Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


El inevitable hombre blanco (1908)
(“The Inevitable White Man”)
Originalmente publicado en The Black Cat, 16 (noviembre de 1910), págs. 1-10;
South Sea Tales
(Nueva York: Macmillan Company, 1911, 323 págs.)



      —Mientras el negro sea negro y el blanco sea blanco, ni el blanco entenderá al negro, ni el negro al blanco.
       Así hablaba el capitán Woodward. Nos hallábamos en Apia, sentados en el salón de la taberna de Charley Roberts y bebiendo Abú Hameds preparados por el susodicho tabernero que decía haber heredado la receta directamente de Steevens, el Steevens famoso por haber inventado esa bebida en los días en que le espoleaba la sed del Nilo, autor de Con Kitchener a Jartum y muerto en el asedio de Ladysmith.
       El capitán Woodward, bajito, rechoncho y de avanzada edad, quemado por cuarenta años de sol tropical y dotado de los ojos castaños más hermosos que haya visto jamás en el rostro de un hombre, hablaba cargado de experiencia. La complicada red de cicatrices que adornaba su pelada mollera hablaba de una intimidad con el negro lograda a base de recibir hachazos, una intimidad que revelaba asimismo el lado derecho de su cuello, por delante, por detrás, y más exactamente en el lugar por donde había entrado una flecha que él mismo se había extraído por el lado contrario. En el momento en que aquello sucedió, según explicaba él mismo, llevaba bastante prisa, y como el dardo le impidiera correr, había decidido no detenerse a romper la punta, sino sacarlo siguiendo la dirección con que había entrado. Era ahora capitán del Savaii, un vapor que reclutaba trabajadores en las islas del Oeste para llevarlos a las plantaciones alemanas de Samoa.
       —La mitad del conflicto se debe a la estupidez de los blancos —dijo Roberts haciendo una pausa para beber unos sorbos de Abú-Hamed y maldecir en términos afectuosos al camarero samoano—. Si se molestaran un poco en entender cómo piensan los negros, la mayoría de los problemas podrían evitarse.
       —He conocido a unos cuantos que decían comprender a los negros —respondió el capitán—, y he comprobado que han sido siempre los primeros en terminar kai-kai (comidos). Ahí tiene a los misioneros de Nueva Guinea y de las Nuevas Hébridas, a los de la isla mártir de Erromanga y a todos los demás. Recuerde lo que ocurrió a los miembros de aquella expedición austríaca que descuartizaron en las Salomón, en las selvas de Guadalcanal, y a tantos comerciantes que, con veinte años de experiencia a sus espaldas, presumían de que no había quien pudiera con ellos y cuyas cabezas adornan hoy las casas-canoas de los nativos. Ahí tiene también el caso de Johnny Simons. Veintiséis años llevaba recorriendo las costas de la Melanesia. Juraba que leía en los nativos como en un libro abierto y que jamás acabarían con él, y, sin embargo, murió en la laguna Marovo de Nueva Georgia. Le cortaron la cabeza un par de negros, una Mary (mujer) y un viejo al que sólo le quedaba una pierna porque la otra se la había dejado en la boca de un tiburón mientras pescaba en aguas previamente dinamitadas. Y recuerde a Billy Watts, famoso por sus matanzas de nativos y hombre capaz de asustar al mismísimo demonio. Aún me acuerdo de cuando atracó en Cabo Little, en Nueva Irlanda, y le robaron medio cajón de tabaco que le había costado, como mucho, tres dólares y medio. En venganza volvió, mató a seis negros, destrozó sus canoas de guerra y quemó dos de sus aldeas. Y fue allí mismo, en Cabo Little, donde le atacaron cuatro años después cuando se hallaba con cincuenta bukus que había llevado con él para pescar cohombro de mar. A los cinco minutos estaban todos muertos, a excepción de tres hombres que huyeron en una canoa. No me venga con historias. La misión del hombre blanco es colonizar el mundo y bastante tiene con eso. ¿Cree que le queda tiempo para entender a los negros?
       —Eso es cierto —dijo Roberts—, y por otra parte, tampoco parece que le sea muy necesario. Precisamente la estupidez de los blancos está en proporción directa con el éxito que han tenido en colonizar el mundo…
       —Y en implantar el temor de Dios en el corazón del negro —le interrumpió el capitán Woodward—. Quizá tenga usted razón, Roberts. Quizá sea la estupidez lo que le haya hecho triunfar, y sin duda que un aspecto de esa estupidez es su incapacidad para entender a otras razas. Pero una cosa es segura: que el blanco ha de desplazar al negro le comprenda o no. Es un proceso inevitable. Es el destino.
       —Y, naturalmente, el hombre blanco es inevitable. Es el destino del negro —le interrumpió Roberts—. Dígale a un blanco cualquiera que hay madreperla en una laguna infestada por decenas de miles de caníbales vociferantes, e inmediatamente se pondrá en camino con un reloj despertador que utilizará a modo de cronómetro y media docena de buceadores canacas, todos apretados como sardinas en lata en un espacioso queche de cinco toneladas. Susúrrele al oído que se ha descubierto oro en el Polo Norte, y esa misma criatura de tez blanca, ese ser inevitable, partirá sin dilación, armado de pico, pala y el último modelo de artesa. Y lo que es más, llegará a su destino. Hágale saber que hay diamantes en las ardientes murallas del infierno, y el hombre blanco asaltará esas murallas y pondrá a trabajar al mismísimo Satán con su pico y con su pala. Ahí tiene el resultado de ser estúpido e inevitable.
       —Pero me pregunto qué pensará el negro de esa inevitabilidad —les dije.
       El capitán Woodward se echó a reír en voz baja. A sus ojos acudió el brillo de un recuerdo.
       —Se me ocurre pensar en este momento qué opinarían y seguirán opinando los negros de Malu del hombre blanco inevitable que llevábamos a bordo cuando les visitamos en el Duquesa —explicó.
       Roberts preparó otros tres Abú Hameds.
       —Sucedió hace veinte años. Saxtorph se llamaba. Era, sin lugar a dudas, el hombre más estúpido que he conocido, pero tan inevitable como la muerte. Una cosa solamente sabía hacer ese sujeto, y era disparar. Recuerdo el día en que le conocí hace veinte años, aquí mismo, en Apia. Eso fue antes de que usted llegara, Roberts. Yo me alojaba donde está ahora el mercado, en el hotel de Henry el holandés. Habrán oído hablar de ese hombre. Amasó una fortuna vendiendo armas de contrabando a los rebeldes. Luego dejó el negocio y seis semanas después murió en Sidney en una trifulca de taberna.
       Pero volviendo a Saxtorph. Una noche, no había hecho más que dormirme, cuando un par de gatos comenzaron a maullar en el patio. Me levanté de la cama y me dispuse a arrojarles una jarra de agua. Pero en aquel momento se abrió la ventana de la habitación contigua. Sonaron dos disparos y la ventana se cerró. No puedo expresar con palabras la rapidez con que ocurrió todo. Diez segundos a lo más. La ventana que se abre, pam, pam, suena el revólver, y la ventana que se cierra. Quienquiera que fuera el autor de los disparos, el caso es que no se molestó siquiera en comprobar qué efecto había causado. Lo sabía sin detenerse a mirarlo. ¿Entienden lo que quiero decir? Lo sabía. Los gatos no volvieron a molestarnos. A la mañana siguiente allí estaban los dos escandalosos, secos. Me quedé maravillado. Y sigo estándolo. En primer lugar, en aquel patio no había más luz que la de las estrellas, y Saxtorph había disparado sin apuntar siquiera. En segundo lugar, había apretado el gatillo tan rápidamente que los dos tiros se hubieran dicho un solo sonido. Y, finalmente, estaba tan seguro de haber dado en el blanco, que ni siquiera se había molestado en comprobarlo.
       Dos días después vino a bordo a visitarme. Yo era entonces contramaestre del Duquesa, una goleta absurdamente grande, de ciento cincuenta toneladas, un barco negrero. Y permítanme que les diga que en aquellos tiempos los barcos negreros no eran ninguna tontería. Entonces no había inspectores oficiales, es cierto, pero eso tenía el inconveniente de que el Gobierno tampoco nos protegía a nosotros. Era trabajo duro. Si acabábamos, cobrábamos lo justo y se terminó. Contratábamos a negros en todas las islas de los mares del Sur de donde no nos echaban a patadas. Pues bien, como les decía, subió a bordo John Saxtorph, pues así dijo llamarse. Era de corta estatura, de cabellos y tez como la arena y ojos del mismo tono. Ni un solo rasgo destacaba en aquel hombre, cuyo espíritu era tan anodino como su color. Me dijo que no tenía un penique y quería enrolarse. Que vendría con nosotros de camarero, de cocinero, de sobrecargo o simplemente de marinero. No sabía nada de navegación, pero estaba dispuesto a aprender. Yo no quería admitirle, pero su maestría en el manejo de las armas me había impresionado tanto que le contraté de marinero con un sueldo de tres libras al mes.
       Efectivamente, estaba dispuesto a aprender. Pero, por naturaleza, era incapaz de aprender nada. Era tan negado para manejar el timón como yo para preparar las mezclas que nos sirve Roberts. Saxtorph es el responsable de mis primeras canas. Jamás me atreví a encomendarle el timón cuando había mar gruesa. Las expresiones «Avante toda» y «Listos para orzar» constituían para él misterios insondables. No podía diferenciar el escotín de la jarcia. Le resultaba sencillamente imposible. El trinquete y los foques eran uno y sólo uno a su entender. Se le decía que arriara la mayor y antes de que se diera uno cuenta había arriado otra vela. Tres veces se cayó por la borda sin saber nadar. Estaba siempre de buen humor, nunca se mareaba y era el hombre mejor dispuesto que he conocido jamás. Era, por otra parte, muy poco comunicativo. Nunca hablaba de sí mismo. Su vida comenzaba para nosotros el mismo día en que se había enrolado en el Duquesa. Dónde aprendió a disparar, es cosa que sólo saben las estrellas. Era yanqui, según dedujimos de su acento, pero eso fue lo único que llegamos a saber de él.
       Y ahora viene lo interesante del cuento. En las Nuevas Hébridas tuvimos mala suerte. Durante cinco semanas sólo reclutamos catorce hombres. Empujados por los vientos del sureste llegamos a las Salomón. Malaita era entonces, como ahora, un buen filón para contratar trabajadores. Fondeamos en Malu, en la punta noroeste de la isla. Hay allí dos líneas, paralelas de arrecifes capaces de poner nervioso a cualquiera, pero logramos sortearlas y avisamos con dinamita a los negros para que bajaran a enrolarse. En tres días no conseguimos contratar a un solo hombre. Se acercaban a cientos en sus canoas, pero cuando les mostrábamos cuentas, retales de percal y hachas, y les hablábamos de las delicias de las plantaciones de Samoa, se reían de nosotros.
       Al cuarto día sobrevino un cambio. Firmaron cincuenta hombres a quienes alojamos en la bodega dándoles, desde luego, libertad para subir a cubierta. Naturalmente, recordándolo ahora al cabo de los años, no sé cómo no nos pareció sospechoso aquel aluvión de negros, pero en aquel momento lo atribuimos al hecho de que, probablemente, algún jefe poderoso les había relevado de la prohibición de enrolarse. La mañana del quinto día, los dos botes se dirigieron a tierra firme como de costumbre, uno de ellos con el fin de proteger al otro en caso de dificultad. Y también como de costumbre, los cincuenta negros que llevábamos se hallaban en cubierta descansando, hablando, fumando o durmiendo. Los únicos de la tripulación que quedamos a bordo fuimos Saxtorph y yo con otros cuatro marineros. Los remeros de los botes eran nativos de las Gilbert. En una embarcación iban el capitán, el sobrecargo y el encargado de reclutar a los negros. En la otra, la que quedaba fondeada a unas cien yardas de la playa con el fin de cubrir una posible retirada, iba el segundo de a bordo. Ambos botes estaban bien armados, aunque no se esperaban contratiempos.
       Cuatro marineros, incluido Saxtorph, se hallaban a popa, fregando la borda. El quinto montaba guardia, rifle en mano, junto al depósito del agua situado delante del palo mayor. Yo me hallaba cerca de la proa dando los últimos toques a una nueva fogonadura para el trinquete. En el momento en que alargaba la mano para coger mi pipa del lugar donde la había dejado, oí el ruido de un disparo que llegaba de la orilla. Me enderecé para mirar. Algo me pegó en la nuca dejándome parcialmente atontado y caí al suelo. Lo primero que pensé es que se había soltado algún cabo, pero mientras caía y antes de dar con mi cuerpo en cubierta, oí el estruendo de varios disparos de rifle que provenía de los botes. Me volví y por un segundo vi al marinero que montaba guardia. Dos negrazos le sujetaban los brazos y un tercero le golpeaba por la espalda en la nuca con un hacha.
       Aún me parece que lo estoy viendo. El depósito del agua, el palo mayor, los hombres sujetando al marinero, el hacha descendiendo sobre su nuca y todo bajo la ardiente luz del sol. Me fascinaba la visión creciente de la muerte. El hacha parecía descender con una horrible lentitud. La vi caer por fin y, mientras me desplomaba, vi cómo las piernas del hombre cedían bajo su cuerpo. Los dos negros siguieron sosteniéndole con la fuerza de sus brazos, mientras que el tercero le asestaba un par de hachazos más. Luego, me propinaron dos golpes en la cabeza y decidí que había muerto. Lo mismo decidió la bestia que me los había administrado. Me hallaba totalmente incapacitado para moverme y allí me quedé, inmóvil, viendo cómo le cortaban la cabeza al centinela. Tengo que reconocer que lo hicieron con bastante habilidad. Indudablemente tenían experiencia.
       El ruido de los disparos procedente de los botes había cesado. Pensé sin sombra de duda que los tripulantes habían muerto y que había llegado nuestra hora. En pocos minutos volverían para cortarme la cabeza. Era evidente que aquello era lo que hacían en ese preciso instante con los marineros de popa. Las cabezas humanas son muy apreciadas en Malaita, especialmente las de los blancos. Ocupan un lugar de honor en las casas-canoas de los nativos que pueblan sus playas. Qué efectos decorativos logran con ellas los habitantes del interior, es cosa que ignoro, pero el caso es que las valoran tanto como sus hermanos de la costa.
       Tuve la vaga noción de que debía escapar y me arrastré a cuatro patas hasta el molinete, donde, a duras penas, conseguí ponerme en pie. Desde allí pude dirigir la vista a popa. Sobre el tejado del camarote había tres cabezas, las de los tres marineros a los que durante meses había dado órdenes. Los negros me vieron de pie y se abalanzaron sobre mí. Eché mano al revólver y vi que me lo habían quitado. No puedo decir que tuviera miedo. Muchas veces había estado cerca de la muerte, pero nunca me había parecido tan fácil morir como en aquel momento. Estaba aturdido y nada me importaba.
       El cabecilla negro se había armado con el hacha de la cocina y hacía muecas siniestras mientras se disponía a rebanarme el cuello. Pero no llegó a hacerlo. Cayó sobre cubierta hecho un ovillo y vi la sangre salir a borbotones de su boca. Como en sueños, oí un rifle disparar y continuar disparando. Uno tras otro fueron cayendo los negros. Fui recuperando pleno uso de los sentidos y reparé en que ni una sola bala dejaba de llegar a su destino. Cada vez que sonaba un disparo, caía un negro. Me senté en cubierta junto al molinete y miré hacia arriba. Encaramado en la cruceta estaba Saxtorph. Cómo se las había arreglado para trepar hasta allí, es cosa que aún no puedo explicarme, pero el caso es que había subido hasta lo más alto con dos Winchesters y no sé cuántas cartucheras llenas de munición. Y allí aposentado, hacía la única cosa para la cual le había dotado la naturaleza.
       He visto tiroteos y he visto matanzas, pero hasta aquel momento jamás había presenciado nada semejante. Sentado junto al molinete, contemplé el espectáculo. Me sentía débil y desfallecido y todo lo que veía me parecía un sueño. Pam, pam, pam, seguía sonando el rifle, y clon, clon, don, seguían cayendo negros sobre la cubierta. Era asombroso verles derrumbarse uno tras otro. Después de un primer conato de lanzarse sobre mí, después que hubieran caído una docena de ellos, quedaron paralizados. Pero ni aun así dejó de disparar el rifle de Saxtorph. Mientras tanto habían llegado desde la costa los dos botes cargados de negros armados con los Sniders y los Winchesters que habían arrebatado a los tripulantes. La lluvia de proyectiles que lanzaron sobre Saxtorph fue terrible, pero por suerte para él los nativos sólo dan en el blanco a muy poca distancia. No están acostumbrados a apoyar el rifle en el hombro. Esperan a estar justo encima del objetivo y sólo entonces disparan apoyando la culata en la cadera. Cuando el rifle que utilizaba se calentó demasiado, Saxtorph lo cambió por el otro. Por eso había subido dos.
       Lo verdaderamente sorprendente era la velocidad a que disparaba. No erraba un solo tiro. Si algo ha sido nunca inevitable, es aquel hombre. Era la rapidez con que ocurría todo lo que hacía la matanza tan terrible. Los negros no tenían tiempo de pensar. Cuando lograban hacerlo, se lanzaban al agua a toda prisa volcando con ello las canoas. Saxtorph no cejaba. La superficie del mar estaba cubierta de cuerpos y las balas seguían lloviendo sobre ellos. Ni un solo disparo fallaba y desde donde me encontraba oía el ruido sordo de las balas enterrándose en la carne humana.
       Los negros se dispersaron para dirigirse a la costa a nado. El agua estaba alfombrada de cabezas. Yo me levanté y como en un sueño lo vi todo: las cabezas que se agitaban y las cabezas que, de pronto, dejaban de agitarse. Algunos de aquellos disparos fueron realmente magníficos, dada la distancia del objetivo. Sólo un negro llegó hasta la playa y en el momento en que se ponía en pie, Saxtorph le alcanzó con una bala. Fue un hermoso espectáculo. Y cuando otros dos negros corrieron a socorrer al que había caído, Saxtorph les mató también.
       Creí que todo había terminado cuando oí disparos de nuevo. Un negro había salido de la cámara para correr hacia la borda cayendo a medio camino. El camarote debía estar lleno de nativos. Conté hasta veinte. Uno por uno salieron como rayos en dirección a ia borda, pero ni uno sólo llegó a ella. Parecía un ejercicio de tiro de pichón. Un negro salía de la escalera de cámara, pam, sonaba el rifle de Saxtorph, y allá caía el cuerpo. Naturalmente los que estaban abajo no sabían lo que ocurría en cubierta, y en consecuencia continuaron saliendo hasta que cayó el último de ellos.
       Saxtorph esperó un rato para asegurarse y luego bajó a cubierta. Eramos los únicos supervivientes de la tripulación del Duquesa y yo estaba bastante maltrecho, mientras que él era un completo inútil una vez terminado el tiroteo. Siguiendo mis instrucciones me lavó las heridas de la cabeza y me dio unos cuantos puntos. Un largo trago de whisky me proporcionó las fuerzas suficientes para dejar aquel lugar. Era inútil hacer otra cosa. Todos los compañeros habían muerto. Tratamos de hacernos a la mar, con Saxtorph izando las velas y yo al timón. Había vuelto a ser el marinero de antes, torpe y sin experiencia. No sabía ni cómo empezar a izar velas y cuando caí al suelo desmayado todo parecía anunciar que había llegado nuestro fin.
       Cuando recobré el sentido, hallé a Saxtorph sentado en el junquillo esperando pacientemente para preguntarme qué hacer. Le dije que examinara a los heridos y viera si había alguno capaz de arrastrarse. Reunió a seis. Recuerdo que uno de ellos tenía una pierna rota, pero Saxtorph me aseguró que podía mover los brazos. Echado en cubierta a la sombra y espantándome las moscas, supervisé las maniobras mientras Saxtorph daba órdenes a su equipo de lisiados. Que me aspen si no es cierto que obligó a aquellos pobres negros a tirar uno por uno de todos los cabos hasta que dio con las drizas. Uno de los nativos se soltó de pronto de la jarcia mientras izaba una vela y cayó en cubierta muerto. Pero Saxtorph golpeó a los otros y les obligó a seguir trabajando. Cuando el trinquete y la mayor estaban izadas, les dije que levaran ancla. Luego me ayudaron a llegar junto al timón, donde me dispuse a empuñar las cabillas. No sé cómo se las arregló, pero lo cierto es que en lugar de cobrar las cadenas, largó la segunda ancla y quedamos doblemente fondeados.
       Al fin conseguimos levar y el Duquesa se hizo a la vela. Las cubiertas eran todo un espectáculo. Allá donde uno mirase, veía negros muertos o agonizantes. Algunos habían ido a caer en los lugares más inconcebibles. El camarote estaba lleno de hombres que habían llegado arrastrándose desde cubierta para morir allí. Puse a Saxtorph y a su cuadrilla de enterradores a trabajar arrojando cuerpos por encima de la borda y allá fueron, mezclados, vivos y muertos. Aquel día los tiburones se dieron un buen banquete. Naturalmente, los cuatro marineros muertos a manos de los negros siguieron el mismo camino. Las cabezas las metimos en un saco que cargamos con lastre para impedir que la marea las arrastrara hacia la playa y cayeran en manos de los negros.
       Respecto a los cinco prisioneros, decidí utilizarlos como tripulantes, pero ellos decidieron otra cosa por su cuenta. Esperaron el momento oportuno y se lanzaron al agua por la borda. Saxtorph dio cuenta de dos en el aire con su revólver, y habría hecho lo mismo con los otros tres, que se hallaban ya en el agua, si yo no lo hubiera impedido. Me repugnaba tanta carnicería y, por otra parte, nos habían ayudado a zarpar. Pero mi misericordia no sirvió de nada, porque los tiburones acabaron con los tres.
       Una vez que nos alejamos de tierra, me atacaron una especie de fiebres cerebrales. El Duquesa fue a la deriva durante tres semanas, al cabo de las cuales me recuperé y seguimos pausadamente rumbo a Sidney. En cualquier caso aquellos negros de Malu aprendieron la eterna lección: que es mejor no buscarle las cosquillas al hombre blanco. En aquella ocasión no cabe duda de que Saxtorph fue inevitable.
       Charley Roberts emitió un largo silbido y dijo:
       —Eso es evidente. Pero, ¿qué fue de él?
       —Se dedicó a la caza de focas y llegó a ser un verdadero experto. Durante seis años se le tuvo por uno de los mejores pescadores de las flotas de Victoria y San Francisco. El séptimo año un crucero ruso capturó su goleta y, según se dijo entonces, fue enviado en unión del resto de la tripulación a las minas de sal de Siberia. Lo cierto es que no he vuelto a saber de él.
       —Colonizar el mundo —murmuró Roberts—. Bueno, brindo por ellos. Alguien tiene que hacerlo. A colonizar el mundo, me refiero.
       El capitán Woodward se pasó la mano por las cicatrices que cruzaban su pelada cabeza.
       —Yo ya he cumplido —dijo—. Llevo cuarenta años dedicado a esa tarea. Éste será mi último viaje. Luego volveré a casa y no me moveré de allí.
       —Le apuesto lo que quiera a que no será así —le desafió Roberts—. Usted morirá con las botas puestas, no en su casa.
       El capitán Woodward aceptó inmediatamente la apuesta, pero, personalmente, creo que ganará Charley Roberts.



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