Lorrie Moore
(Glens Falls, NY, 1957 –)

Como la vida (1988)
(“Like Life”)
Like Life
(Nueva York: Alfred A. Knopf, 1990, 178 págs.)


A todo el mundo le gusta el circo.
¡Payasos! ¡Elefantes! ¡Caballos! ¡Cacahuetes!
A todo el mundo le gusta el circo.
¡Acróbatas! ¡Equilibristas! ¡Camellos! ¡La banda de música!
Suponte que tuvieras que elegir entre ir al circo
o pintar un cuadro. ¿Qué elegirías?
Elegirías el circo.
A todo el mundo le gusta el circo.

V. M. Hillyer y E. G. Huey, A Child’s History of Art

      Todas las películas de aquel año trataban sobre gente con placas en la cabeza: espíritus de otra galaxia que se reúnen de noche en un pueblo de veraneo y se apoderan de todos sus habitantes; de todos excepto del hombre con la placa en la cabeza. O: una chica con una placa en la cabeza pasea por la playa y cree que es otra persona. Las olas arrojan las pruebas a la orilla. Hay marineros. O: una mujer sueña con una preciosa casa en la que no vive nadie y un día pasa delante de esa casa: cúpula, tejado a dos aguas y porche. Se dirige hacia la casa, llama a la puerta y le abre lentamente ¡ella misma!, una mujer sonriente que es su réplica exacta. Lleva una placa en la cabeza.
       Era como si la vida se hubiera convertido en eso. Había salido repentinamente de sí misma, como un bicho.
       El deshielo de febrero otorgaba a la ciudad el húmedo rezumar de una herida. Había mucha gente resfriada; en el metro todos tosían. Las aceras aparecían alfombradas por la espuma de escupitajos verdosos, y bajo los pórticos, portales y las paradas de autobús se cobijaban los Rosies. Así les llamaban, hombres sin trabajo, mujeres y niños con granos como calabazas o fiebres altas, miradas implorantes de odio y labios hinchados y amoratados, como rígidas bocas dibujadas. Los Rosies vendían flores: primorosos tulipanes, lirios en flor. Casi nadie compraba. Los pocos que lo hacían eran también Rosies que intercambiaban una flor por otra, hasta que uno de ellos, una mujer o un niño, moría en la calle y los demás le rodeaban en un corro de lamentaciones durante las oscuras horas del día, que nunca era día sino noche.

       Fue en aquel año cuando se declaró ilegal que los que vivían en pisos o casas no tuvieran televisor. El gobierno alegó la imperiosa necesidad de transmitir automáticamente, de transmitir a toda costa, la información importante, información necesaria para la supervivencia. Estaba en peligro la civilización, se decía. «Nosotros sí que estamos en peligro», dijeron otros, que habían llegado a la conclusión de que les espiaban, les controlaban, que lo que habían imaginado de pequeños (que la gente de la televisión los veía) era ahora una realidad. El aparato debía permanecer conectado el día entero, manteniendo la antena de plástico en forma de V…, en señal de victoria o de paz, nadie lo sabía muy bien.
       Mamie empezó a sufrir insomnio. Desconfiaba de todo, incluso de sus propias palabras; demasiados avances. Objetos implantados en el cuerpo (implantes, pendientes, anticonceptivos) como parabólicas, captando mensajes, sustituyendo las propias palabras con otras, dando instrucciones. Nunca se sabe. Abres la boca y puede traicionarte con mentiras, con despistes, con actitudes y palabras que no son tuyas. Lo que digas puede tratarse perfectamente de viejos programas de radio saliendo de los empastes de las muelas o llamadas de taxi alojadas en el pabellón de la oreja. Lo que describes como real puede ser una fotografía, una imagen de la revista Life que te obligan a vivir e imitar. Incluso, tal vez, los cuerpos enteros estén en manos de un ventrílocuo. Más o menos. Te sientas en el regazo de algo y te limitas a mover la boca. Podrías tener miedo. Podrías tener miedo de que alguien te obligara a tener miedo: un nuevo miedo, como el de un gastrónomo, la paranoia de un paranoico.
       Esto no era el futuro. Era lo que convivía contigo en casa.
       Mamie vivía en la trastienda de lo que había sido un salón de belleza reformado: techo metálico, hedor a trementina y lava-cabezas de más. De noche, su marido, un pintor poco reconocido, caprichoso y con el aliento siempre apestando a cerveza, se acostaba a su lado, acurrucado contra ella, y roncaba con indiferencia. Ella cerraba los ojos. Con todo lo que hay en el mundo para amar, empezaba una oración de su infancia. ¿Todo lo que hay?
       La presionaba con sus huesos.
       El radiador se sacudía y escupía. El calor aleteaba como pájaros subiendo por las tuberías.

       Permanecía despierta. Cuando conseguía dormir, soñaba con el fin de la vida. Iba a algún sitio, iba al lugar donde se suponía que debía morir, que estaba bien. Siempre iba en grupo, como si fuera un simulacro de incendio o un viaje de estudios. ¿Podemos morir aquí? ¿Ya hemos llegado? ¿Por dónde podemos ir?
       También estaba el sueño de la casa. Siempre el sueño de la casa, como la película del sueño de la casa. Encontraba una casa, llamaba a la puerta, se abría lentamente, oscuridad, y luego se detenía, su doble la saludaba flotando en el aire, como una lámpara de araña.
       Muerte, decía su esposo, Rudy. Guardaba una pequeña hacha debajo del colchón, por si había intrusos. Muerte. El año pasado había ido al médico para que le examinara el cuello y un lunar que tenía en la espalda; los observó como si fueran las figuras del test de Rorschach, en busca de cualquier anomalía. Le extirpó el lunar y lo puso en un frasco de patólogo; flotaba como un diminuto animal marino. Y cuando examinó el cuello, anunció «precáncer», como si de un secreto o un signo del zodíaco se tratara.
       —¿Precáncer? —repitió ella con tranquilidad, porque era una mujer tranquila—. ¿No es eso… como la vida?
       Estaba sentada y él de pie. Jugueteaba con el alcohol y las bolas de algodón que guardaba en unos botes que parecían de cocina, la harina y el azúcar del mundo de la medicina.
       La sujetó por la muñeca y respondió escuetamente:
       —Es como la vida, pero no es necesariamente vida.

       Había una verja de hierro forjado todo alrededor y la puerta estaba cerrada con llave, pero lo primero que vio fue el comedero de pájaros, los brazos de madera, la boca abierta de los tablones sostenida sobre un único pie. Se acercaba el día de San Valentín, una mañana húmeda y desapacible, y se dirigía hacia una inmobiliaria, otra distinta en esta ocasión, cercana a la parada de la línea F situada en la Cuarta con Smith, desde donde se divisa la Estatua de la Libertad. De camino se detuvo ante una casa que tenía un comedero de pájaros. ¡Un comedero de pájaros! Y un árbol delante, un roble alto como una torre de más de ciento cincuenta años. Una maestra de escuela había llevado a su clase hasta allí para ver el árbol y vio cómo lo señalaba y les decía a sus alumnos:
       —Hace ciento cincuenta años. ¿Quién sabe decirme cuándo fue eso?
       Pero de entrada fue el comedero de pájaros: una cruz que acababa en un refugio con tejado a dos aguas…, un espantapájaros desnudo adornado con líneas horizontales, como una casa de Frank Lloyd Wright o un motel alpino, con el alféizar de madera repleto de semillas de mijo. Sobre la nieve moteada del suelo había diminutos recipientes llenos de mantequilla de cacahuete. Una ardilla casquivana, saltando y deteniéndose de forma espasmódica, levantaba los recipientes para olerlos y acto seguido mordisqueaba su contenido. En el comedero había un par de palomas… sin techo, de cuello grueso, gárgolas municipales; y allí ¿no había también un gorrión? ¿Y un piñonero?
       La casa era una de las de verdad, de las pocas que quedaban en Nueva York. Una muestra del gótico eduardiano en decadencia, coronada por una cúpula que en su día estuvo pintada de color gris plateado y que hoy se descascarillaba. Había un porche y una celosía de madera trabajada…, el tipo de casa adonde uno iría a tomar lecciones de piano, si es que alguien las tomaba todavía, una casa perfecta para una funeraria. Estaba comprimida entre dos locales: la inmobiliaria y una lavandería.
       —¿Busca un piso de un solo dormitorio? —preguntó la agente.
       —Sí —respondió Mamie, aunque de pronto le parecía algo que era demasiado pequeño y al mismo tiempo un imposible. La agente lucía el cabello y el maquillaje típicos de la mujer que ha vivido siempre en Nueva York, una mujer que siempre sabe exactamente cómo anudarse un pañuelo al cuello. Mamie observó el pañuelo de la mujer, estudiando la geometría exacta de los pliegues y la posición del nudo. Si acababa operándose tendría que aprender a hacerlo para camuflar las cicatrices de su cuello. Sombrero, pañuelo, una pizca de carmín, pastillas mentoladas en la boca: al fin y al cabo, todo el mundo en Nueva York ocultaba alguna cosa.
       La agente de la inmobiliaria cogió un formulario y un bolígrafo.
       —¿Nombre?
       —Mamie Cournand.
       —¿Cómo? Mejor será que lo rellene usted.
       Era muy similar a los formularios que ya había rellenado en otras agencias. Qué tipo de piso busca, cuánto puede pagar, cómo lo pagará…
       —¿Qué significa ilustradora histórica infantil? —preguntó inexpresiva la agente—. Si no le molesta que le pregunte.
       —Trabajo en una serie de publicaciones históricas, en realidad son libros de imágenes, para ni…
       —¿Es autónoma? —Miró a Mamie, dubitativa, desconfiada y luego con simpatía, como animándola a ser franca.
       —Para la McWilliams Company. —Empezó a mentir—. Tengo oficina allí. La dirección está escrita aquí. —Se incorporó de la silla para enseñárselo.
       La agente se apartó bruscamente.
       —Ya me oriento —dijo.
       —¿Se orienta?
       —No es necesario que me lo señale. ¿Son los teléfonos de casa y del trabajo? ¿Su edad…? Olvidó poner la edad.
       —Treinta y cinco.
       —Treinta y cinco —repitió, escribiendo—. Parece más joven. —Miró a Mamie—. ¿Cuánto está dispuesta a pagar?
       —Hum, hasta novecientos más o menos.
       —Buena suerte —bufó, y sin levantarse del sillón con ruedecitas, rebuscó en el archivo, extrajo una carpeta de papel manila y la abrió. Colocó el formulario de Mamie encima.
       —Ya no estamos en los ochenta, me imagino que lo sabe.
       Mamie se aclaró la garganta. Notaba aún la herida sin cicatrizar de la espalda.
       —No ha pasado tanto tiempo. Es decir, muy pocos años.
       Era consciente de que su mirada de miedo y cobardía asomaba de nuevo a sus ojos. Con el miedo se le ponía cara de niña…, odiaba que le pasara eso. De pequeña, escuchaba como si estuviera afligida y nunca hablaba a no ser que le preguntaran directamente. En el instituto era la típica estudiante que se angustiaba por tener que ir a la cafetería. A menudo se quedaba en su habitación tomando té frío instantáneo y estofado.
       —Vive aquí al lado. —La agente se movía a sus espaldas—. ¿Por qué quiere mudarse?
       —Me separo de mi marido.
       La sonrisa cambió.
       —¿En estos días y a esta edad? Buena suerte. —Se encogió de hombros y dio media vuelta para buscar de nuevo en los archivos. Hubo un largo silencio, la agente de la inmobiliaria sacudía la cabeza.
       Mamie estiró el cuello.
       —Me gustaría ver qué tiene, de todos modos.
       —No tenemos nada. —La agente cerró de golpe el cajón del archivador y dio media vuelta—. Pero siga intentándolo. Es posible que mañana entre algo. Nos enviarán algunos listados.

       Llevaban catorce años casados y casi diez viviendo en la zona sur de Brooklyn. En su día había sido un vecindario tan irlandés que hasta finales de los cincuenta los niños habían jugado a fútbol en la calle y hablado en gaélico. Cuando llegaron ella y Rudy, el barrio estaba lleno de italianos que apenas si sabían italiano y que asomaban la cabeza desde las ventanas de los clubes privados, gritando «¿Cómo va?». Ahora eran las chicas hispanas las que, vestidas con leotardos de colores vivos, se reunían en las esquinas al salir de clase, fumaban y barrían las calles. Barrían, decían todos. Los artistas habían tomado el barrio y también poblaban las calles actores poco reconocidos, yonkies y Rosies desesperados. Cuidado, decía el chiste, con los aspirantes a actores.
       El antaño salón de belleza de Mamie y Rudy tenía una puerta con candado y rejas en las ventanas. El interior conservaba las paredes originales de color lavanda y los adornos dorados. En un extremo de la vivienda habían acondicionado el dormitorio en lo alto y en el otro tenían estanterías, caballetes, lienzos y una mesa de dibujo. Apilados contra la pared, junto a la puerta, se hallaban los enormes cuadros de perros gruñendo y Vírgenes Marías de Rudy. Tenía una serie de cada y esperaba exponerlos, antes de morir, antes de que me pegue un tiro en la cabeza al cumplir los cuarenta. Hasta entonces se dedicaba a pintar pisos o a pedirle dinero prestado a Mamie. Únicamente era responsable de una factura, la de los servicios públicos, y más de una vez había tenido que salir corriendo a interceptar a los empleados de la compañía eléctrica, armados con botas y cascos, dispuestos a cortar la luz. «Aquí no te aburres nunca», decía Rudy, dinero en mano. En una ocasión intentó pagar la factura con dos pequeñas naturalezas muertas.
       —No piensas en el mundo real, Rudy. Allí fuera existe un mundo real. —Ella presentía que en él sólo una delgada línea separaba la cordura del encanto—. Un mundo real a punto de explotar.
       —¿Crees que me importa que el mundo explote? —Su cara se ensombreció—. ¿Crees que no lloro cada jodido día pensando en esos Rembrandt del Metropolitan y lo que les pasará si eso sucede?
       —Hoy he ido a una inmobiliaria, Rudy.
       Probablemente, se había comportado como una soñadora inconsecuente durante todo su matrimonio. Para que el amor dure es imprescindible tener ilusiones o no tener ninguna. Pero había que elegir. Lo que complicaba las cosas era cambiar constantemente de bando.
       —¿Otra vez? —suspiró Rudy, con ironía pero dolido.
       En su día el amor había sido como magia. Y ahora parecían simples trucos. ¡Tenías que aprender sus juegos de manos, sus comentarios mordaces, sus avemarías y a superar obstáculos! A pesar de la mierda que había entre ellos, de las épocas en que no se habían sentido comprometidos, de la ira, de las ausencias toleradas, cuando la acuciaba la soledad, ella siempre había vuelto junto a él. Él confiaba en ese ¡abracadabra! Pero el tedio volvía de nuevo. ¿Era posible vivir con la excelencia muerta de algo…, con la estúpida mortaja de un cuerpo, con la cáscara reseca de donde había salido arrastrándose el amor? Él creía que sí.
       El televisor se encendió automáticamente, uno de los anuncios del gobierno: hermosas parejas dando fe de su imperecedera devoción, cuerpos imperecederos. «Somos los Imperecederos», decían, y abrazaban a sus hijos, unos niños pecosos que jugaban con muñecos de ojos de cristal. Imperecedero, decía el anuncio. Sé imperecedero.
       —No lo soporto —dijo Mamie—. No soporto ni a nuestro hermano ni a nuestra hermana. No soporto ni a nuestra madre ni a nuestro hijo. No soporto los anuncios de Imperecederos. No soporto lavarme el pelo con lavavajillas, ni lavar los platos con champú barato, porque estamos demasiado arruinados o desorganizados o deprimidos para disponer de las dos cosas al mismo tiempo.
       Siempre se habían conformado. En lugar de papel higiénico, utilizaban servilletas con motivos festivos, servilletas de cóctel con poinsettias dibujadas. A Rudy le enviaron por error una caja enorme, con una bandeja, llena de esas servilletas. En lugar de toallas, utilizaban alfombras de baño. Alfombras y servilletas con poinsettias. Habían comprado jabón de oferta con frases en la etiqueta del tipo Sé delicado y no necesitarás ser fuerte.
       —Es como si estuviéramos en un campamento, Rudy. ¡Esto es un campamento! —Intentaba recurrir a algo que él comprendiera—. Mi trabajo. Esto está afectando a mi trabajo. ¡Mira esto! —Y se acercaba a la pequeña mesa de dibujo para mostrarle el boceto a medio terminar de las semillas de maíz Squanto. Buscaba una metáfora nuclear: un hombre blanco aprendiendo a sembrar cosas que luego brotarían; el hombre blanco emocionado con la siembra—. Parece un sapo.
       —Parece un catcher del Boston Red Sox. —Rudy sonrió. ¿Sonreiría ella? Prosiguió entre serio y burlesco—: La perspicacia y la generosidad siempre están en guerra. Debes decidir si quieres ser musa o artista. Una mujer no puede ser ambas cosas.
       —No puedo creerte —dijo ella, contemplando el apartamento con mirada acusadora—. Esto no es vida. Es otra cosa. —Y aquel lugar poco iluminado le devolvió la mirada, dolido, un viejo salón de belleza reflejando el fracaso ajeno.
       —Olvídate de lo de Squanto —dijo compasivo—. Tengo una idea para ti. Llevo el día entero dándole vueltas: un libro infantil titulado Demasiadas lesbianas. —Empezó a gesticular—. Lesbianas en los arbustos, lesbianas en los árboles… Encuentra a las lesbianas
       —Voy a tomar un poco el aire —replicó ella, cogió el abrigo y salió apresurada. Ya anochecía, gris como el zinc y frío, una fina capa de hielo se formaba en los charcos de la calle. Pasó corriendo junto a los temblorosos Rosies que se apiñaban en la esquina, recorrió a toda prisa seis manzanas en zigzag para ver de nuevo el comedero de pájaros. Dicen que si visitas un lugar de noche, lo haces tuyo.
       Cuando llegó, la casa estaba a oscuras, como aguantando la respiración para no hacer ruido y que nadie la descubriera. Acercó la cara a la verja, a los duros cilios de hierro forjado, y suspiró, anhelando otra existencia, la de una mujer que viviera en una casa como aquélla, con su encantador tejado abuhardillado, sus cuidadas habitaciones. Recelaba de su propia vida, como los ingenieros aeronáuticos reticentes a volar en los aviones que han diseñado porque temen morir víctimas de su propia charlatanería.
       El comedero de pájaros estaba ahí, alto como un policía. No había pájaros.

       —No deberías irte. Siempre acabas volviendo —musitaba Rudy. El turista y su desesperación, dijo en una ocasión. Era el título de una de sus obras. Una de un perro gruñendo dando brincos sobre un sofá.
       Miró por la ventanita que había junto a la cama, un trozo de cielo y una estrella diminuta, un asterisco que la conducía por un instante hacia una explicación…; la noche le regalaba una nota a pie de página. Él la abrazó, la besó. La cama era el único lugar donde a ella le parecía que no imitaba a nadie. Después de quince años había presenciado todo tipo de imitaciones —amigos, padres, actores de cine— hasta que empezó a asustarse, como si él fuera muchas personas a la vez, personas para ir cambiando, sin grandes apuros, como se haría con los canales de la televisión, una mente enloquecida por el cable. Era Jimmy Stewart. Era Elvis Presley.
       —¿Eran divertidos tus padres cuando eras niño? —le preguntó.
       —¿Mis padres? Bromeas —respondió él—. De vez en cuando memorizaban algo. —Era Dylan tocando la armónica. Natural, totalmente natural. Era James Cagney. También adoptaba el aspecto de una mezcla musical que él denominaba Smokey Robinson Caruso.
       —¿No crees que tendríamos unos hijos preciosos? —Ahora era Rudy, adormilado, retirándole el flequillo de los ojos.
       —Serían nerviosos y dementes —murmuró ella.
       —Estás obsesionada con la salud.
       —Tal vez también harían imitaciones.
       Rudy le besó el cuello, las orejas, el cuello otra vez. Ella tenía que escupir a diario en un recipiente que guardaba en el baño y llevarlo a la clínica con regularidad.
       —Crees que ya no nos queremos —dijo él.
       Podía ser tierno. Aunque a veces era tosco, se colocaba sobre ella con una fuerza que no dejaba nunca de sorprenderla, quería hacer el amor y la llenaba de besos empujándola contra la pared: vamos, vamos; aunque sus cuadros eran cada vez más violentos, torbellinos de hombres calenturientos vestidos con traje y sodomizando animales: es lo que pienso de los yuppies, ¿vale?; aunque cuando iban a un restaurante la machacaba con sus miradas de disgusto mientras ella, dolorosamente aburrida, contemplaba absorta su plato…; allí desnudo, mirándolo abiertamente, podía ser un marido tierno.
       —Lo crees, pero no es cierto.
       Conocía sus pequeñas mentiras desde hacía años, indoloras en su mayor parte, fruto de la vanidad y las dudas, aunque a veces alimentadas simplemente por el deseo de ocultarse de cosas cuya verdad requería un gran esfuerzo de imaginación. Conocía exactamente su modo de contar siempre las mismas anécdotas de su vida, una y otra vez, cambiando algún detalle en cada ocasión, exagerando o contradiciéndose a veces con un propósito concreto —su autorretrato como Genio por Descubrir— y otras aparentemente sin ninguno. Una vez le dijo: «A un palmo de la puerta hay un carrito de la compra vacío atrancado contra la puerta», a lo que ella respondió: «Rudy ¿cómo puede estar a un palmo de la puerta y a la vez atrancado contra ella?».
       «Estaba lleno de periódicos y latas, cosas así. No lo sé.»
       Era incapaz de decir en qué momento empezó a zozobrar el amor entre ellos, cuánto tiempo llevaba jadeando tristemente sobre su propia tumba de rabia y obligación. Habían pasado juntos un tercio de sus vidas…, un tercio, el tiempo que se dedica al sueño. Era el único hombre del mundo que decía encontrarla guapa. Y se había encariñado de ella, la había amado, incluso cuando tenía veinte años y le aterrorizaba el sexo, cuando no se atrevía ni a moverse, fuera por educación o por timidez. La había ayudado. Más tarde aprendió a ansiar con desespero la esencia drogada del sexo: las ceremonias y los besos necesarios parecían sólo eso, necesarios, para llegar a las drogas. Pero todo había sido con Rudy, siempre con él. «Ahora estamos conchabados de verdad», proclamó ella exultante el día que se casaron. «No me sienta bien estar conchabado», dijo él, sin tan siquiera cogerla. «Prefiero hacerme un tatuaje.»
       Los besos se convirtieron en desengaño; los alimentaba la tristeza, empujándoles hacia algún lugar. La ciudad se debatía y el mundo alrededor se apagó. Rudy se dedicó a pintar a sus Vírgenes Marías haciendo pucheros, a abrir latas de cerveza y a mirar películas antiguas en la tele. «Eres feliz hasta que dices que eres feliz. Y luego dejas de serlo. Bonnard. El gran pintor de la felicidad que de tanto expresarla acaba matándola.»
       Tal vez ella había creído que la vida le proporcionaría algo más duradero, más pleno que el amor sexual, pero no fue así, no exactamente. Durante un tiempo se había sentido como una de las chicas de la esquina de la calle: un mundo de leotardos y drogas…, drogas ansiadas a toda costa y conseguidas con excesiva rapidez.
       —¿No crees que nuestro amor es muy especial? —preguntó Rudy. Pero ella no creía en el amor especial. Al igual que se anhela el viento en invierno y a pesar del mundo práctico que la rodeaba, creía en un único tipo de amor, el que se encuentra en el arte: sólo allí se muere por su causa. Según Rudy, había leído demasiadas novelas, novelas victorianas en las que los niños hablan en subjuntivo. Te lo tomas demasiado a pecho, le escribió en una ocasión en que ella marchó a vivir a Boston, con una anciana tía y un bloc de dibujo.
       —Nunca moriría por ti —le dijo ella en voz baja.
       —Seguro que sí —dijo Rudy. Suspiró y volvió a acostarse—. ¿Quieres un vaso de agua? Bajo y te lo traigo.
       A veces su matrimonio era como un santo guillotinado que siguiera andando kilómetros por la ciudad portando su cabeza en las manos. A menudo tenía pensamientos en los que se imaginaba que el apartamento era pasto de las llamas. ¿Qué se llevaría? ¿Qué cosas se llevaría con ella para iniciar una nueva vida? La idea la estimulaba. Te lo tomas demasiado a pecho.

       En el sueño de la casa, cruza la verja, pasa junto al comedero de pájaros y llama a la puerta. Se abre lentamente y entra, entra y sigue, hasta que es ella misma quien abre la puerta, desde el otro lado y preguntándose quién pudo haber llamado.
       —Muerte —repitió Rudy—. Muerte a causa de un holocausto nuclear. Todo el mundo tiene sueños de este tipo. Excepto yo. Yo tengo pesadillas desconcertantes relacionadas con cortes de pelo horribles y que estoy en una fiesta y no conozco a nadie.
       Por la mañana, el sol entraba a raudales por la ventana situada junto a la cama. En invierno había más luz en el interior porque la nieve depositada sobre el alero reflejaba la luz del sol, arrancando destellos granates de la alfombra y dibujando rayas en la cama. Un gato callejero al que habían dado cobijo y comida ganduleaba en el alféizar. Le llamaban Comilón o Bill de los Baskerville y Rudy, de vez en cuando, se mostraba cariñoso con él, lo levantaba muy alto para que husmeara sobre las estanterías y olisqueara el techo, cosa que le encantaba. Mamie había esparcido comida de pájaros sobre la nieve para atraer a las palomas, para que el gato se entretuviera observándolas desde la ventana cuando estaba dentro. Televisión para gatos. Sabía que Rudy odiaba las palomas, sus patas de lagarto y su cerebro de mosquito, su particular torpeza bovina. Admiraba a su amigo Marco, que había colocado rejas metálicas en el aparato de aire acondicionado para evitar que las palomas se posaran en él.
       Normalmente Mamie era la primera en levantarse, la que preparaba el café, la que primero descendía sin hacer ruido por aquellos peldaños improvisados claveteados en el tabique de madera lateral, la que pululaba por la cocina, calentaba el agua, lavaba las tazas, servía el café, preparaba el zumo y lo subía todo a la cama. Desayunaban así, por eso las sábanas estaban llenas de manchas.
       Pero hoy, como siempre que temía que ella le abandonara, Rudy abandonó desnudo las sábanas antes que ella, realizó un salto acrobático desde las alturas del dormitorio y aterrizó en el suelo con un ruido sordo. Mamie observaba su cuerpo: larguirucho, orejas grandes; la espalda, los brazos, las caderas. Nadie menciona jamás las caderas de los hombres, ese par de robustas sillas de montar. Se puso unos calzoncillos tipo bóxer.
       —Me gusta esta ropa interior —dijo—. Me siento como David Niven.
       Preparó el café con el agua que guardaban en un cubo de basura de plástico. La repartían así, semanalmente, como agua de seltz, y pagaban veinte dólares por ella. Lavaban los platos con agua del grifo y también se duchaban con ella aun a sabiendas de que, según los médicos del gobierno, corrían el riesgo de sufrir erupciones cutáneas. En una ocasión en que Mamie se duchó y se frotó enérgicamente con una vieja esponja vegetal, sin estar al corriente del aviso especial que acababan de emitir por radio, salió de la ducha con unas ampollas terribles en los brazos y los hombros: más tarde se enteró de que habían vertido productos químicos en el agua para impedir la propagación de virus procedentes de las pulgas de las ratas de cloaca. Se untó la piel con mayonesa, era lo único que tenían, y las ampollas reventaron revelando debajo una piel rosada como el jamón.
       Exceptuando el placer que le proporcionaba que Rudy le subiese el café —era como un regalo—, odiaba aquel lugar. Pero se puede convivir con el odio. Y así lo hacía. Era tan fuerte y tenía aspectos tan distintos…; la mayor parte del tiempo se retiraba para dejar paso. Era pura aversión que enturbiaba, importunaba y se colocaba frente a tu persona, como un niño que quiere algo.
       Rudy llegó con el café. Mamie rodó hacia el borde de la cama para cogerle la bandeja de poinsettias mientras él pasaba sobre ella para meterse de nuevo en la cama.
       —El hombre del café —dijo ella, intentando parecer alegre, incluso cantarina. ¿Acaso no debía intentarlo? Colocó la bandeja entre ambos, cogió su taza y sorbió el café. Resultaba divertido: cada sorbo era una nueva representación de aquel lugar fétido, volvía a verlo con la mirada de un corazón lleno de cafeína, incluso le parecía bonito. Debía de ser ese extraño cariño repentino que se siente por un lugar odiado antes de abandonarlo. E iba a hacerlo. Otra vez. Convertiría las paredes y los lavacabezas y la suciedad de la trementina en un recuerdo, lo convertiría en el escenario de delitos leves y pensaría en él con un cariño falso, ligero.
       Es posible tomarlo todo a la ligera y como una mentira y no volver a saber nunca más lo que fue verdad y se sintió con el corazón.
       Llegó el gato y se acurrucó a su lado. Le acarició el pelaje de las orejas, cálido y suave, y le limpió los bigotes. El gato agachó la cabeza y cerró los ojos adormilado, satisfecho. Qué triste, pensó, qué terrible, qué suerte ser un animal y confundir cuidados con amor.
       Puso la mano en el brazo de Rudy. Él inclinó la cabeza para besarla pero como era imposible hacerlo sin derramar el café, se incorporó de nuevo.
       —¿Te sientes solo alguna vez? —preguntó Mamie. Cada instante de una mañana suponía un enfrentamiento entre el pasado y el futuro para ver quién prevalecía. Apoyó su mejilla en el brazo de él.
       —Mamie —dijo él en voz baja, y eso fue todo.
       Casi todos sus amigos habían muerto en el transcurso de los últimos cinco años.

Los indios no estaban acostumbrados a las enfermedades que los ingleses llevaron con ellos al Nuevo Mundo. Muchos indios enfermaron. Y a veces morían como consecuencia de la varicela o las paperas. Podía ocurrir que un orgulloso indio se levantara una mañana, se observase en el espejo que había adquirido a un comerciante inglés y viera su cara llena de manchas rojas. El orgulloso indio se enfadaba. Era posible que se diera de cabezazos contra un árbol para mutilarse. O que se lanzara por un precipicio o se arrojara en una hoguera (dibujo).

       La agente de la inmobiliaria llevaba un pañuelo distinto: de punto de color turquesa, anudado con lazada larga y envolviendo el cuello a modo de collar.
       —Una habitación —dijo rápidamente—. ¿Se contentaría con una habitación?
       —No estoy segura —dijo Mamie. Se sentía deprimida y acosada cuando hablaba con alguien elegante y de altos vuelos.
       —Bien, pues regrese cuando lo esté —dijo la agente, sin levantarse de la silla y volviendo de nuevo a sus archivos.
       Mamie cogió el metro hasta Manhattan. Daría un paseo por las galerías de arte del SoHo después de entregar un manuscrito en la McWilliams Company. Luego regresaría a casa pasando antes por la clínica. Llevaba el recipiente de cristal en el bolso.
       En los lavabos de McWilliams se encontró con una secretaria llamada Goz, con la que había hablado alguna vez. Goz estaba frente al espejo pintándose los ojos.
       —Hey, ¿cómo estás? —dijo al ver a Mamie.
       Mamie se quedó a su lado, se lavó la cara para quitarse de encima la suciedad del metro y hurgó en el bolso en busca de un cepillo.
       —Bien. ¿Y tú?
       —Bien. —Goz suspiró. En la repisa del lavabo había dos muestras de perfume, rímel y varios tonos de sombra de ojos. Examinó su cara reflejada en el espejo y hundió las mejillas—. He tardado años en conseguir maquillarme así los ojos.
       Mamie le sonrió con simpatía.
       —Mucha práctica.
       —No…, años de maquillaje. He dejado que las capas fueran acumulándose.
       Mamie se inclinó para cepillarse el cabello cabeza abajo.
       —Hmmm —dijo Goz, algo irritada—. ¿Qué has hecho últimamente?
       —Otra cosa para niños. Es la primera vez que hago los dibujos y el texto. —Mamie se incorporó y echó la cabeza hacia atrás—. Hoy entrego un capítulo para Seth. —El pelo le cayó en la cara y la dejó en penumbra. Parecía una loca.
       —Oh. Hmmmm —dijo Goz. Observaba con interés el cabello de Mamie—. Me gusta el pelo bien peinado. No me parece bien que una mujer vaya por ahí como si acabara de acostarse con alguien.
       Mamie le sonrió.
       —¿Y tú? ¿Sales mucho? ¿Te diviertes?
       —Sí —respondió Goz, un poco a la defensiva. Hoy en día todo el mundo se pone a la defensiva en lo que respecta a su vida—. Salgo. Salgo con un hombre. Y mis amigas salen con otros hombres. Y a veces salimos todos juntos. El problema es que todas somos treinta años más jóvenes que esos tíos. Vamos a un restaurante, o adonde sea, y miro alrededor y veo que todos los hombres salen con mujeres treinta años menores que ellos.
       —Banquetes de padre e hija —dijo Mamie, intentando bromear—. En nuestra iglesia había muchos de ésos.
       Goz se quedó mirándola.
       —Sí —dijo, guardando finalmente sus utensilios de maquillaje—. ¿Sigues con ese chico que vive en un salón de belleza?
       —Rudy. Mi marido.
       —Lo que sea —dijo Goz, entró en el retrete y cerró la puerta.

Ninguno de los ingleses parecía enfermar. En los poblados indios todo eran murmuraciones. «Estamos muriendo», decían. «Y ellos no. ¿Cómo puede ser?»
       Así que el jefe, débil y enfermo, se vistió con la ropa de los ingleses y fue a verlos (dibujo).

       —Esto es para Seth Billets —dijo Mamie, entregando a la recepcionista un sobre grande de papel manila—. Dile que me llame si tiene alguna pregunta. Gracias. —Dio media vuelta y abandonó el edificio, utilizando las escaleras en lugar del ascensor. No le gustaba reunirse con Seth. Era hostil y abstracto, y podían apañárselas muy bien por teléfono. «¿Mamie? Buen trabajo», solía decir. «Te devuelvo el manuscrito con mis sugerencias. Pero ignóralas.» Y el manuscrito llegaba tres semanas después con comentarios al margen del tipo ¡Oh, por favor! y ¡No jodas!
       Compró un periódico y se encaminó hacia las galerías que conocía en Grand Street. Se detuvo en una cafetería de Lafayette. Normalmente pedía un café y un té, y también un pastelito de chocolate y nueces, para remediar la tristeza con chocolate y cafeína y transformarla, de ese modo, en ansiedad.
       —¿Quiere algo o nada? —le preguntó la camarera.
       —¿Cómo? —Asombrada, Mamie pidió una Slenderella.
       —Buena elección —dijo la camarera, como si acabara de pasar un examen, y marchó trotando hacia la cocina.
       Mamie colocó el periódico en diagonal y lo abrió para leerlo, las páginas venían estoicamente llenas de noticias sobre la guerra de la India y las noticias locales mostraban los cuerpos de las mujeres que semanalmente sacaban de las aguas del Gowanus Canal. Mujeres desaparecidas, con contusiones. Golpeadas y ahogadas. Secretarias, estudiantes y alguna que otra Rosie.
       Llegó la Slenderella acompañada por una ensalada de huevo, comió lentamente, disolviendo en la boca la humedad reconfortante de la yema. En la página de necrológicas aparecían muertos de todo tipo, hombres jóvenes, como en una guerra, y siempre al final las palabras: Sus padres le han sobrevivido.
       Dejó el periódico en la mesa a modo de propina y pasó el resto de la mañana entrando y saliendo de galerías, contemplando obras que le parecían mucho peores que las de Rudy. ¿Por qué aquéllas y no las de su marido? Pintar cuadros era lo único que siempre quiso hacer, pero nadie le ayudaba. Se le notaba la edad en la cara: las mejillas hundidas, la barba salpicada de blanco. De las orejas empezaban a despuntar pelos erizados. Solía acompañarle a las inauguraciones de exposiciones, donde oía a la gente decir cosas increíbles como «¿Sintaxis? ¿No te gusta la sintaxis?» o «Ahora ya sabes por qué en la India la gente se muere de hambre… ¡Llevamos una hora esperando que nos traigan el biriyani!». Empezó a marcharse temprano, mientras él seguía deambulando por allí, vestido con pantalones de cuero negro de segunda mano que le sentaban de muerte, charlando con marchantes, famosos y gente de éxito. Se ofrecía para mostrarles sus diapositivas. O se enfrascaba en sus divagaciones sobre Arte del Desastre Teórico, sobre el modo como cualquiera capaz de describir atrocidades podía evitarlas. «Anticípate, e imita», decía. «Es posible impedir y desalentar un holocausto privándolo de su originalidad; ya basta de libros y teatro y pinturas, se puede cambiar la historia llegando el primero.»
       Un marchante de East Village le miró fijamente y dijo: «¿Sabe?, cuando una abeja de la colmena quiere comunicar algo lo hace mediante una danza. Pero si la abeja en cuestión no detiene la danza, las demás la pican hasta causarle la muerte», y acto seguido se volvió y se puso a hablar con otra persona.
       Rudy siempre volvía a casa solo, cruzaba el puente lentamente, sin que se hubiera producido ningún cambio en su vida. Ella sabía que su corazón estaba henchido por ese deseo de los que viven en un gueto de pasar de pobre a rico mediante un único y sencillo acto, ese anhelo que agotaba a los pobres…, algo que la ciudad necesitaba: un pobre exhausto. Peinaba los vertederos buscando ropa, libros de arte, trozos de madera con los que construir marcos y bastidores, y llegaba a casa a primeras horas de la mañana con una enorme planta seca recogida entre la basura, un macetero de madera cojo o un pequeño espejo biselado. Por la noche, sin piso alguno que pintar, se adentraba en la ciudad hasta llegar a la esquina de Broadway con Wall y tocaba la armónica a cambio de algunas monedas. Cánticos de marineros y Dylan. A veces algún que otro peatón ralentizaba el paso al oír Shenandoah, la tocaba de una forma tan lúgubre que incluso alguno de los que él denominaba «plagiarios de la vida», enfundado en su abrigo beige de cuero, «un tío de esos que tiene el agujero del culo en la manga», interrumpía su hora de la comida para permitir que una parte de sí mismo escuchara; en comunión, en recuerdo de los tiempos pasados. Pero la mayoría pasaba de largo, porque los vagabundos no gustaban, tropezando con la caja de zapatos que Rudy depositaba en la acera para recoger las limosnas. No tocaba mal. Y podía resultar tan atractivo como un actor. Pero loco; había algo en su mirada… De hecho, los locos sentían cierta atracción hacia él, se le acercaban como camaradas obligados a hacerlo, con gritos psicóticos, le daban la mano y le abrazaban mientras tocaba.
       Pero la gente con dinero no iba a dárselo a un chico que tocaba la armónica. Un chico con una armónica debía de ser un borracho. Y qué decir de un chico con una armónica y una camiseta estampada con la frase: Reflexión de un alcohólico: Pienso, luego bebo. «A veces me olvido», decía Rudy, poco convencido. «A veces me olvido y me pongo esa camiseta.» La gente con dinero se gastaba seis dólares en una copa, pero nunca ochenta centavos para que un chico con una camiseta como aquélla se tomara una cerveza. Rudy volvía a casa con dinero suficiente para comprar un pincel nuevo y con ese pincel nuevo pintaría un cuadro en el que apareciera un puñado de hombres de negocios sodomizando animales de granja. «Lo mejor de la pintura figurativa», le encantaba decir, «es decidir cómo vestirán los personajes.»
       Cuando él y su amigo Marco pintaban pisos conseguían dinero de verdad, libre de impuestos, y se obsequiaban con comida china. Su sociedad de pintura de casas se llamaba Nuestra Meta son las Paredes y regalaban globos a modo de propaganda. Entonces sí que gustaban a los ricos… —«¿Dónde está mi globo, chicos?»—, hasta que descubrían que les faltaba alguna botella o que había llamadas interurbanas desconocidas en la factura del teléfono. Así pues, pocas veces les daban referencias.
       Y últimamente le ocurría algo. De noche, más que antes incluso, la acosaba, la forzaba y ella le tenía cada vez más miedo. «Te quiero», murmuraba. «Si supieras cuánto.» La agarraba por los hombros causándole dolor, se pegaba a su boca, le hacía daño. Cuando iban de galerías y museos se burlaba tranquilamente de todas sus opiniones. «No sabes nada de arte», decía, riendo y sacudiendo la cabeza, cuando a ella le gustaba algo que no fuera de Rembrandt, de alguien que él pudiera ver como un competidor, alguien de su misma edad, alguien que fuera una mujer.
       Empezó a ir sola, como ahora, cruzaba zumbando las distintas salas de la galería hasta detenerse, largo tiempo, ante el cuadro que le gustaba, ante aquel que más la atraía. Le gustaban las escenas en las que aparecía el mar y algún barco, aunque no había muchas. Casi todo era lo que ella denominaba arte de Etiquetas de Advertencia: Como un hombre, decía una. El amor acaba en odio, otra.
       O iba al cine. Un chico con una placa en la cabeza se enamora de una chica que le desprecia. La secuestra, le da de comer y luego la mata abriéndole la cabeza para ponerle también una placa. Acto seguido la sienta en una silla y pinta su desnudez con acuarelas.
       Por la tarde, regresa a casa en metro y le da la impresión de que todos los mendigos tienen la cara de Rudy, se vuelven, la miran de soslayo. Se acercarán a ella de repente, se sentarán a su lado y eructarán, sacarán la armónica y tocarán una vieja canción popular. O se sentarán lejos y simplemente la mirarán. Y ella los mirará de reojo y todos los vagabundos del tren observarán su mirada, tan persistente como el dolor.
       Salió en la Cuarta Avenida y entregó el recipiente en la clínica.
       —Le enviaremos los resultados por correo electrónico —dijo un joven vestido con un traje plateado, un técnico que la observó con cautela.
       —De acuerdo —dijo ella.
       Entró en una tienda de la esquina a probarse ropa para consolarse. Ella y Rudy solían hacerlo de vez en cuando, dos jóvenes pobres probándose ropa cara, con el único propósito de demostrar al otro el aspecto que tendrían si sólo… Salían de los probadores, saludaban y hacían reverencias, exasperando al vendedor. Devolvían las prendas a las perchas, regresaban a casa y hacían el amor. En una ocasión, antes de abandonar la tienda, Rudy cogió un traje muy formal de la percha y vociferó: «Yo no voy a estos sitios». Esa misma noche, durante la agonía de una pesadilla, había cogido el hacha que guardaba debajo del colchón y la había levantado hacia ella. «Despiértate», había suplicado Mamie, agarrándole del brazo hasta que lo bajó; él la miraba sin verla, la confusión estrellándose contra el reconocimiento, una superficie rota para respirar.
       —Ven aquí —dijo Rudy en cuanto llegó a casa. Había preparado la cena, ensalada de frutas y espinacas y muslos de pavo, que estaban de oferta en Caveman. Estaba algo bebido. Mamie observó que el cuadro en que había estado trabajando representaba un perro gruñendo dando brincos sobre una Virgen María y arrancándole sus pantalones de tirolés…, mala señal. Junto al lienzo, cucarachas aplastadas en el suelo como pastelillos.
       —Estoy cansada, Rudy —dijo.
       —Vamos. —La putrefacción de su muela mala flotaba hacia ella como una nube. Se apartó de él—. Entonces quiero que después de cenar me acompañes a dar un paseo. Como mínimo. —Eructó.
       —De acuerdo. —Se sentó a la mesa y él también. El televisor estaba encendido, un reestreno de El loco de pelo rojo, la película favorita de Rudy.
       —Vaya loco ese Van Gogh —dijo con voz cansina—. Dispararse en el estómago. Cualquier persona en sus cabales se habría pegado un tiro en la cabeza.
       —Naturalmente —dijo Mamie, con la mirada fija en las hojas de espinacas; los trozos de naranja de encima parecían peces de colores muertos. Masticó el muslo de pavo, estaba picante y seco—. Delicioso, Rudy—. Cualquier persona en sus cabales se habría pegado un tiro en la cabeza. De postre había una barra de caramelo partida en dos.
       Salieron. Anochecía; el sol no se ponía tan rápido como en enero, cuando descendía a la velocidad de una persiana, sino que lo hacía de forma algo más lenta, dejando tras de sí una luz débil y vacilante. Un ojo morado amarilleando. Descendieron juntos la cuesta en dirección al sur de Brooklyn; el color anaranjado anunciaba que muy pronto sería noche cerrada. Parecía que hicieran carreras, primero se adelantaba un poco uno y luego el otro. Pasaron junto a las viejas casas de ladrillo, la iglesia de Santo Tomás de Aquino, la estación de las líneas F y G, ese tren que se decía no iba a ninguna parte porque iba desde Brooklyn hasta Queens, sin pasar por Manhattan; siempre iba vacío.
       Siguieron caminando por debajo del tren elevado. Un tren rugió desafiante por encima de sus cabezas. La iluminación de la calle era cada vez más escasa, las casas cada vez más pequeñas, rodeadas por vallas y apretadas entre sí, como los habitantes de un asilo, con la mirada fija en espera de la muerte. Las tiendas que pudiera haber estaban cerradas y oscuras. Un escuálido perro labrador negro olisqueaba las bolsas de basura, las empujaba con el hocico como si fueran cuerpos muertos a los que hay que dar la vuelta para descubrir el arma del crimen, el picahielos clavado en la espalda. Rudy cogió a Mamie de la mano. Mamie podía sentirla: firme, escamosa, agrietada por la trementina, las uñas surcadas como conchas marinas, los pulgares oscurecidos por accidentes laborales, sangre coagulada en la parte inferior.
       —Mírate las manos —dijo Mamie, deteniéndose y exponiéndolas a la luz de una farola. Quedaban todavía rastros de chocolate y él las retiró cohibido para esconderlas en los bolsillos del abrigo—. Deberías utilizar algún tipo de crema, Rudy. Un día de éstos te caerán las manos al suelo.
       —Pues no me las cojas.
       Estaban frente al Gowanus Canal. El olor frío y amargo de los productos químicos les azotaba la cara.
       —¿Adónde vamos? —preguntó ella. Un hombre enfundado en un abrigo sin botones se acercaba desde el extremo opuesto del puente, cruzó al otro lado y siguió caminando—. ¿Resulta un poco raro, verdad, andar por aquí a estas horas?
       Se encontraban en el puente levadizo sobre el canal y se detuvieron. Era extraño, como una pequeña locura, estar allá arriba, mirando hacia abajo en la oscuridad, en un barrio peligroso, como si estuvieran enamorados y acostumbrados a ese tipo de aventuras. A veces parecía que Rudy y ella fueran dos personas tratando de bailar el tango, sudando e intentándolo, incluso después de que la orquesta se hubiera hartado de tocar, mucho después de que todo el mundo hubiera marchado a casa.
       Rudy se apoyó en la barandilla del puente y otro tren rugió sobre sus cabezas, uno de la línea F, con su cuadrado de color frambuesa.
       —Es el tren elevado más alto de la ciudad —dijo él, aunque el ruido del tren ahogó su voz.
       Una vez hubo pasado el tren, Mamie murmuró:
       —Lo sé. —Algo pasaba cuando Rudy decidía dar paseos como aquél por Brooklyn.
       —¿Qué te apuestas a que hay cadáveres en el río? Seguro que los periódicos aún no han informado de su existencia. ¿Qué te apuestas a que hay gángsters y prostitutas y cuerpos de mujeres que los hombres nunca aprendieron a amar?
       —¿Qué estás diciendo, Rudy?
       —Te apuesto a que aquí hay más cadáveres —dijo, y por un instante Mamie observó esa ira en su cara que le resultaba tan familiar, aunque desapareció enseguida, como un pájaro, y en aquel momento su cara no fue nada, una estación entre trenes, hasta que sus facciones dibujaron repentinamente su interior y se echó a llorar, escondiendo la cara en las mangas del abrigo, entre sus manos, duras y castigadas.
       —¿Qué sucede, Rudy?
       Se colocó detrás de él y le abrazó, le abrazó por la cintura y apoyó la mejilla contra su espalda. Tiempo atrás él adoptaba aquella postura para consolarla, épocas en las que él le frotaba la espalda y volvía a conectarla con algo: esas épocas en las que parecía que ella estuviera flotando y viviera muy lejos de allí y en las que él era como un médium que la reclamaba desde la muerte. «Aquí estamos, en la Cueva de los Frotadores de Espaldas», solía decir, cerniéndose sobre ella, tapados ambos con la colcha como en un diminuto y cálido refugio, la infancia volviendo a ella a través de sus manos. La vida era lo suficientemente larga como para poder seguir aprendiendo las cosas otra vez, pensando y sintiendo de nuevo cosas que uno ya sabía.
       Tosió y no se volvió.
       —Quiero demostrar a mis padres que no soy un mierda.
       Cuando tenía doce años su padre se había ofrecido a acompañarle a casa de Andrew Wyeth. «Quieres ser artista, ¿no es eso, hijo? ¡Pues he descubierto dónde vive!»
       —Es un poco tarde para preocuparse de lo que nuestros padres piensan de nosotros —dijo ella. Rudy tendía a aferrarse a cosas que no venían a cuento…; el cuento era demasiado espantoso. Rugió otro tren y de las aguas del canal se levantaron oleadas de acidez y azufre—. ¿Qué sucede? De verdad, Rudy. ¿De qué tienes miedo?
       —Los Tres Secuaces —dijo—. Pobreza, Oscuridad, Masturbación. Y otros tres. Tedio, Anomia, Miseria. Dame una buena razón para seguir viviendo. —Estaba gritando.
       —Lo siento —suspiró. Se apartó de él y sacudió una mota de polvo del abrigo—. Me has pillado en un mal día. —Buscó algún tipo de emoción en su perfil—. Me refiero a que es la vida o nada, ¿verdad? No tienes que amarla, sólo tienes que… —No podía pensar en qué.
       —Vivimos en un mundo terrible —dijo él y se volvió para mirarla, melancólico y apenado. Ella captaba el aroma acre y animal que salía de sus axilas. A veces olía así, como un loco. Una vez ella se lo mencionó y él corrió de inmediato al baño a ponerse su colonia y se metió en la cama oliendo como ella. En otra ocasión, se equivocó de botella y se roció el cuerpo entero con Ajax.
       —Feliz Día de San Valentín.
       —Sí —dijo ella, con miedo creciente reflejado en la voz—. ¿Podemos regresar?

Se sentaría con ellos con gran dignidad y cortesía. «Debéis rezarle a ese dios vuestro que os mantiene sanos. Debéis rezarle para que nos permita vivir. O, si tenemos que morir, podamos ir junto a vuestro dios para que también le conozcamos.» Los ingleses se quedaron en silencio. «Ya veis», añadió el jefe, «rezamos a nuestro dios pero no nos escucha. Hemos hecho algo que le ha ofendido.» Acto seguido el jefe se puso en pie, volvió a casa, se quitó sus ropas inglesas y murió (dibujo).

       Goz estaba de nuevo en los lavabos de señoras y sonrió ante la aparición de Mamie.
       —¿Vas a preguntarme cómo me va mi vida sentimental? —dijo, de pie ante el espejo y pasándose la seda dental entre los dientes—. Siempre lo haces.
       —De acuerdo —dijo Mamie—. ¿Cómo te va tu vida sentimental?
       Goz siguió arriba y abajo con la seda, hasta acabar con la tarea.
       —No tengo vida sentimental. Tengo algo como una vida.
       Mamie sonrió. Pensó en lo agradable que debía de ser hallarse pacíficamente libre de amor, del amor y sus deseos implícitos; un marido y una esposa como dos colegas del ejército contándose anécdotas y apostando en los campeonatos nacionales de béisbol.
       —Es puro, franco y amistoso. Café y nada de pasión. Deberías probarlo. —Entró en uno de los retretes y corrió el pestillo—. Ya no hay nada seguro hoy en día —gritó desde el interior.

       Mamie salió, fue a una tienda de discos y compró algunos. Ya nadie los compraba y podían adquirirse por setenta y cinco centavos. Compró únicamente discos que incluían la palabra corazón en el título: El corazón vernacular, Corazón agitado, Un corazón no es más que una bicicleta detrás de las costillas. Luego tuvo que marchar. Alejada del calor sofocante de la tienda, abrazó los discos contra su pecho y echó a andar, entre los aromas decadentes de los restaurantes de Chinatown y en dirección al puente de Brooklyn. Las aceras apestaban y estaban húmedas y hacía calor, como si hubiera llegado la primavera. Todo el mundo había salido a pasear. De camino a casa, pararía en la clínica y dejaría el recipiente.
       Pensó en el sueño que había tenido la noche anterior. En el sueño se abría una puerta de su casa y de repente había más habitaciones, habitaciones cuya existencia desconocía, una casa entera más allá y era suya. Allí vivían pájaros y todo era oscuro, pero bello, habitación tras habitación, con ventanas abiertas para los pájaros. De las paredes colgaban cuadros de punto de cruz que decían: Muere aquí. La agente de la inmobiliaria seguía repitiendo: «En estos días y a esta edad» y «Es un robo». Goz estaba allí, el pelo rubio teñido de rojo y evidentes raíces oscuras. Tricolor, como una mazorca de caramelo. «Sólo nosotras, chicas», iba diciendo. Era el fin del mundo y se suponía que debían vivir allí juntas, hasta que llegara el momento de morir, hasta que el cuerpo empezara a notar cosas extrañas, se resfriaran y perdieran el pelo, y en la televisión sólo se vieran rayas. Recordaba algún tipo de movimiento…, un remolino alarmista, en las escaleras, pasillos, túneles oscuros ocultos detrás de los cuadros… y entonces, en el sueño, todo se desenredaba hasta detenerse.
       Al llegar al puente vio un gran alboroto algo más adelante. Dos helicópteros volaban dando círculos y en medio de la acera se concentraba un pequeño grupo de gente. Detrás, por la derecha, llegaban un camión de bomberos y un coche de policía, con la sirena y las luces. Se acercó a la muchedumbre.
       —¿Qué sucede? —preguntó a un hombre.
       —Mire. —Señaló en dirección a otro hombre encaramado sobre la red y las vigas de hierro que se prolongaban más allá de la barandilla del puente. Llevaba las muñecas vendadas con algo de color negro y se agarraba con las manos a los cables de suspensión. Tenía la espalda arqueada y el cuerpo se balanceaba sobre las aguas, como atrapado en una red de paralelogramos de acero. La cabeza le colgaba como si le hubieran crucificado y el viento le enmarañaba el cabello. Estaba oscuro, pero el perfil de aquel hombre le resultaba familiar.
       —Oh, Dios mío —dijo.
       —Esa mujer de ahí dice que es el tipo que buscan por los asesinatos del Gowanus Canal. ¿Ve los barcos de la policía ahí abajo? —Dos lanchas pintadas de rojo y blanco surcaban las aguas y uno de los helicópteros permanecía inmóvil en el aire.
       —Oh, Dios mío —dijo Mamie de nuevo, abriéndose paso entre la multitud. Estaba sofocada. Una moto de la policía se detuvo en la acera detrás de ella. El policía acababa de desenfundar las pistolas—. Le conozco —repetía Mamie a la gente, dando codazos—. Le conozco.
       Sujetó con fuerza contra su cuerpo el monedero y el bolso y siguió avanzando. El policía la seguía de cerca, así que siguió dando empellones con más fuerza. Cuando llegó justo enfrente de donde estaba el hombre, dejó las cosas en el suelo, se encaramó a la barandilla y empezó a trepar hacia la parte superior del puente sintiendo el tacto del metal en la piel.
       —¡Hey! —gritó alguien. El policía—. ¡Hey!
       Veía circular los coches bajo sus pies y el viento del océano le impedía abrir la boca. Trató de no mirar hacia abajo.
       —¡Rudy! —gritó, un grito débil en medio de tanto ruido, su garganta era sólo media garganta—. ¡Soy yo!
       La rodeaba el cielo, se dirigía hacia él, se acercaba. Las uñas arañaban el metal. Estaba acercándose, pronto llegaría a estar lo suficientemente cerca como para tocarle, para hablar con él, para acariciarle la cara y decirle algo así como vayamos a casa. Pero entonces, de repente, aún fuera de su alcance, se soltó de los cables y cayó, dando vueltas como las aspas de un molino, hasta desaparecer en el East River.
       Se quedó helada. Rudy. Dos personas gritaron. Se alzó un murmullo de la multitud, la gente se empujaba contra la barandilla. No, esto no.
       —Disculpe, señora —gritó una voz—. ¿Dice que conocía a ese hombre?
       Retrocedió lentamente de rodillas y bajó a la acera. Ni se daba cuenta de que le sangraban las heridas de las piernas. Alguien la tocaba, notaba manos que tiraban de ella sujetándola de los brazos. El monedero y el bolso seguían donde los había dejado, sobre el cemento, se liberó, cogió sus cosas y echó a correr.
       Cruzó corriendo todo el puente y siguió corriendo por entre la humedad con olor a amoníaco del callejón, atravesó a toda prisa un parque asolado, zigzagueó por las calles con nombres de frutas de las colinas —Frambuesa, Piña—, sobre los adoquines hexagonales del paseo, junto al agua y giró a la izquierda al toparse con un semáforo en rojo. No dejó de correr ni al encontrarse, sin saber cómo, en los jardines Carroll, de nuevo junto al Gowanus Canal. No, esto no. Subió corriendo la colina del sur de Brooklyn durante veinte minutos, sin importarle el tráfico, los semáforos en rojo ni las sirenas, bajo el espantoso rugir de los helicópteros y de un avión que volaba bajo, hasta que llegó a la casa del comedero de pájaros, y una vez allí, sin poder apenas respirar, se abalanzó contra la reja y se echó a llorar, un llanto solitario y sordo.

       Oscurecía. Dos Rosies pasaron junto a ella, ignorándola aunque aminorando el paso, jadeantes. Decidieron también sentarse junto al muro, pero a cierta distancia. Era consciente de que ya había entrado en la categoría de los enfermos, pero aún no la reconocían como tal.
       —¿Estás bien? —oyó que le decía una de las Rosies a la otra, depositando la caja de flores en la acera.
       —Estoy bien —respondió la amiga.
       —Tienes peor aspecto.
       —Quizá —suspiró—. La cuestión es que nunca sabes por qué estás en un determinado lugar. Te levantas, te mueves. Y sigues pensando que debe de haber algo distinto.
       —Mírala —espetó la amiga, observando a Mamie.
       —¿Qué? —dijo la otra, y se quedaron calladas.
       Pasó un camión de bomberos. Las sirenas chillaban desaforadamente. Mamie se incorporó al cabo de un rato, lenta como una persona con artrosis, cogió el bolso —el recipiente seguía ahí— y dejó los discos. Empezó a caminar y tropezó con un adoquín levantado. Y se percató de algo: la casa del comedero de pájaros no tenía cúpula. Ni comedero de pájaros. Sino un cartel en el que se leía
RESTAURANTE con una paloma dibujada.
       Pasó junto a las Rosies y les entregó un dólar a cambio de un lirio.
       —¡Caramba! —dijo la que se lo dio.
       La luz de su apartamento estaba encendida y el candado colgaba abierto como un gancho. Se quedó quieta un instante, abrió la puerta empujándola con el pie y el pomo interior chocó contra la pared. No se oía nada y permaneció indecisa en el umbral, como un deseo, algo suspendido en el aire que no puede entrar en una habitación. Pero lentamente dio un paso adelante, sin soltarse del marco de la puerta para mantener el equilibrio.
       Estaba allí, con el pelo seco y vestido con otra ropa. Levantaba los brazos y sujetaba al gato como si fuera un mástil. Daba vueltas por la estancia lentamente, como si estuviera practicando un profundo ejercicio oriental o bailando, y el gato, mientras, investigaba las estanterías.
       —Eres tú —dijo Mamie, helada junto a la puerta abierta.
       La inundó la peste a calabaza que salía del baño. El frío la empujó por detrás, arrastrando consigo el ruido de los helicópteros. Se volvió para mirarla y bajó el gato hasta la altura del pecho.
       —Hola. —Mascaba un trozo de caramelo y tenía trozos pegados en los dientes. Señaló su mejilla, sonriendo—. Pastillas de azufaifa —dijo—. Juegan con tu mente.
       Se encendió el televisor: gente cantando a coro, como un himno a la cola. Somos los Imperecederos. Somos…
       Se volvió y levantó el gato de nuevo para acercarlo a las molduras doradas del techo.
       —Esto les encanta a los gatos —dijo. Tenía los brazos largos e incansables. Al levantarlos, la camisa se soltó del pantalón dejando al desnudo la cálida piel de su cintura, centelleando como una sonrisa—. ¿Dónde has estado?
       Sólo existía este mundo, esta tierra saqueada y que estaba en manos de un ventrílocuo. De buscar un lugar donde morir, ¿no podría ser éste? Como una vieja lección sobre conocer a tu especie y volver. Tenía miedo y, finalmente, sabía que los que tenían miedo buscaban oportunidades para ser valientes en el amor. Se colocó la flor en la camisa. Vida o muerte. Algo o nada. ¿Quieres algo o nada?
       Se acercó a él con un corazón del que algún día debería desterrar el terror.
       Aquí. Pero no ahora.



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