Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Los hombres de Forty Mile (1899)
(“The Men of Forty-Mile”)
Originalmente publicado en la revista Overland Monthly,
Vol. 33, Núm. 388 (mayo de de 1899), págs. 401-405;
The Son of the Wolf
(Nueva York: The Macmillan Company, 1900, 251 págs.)



      Cuando Jim Belden, el Grande, se aventuró a realizar el —en apariencia— inocuo comentario de que el hielo roto era “bastante raro”, no imaginaba a lo que llevaría. Tampoco Lon McFane, cuando afirmó que el hielo anclado aún lo era más. Ni Bettles, al mostrar su desacuerdo de inmediato y decir que la mera existencia de esa clase de hielo era como el hombre del saco.
       —¡Y eso lo dices después de los años que hemos pasado en la zona! —exclamó Lon—. ¡Con la de cosas que hemos compartido!
       —Pero no tiene sentido —insistió Bettles—. Mira, el agua tiene más temperatura que el hielo y…
       —Con poca diferencia, una vez que se abre camino.
       —Pero está más caliente porque no se ha congelado. ¿Y tú dices que se congela por el fondo?
       —Solo en el caso del hielo anclado, David, solo ocurre con el hielo anclado. ¿Es que nunca te has dejado llevar por un agua clara y transparente como el cristal cuando de pronto, como una nube que cubre el sol, un hielo pastoso empieza a subir sin parar hasta que de orilla a orilla y por todos lados cubre el río como una primera nevada?
       —Sí, más de una vez, cuando me he quedado dormido al timón. Pero siempre salía del canal lateral más próximo y no subía sin parar.
       —¿Y sin quedarte dormido al timón?
       —No. Ni tú. Es pura lógica. Cualquiera me daría la razón.
       Bettles recurrió a los que rodeaban la estufa, pero la discusión era entre él y Lon McFane.
       —Con lógica o sin ella, lo que yo te digo es verdad. Hace un año, en otoño pasado, Charley el de Sitka y yo lo vimos, bajando los rápidos por debajo de Fort Rebanee. El clima era el normal en otoño, el sol destellaba sobre el dorado de los alerces y los álamos temblones, y la luz bollaba en cada ondulación; a lo lejos se veía el invierno y la neblina azul del norte, que bajaban juntos. Eso lo has visto tú también, el hielo formándose en los bordes del río y en los remolinos, mientras el aire brilla y corta, y se siente en la sangre: cada aspiración te devuelve el ánimo y las ganas de vivir. Entonces es cuando el mundo se queda pequeño y el espíritu viajero se apodera de nosotros.
       “Pero me estoy desviando del asunto. Como te decía, remábamos sin un solo rastro de hielo, excepto el de los remolinos, cuando el indio levanta su remo y anuncia: “¡Lon McFane! ¡Mira debajo! Lo había oído contar, pero no esperaba verlo”. Ya sabes que Charley el de Sitka, como yo, no nacimos en la zona, así que aquello era nuevo para nosotros. Nos dejamos llevar, cada uno echando la cabeza por una de las bordas y mirando hacia abajo, a través del agua cristalina. Como cuando vivía entre los pescadores de perlas, viendo crecer los bancos de coral que parecían jardines bajo el mar. Pues allí estaba, el hielo anclado, concentrado y pegado a cada piedra como si fuera coral blanco.
       “Pero lo mejor estaba aún por verse. Al pasar la cola de los rápidos, el agua se vuelve enseguida del color de la leche y la parte de arriba se mueve en círculos pequeñitos, como cuando los peces suben a la superficie en primavera o cae una gotita de agua del cielo. Era el hielo anclado al subir. A derecha e izquierda, hasta donde alcanzaba la vista, el agua estaba igualmente cubierta. Era como unas gachas, resbaladizas a lo largo de la corteza de la canoa y adheridas como pegamento en los remos. Muchas otras veces pasé esos rápidos, antes y después de aquel día, pero jamás volví a ver algo parecido. Es de esas cosas que solo se ven una vez en la vida.
       —¡Y que lo digas! —comentó Bettles secamente—. ¿Crees que me trago semejante batallita? Más bien diría que el brillo de la luz te afectó a la vista y el efecto cortante del aire te perjudicó la lengua.
       —Lo vi con mis propios ojos y si Charley el de Sitka estuviese aquí me daría la razón.
       —Pero los hechos son los hechos y no hay forma de cambiarlos. Lo normal no es que el agua que está más alejada del aire se congele primero.
       —Pero lo he visto con mis propios ojos…
       —No te calientes, hombre —aconsejó Bettles, al ver que la ira celta empezaba a aumentar con rapidez.
       —Entonces, ¿no quieres creerme?
       —Pues ya que insistes, no. Prefiero creer a la naturaleza y a los hechos.
       —¿Así que me llamas mentiroso? —atronó Lon—. Pues deberías preguntarle a esa mujer india que tienes. Que decida ella, porque yo he dicho la verdad.
       Bettles lo miró enfadado. El irlandés le había hecho daño sin querer, porque su mujer era la hija mestiza de un comerciante de pieles ruso y se había casado con él en la misión griega de Nulato, a más de mil quinientos kilómetros Yukón abajo, por lo que era de una casta muy superior a la de la esposa india o nativa normal y corriente. Se trataba de un matiz propio de la región septentrional que solo comprendían los aventureros del Norte.
       —Supongo que lo puedes interpretar así —contestó a propósito.
       En un segundo Lon McFane lo había tirado al suelo, el círculo se había roto y media docena de hombres se interponía entre ellos.
       Bettles se puso en pie mientras se limpiaba la sangre de la boca.
       —No es la primera vez que me pegan, y no te creas que no me tomaré la revancha.
       —Pues yo jamás he permitido que un hombre me llame mentiroso —fue la réplica cortes—. Puedes contar con que estaré dispuesto a colaborar cuando quieras que ajustemos cuentas.
       —¿Sigues teniendo ese rifle del calibre 38-55?
       Lon asintió con la cabeza.
       —Pero será mejor que busques un calibre más apropiado. El mío te abrirá unos agujeros del tamaño de las nueces.
       —No te preocupes. Mis balas tienen olfato para saber dónde meterse y se extenderán como las tortitas antes de salir por detrás. ¿Y cuándo tendré el placer de esperarte? El abrevadero no es mal lugar.
       —No, no lo es. Pásate por allí dentro de una hora y no tardaré en aparecer.
       Ambos se pusieron sus manoplas y abandonaron la factoría, sin hacer caso de las protestas de sus compañeros. Se trataba de una menudencia, pero con hombres como aquellos las cosas sin importancia, nutridas por un carácter brusco tendente a la terquedad, enseguida se convertían en algo gordo. Además, el arte de arder hasta los cimientos permanece agazapado en la matriz del futuro, y los hombres de Forty Mile, atrapados en el interminable invierno ártico, llevaban muy mal el exceso de calor y la inactividad forzosa y se volvían tan irritables como las abejas en otoño, cuando las colmenas tienen exceso de miel.
       En aquella tierra no había leyes. La Policía Montada también pertenecía al futuro. Cada hombre medía la ofensa e imponía el castigo según le afectase. Pocas veces había sido necesario intervenir y nunca, en la aburrida historia del campamento, se había violado el octavo mandamiento de la Ley de Dios.
       Jim Belden, el Grande, convocó una reunión improvisada. Se escogió a Mackenzie el Zarrapastroso como presidente provisional y se envió un mensajero para solicitar los buenos oficios del padre Roubeau. Su situación era paradójica y lo sabían. Podían intervenir y evitar el duelo por el derecho de la fuerza, sin embargo, semejante actuación iba en contra de sus opiniones, a pesar de corresponderse con sus deseos. Aunque su ética obsoleta y tosca reconocía su prerrogativa individual a saldar golpe con golpe, no soportaban la idea de que dos buenos camaradas, como Bettles y McFane, se enfrentasen a muerte. Tachaban de mal nacido al que no luchase tras sufrir una provocación, pero llegado el momento les parecía mal que lo hiciera.
       Un correteo de mocasines y unos gritos, seguidos de un disparo, interrumpieron la discusión. Se abrieron las contrapuertas y entró Malamute Kid, con un Colt humeante en la mano y un brillo de alegría en la mirada.
       —Le he dado —dijo. Cambió el cartucho vacío y añadió—: A tu perro, Zarrapastroso.
       —¿A Colmillo Amarillo? —preguntó Mackenzie.
       —No. Al de las orejas caídas.
       —¡Diablos! A ese no le pasaba nada.
       —Sal y echa una ojeada.
       —Bueno, no importa. Supongo que se habrá contagiado. Colmillo Amarillo volvió esta mañana, le pegó un buen bocado y a mí estuvo a punto de dejarme viudo. Se lanzó hacia Zarinska, pero ella le sacudió las faldas en la cara y salió del lío sin faldas y con un buen revolcón en la nieve. Luego el condenado se internó de nuevo en el bosque. Espero que no vuelva. ¿Has perdido tú alguno de tus perros?
       —Uno. El mejor de la jauría, Shookum. Se volvió loco esta mañana, pero no llegó muy lejos. Se metió con la traílla de Charley el de Sitka y ellos lo hicieron pedazos y los dispersaron por toda la calle. Ahora dos andan por ahí como locos, así que aún le dio tiempo a contagiarlos. Si no hacemos algo, el censo de perros llegará muy reducido a la primavera.
       —Y el de hombres también.
       —¿Y eso? ¿Quién tiene problemas?
       —Bettles y Lon McFane discutieron y dentro de unos minutos se encontrarán junto al abrevadero para solucionarlo.
       Le contaron lo ocurrido y Malamute Kid, acostumbrado a la obediencia que sus congéneres siempre le rendían, se hizo cargo del asunto. Les explicó el plan que enseguida se le ocurrió y todos prometieron seguirle la comente por completo.
       —Así no les arrebatamos el privilegio de luchar —concluyó—, pero no creo que lo hagan cuando comprendan la belleza del asunto. La vida es un juego de azar y los hombres los jugadores. Apostarán todo lo que tienen a una oportunidad entre mil. Si esa oportunidad no existe… no jugarán. —Se dirigió al factor—. Tendero, mide tres brazas de tu mejor manila de un centímetro y medio de grosor. Sentaremos un precedente que marcará a los hombres de Forty Mile hasta el fin de los tiempos profetizó. Luego se enrolló la soga en el brazo y encabezó a sus seguidores a la calle, en el momento justo de tropezarse con los protagonistas.
       —¿Qué derecho tenía a meter en esto a mi mujer? —vociferaba Bettles ante el interés de un amigo por tranquilizarlo—. No venía a cuento —concluyó con decisión—. No venía a cuento —repitió mientras paseaba de un lado al otro y esperaba a Lon McFane.
       Y Lon McFane, con el rostro ardiente y la lengua rápida, se rebelaba ante la mirada atenta de la Iglesia.
       —Mire, padre —gritaba—, pues me dejaré envolver por las llamas con la conciencia tranquila y dormiré en un lecho de brasas. Jamás dirán que a Lon McFane le llamaron mentiroso sin que levantara la mano para defenderse. Y no pido su bendición. Estos años han sido duros, pero el corazón responde como debe.
       —No se trata del corazón, Lon —contestó el padre Roubeau—. Lo que te impulsa a matar a otro hombre es el orgullo.
       —Usted es francés respondió Lon. Se dio la vuelta para alejarse de él y añadió—: ¿Dirá una misa si la suerte me es contraria?
       Pero el sacerdote sonrió, impulsó hacia delante los pies calzados con mocasines y se dirigió hacia el blanco seno del río silencioso. Un sendero abarrotado, del ancho de un trineo de cuarenta centímetros, llevaba hasta el abrevadero. A cada lado, la nieve blanda. Los hombres avanzaban en fila india, sin conversar, y el sacerdote, en medio de ellos y con la estola negra, aportaba al acto el aspecto solemne de un funeral. Era un cálido día de invierno, tratándose de Forty Mile, uno de esos días en los que el cielo, cargado de pesadumbre, se acercaba más a la tierra y el mercurio buscaba la marca insólita de los 30o C bajo cero. Pero aquel calor no producía alegría. Había poco aire en los estratos superiores y las nubes permanecían inmóviles, amenazando con una nevada temprana. La tierra, indiferente, no hacía preparativos, satisfecha de hibernar.
       Cuando llegaron al abrevadero, Bettles, que evidentemente había aprovechado el paseo en silencio para rememorar la discusión, soltó un “no venía a cuento” convencido, mientras que Lon McFane guardaba un silencio desalentador. Se sentía tan indignado que no podía ni hablar.
       Sin embargo, en el fondo, cuando no anteponían sus propios errores, ambos hombres se asombraban de la actitud de sus compañeros. Habían esperado que se opusieran y aquel tácito consentimiento les dolía. Les parecía que merecían algo más por parte de esos hombres con los que tanto habían intimado y sentían que algo iba mal, molestos por el hecho de que tantos de sus hermanos acudieran —como si se tratara de una ocasión especial, sin pronunciar una sola palabra de protesta— a verlos dispararse el uno al otro. Era como si su valor hubiese disminuido a ojos de la comunidad. Las diligencias los tenían perplejos.
       —Espalda contra espalda, David. ¿Serán cincuenta pasos por hombre o el doble?
       —Cincuenta —fue la sanguinaria respuesta, gruñida pero sin dejar lugar a dudas.
       Sin embargo, la soga recién cortada, a pesar de no estar visiblemente expuesta sino enrollada en el brazo de Malamute Kid, llamó la atención del irlandés y lo hizo estremecer de miedo.
       —¿Qué haces con esa soga?
       —¡Daos prisa! —dijo Malamute Kid mientras consultaba su reloj—. Tengo una hornada de pan en la cabaña y no quiero que se me baje. Además, empiezo a sentir frío en los pies.
       Los demás hombres manifestaron su impaciencia de distintas y sugerentes maneras.
       —Pero ¿y la soga, Kid? Es nueva y no creo que tu pan sea tan duro como para que quieras usarla para subirlo, en lugar de la levadura.
       Para entonces Bettles se había dado la vuelta. El padre Roubeau, comprendiendo la gracia de la situación, ocultó una sonrisa tras la mano protegida por una manopla.
       —No, Lon. Esta soga es para un hombre.
       Malamute Kid podía resultar imponente cuando quería.
       —¿Qué hombre? —Bettles empezaba a comprender que aquello le interesaba.
       —El otro hombre.
       —¿A quién te refieres?
       —¡Escucha, Lon! ¡Y tú, Bettles! Hemos estado hablando de vuestro problemilla y hemos llegado a una conclusión. Sabemos que no tenemos derecho a evitar que os enfrentéis…
       —¡Eso es cierto!
       —Y no pensamos hacerlo. Pero hay una cosa que podemos hacer y que haremos: conseguir que este sea el único duelo en la historia de Forty Mile, dai ejemplo a cualquier chechaquo[8], venga de donde venga. El hombre que se libre de morir será colgado del árbol más próximo. ¡Vamos! ¡Adelante!
       Lon sonrió inseguro y luego su rostro se iluminó.
       —Midamos los pasos, David. Cincuenta pasos, media vuelta y no paramos de disparar hasta que uno caiga muerto. Sus corazones no les permitirán hacer eso que dicen, no es más que uno de esos faroles tan propios de los yanquis.
       Empezó a andar con una sonrisa de oreja a oreja en la cara, pero Malamute Kid le dio el alto.
       —¡Lon! ¿Hace mucho que me conoces?
       —Mucho.
       —¿Y tú, Bettles?
       —Hará cinco años en la crecida de junio.
       —Y en todo ese tiempo, ¿alguna vez os han contado que haya roto mi palabra? ¿0 me habéis oído romperla?
       Ambos negaron con la cabeza, esforzándose por desentrañar lo que vendría a continuación.
       —Entonces, ¿qué opinión tendríais de una de mis promesas?
       —Jamás dudaría de ella —respondió Bettles.
       —Ojalá tuviésemos el cielo tan seguro —enseguida corroboró Lon McFane.
       —¡Pues escuchad! Yo, Malamute Kid, os doy mi palabra, y ya sabéis lo que eso significa, de que el hombre que no muera debido a los disparos lo hará ahorcado con esta soga a los diez minutos del duelo.
       Luego dio un paso atrás como lo habría hecho Pilatos tras lavarse las manos.
       El silencio se apoderó de los hombres de Forty Mile. El cielo descendió aún más al dejar caer una descarga cristalina de escarcha: pequeños dibujos geométricos perfectos, evanescentes como el aliento, aunque destinados a existir hasta que el sol hubiese cubierto la mitad de su viaje hacia el norte. Los dos hombres mantenían muy pocas esperanzas, pero las mantenían, medio en broma medio en serio, y sus almas una fe inquebrantable en el dios del azar. Ahora esa deidad clemente había sido apartada de aquel asunto. Observaron con atención el rostro de Malamute Kid, pero con el mismo resultado que si fuera el de la esfinge. A medida que transcurrían los minutos, empezaron a sentir que les incumbía a ellos hablar. Por fin, el aullido de un perro lobo procedente de Forty Mile rompió el silencio. El fantasmagórico sonido creció con el rasgo conmovedor de un corazón roto y luego se desvaneció en un sollozo interminable.
       —¡Al diablo!
       Bettles se subió el cuello del chaquetón y miró a su alrededor con impotencia.
       —Vaya partida que diriges, Kid —gritó Lon McFane—. Todas las ventajas para la casa y ninguna para quien se la juega. Ni el propio diablo se enfrentaría a algo así. Yo tampoco.
       Las risas entre dientes quedaron disimuladas por los carraspeos, y los guiños por el gesto de limpiarse la escarcha que bordeaba las pestañas, mientras los hombres ascendían la orilla mellada por el hielo y ponían rumbo a la factoría, cruzando la calle. Pero el prolongado aullido se oía más cerca y en él se apreciaba un nuevo matiz amenazador. Una mujer chilló a la vuelta de la esquina y se oyó gritar a alguien: “¡Ahí viene!”. Entonces un chico indio, a la cabeza de media docena de perros asustados, compitiendo con la muerte, irrumpió entre la multitud. Detrás venía Colmillo Amarillo, un destello gris de pelo erizado. Todo el mundo huyó menos el yanqui. El chico indio había tropezado y caído. Bettles se detuvo lo suficiente para agarrarlo por la ropa y luego se dirigió hacia una pila de troncos que algunos de sus colegas ya habían ocupado. Colmillo Amarillo se concentró en perseguir a uno de los perros y pegó un salto. El animal que huía, libre de la rabia pero loco de miedo, hizo caer a Bettles y huyó calle arriba. Malamute Kid disparó en dirección a Colmillo Amarillo. El perro pegó media voltereta en el aire, cayó de espaldas y luego, de un solo salto, cubrió la mitad de la distancia que lo separaba de Bettles.
       Pero el salto fatal fue interceptado. Lon McFane se abalanzó desde los troncos apilados y atrapó al perro en el aire. Rodaron juntos por el suelo, Lon sujetándolo por el cuello e intentando alejarlo de sí, mientras la baba fétida que le rociaba el rostro lo hacía parpadear. Bettles esperó su oportunidad sin perder la serenidad, revólver en mano, y puso fin al combate.
       —Éste sí que ha sido un juego justo, Kid —comentó Lon mientras se ponía en pie y se sacudía la nieve de las mangas—, con una ventaja adecuada para mí, que me la jugaba.
       Esa noche, mientras Lon McFane buscaba el perdón de la Iglesia en la dirección de la cabaña del padre Roubeau, Malamute Kid y Mackenzie el Zarrapastroso hablaron largo y tendido con pocos resultados.
       —Pero ¿lo habrías hecho, si hubiesen peleado? —insistió Mackenzie.
       —¿He faltado alguna vez a mi palabra?
       —No, pero no te pregunto eso. Contéstame: ¿lo habrías hecho?
       Malamute Kid se enderezó.
       —Zarrapastroso, no paro de hacerme esa pregunta desde entonces y…
       —¿Qué?
       —Que de momento no he encontrado la respuesta.

[1898]



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