Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


La hija de la aurora (1899)
(“A Daughter of the Aurora”)
Originalmente publicado en la revista San Francisco Wave
(24 de Diciembre de 1899), págs. 9-10,16;
The God of His Fathers
(Nueva York: The Macmillan Company, 1901, 299 págs.)



      —Tú, ¿cómo llamarte…? Hombre vago. Tú, hombre vago, deseas tenerme de esposa. Pero no. Nunca, no, nunca, será hombre vago mi esposo.
       Así expresaba su opinión Joy Molineau a Jack Harrington, igual que se la había expresado, aunque de una forma menos original y en su propia lengua, a Louis Savoy la noche anterior.
       —Escucha, Joy…
       —No, no. ¿Por qué escuchar a hombre vago? Es muy malo, anda por ahí, visita mi cabaña y no hacer nada. ¿Cómo conseguir comida para familia? ¿Por qué no tener oro? Otros hombres tener mucho.
       —Pero si trabajo duro, Joy. No hay ni un solo día en que me quede sin salir al camino o ir al arroyo. Ahora vengo de allí. Mis perros aún no han descansado. Otros hombres tienen suerte y encuentran mucho oro, pero yo… yo no tengo suerte.
       —Ah, pero cuando el hombre de esposa que es india, el hombre McCormack, cuando él descubridor del Klondike, tú no fue. Otros hombres sí, otros hombres ahora ricos.
       —Sabes que estaba haciendo prospecciones en la cabecera del Tanana —protestó Harrington— y no supe lo de Eldorado o Bonanza hasta que fue demasiado tarde.
       —Eso es distinto. Pero tú…, cómo decís…, andar despistado.
       —¿Qué?
       —Despistado. Sí, no enteras. Nunca tarde. En el arroyo Eldorado haber una mina muy rica. El hombre puso estacas y marchó. Nadie sabe qué pasarle. El hombre de estacas no vuelta. Sesenta días y ningún hombre registrar concesión, entonces otros, muchos otros, cómo decir, poder apropiar concesión. Correr como viento para presentar papel. Ganador muy rico y tener comida para familia.
       Harrington consiguió ocultar una buena parte del interés que esas palabras habían despertado.
       —¿Cuándo termina el plazo? —preguntó—. ¿De qué concesión se trata?
       —Mismo conté Louis Savoy ayer noche —continuó diciendo ella sin hacerle caso—. Creo que él poder ganar.
       —¡Que le den a Louis Savoy!
       —Louis Savoy decir así en mi cabaña ayer: “Joy, yo ser hombre fuerte. Tener perros buenos. Tener aguante. Yo ganar. ¿Entonces tú casar conmigo?”. Y yo decir, yo decir…
       —¿Qué le dijiste?
       —Yo decir: “Si Louis Savoy ganador, tendrá a mí por esposa”.
       —¿Y si no gana?
       —Entonces Louis Savoy no ser…, cómo decir…, padre de mis hijos.
       —¿Y si gano yo?
       —¿Ganar tú? ¡Ja, ja! ¡Nunca!
       Por muy exasperante que resultara, era una delicia oír la risa de Joy Molineau. A Harrington no le importó, ya hacía mucho tiempo que lo había domado. Además, aquello no era una excepción: había obligado a todos sus pretendientes a sufrir de la misma manera. En aquel momento estaba tan atractiva, con los labios ligeramente abiertos, el rubor realzado por el mordiente beso del frío, los ojos brillantes con ese encanto que es el mayor de los reclamos y que solo se encuentra en la mirada femenina. Sus perros la rodeaban como una masa hirsuta y el guía, Colmillo Lobo, apoyaba el morro con suavidad sobre su regazo.
       —¿Y si gano yo? —insistió Harrington.
       Ella pasó la mirada del perro al pretendiente y viceversa.
       —¿Qué decir tú, Colmillo Lobo? Si él fuerte y tener papel, ¿ser esposa de él? ¿Eh? ¿Qué decir?
       Colmillo Lobo levantó las orejas y le dedicó un gruñido a Harrington.
       —Hay mucho frío —añadió de repente con esa irrelevancia tan femenina, se puso de pie y organizó a su traílla.
       Su pretendiente la observó, imperturbable. Lo tenía a la espera desde que se conocieron, de manera que ahora la paciencia había pasado a formar parte de sus virtudes.
       —¡Adelante, Colmillo Lobo! —gritó la joven, subiéndose al trineo de un salto en el momento en que arrancaba—. ¡Vamos! ¡Adelante!
       Harrington la observó de reojo seguir el camino de Forty Mile. Donde la senda se bifurcaba y cruzaba el río hacia Fort Cudahy, ella detuvo a los perros y se dio la vuelta.
       —¡Eh, hombre vago! —gritó—. Colmillo Lobo dice sí, si ganador.
       Pero de alguna forma, como ocurre siempre, el asunto se filtró y todo Forty Mile, que hasta entonces había especulado sobre a quién elegiría Joy Molineau de entre sus dos últimos pretendientes, ahora empezó a intercambiar apuestas y suposiciones sobre quién ganaría la próxima carrera. El campamento se dividió en dos facciones, que se esforzaron al máximo por lograr que sus respectivos favoritos llegasen primero a la meta. Lucharon por conseguir los mejores perros de la región, porque la calidad de los perros era algo esencial para vencer, y el vencedor se llevaba un buen trofeo: además de lograr una esposa sin igual, se haría con una mina que como poco valía un millón.
       Aquel otoño, cuando llegó la noticia del descubrimiento de McCormack en Bonanza, todos los habitantes de las regiones altas —incluidos los de Circle City y Forty Mile— habían salido en estampida Yukón arriba. Bueno, todos menos los que, como Jack Harrington y Louis Savoy, se encontraban de viaje, haciendo prospecciones en el Oeste. Plantaron estacas en los arroyos y en los terrenos de pasto para los alces de forma indiscriminada y promiscua, lo que los llevó, por casualidad, hasta el menos prometedor de los arroyos, Eldorado. Olaf Nelson había delimitado con estacas ciento cincuenta metros lineales de terreno, puesto el aviso de propiedad y desaparecido sin dejar rastro. Por entonces la oficina de registro más próxima se encontraba en el cuartel de la Policía de Fort Cudahy, al otro lado del río, frente a Forty Mile, pero cuando corrió el rumor de que el arroyo Eldorado ocultaba los mayores tesoros, enseguida se descubrió que Olaf Nelson no había realizado el viaje Yukón abajo para registrar su propiedad. Los hombres miraban ansiosos aquella concesión que no tenía dueño y en la que sabían que cientos de miles de dólares esperaban a que los sacasen a paladas y los lavasen. Pero no se atrevían a tocarla, ya que la ley permitía que transcurriesen sesenta días entre la delimitación con estacas y el registro, tiempo durante el cual la concesión era inmune. Toda la región sabía que Olaf Nelson había desaparecido y muchos hombres se preparaban para apropiarse de su concesión y para la consiguiente carrera hasta Fort Cudahy.
       Pero en Forty Mile la competición se vio limitada. Al repartir el campamento sus energías para equipar a Jack Harrington o a Louis Savoy, ningún hombre fue lo bastante necio como para presentarse sin ayuda. Hasta la oficina de registros había una tirada de ciento sesenta kilómetros y había quedado decidido que los dos favoritos contarían con cuatro relevos de perros situados a lo largo del camino. Lógicamente, el último grupo de perros iba a ser crucial y para esos cuarenta kilómetros sus respectivos partidarios se esforzaban por conseguir los animales más fuertes. Hasta tal punto se volcaron las dos facciones y tanto pujaron que en los anales de la región los perros nunca alcanzaron precios tan altos. Precisamente esa lucha por los perros hizo que todo el mundo se fijase aún más en Joy Molineau. No solo era la causa de todo aquello, sino que poseía la mejor traílla de perros desde Chilkoot al mar de Bering. Colmillo Lobo no tenía precio, ya ocupase el puesto de perro guía o de rueda. Ganaría el hombre cuyo trineo guiase en el último tramo. De eso no había duda. Pero la comunidad sabía cómo debían hacerse las cosas y nadie molestó a Joy para pedirle su perro. Ambas facciones se consolaban pensando que, si uno no se beneficiaba, el otro tampoco.
       Sin embargo, debido a que el hombre, ya sea como individuo o en grupo, ha sido creado de forma que pasa por la vida alegremente, sin percatarse de las sutilezas más ocultas en la mujer, los hombres de Forty Mile no fueron capaces de adivinar la perversidad que Joy Molineau escondía en su interior. Después confesaron que no habían sido capaces de valorar a aquella hija de la aurora, de ojos negros, cuyo padre había comerciado con pieles en la región antes de que ellos soñasen con invadirla y que, al nacer, lo primero que vio fue el centelleo de la aurora boreal. No, su nacimiento no la volvía menos mujer ni limitaba su conocimiento de los hombres. Sabían que jugaba con ellos, pero no eran conscientes de la inteligencia, la intensidad y la destreza que dicho juego llevaba implícito. No fueron capaces de ver más que la carta a la vista, de manera que hasta el último momento Forty Mile vivió en un estado de agradable ignorancia y, hasta que ella no mostró su triunfo final, no pudieron calcular el resultado. A principios de semana, el campamento se dispuso a acompañar a Jack Harrington y a Louis Savoy hasta el lugar de partida. Habían decidido contar con un buen margen de tiempo ya que preferían llegar a la concesión de Olaf Nelson vanos días antes de que expirase su inmunidad, de manera que pudiesen descansar y sus perros recuperasen fuerzas para la primera etapa. De camino vieron que los hombres de Dawson situaban traíllas de perros de repuesto a lo largo del camino y que no escatimaban en gastos, porque había millones en juego.
       Un par de días después de que partieran sus campeones, Forty Mile empezó a enviar los relevos, primero al puesto de ciento veinte kilómetros, luego al de ochenta y por último al de cuarenta. Las traíllas para la última etapa eran magníficas y estaban tan igualadas que los del campamento discutieron sus méritos relativos durante una hora entera a 45 °C bajo cero antes de permitirles arrancar. En el último momento apareció Joy Molineau sobre su trineo. Se llevó a Lon McFane, encargado de la traílla de Hanington, a un lado y casi no había empezado a hablar con él cuando todos vieron que el hombre hacía un gesto de sorpresa tan enfático y veloz que prometía grandes cosas. McFane desenganchó a Colmillo Lobo del trineo de Joy, lo situó como guía de la traílla de Harrington y dirigió a los animales hacia el camino del Yukón.
       “¡Pobre Louis Savoy!”, dijeron los hombres. Pero Joy Molineau los desafió con una mirada de sus ojos negros y regresó a la cabaña de su padre.


* * *

      En la concesión de Olaf Nelson ya casi era medianoche. Unos pocos cientos de hombres envueltos en pieles habían preferido los 50 °C bajo cero y la posibilidad de apropiarse de aquel terreno a los alicientes de una cabaña caliente y la comodidad de un catre. Varias decenas tenían ya preparados sus avisos y los perros a mano. Un grupo de agentes de la Policía Montada del capitán Constantine se ocupaba de que todos jugasen limpio. Tenían órdenes de no permitir que nadie clavase una estaca hasta que el último segundo del día formase parte del pasado. En la región septentrional ese tipo de órdenes tienen tanta fuerza como las de Jehová y su transmisión es tan rápida y efectiva como el rayo. Era una noche despejada y muy fría. La aurora boreal pintaba ornamentos de colores palpitantes en el cielo. Oleadas rosadas de helado resplandor recorrían el cénit y enormes franjas destellantes de un blanco verdoso ocultaban las estrellas o una mano de Titán levantaba arcos gigantescos por encima del Polo. Ante semejante exhibición los perros lobo aullaban igual que sus antepasados de otras eras.
       Un policía cubierto con un abrigo de piel de oso dio un paso al frente con el reloj en la mano. Los hombres se apresuraron entre los perros, obligándolos a levantarse, desenredando los tirantes y poniéndolos en su sitio. Los participantes se acercaron a las marcas de salida, sujetando con fuerza las estacas y los avisos. Habían estudiado los límites de la concesión tan a fondo que incluso podrían demarcarla con los ojos cerrados. El policía levantó la mano. Los hombres se despojaron de las mantas y pieles superfluas, se colocaron bien los cinturones y aguardaron.
       —¡Listos!
       Sesenta pares de manos se quitaron las manoplas. El mismo número de pares de mocasines pisaron la nieve con fuerza.
       —¡Ya!
       Cruzaron la enorme extensión disparados y empezaron a rodearla, colocando los avisos en cada rincón y en el medio, donde debían clavar las dos estacas centrales. Luego corrieron hacia los trineos, situados sobre el lecho helado del arroyo. Estalló una anarquía de ruidos y movimientos. Los trineos chocaban entre sí y los perros se echaban los unos sobre los otros con el pelo erizado y los colmillos rechinando. La masa forcejeante saturó el estrecho arroyo. Los golpes dados tanto con el mango como con la correa del látigo se repartían por igual entre los perros y los hombres. Y para complicar aún más las cosas, cada participante contaba con un grupo de amigos que intentaba sacarlo del atasco. Pero uno a uno y por pura fuerza los trineos fueron liberándose y desaparecieron en la oscuridad de las orillas que sobresalían como aleros.
       Jack Harrington había anticipado el atasco y aguardaba junto a su trineo a que se despejase. Louis Savoy, consciente de la mayor sabiduría de su rival en lo relativo a guiar perros, había decidido copiarlo y también aguardaba. Ya no se oía al pelotón cuando ambos salieron al camino y hasta que no cubrieron los quince kilómetros aproximados que los separaban de Bonanza no se encontraron con sus miembros, que avanzaban en fila india pero muy pegados los unos a los otros. Había poco ruido y menos posibilidades de adelantar en esa etapa. Los trineos, de patín a patín, medían cuarenta centímetros y la senda cuarenta y cinco, pero el tráfico la había apisonado tanto que quedaba treinta centímetros por debajo del resto. A cada lado se extendía un manto de blandos cristales de nieve. Si alguien se metía allí para adelantar, sus perros se hundirían hasta el vientre y avanzarían a paso de caracol. Por eso todos se mantenían pegados a sus trineos. Las posiciones no variaron durante los casi veinticinco kilómetros recorridos por el Bonanza y el Klondike hasta Dawson, donde salieron al Yukón. Allí esperaban los primeros relevos, pero, dispuestos a sacrificar a sus primeras traíllas si era necesario, tanto Harrington como Savoy habían ordenado situar sus relevos tres kilómetros más allá de los de sus contrincantes. En medio de la confusión del cambio de trineos, adelantaron a la mitad del pelotón. Quizá llevaban por delante a unos treinta hombres cuando salieron al ancho cauce del Yukón. Allí podían luchar. Cuando el río se congeló en otoño, había quedado un kilómetro y medio de agua abierta entre dos barreras gigantescas. Como la corriente era muy fuerte, hacía poco que una capa de hielo la había cubierto por lo que ahora estaba tan lisa, dura y resbaladiza como una pista de baile. En cuanto llegaron a ese hielo reflectante, Harrington se puso de rodillas, se agarró como pudo con una sola mano e hizo restallar el látigo sobre sus perros, sin dejar de gritarles. Las traíllas se desplegaron sobre la suave superficie, cada una esforzándose al máximo, pero pocos hombres en el Norte podían hacer volar a sus perros como Jack Harrington. Enseguida empezó a dejarlos atrás, aunque Louis Savoy luchó por seguirle el ritmo, hasta el punto de que sus guías corrían pegados a la cola del trineo de su rival.
       Cuando se encontraban en la mitad del trecho resbaladizo, sus relevos aparecieron en la orilla, pero Harrington no aflojó la marcha. Esperó su oportunidad cuando el nuevo trineo llegó junto a él y saltó mientras gritaba para acelerar el ritmo de sus perros de refresco. El otro conductor saltó en ese momento. Savoy hizo lo mismo con su relevo y las traíllas abandonadas, girando bruscamente a derecha e izquierda, colisionaron con las demás y provocaron la confusión. Harrington salió disparado. Savoy pegado a él. Al acercarse al final del tramo de hielo reflectante consiguieron adelantar al trineo que iba en cabeza. Cuando se adentraron en la estrecha senda entre las paredes de nieve blanda, ya eran los primeros. Dawson, que observaba a la luz de la aurora, juró que lo habían hecho a la perfección.
       A 50 °C bajo cero y si el frío se intensifica, el hombre no sobrevive mucho tiempo sin una buena hoguera o sin hacer mucho ejercicio. Por eso Harrington y Savoy se entregaron a la vieja costumbre de “montar y correr”. Saltaban de sus trineos, agarrados a las correas de sujeción, y corrían tras ellos hasta que la sangre recuperaba el ritmo apropiado y expulsaba el frío, luego volvían a los trineos hasta que el calor menguaba otra vez. Así, montando y corriendo, cubrieron la segunda y tercera etapas. En varias ocasiones, sobre hielo liso, Savoy hizo acelerar a sus perros, pero no consiguió adelantar. El resto de los participantes —que se extendían a lo largo de ocho kilómetros— lucharon en vano por alcanzarlos, pues solo Louis Savoy era capaz de mantener el ritmo endemoniado de Jack Harrington.
       Al llegar al punto de los ciento veinte kilómetros, Lon McFane se acercó, Harrington vio que Colmillo Lobo guiaba a la traílla y supo que la carrera era suya. Ningún equipo del Norte podría adelantarlo en los últimos cuarenta kilómetros. Cuando Savoy vio a Colmillo Lobo al frente del equipo de su rival, supo que había perdido la carrera y maldijo en voz baja, tal y como se suele maldecir a las mujeres. Pero continuó pegado al rastro del otro, sin rendirse y confiando en el azar. Mientras avanzaban entre traqueteos y el alba despuntaba por el sureste, ambos se asombraron, con alegría y tristeza, de lo que había hecho Joy Molineau.
       Todo Forty Mile se había levantado muy temprano y se apiñaba junto al borde del camino. Desde allí se veía el curso del Yukón hasta la primera curva, situada a varios kilómetros de distancia. También se apreciaba Fort Cudahy, en la orilla de enfrente y meta de la carrera, donde el registrador aguardaba nervioso. Joy Molineau se había situado a varias varas del camino y, dadas las circunstancias, el resto de Forty Mile se abstuvo de interponerse, por lo que el espacio entre ella y la delgada línea del camino quedó despejado. Alrededor de las hogueras los hombres apostaban oro y perros, y las cantidades más altas favorecían a Colmillo Lobo.
       —¡Ya llegan! —exclamó un niño indio desde lo alto de un pino.
       En el extremo del curso alto del Yukón, un punto negro se recortó sobre la nieve, seguido de cerca por otro punto negro. A medida que el tamaño de esos dos aumentaba, otros puntos negros fueron apareciendo, aunque a mucha distancia. Poco a poco se convirtieron en perros, trineos y hombres tumbados sobre ellos.
       —Colmillo Lobo va en cabeza —susurró al oído de Joy un teniente de la Policía. Ella le devolvió una sonrisa.
       —¡Diez a uno a favor de Harrington! —gritó un rey del arroyo Birch mientras sacaba la faltriquera.
       —La reina no paga mucho, ¿verdad? —preguntó Joy.
       El teniente le dio la razón con un gesto.
       —Pero oro en polvo tienes. ¿Cuánto? —insistió ella.
       Él le mostró el saco. Joy hizo un cálculo rápido.
       —Unos doscientos, ¿no? Bien. Yo doy…, cómo decir…, pronóstico. Cubre apuesta.
       Joy le dedicó una sonrisa inescrutable. El teniente se lo pensó. Miró al camino. Los dos hombres se habían puesto de rodillas y azotaban con fuerza a sus perros, con Harrington a la cabeza.
       —¡Diez a uno a favor de Harrington! —vociferó el rey del arroyo Birch mientras blandía el saco del oro en la cara del teniente.
       —Cubre apuesta —insistió Joy.
       El teniente obedeció, encogiéndose de hombros para indicar que no lo hacía porque se lo dictase la razón, sino porque se había rendido a los encantos de la joven. Con un gesto, Joy insistió en que todo iba bien.
       Se hizo el silencio. Los hombres dejaron de apostar.
       Haciendo guiñadas, tambaleándose y zambulléndose, como lugres con el viento a favor, los trineos avanzaban veloces hacia ellos. Aunque su perro guía continuaba pegado al trineo de Harrington, en el rostro de Louis Savoy no había esperanza. Harrington apretaba las mandíbulas con fuerza. No miraba ni a derecha ni a izquierda. Sus perros saltaban a un ritmo perfecto, con paso firme, sin salirse de la ruta, y Colmillo Lobo, con la cabeza baja, sin ver, gimiendo suavemente, guiaba a sus compañeros con maestría.
       Todo Forty Mile contuvo el aliento. Solo se oía el estruendo de los patines y el silbido de los látigos.
       Entonces la voz cristalina de Joy Molineau cruzó el aire:
       —¡Eh! ¡Aquí! ¡Colmillo Lobo! ¡Colmillo Lobo!
       Colmillo Lobo la oyó. Abandonó el camino de inmediato y se dirigió hacia donde se encontraba su dueña. El equipo al completo lo siguió, el trineo se balanceó un segundo sobre un solo patín y lanzó a Harrington al suelo. Savoy pasó como un rayo. Harrington se levantó y observó cómo el otro cruzaba el río y llegaba a la oficina del registro. No pudo evitar oír lo que se dijo.
       —Ah, él hizo muy bien —explicaba Joy Molineau al teniente—. Él…, cómo decir…, marcar paso. Sí, él marcar paso muy bien.

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