Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
Un error de la creación (1912)
(“The Mistake of Creation”)
Originalmente publicado en la revista Cosmopolitan, v. 52 (febrero 1912), págs. 335-347;
Smoke Bellew
(Nueva York: The Century Co., 1912, 386 págs.)
—¡Alto! —gritó Smoke a los perros, al tiempo que hacía fuerza sobre la vara del trineo para detenerlo.
—¿Qué te pasa? —se quejó Shorty—. No hay agua bajo ese tramo.
—No, pero mira esa senda que se desvía a la derecha —respondió Smoke—. Creí que nadie invernaba en esta zona.
Los perros, en el mismo instante en que se detuvieron, se dejaron caer sobre la nieve para arrancarse a mordiscos las partículas de hielo formadas entre los dedos. Cinco minutos antes, ese hielo había sido agua. Los animales habían atravesado una capa de hielo cubierta de nieve que ocultaba el manantial que fluía desde la orilla y se embolsaba sobre la costra invernal de un metro de espesor formada sobre el río Nordbeska.
—No sabía que hubiese nadie en el curso alto del Nordbeska —dijo Shorty mientras observaba la senda casi borrada y cubierta por medio metro de nieve que abandonaba el lecho del río en un ángulo recto y se adentraba en la desembocadura de un arroyo pequeño que fluía desde la izquierda—. Puede que fuesen cazadores y pasaran por aquí hace tiempo.
Smoke, apartando la nieve superficial con las manos enguantadas, se detuvo a pensar, apartó más nieve y pensó de nuevo.
No —decidió—. Han viajado en ambos sentidos, aunque el último viaje lo hicieron cauce arriba. Sean quienes sean, siguen en ese mismo lugar, sin duda. Hace semanas que no se mueven. ¿Qué es lo que los retiene ahí tanto tiempo? Eso es lo que me gustaría saber.
—Pues a mí me gustaría saber dónde vamos a acampar esta noche —dijo Shorty, mientras observaba con aire desconsolado la línea del horizonte al suroeste, donde el crepúsculo de media tarde se iba convirtiendo en noche.
—Sigamos la senda que va cauce arriba —sugirió Smoke—. Hay mucha madera muerta y podemos acampar cuando queramos.
—Claro que podemos acampar cuando queramos, pero tenemos que viajar la mayor parte del tiempo si no queremos morirnos de hambre, y tenemos que viajar en la dirección correcta.
—En ese cauce alto encontraremos algo —insistió Smoke.
—¡Pero mira las provisiones! ¡Mira los perros! —gritó Shorty. Mira el… Oh, demonios, como quieras. Siempre te sales con la tuya.
—No alargaremos nuestro viaje ni un solo día —dijo Smoke—. Posiblemente solo sea un kilómetro más.
—A veces un kilómetro ha marcado la diferencia entre la vida y la muerte —respondió Shorty mientras movía la cabeza con lúgubre resignación—. Venga, vamos en busca de problemas. Arriba, pobres perros de patas doloridas, ¡arriba! ¡Izquierda! ¡Bright, vamos! ¡Izquierda!
El perro guía obedeció y la traílla entera se adentró, sin mucha fuerza, en la nieve en polvo.
—¡Alto! —gritó Shorty—. Toca abrir camino.
Smoke sacó las raquetas de nieve del trineo, se las ató bajo los mocasines y se puso en cabeza para apisonar la superficie y facilitar el avance de los perros.
Fue un trabajo duro. Los perros y los hombres llevaban varios días subsistiendo con raciones pequeñas, por lo que contaban con unas reservas de energía cortas y limitadas. Aunque siguieron el lecho del arroyo, este era tan empinado que se vieron obligados a enfrentarse a un ascenso difícil e implacable. Las elevadas paredes de roca se acercaban deprisa, por lo que el camino los llevaba, sin dejar de ascender, al fondo de una estrecha garganta. El prolongado crepúsculo, bloqueado por las altas montañas, ya solo era semioscuridad.
—Es una trampa —dijo Shorty—. Tiene una pinta muy fea. Es un agujero en la tierra. Aquí solo encontraremos problemas.
Smoke no contestó y durante media hora continuaron avanzando en silencio, un silencio que de nuevo rompió Shorty.
—Ahí viene —gruñó—. Viene una corazonada que te contaré si te callas y me escuchas.
—Cuenta —dijo Smoke.
—Pues me dice, muy clarito, que tardaremos muchos, muchos días en salir de este agujero en la tierra. Que tendremos problemas y nos quedaremos atrapados aquí un montón de tiempo.
—¿Y te dice algo de la comida? —preguntó Smoke sin arredrarse—. Porque no tenemos comida para muchos, muchos días ni para un montón de tiempo.
—No. De la comida, ni pío. Supongo que podremos apañarnos. Pero te diré una cosa, Smoke, para que te quede clara: me comeré cualquier perro de la traílla excepto a Bright. En Bright está mi límite. A él no podría zampármelo.
—Anímate —respondió Smoke—. Yo también tengo una corazonada. Me dice que no comeremos perros y que estaremos bien alimentados, ya sea con alce, caribú o tostas de codorniz.
Shorty resopló molesto y guardó silencio durante otro cuarto de hora.
—Aquí están los problemas que anunciabas —dijo Smoke al tiempo que se paraba y se quedaba mirando un objeto tirado a un lado del camino.
Shorty soltó la vara, se acercó a él y juntos vieron el cadáver de un hombre.
—Bien alimentado —dijo Smoke.
—Mira los labios —comentó Shorty.
—Tieso como la mojama —respondió Smoke al tiempo que intentaba levantar uno de los brazos del hombre. No consiguió despegarlo del resto del cuerpo.
—Si lo levantas y lo dejas caer, se romperá en pedacitos —aportó Shorty.
El hombre se encontraba de lado y estaba totalmente congelado. Debido a que no lo cubría la nieve, resultaba claro que llevaba allí poco tiempo.
—Hace tres días nevó en toda la zona —dijo Shorty.
Smoke asintió, se inclinó sobre el cadáver, le dio media vuelta para verle la cara y señaló una herida de bala en la sien. Miró a un lado y con la cabeza indicó un revólver que estaba sobre la nieve.
Cien metros más adelante encontraron un segundo cadáver, boca abajo y en el camino.
—Dos cosas están muy claras —dijo Smoke—. Están gordos, así que no hay hambruna. Tampoco han encontrado oro, o no se habrían suicidado.
—Si es que se suicidaron —objetó Shorty.
—De eso no hay duda. No hay más huellas que las suyas y los dos tienen marcas de pólvora. —Smoke arrastró el cadáver a un lado y con el mocasín desenterró de la nieve un revólver que el cuerpo había aplastado al caer.
—Lo hizo con esto. Te dije que encontraríamos algo.
—Y parece que esto no es más que el principio. ¿Por qué se quitan la vida dos tipos bien alimentados?
—Cuando lo descubramos habremos encontrado el resto de los problemas que anunciaste —respondió Smoke—. Vamos, que está muy oscuro.
Más oscuro estaba cuando la raqueta de Smoke tropezó con un cadáver. Cayó sobre un trineo en el que yacía otro cadáver. Y cuando se quitó la nieve que se le había colado por el cuello y encendió una cerilla, Shorty y él vieron un tercer cadáver, envuelto en mantas y tirado junto a una tumba parcialmente cavada. Además, antes de que la cerilla se apagase, descubrieron que allí había otra media docena de tumbas.
—Brrr —tiritó Shorty—. Un campamento suicida. Y todos bien alimentados. Supongo que estarán todos muertos.
—No. Mira eso —Smoke miraba a lo lejos, a una luz tenue y lejana—. Y allí hay otra luz. Y una tercera, allá. Venga, en marcha.
No se vieron retrasados por la aparición de más cadáveres y al cabo de varios minutos, a través de un camino bien pisado, llegaron al campamento.
—Es una ciudad —susurró Shorty—. Debe de haber unas veinte cabañas. Y ni un perro, ¡mira qué gracia!
—Eso lo explica todo —contestó Smoke en voz baja—. Es el grupo de Laura Sibley. ¿No te acuerdas? Se dirigieron al cauce alto del Yukón el otoño pasado, a bordo del Port Townsend Number Six. Pasaron por Dawson sin detenerse. Seguramente el vapor los dejó en la desembocadura del arroyo.
—Claro, ya me acuerdo. Eran mormones.
—No, eran vegetarianos. —Smoke sonrió en la oscuridad—. No comen carne y no hacen trabajar a los perros.
—Es lo mismo. Yo sabía que tenían algo raro. Y ciencia infusa para encontrar oro. Esa tal Laura Sibley los iba a llevar derechos a un sitio que los haría millonarios a todos.
—Sí, era su profetisa. Tenía visiones y esas cosas. Creí que habían seguido el cauce alto del Nordensjold.
—¡Eh! Escucha eso.
La mano de Shorty se apoyó en el pecho de Smoke para detenerlo y juntos escucharon un gemido, prolongado y profundo, que procedía de una de las cabañas. Antes de que se extinguiera por completo, se vio reemplazado por el de otra cabaña, y luego otra, hasta formar el vasto suspiro de la desgracia humana. El efecto resultaba monstruoso, de pesadilla.
—Brrr —tiritó Shorty—. Me pone enfermo. Vamos a ver qué les pasa.
Smoke llamó a la puerta de una cabaña en la que había luz y entró, seguido de Shorty, tras oír un «Adelante», dicho por la misma voz que había gemido. Se trataba de una cabaña sencilla de troncos, con las grietas tapadas con musgo y el suelo de tierra cubierto con serrín y virutas. La iluminaba una lámpara de queroseno, a cuya luz distinguieron cuatro catres, tres de los cuales estaban ocupados por hombres que dejaron de gemir para concentrarse en mirar.
—¿Qué pasa? —le preguntó Smoke a uno cuyas mantas no ocultaban su anchura de hombros y su cuerpo musculoso, que tenía los ojos atormentados por el dolor y las mejillas hundidas—. ¿Viruela? ¿Qué es?
Como respuesta el hombre se señaló a la boca y se esforzó por abrir unos labios negros e hinchados. Smoke retrocedió ante aquella visión.
—Escorbuto —murmuró en dirección a Shorty; y el hombre confirmó su diagnóstico con un gesto de la cabeza.
—¿Tenéis comida de sobra? —preguntó Shorty.
—Sí —respondió un hombre que ocupaba uno de los otros catres—. Coged lo que queráis. Hay a montones. La siguiente cabaña en la hilera de enfrente está vacía. Tiene una despensa justo al lado. Podéis atacarla.
En todas las cabañas que visitaron esa noche encontraron una situación similar. El escorbuto había golpeado a todo el campamento. Del grupo formaba parte una docena de mujeres, aunque los dos hombres no las vieron a todas. Al principio habían sido noventa y tres hombres y mujeres. Pero diez habían muerto y dos habían desaparecido hacía poco. Smoke les habló de los dos que habían encontrado y se sorprendió de que nadie hubiera recorrido ese breve trecho del camino y los hubiese hallado antes. Lo que más llamó la atención de Shorty y Smoke fue la impotencia de esa gente. Tenían las cabañas sucias, llenas de basura. Los platos permanecían sin lavar sobre las mesas de toscos tablones. No se ayudaban entre ellos. Los problemas de cada cabaña se quedaban allí y ya habían dejado de esforzarse en enterrar a los muertos.
—Casi resulta misterioso —le confió Smoke a Shorty—. He conocido muchos gandules y haraganes, pero nunca tantos al mismo tiempo. Ya has oído lo que han dicho. No se han molestado en procurarse un buen acceso al agua. Apuesto a que ni se han lavado la cara. No me extraña que tengan escorbuto.
—Pero los vegetarianos no deberían tener escorbuto —discutió Shorty—. Los que comen carne en salazón son los que enferman. Y estos no comen carne, ni fresca ni salada, ni cruda ni cocinada, porque no la tocan.
Smoke negó con la cabeza.
—Ya lo sé. Y lo que cura el escorbuto es una dieta con verduras. Ningún medicamento lo consigue. Las hortalizas, sobre todo las patatas, son el único remedio. Pero no olvides una cosa, Shorty: no nos enfrentamos a una teoría, sino a determinadas circunstancias. Lo cierto es que todos estos comedores de hierba tienen escorbuto.
—Será contagioso.
—No, que sepan los médicos. El escorbuto no lo provocan los gérmenes. No se contagia. Se genera. Hasta donde yo sé, se debe a un empobrecimiento de la sangre. No lo provoca algo que tengan, sino algo que no tienen. Un hombre tiene escorbuto debido a la carencia de ciertos elementos químicos en la sangre, y esos elementos no se encuentran en medicina alguna, sino en las hortalizas.
—Estos solo comen hierba —gruñó Shorty—. Y están de escorbuto hasta las orejas. Eso demuestra que te equivocas, Smoke. Me largas el rollo de tu teoría, pero esta situación la deja coja. El escorbuto se contagia y por eso todos lo tienen y, además, están fatal. Y si nos quedamos mucho en este cementerio, tú y yo también nos contagiaremos. ¡Brrr! Ya siento a los bichos introducirse en mi sistema.
Smoke se rio, escéptico, y llamó a la puerta de otra cabaña.
—Supongo que encontraremos lo mismo —dijo—. Venga, tenemos que comprender qué pasa aquí.
—¿Quién es? —preguntó una voz aguda de mujer.
—Queremos verla —respondió Smoke.
—¿Quiénes son?
—Somos dos médicos de Dawson —intervino Shorty, con una frivolidad que se ganó un codazo en las costillas.
—No quiero ver a ningún médico —dijo la mujer en un tono seco, cargado de dolor e irritación—. Fuera. Buenas noches. Aquí no creemos en los médicos.
Smoke tiró del pestillo, abrió la puerta y entró, aumentando la fuerza de la llama de la lámpara para ver mejor. Cuatro mujeres, cada una en un catre, dejaron de quejarse y suspirar para mirar a los intrusos. Dos eran criaturas jóvenes de rostro delgado, la tercera era una mujer mayor, muy robusta, y la otra, a la que Smoke identificó por la voz constituía el espécimen más frágil y delgado de la raza humana que había visto jamás. Pronto se enteró de que esa era Laura Sibley, la profetisa y vidente profesional que había organizado la expedición en Los Ángeles para llevarla hasta aquel campamento del Nordbeska en el que reinaba la muerte. La conversación resultó desagradable. Laura Sibley no creía en los médicos. Además, para más inri, hacía mucho que había dejado de creer en sí misma.
—¿Por qué no enviaron a alguien a buscar ayuda? —preguntó Smoke cuando ella hizo una pausa, agotada y sin aliento, tras su diatriba inicial—. En el río Stewart hay un campamento y, desde allí, en dieciocho días de viaje se llega a Dawson.
—¿Por qué no fue Amos Wentworth? —preguntó ella, con una ira que rondaba la histeria.
—No lo conozco —contestó Smoke—. ¿A qué se ha dedicado?
—A nada. Pero es el único que no tiene escorbuto. ¿Y por qué no tiene escorbuto? Yo se lo diré. No, no se lo diré. —Los finos labios se cerraron de tal forma que, a través de su transparencia demacrada, a Smoke casi le pareció ver los dientes y las encías—. ¿De qué habría servido? ¿No lo sé bien? No soy idiota. Nuestras despensas están llenas de toda clase de zumos de frutas y hortalizas en conserva. Estamos mejor abastecidos para luchar contra el escorbuto que cualquier otro campamento de Alaska. No hay hortaliza preparada, fruta o frutos secos que no tengamos y en cantidad.
—Ahí te ha pillado, Smoke —se alborozó Shorty—. Son determinadas circunstancias, no una teoría. Tú dices que las hortalizas curan. Aquí las tienen, ¿dónde está la cura?
—No le veo explicación —reconoció Smoke—. Sin embargo, no hay campamento como este en toda Alaska. He visto antes escorbuto, unos pocos casos aquí y allá, pero nunca vi un campamento entero enfermo, ni casos tan graves como estos. Así que, ni para ti ni para mí, Shorty. Tenemos que hacer lo que podamos por esta gente, pero antes debemos ocuparnos de los perros y de nosotros mismos. Hasta mañana, señora Sibley.
—Señorita Sibley —se indignó ella—. Escuche, joven, si vuelve por esta cabaña con sus historias de médicos, lo llenaré de perdigones.
—Qué dulce es esa divina profetisa —se rio Smoke mientras Shorty y él retrocedían en plena oscuridad hasta la cabaña vacía próxima a la primera en la que habían entrado.
Resultaba evidente que allí habían vivido dos hombres hasta hacía poco y se preguntaron si no habrían sido los dos suicidas del camino. Entre los dos revisaron la despensa y la encontraron repleta de una impresionante variedad de alimentos enlatados, en polvo, desecados, evaporados, condensados y deshidratados.
—¿Cómo rayos se les ocurre enfermar de escorbuto? —preguntó Shorty, blandiendo los ligeros paquetes de huevo en polvo y champiñones italianos—. Y mira esto. ¡Y eso! —Sacó latas de tomate y maíz y botes de aceitunas rellenas—. Y la divina guiatisa también tiene escorbuto. ¿Qué te hace pensar eso?
—Profetisa —corrigió Smoke.
—Guiatisa —insistió Shorty—. ¿No los guio ella hasta este agujero?
Al día siguiente, en cuanto amaneció, Smoke se encontró a un hombre que llevaba una pesada carga de leña. Se trataba de un hombre pequeño, de aspecto limpio y vivaz, que caminaba con energía a pesar de la carga. Smoke sintió una antipatía inmediata.
—¿Qué le pasa? —preguntó.
—Nada —contestó el hombrecillo.
—Eso ya lo sé —dijo Smoke—. Por eso le pregunto. Usted es Amos Wentworth. ¿Por qué rayos no tiene escorbuto como los demás?
—Porque he hecho ejercicio —fue la veloz respuesta—. Ninguno se habría puesto enfermo si hubiesen salido y trabajado. ¿Qué hicieron? Se quejaron, se enfadaron y gruñeron porque hacía frío, las noches eran largas, las adversidades muchas y los dolores y las molestias no se iban. Se quedaron en la cama hasta que se hincharon tanto que ya no fueron capaces de levantarse. Eso es todo. Míreme a mí. Yo he trabajado. Venga a mi cabaña.
Smoke entró con él.
—Eche una ojeada. Más limpia imposible, ¿no cree? Todo en perfecto orden. Si no fuera porque dan calor, no conservaría serrín y virutas en el suelo, pero al menos los cambio. Están limpios. Debería ver el suelo de algunas de las cabañas. Son como pocilgas. Además, siempre he usado platos limpios. Sí, señor. Todo eso exige trabajo y yo he trabajado mucho, pero no tengo escorbuto. Medite cuanto quiera al respecto, que acabará por aceptarlo.
—Ha dado en el clavo —admitió Smoke—. Pero veo que solo tiene un catre. ¿Por qué es tan poco sociable?
—Porque lo prefiero. Es más fácil limpiar lo de uno que lo de dos, por eso. Los demás son todos unos vagos. ¿Cree que habría soportado vivir con uno de ellos? No me extraña que tengan escorbuto.
Resultaba convincente, pero Smoke no podía librarse del desagrado que ese hombre provocaba en él.
—¿Qué tiene Laura Sibley en contra de usted? —preguntó de repente.
Amos Wentworth le lanzó una mirada rápida.
—Está loca —fue la respuesta—. Todos tenemos nuestras manías, es verdad. Pero yo me he librado de ser de esos que no lavan los platos, que es del pie que cojean todos estos de aquí.
Pocos minutos después, Smoke hablaba con Laura Sibley. Con un bastón en cada mano, la mujer se había acercado cojeando hasta su cabaña.
—¿Qué tiene en contra de Wentworth? —le preguntó sin ir a cuento y de forma tan repentina que la sorprendió con la guardia baja.
El resentimiento destelló en los ojos verdes de la mujer, un gesto de ira se apoderó de su rostro demacrado y sus labios ulcerados se retorcieron, a punto de hablar sin control. Pero solo produjo un conjunto de sonidos farfullados e ininteligibles y luego, realizando un esfuerzo impresionante, consiguió recuperar el dominio de sí misma.
—Que tiene salud —jadeó—. Que no tiene escorbuto. Que es terriblemente egoísta. Que no mueve una mano para ayudar a los demás. Que es capaz de dejarnos pudrir y morir sin levantar un dedo para llevarnos un cubo de agua o una brazada de leña. Esa es la clase de animal que es. Pero ¡que tenga cuidado! Solo digo eso, ¡que tenga cuidado!
Sin dejar de jadear y respirar entrecortadamente, se alejó cojeando y cinco minutos después, al salir de la cabaña para dar de comer a los perros, Smoke la vio entrar en la de Amos Wentworth.
—Aquí pasa algo muy raro, Shorty, algo muy feo —dijo, moviendo la cabeza siniestramente, cuando su socio se acercó a la puerta para vaciar un cubo de agua de fregar.
—Claro —respondió el otro, encantado—, y tú y yo lo vamos a pillar. Ya lo verás.
—No me refiero al escorbuto.
—Ah, claro, si te refieres a la divina guiatisa, esa es capaz de robarle a un cadáver. Es la mujer más hambrienta que nunca he visto.
—El ejercicio nos ha mantenido a los dos en buen estado, Shorty. Lo mismo ha hecho con Wentworth. Ya ves lo que su falta les ha hecho a los demás. Tenemos que prescribir ejercicio a estos despojos de hospital. Tú te ocuparás de que lo hagan. Te nombro enfermera jefe.
—¿Cómo? ¿Yo? —gritó Shorty—. Dimito.
—No, de eso nada. Y yo seré tu ayudante porque no va a resultar sencillo. Tenemos que obligarlos a moverse. En primer lugar, tendrán que enterrar a sus muertos. Los más fuertes estarán en la brigada de enterradores; los siguientes en la brigada de recogida de leña (se han quedado en cama para ahorrar leña); y así sucesivamente. E infusión de pícea, no lo olvidemos. Todos los veteranos dicen que funciona. Estos ni siquiera han oído hablar de ella.
—Estamos metidos en un buen lío —sonrió Shorty—. En cuanto nos despistemos, nos cosen a balazos.
—Pues tendremos que evitarlo —dijo Smoke—. Vamos.
En cuestión de una hora, registraron cada una de las veinte y pico cabañas. Confiscaron toda la munición, los rifles, las escopetas y los revólveres que encontraron.
—Venga, inválidos —les decía Shorty—. Dadnos todas las armas. Las necesitamos.
—¿Quién lo dice? —preguntaron en la primera cabaña.
—Dos médicos de Dawson —respondió Shorty—. Y lo que dicen va a misa. Venga. La munición también.
—¿Para qué las queréis?
—Para alejar de aquí a un pelotón de latas de carne en pie de guerra que se acerca por el cañón. Y también os advierto que sufriremos una invasión de infusión de pícea. Vamos, entregadlas.
Eso fue solo el principio. Convencieron, persuadieron, forzaron y arrastraron a los hombres para que abandonaran los catres y se vistieran. Smoke eligió a los que estaban mejor para formar la brigada de enterradores. Hicieron otra brigada a fin de reunir la leña con la que se derritió el hielo para acceder a la gravilla y el barro congelados. Otra brigada se ocupó de cortar madera y abastecer todas las cabañas. A los que estaban demasiado débiles para trabajar en el exterior, les tocó limpiar y cepillar las cabañas y lavar la ropa. Otra brigada más reunió un montón de ramas de pícea y en todas las cocinas se preparó la infusión.
Pero por muy buena cara que Smoke y Shorty pusieran, la situación era muy seria. Hubo al menos treinta casos imposibles a los que no lograron sacar de la cama, algo de lo que los dos hombres fueron conscientes entre náuseas y espanto. Uno de ellos, una mujer, murió en la cabaña de Laura Sibley. Tenían que tomar medidas más extremas.
—No me gusta maltratar a un enfermo —explicó Shorty con el puño en alto, amenazante—, pero le arrancaré la cabeza de un puñetazo si eso es lo que necesita. Y lo que todos vosotros, vagos e inútiles, necesitáis es una buena tunda. ¡Vamos! Salid de la cama y vestíos a la de ya. Si no, os arreglo la cara.
Las cuadrillas gemían, suspiraban y lloraban unas lágrimas que se congelaban en sus mejillas mientras trabajaban. Quedaba bien claro que su agonía era real. Se hallaban en una situación desesperada y la receta de Smoke era heroica.
Cuando las cuadrillas regresaron a mediodía se encontraron con que las esperaba una comida decente, cocinada por los miembros más débiles de cada cabaña bajo la tutela y el brío de Smoke y Shorty.
—Basta por ahora —dijo Smoke a las tres de la tarde—. Dejadlo. Volved a las literas. Puede que hoy os sintáis fatal, pero mañana estaréis mucho mejor. Ponerse bien siempre duele, pero conseguiré que os pongáis bien.
—Ya es tarde —se burló Amos Wentworth de los esfuerzos de Smoke—. Eso tendrían que haberlo hecho el otoño pasado.
—Venga con nosotros —respondió Smoke—. Coja esos dos cubos. Usted no está enfermo.
Los tres hombres fueron de cabaña en cabaña, administrando medio litro de infusión de pícea a cada paciente. Y eso que no resultó sencillo.
—Será mejor que sepáis desde el principio que vamos en serio —afirmó Smoke ante el primer obstinado, que yacía boca arriba, quejándose con la boca cerrada—. Ven aquí Shorty. —Smoke le tapó la nariz al paciente y le dio un golpe en el plexo solar para obligarlo a abrir la boca—. ¡Ahora, Shorty! ¡Que se la tome toda!
Y se la tomó toda, entre resoplidos y ruidos de asfixia.
—La próxima vez pondrás menos pegas —aseguró Smoke a la víctima, al tiempo que echaba mano a la nariz del hombre que ocupaba el catre contiguo.
—Yo preferiría el aceite de ricino —confesó Shorty en privado antes de engullir su propia ración—. ¡Por las barbas de Matusalén! —fue lo que soltó en público tras haberse tragado su dosis amarga—. Solo es medio litro, pero parece un tonel entero.
—Tenemos que recorrer esta ruta de la infusión de pícea cuatro veces al día y ustedes son ochenta —informó Smoke a Laura Sibley—, así que no tenemos tiempo que perder. ¿Se la va a tomar o le tapo la nariz? —preguntó mientras movía el pulgar y el índice con elocuencia por encima de ella—. Es vegetal, así que no tenga reparos.
—¡Reparos! —bufó Shorty—. No, claro que no. ¡Es lo más delicioso del mundo!
Laura Sibley dudó. Se tragó su aprensión.
—¿Y bien? —insistió Smoke en tono imperioso.
—Me la tomaré —respondió ella con voz temblorosa— ¡Dese prisa!
Esa noche, Smoke y Shorty se acostaron más cansados que en uno de los peores días de camino.
—Estoy más que harto —confesó Smoke—. Es horrible ver cómo sufren. Pero no se me ocurre más remedio que el ejercicio y tenemos que probarlo, a ver qué pasa. Ojalá tuviésemos un saco de patatas.
—Sparkins no puede lavar más platos —dijo Shorty—. Le duele tanto que suda de dolor. Lo he visto. Estaba tan mal que me vi obligado a llevarlo al catre.
—Ojalá tuviésemos un saco de patatas —insistió Smoke—. Ese algo vital, esencial, no está en la comida preparada. La vida se ha evaporado.
—Y si ese joven, Jones, el de la cabaña de Brownlow no casca antes de la mañana es que no me llamo Shorty.
—Por el amor de Dios, no seas tan negativo —le riñó Smoke.
—Tendremos que enterrarlo nosotros, ¿no? —fue la respuesta indignada—. Te digo que ese chico está fatal y…
—Cállate —dijo Smoke.
Después de varios bufidos de indignación más, del catre de Shorty emergieron los sonidos de una respiración pesada.
Por la mañana, no solo había muerto Jones, sino también uno de los hombres más fuertes, de los que trabajaban en la brigada de la leña, y que había decidido ahorcarse. La pesadilla continuó. Durante una semana, sin descansar él mismo, Smoke les obligó a hacer ejercicio y beber infusión de pícea. Y no le quedó más remedio que renunciar a sus trabajadores, primero de uno en uno, luego de dos en dos e incluso de tres en tres. Según iba aprendiendo, el ejercicio era lo peor para los enfermos de escorbuto. La brigada de enterradores, cada vez más mermada, no descansaba nunca y siempre tenían, abiertas y a la espera, media docena de tumbas más.
—No podía haber elegido un sitio peor para el campamento —dijo Smoke a Laura Sibley—. Fíjese, en el fondo de una garganta estrecha que se extiende al este y al oeste. El sol del mediodía no supera la parte más alta de la pared. No habrán tenido sol durante varios meses.
—¿Y cómo iba a saberlo yo?
Él se encogió de hombros.
—No veo por qué no, si ha podido guiar a cien idiotas hasta una mina de oro.
Ella le lanzó una mirada malévola y continuó cojeando. Varios minutos después, al volver de visitar a un grupo de quejosos pacientes que recogían ramas de pícea, Smoke vio a la profetisa entrar en la cabaña de Amos Wentworth y decidió seguirla. Desde la puerta oyó la voz suplicante y llorosa de la mujer.
—Solo para mí —rogaba en el momento en que Smoke entró—. No se lo diré a nadie.
Ambos miraron al intruso con ojos culpables y Smoke supo que había estado a punto de descubrir algo, aunque no sabía qué, y se maldijo a sí mismo por no haberse quedado escuchando.
—Hablen de una vez —ordenó con dureza—. ¿De qué se trata?
—¿De qué se trata el qué? —preguntó Amos Wentworth hoscamente. Y Smoke no pudo contestar.
La situación empeoró cada vez más. En el oscuro agujero de un cañón al que nunca llegaban los rayos del sol, la lista de muertos aumentaba sin descanso. Todos los días, con aprensión, Smoke y Shorty se examinaban la boca el uno al otro en busca del blanqueamiento de las encías y membranas mucosas, invariable primer síntoma de la enfermedad.
—Lo dejo —anunció Shorty una tarde—. Lo he estado pensando y lo dejo. Podría atreverme con un grupo de esclavos, pero hacer trabajar a un grupo de enfermos es demasiado para mi estómago. Van de mal en peor. No quedan ni veinte que puedan trabajar. Esta tarde le di permiso a Jackson para acostarse en su catre. Estaba a punto de suicidarse. Lo llevaba escrito en el rostro. Hacer ejercicio no les sienta bien.
—Yo he llegado a la misma conclusión —respondió Smoke—. Los dejaremos en paz a todos, excepto a una docena. Esos tendrán que echarnos una mano. Trabajarán por turnos. Y seguiremos con la infusión de pícea.
—Tampoco sirve.
—También estoy casi a punto de darte la razón en eso, pero, en cualquier caso, no les perjudica.
—Otro suicidio —anunció Shorty a la mañana siguiente—. El tal Phillips. Hace días que lo veía venir.
—Esto es demasiado —se quejó Smoke—. ¿Qué sugieres tú, Shorty?
—¿Quién? ¿Yo? No sugiero nada. La enfermedad tiene que seguir su curso.
—Pero eso significa que todos morirán —protestó Smoke.
—Excepto Wentworth —gruñó Shorty, porque enseguida había compartido la antipatía que sentía su socio hacia ese individuo.
El milagro eterno de la inmunidad de Wentworth tenía perplejo a Smoke. ¿Por qué era el único al que el escorbuto no atacaba? ¿Por qué lo odiaba Laura Sibley y al mismo tiempo le lloriqueaba, gimoteaba y suplicaba? ¿Qué era lo que le pedía y él nunca le daba?
En varias ocasiones Smoke se ocupó de pasar por la cabaña de Wentworth a la hora de comer. Solo encontró una cosa sospechosa: el recelo de Wentworth hacia él. Luego intentó sondear a Laura Sibley.
—Todos se curarían si tuviesen patatas crudas, sin procesar —le dijo a la profetisa—. Lo sé bien. He visto los resultados.
El brillo de la convicción en los ojos de ella, seguido de amargura y odio, le indicaron que iba por buen camino.
—¿Por qué no trajeron una buena provisión de patatas frescas en el vapor? —preguntó.
—Lo hicimos. Pero las vendimos a un precio estupendo en Fort Yukon. Teníamos de sobra de las evaporadas, que además se conservarían mejor. Ni siquiera se congelarían.
Smoke gruñó.
—¿Y las vendieron todas? —preguntó.
—Sí. ¿Cómo íbamos a saberlo?
—¿Y no habrán quedado un par de sacos por ahí? Ya sabe, por casualidad, extraviados en el vapor.
La mujer negó con la cabeza, un poco tarde en opinión de Smoke, y luego dijo:
—Al menos no los encontramos.
—Pero ¿podría haber alguno? —insistió.
—¿Y cómo quiere que lo sepa? —contestó ella con voz áspera y enfadada—. Yo no me ocupaba de la intendencia.
—Se ocupaba Amos Wentworth —concluyó Smoke—. Muy bien. Ahora quiero que me dé su opinión; quedará entre usted y yo. ¿Cree que Wentworth tiene patatas sin procesar ocultas en algún sitio?
—No, por supuesto que no. ¿Por qué iba a tenerlas?
—¿Y por qué no?
Ella se encogió de hombros.
Por más que insistió, Smoke no logró que la mujer admitiese esa posibilidad.
—Wentworth es un cerdo —fue el veredicto de Shorty cuando Smoke le contó sus sospechas.
—También Laura Sibley —añadió Smoke—. Cree que él tiene las patatas y guarda silencio porque pretende que las comparta con ella.
—Pero él no cede —Shorty maldijo la fragilidad de la naturaleza humana con una de sus mejores retahílas y luego recuperó el aliento—. Son de la misma calaña. Ojalá Dios los recompense haciendo que el escorbuto los pudra por completo. No tengo más que decir, excepto que ahora mismo voy a ir a arrancarle la cabeza a ese Wentworth.
Pero Smoke defendió el uso de la diplomacia. Esa noche, cuando el campamento se quejaba y dormía o, mejor dicho, se quejaba y no dormía, se acercó a la cabaña sin luz de Wentworth.
—Escúcheme, Wentworth —dijo—. Aquí mismo, en este saco, tengo mil dólares de oro en polvo. Soy rico según los criterios de este país y puedo permitírmelo. Creo que empiezo a enfermar. Ponga una patata cruda en mi mano y el oro es suyo. Tenga, mire cómo pesa.
Y Smoke se alegró cuando Amos Wentworth extendió la mano, a oscuras, para calcular el peso del oro. Lo oyó revolver entre las mantas y luego sobre su mano sintió, no el pesado saco de oro, sino lo que sin duda era una patata del tamaño de un huevo de gallina, caliente al haber estado en contacto con el cuerpo del otro.
Smoke no aguardó a que amaneciera. Shorty y él esperaban que los dos enfermos que estaban peor muriesen en cualquier momento, por lo que se dirigieron a su cabaña. En una taza rallaron y machacaron la patata de mil dólares, con piel e incluso diminutos restos de tierra, hasta lograr un denso fluido que administraron gota a gota en los espantosos orificios que antes habían sido bocas. Smoke y Shorty establecieron turnos durante toda la noche para repartir el zumo de patata, que frotaban sobre las pobres encías hinchadas, en las que los dientes se movían y tintineaban, obligándoles a tragar hasta la última gota de tan preciado elixir.
Al atardecer del día siguiente, la mejoría de ambos pacientes parecía un milagro y resultaba casi increíble. Ya no eran los más enfermos. En cuarenta y ocho horas, tiempo que duró la patata, quedaron temporalmente fuera de peligro, aunque lejos de estar curados.
—Esto es lo que voy a hacer —le dijo Smoke a Wentworth—. Tengo propiedades y participaciones en este país y mi firma vale en cualquier parte. Le daré quinientos dólares por cada patata, hasta un máximo de cincuenta mil, lo que supone cien patatas.
—¿No tiene más polvo de oro como el que me dio? —preguntó Wentworth.
—Shorty y yo juntamos todo el que teníamos. Pero entre los dos sumamos varios millones de dólares.
—No tengo más patatas —dijo Wentworth por fin—. Ojalá las tuviera. Esa que le di era la única. La he guardado durante todo el invierno por miedo a enfermar de escorbuto. Si se la vendí fue para poder comprar un pasaje y marcharme de este país en cuanto el río se deshiele.
A pesar de no recibir más zumo de patata, los dos enfermos continuaron mejorando durante el tercer día. Los casos sin tratar iban de mal en peor. La cuarta mañana enterraron tres cadáveres espantosos. Shorty soportó el calvario y luego le dijo a Smoke:
—Lo has intentado a tu manera. Ahora me toca a mí.
Se fue directo a la cabaña de Wentworth. Nunca contó lo que ocurrió allí, pero salió con los nudillos magullados y Wentworth no solo llevaba las marcas de la pelea en el rostro, sino que durante bastante tiempo anduvo con la cabeza ladeada y sin poder mover el cuello. Ese fenómeno lo explicaban las huellas moradas de cuatro dedos a un lado de la tráquea y una sola huella morada al otro lado.
Después los dos juntos invadieron la cabaña de Wentworth y lo lanzaron a la nieve mientras ponían patas arriba el interior. Laura Sibley se acercó cojeando y, frenética, los ayudó a buscar.
—A usted no le va a tocar ni una, señora, aunque encontremos una tonelada —le advirtió Shorty.
Pero se sintieron tan decepcionados como ella. Aunque excavaron en el suelo, no encontraron nada.
—Yo voto por asarlo a fuego lento hasta que cante —propuso Shorty, muy serio.
Smoke negó con la cabeza.
—Es un asesino —insistió Shorty—. Está matando a todos estos infelices como si les abriese la cabeza con un hacha. Solo que así es peor.
Transcurrió otro día, durante el que vigilaron sin descanso los movimientos de Wentworth. En varias ocasiones, cuando salía hacia el arroyo, cubo de agua en mano, se acercaron a la cabaña con disimulo y, siempre, él regresó corriendo y sin el agua.
—Las tiene almacenadas aquí, en la cabaña —dijo Shorty—. Tan seguro como que Dios hizo las manzanas. Pero ¿dónde? La hemos registrado a fondo. —Se levantó y se puso las manoplas—. Las encontraré aunque tenga que desarmar la condenada cabaña tronco a tronco.
Miró a Smoke, quien, con un gesto ausente y concentrado en el rostro, no lo había ni oído.
—¿Qué te preocupa? —preguntó Shorty, muy enfadado—. ¡No me digas que has pillado el escorbuto!
—Estaba intentando recordar algo, Shorty.
—¿El qué?
—No lo sé. Ese es el problema. Pero tiene relación con esto, si consigo recordarlo.
—Oye, mira, Smoke, no te me vuelvas majara —suplicó Shorty—. ¡Piensa en mí! Descansa la cabeza. Ven y ayúdame a desmontar esa cabaña. Le prendería fuego, si no fuera por miedo a quemar las patatas.
—¡Eso es! —saltó Smoke y se puso en pie de golpe—. Es lo que intentaba recordar. ¿Dónde está la lata del queroseno? Estoy contigo, Shorty. Las patatas ya son nuestras.
—¿Qué hacemos?
—Tú mírame a mí, eso es todo —contestó Smoke—. Siempre te he dicho, Shorty, que un escaso conocimiento de la literatura era una desventaja, incluso en el Klondike. Lo que vamos a hacer sale en un libro. Lo leí cuando era un crío y va a dar resultado. En marcha.
Unos minutos después, bajo la pálida luz verdosa de la aurora boreal, los dos hombres se acercaron sigilosos a la cabaña de Amos Wentworth. Con cuidado y sin hacer ruido, vertieron el queroseno sobre los troncos, soltando más cantidad en el umbral de la puerta y el marco de la ventana. Luego le acercaron una cerilla encendida y vieron cómo el combustible se incendiaba. Se apartaron de las llamas, cada vez mayores, y esperaron.
Wentworth salió corriendo, miró el incendio con ojos de loco y volvió a entrar en la cabaña. No había transcurrido ni un minuto cuando salió de nuevo, esta vez despacio y doblado, sobre los hombros un saco pesado e inconfundible. Smoke y Shorty se abalanzaron sobre él como un par de lobos hambrientos. Lo golpearon al mismo tiempo, uno por la derecha y el otro por la izquierda, y se desmoronó bajo el peso del saco, que Smoke tanteó para asegurarse de su contenido. Luego sintió que los brazos de Wentworth rodeaban sus piernas, al tiempo que el hombre lo miraba desesperado.
—Deme una docena. Solo una docena. Media docena y quédese con el resto —berreó. Abrió la boca y, loco de ira, inclinó la cabeza para morder la pierna de Smoke, luego cambió de idea y volvió a rogar—: Media docena —suplicó—. Solo media docena. Iba a entregárselas… mañana. Sí, mañana. Esa era mi idea. ¡Son vida! ¡Son vida! ¡Solo media docena!
—¿Dónde está el otro saco? —fue de farol Smoke.
—Me lo comí —respondió el otro con una sinceridad irreprochable—. Solo queda ese saco. Deme unas pocas. Puede quedarse con el resto.
—¡Se las ha comido! —gritó Shorty—. ¡Un saco entero! ¡Y los demás muriéndose por falta de ellas! Esto es lo que te mereces. ¡Y esto! ¡Y esto! ¡Y esto! ¡Cerdo! ¡Gentuza!
La primera patada obligó a Wentworth a soltar las rodillas de Smoke. La segunda lo lanzó a la nieve. Pero Shorty continuó golpeando.
—Cuidado, no te rompas un dedo del pie —fue la única interferencia de Smoke.
—Tranquilo, que le doy con el talón —respondió Shorty—. Mírame. Le voy a destrozar las costillas. Le arrancaré la mandíbula. ¡Toma! ¡Y más! Ojalá tuviese botas, en vez de mocasines, ¡maldito gusano!
Esa noche nadie durmió. Hora tras hora, Smoke y Shorty hicieron rondas para repartir el zumo de patata capaz de devolver la vida. Cada dosis era la cuarta parte de una cucharada que ellos administraban a la población de bocas deshechas. Durante todo el día siguiente continuaron con ese trabajo, turnándose para dormir.
Nadie más murió. Incluso los peores casos empezaron a recuperarse con una inmediatez impresionante. Al tercer día, hombres que no habían podido ponerse en pie desde hacía semanas, abandonaron los catres y se tambalearon de un lado a otro, apoyados en muletas. Ese día el sol —que ya llevaba dos meses de viaje hacia su declinación norte— se asomó alegremente sobre la pared del cañón por primera vez.
—Ni una patata —le dijo Shorty al suplicante y lloroso Wentworth—. Ni siquiera tienes escorbuto. Te has comido un saco entero y tienes veinte años de protección contra el escorbuto. Ahora que te conozco, comprendo a Dios. Siempre me pregunté por qué había dejado vivir a Satanás. Ahora lo sé. Lo dejó vivir como te dejo yo a ti. Pero es una auténtica vergüenza, eso sí.
—Te daré un consejo —le dijo Smoke a Wentworth—. Estos hombres se recuperan a buen ritmo. Shorty y yo nos iremos dentro de una semana y nadie te protegerá cuando se abalancen sobre ti. Ahí tienes el camino. Dawson queda a dieciocho días de viaje.
—Vete y llévate tus cosas, Amos —añadió Shorty—, o lo que yo te hice será una broma comparado con lo que te harán los convalecientes.
—Caballeros, por favor, escúchenme —lloriqueó Wentworth—. No conozco el país. No conozco las costumbres. No conozco el camino. Déjenme viajar con ustedes. Les daré mil dólares si me dejan viajar con ustedes.
—Claro —dijo Smoke con una sonrisa maliciosa—. Si Shorty acepta.
—¿Quién? ¿Yo? —Shorty se enderezó para realizar un esfuerzo supremo—. Yo no soy nadie. Soy más humilde incluso que un palito de madera. Soy un gusano, una larva, hermano del renacuajo e hijo del moscardón. Nada que se arrastre, repte o apeste me produce miedo o vergüenza. Pero ¡viajar con ese error de la creación! Vete ya de aquí. No me enorgullezco, pero me provocas náuseas.
Y Amos Wentworth se marchó solo, tirando de un trineo cargado con provisiones para llegar a Dawson. Cuando casi había recorrido dos kilómetros, Shorty lo alcanzó.
—Ven aquí —fue el saludo de Shorty—. Ven. Acércate. Dámelo.
—No entiendo —tembló Wentworth al recordar las dos palizas, con el puño y con el pie, que ya había recibido de Shorty.
—Los mil dólares, ¿entiendes? Los mil dólares en oro con que Smoke te compró la patata. Dámelos.
Amos Wentworth le entregó el saco del oro.
—Espero que te muerda una mofeta y acabes aullando, enfermo de rabia. —Así se despidió Shorty.
(1912)
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar