Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
Los demonios de Fuatino (1911)
(“The Devils of Fuatino”)
Originalmente publicado en The Saturday
Evening Post,
Vol. 184, No. 5, 29 de julio de 1911, págs. 12-15, 35-38);
A Son of the Sun
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1912, 333 págs.)
I
De las muchas goletas, queches y balandras de su propiedad que curioseaban entre las islas de coral de la Polinesia, la que más quería David Grief era la Rattler, una goleta de noventa toneladas, similar a un yate, con semejante facilidad para correr que en los viejos tiempos se había hecho famosa con el contrabando de opio desde San Diego al estrecho de Puget, por hacer incursiones en las colonias de focas del mar de Bering y por traficar con armas en el Lejano Oriente. Los representantes del Gobierno la aborrecían y sentían aversión por ella, pero para los marinos era pura felicidad y para los carpinteros de ribera que la construyeron, un orgullo. Incluso ahora, tras cuarenta años de viajes, seguía siendo la misma Rattler de siempre, capaz de ganar barlovento de la misma forma impresionante que obligaba a los marinos a ver para creer y que provocaba más de una discusión —de las que pueden acabar en pelea— en las playas y puertos, de Valparaíso a la bahía de Manila.
Esa noche, ciñendo el viento, con la mayor absurdamente deshinchada y los grátiles vibrando con el movimiento ascendente y suave de cada ola, se deslizaba a un mínimo de cuatro nudos, aprovechando hasta el más leve suspiro de brisa. David Grief llevaba una hora inclinado sobre la barandilla, junto a la jarcia de trinquete a sotavento, observando la fosforescencia ininterrumpida que creaba al avanzar. La tenue corriente de aire que las velas delanteras dejaban pasar abanicaba su pecho y sus mejillas y él disfrutaba valorando las cualidades de la goleta.
—¡Eh! Es una maravilla, Taute, una maravilla —le dijo al vigía kanaka, mientras acariciaba con afecto la teca de la barandilla.
—Sí, patrón —respondió el kanaka, con ese tono profundo y grave tan propio de la Polinesia—. Hace treinta años que sé de barcos, pero ninguno como este. En Raiatea la llamamos Fanauao.
—La que ha nacido de día —tradujo Grief el piropo—. ¿Quién se lo puso?
A punto de responder, Taute se concentró de repente en lo que tenía por delante y Grief hizo lo mismo.
—Tierra —dijo Taute.
—Sí. Fuatino —convino Grief, con los ojos aún fijos en el lugar donde el horizonte, iluminado por las estrellas, dejaba entrever una mancha de oscuridad—. De acuerdo, avisaré al capitán.
La Rattler continuó avanzando hasta que fue posible ver el alcance de la isla, además de sentirla, hasta que se pudo oír el aletargado rugir de la rompiente y los quejidos de las cabras, hasta que el viento terral les llevó el perfume de las flores.
—Si no se tratara de una simple grieta, podríamos cruzar el paso en una noche como esta —afirmó el capitán Glass, apesadumbrado, mientras observaba al timonel manejar la rueda del timón.
La Rattler, a una milla náutica de la costa, se había puesto al pairo para esperar hasta el alba antes de intentar efectuar la peligrosa entrada a Fuatino. La noche tropical era perfecta, sin amenaza de lluvia o borrasca. A proa, cuando sus tareas lo permitían, los marineros de Raiatea se echaban a dormir en cubierta. A popa, el capitán, el segundo y Grief prepararon sus camas con la misma despreocupación. Yacían sobre las mantas, adormilados, fumando y murmurando conjeturas sobre Mataara, la reina de Fuatino, y sobre la aventura amorosa de su hija, Naumoo, con Motuaro.
—Son gentes muy románticas —dijo Brown, el segundo—. Tanto como los blancos.
—Tanto como Pilsach —se rio Grief—. Y eso ya es mucho decir. ¿Cuánto hace, capitán, que lo abandonó?
—Once años —gruñó resentido el capitán Glass.
—Cuéntenmelo —pidió Brown—. Dicen que no ha salido de Fuatino desde entonces. ¿Es verdad?
—Es verdad —rugió el capitán—. Está enamorado de su esposa, ¡esa desvergonzada! Me lo robó y era el mejor marino que ha visto esta profesión, aunque sea holandés.
—Alemán —corrigió Grief.
—Da igual —fue la respuesta—. Esa noche que bajó a tierra y Notutu lo miró, el mar se quedó sin un buen hombre. Creo que se gustaron nada más verse. Antes de darnos cuenta, ella le había puesto una guirnalda de flores blancas y a los cinco minutos se fueron playa adelante, como un par de niños, cogidos de la mano y riendo. Espero que haya volado ese trozo de coral que interrumpe el paso del canal. Al pasar a remolque siempre levanto una lámina o dos de cobre.
—Siga con la historia —insistió Brown.
—Eso es todo. Allí se quedó. Se casó esa misma noche. Ya no volvió a subir a bordo. Al día siguiente lo busqué. Lo encontré en una choza de paja en medio de la vegetación, con las piernas al aire como un salvaje blanco, entre flores y otras cosas, tocando la guitarra. Parecía un condenado idiota. Me pidió que le enviase sus cosas a tierra. Le dije que ni loco. Y no hay más. Mañana verá a su mujer. Tienen tres hijos, unos chavales estupendos. Abajo tengo un gramófono para él y un montón de discos.
—¿Y luego usted lo nombró tratante? —preguntó el segundo a Grief.
—¿Qué otra cosa podía hacer? Fuatino es la isla del amor y Pilsach sabe amar. También conoce a los nativos. Es uno de los mejores tratantes que tengo… que nunca he tenido. Es responsable. Mañana lo conocerá.
—Escuche, joven —gruñó amenazadoramente el capitán Glass a su segundo—. ¿Es romántico? Porque si lo es, se queda a bordo. Fuatino es la isla de la locura romántica. Todo el mundo está enamorado de alguien. Viven del amor. Está en la leche de los cocos, en el aire o en el mar. En la historia de esa isla, desde hace diez mil años, solo hay aventuras amorosas. Lo sé bien. He hablado con los ancianos. Y si lo pesco por la playa de la mano de…
Su repentino silencio logró que los otros dos lo observaran. Siguieron su mirada, que pasaba por encima de ellos hacia las jarcias mayores, y vieron lo mismo que él: un brazo y una mano morenos, musculosos y húmedos, a los que se unieron enseguida otro brazo y otra mano. Luego apareció la cabeza, cubierta de rizos largos y finos, y después la cara, de ojos negros y picaros, rodeados de esas arrugas que provoca una risa continua.
—¡Por Dios! —exclamó Brown—. Es un fauno… un fauno marino.
—Es el Hombre Cabra —dijo Glass.
—Es Mauriri —añadió Grief—. Es mi hermano de sangre, según la sagrada costumbre nativa. Su nombre es mío y el mío, suyo.
Enseguida asomaron unos anchos hombros morenos y un pecho magnífico y, casi sin esfuerzo, el enorme cuerpo saltó por encima de la barandilla y aterrizó en cubierta sin hacer mido. Brown, quien posiblemente antes de ser segundo oficial de una goleta de cabotaje entre islas habría sido otras cosas, estaba encantado. Toda cuanta información había extraído de los libros proclamaba sin lugar a dudas el parecido a un fauno de aquel visitante de las profundidades. «Pero es un fauno triste», decidió el joven, mientras el moreno dios de los bosques avanzaba hacia donde David Grief aguardaba con la mano extendida.
—David —dijo David Grief.
—Mauriri, hermano —dijo Mauriri.
Y a partir de ahí, según la costumbre de quienes son hermanos de sangre, intercambiaron sus nombres. Además, hablaban en la lengua polinesia de Fuatino, por lo que Brown solo pudo esperar e imaginar lo que decían.
—Mucho nadar para decir talofa —comentó Grief al tiempo que el otro se sentaba y goteaba agua sobre la cubierta.
—Muchos días y noches he esperado tu llegada, hermano —contestó Mauriri—. Sentado en la Roca Grande, donde se esconde la dinamita, de la que soy guardián. Te vi llegar a la entrada y retroceder en la oscuridad. Supe que esperarías a mañana y vine. Tenemos un grave problema. Mataara lleva muchos días pidiendo que llegaras. Es una anciana, Motauro ha muerto y ella está triste.
—¿Se casó con Naumoo? —preguntó Grief, tras sacudir la cabeza y suspirar, según la costumbre.
—Sí. Al final se fueron a vivir entre las cabras hasta que Mataara los perdonó y entonces regresaron a vivir con ella en la Casa Grande. Pero ahora él ha muerto y Naumoo morirá pronto. Es un gran problema, hermano. Tori ha muerto y Tati-Tori, Petoo, Nari, Pilsach y otros.
—¡También Pilsach! —exclamó Grief—. ¿Ha habido enfermedad?
—Ha habido matanza. Escucha, hermano, hace tres semanas entró una goleta desconocida. Desde la Roca Grande vi surgir sus palos a lo lejos. Entró remolcada por los botes, pero no en la zona del coral, así que se golpeó muchas veces. Ahora está en la playa, donde refuerzan las cuadernas rotas. Hay ocho hombres blancos a bordo. Tienen mujeres de alguna isla lejana al este. Las mujeres hablan una lengua que se parece a la nuestra, aunque es distinta. Pero la entendemos. Dicen que los hombres de la goleta las secuestraron. No sabemos qué pensar, porque cantan, bailan y son felices.
—¿Y los hombres? —interrumpió Grief.
—Hablan francés. Lo sé porque, hace mucho, un segundo de tu goleta hablaba francés. Hay dos jefes y no se parecen a los otros. Tienen los ojos azules como tú y son demonios. Uno es mucho más demonio que el otro. Los otros seis también son demonios. No nos pagan el ñame, el taro ni el fruto del pan. Nos lo quitan todo y, si nos quejamos, nos matan. Así mataron a Tori, Tati-Tori, Petoo y otros. No podemos luchar porque no tenemos armas de fuego, solo dos o tres pistolas viejas.
»Maltratan a nuestras mujeres. Así mataron a Motuaro, quien defendió a Naumoo, a la que ahora tienen a bordo de su goleta. Por eso mataron a Pilsach. El jefe de los dos jefes, el gran demonio, disparó una vez desde su bote y dos cuando Pilsach se arrastraba sobre la arena de la playa. Pilsach era un hombre valiente y Notutu ahora se encierra en su casa y llora sin parar. Muchos de los nuestros tienen miedo y han huido a vivir con las cabras. Pero en las montañas no hay comida para todos. Los hombres ya no salen a pescar ni trabajan sus huertos porque los demonios les quitan todo lo que tienen. Estamos dispuestos a luchar.
»Hermano, necesitamos armas de fuego y mucha munición. Avisé antes de nadar para verte y los hombres esperan. Los blancos no saben que estás aquí. Dame un bote y las armas y podré volver a tierra antes de que amanezca. Y mañana, cuando entres, estaremos preparados para matar a los blancos cuando tú lo digas. Hay que matarlos. Hermano, siempre has sido de los nuestros y los hombres y mujeres han pedido tu llegada a muchos dioses. Y aquí estás.
—Iré contigo en el bote —dijo Grief.
—No, hermano —contestó Mauriri—. Debes entrar en la goleta. Los blancos desconocidos temerán a la goleta, no a nosotros. Nosotros tendremos armas y ellos no lo sabrán. Solo se alarmarán cuando vean entrar tu goleta. Envía a este joven con el bote.
Así fue cómo Brown, ilusionado por las muchas aventuras que había leído e imaginado pero nunca vivido, ocupó su puesto en la tilla de popa de una chalupa cargada de rifles y cartuchos, a los remos cuatro marineros de Raiatea y al timón un fauno marino, cruzó la cálida noche tropical rumbo a Fuatino, la mítica isla del amor, que había sido invadida por piratas del siglo XX.
II
Si trazamos una línea entre Jaluit, atolón de las Marshall, y Bougainville, en las Salomón, y si cruzamos esa línea dos grados al sur del ecuador con una línea trazada desde Ukuor, en las Carolinas, la isla de Fuatino surgirá en ese tramo de mar solitario, consumido por el sol. Habitada por una raza resistente, mezcla de hawaianos, samoanos, tahitianos y maoríes, Fuatino constituye la punta del triángulo que forma la Polinesia para penetrar, hacia el oeste, entre la Melanesia y la Micronesia. Y fue Fuatino lo que David Grief divisó a la mañana siguiente, a dos millas náuticas al este, en línea recta con el sol naciente. Soplaba la misma leve brisa del día anterior y la Rattler surcaba el mar en calma a un ritmo que habría sido el adecuado para una goleta de cabotaje de haber soplado el viento con el triple de fuerza.
Fuatino no era más que un viejo cráter que algún cataclismo primigenio había impulsado hacia arriba desde el fondo del mar. La parte occidental, desmenuzada y desmoronada hasta el nivel del mar, constituía la entrada al cráter, que era el puerto. Es decir, que Fuatino tenía la forma de una herradura irregular, con el talón señalando al oeste. Y la Rattler se dirigía al hueco del talón. El capitán Glass, con los prismáticos en la mano, observó la carta marina que él mismo había dibujado, extendida sobre la cabina, y se enderezó con una expresión en el rostro que era mitad preocupación y mitad resignación.
—Ya viene —dijo—. La fiebre. No me tocaba hasta mañana. Siempre me ataca con fuerza, señor Grief. Dentro de cinco minutos habré perdido la razón. Tendrá que meter usted la goleta. ¡Chico! ¡Prepara mi litera! ¡Con muchas mantas! ¡Llena la bolsa de agua caliente! El mar está tan en calma, señor Grief, que creo que podrá pasar el trozo de coral sin problemas. Tome el viento del través y láncela adelante. Es el único barco de la Polinesia capaz de hacerlo y sé que usted sabrá cómo. Puede pasar rozando la Roca Grande si vigila la botavara mayor.
Había hablado atropelladamente, casi como un borracho, y su cerebro mareado se peleaba con los efectos del ataque de malaria. Mientras se tambaleaba en dirección a la escalera, su rostro se enrojeció y se llenó de manchas, como si lo atacase una inflamación terrible o fuera a descomponerse. Los ojos se volvieron vidriosos y le temblaban las manos, al tiempo que los dientes castañeteaban debido a los escalofríos.
—Dos horas para sudarla —parloteó con una sonrisa espantosa—. Y otras dos pan estar recuperado. Sé de sobra cómo se comporta la condenada. Usted lleve la…
Su voz se convirtió en un débil tartamudeo al tiempo que se desmayaba, ya en el interior de la cabina, y su jefe se hacía cargo de la goleta. La Rattler empezaba a adentrarse en el paso. Los talones de la isla en forma de herradura eran dos grandes montañas rocosas de trescientos metros de altura, cada una casi separada del resto de la isla y conectada a ella por una península estrecha, de tierras bajas. Entre los talones se abría un trecho de media milla náutica de ancho, bloqueado casi en su totalidad por un arrecife de coral que partía del talón sur. El paso, al que el capitán Glass había llamado grieta, se adentraba en el coral, giraba directamente hacia el talón norte y seguía la base de la roca perpendicular. En ese punto, con la botavara mayor casi rozando la roca de babor, Grief, que miraba hacia abajo por estribor, vio que había menos de dos brazas de profundidad y el fondo estaba lleno de bajíos. A remolque de uno de los botes para ayudar en el gobierno y como precaución contra cualquier corriente de aire contraria procedente del acantilado, Grief aprovechó la brisa favorable para lanzar a la Rattler al interior y pasar junto al enorme trozo de coral sin rascar el casco. En realidad, lo rozó un poco, pero tan levemente que ni siquiera levantó el cobre.
El puerto de Fuatino se abrió ante él. Era una extensión de agua circular, de cinco millas náuticas de diámetro, bordeada de blancas playas de arena de coral, desde las que las laderas cubiertas de vegetación se elevaban rápidamente hasta las paredes amenazadoras del volcán. Las cimas de esas paredes eran picos volcánicos dentados, cubiertos y rodeados de nubes arrastradas por los alisios, a las que retenían prisioneras. Cada recoveco y grieta de lava en proceso de desintegración servía de base a plantas enredaderas y árboles, creando una espuma verde de vegetación. Delgados riachuelos de agua, que no eran más que finas capas de neblina, descendían haciendo eses a lo largo de más de cien metros. Y, para completar la magia del lugar, el aire cálido y húmedo estaba impregnado del perfume de las casias de flores amarillas.
Ayudada por la ligera y fragante brisa, la Rattler logró pasar. Tras ordenar subir el bote a bordo, Grief estudió la orilla con los prismáticos. No había vida. Al cálido resplandor del sol tropical, el lugar parecía dormido. Tampoco había señales de bienvenida. Playa arriba, en la orilla norte, donde una franja de palmeras cocoteras ocultaba la aldea, pudo ver las negras proas de las canoas asomar en los cobertizos. En la playa descansaba la goleta desconocida, nivelada, con calados iguales a proa y a popa. Nada se movía a bordo ni a su alrededor. Grief aguardó a encontrarse a cincuenta metros de la playa para soltar el ancla a cuarenta brazas. Muchos años antes, en el centro había sondeado hasta trescientas brazas sin alcanzar el fondo, algo que era de esperar en un buen agujero de cráter como Fuatino. Al tiempo que la cadena pasaba con estruendo a través del tubo de escobén vio a varias nativas, voluptuosamente grandes como solo lo son las polinesias, ataviadas con ahu’s sueltos y coronas de flores, sobre la cubierta de la goleta en la playa. Además, sin que ellas se percatasen, vio cómo un hombre acuclillado se acercaba a escondidas a proa, saltaba a la arena y se ocultaba tras el verde muro de vegetación.
Mientras aferraban las velas, se extendían los toldos y se adujaban escotas y aparejos, David Grief paseó por cubierta, buscando en vano una señal de vida que no fuese la de la otra goleta. Hubo un momento en el que, sin duda alguna, oyó el lejano disparo de un rifle en dirección a la Roca Grande. No hubo más disparos y pensó que alguien había salido a cazar cabras salvajes.
Al cabo de otra hora, el capitán Glass, bajo una montaña de mantas, había dejado de temblar y pasaba por el infierno de sudar profusamente.
—Estaré bien en media hora —dijo con un hilo de voz.
—De acuerdo —respondió Grief—. Esto está como muerto y voy a bajar a tierra para ver a Mataara y enterarme de cómo está la situación.
—Es complicado, mantenga los ojos bien abiertos —advirtió el capitán—. Si no vuelve en una hora, envíe aviso.
Grief se hizo cargo del timón y cuatro de sus hombres de Raiatea ocuparon los remos. Al llegar a la playa miró con curiosidad a las mujeres protegidas bajo el toldo de la goleta. Saludó con la mano y ellas, tras reírse, le devolvieron el saludo.
—¡Talofa! —les dijo.
Comprendieron el saludo, pero respondieron «Iorana» y supo que provenían de las islas de la Sociedad.
—Huahine —nombró con decisión la isla uno de sus marineros.
Grief les preguntó de dónde venían y entre sonrisas y carcajadas le contestaron que de Huahine.
—Parece la goleta del viejo Dupuy —dijo Grief en tahitiano y en voz baja—. Mirad con disimulo. ¿Qué opináis? ¿Verdad que es la Valetta?
Mientras los hombres se ocupaban de empujar el bote playa arriba, aprovecharon para mirar con indiferencia en dirección al barco.
Es la Valetta —dijo Taute—. Hace siete años rompió el mastelero. Aparejaron uno nuevo en Papeete. Era tres metros más corto. Es ese.
—Id a hablar con las mujeres. Desde Raiatea casi se ve Huahine y seguro que conocéis a alguna de ellas. Enteraos de todo cuanto podáis. Y si aparece alguno de los hombres blancos, no provoquéis una pelea.
Mientras ascendía la playa, un ejército de cangrejos ermitaños correteó por delante de él, pero bajo las palmeras no había cerdos hozando y gruñendo. Los cocos yacían en el mismo lugar en el que habían caído y en los cobertizos para la copra no había ninguno secándose. El trabajo y el orden habían desaparecido. Encontró desiertas cabaña tras cabaña. Solo se tropezó con un anciano ciego, sin dientes y terriblemente arrugado, que estaba sentado a la sombra y balbuceó de miedo cuando le habló. Era como si una plaga hubiese caído sobre el lugar, pensó Grief cuando por fin se acercó a la Casa Grande. Todo era desolación y caos. No había hombres y doncellas coronados de flores ni bebés morenos a la sombra de los aguacates. En el umbral, agachada y meciéndose hacia delante y hacia atrás, se sentaba Mataara, la anciana reina. Lloró al verlo, tanto por el dolor que le causaba el relato de sus penas como por la tristeza de que no le quedasen vasallos para ofrecerle su hospitalidad.
—Así que se llevaron a Naumoo —dijo al final de su historia—. Motauro ha muerto. Mi gente ha huido y pasa hambre entre las cabras. Y no hay nadie que pueda abrirte al menos un coco para que bebas. Hermano, tus hermanos blancos son demonios.
—No son mis hermanos, Mataara —la consoló Grief—. Son ladrones, cerdos, y limpiaré la isla de todos e…
Se interrumpió para girarse, mientras con un movimiento rápido de la mano sacaba el Colt y apuntaba a la figura de un hombre que, totalmente doblado, corría hacía él tras salir de entre los árboles. No apretó el gatillo y el hombre no se detuvo hasta lanzarse a los pies de Grief y empezar a soltar una retahíla de ruidos bastos y espantosos. Reconoció a la criatura como a la que había visto huir de la Valetta e internarse en la vegetación, pero hasta que no la obligó a levantarse y observó las contorsiones del labio leporino no logró entender lo que decía.
—¡Sálvame, amo, sálvame! —gimoteaba el hombre en inglés, aunque sin duda era nativo de los mares del Sur—. ¡Te conozco! ¡Sálvame!
Y luego se entregó a una profusión de incoherencias que no cesó hasta que Grief lo agarró por los hombros y lo zarandeó para que se callara.
—Yo también te conozco —dijo Grief—. Hace dos años eras cocinero en el hotel francés de Papeete. Todo el mundo te llamaba Leporino.
El hombre asintió moviendo la cabeza con fuerza.
—Ahora soy cocinero de la Valetta —escupió y farfulló mientras su boca se retorcía en espantosa lucha con su defecto—. Te conozco. Te vi en el hotel. Te vi en la pensión de Lavina. Te vi en la Kittiwake. Te vi en el embarcadero del Mariposa. Eres el capitán Grief y me salvarás. Esos hombres son demonios. Mataron al capitán Dupuy. Me hicieron matar a la mitad de la tripulación. A dos les dispararon cuando estaban en la cruceta. A los demás les dispararon en el agua. Los conocía a todos. Se llevaron a las mujeres de Huahine. Aumentaron fuerzas con presidiarios de Numea. Robaron a los tratantes de las Nuevas Hébridas. Mataron al tratante de Vanikoro y se llevaron a dos mujeres. Hicieron…
Pero Grief ya no escuchaba. A través de los árboles, en la dirección del puerto, oyó el ruido de los rifles y echó a correr hacia la playa. ¡Piratas de Tahití y presos de Nueva Caledonia! Bonito grupo de forajidos que en ese momento atacaba su goleta. Leporino lo siguió sin dejar de escupir y farfullar su relato de las fechorías de los demonios blancos.
Los disparos cesaron de la misma forma abrupta en la que habían dado comienzo, pero Grief continuó corriendo, perplejo por las siniestras conjeturas que se le ocurrían, hasta que al tomar una curva se tropezó con Mauriri, que corría hacia él desde la playa.
—Hermano —jadeó el Hombre Cabra—. No llegué a tiempo. Se han apoderado de tu goleta. ¡Vamos! Porque ahora te buscarán a ti.
Empezó a seguir el camino que se alejaba de la playa, por el que había llegado Grief.
—¿Dónde está Brown? —preguntó Grief.
—En la Roca Grande. Después te lo cuento todo. ¡Ahora, vamos!
—¿Y los hombres del bote?
El temor hacía sufrir a Mauriri.
—Están con las mujeres, en la otra goleta. No los matarán. Te digo la verdad. Los demonios quieren marineros. Pero a ti sí te matarán. ¡Escucha! —Desde el agua les llegó una voz quebrada de tenor que entonaba una canción de caza francesa—. Están llegando a la playa. Se han apoderado de tu goleta. Eso lo vi con mis propios ojos. ¡Vamos!
III
Aunque no se preocupaba por su propia vida ni por su pellejo, la fortaleza de David Grief no era impostada. Sabía cuándo luchar y cuándo salir corriendo, y no tenía dudas de que aquel era el momento de correr. Siguió los pasos de Mauriri camino arriba, dejando atrás al anciano sentado a la sombra y a Mataara, acuclillada en el umbral de la Casa Grande. Tras él, como un perro, iba Leporino. A sus espaldas se oían los gritos de los cazadores, pero el ritmo al que Mauriri los guiaba era tremendo. El ancho sendero se estrechaba, giraba a la derecha y ascendía. Cuando dejaron atrás la última cabaña con techo de paja, cruzaron los densos matorrales de casias y los enjambres de grandes avispas doradas, el camino se empinó hasta convertirse en una senda para cabras. Mauriri señaló hacia arriba, en dirección al lomo desnudo de una roca volcánica, para indicar el camino que cruzaba su superficie.
—Si lo pasamos, estaremos a salvo, hermano —dijo—. Los demonios blancos no se atreverán a subir, porque les tiraremos piedras desde arriba y no hay más caminos. Siempre se detienen aquí y nos disparan mientras cruzamos la roca. ¡Vamos!
Un cuarto de hora después se detuvieron donde el sendero quedaba expuesto sobre la superficie de la roca.
—Esperad y cuando avancéis, hacedlo rápido —advirtió Mauriri.
Salió de un salto a la luz del sol y varios rifles dispararon desde abajo. Las balas chocaban a su alrededor y levantaban nubes de polvo al dar en la piedra, pero consiguió cruzar y ponerse a salvo. Grief lo siguió y una bala se acercó tanto que el polvo del impacto le golpeó la mejilla. Tampoco le dieron a Leporino, aunque tardó más en cruzar.
Durante el resto del día permanecieron en las alturas, en una cañada de lava donde el taro y la papaya crecían en terrazas. Allí Grief hizo planes y comprendió el alcance de la situación.
—Fue mala suerte —dijo Mauriri—. Los demonios blancos escogieron esta noche para salir a pescar. La oscuridad era densa cuando cruzamos el paso. Estaban en botes y canoas. Siempre van armados con sus rifles. Dispararon a uno de los hombres de Raiatea. Brown fue muy valiente. Intentamos pasar para llegar al final de la bahía, pero se nos adelantaron y nos acorralaron entre la Roca Grande y la aldea. Salvamos las armas y la munición, pero se quedaron con el bote. Así se enteraron de tu llegada. Brown está ahora a este lado de la Roca Grande con las armas y la munición.
—¿Y por qué no subió a lo alto de la Roca Grande y me avisó cuando entraba desde el mar? —preguntó Grief en tono crítico.
—No conocen el camino. Solo las cabras y yo lo conocemos. Me olvidé de que no sabían subir y decidí arrastrarme entre la maleza para llegar al agua y nadar hasta ti. Pero los demonios estaban ocultos en la vegetación disparando contra Brown y los de Raiatea; a mí me persiguieron hasta el alba y, durante la mañana intentaron cazarme en las tierras bajas. Entonces entraste con la goleta y se quedaron observando hasta que fuiste a tierra. Yo me escapé entre la maleza, pero tú ya estabas en la playa.
—¿Disparaste tú ese tiro?
—Sí, para avisarte. Pero ellos fueron listos y no respondieron, y yo no tenía más munición.
—Ahora tú, Leporino —dijo Grief al cocinero de la Valetta.
Su relato fue largo y lleno de detalles. Había pasado un año navegando desde Tahití hasta las Paumotus a bordo de la Valetta. El viejo Dupuy era el dueño y el capitán. En su última travesía contrató a dos extranjeros en Tahití, como segundo y sobrecargo. Además, llevaba a otro desconocido para que fuese su agente en Fanriki. El segundo y el sobrecargo se llamaban Raoul van Asveld y Cari Lepsius.
—Son hermanos. Lo sé porque los oí hablar de noche, en cubierta, cuando creían que nadie los oía —explicó Leporino.
La Valetta navegaba entre las islas, recogiendo conchas y perlas en los puestos de pupuy. Frans Amundson, el tercer desconocido, relevó a Pierre Gollard en Fanriki. Pierre Gollard subió a bordo para regresar a Tahití. Los nativos de Fanriki dijeron que llevaba un cuarto de galón de peí las para entregárselas a Dupuy. La primera noche tras abandonar Fanriki se oyeron disparos en la cabina. Luego tiraron por la borda los cuerpos de Dupuy y Pierre Gollard. Los marineros tahitianos huyeron al castillo de proa. Durante dos días, sin nada que comer y con la Valetta en facha, permanecieron abajo. Luego Raoul van Asveld echó veneno en la comida que obligó a Leporino a cocinar y llevar a proa. Murieron la mitad de los marineros.
—Me apuntaba con un rifle, amo, ¿qué podía hacer yo? —lloriqueó Leporino—. Del resto, dos subieron a la cruceta y les dispararon. Fanriki quedaba a diez millas náuticas de distancia. Los otros saltaron por la borda para huir a nado. Les dispararon en el agua. Solo yo sobreviví, y los dos demonios, porque querían que cocinase para ellos. Ese día sopló el viento, volvimos a Fanriki y recogimos a Frans Amundson, que era uno de ellos.
Luego Leporino contó la pesadilla que vivió mientras la goleta navegaba sin rumbo fijo hacia el oeste. Él era el único testigo que quedaba con vida y sabía que, si no fuese el cocinero, lo habrían matado también. En Numea se les unieron cinco presidiarios Nunca permitieron que Leporino bajase a tierra en ninguna de las islas, y Grief era el primer extraño con el que hablaba.
—Y ahora me matarán —escupió Leporino—, porque sabrán que te lo he contado todo. Pero no soy un cobarde y me quedaré contigo, amo. Moriré contigo.
El Hombre Cabra negó con la cabeza y se puso en pie.
—Quédate aquí y descansa —le dijo a Grief—. Esta noche habrá que nadar mucho. En cuanto al cocinero, me lo llevaré ahora a las zonas altas donde mis hermanos viven con las cabras.
IV
—Me alegro de que sepas nadar como un hombre, hermano —susurró Mauriri.
Habían bajado de la cañada de lava hasta la cabecera de la bahía para sumergirse en el agua. Nadaban despacio, sin salpicar, y Mauriri iba delante. Las paredes negras del cráter los rodeaban y tenían la impresión de nadar en el fondo de un cuenco enorme. Por encima, el cielo levemente iluminado. Por delante de ellos veían la luz de posición de la Rattler y desde su cubierta, atenuado por la distancia, les llegaba un himno religioso que sonaba en el gramófono encargado por Pilsach.
Los dos nadadores giraron a la izquierda para alejarse de la goleta capturada. Tras el himno, a bordo se oyeron risas y cánticos, y luego el gramófono volvió a sonar. Grief sonrió al oír la letra de «Guíanos, luz generosa» flotar sobre la oscuridad del agua. ¡Qué oportuno!
—Debemos cruzar el paso y salir a tierra en la Roca Grande —susurró Mauriri—. Los demonios controlan las tierras bajas. ¡Escucha!
Media docena de disparos de rifle, efectuados a intervalos irregulares, daban fe de que Brown aún defendía la Roca y los piratas habían invadido la estrecha península.
Al cabo de otra hora nadaban bajo la amenazante mole de la Roca Grande. Mauriri tanteó hasta encontrar una grieta, por la que ascendieron durante treinta metros y alcanzaron una estrecha repisa.
—Quédate aquí —dijo Mauriri—. Yo iré junto a Brown. Volveré por la mañana.
—Voy contigo, hermano —dijo Grief.
Mauriri se rio en la oscuridad.
—Ni siquiera tú, hermano, podrías conseguirlo. Yo soy el Hombre Cabra y solo yo, de todo Fuatino, puedo ascender la Roca Grande de noche. Además, será la primera vez que incluso yo lo haga. Extiende la mano. ¿Lo notas? Ahí es donde guardamos la dinamita de Pilsach. Pégate bien a la pared y podrás dormir sin caerte. Ahora me voy.
Allí arriba, sobre el ruido de la rompiente, en una estrecha repisa junto a una tonelada de dinamita, David Grief planeó su campaña, luego apoyó la mejilla en el brazo y se durmió.
Por la mañana, cuando Mauriri lo guio hasta la cumbre de la Roca Grande, David Grief comprendió por qué no habría podido hacerlo de noche. A pesar de estar acostumbrado, como buen marino, a las alturas y a ascender de forma precaria, se asombró de poder hacerlo incluso a la luz del día. Había sitios, siempre siguiendo las minuciosas indicaciones de Mauriri, en los que se lanzaba hacia delante, y caía, para cruzar grietas de treinta metros de profundidad, hasta que sus manos estiradas agarraban un saliente de la pared opuesta, al que luego lograba encaramarse. En una ocasión tuvo que dar un salto de tres metros de longitud sobre ciento cincuenta metros de un vacío enorme, para dejarse caer una braza hasta alcanzar un exiguo punto de apoyo. Y, a pesar de su serenidad, perdió el control en otra repisa, de treinta centímetros de ancho o menos, donde no logró agarrarse bien. Mauriri, al verlo balancearse, se lanzó sobre el abismo desde otro punto y lo adelantó, al tiempo que le daba un golpe seco en la espalda para evitar que la cabeza siguiera dándole vueltas. Entonces supo, sin lugar a dudas, por qué a Mauriri lo llamaban Hombre Cabra.
V
La defensa de la Roca Grande tenía sus virtudes y sus defectos. Era inexpugnable y dos hombres podían defenderla contra diez mil. Además, protegía el paso a mar abierto. Las dos goletas, Raoul van Asveld y sus asesinos estaban acorralados. Grief, con la tonelada de dinamita que había hecho subir a lo alto de la roca, era el amo. Eso lo dejó claro una mañana en que las goletas intentaron salir al mar. La Valetta iba delante, remolcada por un bote cuyos remos manejaban hombres capturados en Fuatino. Grief y el Hombre Cabra vigilaban desde un refugio seguro entre las rocas, noventa metros por encima de ellos. A su lado descansaban sus rifles, un palo con brasa y una buena cantidad de cartuchos de dinamita con mecha. Cuando el bote pasó por debajo de ellos, Mauriri negó con la cabeza.
—Son nuestros hermanos. No podemos disparar.
En la Valetta, a proa, se encontraban varios de los marineros de Grief. A popa, otro hombre de Raiatea manejaba el timón. Los piratas estaban abajo o en la otra goleta, a excepción de uno que, rifle en mano, se mantenía de pie en el centro. Para protegerse, tenía pegada a él a Naumoo, la hija de la reina.
—Ese es el demonio jefe —susurró Mauriri—, y tiene los ojos azules, como tú. Es un hombre muy malo. ¡Mira! Retiene a Naumoo para que no le disparemos.
Desde el mar soplaba un leve viento que empujaba algunas olas hacia el interior, lo que ralentizaba el avance de la goleta.
—¿Hablas inglés? —gritó Grief.
El hombre se sobresaltó, alzó el rifle hasta la perpendicular y levantó la vista. Sus movimientos eran veloces y ágiles y a su rostro de piel clara y quemada asomaron las ganas de pelear. Era la cara de un asesino.
—Sí —respondió—. ¿Qué quieres?
—Date la vuelta o vuelo la goleta —advirtió Grief. Sopló sobre el palo con brasa y susurró—: Dile a Naumoo que se aparte de él y corra a popa.
Desde la Rattler, que iba detrás, dispararon los rifles y las balas saltaron contra la roca. Van Asveld lanzó una carcajada desafiante y Mauriri se dirigió a la mujer en su lengua nativa. Cuando estaba justo bajo él, Grief vio que la mujer daba un tirón rápido y se alejaba del hombre. Al instante, Grief acercó el palo con brasa a la cabeza de cerilla situada junto a la corta mecha, dio un salto adelante para acercarse a la superficie de la roca y lanzó la dinamita. Van Asveld había logrado agarrar a la joven y luchaba con ella. El Hombre Cabra lo apuntaba con el rifle, a la espera de una oportunidad. La dinamita cayó sobre cubierta, rebotó y rodó al interior del imbornal de babor. Van Asveld lo vio y dudó, luego la chica y él corrieron a popa para ponerse a salvo. El Hombre Cabra disparó, pero hizo astillas la esquina de la cocina. La lluvia de balas desde la Rattler aumentó y los dos que estaban en la roca se agacharon para protegerse y esperaron. Mauriri intentó ver lo que ocurría abajo, pero Grief se lo impidió.
—La mecha era demasiado larga —dijo—. La próxima vez lo haré mejor.
Transcurrió medio minuto hasta que la dinamita explotó. No supieron lo que ocurrió durante un breve lapso de tiempo porque los tiradores de la Rattler habían afinado la puntería y no dejaban de disparar. Pero llegó un momento en el que Grief se atrevió a echar una ojeada. La Valetta, con la cubierta y la barandilla de babor desgarradas, se escoraba y se hundía mientras era arrastrada a puerto por la corriente. Los hombres y las mujeres de Huahine que se ocultaban en la cabina de la Valetta se habían lanzado al agua y nadado bajo la protección de los disparos efectuados desde la Rattler, a cuya cubierta estaban subiendo. Los hombres de Fuatino que iban en el bote habían cortado el cabo de remolque, retrocedido para cruzar el paso a toda velocidad y remaban como locos hacia la orilla sur.
Desde el extremo de la península, los disparos de cuatro rifles anunciaron que Brown y sus hombres se habían abierto camino a través de la jungla hasta la playa y echaban una mano. Los de la Rattler dejaron de disparar hacia la Roca y Grief y Mauriri pudieron utilizar sus rifles. Pero no les sirvió de mucho, porque los de la Rattler disparaban al amparo de las casetas de la cubierta y el viento y la marea empujaban a la goleta al interior, alejándola de ellos. De la Valetta no había ni rastro porque se había hundido en las aguas profundas del cráter.
Raoul van Asveld hizo dos cosas que mostraron su sagacidad y frialdad y que provocaron la admiración de Grief. Bajo el fuego de los rifles de la Rattler, Raoul obligó a los huidos de Fuatino a volver y rendirse. Al mismo tiempo envió a la mitad de sus asesinos en un bote a la orilla y los mandó cruzar la península, lo que evitó que Brown pudiese pasar a la parte principal de la isla. Durante el resto de la mañana el tiroteo intermitente le indicó a Grief que habían empujado a Brown hasta el otro lado de la Roca Grande. La situación no había cambiado, excepto por la pérdida de la Valetta.
VI
Los defectos de la posición de la Roca Grande eran vitales. No había ni comida ni agua. Durante varias noches, acompañado por uno de los hombres de Raiatea, Mauriri nadó hasta la cabecera de la bahía en busca de provisiones. Luego llegó una noche en la que el resplandor de las luces iluminó el agua y sonaron los disparos. Después de eso, también sitiaron el lado de la Roca que daba al agua.
—La situación tiene su gracia —comentó Brown, que estaba viviendo tantas aventuras como le habían hecho creer que se vivían en los mares del Sur—. Los tenemos pillados y no podemos soltarlos, y Raoul nos tiene pillados y no puede soltarnos. Él no puede huir y nosotros podemos morirnos de hambre por retenerlo.
—Si lloviese, los huecos de la roca se llenarían de agua —dijo Mauriri. Eran sus primeras veinticuatro horas sin agua—. Hermano, esta noche tú y yo conseguiremos agua. Es trabajo de hombres fuertes.
Esa noche, con varias calabazas de coco, cada una de un litro de capacidad y bien cerrada, guió a Grief hasta el agua del lado de la Roca Grande que daba a la península. Se alejaron nadando no más de treinta metros. A lo lejos oían el chasquido ocasional de un remo o el roce de un zagual contra una canoa, y a veces veían la llamarada de una cerilla cuando los hombres que hacían guardia en los botes encendían cigarrillos o pipas.
—Espera aquí —susurró Mauriri— y sujeta las calabazas.
Se giró y se sumergió. Grief, con el rostro metido en el agua y mirando hacia abajo, vio brillar su rastro fosforescente, que luego se debilitó hasta desaparecer. Un minuto después, Mauriri salió a la superficie junto a Grief, sin hacer ruido.
—¡Toma! ¡Bebe!
La calabaza estaba llena y Grief bebió un agua dulce y fresca que procedía de las profundidades del mar salado.
—Fluye desde tierra —dijo Mauriri.
—¿En el fondo?
—No. El fondo queda tan abajo como arriba las montañas. Fluye a unos quince metros de profundidad. Sumérgete hasta que sientas el frío.
Grief llenó y vació de aire sus pulmones varias veces, como hacen los buceadores, y luego se sumergió. Notaba la sal del agua en los labios y su calidez en el cuerpo, hasta que, por fin, más abajo empezó a enfriarse y se volvió salobre. Entonces, de repente, su cuerpo se adentró en la corriente fría y subterránea. Retiró el pequeño tapón de la calabaza y, mientras la llenaba de agua dulce, percibió el brillo fosforescente de un gran pez que, como un fantasma marino, pasaba junto a él lentamente.
Después permaneció en la superficie sujetando el peso cada vez mayor de las calabazas, mientras Mauriri las bajaba y las llenaba una a una.
—Hay tiburones —dijo Grief mientras nadaban de nuevo hacia la orilla.
—¡Bah! —fue la respuesta—. Son tiburones que comen peces. Los de Fuatino somos hermanos de los tiburones que comen peces.
—¿Y de los tiburones tigre? Yo los he visto por aquí.
Cuando vengan, hermano, no tendremos más agua para beber… a menos que llueva.
VII
Una semana más tarde Mauriri y uno de los de Raiatea volvieron a buscar agua con las calabazas vacías. Los tiburones tigre habían llegado al puerto. Al día siguiente en la Roca Grande pasaron sed.
—Debemos arriesgarnos —dijo Grief—. Esta noche iré a buscar agua con Mautau. Mañana por la noche, hermano, irás tú con Tehaa.
Grief solo había recogido tres litros cuando aparecieron los tiburones tigres y se vieron obligados a marcharse. En la roca eran seis y medio litro diario, bajo el calor sofocante de los trópicos, no basta para mantener hidratado el cuerpo de un hombre. La noche siguiente Mauriri y Tehaa volvieron sin agua. Y, ya de día, Brown aprendió el verdadero significado de tener sed, cuando los labios se cuartean hasta sangrar, la boca se cubre de una baba granulosa y la lengua está tan hinchada que no cabe en la boca.
De noche Grief se adentró de nuevo en el mar con Mautau. Se sumergieron por turnos en el agua salada hasta llegar a la corriente de agua dulce y bebieron cuanto pudieron mientras llenaban las calabazas. Le tocaba a Mautau bajar con la última calabaza y Grief, que miraba desde la superficie, vio el brillo de los fantasmas marinos y la manifestación fosforescente de la lucha. Regresó solo, aunque sin abandonar la preciada carga de las calabazas.
Tampoco tenían mucha comida. En la Roca no crecía nada y sus laterales, cubiertos de moluscos al nivel del mar, donde golpeaba el oleaje, eran demasiado empinados para acceder a ellos. Aquí y allá, cuando lo permitían las grietas, extraían algunos moluscos raquíticos y erizos de mar. A veces usaban trampas para cazar rabihorcados u otras aves marinas. En una ocasión, con un trozo de rabihorcado, consiguieron que un tiburón mordiese el anzuelo. Después, guardando celosamente la carne del tiburón y usándola como cebo, de vez en cuando lograban pescar más tiburones.
Pero el agua seguía siendo su necesidad más acuciante. Mauriri rezaba al dios cabra para que lloviese. Taute, al dios misionero, y sus dos compatriotas reincidieron e invocaron a las deidades de sus días de paganismo. Grief sonreía y pensaba. Pero Brown, con los ojos desorbitados y asomando la lengua ennegrecida, profería maldiciones. Sobre todo maldecía el gramófono que durante los refrescantes crepúsculos les enviaba a tierra himnos religiosos desde la cubierta de la Rattler. Un himno en particular, «Más allá de los que sonríen y los que lloran», lo desquiciaba. Al parecer, era el preferido de los de a bordo, porque lo ponían casi continuamente. Brown, hambriento, sediento y afectado por la debilidad y el sufrimiento, podía yacer entre las rocas sin perder la compostura y escuchar el rasgueo de los ukeleles y las guitarras, de los hulas e himines de las mujeres de Huahine. Pero cuando las voces del coro flotaban sobre el agua se ponía fuera de sí. Un día, el tenor de la voz quebrada se puso a cantar para acompañar al disco:
Más allá de los que sonríen y los que lloran,
pronto estaré.
Más allá de los que sonríen y los que lloran,
más allá de los que sonríen y los que lloran,
pronto estaré,
pronto estaré.
Entonces fue cuando Brown se puso en pie. Una y otra vez, sin apuntar, vació el rifle en dirección a la goleta. Los hombres y las mujeres se rieron y desde la península se oyó el repiqueteo de las balas de respuesta. Pero el tenor de la voz quebrada siguió cantando y Brown siguió disparando hasta que el himno dejó de sonar.
Esa noche Grief y Mauriri regresaron con una sola calabaza de agua. Del hombro de Grief faltaba una tira de piel de quince centímetros, recuerdo del roce, con la piel similar al papel de lija, del tiburón cuyo ataque había eludido.
VIII
A primera hora de la mañana de otro día, antes de que el sol brillase con toda su fuerza, Raoul van Asveld les envió una oferta de negociación.
Se la pasaron a Brown los que ocupaban el enclave entre las rocas, situado a cien metros de distancia. Grief estaba acuclillado junto a una pequeña hoguera, asando una tira de carne de tiburón. La suerte les había sonreído durante las últimas veinticuatro horas. Recogieron algas y erizos de mar. Tehaa pescó un tiburón y Mauriri capturó un pulpo de buen tamaño en la base de la grieta donde almacenaban la dinamita. Además, ya de noche, lograron sumergirse dos veces en busca de agua antes de que los tiburones los detectasen.
—Dice que quiere venir a hablar con usted —dijo Brown—. Pero yo sé lo que busca ese animal. Quiere saber cuánto nos falta para morirnos de hambre.
—Que venga —dijo Grief.
—A lo mataremos —añadió el Hombre Cabra lleno de júbilo.
Grief negó con la cabeza.
—Pero es un asesino, hermano, una bestia y un demonio —protestó el Hombre Cabra.
—No debemos matarlo, hermano. Tenemos la costumbre de cumplir con nuestra palabra.
—Es una costumbre tonta.
—Pero es nuestra —respondió Grief muy serio, al tiempo que le daba la vuelta a la carne de tiburón sobre las brasas y se fijaba en la mirada hambrienta y la forma de olisquear de Tehaa—. No hagas eso, Tehaa, cuando venga el gran demonio. Haz que parezca que no sabes lo que es el hambre. Toma, tú cocina esos erizos y tú, hermano, ocúpate del pulpo. Invitaremos al demonio a un gran festín. No os dejéis nada. Cocinadlo todo.
Grief continuaba asando la carne de tiburón cuando Raoul van Asveld, seguido de un terrier irlandés, entró en el campamento. Raoul no cometió el error de tenderle la mano.
—Hola —dijo—. He oído hablar de ti.
—A mí me gustaría no haber oído hablar de ti —respondió Grief.
—Lo mismo digo. Al principio, antes de saber quién eras, creí que me las veía con un capitán normal y corriente de los que se dedican al comercio. Por eso conseguiste acorralarme.
—Pues yo debo reconocer que te subestimé —sonrió Grief—. Te tomé por un raquero ladrón, en lugar de por un pirata y asesino muy inteligente. Por eso he perdido mi goleta. Creo que, en ese sentido, estamos en paz.
El enfado hizo que Raoul se sonrojara, a pesar del moreno, pero se contuvo. Sus ojos recorrieron la provisión de alimentos y las calabazas llenas de agua, aunque ocultó el gesto de incredulidad que provocó en él la sorpresa. Era alto, delgado y bien formado, y Grief se sirvió de sus rasgos faciales para hacerse una opinión sobre su carácter. La mirada era penetrante y resistente, pero tenía los ojos una pizca demasiado juntos; aunque no por falta de espacio, sencillamente estaban un poquito demasiado cerca como para equilibrar el ancho de la frente, la fuerza de la mandíbula y la barbilla, y la separación de los pómulos. ¡Fuerza! El rostro desprendía fuerza, pero Grief percibió en él algo intangible que le faltaba al hombre.
—Ambos somos hombres fuertes —dijo Raoul con una especie de reverencia—. Hace cien años lucharíamos por defender un imperio.
Entonces el amago de reverencia lo hizo Grief.
—Pero, tal y como están las cosas, nos peleamos miserablemente por hacer cumplir las leyes coloniales de esos imperios cuyos destinos, muy probablemente, habríamos decidido hace cien años.
—Polvo somos y polvo seremos —sentenció Raoul al tiempo que se sentaba—. Continuad con vuestra comida. No quiero interrumpir.
—¿Quieres comer con nosotros? —invitó Grief.
El otro lo miró fijamente, estudiándolo, y luego aceptó.
—Estoy pegajoso debido al sudor. ¿Puedo lavarme?
Grief asintió y ordenó a Mauriri que le acercase una calabaza. Raoul miró al Hombre Cabra a los ojos, pero no vio más que una lánguida falta de interés mientras el valioso litro de agua se desperdiciaba de esa forma.
—El perro tiene sed —dijo Kaoul.
Grief asintió y le acercaron otra calabaza al animal.
Raoul volvió a escrutar los ojos de los nativos, pero no vio nada.
—Siento no tener café —se disculpó Grief—. Tendrás que conformarte con el agua. Trae una calabaza, Tehaa. Prueba este tiburón. Después hay pulpo y una ensalada de al as y erizos de mar. Lamento que no tengamos rabihorcado. Ayer los chicos estaban vagos y ni siquiera se molestaron en intentar coger alguno.
Con un apetito que lo hubiese llevado a tragarse hasta las piedras, Grief comió con indiferencia y le echó los restos al perro.
—Me temo que no estoy acostumbrado a una dieta tan primitiva —suspiró mientras se reclinaba—. Con las provisiones enlatadas de la Rattler podría organizarme un buen banquete, pero esta bazofia… —Cogió un trozo grande de tiburón asado y se lo lanzó al perro—. Supongo que no tendré más remedio que adaptarme si no os rendís pronto.
Raoul soltó una carcajada desagradable.
—Vengo a ofreceros unas condiciones —dijo sin rodeos.
Grief negó con la cabeza.
—De condiciones, nada. Te tengo acorralado y no pienso soltarte.
—¡Crees que puedes retenerme en este agujero! —exclamó Raoul.
—Jamás lo abandonarás con vida, excepto aherrojado. —Grief contempló pensativo a su visitante—. Ya me he enfrentado antes a tipos como tú. Y los hemos echado de los mares del Sur. Pero tú eres…, ¿cómo decirlo? Una especie de anacronismo. Eres un salto atrás, un retroceso y tenemos que librarnos de ti. Yo te aconsejaría que vuelvas a la goleta y te pegues un tiro. No tienes otra forma de escapar a tu destino.
La negociación resultó infructuosa desde el punto de vista de Raoul, quien regresó con los suyos convencido de que los hombres de la Roca Grande podrían resistir durante años, aunque habría cambiado de opinión enseguida si hubiese podido ver a Tehaa y a los hombres de Raiatea, en el momento justo en que les dio la espalda y se perdió de vista, arrastrarse sobre las rocas para lamer y devorar los restos que su perro había dejado.
IX
—Ahora pasaremos hambre, hermano —dijo Grief—, pero es mejor que pasarla durante los próximos días, muchos días. El gran demonio, después de comer y beber con nosotros todo cuanto ha querido, no se quedará mucho tiempo más en Fuatino. Incluso puede que intente irse mañana. Esta noche, tu y yo dormiremos en la cima de la Roca y Tehaa, que dispara bien, dormirá con nosotros, si se atreve a subir.
Tehaa era el único de los de Raiatea capaz de aventurarse a hacer algo tan peligroso y al alba se encontraba atrincherado en un recoveco situado cien metros a la derecha de Grief y Mauriri.
La primera advertencia fueron los disparos de rifle efectuados desde la península, donde Brown y sus dos hombres de Raiatea indicaron la retirada y siguieron a los sitiad^ res a través de la jungla, hasta la playa. Desde el nido de águila de la loca, Grief no ver nada durante una hora, hasta que apareció la Rattler acercándose al paso. Como antes los cautivos de Fuatino iban a los remos del bote. Mauriri, siguiendo las órdenes de Grief’ les dio instrucciones al tiempo que pasaban lentamente por debajo de ellos. Junto a Grief había varios grupos de cartuchos de dinamita, bien atados y con mechas muy cortas.
La cubierta de la Rattler estaba llena de gente. A proa, rifle en mano, entre los marineros de Raiatea, había un forajido que, según dijo Mauriri, era el hermano de Raoul, A popa, junto al timonel, había otro. Atada a él por la cintura, con soltura en la cuerda, estaba Mataara, la anciana reina. Al otro lado del timonel, con un brazo en cabestrillo, se encontraba el capitán Glass. En el centro, como antes, se veía a Raoul y con él, también atada a la cintura, Naumoo.
—Buenos días, David Grief —gritó Raoul.
—Y eso que te advertí que solo abandonarías la isla aherrojado —respondió Grief con tristeza.
—No puedes matar a todos los tuyos que llevo a bordo —contestó el otro.
La goleta, muy despacio, tirón a tirón del bote de remos, se había situado cusí bajo ellos. Los remeros redujeron un poco el ritmo, aunque sin detenerse, y el hombre que iba a proa los amenazó de inmediato con su rifle.
—Ataca, hermano —dijo Naumoo en la lengua de Fuatino—. La pena me domina y estoy dispuesta a morir. Tiene un cuchillo a mano para cortar el cabo que nos une, pero me agarraré a él con fuerza. No temas, hermano. Ataca, no falles y adiós.
Grief dudó y luego apartó un poco el palo con brasa, cuyo extremo había estado avivando al soplar sobre él.
—¡Lanza la dinamita! —lo animó el Hombre Cabra.
Pero Grief seguía dudando.
—Si salen a mar abierto, hermano, Naumoo morirá igual. Pero también morirán todos los demás. Es su vida contra la de muchos.
—Si lanzas dinamita o disparas una sola bala, mataremos a todos los de a bordo —gritó Raoul—. Te tengo pillado, David Grief. Tú no puedes matar a esta gente, pero yo sí. ¡Cállate!
Eso se lo dijo a Naumoo, que les hablaba en su lengua nativa y a la que Raoul agarró por el cuello con una mano para obligarla a guardar silencio. A su vez, ella se abrazó a él con fuerza y miró suplicante a Grief.
—Lance la dinamita, señor Grief, y que se vayan al infierno —retumbó el vozarrón del capitán Glass—. Son unos malditos asesinos y la cabina está llena de ellos.
El forajido atado a la anciana reina se giró para amenazar al capitán Glass con su rifle y en ese momento Tehaa, desde su puesto en la roca más alejado, le disparó. Al hombre se le soltó el rifle de la mano y a su rostro asomó la sorpresa mientras las piernas le fallaban y caía a cubierta, arrastrando con él a la reina.
—¡A babor! ¡Todo a babor! —gritó Grief.
El capitán Glass y el kanaka manipularon el timón y la proa de la Rattler puso rumbo a la Roca. A crujía, Raoul seguía peleándose con Naumoo. Su hermano corrió desde proa para ayudarlo sin que los disparos de Tehaa y el Hombre Cabra lograsen derribarlo. En el momento en que el hermano de Raoul apoyó la boca de su rifle en el costado de Naumoo, Grief acercó el palo con brasa a la cabeza de cerilla situada junto a la mecha de los cartuchos. Al tiempo que arrojaba el haz de dinamita con ambas manos, el rifle disparó y Naumoo cayó sobre cubierta en el mismo instante que la dinamita. Esa vez la mecha era lo bastante corta y la dinamita explotó nada más tocar la cubierta. Esa parte de la Rattler, en la que se encontraban Raoul, su hermano y Naumoo, desapareció para siempre.
El costado de la goleta estaba hecho añicos y la Rattler empezó a hundirse. A proa, los marineros de Raiatea se lanzaron por la borda. El capitán Glass recibió al primer hombre que subió corriendo las escaleras de la cabina con un buen puñetazo en la cara, pero la prisa de los demás se lo llevó por delante. Tras los forajidos salieron las mujeres de Huahine y, mientras saltaban por la borda, la Rattler se hundió por completo y nivelada junto a la base de la Roca. Cuando se asentó en el fondo, las crucetas aún sobresalían del agua.
Desde arriba, Grief pudo ver todo lo que ocurría bajo la superficie. Vio a Mataara, a una braza de profundidad, desatarse del pirata muerto y nadar hacia arriba. En cuanto emergió, se dio cuenta de que el capitán Glass, que no sabía nadar, se hundía a unos pocos metros de ella. La reina, que aunque era una anciana también era isleña, se sumergió para sacarlo a la superficie y arrastrarlo hasta las crucetas.
Cinco cabezas rubias y morenas se mezclaban entre las cabezas oscuras de los polinesios que salpicaban la superficie del agua. Grief, rifle en mano, se preparó para disparar en cuanto pudiese. Al cabo de un minuto, el Hombre Cabra tuvo suerte y vieron el cuerpo de un hombre hundirse poco a poco. Pero fueron los marineros de Raiatea, grandes, musculosos y medio peces, los que disfrutaron de la venganza. Nadando rápidamente, aislaron las cabezas rubias y morenas. Los que estaban arriba presenciaron cómo agarraban y bloqueaban a los cuatro forajidos supervivientes para luego tirar de ellos desde abajo y ahogarlos como alimañas.
Todo había acabado en diez minutos. Las mujeres de Huahine, entre risas, se agarraban a los costados de la chalupa que había remolcado a la goleta. Los marineros de Raiatea esperaban órdenes alrededor de la cruceta a la que se aferraban el capitán Glass y Mataara.
—Pobre Rattler —se lamentó el capitán Glass.
—De eso nada —respondió Grief—. En una semana la habremos sacado del agua, le pondremos maderas nuevas a crujía, repararemos todos los daños y zarparemos. —Y añadió, dirigiéndose a la reina—: ¿Cómo estás hermana?
—Naumoo ya no está, ni Motauro, hermano, pero Fuatino vuelve a ser nuestra. Queda mucho día por delante. Avisaremos a mi pueblo que se oculta en las tierras altas con las cabras. Esta noche, otra vez y más que nunca, festejaremos y nos alegraremos en la Casa Grande.
—Hace años que necesitaba maderas nuevas a popa por el través —comentó el capitán Glass—. Pero los cronómetros no funcionarán el resto de la travesía.
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