con lentitud, y de forma absolutamente regular, hasta disolverse en la orilla. Ya no había barcas, pues las habían sacado del agua y yacían boca abajo, en hileras, a lo largo de los bancales, esperando la primavera.
       Y había regresado la oscuridad.
       En invierno, el parque es muy distinto que en el atestado y ruidoso verano. Un largo sendero húmedo en el temprano crepúsculo… no es mucho más que unos árboles a primera hora de la tarde. Dos caballeros con esmerados trajes oscuros, cabezas bien peinadas y ligeramente calvas, con leves guedejas asomando en el cuello —reminiscencia del siglo XVIII o reivindicación de la moda contemporánea; ¿quién sabe?—, dos servidores del Estado salidos de las oficinas de las Nash Terraces caminan silenciosamente, con las manos a la espalda, bordeando el agua. Hablan en un tono tan bajo que uno cree que la conversación versa sobre secretos oficiales que han salido a discutir en privado.
       Han excavado los parterres y han removido la tierra. A diario se forman nuevas pilas de hojas mientras arden las viejas, que llenan el aire de un olor a culpa, y no a placer, porque obliga a recordar la contaminación. Pero aún siguen allí las rosas, manchas de color en largos tallos. Todas las etapas del año son visibles a un tiempo en el rosal, puesto que cada planta tiene escaramujos de colores vivos, rosas muertas, que son polvo de color pardo en forma de rosa, y las rosas aún lozanas, aunque con los pétalos exteriores rizados y quemados por efecto de las heladas. Escaramujos, rosas muertas, flores frescas y masas de capullos que nunca alcanzarán su destino de florecer, porque las heladas se los llevarán si no lo hace el podador. Pink Parfait y Ginger Rogers, Summer Holiday y Joseph’s Coat se sumirán en breve, cercenadas, en el anonimato.
       Porque pronto llegará la muerte del año, pronto será el día más corto.
       Estoy sentada en un banco de la avenida que en verano, gracias a los álamos y la fuente, parece Italia en un día azul, pero ahora nubes grisáceas y marrones discurren por el cielo desde el noreste. Bandadas de gorriones, hambrienta expectación, se materializan en cuanto llego, pero he sido olvidadiza: no tengo más que una galleta. Se posan en el banco, en su respaldo, en mi zapato, bastante encorvados, mientras el viento tironea de sus plumas y les altera la silueta. También hay gaviotas, señal de que el mar debe de estar encrespado o quizá ha habido un vertido de petróleo.
       Volando hacia la puesta del sol, que hoy es espectacular, de oro y rojo, con nubes oscuras y comprimidas, se ven unas aves que giran lentamente, como desechos desiguales después de un torbellino. Parecen grajos, aunque no es posible; más bien deben de ser gaviotas. Pero es hermoso imaginar que son grajos, del mismo modo que, ya de vuelta a casa, los plátanos, torcidos en la misma dirección por el viento, parecen, con sus troncos salpicados de manchas, ciervos a punto de saltar todos a una hacia las puertas septentrionales.




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