Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Cara Perdida (1908)
[Otros títulos en español: “El burlado”, “Descrédito”]

(“Lost Face”)
Originalmente publicado en el New York Herald (10 y 12 de diciembre de 1908);
Lost Face
(Nueva York: Macmillan Company, 1910, 240 págs.)



      Era el final. Subiénkov había seguido una larga huella de amargura y de horror, buscando las capitales de Europa como la paloma mensajera busca la querencia, y aquí, en América rusa, la huella había cesado. Sentado en la nieve, los brazos hacia atrás, maniatado a la espera de la tortura, miraba curiosamente a un enorme cosaco, postrado en la nieve, gimiendo en su agonía. Los hombres habían terminado con el gigante y ahora les tocaba a las mujeres. Sus gritos atestiguaban cuánto más diabólicas eran ellas.
       Subiénkov miraba y se estremecía. No temía a la muerte. Demasiadas veces había arriesgado la vida en esa fatigosa huella de Varsovia a Nulato, para que el hecho de morir lo arredrara.
       Pero se rebelaba contra la tortura. Su alma se sentía ofendida. Y esta ofensa, a su vez, no se debía al mero sufrimiento que debería soportar, sino al doloroso espectáculo que daría. Sabía que lloraría y rogaría y suplicaría, como Big Ivan y los otros que lo precedieron. Esto no era lindo. Morir valerosa y limpiamente, con una sonrisa y una burla, eso hubiera estado bien. Pero perder el control, ver trastornada el alma por los paroxismos de la carne, chillar y balbucear como un mono, convertirse en una bestia… eso era terrible.
       No había habido medio de escapar. Desde el principio, desde que soñó el ardiente sueño de la independencia de Polonia, había sido un fantoche en manos de la fatalidad. Desde el principio, en Varsovia, en San Petersburgo, en las minas de Siberia, en Kamchatka, en los barcos desvencijados de los ladrones de pieles, el destino lo había empujado a este fin. Sin duda en los cimientos del mundo estaba grabado este fin para él —para él, tan fino y sensible, con nervios a flor de piel, para él, un soñador, un poeta y un artista—. Antes de su nacimiento, ya estaba escrito que ese trémulo haz sensitivo que era su yo viviría entre salvajes y perecería en esta remota tierra nocturna, en este lugar de sombra más allá de los últimos límites del mundo.
       Suspiró. La cosa que había frente a él era Big Ivan. Big Ivan el gigante, el hombre sin nervios, el hombre de hierro, el cosaco convertido en pirata, insensible como un buey, con un sistema nervioso tan pobre que el dolor de un hombre normal era, para él, casi una cosquilla. Bueno, no hay como estos indios mulatos para encontrar los nervios de Big Ivan y llegar hasta las raíces de su alma estremecida. Y lo estaban haciendo. Era inconcebible que un hombre sufriera tanto y siguiera viviendo. Big Ivan estaba pagando por la pobreza de sus nervios. Ya había durado el doble que cualquiera de los otros. Subiénkov sintió que ya no podía aguantar los tormentos del cosaco. ¿Por qué no se moría Ivan? Si no cesaban esos gritos, iba a volverse loco. Pero cuando cesaran, llegaría su tumo. Y ahí estaba Yakaga esperándolo, sonriendo burlonamente a la expectativa, Yakaga a quien en la semana pasada había arrojado del fuerte y cuyo rostro había cruzado con el rebenque de los perros. Yakaga se encargaría de él. Yakaga le reservaba, sin duda, tormentos más exquisitos. ¡Ah! Ésa debe haber sido una buena, por el modo de gritar de Ivan. Las mujeres inclinadas sobre él retrocedieron riendo y aplaudiendo. Subiénkov vio la cosa monstruosa que habían hecho y empezó a reír histéricamente. Los indios lo miraban asombrados de que pudiera reír. Pero Subiénkov no podía parar.
       Esto no serviría de nada. Se contuvo, las convulsiones espasmódicas declinaron lentamente. Se obligó a pensar en otras cosas, y empezó a releer su propia vida. Recordó a sus padres, y el peticito overo, y el tutor francés que le enseñó a bailar y le pasó de contrabando un viejo ejemplar de Voltaire. Volvió a ver París, el melancólico Londres, la alegre Viena y Roma. Y volvió a ver ese entusiasta grupo de jóvenes que habían soñado, como él, el sueño de una Polonia independiente con un rey de Polonia en el trono, en Varsovia. Ahí empezó la larga huella. Bueno, él había durado más. Uno por uno, empezando con los dos ejecutados en San Petersburgo, fue recordando el fin de esos valerosos. Uno fue muerto a azotes por el carcelero, otro en la ensangrentada carretera de los desterrados, andando meses infinitos, golpeado y maltratado por los cosacos, quedó en el camino. Siempre barbarie. Habían muerto de fiebre, en las minas, bajo el knut. Los dos últimos murieron después de la fuga, en lucha con los cosacos, y sólo él arribó a Kamchatka con los documentos y el dinero robado a un viajero que dejó tirado en la nieve. Nada más que barbarie. Por años, con su pensamiento en los estudios, en los teatros, en las cortes, lo había cercado la barbarie. Había comprado su vida con sangre. Todos mataban. Él mató a ese viajero por su pasaporte. Había demostrado que era un valiente, batiéndose con dos oficiales rusos en un mismo día. Había tenido que probarse para ganar un lugar entre los ladrones de pieles. Había tenido que ganar ese lugar. Detrás de él quedaba el milenario camino a través de Siberia y de Rusia. Por ahí no había escapatoria. El único camino estaba delante, a través del oscuro mar helado entre Bering y Alaska. El camino lo había llevado de una barbarie a una barbarie mayor. En los infectados barcos inmundos de los ladrones de pieles, sin comida y sin agua, azotados por las interminables tormentas de ese mar tormentoso, los hombres se volvían animales. Tres veces partieron de Kamchatka. Tres veces, después de toda suerte de trabajos y sufrimientos, los sobrevivientes tuvieron que regresar a Kamchatka. No habían encontrado salida, y él no podía regresar, pues las minas y el látigo lo aguardaban.
       Otra vez, la cuarta y última, había zarpado hacia el este. Había estado con aquellos que descubrieron las fabulosas Seal Islands; pero no volvió con ellos a compartir la fortuna de las pieles en las orgías de Kamchatka. Había jurado no volver. Sabía que para ganar esas queridas capitales de Europa tenía que seguir adelante. Cambió de barcos, y se quedó en las oscuras tierras nuevas. Sus compañeros eran cazadores eslavonios y aventureros rusos, mongoles y tártaros y aborígenes siberianos; y entre los salvajes del Nuevo Mundo se habían abierto un camino de sangre. Habían degollado aldeas enteras que les rehusaron el tributo de pieles; y ellos a su vez fueron degollados por tripulaciones de barcos. Él y un finlandés, eran los únicos sobrevivientes. Habían pasado un invierno de soledad y de hambre en una desierta isla aleutiana, y su rescate en la primavera por otro barco de pieles, había sido un milagro.
       Pero siempre la barbarie lo había cercado. Pasando de barco en barco, y rehusando siempre volver, llegó al barco que exploraba el sur. A lo largo de toda la costa de Alaska sólo habían encontrado tribus salvajes. Cada vez que anclaban entre las islas o bajo arrecifes escarpados de tierra firme tuvieron una batalla o una tormenta. O soplaba el vendaval, amenazando ruina, o se acercaban las canoas guerreras, tripuladas por nativos con la bélica pintura en la cara, que venían a aprender las sangrientas virtudes de la pólvora de los vagabundos del mar.
       Al sur fueron costeando, hacia la fabulosa California. Ahí, se decía, había aventureros españoles que se habían abierto camino desde México. Había confiado en esos aventureros españoles. Llegando a ellos, el resto hubiera sido fácil —un año o dos, ¿qué importaba uno más o menos?— y llegaría a México, luego a un barco, y Europa sería suya. Pero no habían encontrado españoles. Sólo encontraron el mismo inexpugnable muro de barbarie. Los habitantes de los confines del mundo, pintados para la guerra, los habían rechazado de sus costas. Al fin, cuando un barco quedó aislado y todos sus hombres muertos, el comandante había abandonado la busca y puesto la proa al norte.
       Pasaron los años. Había servido a las órdenes de Tebénkoff cuando se levantó el Reducto Michaelovski. Había pasado dos años en el país de Kuskokwin. Dos veranos, en el mes de junio, había llegado al estrecho de Kotzebue. Ahí, en esa época, las tribus se reunían para traficar, encontraban manchadas pieles de ciervo de Siberia, marfil de las Diomedes, pieles de morsa de las costas árticas, extrañas lámparas de piedra, que habían pasado de tribu a tribu, y cuyo origen se ignoraba y, una vez, un cuchillo de caza de fabricación inglesa; y ésa, Subiénkov lo sabía, era la mejor escuela de geografía. Pues ahí encontró esquimales de Norton Sound, de King Island y de la isla Saint Lawrence, del Cabo Prince of Wales, y de Point Barrow. Esos lugares tenían otros nombres, y sus distancias se medían en días.
       Estos salvajes eran oriundos de una vasta región y de otra aún más vasta, de donde procedían tras muchos canjes las lámparas de piedra y aquel cuchillo solitario de acero. Subiénkov amenazaba, adulaba y sobornaba. Cada miembro de tribu desconocida fue traído a su presencia. Hablaban de peligros infinitos e increíbles, como también de animales feroces, de tribus hostiles, de selvas impenetrables y de cordilleras tremendas; pero siempre de más lejos venía el rumor y la noticia de hombres de piel blanca, de ojos azules y pelo rubio, que peleaban como demonios y que buscaban pieles.
       Eran del naciente, del remoto naciente. Nadie los había visto. Se había corrido la voz.
       Era un duro aprendizaje. No era fácil estudiar geografía a través de extraños dialectos, de mentes oscuras que mezclaban hechos y fábulas y que medían las distancias por sueños que variaban según las dificultades del viaje. Pero al fin vino el rumor que animó a Subiénkov. En el este corría un gran río donde estaban los hombres de ojos azules. El río se llamaba Yukón. Al sur del Reducto Michaelovski, desembocaba otro gran río que los rusos llamaban el Kwikpak. Esos dos ríos eran uno, decía el rumor. Subiénkov regresó a Michaelovski. Durante un año aconsejó una expedición que remontara el Kwikpak. Surgió entonces Malakoff, el ruso mestizo, encabezando la más desenfrenada y feroz resaca de aventureros que hayan venido de Kamchatka. Subiénkov fue su teniente. Atravesaron los laberintos del gran delta del Kwikpak, arribaron a las primeras alturas de la ribera norte, y durante quinientas millas, en canoas de cuero cargadas hasta la borda con mercancías y municiones, se abrieron camino contra la correntada de un río de dos a diez millas de anchura en un canal de muchas brazas de profundidad. Malakoff decidió construir el fuerte en Nulato. Subiénkov se empeñaba en ir más lejos. Pero pronto se reconcilió con Nulato. Se acercaba el largo invierno. Sería mejor esperar. Al comenzar el próximo verano, cuando viniera el deshielo, desaparecería remontando el Kwikpak y se abriría camino hasta los puestos de la Hudson’s Bay Company. Malakoff ignoraba que el Kwikpak era el Yukon, y Subiénkov no se lo dijo.
       Vino la construcción del fuerte. Fue un trabajo forzado. Los rayados muros de troncos se levantaron ante los tormentos y quejas de los indios nulatos. El látigo caía sobre sus espaldas, y la mano de hierro de los salteadores del mar manejaba el látigo. Indios hubo que se escaparon, y cuando los apresaron los amarraron con los brazos en cruz ante el fuerte y aprendieron la eficacia del látigo. Dos murieron, otros quedaron lisiados para siempre; los demás aprendieron la lección y no se escaparon.
       El fuerte se concluyó y llegó la época de las pieles. Se impuso a la tribu un fuerte tributo. Continuaron los golpes y los latigazos, y para que el tributo se pagara, se tomaron en rehenes las mujeres y los niños que fueron tratados con la barbarie y la ferocidad que sólo conocen los ladrones de pieles. Bueno, fue una siembra de sangre, y ahora venía la cosecha. El fuerte había desaparecido. A la luz de su incendio, la mitad de los ladrones de pieles cayeron. La otra mitad murió en las torturas. Sólo quedaba Subiénkov, o Subiénkov y Big Ivan, si esa plañidera cosa gimiente sobre la nieve podía llamarse Big Ivan. Subiénkov pilló a Yakaga burlándose de él. No había cómo burlarse de Yakaga. Aún tenía en la cara la marca del látigo. Subiénkov no podía reprochárselo pero le desagradaba pensar en lo que Yakaga le haría. Pensó apelar a Makamuk, el jefe principal; pero su razón le decía que ese llamado era inútil. También pensó en romper sus ligaduras y morir peleando. Sería un final más rápido. Pero no podía romper sus ligaduras. Las correas de caribú eran más fuertes que él. Siempre cavilando, se le ocurrió otra cosa. Dijo por señas a Makamuk, que le trajeran un intérprete que sabía el dialecto de la costa.
       —Oh, Makamuk —dijo—, no quiero morir. Soy un gran hombre, y sería una locura que yo muriera. En verdad, no moriré. No soy como esta carroña.
       Miró esa cosa doliente que fue una vez Big Ivan, y la apartó desdeñosamente con el pie.
       —Sé demasiado para morir. He aquí, tengo un gran remedio. Sólo yo lo conozco. Como no he de morir, compartiré contigo el remedio.
       —¿Qué remedio es ése? —preguntó Makamuk.
       —Es un remedio raro.
       Subiénkov se quedó reflexionando un momento, como si le costara revelar el secreto.
       —Te diré. Si se frota la piel con este remedio, ésta se pone dura como la piedra, dura como el hierro, y ningún arma puede herirla. El golpe más fuerte de una hoja cortante es inútil. Un cuchillo de hueso es como un pedazo de barro; y mellará el filo de los cuchillos de acero que les hemos traído. ¿Qué me darás por el secreto de este remedio?
       —Te daré la vida —contestó Makamuk, por medio del intérprete.
       Subiénkov rió desdeñoso.
       —Y serás esclavo de mi casa mientras vivas.
       El polaco rió con mayor desdén.
       —Desátame las manos y los pies y hablaremos —dijo.
       El jefe dio la señal. Subiénkov, en cuanto lo desligaron, lió un cigarrillo y lo encendió.
       —Estos son cuentos —dijo Makamuk—. No hay tal remedio. No puede ser. Una hoja afilada es más fuerte que cualquier remedio.
       El jefe era incrédulo y sin embargo vacilaba. Había visto muchas hechicerías de los ladrones de pieles. No llegaba a dudar por completo.
       —Te daré la vida; pero no serás esclavo —dijo.
       —Más que eso.
       Subiénkov procedía fríamente, como si discutiera el precio de un cuero.
       —Es un gran remedio. Me ha salvado la vida varias veces. Quiero un trineo y perros, y seis cazadores para acompañarme río abajo y custodiarme hasta que aviste el Reducto Michaelovski.
       —Te quedarás aquí y nos enseñarás todas tus hechicerías —fue la respuesta.
       Subiénkov, silencioso, se encogió de hombros.
       Echó al aire helado el humo del cigarrillo, y miró con curiosidad lo que quedaba del enorme cosaco.
       —¡Esa cicatriz! —exclamó Makamuk, señalando el cuello del polaco, donde una cuchillada en una disputa en Kamchatka había dejado una huella lívida—. El filo fue más fuerte que el remedio.
       —Fue un hombre fortísimo el que dio el golpe. (Subiénkov reflexionaba.) Más fuerte que tú, más fuerte que el más fuerte de tus cazadores, más fuerte que él.
       Y otra vez, con la punta del mocasín, tocó al cosaco, a cuyo destrozado cuerpo aún se aferraba la dolorosa vida.
       —Y el remedio era flojo. Porque en aquel lugar no había las bayas necesarias, que aquí abundan. El remedio aquí será más fuerte.
       —Te dejare ir río abajo —dijo Makamuk— y te daré el trineo y los perros y los seis cazadores de escolta.
       —Eres lerdo —fue la fría respuesta—. Al no aceptar mis términos en el acto, has ofendido mi remedio. Ten cuidado, ahora pido más. Quiero cien pieles de castor. (Makamuk hizo una mueca.) Quiero cien libras de pescado seco. (Makamuk asintió, pues el pescado era barato y abundante.) Quiero dos trineos, uno para mí y otro para mis pieles y el pescado. Y que me devuelvan mi rifle. Si no aceptas, el precio aumentará.
       Yakaga habló en voz baja al jefe.
       —¿Pero cómo sabré que tu remedio sirve? —preguntó Makamuk.
       —Es muy fácil. Primero iré a los bosques…
       Volvió Yakaga a hablar a Makamuk, que disintió sospechoso.
       —Puedes mandar veinte cazadores conmigo —prosiguió Subiénkov—. Tengo que buscar las bayas y las raíces para hacer el remedio. Luego, cuando hayas traído los dos trineos y estén cargados con las pieles y el pescado y el rifle, y cuando hayas elegido los seis cazadores que irán conmigo, me untaré el cuello con el remedio, así, y pondré el cuello en aquel tronco. Entonces el cazador más fuerte puede empuñar el hacha y pegarme tres veces en el cuello. Tú mismo puedes dar los tres golpes.
       Makamuk escuchaba, atónito, esta última hechicería de los ladrones de pieles.
       —Pero ante todo —agregó el polaco con apresuramiento—, entre cada golpe tengo que untar más remedio. El hacha es pesada y filosa, y no quiero errores.
       —Tendrás cuanto has pedido —gritó Makamuk en un afán de aceptación—. Empieza a preparar el remedio.
       Subiénkov disimuló su júbilo. Jugaba una partida desesperada y no podía permitir un error. Habló con arrogancia.
       —Has estado lerdo. Ofendes mi remedio. Para lavar la ofensa debes darme tu hija.
       Señaló a la muchacha, una criatura enclenque, con un ojo defectuoso y un colmillo de lobo. Makamuk se enojó, pero el polaco seguía imperturbable, liando y encendiendo otro cigarrillo.
       —Apúrate —urgió—. Si no te apuras, pediré más aún.
       En el silencio que siguió, el desolado paisaje nórdico se borró ante sus ojos, y volvió a ver su patria, y Francia, y al mirar a la muchacha del colmillo de lobo, recordó otra muchacha bailarina y cantante, que había conocido en su juventud, al llegar a París.
       —¿Para qué quieres a la muchacha? —preguntó Makamuk.
       —Para que venga río abajo conmigo. —Subiénkov la miró con aire crítico—. Será una buena esposa, y es un honor digno de mi remedio casarme con tu sangre.
       Recordó a la muchacha de París y tarareó una canción que ella le había enseñado. Revivía la antigua vida, pero de un modo diferente e impersonal, mirando las imágenes recordadas de su propia vida como si fueran ajenas. La voz del jefe, rompiendo bruscamente el silencio, lo sobresaltó.
       —Así se hará —dijo Makamuk—. La muchacha irá contigo río abajo. Pero queda entendido que yo mismo daré los tres golpes con el hacha.
       —Pero a cada golpe me pondré el remedio —respondió Subiénkov con mal reprimida ansiedad.
       —Te pondrás el remedio entre cada golpe. Aquí están los cazadores que no te dejarán escapar. Ve al bosque a recoger los ingredientes.
       La rapacidad del polaco había convencido a Makamuk del valor del remedio. Sólo el gran poder del remedio podía inducir a un hombre a las puertas de la muerte a regatear como una vieja.
       —Además —murmuró Yakaga, cuando el polaco, con sus guardias, desapareció tras los abetos—, cuando conozcas el remedio, lo podrás matar fácilmente.
       —¿Pero cómo? —argumentó Makamuk—. Su remedio lo impedirá.
       —Habrá algún lugar en que no se haya puesto el remedio —replicó Yakaga—. Por ahí acabaremos con él. Quizá las orejas; le meteremos una lanza por un oído y se la sacaremos por el otro. Quizá, los ojos. Sin duda el remedio es demasiado fuerte para los ojos.
       El jefe asintió.
       —Eres sabio, Yakaga. Si no le quedan otras brujerías lo destruiremos.
       Subiénkov no perdió el tiempo en buscar los ingredientes. Escogió lo que se le vino en mano; agujas de abeto, la corteza interior de un sauce, una tira de corteza de abedul, y una cantidad de bayas musgosas que hizo arrancar bajo la nieve. Unas raíces heladas completaron el surtido, y encabezó el regreso al campamento.
       Makamuk y Yakaga se agazaparon junto a él, observando las cantidades y clase de ingredientes que volcaba en la olla de agua hirviendo.
       —Hay que poner las bayas primero —explicó.
       —Ah, falta otra cosa, un dedo humano. Ven, Yakaga, déjame cortarte el dedo.
       Pero Yakaga puso las manos atrás y se enfurruñó.
       —Sólo el dedo chico —rogó Subiénkov.
       —Yakaga, dale el dedo —ordenó Makamuk.
       —Debe haber un montón de dedos por ahí —rezongó Yakaga, señalando en la nieve los despojos de los torturados a muerte.
       —Debe ser el dedo de una persona viva —objetó el polaco—.
       Yakaga se dirigió al cosaco y le cercenó un dedo.
       —Todavía vive —anunció, arrojando el sangriento trofeo en la nieve—. Además es un dedo bueno, porque es grande.
       Subiénkov lo echó al fuego bajo la olla y empezó a cantar. Era una canción francesa, de amor, y la cantó con gran solemnidad sobre el cocimiento.
       —Sin estas palabras que he pronunciado, el remedio es inútil —explicó—. Las palabras le dan su mayor fuerza. Miren, está listo.
       —Repite despacio las palabras, para aprenderlas —ordenó Makamuk.
       —Sólo después de la prueba. Cuando el filo haya rebotado tres veces, te diré las palabras.
       —¿Pero si el remedio no es bueno? —Makamuk preguntó.
       Subiénkov se volvió airadamente.
       —Mi remedio siempre es bueno. Pero si no lo es, haz conmigo lo que has hecho con los otros. Despedázame, como a él lo despedazaste. —Señaló al cosaco—. El remedio ya se ha enfriado. Así lo unto en mi cuello, repitiendo estas otras palabras.
       Entonó un verso de La Marsellesa, muy gravemente, refregándose el cuello con el cocimiento.
       Un clamor interrumpió su representación. El cosaco, en un último estertor de su tremenda vitalidad, se puso de rodillas. Risas y gritos de asombro dieron los nulatos aplaudiendo, mientras el cuerpo de Big Ivan con terribles espasmos se revolcaba en la nieve.
       El espectáculo provocó náuseas en Subiénkov, pero se dominó y fingió enojo.
       —Esto no puede ser —dijo—. Acaben con él y haremos la prueba. Yakaga, encárgate de que este barullo termine.
       Mientras eso se hacía, Subiénkov se volvió a Makamuk.
       —Recuerda, tienes que pegar con toda tu fuerza. No es un juego de niños. Vamos, toma el hacha y golpea el tronco, para que yo vea si la manejas como un hombre.
       Makamuk obedeció, dando dos hachazos con vigor y precisión, haciendo saltar una gran astilla.
       —Está bien. —Subiénkov miró a su alrededor al círculo de caras salvajes que de algún modo simbolizaban el muro de barbarie que lo había cercado desde que la policía del Zar lo arrestó en Varsovia.
       —Empuña el hacha, Makamuk. Me acostaré en el suelo. Cuando levante la mano, golpea, golpea con todas tus fuerzas. Y cuida de que nadie esté detrás. El remedio es fuerte, y el hacha puede rebotar de mi cuello y escapársete de las manos.
       Miró los dos trineos, con los perros ensillados, cargados con pieles y pescado. Su rifle encima de las pieles de castor. Los seis cazadores a sus órdenes junto a los trineos.
       —¿Dónde está la muchacha? —preguntó—. Que la traigan a los trineos antes de empezar la prueba.
       Cuando esto se hizo, Subiénkov se acostó en la nieve, descansando la cabeza en el tronco, como un niño cansado que va a dormirse. Había llevado una vida tan triste que, en verdad, estaba cansado.
       —Me río de ti y de tu fuerza, oh Makamuk —dijo—. Golpea y golpea bien.
       Alzó la mano. Makamuk blandió el hacha, una gran hacha para encuadrar troncos. El acero brillante relampagueó en el aire helado, se detuvo un instante perceptible sobre la cabeza de Makamuk, y cayó sobre el desnudo cuello de Subiénkov. Atravesó la carne y el hueso y penetró hondamente en el tronco.
       Los atónitos salvajes vieron rebotar la cabeza a un metro del tronco sangriento.
       Hubo un gran silencio y estupor, hasta que poco a poco fueron comprendiendo que no había tal remedio. El ladrón de pieles los había embaucado. Él sólo, entre todos los prisioneros, había escapado a la tortura. Se había jugado por entero en esa apuesta. Hubo una explosión de risas. Makamuk inclinó la cabeza, avergonzado. El ladrón de pieles se había burlado de él. Lo había puesto en ridículo ante su gente. Todos seguían riéndose a carcajadas. Makamuk se dio la vuelta y se retiró con la cabeza gacha. Sabía que ya no le llamarían Makamuk. Le llamarían: Cara Perdida; la historia de su afrenta lo seguiría hasta la muerte; y cuando las tribus se reunieran en primavera para la pesca del salmón, o en verano para traficar, recorrería las fogatas la historia de cómo el ladrón de pieles murió apaciblemente, de un solo golpe, a manos de Cara Perdida.
       —¿Quién es Cara Perdida? —le parecía oír preguntar a algún mozo insolente—. Cara Perdida, el que se llamó Makamuk antes de cortar la cabeza del ladrón de pieles.




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