Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Una noche en Goboto (1911)
(“A Goboto Night”)
Originalmente publicado en The Saturday Evening Post,
v. 184 (30 de septiembre de 1911), págs. 20-21, 65-66.;
A Son of the Sun
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1912, 333 págs.)



I

      En Goboto, los tratantes bajan de sus goletas y los dueños de las plantaciones llegan desde costas lejanas y agrestes, y todos aceptan usar zapatos, pantalón de lona blanca y otros aspectos de la civilización. En Goboto se recibe correo, se pagan facturas y se puede leer prensa que pocas veces supera las cinco semanas de antigüedad; porque esa pequeña isla, rodeada de arrecifes de coral, permite un fondeo seguro, en ella hacen escala los vapores y sirve como punto de distribución para todo el grupo de islas, muy diseminadas.
       La vida en Goboto es insalubre, hace mucho calor y la luz resulta cegadora, y reivindica el mérito, para su tamaño, de contar con más casos de alcoholismo grave que cualquier otro lugar del mundo. Gavutu, en las Salomón, afirma que bebe entre horas. Goboto no lo niega. Simplemente afirma, de pasada, que en la cronología gobotana no se conoce semejante intervalo de tiempo. También señala sus estadísticas de importación, que muestran un consumo de alcohol per cápita muy superior. Gavutu lo explica porque Goboto hace más negocios y recibe más visitas. Goboto responde que su población residente es menor y sus visitantes tienen más sed. Y la discusión continúa indefinidamente, sobre todo porque los debatientes no viven lo bastante para llegar a un acuerdo.
       Goboto no es grande. La isla solo tiene cuatrocientos metros de diámetro y en ella se encuentran una carbonera del almirantazgo (donde varias toneladas de carbón permanecen sin tocar desde hace veinte años), los barracones de un puñado de trabajadores negros, una gran tienda y almacén con los tejados de chapa de hierro y un bungaló habitado por el encargado y dos ayudantes. Ellos constituyen la población blanca. De los tres, uno u otro suele estar siempre enfermo con fiebre. Trabajar en Goboto resulta muy duro. La compañía tiene por principio tratar bien a sus clientes, como han descubierto las compañías invasoras, y ocuparse de ello es tarea del encargado y sus ayudantes. Durante todo el año llegan tratantes y reclutadores, procedentes de travesías muy largas y secas, y dueños de plantaciones que vienen de costas igual de lejanas y secas, siempre con una sed magnífica. Goboto es la meca de las juergas y, tras divertirse todos vuelven a sus goletas y plantaciones para recuperarse.
       Algunos de los menos fuertes necesitan dejar pasar seis meses entre visitas. Pero el gerente y sus ayudantes no disponen de esos intervalos. Permanecen allí y, semana tras semana, empujadas por los monzones o los alisios del sudeste, fondean las goletas, cargadas de copra, marfil vegetal, conchas perlíferas, carey y sed.
       Trabajar en Goboto es una tarea ardua. Por eso el sueldo dobla al de otras factorías y por eso la compañía solo selecciona a hombres valientes e intrépidos para este enclave en concreto. No duran más de un año y entonces, convertidos en piltrafas, regresan a Australia o entierran sus restos en la arena, a barlovento del islote. Johnny Bassett casi héroe legendario de Goboto, batió todos los récords. Era un exiliado por cuestiones de honor, de extraordinaria complexión, que duró siete años. Su deseo póstumo fue cumplido por sus ayudantes, quienes lo metieron en un tonel de ron (pagado con sus propios sueldos) y se lo enviaron a su familia, a Inglaterra.
       Sin embargo, en Goboto todos intentaban comportarse como caballeros. De hecho, aunque hubiesen cometido errores, eran caballeros y habían sido caballeros. Por eso la gran regla no escrita de Goboto era que los visitantes usaran pantalón y zapatos. Allí no se toleraban taparrabos, lava-lavas o llevar las piernas al aire. Cuando el capitán Jensen —el más violento de los reclutadores de mano de obra indígena, a pesar de descender de una antigua familia neoyorquina— se abalanzó a tierra con su taparrabos, camiseta, dos revólveres al cinto y un cuchillo de monte, lo detuvieron en la playa. Eso ocurrió en la época de Johnny Bassett, siempre obsesionado con la etiqueta. El capitán Jensen permaneció de pie sobre la tilla de popa de su bote y negó la existencia de pantalones a bordo de su goleta. Además, confirmó su intención de bajar a tierra. Los de Goboto lo cuidaron hasta que se recuperó de la herida provocada por la bala que le atravesó el hombro y además le pidieron disculpas porque no habían encontrado ni un solo pantalón a bordo de su goleta. Por último, el primer día que pudo levantarse de la cama. Johnny Bassett le prestó uno de sus pantalones y lo ayudó a ponérselo con amabilidad, pero sin perder ni un ápice de firmeza. Ese fue el precedente. En los años que siguieron, la norma nunca fue violada. Los hombres blancos y los pantalones eran inseparables. Solo los negros corrían desnudos. El pantalón constituía la casta.


II

       Esa noche, con una excepción, las cosas eran como el resto de las noches. Siete de ellas con un brillo tenue en los ojos y las piernas firmes, habían rematado un día de whiskies con unos cócteles más fuertes y se sentaron a cenar. Ataviados con chaqueta, pantalón y zapatos, eran: Jerry McMurtrey, el encargado; Eddy Little y Jack Andrews, ayudantes; el capitán Stapler, del queche reclutador Merry; Darby Shryleton, dueño de una plantación en Tito-Ito; Peter Gee, un chino mestizo, comprador de perlas que se movía entre Ceilán y las Paumotu, y Alfred Deacon, un visitante que había llegado en el último vapor. Al principio, los criados negros sirvieron vino a quienes quisieron tomarlo, aunque enseguida todos volvieron al whisky con soda y bañaron en alcohol los alimentos antes de que se internasen en sus estómagos calcinados y avinagrados.
       Cuando estaban con el café oyeron el estrépito provocado por la cadena de un ancla al pasar por el tubo del escobén, lo que indicaba la llegada de un buque.
       —Es David Grief —afirmó Peter Gee.
       —¿Cómo lo sabe? —preguntó Deacon con agresividad y luego siguió hablando para llevarle la contraria al mestizo—. Se dan ustedes muchos aires de superioridad cuando hay alguien nuevo en el grupo. Yo también he navegado lo mío y eso de reconocer un barco cuando sus velas no son más que una mancha borrosa o de nombrar a un hombre por el sonido de su ancla no son… no son más que paparruchas.
       Peter Gee estaba ocupado en encender un cigarrillo y no contestó.
       —Algunos negros hacen cosas asombrosas como esas —intervino discretamente McMurtrey.
       Como a los demás, al encargado le molestaba la conducta de su visitante. Desde primera hora de la tarde, momento en que había llegado Peter Gee, Deacon manifestó una tendencia a meterse con él. Cuestionó sus afirmaciones y se mostró maleducado.
       —Puede que sea porque Peter tiene sangre china —había sido la hipótesis de Andrews—. Deacon es australiano y allí llevan mal lo del color.
       —Estoy de acuerdo —había convenido McMurtrey—. Pero no podemos permitir que intimide a nadie, y menos a Peter Gee, que es más blanco que la mayoría de los blancos.
       En eso el encargado tenía toda la razón. Peter Gee era esa excepcional criatura, un euroasiático bueno e inteligente. De hecho, la imperturbable integridad de la sangre china era lo que matizaba la imprudencia y el libertinaje de la sangre inglesa que había corrido por las venas de su padre. Asimismo, era el más educado de los presentes, amaba inglés mejor, además de otras lenguas, y sabía más que todos ellos de sus ideales de caballerosidad, que respetaba en mayor grado y por los que se regía. Por último, era un alma amable. Censuraba la violencia, aunque había matado hombres en su tiempo. Aborrecía el alboroto. Siempre lo evitaba como si fuera la peste.
       El capitán Stapler intervino para ayudar a McMurtrey:
       —Recuerdo que cuando cambié de goleta y llegué a Altman, los negros supieron de inmediato que era yo. Y eso que no me esperaban, mucho menos en otro navío. Le dijeron al tratante que era yo. Él cogió los prismáticos y no se lo creía. Pero ellos lo supieron. Después me dijeron que se veía a la legua que era yo quien manejaba la goleta.
       Deacon no hizo caso y volvió a atacar al comerciante de perlas.
       —¿Cómo sabe, por el sonido del ancla, que se trata de ese cómo-se-llame que ha dicho? —lo retó.
       —Hay muchas cosas que me llevan a semejante afirmación —respondió Pet Gee—. Es difícil de explicar. Casi haría falta un libro de texto.
       —Ya lo imaginaba —se burló Deacon—. Es fácil dar una explicación que no explica nada.
       —¿Quién se apunta a jugar al bridge? —interrumpió Eddy Little, el segundo ayudante, con aire expectante, mientras empezaba a barajar—. Tú juegas, ¿verdad, Peter?
       —Si lo hace, es un farolero —cortó Deacon—. Me estoy cansando de tanta paparrucha. Señor Gee, ¿me haría el favor de mejorar su imagen contándome cómo supo quién era ese hombre que acaba de echar el ancla? Después jugaré con usted al piquet.
       —Prefiero el bridge —respondió Peter—. En cuanto a lo otro, es más o menos de la siguiente manera: por el sonido, era una embarcación pequeña, no de aparejo de cruz. No se oyó ni un silbato ni una sirena: de nuevo un barco pequeño. Fondeó cerca, otro indicio de poco tamaño, porque los vapores y los barcos grandes deben dejar caer el ancla en el exterior del arrecife del medio. La entrada es complicada. No existe capitán de barco reclutador o comerciante en todo el grupo de islas que se atreva a cruzar el paso después de anochecer. Desde luego, ningún desconocido lo haría. Solo ha habido dos excepciones. La primera fue Margonville, pero lo mandó ejecutar el tribunal superior de Fiyi. Queda la otra excepción: David Grief. El cruza el paso de noche o de día, haga el tiempo que haga. Eso lo sabe todo el mundo. Otro posible factor, en caso de que Grief se encontrase en otra pare, podría ser algún capitán joven y temerario. A este respecto, en primer lugar, yo no conozco a ninguno, tampoco los demás. En segundo lugar. David Grief está en estas aguas, navegando a bordo del Gunga, que, según está programado, zarpará pronto desde aquí rumbo a Karo-Karo. Hablé con Grief, en el Gunga, en el paso Sandfly, antes de ayer. Iba a llevar a un tratante a tierra para dejarlo en una nueva factoría. Dijo que pararía en Babo y luego vendría a Goboto. Ha tenido tiempo de sobra para llegar. He oído el ruido de la cadena de un ancla al caer. ¿Quién más puede ser, si no es David Grief? El capitán Donovan está al mando del Gunga y lo conozco demasiado bien para creerlo capaz de entrar en Goboto de noche si no es su dueño quien maneja el queche. En unos minutos, David Grief cruzará esa puerta y dirá: «En Gavutu solo beben entre horas». Apuesto cincuenta libras a que será él quien entre y que sus palabras serán: «En Gavutu solo beben entre horas».
       Eso aplastó a Deacon por el momento. La sangre se agolpó en su rostro taciturno.
       —Bueno, ya le ha contestado —se rio McMurtrey cordialmente—. Yo apuesto con él y subo la apuesta a un par de soberanos.
       —¡Bridge! ¿Quién se apunta a una mano? —exclamó impaciente Eddy Little—. ¡Vamos, Peter!
       —Jueguen ustedes —dijo Deacon—. Él y yo vamos a jugar al piquet.
       —Preferiría jugar al bridge —dijo Peter Gee amablemente.
       —¿Sabe jugar al piquet?
       El comerciante de perlas asintió con la cabeza.
       —Pues, vamos. A ver si puedo demostrarle que sé más acerca de eso que de anclas.
       —Eh, oiga… —empezó a decir McMurtrey.
       —Ustedes jueguen al bridge —lo interrumpió Deacon—. Nosotros preferimos el piquet.
       A regañadientes, Peter Gee se vio arrastrado a una partida que estaba seguro acabaría mal.
       —Solo al mejor de tres —dijo mientras cortaba para repartir.
       —¿A cuánto? —preguntó Deacon.
       Peter Gee se encogió de hombros.
       —Lo que usted quiera.
       —Modalidad clásica del juego de los cientos. ¿Cinco libras la partida?
       Peter Gee aceptó.
       —Si hay doble juego, serían diez libras, claro.
       —De acuerdo —dijo Peter Gee.
       En otra mesa se sentaron cuatro de los restantes para jugar al bridge. El capitán Stapler, que no solía jugar a las cartas, miraba y rellenaba los vasos de whisky situados junto a la mano derecha de cada uno. McMurtrey, ocultando mal su aprensión, seguía en la medida de lo posible lo que ocurría en la mesa de piquet. Sus compañeros ingleses también se sentían escandalizados por el comportamiento del australiano y todos temían que realizase algún acto desafortunado. Resultaba evidente que su animosidad hacia el mestizo aumentaba y que podría explotar en cualquier momento.
       —Espero que Peter pierda —dijo McMurtrey en voz baja.
       —No, si tiene un mínimo de suerte —respondió Andrews—. Es un mago del piquet. Lo sé por experiencia.
       Que Peter Gee tenía suerte quedaba claro por la forma continua en que Deacon, quien llenaba su vaso con frecuencia, lo importunaba. Había perdido la primera partida y, por sus comentarios, estaba perdiendo la segunda, cuando se abrió la puerta y entró David Grief.
       —En Gavutu solo beben entre horas —comentó de pasada al grupo reunido antes de estrechar la mano del encargado—. ¡Hola, Mac! Oye, mi capitán espera en el bote. Tiene camisa de seda, corbata y zapatos de tenis, todo en perfecto estado, aunque necesita que le prestes un pantalón. Los míos le quedan pequeños, pero cualquiera de los tuyos le servirá. ¡Hola, Eddy! ¿Qué tal el ngari-ngari? ¿Estás en pie, Jock? Esto es un milagro. No hay nadie con fiebre ni extraordinariamente bebido. —Suspiró— Supongo que aún queda mucha noche por delante. ¡Hola, Peter! ¿Te pilló la tormenta que cayó una hora después de dejarnos? Tuvimos que largar la segunda ancla.
       Mientras le presentaban a Deacon, McMurtrey envió a un criado con los pantalónes y cuando entró el capitán Donovan lo hizo vestido como deben los blancos, al menos en Goboto.
       Deacon perdió la segunda partida, lo que anunció con un exabrupto. Peter Gee se concentró en encender un cigarrillo y guardar silencio.
       —¿Qué? ¿Pretende dejarlo porque va ganando? —preguntó Deacon.
       Grief alzó las cejas en un gesto interrogativo hacia McMurtrey, quien frunció el entrecejo para mostrar su indignación.
       —Habíamos quedado en jugar al mejor de tres —respondió Peter Gee.
       —Pero no hemos jugado la tercera partida. Y me toca dar a mí. ¡Vamos!
       Peter Gee accedió y empezaron a jugar.
       —Ese cachorro necesita que le den una lección —le murmuró McMurtrey a Grief—. Vamos dejar de jugar, amigos. Quiero vigilarlo de cerca. Si se pasa, lo echo a la playa, y me dan igual las instrucciones de la Compañía.
       —¿Quién es? —preguntó Grief.
       —Uno que se bajó del último vapor. La Compañía ha dado orden de que lo tratemos bien. Quiere invertir en una plantación. Tiene una carta de crédito de diez mil libras con la Compañía. En el cerebro lleva impreso «Australia blanca». Cree que, porque es blanco y su padre fue fiscal general de la Commonwealth, puede portarse como un miserable. Por eso se mete con Peter y ya sabes que Peter es el último hombre del mundo que buscaría problemas o se metería en líos. Maldita sea la Compañía. Yo no me comprometí a ser el ama de cría de sus bebés con cuentas bancarias. Vamos, sírvete una copa, Grief. Ese hombre es un idiota, un perfecto idiota.
       —Tal vez solo sea joven —sugirió Grief.
       —No sabe controlar lo que bebe, eso está claro. —A los ojos del encargado asomaron la ira y el asco—. Si le levanta la mano a Peter, te aseguro que me encargar darle una buena somanta a ese sinvergüenza.
       El comerciante de perlas retiró las clavijas del tablero en el que anotaba y se reclinó en su silla. Acababa de ganar la tercera partida. Miró a Eddy Little y dijo:
       —Ya puedo jugar al bridge.
       —Yo no abandonaría ahora —gruñó Deacon.
       —De verdad que me he cansado de este juego —aseguró Peter Gee con la calma habitual en él.
       —Vamos, apúntese —insistió Deacon—. Una más. No puede quedarse así con mi dinero. Ya pierdo quince libras. Doble o nada.
       McMurtrey iba a intervenir, pero Grief lo detuvo con la mirada.
       —Si de verdad es la última, de acuerdo —dijo Peter Gee, mientras recogía las cartas—. Creo que me toca dar. Según he entendido, en esta última nos jugamos quince libras. O usted me debe treinta o acabamos en tablas.
       —Eso es, amigo. O quedamos en paz o yo le pago treinta.
       —Se calientan los ánimos, ¿eh? —comentó Grief, al tiempo que acercaba una silla.
       Los demás se quedaron de pie o se sentaron alrededor de la mesa y Deacon volvió a tener mala suerte. Estaba claro que era buen jugador. Sencillamente, tenía las cartas en su contra. También estaba claro que no se tomaba su mala suerte con serenidad. Era culpable de maldecir de una forma muy fea y brusca, además de gruñir y gritarle al imperturbable mestizo. Al final, Peter Gee logró los cien puntos, mientras que Deacon no tenía ni cincuenta. Miró con furia a su oponente, sin hablar.
       —Parece que hay doble juego —dijo Grief.
       —Lo que duplica la apuesta —añadió Peter Gee.
       —No es necesario que me lo diga —respondió Deacon—. He estudiado aritmética. Le debo cuarenta y cinco libras. ¡Tenga, cóbrese!
       La forma en que lanzó sobre la mesa los nueve billetes de cinco libras era un insulto en sí. Peter Gee se mostró incluso más tranquilo que antes y no dio muestras de sentirse molesto.
       —Tiene la suerte de los tontos, pero no sabe jugar a las cartas, eso se lo digo yo —continuó Deacon—. Yo podría enseñarle.
       El mestizo sonrió y asintió con la cabeza mientras doblaba los billetes.
       —Hay un juego que se llama casino, ¿ha oído hablar de él? Es un juego de niños.
       —Lo he visto jugar —murmuró discretamente el mestizo.
       —¿Y eso qué significa? —ladró Deacon—. ¿Se cree capaz de jugarlo?
       —Oh, no, en absoluto. Me temo que no tengo bastante cabeza para eso.
       —El casino es un juego de bravucones —interrumpió Grief con simpatía—. A mí me gusta mucho.
       Deacon lo ignoró.
       —Le juego diez libras por partida a treinta y un puntos —retó a Peter Gee—. Le demostraré lo poco que sabe de cartas. ¡Vamos! ¿Dónde hay una baraja completa?
       —No, gracias —respondió el mestizo—. Me esperan para jugar al bridge.
       —Sí, vente —rogó Eddy Little con ansia—. Venga, Peter, vamos a empezar.
       —Mira que tenerle miedo a un jueguecito como el casino —provocó Deacon—. Tal vez la apuesta le parezca excesiva. Pues jugamos a centavos… o a cuartos de penique, si lo prefiere.
       La conducta de aquel hombre ofendía y molestaba a todos los presentes. McMurtrey no lo soportó más.
       —Ya basta, Deacon. Dice que no quiere jugar. Déjelo en paz.
       Deacon se giró furioso hacia su anfitrión pero, antes de que pudiera despotricar contra él, Grief cubrió el vacío.
       —A mí me gustaría jugar al casino con usted —dijo.
       —¿Qué sabe del juego?
       —No gran cosa, pero estoy dispuesto a aprender.
       —Pues esta noche no tengo ganas de enseñar a nadie por cuatro cuartos.
       —No se preocupe —respondió Grief—. Jugaré por casi cualquier suma, dentro de lo razonable, por supuesto.
       Deacon procedió a librarse de aquel intruso de un solo golpe.
       —Jugaré con usted a cien libras la partida, si eso le sirve de algo.
       Grief sonrió encantado.
       —Me parece bien, muy bien. Empecemos. ¿Puntúa la escoba?
       Deacon se quedó atónito. No esperaba que un comerciante gobotano pudiese reaccionar ante semejante propuesta aceptándola.
       —¿Puntúa la escoba? —repitió Grief.
       Andrews le había entregado una baraja nueva y estaba retirando el comodín.
       —Por supuesto que no —respondió Deacon—. Así es un juego para gallinas.
       —Me alegro —coincidió Grief—. A mí tampoco me gustan los juegos para gallinas.
       —No me diga. Pues entonces, yo le diré lo que vamos a hacer. Jugaremos a quinientas libras la partida.
       Deacon se volvió a quedar atónito.
       —Me parece bien —dijo Grief al tiempo que empezaba a barajar—. Máxima puntuación para quien tenga más cartas y más picas, por supuesto, y luego gran casino (diez de diamantes) y pequeño casino (dos de picas) y los ases en el orden de valor del bridge. ¿No es así?
       —Aquí hay mucho bromista —se rio Deacon, pero su risa era forzada—. ¿Cómo sé que tiene el dinero?
       —De la misma manera que yo sé que usted lo tiene. Mac, ¿cómo está mi crédito con la Compañía?
       —Tienes tanto como quieras —respondió el encargado.
       —¿Lo garantiza usted personalmente? —preguntó Deacon.
       —Por supuesto que sí —dijo McMurtrey—. Créame, la Compañía pagará el papel de Grief hasta el límite de la carta de crédito que usted tiene y mucho más.
       —Reparte la carta más baja —dijo Grief, y colocó la baraja sobre la mesa, frente a Deacon.
       Este vaciló mientras cortaba y echó una mirada de duda a los rostros de los demás. Los ayudantes y los capitanes asintieron.
       —No conozco a ninguno de ustedes —se quejó Deacon—. ¿Cómo puedo estar seguro? El dinero en papel no es efectivo.
       Entonces Peter Gee sacó una billetera de su bolsillo, le pidió una pluma a McMurtrey y entró en acción.
       —Yo aún no he comprado nada —explicó el mestizo—, así que mi cuenta está intacta. La endoso a tu nombre, Grief. Es por quince mil. Tenga, puede mirarla.
       Deacon interceptó la carta de crédito que el otro le pasó por encima de la mesa. La leyó despacio y miró a McMurtrey.
       —¿Está bien?
       —Sí. Es como la suya e igual de válida. El papel de la Compañía siempre es válido.
       Deacon cortó las cartas, le tocó repartir y las barajó a conciencia. Pero seguía teniendo la suerte en su contra y perdió la partida.
       —Otra —dijo—. No acordamos cuántas jugaríamos y no puede dejarlo si pierdo.
       Quiero animación.
       Grief barajó y le pasó las cartas para que cortara.
       —Juguemos a mil —dijo Deacon tras perder la segunda partida.
       Cuando perdió las mil libras, igual que había perdido las otras dos partidas de quinientas, propuso jugar por dos mil.
       —Eso es progresión —advirtió McMurtrey y Deacon le lanzó una mirada feroz. Pero el encargado insistió—: No tienes que jugar en progresión, Grief, a menos que quieras hacer el idiota.
       —¿Quién está jugando? —atacó Deacon a su anfitrión. Luego le dijo a Grief—: He perdido dos mil. ¿Quiere jugar por dos mil?
       Grief asintió, dio comienzo la cuarta partida y Deacon ganó. La clara injusticia de semejante forma de apostar era evidente para todos. Aunque había perdido tres partidas de cuatro, Deacon no perdía dinero. Con la estratagema infantil de doblar su apuesta con cada pérdida, tenía la seguridad de quedarse en tablas de nuevo con el primer juego que ganara, por mucho que tardase.
       Mostró un deseo tácito de parar, pero Grief le pasó la baraja para que cortara.
       —¿Cómo? —alzó la voz Deacon—. ¿Aún quiere más?
       —Es que no tengo nada —murmuró Grief con picardía mientras empezaba a repartir las cartas—. Supongo que jugamos por las quinientas libras de siempre, ¿no?
       La vergüenza de lo que había hecho debió afectar ligeramente a Deacon, porque respondió:
       —No, juraremos por mil. Y, oiga, a treinta y un puntos alarga mucho la partida. ¿Por qué no vamos a veintiuno? Si no le parece demasiado rápido.
       —Así será una partidita ágil y agradable —convino Grief.
       Se repitió la jugada: Deacon perdió dos partidas, dobló la apuesta y volvió a quedar a cero. Pero Grief tenía paciencia, aunque lo mismo ocurrió varias veces durante la hora siguiente de juego. Entonces pasó lo que él estaba esperando: una prolongación en la serie de partidas perdidas por Deacon, quien dobló a cuatro mil y perdió, dobló a ocho mil y perdió y luego propuso doblar a dieciséis mil.
       Grief negó con la cabeza.
       —Ya sabe que no puede hacer eso. Solo tiene crédito por diez mil libras con la Compañía.
       —¿Quiere decir que se acabó la animación? —preguntó Deacon con la voz ronca—. ¿Quiere decir que se va a rajar con ocho mil libras de mi dinero?
       Grief sonrió y negó con la cabeza.
       —Esto es un robo, un robo descarado —continuó Deacon—. Se queda con mi din ro y me deja sin animación.
       —No, se equivoca. Estoy dispuesto a darle tanta animación como se merece. Aún le quedan dos mil libras de animación.
       —Pues nos las jugaremos —aceptó Deacon—. Corte.
       Jugaron en silencio, a excepción de los comentarios coléricos y las maldiciones de Deacon. Los curiosos llenaron sus vasos de whisky y los vaciaron a sorbitos. Grief no hizo caso de los exabruptos de su oponente y se concentró en el juego. Jugaba en serio y había cincuenta y dos cartas en la baraja a las que seguir el rastro, cosa que él hacía. Ya casi al final, antes de acabar las cartas, mostró su mano.
       —Los puntos por tener más cartas me dan la victoria —dijo—. Y tengo veintisiete.
       —Si se equivoca… —amenazó Deacon, pálido y demacrado.
       —Entonces habré perdido. Cuéntelas.
       Grief le pasó su montón de bazas y Deacon comprobó la cuenta con dedos temblorosos. Con un empujón apartó la silla de la mesa y vació su vaso. Luego miró a los rostros indolentes que lo rodeaban.
       —Supongo que tomaré el próximo vapor que vaya a Sidney —dijo y por primera vez habló con calma y sin fanfarronadas.
       Tal y como Grief les dijo luego: «Si se hubiese quejado o armado jaleo no le habría dado la última oportunidad. Pero apechugó sin rechistar, como un hombre, y tuve que hacerlo».
       Deacon miró su reloj, simuló un bostezo de cansancio y empezó a levantarse de la silla.
       —Espere —dijo Grief—. ¿Quiere más animación?
       El otro se dejó caer de nuevo sobre la silla, intentó hablar pero no pudo, se lengua por los labios resecos y asintió con la cabeza.
       —El capitán Donovan, aquí presente, zarpa al alba en el Gunga rumbo a Karo-Karo —empezó a decir Grief como si no fuese al caso—. Karo-Karo es un anillo de arena en el mar, con unos pocos miles de palmeras cocoteras. También crece el pandano, pero no se dan ni el taro ni las batatas. Hay unos ochocientos nativos, un rey y dos primeros ministros, y estos tres últimos son los únicos que llevan algo de ropa, es una especie de agujero olvidado de Dios y una vez al año envío hasta allí una goleta que zarpa de Goboto, el agua dulce es ligeramente salobre, pero Tom Butler ha sobrevivido doce años bebiéndola, es el único blanco que vive allí y la tripulación de su bote está compuesta por cinco nativos de Santa Cruz que huirían o lo matarían si pudiesen. Por eso los enviaron allí. No pueden huir. Siempre le mandan los casos más complicados de todas las plantaciones. No hay misioneros. Hace unos años, cuando dos maestros samoanos bajaron a tierra, los mataron a garrotazos.
       »Naturalmente, se estará preguntando a qué viene todo esto. Pero tenga paciencia. Como le he dicho, el capitán Donovan zarpa mañana en su viaje anual a Karo-Karo. Tom Butler está mayor y empieza a perder facultades. He intentado retirarlo en Australia, pero dice que quiere quedarse y morir en Karo-Karo, algo que ocurrirá en el plazo de un año o poco más, es un vejete, con sus rarezas. Ha llegado el momento de que le envíe a un joven blanco que haga el trabajo por él. Me pregunto si a usted le gustaría aceptar ese empleo. Tendría que permanecer allí dos años.
       »¡Alto! No he terminado. Esta noche ha dicho varias veces que quería animación. No hay animación en apostar y perder algo que no se ha ganado con el sudor de su frente. El dinero que ha perdido se lo dejó su padre o algún otro pariente, que sí sudó para reunirlo. Pero dos años de trabajo como tratante en Karo-Karo sería algo muy distinto. Apuesto las diez mil libras que le he ganado contra dos años de su tiempo. Si usted gana, el dinero es suyo. Si pierde, acepta el puesto de Karo-Karo y zarpa al alba. Eso sí que es animación de la buena. ¿Quiere jugar?
       Deacon no pudo hablar. Tenía un nudo en la garganta y asintió con la cabeza al tiempo que cogía las cartas.
       —Una cosa más —dijo Grief—. Aún puedo mejorar la apuesta. Si pierde, dos años de su tiempo serán míos, naturalmente sin sueldo. Sin embargo, le pagaré. Si su trabajo resulta satisfactorio, si respeta todas las normas e instrucciones, le pagaré cinco mil libras al año por dos años. Depositaré el dinero en la Compañía para que se lo abonen, con intereses, cuando expire el plazo. ¿Le parece bien?
       —Demasiado bien —tartamudeó Deacon—. Es injusto consigo mismo. Un tratante solo recibe entre diez o quince libras al mes.
       —Pues considérelo parte de la animación —dijo Grief, descartando el asunto—. Y antes de empezar, anotaré algunas de las normas. Quiero que las repita en voz alta todas las mañanas durante los dos años, si pierde. Eso irá en beneficio de su alma. Cuando las haya repetido en voz alta setecientas treinta mañanas de Karo-Karo, estoy seguro de que se habrán grabado para siempre en su memoria. Préstame tu pluma, Mac. Bueno, veamos…
       Escribió ininterrumpidamente durante unos minutos y luego procedió a leer lo redactado en voz alta:


     «Debo recordar siempre que un hombre es tan bueno como los demás, salvo cuando se cree mejor.
     Por muy bebido que esté, no debo dejar de ser un caballero. Un caballero es un hombre amable. Nota: sería mejor no emborracharse.
     Cuando participo en un juego de hombres y entre hombres, debo jugar como un hombre.
     Un buen juramento, bien usado y pocas veces, resulta eficaz. Maldecir en exceso perjudica el resultado. Nota: Un juramento no cambia una serie de cartas ni logra que sople el viento.
     Un hombre no tiene permiso para ser menos que un hombre. Diez mil libras no compran ese permiso».


       Al principio de la lectura la cara de Deacon palideció de ira. Luego fue surgiendo, desde el cuello a la frente, un lento y profundo sonrojo que se acentuó más al final del texto.
       —Bueno, eso es todo —dijo Grief al tiempo que doblaba el papel y lo lanzaba al centro de la mesa—. ¿Sigue dispuesto a jugar?
       —Me lo merezco —murmuró Deacon entrecortadamente—. He sido un imbécil Señor Gee, antes de saber si gano o pierdo, quiero pedirle disculpas. Puede que haya sido el whisky, no lo sé, pero soy un imbécil, un canalla, un sinvergüenza, todo lo malo que se le ocurra.
       Le tendió la mano y el mestizo se la estrechó con una sonrisa.
       —Oye, Grief —soltó—, es un buen chico. Haz como si nada de esto hubiera pasado y olvidémoslo todos tomándonos una última copa.
       Grief hizo ademán de contestar, pero Deacon exclamó:
       —No. No lo permitiré. No soy de los que abandonan. Si es Karo-Karo, pues Karo-Karo. Y no se hable más.
       —Bien —dijo Grief mientras empezaba a barajar—. Si tiene lo que hace falta para ir a Karo-Karo, Karo-Karo no lo perjudicará.
       Fue una partida reñida y dura. Tres veces se repartieron la baraja y nadie se llevó los puntos por cartas. Al principio del quinto y último reparto, Deacon necesitaba tres puntos para ganar y Grief también. Deacon solo ganaría llevándose los puntos por tener más cartas y en eso se concentró. Ya no murmuraba ni maldecía y jugó la mejor partida de toda la noche. De paso se llevó los dos ases negros y el de corazones.
       —Supongo que sabe qué cartas tengo —comentó cuando acabaron de repartir la baraja y recogió su mano.
       Grief asintió.
       —Pues dígamelas.
       —La jota de picas, el dos de picas, el tres de corazones y el as de diamantes —respondió Grief.
       Los que estaban detrás de Deacon y veían sus cartas no hicieron gesto alguno. Pero la lista era correcta.
       —Creo que juega al casino mejor que yo —reconoció Deacon—. Yo solo soy capaz de saber tres de sus cartas, una jota, un as y el gran casino.
       —Se equivoca. No hay cinco ases en la baraja. Usted se ha llevado tres y tiene el cuarto en la mano ahora mismo.
       —Caramba, tiene razón —admitió Deacon—. Yo me he llevado tres. De todos modos ganaré los puntos por cartas y no necesito más.
       —Permitiré que se quede con el pequeño casino… —Grief hizo una pausa para calcular—. Sí, y también con el as, y aún así me llevaré los puntos por cartas y ganaré con el gran casino. Juegue.
       —¡Nadie se lleva las cartas y yo gano! —exclamó Deacon al terminar la última mano—. Gano con el pequeño casino y los cuatro ases. El gran casino y los puntos por tener más picas solo le dan veinte puntos.
       Grief negó con la cabeza.
       —Me temo que ha cometido un error.
       —No —afirmó Deacon muy seguro—. He contado todas las cartas que me llevé. Lo he hecho correctamente. Yo tengo veintiséis y usted tiene veintiséis. Nadie gana los puntos por tener más cartas.
       —Cuente de nuevo —dijo Grief.
       Despacio, con cuidado y los dedos temblorosos, Deacon contó las cartas que se había llevado. Tenía veinticinco. Se estiró para llegar a la esquina de la mesa, cogió las normas que Grief había escrito, las dobló y se las guardó en el bolsillo. Luego vació el vaso de whisky y se puso en pie. El capitán Donovan miró su reloj, bostezó y también se levantó.
       —¿Va a bordo, capitán? —preguntó Deacon.
       —Sí —fue la respuesta—. ¿A qué hora envío el bote a buscarlo?
       —Me voy ahora con usted. De paso recogeremos mi equipaje en la Billy. Pensaba zarpar en ella mañana, rumbo a Babo.
       Deacon estrechó las manos de todos los presentes, quienes le desearon buena suerte en Karo-Karo.
       —¿Tom Butler juega a las cartas? —le preguntó a Grief.
       —Al solitario —fue la respuesta.
       —Pues le enseñaré a jugar al solitario doble. —Deacon se volvió hacia la puerta, donde esperaba el capitán Donovan, y añadió con un suspiro—: Y supongo que también me despellejará, si juega como el resto de los hombres de las islas.



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