Doris Lessing
(Kermanshah, Irán, 1919 - Londres, Inglaterra, 2013)


El día que murió Stalin (1957)
(“The Day Stalin Died”)
The Habit of Loving
(Londres: MacGibbon and Kee, 1957, 278 págs.);
(Nueva York: Thomas Y. Crowell Company, 1957, 311 págs.)



      El día empezó mal, con una carta de mi tía de Bournemouth. Me recordaba que había prometido llevar a mi prima Jessie a que le hiciesen unas fotografías a las cuatro de la tarde. Se lo había prometido y se me había olvidado por completo. Había quedado con Bill a las cuatro, así que tuve que llamarle y posponer la cita. Bill era un guionista de cine estadounidense que, después de haber tenido algunos problemas con el Comité de Actividades Antiamericanas, estaba en la lista negra. No tenía modo alguno de ganarse la vida y por eso estaba procurando obtener un permiso de residencia en Gran Bretaña. Buscaba a alguien que pudiese hacerle de secretaria. Su esposa siempre había sido su secretaria, pero se estaba divorciando de ella tras veinte años de matrimonio, con el argumento de que no tenían nada en común. Yo tenía pensado presentarle a Beatrice.
       Beatrice era una vieja amiga mía de Sudáfrica cuyo pasaporte había caducado. Por su militancia comunista, sabía que si regresaba, no podría volver a salir, y quería quedarse seis meses más en Gran Bretaña. Pero no tenía dinero. Necesitaba un empleo. Supuse que Bill y Beatrice podrían tener mucho en común, pero después resultó que no se tenían ninguna simpatía. Beatrice decía que Bill se había corrompido porque escribía comedias eróticas para la televisión bajo otro nombre y actuaba en películas malas. Creía que las excusas con que Bill se justificaba, a saber, que de algo hay que vivir, no decían mucho en su favor. Bill, por su parte, jamás había soportado a las mujeres politizadas. Pero yo no imaginaba la incompatibilidad de mis dos amigos y me pasé una hora buscando a Bill de centralita en centralita hasta que por fin di con él en un estudio donde estaban ensayando una película sobre lady Hamilton. Dijo que no me preocupase porque de todos modos se había olvidado de que teníamos una cita. Beatrice no tenía teléfono, así que le envié un telegrama.
       Esto me dejaba la tarde libre para ocuparme de mi prima Jessie. Iba a ponerme a trabajar cuando la camarada Jean me llamó por teléfono para decirme que quería verme a la hora de comer. Durante muchos años, Jean se consideraba mi guía o mentora para que llegara a alcanzar un punto de vista correcto en materia política. Quizá sería más apropiado decir que era una de las muchas que se consideraban a sí mismas como guías. Fue Jean quien, al día siguiente de la publicación de mi primer volumen de cuentos, pidió el día libre en el trabajo para venir a verme y decirme que uno de los cuentos, ya he olvidado cuál, presentaba una visión incorrecta de la lucha de clases. Recuerdo que en aquel momento pensé que había mucho de cierto en lo que decía.
       Llegó a casa a la hora de almorzar, con unos bocadillos en una bolsa de papel, aunque aceptó un café, y me dijo que no era su intención molestarme pero que estaba muy ofendida por algo que le habían contado que yo había dicho.
       Al parecer, la semana anterior, durante una reunión, yo había comentado que por lo visto había pruebas suficientes para sospechar que en la Unión Soviética no jugaban limpio. Yo fui la primera en admitir que el comentario tenía cierto sabor a frivolidad.
       Jean era una mujer pequeña y enérgica, llevaba gafas, era hija de un obispo, y su devoción por la clase trabajadora había quedado demostrada después de más de treinta años de militancia en el partido. Siempre me trató con paciencia y cordialidad.
       —Camarada —me dijo—, las fuerzas de la corrupción capitalista ejercen más presión sobre los intelectuales como tú que sobre cualquier otro tipo de dirigente del partido. No es culpa tuya. Pero tienes que estar en guardia.
       Le respondí que yo pensaba que había estado en guardia; pero, no obstante, no podía evitar sentir que, en ocasiones, la prensa capitalista decía la verdad, aunque fuera de un modo subrepticio.
       Jean terminó de comer metódicamente el bocadillo que había traído, se acomodó las gafas y me dio un breve sermón acerca de la necesidad de que la clase trabajadora estuviera siempre vigilante. A continuación dijo que tenía que marcharse, porque debía estar de vuelta en la oficina a las dos. Me advirtió de que el único modo para que una intelectual como yo pudiera aspirar a obtener una visión acertada de la clase trabajadora era involucrándome con más ahínco en el partido; mezclándome constantemente con la clase trabajadora; y que solo así mis escritos se convertirían poco a poco en una verdadera arma de la lucha de clases. También dijo que me enviaría una copia textual de los juicios de los años treinta, y que si leía ese documento, mis dudas actuales respecto a la justicia soviética se disiparían. Le aclaré que había leído los registros hacía mucho tiempo; y que en realidad siempre me habían sonado poco convincentes. Me respondió que no debía preocuparme; con el tiempo, desarrollaría una conciencia de clase trabajadora verdaderamente sólida.
       Dicho esto, se fue. Recuerdo que, por una razón u otra, sentí cierto desasosiego.
       Estaba a punto de ponerme a trabajar otra vez cuando sonó el teléfono. Era la prima Jessie, y me dijo que no podía venir hasta mi casa, tal como habíamos quedado, porque estaba comprando un vestido para la sesión fotográfica. Me preguntó si podía pasar a buscarla por la puerta de la tienda en veinte minutos. De modo que decidí no trabajar más aquella tarde y cogí un taxi.
       De camino, el taxista y yo conversamos acerca de la carestía de la vida, la actitud del gobierno, y descubrimos que coincidíamos en todo. Luego comenzó a hablarme de su única hija, de dieciocho años, que quería casarse con el mejor amigo de él, de cuarenta y cinco. No estaba dispuesto a aceptarlo; así lo dijo, y eso le llevó a perder a la hija y al amigo a la vez. Para empeorar aún más las cosas, acababa de leer un artículo de psicología en una revista femenina que compraba su mujer, y había llegado a la conclusión de que su hija tenía una fijación paterna.
       —Me sentí muy mal al leerlo —confesó—. Es terrible descubrir algo así de repente. —Se detuvo delante de la tienda de ropa y bajé.
       —No veo por qué debería tomárselo tan a pecho —repliqué—. No me sorprendería en absoluto que todas nosotras tuviéramos una fijación paterna.
       —Esa no es manera de hablar —me dijo, y extendió la mano para recibir el dinero. Era un hombre pequeño, de aspecto desagradable, tenía la cabeza en forma de limón o de cacahuete, y una expresión de amargura y tristeza en sus pequeños ojos azules—. Mi mujer lleva años reprochándome que consintiera demasiado a Hazel. Me molesta que pueda tener razón.
       —Bueno —contesté—, mírelo de esta otra forma: es preferible querer demasiado a un hijo que quererlo demasiado poco.
       —¿Amor? —replicó—. ¿Es eso amor? Si quiere que le sea sincero, debe de ser un amor minúsculo, o algo parecido, porque Hazel se fue de casa hace tres meses con mi amigo George y ni siquiera ha enviado una postal para decir dónde está ni cómo le va.
       —La vida es dura para todos —le dije—, siempre hay algún motivo.
       —Y que lo diga —asintió.
       La conversación podría haber continuado un rato más, pero vi que mi prima Jessie estaba observándonos desde la acera. Me despedí del taxista y di media vuelta, con cierta desgana, hacia donde ella estaba.
       —Ya te he visto —dijo Jessie—. Te he visto discutiendo con él. No se puede hacer otra cosa. Se están volviendo sumamente insolentes hoy en día. Yo siempre les dejo seis peniques de propina sea cual sea la distancia, y si protestan, pues que protesten. Ayer, sin ir más lejos, uno de ellos me siguió a gritos por toda la calle porque le había dejado seis peniques. Pero debemos mantenernos firmes.
       Mi prima Jessie es una chica alta, de espalda ancha; tiene veinticinco años, pero aparenta dieciocho. Su cabello es castaño claro y suele llevarlo suelto alrededor del rostro, redondeado y joven y con una barbilla angulosa. Sus grandes ojos celestes son puros y aguerridos. Su aspecto es el de la hija de un vikingo, en especial cuando se pelea con conductores de autobús, taxistas y porteros. Ella y mi tía Emma viven en guerra permanente con las clases bajas; un tipo de diversión que tampoco les reprocho, porque sus vidas son en extremo aburridas. Por otra parte, creo que sus oponentes lo disfrutan. Recuerdo que en una ocasión, después de un altercado entre la prima Jessie y un taxista, cuando ella se hubo marchado victoriosa, sacudiendo los hombros, el hombre sonrió entre dientes y exclamó: «Esa sí que es una mujer chapada a la antigua. Ya no las hacen así hoy en día».
       —¿Has comprado el vestido? —le pregunté.
       —Lo llevo puesto —respondió.
       La prima Jessie siempre viste el mismo atuendo: traje entallado, jersey de cuello redondo y collar de perlas. Le queda muy bien.
       —Entonces, vamos a acabar con este asunto —dije.
       —Mamá también viene —agregó. Me dedicó una mirada agresiva.
       —Oh, bueno —respondí.
       —Pero le he dicho que no quería que estuviera conmigo mientras iba de compras. Le he pedido que viniera a recogerme a la salida. No voy a soportar que elija las prendas por mí.
       —Bien dicho —asentí.
       Mi tía Emma se dirigía hacia nosotras desde el salón de té de la esquina, donde había estado haciendo tiempo. Es una mujer muy alta y viste de azul marino, con perlas y guantes blancos, como un guardia urbano. Su rostro es ancho, de mandíbulas pronunciadas y expresión de pena; y suele clavar una mirada decepcionada de bulldog en su hija.
       —¡Vaya! —exclamó al ver el traje de Jessie—. Podrías haberlo comprado conmigo perfectamente.
       —¿A qué te refieres? —preguntó Jessie al instante.
       —Esta mañana he ido a la tienda Renée y les he dicho que vendrías, y les he pedido que te mostraran ese traje. Y lo has comprado. Como ves, conozco tus gustos como si fueran los míos.
       Jessie alzó el afilado mentón, con gesto combativo, en dirección a su madre, que bajó la mirada en señal de victoria y empezó a repiquetear en la acera con la punta del paraguas.
       —Creo que será mejor que vayamos para allí —intervine.
       La tía Emma y la prima Jessie se colocaron junto a mí, una a cada lado, mientras emitían ondas de perturbadora electricidad a su alrededor, y nos dirigimos calle arriba.
       —Podemos coger el autobús —propuse.
       —Sí. Será lo mejor —opinó la tía Emma—. Creo que hoy ya no puedo soportar la insolencia de otro taxista.
       —No —intervino Jessie—. Yo tampoco podría.
       Subimos al autobús, que estaba vacío, y nos sentamos una al lado de la otra en los asientos delanteros.
       —Espero que ese conocido tuyo le haga justicia a Jessie —dijo la tía Emma.
       —Yo también lo espero —respondí. La tía Emma cree que los escritores vivimos envueltos en un remolino de fotógrafos, ruedas de prensa y editores. Pensó que yo era la persona adecuada para elegir a un fotógrafo. Le escribí para decirle que no era así. Me respondió que era lo menos que podía hacer.
       —De todas formas, no tiene la menor importancia —dijo Jessie, que siempre se expresa con frases cortas, intensas, beligerantes, como si fueran el producto de una dolorosa actitud interior, difícil de manejar, que no espera que nadie más comprenda.
       Al parecer, en la pensión donde viven la tía Emma y Jessie hay un viejo inquilino que tiene un hermano que es productor de televisión. Jessie había actuado en Quiet Wedding con la compañía de teatro del barrio. La tía Emma pensó que si conseguía unas bonitas fotografías de Jessie, podría mostrárselas al productor de televisión cuando viniera a la pensión a tomar el té con su hermano un fin de semana de estos; y si Jessie resultaba fotogénica, el productor de televisión no tardaría en llevarla a Londres para convertirla en estrella de la pequeña pantalla.
       Yo no sabía qué opinaba Jessie acerca de esta iniciativa. Nunca supe lo que Jessie pensaba sobre los planes que su madre le tenía preparados para el futuro. Podría estar de acuerdo o no; pero siempre hacía gala de la misma combativa y sofocante integridad de la indiferencia.
       —Si vas mantener esta actitud, querida —dijo la tía Emma—, no creo que sea justo para el fotógrafo.
       —¡Ay, mamá! —exclamó Jessie.
       —Ahí está el cobrador —señaló la tía Emma, con una sonrisa tensa—. No pienso pagar ni un penique más que la última vez. El billete de Knightsbridge a Little Duchess cuesta tres peniques.
       —Las tarifas han subido —comenté.
       —Ni un penique más —sentenció la tía Emma.
       Pero no se trataba del cobrador. Dos personas de mediana edad subieron al autobús y luego tomaron asiento, no uno al lado del otro, sino uno delante del otro. Me resultó algo extraño, en particular cuando vi que la mujer se inclinaba hacia delante, sobre la espalda del hombre y exclamaba, en voz alta, como de loro:
       —Sí, y si vuelves a dejar a mi pez dorado fuera, le diré a la casera que te eche a ti. Ya te lo he advertido antes.
       El hombre, que tenía el aspecto de un sombrero aplastado, húmedo y gris, miraba hacia delante y meneaba la cabeza acompañando el traqueteo del autobús.
       La mujer agregó:
       —Y mi pez tiene hongos. Y no pienses que no sé de dónde salen.
       De pronto, el hombre dijo, con voz alta y firme:
       —Había miles de pececitos en las profundidades del mar, miles de pececitos. Hacemos explotar todas esas bombas sobre ellos, y no merecemos perdón, no, no nos perdonarán por hacer volar por los aires a todos esos pobres pececitos.
       La mujer respondió, con tono amable:
       —No había reparado en ello. —Y se levantó y se sentó a su lado.
       Tenía la sensación de que aquella tarde estaba destinada a desbocarse en algún momento, pero esta conversación me perturbó. Me sentí aliviada al escuchar a la tía Emma, que me devolvió a la normalidad.
       —Mira. Antes no había gente así. Es este gobierno laborista.
       —Ay, mamá —dijo Jessie—, esta tarde no estoy de humor para política.
       Llegamos a nuestra parada y bajamos del autobús. La tía Emma le dio nueve peniques por las tres al cobrador, que los cogió sin hacer el menor comentario.
       —Y además son ineficientes —comentó la tía Emma.
       Lloviznaba y hacía un poco de frío. Empezamos a caminar, intentando mantenernos juntas bajo el paraguas de la tía Emma.
       Entonces vi un cartel que anunciaba: «Stalin agoniza». Me detuve y el paraguas siguió calle arriba sin mí. El quiosquero era un viejo conocido.
       —¿Qué es esto? ¿Acaso otro de sus trucos para vender más? —le pregunté.
       —El viejo se lo tiene merecido, si quiere saber mi opinión. Bueno, esa vida que ha llevado, así lo veo yo, se lo tiene merecido. Debe de tener la resistencia de un bulldozer. —Plegó un periódico y me lo dio—. En mi opinión, no es bueno para nadie llevar ese tipo de vida tan sedentaria. Todo el día leyendo informes y de reunión en reunión. Por eso me gusta mi trabajo, aquí se respira aire fresco.
       A unos pasos de distancia, la tía Emma y Jessie estaban esperándome, mirando en mi dirección, acurrucadas bajo el paraguas mojado.
       —¿Qué sucede, querida? —gritó la tía Emma.
       —¿Es que no lo ves?, está comprando el periódico —dijo Jessie con malos modos.
       —Va a haber un gran cambio cuando él se haya ido. No es que yo esté de acuerdo con lo que allí sucede. Pero no están demasiado acostumbrados a vivir en democracia, ¿o sí? Lo que quiero decir es que, si uno no tiene la costumbre, no la echa de menos.
       Corrí bajo la llovizna hacia el paraguas.
       —Stalin agoniza —dije.
       —¿Cómo lo sabes? —inquirió la tía Emma con desconfianza.
       —Eso dice el periódico.
       —Esta mañana han dicho que estaba muy enfermo, pero supongo que es pura propaganda. No lo creeré hasta que lo vea.
       —Oh, no seas tonta, mamá. ¿Cómo podrás verlo? —señaló Jessie.
       Seguimos calle arriba. La tía Emma dijo:
       —¿Qué opinas? ¿Habría sido mejor que Jessie se hubiera comprado un bonito vestido de fiesta?
       —Ay, mamá —intervino Jessie—, ¿no te das cuenta de que está triste? Es como si para nosotros se estuviera muriendo Churchill.
       —¡Oh, querida! —exclamó la tía Emma, y se detuvo de pronto, estupefacta. Una de las puntas del paraguas rozó la cabeza de Jessie, y ella dio un chillido.
       —Cierra ya ese paraguas, ¿quieres? ¿No ves que ha dejado de llover? —dijo irritada, mientras se frotaba la cabeza.
       La tía Emma sacudió y tiró del paraguas hasta que lo cerró y Jessie lo cogió y lo plegó. La tía Emma me miraba con aire de duda, sonrojada y con el entrecejo fruncido.
       —¿Te apetecería tomar una buena taza de té? —preguntó.
       —Se le hará tarde a Jessie —respondí—. El estudio fotográfico está a unos metros de aquí.
       —Solo espero que ese hombre sepa captar la expresión de Jessie —agregó la tía Emma—. Hasta ahora, nadie ha sabido captar su mirada.
       Jessie se nos adelantó, enfurecida, y subió las lujosas escaleras del vestíbulo con las paredes empapeladas con un dibujo de rayas malvas y doradas. Desde arriba se oyó el estallido de unas notas de Stravinski cuando Jessie abrió la puerta decidida y entró. La seguimos a través de lo que parecía ser una sala de estar, en tonos de blanco, gris y dorado. La consagración de la primavera hacía tintinear un pequeño candelabro; y no tenía ningún sentido que habláramos hasta que nuestro anfitrión, un joven encantador de chaqueta de terciopelo negro, apagó el equipo de música a la vez que nos dedicó una sonrisa a modo de disculpa.
       —Espero estar en el lugar indicado —dijo la tía Emma—. He traído a mi hija para que le haga unas fotografías.
       —Por supuesto que están en el lugar indicado —contestó el joven—. ¡Es un placer que hayan venido!
       Tomó las manos de mi tía Emma, enfundadas en guantes blancos, y la condujo a un gran sofá; mi tía respondió algo confundida ante tal gesto, y sus mejillas se sonrojaron. Luego el joven dirigió su mirada hacia mí. Me senté rápidamente en otro sillón, lejos de mi tía. El joven observó a Jessie con ojos de experto, y sonrió. Jessie estaba de pie sobre la alfombra, las manos cogidas detrás de la espalda, como un almirante en funciones, con el entrecejo fruncido.
       —No se la ve nada relajada —le dijo en tono gentil—. No sirve de nada, ¿sabe?, si no logra relajarse por completo.
       —Estoy completamente relajada —afirmó Jessie—. Quien no lo está es mi prima.
       —No creo que importe en absoluto si yo estoy relajada o no —repliqué—, ya que no soy yo quien va a hacerse las fotografías.
       Un libro que estaba en el sofá se cayó al suelo, junto a mí. Se trataba de Prancing Nigger, de Ronald Firbank. Nuestro anfitrión se apresuró a recogerlo, con cierta ansiedad.
       —¿Lee a nuestro Ron? —preguntó.
       —De vez en cuando —respondí.
       —Yo no leo otra cosa —dijo—. Para mí, tiene la última palabra. Cuando acabo de leer toda su obra, vuelvo a comenzar desde el principio y la releo de nuevo. Creo que no tiene sentido que se siga escribiendo una sola palabra después de Firbank.
       Su comentario me desilusionó, y no me sentí inclinada a responder.
       —Supongo que a todos nos vendría bien una taza de té —dijo—. ¿Les gustaría seguir disfrutando de la música mientras lo preparo?
       —No soporto la música moderna —respondió Jessie.
       —No podemos tener todos los mismos gustos —señaló el joven.
       Se dirigía hacia la puerta que había al fondo cuando esta se abrió y apareció otro joven con una bandeja de té. Era ligero y ágil, como el primero, y tenía su misma amabilidad y buenos modales. Llevaba vaqueros negros y un suéter violeta, y su cabello parecía un par de lustrosas alas negras sobre la cabeza.
       —¡Ah, bendito seas, querido! —le dijo nuestro anfitrión. Luego se dirigió a nosotras.
       —Permítanme presentarles a mi amigo y asistente, Jackie Smith. Mi nombre ya lo saben. Ahora bien, si tomamos juntos una taza de té, me da la impresión de que nuestras vibraciones podrían armonizar un poco más.
       Durante todo ese tiempo, Jessie permaneció a sus anchas sobre la alfombra. El joven le alcanzó una taza de té. Ella hizo un gesto mirándome y dijo:
       —Désela a ella —aclaró. El joven retrocedió con la taza y me la ofreció.
       —¿Qué sucede, querida? —me preguntó—. ¿No se encuentra bien?
       —Estoy perfectamente —respondí, mientras leía el periódico.
       —Stalin agoniza —comentó la tía Emma—. O al menos eso es lo que nos quieren hacer creer.
       —¿Stalin? —preguntó nuestro anfitrión.
       —Ese hombre de Rusia —dijo la tía Emma.
       —Oh, se refiere al viejo tío Joe. Bendito sea.
       La tía Emma se sorprendió. Jessie miraba con incredulidad.
       Jackie Smith se acercó y tomó asiento a mi lado y leyó el periódico por encima de mi hombro.
       —Bueno, bueno —dijo—. Bueno, bueno, bueno. —Luego sonrió y agregó—: Nueve doctores. Aun cuando hubiera cincuenta doctores, tampoco me sentiría muy a salvo, ¿ustedes sí?
       —No, la verdad es que no —respondí.
       —Menudo estorbo de viejo tonto —dijo Jessie—. Deberían haberlo echado hace años. No cabe duda de que perdió toda utilidad al acabar la guerra, ¿no les parece?
       —Parece bastante difícil de decir —respondí.
       Nuestro anfitrión, con la taza en la mano, alzó la otra con un gesto concluyente.
       —No me gusta oír ese tipo de cosas —comentó—. Realmente no me agrada. Dios sabe que si hay algo de lo que procuro mantenerme al margen es justamente la política, pero durante la guerra el tío Joe y Roosevelt se convirtieron en mis ídolos indiscutibles. ¡Indiscutibles!
       En este punto, la prima Jessie, que no se había sentado ni tomado la taza de té, avanzó un paso y dijo, enojada:
       —¿Podríamos dar por concluida esta maldita cuestión? —Sus inmaculadas mejillas rosadas brillaban de emoción y su mirada era de profunda infelicidad.
       —¡Pero, querida! —exclamó nuestro anfitrión, mientras dejaba su taza—. Por supuesto. Si así lo desea, por supuesto.
       Le dirigió una mirada a su asistente, Jackie, quien apartó a un lado el periódico con desgana y tiró del cordón de la cortina, dejando al descubierto un gabinete repleto de cámaras y aparatos. Después se pusieron a examinar atentamente a Jessie.
       —Quizá nos ayudaría —señaló nuestro anfitrión—, saber para qué desea las fotos. ¿Para publicidad? ¿La cubierta de un libro? ¿O simplemente para sus afortunadas amistades?
       —No lo sé y no me interesa —contestó la prima Jessie.
       La tía Emma se puso en pie e indicó:
       —Me gustaría que captara su expresión. Esa mirada que tiene…
       Jessie apretó los puños.
       —Tía Emma —intervine—, ¿no crees que sería una buena idea que saliéramos un momento?
       —Pero, querida…
       Sin embargo, nuestro anfitrión ya la había rodeado con el brazo y la conducía hacia la puerta.
       —Mire —le iba diciendo—, usted en realidad lo que quiere es que haga bien mi trabajo, ¿no es cierto? Y yo jamás podría dar lo mejor de mí con espectadores alrededor, aunque se tratara de los más comprensivos.
       De nuevo, la tía Emma cedió y se sonrojó. Ocupé el lugar de nuestro anfitrión junto a ella, y la conduje hacia la puerta. Al cerrarla, oí que Jackie Smith decía:
       —¿Qué tal un poco de música?
       Y Jessie:
       —Detesto la música.
       Y Jackie otra vez:
       —La música ayuda, ya sabe…
       La puerta se cerró y la tía Emma y yo nos quedamos de pie frente a la ventana del rellano observando la calle.
       —¿A ti te ha hecho fotografías este joven? —preguntó.
       —Me lo han recomendado —respondí.
       Comenzó a sonar música en la habitación a nuestra espalda. La tía Emma seguía el ritmo con el pie.
       —Gilbert y Sullivan —dijo—. Bueno, Jessie no puede decir que detesta eso. Aunque supongo que es capaz de hacerlo, solo para hacerse la difícil.
       Encendí un cigarrillo. Los piratas de Penzance cesó de repente.
       —Cuéntame, querida —dijo la tía Emma con inusitada picardía—, sobre todas esas cosas emocionantes que haces.
       La tía Emma siempre dice lo mismo; y yo siempre hago el esfuerzo de pensar en facetas de mi vida que resulten apropiadas para mi tía Emma.
       —¿Qué has estado haciendo hoy, por ejemplo? —Pensé en Bill; pensé en Beatrice; pensé en mi camarada Jean.
       —He comido con la hija de un obispo —le conté.
       —¿De verdad, querida? —replicó incrédula.
       Otra vez música: Cole Porter.
       —No me gusta cómo suena —dijo la tía Emma—. Es música moderna, ¿no?
       La música se detuvo. La puerta se abrió. La prima Jessie estaba allí de pie, con actitud resuelta.
       —No tiene sentido —sentenció—. Lo siento, mamá, pero no estoy de humor.
       —Pero no volveremos a Londres hasta dentro de cuatro meses.
       Nuestro anfitrión y su asistente aparecieron detrás de la prima Jessie. Ambos tenían una sonrisa atrevida.
       —Tal vez sería mejor que olvidáramos el asunto —dijo Jackie Smith.
       —Sí, lo intentaremos más adelante, cuando todos estemos más tranquilos.
       Jessie se volvió hacia los dos jóvenes y les tendió la mano.
       —Lo lamento mucho —dijo con su feroz sinceridad virginal—. Realmente lo siento muchísimo.
       La tía Emma se acercó, apartó a un lado a Jessie y les estrechó la mano.
       —Muchas gracias a los dos —dijo— por el té.
       Jackie Smith agitó el periódico por encima de las tres cabezas.
       —Olvida esto —dijo.
       —No importa, puede quedárselo —respondí.
       —Oh, bendita sea, ahora podré leer todos los detalles sangrientos. —La puerta se cerró frente a sus cordiales sonrisas.
       —Bueno —dijo la tía Emma—, nunca me he sentido tan avergonzada.
       —No me importa —señaló Jessie con tono resuelto—. No me importa lo más mínimo.
       Caminamos calle abajo. Nos dimos la mano. Nos dimos un beso. Nos dimos las gracias. La tía Emma y la prima Jessie pararon un taxi. Yo cogí el autobús.
       Cuando entré en casa estaba sonando el teléfono. Era Beatrice. Me dijo que había recibido mi telegrama, pero que quería verme de todos modos.
       —¿Te has enterado de que Stalin se está muriendo? —le pregunté.
       —Sí, claro. Mira, es indispensable que hablemos del asunto en el Copper Belt.
       —¿Por qué es tan importante?
       —Si no le decimos la verdad a la gente, ¿quién lo hará?
       —Bueno, está bien. Supongo que tienes razón —respondí.
       Dijo que llegaría en una hora. Me senté frente a la máquina de escribir y comencé a trabajar. Sonó el teléfono. Era mi camarada Jean.
       —¿Has oído las noticias? —dijo. Estaba llorando.
       Mi camarada Jean había dejado a su marido cuando él se afilió al Partido Laborista, en tiempos del pacto entre Stalin y Hitler, y desde entonces, había vivido a pan, mantequilla y té, en habitaciones diminutas, con un retrato de Stalin colgado encima de la cama.
       —Sí, ya lo he oído —contesté.
       —Es espantoso —agregó entre sollozos—. Terrible. Lo han asesinado.
       —¿Quién ha sido? ¿Cómo lo sabes?
       —Los agentes capitalistas lo han asesinado —afirmó—. Es obvio.
       —Tenía setenta y tres años —comenté.
       —La gente no se muere así como así —replicó.
       —A los setenta y tres años sí —repuse.
       —Debemos esforzarnos en ser dignas de él —subrayó.
       —Sí —respondí—. Supongo que sí.




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