Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
Los bromistas de Nueva Gibbon (1911)
(“The Jokers of New Gibbon”)
Originalmente publicado en The Saturday
Evening Post,
Vol. 184, No. 20, 11 de noviembre de 1911, págs. 18-19, 65-66);
A Son of the Sun
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1912, 333 págs.)
I
—Casi me da miedo llevarlo a Nueva Gibbon —dijo David Grief—. No pude obtener resultados hasta que ustedes y los británicos me dieron carta blanca y dejaron el lugar en paz.
Wallenstein, comisionado residente alemán en Bougainville, se sirvió una buena cantidad de whisky escocés con soda y sonrió.
—Nos quitamos el sombrero ante usted, señor Grief —dijo en un inglés impecable—. Lo que ha hecho en la isla del diablo es un milagro. Y continuaremos sin interferir. Es la isla del diablo y el viejo Koho es el peor diablo de todos. Jamás pudimos llegar a un acuerdo con él. Es un mentiroso y no tiene un pelo de tonto. Es un Napoleón negro, un Talleyrand caníbal y cazador de cabezas. Me acuerdo de hace seis años, cuando atraqué allí en el crucero inglés. Los negros corrieron a ocultarse en los bosques, por supuesto, pero encontramos a varios que no podían huir. Uno era su nueva mujer. Llevaba dos días y dos noches colgada de un brazo al sol. La bajamos, pero se murió. Y en medio de un arroyo había otras tres mujeres atadas a estacas y con el agua hasta el cuello. Tenían todos los huesos rotos y las articulaciones aplastadas. Se supone que ese proceso hace que su carne se vuelva más tierna para comérsela. Aún estaban vivas. Su fuerza vital era impresionante. Una de ellas, la mayor, tardó casi diez días en morir. Pues esa es una muestra de la dieta de Koho. No es de extrañar que sea una bestia salvaje. Lo que nos tiene infinitamente perplejos es cómo ha logrado pacificarlo.
—Yo no diría que está pacificado —respondió Grief—. Aunque de vez en cuando viene a comer de nuestra mano.
—Lo que es más de lo que conseguimos nosotros con nuestros cruceros. Ni los alemanes ni los ingleses pudimos verlo jamás. Usted fue el primero.
—No. El primero fue el señor McTavish —corrigió Grief.
—Ah, sí, me acuerdo de él, aquel escocés pequeño y reseco. —Wallenstein le dio un sorbo a su whisky—. Lo llaman el solucionador de conflictos, ¿no?
Grief asintió con la cabeza.
—Y dicen que el sueldo que usted le paga es mayor que el mío o que el del residente británico.
—Eso me temo —admitió Grief—. Verá, sin ánimo de ofender, lo vale de verdad. Dedica su tiempo a los lugares donde surgen problemas. Es un mago. Él fue quien me consiguió las tierras de Nueva Gibbon. Ahora está en Malaita, poniendo en marcha una plantación para mí.
—¿La primera?
—En toda Malaita no hay ni un simple puesto comercial. Los reclutadores de mano de obra aún usan botes de cobertura y llevan alambre de espino sobre las barandillas. Ahí está la plantación. Entraremos en media hora. —Le pasó los prismáticos a su invitado—. A la izquierda del bungaló están los cobertizos para los botes. Más allá, los barracones. Y eso que ve a la derecha son los cobertizos de la copra. Ya secamos una buena cantidad. El viejo Koho se está civilizando lo suficiente como para enviar a los suyos con los cocos. Ahí está la desembocadura del arroyo donde encontraron a las tres mujeres puestas a ablandar.
La Wonder, con las velas extendidas a ambos lados, iba directa al fondeadero. Se alzaba y descendía perezosamente sobre una marejada cristalina afeada, aquí y allá, por una brisa irregular de popa. La temporada de monzones llegaba a su fin y el aire era pesado y bochornoso debido a la humedad de los trópicos, y el cielo un revoltijo plomizo y colorado de nubes sin forma. La abrupta tierra estaba envuelta en bancos de nubes y chaparrones repentinos, a través de los que sobresalían los oscuros promontorios y picos del interior. En una colina, los rayos del sol abrasaban, sofocantes; y en otra, a un kilómetro de distancia, caía un chaparrón tan fuerte que parecía capaz de inundarlo todo.
Esa era la isla húmeda y oscura, grande y salvaje, de Nueva Gibbon, situada cincuenta millas náuticas a sotavento de Choiseul. Geográficamente pertenecía a las Salomón. Políticamente, la línea divisoria que separaba la influencia alemana de la británica la dividía en dos, de ahí que ambos comisionados residentes compartiesen el control de la misma. En el caso de Nueva Gibbon, ese control solo existía en los documentos de las oficinas coloniales de los dos países. No había control real y nunca lo había habido. Los pescadores de pepinos de mar de otros tiempos habían pasado de largo por allí. Los comerciantes de madera de sándalo, tras varias experiencias complicadas, renunciaron a ella. Los que buscaban mano de obra engañando y raptando no habían logrado reclutar a un solo trabajador en la isla y, después de que la goleta Dorset hubiese sido masacrada por completo, nadie se volvió a acercar a la isla. Más adelante una compañía alemana había intentado crear una plantación de cocos que abandonó luego de que varios directores y un buen número de trabajadores contratados se hubiesen quedado sin cabeza. Los cruceros alemanes y los ingleses no habían conseguido que los negros salvajes entraran en razón. En cuatro ocasiones las sociedades misioneras habían intentado la conquista pacífica de la isla y las cuatro veces, entre las enfermedades y las masacres, las habían expulsado de allí. Más cruceros, más pacificaciones entraron en juego pero inútilmente. Los caníbales siempre huían al interior, entre la vegetación, y reían de los proyectiles que les lanzaban. Cuando los barcos de guerra se marchaban, les resultaba fácil reconstruir las cabañas de techo de paja que les habían quemado y volver a levantar los hornos a la manera tradicional.
Nueva Gibbon era una isla grande que medía doscientos cincuenta kilómetros de largo y la mitad de ancho. La costa de barlovento era rocosa y no tenía puntos de fondeo ni caletas, y estaba habitada por decenas de tribus guerreras, o al menos lo había estado hasta que Koho se había levantado, como un Kamehameha, y con la fuerza de las armas y un buen dominio del arte de gobernar, consiguió que la mayor parte de esas tribus formasen una confederación. Su política de no permitir el trato con el hombre blanco había sido correcta en cuanto a la supervivencia de su gente y, tras la visita del último crucero, se había salido con la suya hasta que David Grief y McTavish, el solucionador de conflictos, bajaron a tierra en la playa desierta que en el pasado había albergado el bungaló y los barracones alemanes y las distintas misiones inglesas.
Hubo guerras, paces falsas y más guerras. El pequeño escocés reseco sabía causar problemas, además de solucionarlos y, no contento con conservar la playa, hizo llevar hasta allí a los hombres que viven en los bosques de Malaita e invadió las sendas abiertas por los jabalíes en el interior de la jungla. Quemó aldeas hasta que Koho se cansó de reconstruirlas y, cuando capturó al hijo mayor de Koho, obligó al viejo jefe a conferenciar. Lúe entonces cuando McTavish estableció la tasa de cambio de cabezas. Por cada cabeza de los suyos prometió cortar diez de la gente de Koho. Cuando Koho aprendió por fin que el escocés era hombre de palabra, firmaron la primera paz de verdad. Mientras, McTavish había construido el bungaló y los barracones, limpiado de jungla la tierra próxima a la playa y dispuesto la plantación. Después había seguido viaje para solucionar los problemas surgidos en el atolón de Tasman, donde había estallado una epidemia de sarampión negro que los hechiceros atribuían a la plantación de Grief. Un año después tuvo que regresar a poner orden en Nueva Gibbon y Koho, tras verse obligado a pagar una multa de doscientos mil cocos, decidió que resultaba más barato mantener la paz y vender los cocos. Además, había perdido la fogosidad de la juventud. Envejecía y cojeaba porque una bala Lee-Enfield le había perforado la pantorrilla.
II
—En Hawáiconocí a un tipo —dijo Grief—, el director de una plantación de azúcar, que usaba un martillo y un clavo de siete centímetros.
Estaban sentados en el ancho porche del bungaló y miraban como Worth, el director de Nueva Gibbon, se ocupaba de los enfermos. Eran nativos de Nueva Georgia una docena de ellos, y había dejado al que le dolía una muela el último. Worth acababa d fracasar en su primer intento de quitársela. Se limpió el sudor de la frente con una mano y agitó la tenaza con la otra.
—Y rompería más de una mandíbula —afirmó, muy serio.
Grief negó con la cabeza. Wallenstein sonrió y alzó las cejas.
—Al menos él dijo que no —matizó Grief—. Además, me aseguró que siempre había acertado al primer intento.
—Yo lo vi hacer cuando era segundo de a bordo en un barco inglés —dijo el capitán Ward—. El hombre usaba un mazo de calafateo y un pasador.
—Yo prefiero las tenazas —murmuró Worth al tiempo que metía las suyas en la boca del negro. Cuando tiró, el hombre gruñó y se alzó en el aire—. Que alguien me eche una mano y lo sujete —pidió el director.
Grief y Wallenstein, uno a cada lado, agarraron al negro y lo retuvieron. Él intentó librarse de ellos y mordió la tenaza para sujetarla. El grupo entero se balanceaba de un lado al otro. Ese esfuerzo, en medio de aquel calor estancado, los hizo sudar a todos. El negro también sudaba, pero su sudor estaba provocado por un dolor espantoso. La silla que ocupaba volcó. El capitán Ward, que se estaba sirviendo una copa, se detuvo para animarlos. Worth rogó a sus ayudantes que aguantasen y él aguantó también: movió la muela hasta que la oyó crujir y luego intentó extraerla de inmediato.
Ninguno de ellos se fijó en el hombrecillo negro que cojeó escalones arriba y se los quedó mirando. Koho era conservador. Sus padres no habían vestido ropa de ningún tipo y él tampoco, ni siquiera un simple taparrabos. Los muchos agujeros practicados en nariz, labios y orejas, y ya vacíos, indicaban que la pasión por adornarse ya no lo dominaba. Los agujeros de los lóbulos de las dos orejas estaban desgarrados, pero las tiras de carne marchita que colgaban y rozaban los hombros indicaban el tamaño que habían tenido. Ahora solo se preocupaba por lo útil y en uno de la media docena de agujeros pequeños de la oreja derecha portaba una pipa pequeña de arcilla. A la cintura llevaba un cinturón barato, de los que se usaban para comerciar, y entre el cuero de imitación y su piel colgaba la hoja desnuda de un cuchillo largo. Enganchada al cinturón se vea una caja de bambú para el betel y la cal de coral. En la mano, un rifle Snider de gran calibre y cañón corto. Iba indescriptiblemente sucio y, aquí y allá, las cicatrices lo deslucían: la peor era la que le había provocado una bala Lee-Enfield, culpable de atrofiarle la pantorrilla hasta dejarla en la mitad de su compañera. La boca contraída indicaba que le quedaban pocos dientes. Rostro y cuerpo estaban encogidos y atrofiados, pero los Ojos como cuentas, negros, pequeños y juntos, brillaban, aunque parecían inquietos y lastimeros, y recordaban más a los ojos de un mono que a los de un hombre.
Observaba, sonriendo como un simio pequeño y astuto. Su alegría por el tormento del paciente era lógica porque el mundo en el que él vivía estaba lleno de dolor. Había soportado lo suyo e infligido a otros mucho más de lo que había sufrido él. Cuando la muela se soltó de su hueco en la mandíbula y las tenazas rozaron los otros dientes y salieron de la boca con un chirrido del nervio, los ojos del viejo Koho destellaron y miró con regocijo al pobre negro, caído sobre el suelo del porche, que gemía de una manera terrible y se sujetaba la cabeza con ambas manos.
—Creo que se va desmayar —dijo Grief, al tiempo que se inclinaba sobre la víctima—. Capitán Ward, dele algo de beber, por favor. Usted también debería tomarse una copa, Worth; tiembla como una hoja.
—Yo también quiero una —dijo Wallenstein, mientras se limpiaba el sudor del rostro. Entonces se fijó en la sombra de Koho sobre el suelo y la siguió hasta la figura del jefe—. ¡Vaya! ¿A quién tenemos aquí?
—¡Hola, Koho! —dijo Grief cordialmente, aunque no se le ocurrió intentar estrecharle la mano.
Ese era uno de los tambos que los hechiceros le habían impuesto a Koho al nacer: que su carne nunca entrara en contacto con la carne del hombre blanco. Worth y el capitán Ward, de la Wonder, saludaron a Koho, pero Worth frunció el ceño al ver el Snider, porque uno de sus tambos era que ninguna visita nativa llevase armas en la plantación. Los rifles tenían la mala costumbre de dispararse en esas circunstancias. El director dio una palmada y un criado doméstico negro, reclutado en San Cristóbal, acudió a la carrera. A una señal de Worth, tomó el rifle del visitante y se lo llevó al interior del bungaló.
—Koho —dijo Grief para presentar al residente alemán—, este, gran amo de Bougainville. Ser amo muy grande.
Koho recordaba las visitas de los distintos cruceros alemanes y sonrió con un brillo de mal recuerdo en los ojos.
—No le estreche la mano, Wallenstein —advirtió Grief—. Es su tambo. —Luego le dijo a Koho—: Ver que tú estar bien. ¿Tú casar con nueva Mary?
—Yo mucho viejo —respondió Koho con un movimiento cansado de la cabeza—. No gustar Mary. No gustar kai-kai (comida). Yo estar casi morir. —Lanzó una mirada elocuente a Worth, que echaba la cabeza hacia atrás para beber de un vaso alto—. Gustar ron.
Grief negó con la cabeza.
—Tambo de hombre negro.
—Él hombre negro, no tambo —contestó Koho, señalando al obrero que gemía.
—Él hombre enfermo —explicó Grief.
—Yo hombre enfermo.
—Tú mucho mentir —se rio Grief—. Ron ser tambo, siempre tambo. Ahora, Koho, nosotros hablar con amo grande.
Wallenstein, el viejo jefe y él se sentaron en el porche para tratar asuntos de Estado. Felicitaron a Koho por haber mantenido la paz y él, entre muchas quejas por la decrepitud que le causaba la vejez, volvió a jurar que la paz sería eterna. Luego hablaron de fundar una plantación alemana en la costa, a treinta kilómetros de allí. Por supuesto, la tierra se la comprarían a Koho y acordaron un precio en tabaco, cuchillos, abalorios, pipas, hachas, dientes de marsopa y moneda-concha: todo menos ron. Mientras charlaban, Koho miró por la ventana y vio a Worth mezclar medicinas y devolver las botellas al armario de los medicamentos. También vio al director completar su labor con un trago de whisky. Koho se fijó bien en todos los detalles de la botella. Y, aunque se quedó por allí una hora más después de acabada la reunión, no hubo ni un solo momento en el que la habitación estuviese vacía. Cuando Grief y Worth se sentaron para hablar de negocios, Koho se rindió.
—Yo ir goleta —anunció, se dio la vuelta y salió cojeando.
—Cómo caen los poderosos —se rio Grief—. Pensar que ese era Koho, el asesino más feroz y despiadado de las Salomón, el que desafió durante toda su vida a dos de las potencias mundiales más importantes. Y ahora va a bordo para intentar gorronearle una copa a Denby.
III
El sobrecargo de la Wonder le gastó una broma a un nativo por última vez en su vida. Se encontraba en la cabina principal, comprobando la lista de bienes que bajaban a tierra en los botes, cuando Koho bajó las escaleras cojeando y se sentó a la mesa, frente a él.
—Yo estar casi morir —se quejó el viejo jefe. Había renunciado a todos los placeres de la carne—. No gustar Mary. No gustar kai-kai. Yo hombre enfermo. Yo cerca morir. —Hizo una pausa prolongada y triste, durante la que su rostro expresó una preocupación indescriptible por su estómago, que se tocaba con tiento, como con miedo al dolor—. Tripa mía mucho enfermo. —Hizo otra pausa que era una invitación a Denby para que realizase alguna sugerencia. Luego soltó un suspiro cansado y remató con un—: Yo gustar ron.
Denby soltó una carcajada despiadada. El viejo caníbal ya había intentado antes gorronearle una copa, pero el tambo más serio que Grief y McTavish habían impuesto era el que prohibía el alcohol a los nativos de Nueva Gibbon.
El problema era que Koho se había aficionado. Descubrió el placer de emborracharse e su juventud, cuando masacró la goleta Dorset; pero por desgracia lo había descubierto junto con el resto de su tribu y las provisiones no les duraron demasiado. Después cuando encabezó a sus guerreros desnudos para atacar y destruir la plantación alemana, demostró ser más listo y se apropió de todo el licor para su uso exclusivo. Como resultado se emborrachó con una docena de brebajes diferentes que iban desde la cerveza adulterada con quinina hasta la absenta o el licor de melocotón. La borrachera le había durado meses y lo había dejado con una sed que lo perseguiría hasta la muerte. Predispuesto al alcohol como los demás salvajes, la química de su carne lo reclamaba. Esa ansia se expresaba en hormigueos y quemazón, en gusanos que se arrastraban de una forma deliciosa dentro de su cerebro, en una sensación agradable, de bienestar y júbilo. En su yerma vejez, cansado de las mujeres y los festines, superados y apagados los viejos odios, deseaba cada vez más el fuego vivificante que salía de las botellas en forma de líquido, de toda clase de botellas, que él recordaba muy bien. Podía pasarse horas sentado al sol —a veces se le caía la baba— recordando apenado la gran orgía que había vivido cuando se apoderaron de la plantación alemana.
Denby se mostró compasivo. Comprobó los síntomas del anciano jefe y le ofreció comprimidos para la digestión que guardaba en el cofre de las medicinas, pastillas y un variado surtido de cápsulas y remedios inofensivos. Pero Koho los rechazó. En una ocasión, cuando se apoderó de la Dorset, había mordido una cápsula de quinina; además, dos de sus guerreros habían tomado un polvo blanco y murieron en muy poco tiempo y de una forma horrible. No, no creía en esa clase de medicinas. Pero sí en el líquido que salía de las botellas, capaz de devolver la juventud y de provocar sueños rebosantes de calidez. No era de extrañar que el hombre blanco lo valorase tanto y se negara a repartirlo.
—Ron ser bueno —repitió una y otra vez, lastimosamente y con la hastiada paciencia que da la edad.
Entonces fue cuando Denby cometió el error de gastar una broma. Pasó por detrás de Koho, abrió con llave el armarito de los medicamentos y sacó una botella de cien mililitros en cuya etiqueta se leía: «Esencia de mostaza». Mientras hacía como que la descorchaba y bebía parte de su contenido, observó a Koho, reflejado en el espejo del mamparo de proa, medio girado y con la vista clavada en él. Cuando dejó la botella en su sitio, Denby hizo un ruido de aprobación con los labios y se aclaró la garganta. No cerró con llave el armarito, regresó a su silla y, al cabo de un rato aceptable, subió a cubierta. Permaneció junto a las escaleras y escuchó. Pasados unos minutos, el silencio de la zona inferior se vio interrumpido por una tos asfixiante, propulsora, sibilante, terrible. Sonrió y empezó a bajar la escalera con calma. La botella volvía a estar en su estante y el anciano se sentaba en la misma postura. Tanto autocontrol maravilló a Denby. Boca, labios, lengua y demás membranas sensibles eran puro fuego. Jadeó y estuvo a punto de toser en varias ocasiones, con los ojos anegados en unas lágrimas que acabaron fluyendo mejillas abajo. Un hombre normal habría tosido y se habría asfixiado durante media hora. Pero el anciano Koho mantenía con determinación un gesto sereno en el rostro. Entonces comprendió que le habían gastado una broma y a sus ojos asomó una expresión de odio y maldad tan primitiva, tan profunda, que un escalofrío recorrió la espalda de Denby. Koho se puso en pie con orgullo.
—Yo ir —dijo—. Tú llamar bote para mí.
IV
Tras ver partir a Grief y Worth para dar una vuelta a caballo por la plantación, Wallenstein se sentó en el gran salón con una botella de aceite para armas y varios trapos viejos y se dispuso a desmontar y limpiar su pistola automática. En la mesa, a su lado, la inevitable botella de whisky y un buen número de botellas de soda. Pero además, por casualidad allí había también otra botella, que estaba medio vacía. La etiqueta indicaba que era whisky, pero contenía linimento que Worth había mezclado para los caballos y olvidado guardar.
Mientras trabajaba, Wallenstein miró por la ventana y vio que Koho ascendía por la senda del recinto. Cojeaba con rapidez, pero cuando llegó al porche y entró en la habitación, llevaba un paso lento y señorial. Se sentó a observar cómo el otro limpiaba su arma. Aunque boca, labios y lengua le ardían, no dio muestras de ello. Al cabo de cinco minutos, habló.
—Ron ser bueno. Yo gustar ron.
Wallenstein sonrió y negó con la cabeza. Entonces fue cuando el diablillo que llevaba dentro le sugirió la que iba a ser su última broma a un nativo. Se le ocurrió debido a la similitud de las dos botellas. Dejó las piezas de su pistola sobre la mesa y se preparó una copa. De pie entre Koho y la mesa, intercambió las botellas, apuró su vaso, hizo como que buscaba algo y salió de la habitación. Desde fuera oyó un escupitajo de sorpresa seguido de un ataque de tos. Pero cuando regresó, el viejo jefe estaba sentado como antes. Sin embargo, la cantidad de linimento en la botella era inferior y el líquido aún oscilaba.
Koho se puso de pie, dio una palmada y, cuando el criado respondió, le indicó que quería su rifle. El chico fue a buscarlo y, siguiendo la costumbre, precedió al visitante sendero abajo. No le entregó el rifle a su propietario hasta que cruzó la verja de entrada. Wallenstein, riéndose entre dientes, observó al anciano jefe cojear por la playa en dirección al río.
Unos minutos después, mientras montaba su pistola, Wallenstein oyó el disparo de un arma. Al instante pensó en Koho, pero desechó la idea. Worth y Grief habían llevado escopetas y seguramente se trataba de uno de ellos disparando a una paloma. Wallenstein se recostó en la silla, se rio por lo bajo, retorció su bigote rubio y se adormiló. Lo despertó la voz alterada de Worth, que gritaba:
—¡Tocar campana grande! ¡Tocar mucho! ¡Tocar sin parar!
Wallenstein salió al porche al tiempo de ver al director saltar a caballo la valla baja del recinto y lanzarse por la playa tras Grief, que cabalgaba como un poseso. El fuerte crepitar y el humo que ascendía entre las palmeras cocoteras dejaban claro lo ocurrido. Los barracones y los cobertizos estaban ardiendo. La gran campana de la plantación sonó sin descanso mientras el residente alemán corría hacia la playa, desde donde vio las chalupas apresurarse en abandonar la goleta.
Los barracones y los cobertizos eran como yesca, con sus tejados de paja, y estaban envueltos en llamas. Grief salió de la cocina con un niño negro desnudo agarrado por una pierna. Le faltaba la cabeza.
—La cocinera está dentro —le dijo a Worth—. Tampoco tiene cabeza. Pesaba demasiado y no podía quedarme más tiempo en el interior.
—Ha sido culpa mía —dijo Wallenstein—. Esto lo ha hecho el viejo Koho, pero yo dejé que le diera un trago al linimento para caballos de Worth.
—Creo que se ha internado en la jungla —dijo Worth, mientras se subía al caballo de un salto y se ponía en marcha—. Oliver está allí, junto al río. Espero que no lo haya pillado.
El director se adentró al galope entre los árboles. Unos minutos después, al tiempo que los restos carbonizados de los barracones colapsaban, lo oyeron llamar y lo siguieron. Se lo encontraron en la orilla del río. Permanecía a caballo, estaba muy pálido y observaba algo que había en el suelo. Era el cuerpo de Oliver, el joven ayudante de dirección, aunque costaba reconocerlo porque le faltaba la cabeza. Los trabajadores negros, sin aliento debido a que venían corriendo desde los campos, empezaban a amontonarse alrededor y, siguiendo las órdenes de Grief, improvisaron una camilla para el muerto.
Wallenstein sufrió un ataque de auténtica pena y contrición alemanas. Para cuando dejó de lamentarse y empezó a maldecir, tenía los ojos llenos de lágrimas. La ira que lo dominó era tan alemana como los juramentos y cuando intentó apoderarse de la escopeta de Worth ya echaba espuma por la boca.
—De eso nada —ordenó Grief muy serio—. Contrólese, Wallenstein. No sea necio.
—Pero ¿van a permitir que escape? —gritó como un loco el alemán.
—Ya ha escapado. La jungla empieza aquí, en el río. Puede ver por donde lo ha cruzado. Ya está en las sendas abiertas por los jabalíes. Sería como buscar una aguja en un pajar y, si lo seguimos, sus jóvenes acabarán con nosotros. Además, esas sendas están llenas de trampas, ya sabe, hoyos con estacas en el fondo, zarzas envenenadas y demás. McTavish y sus nativos son los únicos capaces de internarse en esas sendas y, aun así, a ultima vez perdió a tres de sus hombres. Regresemos a la casa. Esta noche oirá sonar las caracolas y los tambores de guerra, que armarán un buen jaleo. No atacarán, señor Worth, pero mantenga a todos los obreros cerca de la casa. ¡Vamos!
De regreso se tropezaron con un negro que gemía y lloraba a gritos.
—¡Callar esa boca! —ordenó Worth—. ¿Por qué hacer ruido?
—Koho matar dos vacas —respondió el negro al tiempo que se pasaba un dedo por la garganta.
—Ha apuñalado a las vacas —dijo Grief—. Eso significa que no tendrá leche durante una temporada, Worth. Me ocuparé de enviarle otro par de vacas desde Ugi.
Wallenstein se mostró inconsolable hasta que Denby, tras saltar a tierra, confesó lo de la dosis de esencia de mostaza. A partir de ahí, el residente alemán se animó aunque se retorcía el bigote con más fuerza y continuó maldiciendo las Salomón con juramentos seleccionados en cuatro idiomas.
A la mañana siguiente, desde la espiga de la Wonder se veía la jungla repleta de señales de humo. De promontorio en promontorio, hasta el interior más denso las columnas de humo formaban volutas y hablaban. Las aldeas más remotas de los picos más altos, a las que ni siquiera habían llegado las incursiones de McTavish, se unieron a la agitada conversación. Desde el otro lado del río continuaba llegando el alboroto de las caracolas y de todas las direcciones, llevada durante kilómetros por el aire en calma, fluía la reverberación intensa y atronadora de los grandes tambores de guerra: gigantescos troncos de árbol, vaciados con fuego y tallados con herramientas de piedra y concha.
—No pasará nada mientras permanezcan aquí, todos juntos y en el recinto —dijo Grief a su director—. Yo debo continuar hasta Gavutu. No saldrán a campo abierto para atacar. Mantenga cerca a las cuadrillas de trabajadores. Interrumpa la limpieza del terreno hasta que esto se calme. Atacarán a cualquier grupo que salga a trabajar. Y, pase lo que pase, no se le ocurra meterse en la jungla para perseguir a Koho. Si lo hace, acabará con todos. Lo único que tiene que hacer es esperar a que llegue McTavish. Lo enviaré enseguida con un grupo de nativos de Malaita. Él es el único que puede entrar ahí. Además, hasta que llegue, dejaré a Denby con usted. No le importa, ¿verdad, señor Denby? McTavish llegará en el Wanda y usted podrá regresar con ellos y volver a la Wonder. El capitán Ward se las arreglará sin usted por una travesía.
—Me iba a ofrecer voluntario —respondió Denby—. Jamás pensé que se armaría semejante lío por una broma. En cierto modo, me siento responsable.
—Yo también lo soy —interrumpió Wallenstein.
—Pero yo empecé —insistió el sobrecargo.
—Sí, aunque yo seguí con la broma.
—Y Koho le ha puesto fin —dijo Grief.
—En cualquier caso, yo también me quedo —afirmó el alemán.
—Creí que venía a Gavutu conmigo —protestó Grief.
—Esa era mi intención. Pero esta jurisdicción también es, en parte, mía y me he portado como un idiota. Me quedaré para echar una mano hasta que todo se arregle.
V
En Gavutu, Grief envió instrucciones a McTavish a través de un queche reclutador que zarpaba rumbo a Malaita. El capitán Ward partió en la Wonder hacia las islas de Santa Cruz y Grief pidió prestados una chalupa y una tripulación de prisioneros negros al residente británico y cruzó Guadalcanal para examinar las praderas que crecían más allá de Penduffryn.
Tres semanas después, con buen viento de popa, sorteó los bajíos de coral y surcó las aguas tranquilas que llevaban al fondeadero de Gavutu. El puerto estaba desierto, a excepción de un pequeño queche próximo al arrecife de coral. Grief lo reconoció enseguida: era el Wanda. Resultaba evidente que acaba de entrar por el paso de Tulagi, porque su tripulación de nativos aún se encontraba aferrando las velas. Tras virar para ponerse a su costado, fue el propio McTavish quien le tendió una mano y lo ayudó a subir.
—¿Qué pasa? —preguntó Grief—. ¿Aún no se ha puesto en marcha?
McTavish asintió con la cabeza.
—He ido y he vuelto. A bordo todo va bien.
—¿Cómo sigue Nueva Gibbon?
—Como siempre. No falta nada, excepto algunas cosidas sin importancia que un ojo acostumbrado a mirar podría echar de menos en el paisaje.
Era un hombre frío, pequeño como Koho e igual de reseco, de tez color caoba y ojos diminutos, azules y sin expresión, que, más que los ojos de un escocés, parecían un par de agujeros hechos por una barrena. Sin miedo, sin entusiasmo, inmune a la enfermedad, el clima y los sentimientos, era delgado, implacable y letal como una serpiente. Grief sabía de sobra que su gesto avinagrado presagiaba malas noticias.
—¡Hable de una vez! —le dijo—. ¿Qué ha pasado?
—Eso de bromear con los negros paganos es una vergüenza, algo de lo más reprobable —fue la respuesta—. Además, resulta muy caro. Acompáñeme abajo, señor Grief. Recibirá la información mucho mejor con una copa en la mano. Usted primero.
—¿Cómo solucionó el problema? —preguntó el jefe en cuanto llegaron a la cabina y se sentaron.
El hombrecillo escocés negó con la cabeza.
No había nada que solucionar. Todo depende del punto de vista. Otra forma de decirlo es afirmar que ya estaba solucionado, completamente solucionado antes de que yo llegara.
—Pero ¿y la plantación? ¿Qué pasa con la plantación?
—No hay plantación. Tantos años de trabajo se han quedado en nada. Volvemos a estar como al principio, en el punto de comienzo de los misioneros, en el punto de comienzo de los alemanes… y en su final. No quedan más piedras en pie que las del embarcadero. Las casas solo son cenizas. Han talado todos los árboles y los cerdos salvajes desentierran los ñames y las batatas. Los cien nativos de Nueva Georgia, con el buen grupo que formaban y lo mucho que le costaron… No queda ni uno para contar lo ocurrido.
Hizo una pausa y empezó a hurgar en un armario situado bajo la escalera.
—Pero ¿y Worth? ¿Y Denby? ¿Y Wallenstein?
—Es lo que le estoy diciendo. Mire.
McTavish extrajo un saco hecho de estera y vació su contenido en el suelo. David Grief dio un respingo y se quedó atónito al ver las cabezas de los tres hombres que había dejado en Nueva Gibbon. El bigote rubio de Wallenstein ya no se rizaba hacia arriba y caía lacio sobre el labio superior.
—No sé cómo ocurrió —se oyó la voz cansada del escocés—. Pero me figuro que se adentraron en la jungla para perseguir al viejo demonio.
—¿Y dónde está Koho? —preguntó Grief.
—De vuelta en la jungla, borracho como una cuba. Por eso pude recuperar las cabezas. No se tenía en pie. Se lo llevaron a cuestas de la aldea en cuanto llegué. Le agradecería mucho que me librase de estas cabezas. —Hizo una pausa y suspiró—. Supongo que decidirán enterrarlas. Pero en mi opinión, serían un buen recuerdo. Cualquier; museo respetable pagaría cien libras por cada una. Tómese otra copa. Lo veo un poco pálido. Vamos, tómesela de un trago y, si quiere mi consejo, señor Grief, póngase muy serio e impida que nadie gaste más bromas a los negros. Siempre surgen problemas y resulta una diversión muy cara.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar