html> Adiós, Jack (1909), Jack London (1876–1916)


Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Adiós, Jack (1909)
(“Good Bye, Jack”)
Originalmente publicado en The Red Book Magazine
junio 1909 (Vol. XIII, No. 2), 22 (diciembre de 1909), págs. 225-240;
The House of Pride
(Nueva York: Macmillan Company, 1912, 232 págs.)



      Hawai es un lugar extraño. Según yo lo veo, toda la vida social está patas arriba. Y no es que las cosas no funcionen correctamente. De hecho, casi diría que la corrección es exagerada. Sin embargo, todo funciona como al revés. El grupo social más exclusivo es la «Sociedad Misionera». Es más que sorprendente que en Hawai el misionero, siempre oscuro y famoso por su apego al martirio, se siente a la cabecera de la mesa de la rica aristocracia. Pero es así. La humilde población que llegó de Nueva Inglaterra en la tercera década del siglo diecinueve vino con el noble propósito de enseñar a los kanakas la verdadera religión, el culto al Dios único, genuino e innegable. Tal fue el éxito de esa misión, así como la de civilizar al kanaka, que, en la segunda o tercera generación, el kanaka estaba prácticamente extinguido. Así como ése fue el fruto de la semilla del Evangelio, el fruto de la semilla de los misioneros (de sus hijos y nietos) fue la posesión de las islas: las tierras, los puertos, las ciudadelas y las plantaciones de azúcar. Los misioneros que llegaron para dar el pan de la vida se quedaron a disfrutar del gran festín pagano.
       Pero eso nada tiene que ver con la peculiaridad hawaiana de la que he empezado a hablar. Sólo que es inevitable mencionar a los misioneros cuando se habla de Hawai. Incluyendo a Jack Kersdale, el hombre del que quería tratar. También él desciende de misioneros. Esto es, por parte de abuela. Su abuelo era el viejo Benjamin Kersdale, un comerciante yanqui que empezó con un millón de aquellos tiempos vendiendo whisky barato y ginebra de calidad más que dudosa. Pero eso no es lo único raro. Existía una enemistad mortal entre los antiguos misioneros y los comerciantes porque tenían intereses diametralmente opuestos. Sin embargo, sus hijos solucionaron el conflicto casándose entre ellos y repartiéndose las islas.
       La vida en Hawai es una canción. Así la describe Stoddard en su Hawaii Noi:

Tu vida es música
cuyas notas prolonga el destino.
Cada isla es una estrofa,
juntas son una canción.

      Y estaba en lo cierto. La carne aquí es dorada. Las nativas son Junos madurando al sol y los nativos, bronceados Apolos. Cantan y bailan y las flores adornan sus cuerpos y coronan sus cabezas como verdaderas joyas. Y, fuera de la rígida «Sociedad Misionera», los hombres blancos disfrutan del clima y del sol y, por muy ocupados que estén, se sienten inclinados a bailar y a cantar y a llevar flores en el pelo y detrás de las orejas. Jack Kersdale era así. Era uno de los hombres más ocupados que he conocido. Multimillonario y rey del azúcar, era también dueño de plantaciones de café, pionero del caucho, criador de ganado y promotor de tres de las cuatro nuevas compañías que se habían instalado en la isla. Era un hombre de sociedad, aficionado a la navegación, soltero y además el más guapo entre todos los que sufrían las exageradas atenciones de todas las madres con hijas casaderas. Dicho sea de paso, había terminado sus estudios en Yale, y tenía la cabeza más atiborrada de estadísticas vitales e información erudita sobre Hawai que cualquier otro isleño que yo haya conocido. Se quitaba de encima un inmenso montón de trabajo, y cantaba y bailaba y se ponía flores en el pelo como cualquier holgazán.
       Hombre de carácter, se había visto envuelto en dos duelos —ambos de cariz político— cuando no era más que un joven en sus primeras aventuras políticas. De hecho, tuvo un papel verdaderamente encomiable y valiente en la última revolución, cuando la dinastía nativa fue depuesta; y en aquel momento no debía de tener más de dieciséis años. Insisto en que no fue ningún cobarde a fin de que se aprecie lo que contaré más adelante. Le he visto en el campo de doma del rancho Haleakala, dominando a una bestia de cuatro años que llevaba dos años desafiando a los mejores vaqueros de Von Tempsky. Y debo añadir algo más. Fue ahí abajo, en Kona (o mejor dicho ahí arriba, ya que los habitantes de Kona se mofan de quienes viven a menos de mil pies de altitud). Estábamos todos en el lanai del bungalow del doctor Goodhue. Yo hablaba con Dottie Fairchild cuando ocurrió. Un enorme ciempiés —de quince centímetros, pues lo medimos después— le cayó de las vigas del techo directamente en el pelo. Confieso que me quedé paralizado ante aquel horror. No podía moverme. La cabeza me dejó de funcionar. Ahí, a un metro de mí, aquel demonio espantoso y venenoso se retorcía en su pelo. Amenazaba con caerle encima de los hombros desnudos en cualquier momento (acabábamos de salir, después de cenar).
       —¿Qué ocurre? —preguntó Dottie Fairchild, empezando a llevarse la mano a la cabeza.
       —¡No lo haga! —grité—. ¡No lo haga!
       —Pero ¿qué ocurre? —insistió, ya asustada del susto que leyó en mis ojos y en mis labios tartamudeantes.
       Mi exclamación atrajo la atención de Kersdale. Volvió la mirada hacia nosotros sin demasiado interés, pero lo captó todo. Se aproximó, aunque sin ninguna prisa.
       —Por favor, no se mueva, Dottie —dijo sin alterarse.
       No dudó en ningún momento. Tampoco se apresuró ni actuó con torpeza.
       —Permítame —dijo.
       Y con una mano cogió el pañuelo de la joven y lo ató fuertemente alrededor de sus hombros para que el ciempiés no pudiera colársele por el escote. Llevó la otra mano —la derecha— a los cabellos de Dottie, cogió casi por el pescuezo la repulsiva abominación y la sujetó con fuerza entre el pulgar y el índice mientras se la quitaba del pelo. Fue el espectáculo más heroico y horrible que un hombre pueda ver. Me puso los pelos de punta. El ciempiés, con sus quince centímetros de patas que no dejaban de agitarse, se retorcía e intentaba enrollársele en los dedos: le hundía las patas en la piel y le arañaba en sus intentos por liberarse. Le picó dos veces —yo lo vi—, aunque él tranquilizó a las damas diciendo que no estaba herido mientras tiraba el ciempiés al suelo y lo aplastaba contra la gravilla. Pero le vi en la enfermería cinco minutos después. El doctor Goodhue escarificaba las heridas para inyectar en ellas permanganato de potasio. A la mañana siguiente Kersdale tenía el brazo hinchado como un tonel y pasaron tres semanas antes de que la hinchazón desapareciera.
       Todo esto no tiene nada que ver con mi historia, pero necesitaba contarlo para mostrar que Jack Kersdale no era ningún cobarde. Aquélla fue la demostración más indiscutible de valor que jamás he visto. Nunca perdía la compostura y la sonrisa jamás abandonaba sus labios. Y sumergió el pulgar y el índice en el cabello de Dottie Fairchild con la misma alegría que si se hubiera tratado de una caja de almendras saladas. Sin embargo, ése era el hombre que yo habría de conocer presa de un miedo mil veces más horrible que el que se apoderó de mí cuando vi aquella abominación retorciéndose en el cabello de Dottie Fairchild, balanceándose por encima de sus ojos y de la ranura de su escote.
       Yo sentía interés por la lepra y sobre ella, como sobre cualquier otro asunto relacionado con la isla, Kersdale era un experto. De hecho, la lepra se contaba entre sus aficiones. Era un defensor acérrimo de la colonia de Molokai, donde habían sido segregados los leprosos de la isla. Azuzados por los demagogos, los nativos no dejaban de hablar y de emocionarse cuando se tocaba el tema de las crueldades de Molokai, donde hombres y mujeres no sólo habían sido apartados de su familia y amigos, sino que además eran obligados a vivir en prisión a perpetuidad hasta el día de su muerte. No existía posibilidad de indulto ni se conmutaban las penas. Sobre el portal de Molokai estaba escrito: «Abandonad cualquier esperanza».
       —Os digo que allí viven felices —insistía Kersdale—. Y se encuentran infinitamente mejor que los amigos y parientes que tienen fuera y que no sufren de ningún mal. Los horrores de Molokai son tonterías. Puedo llevaros a cualquier hospital o a los barrios bajos de cualquier gran ciudad del mundo y mostraros horrores mil veces peores. ¡Los muertos vivientes! ¡Las criaturas que alguna vez fueron hombres! ¡Tonterías! Deberíais ver a esos muertos vivientes en las carreras de caballos el cuatro de julio. Algunos tienen su propio barco y uno es dueño de una lancha a motor. Sólo tienen que preocuparse de pasarlo bien. Comida, casa, ropa, atención médica, todo, lo tienen todo. Son los guardianes del Territorio. Disfrutan de un clima mucho más benigno que el de Honolulu y el paisaje es magnífico. No me importaría pasar allí el resto de mis días. Es un lugar maravilloso.
       Tal era el retrato que Kersdale dibujaba del leproso feliz. Él no le tenía ningún miedo a la lepra. Así lo anunciaba, y añadía además que no había la menor posibilidad de que ni él ni ningún otro hombre blanco se vieran afectados por la enfermedad; más adelante, sin embargo, confesaría que uno de sus compañeros de colegio, Alfred Starter, la había contraído y había terminado en Molokai, donde finalmente había encontrado la muerte.
       —En los viejos tiempos —explicaba Kersdale— no existía una prueba específica para detectar la lepra. Cualquier síntoma anormal o poco frecuente bastaba para enviar a cualquiera a Molokai. La consecuencia fue que enviaron allí a docenas de personas que eran tan leprosas como podemos serlo usted o yo. Pero ahora ya no se comete ese error. Las pruebas del Comité de Salud son infalibles. Lo curioso es que cuando se descubrió la prueba la aplicaron de inmediato en Molokai y al hacerlo se dieron cuenta de que muchos de los allí encerrados no tenían lepra. A ésos los deportaron al instante. ¿Cree usted que estaban felices al marcharse? Lloraron más cuando tuvieron que abandonar Molokai que el día que salieron de Honolulu para ir allí. Algunos se negaron a marcharse y tuvieron que obligarlos a hacerlo. Uno llegó incluso a casarse con una leprosa que estaba ya en la última fase de la enfermedad, y luego se dedicó a enviar patéticas cartas al Comité de Salud, protestando contra su expulsión y alegando que nadie estaba tan capacitado como él para cuidar de su pobre esposa.
       —¿En qué consiste esa prueba infalible? —pregunté.
       —Es una prueba bacteriológica. No hay forma de engañarla. El doctor Hervey, ya sabe, nuestro experto, fue el primero que la aplicó aquí. Es un mago. Sabe más de la lepra que nadie y, si alguna vez se descubre una cura, será él quien la descubra. En cuanto a la prueba, es muy sencilla. Han logrado aislar el bacillus leprae y lo han estudiado. Ahora lo reconocen en cuanto lo ven. No tienen más que extraer una muestra de piel del sospechoso y someterla a la prueba bacteriológica. Un hombre sin síntomas visibles puede estar igualmente infectado por el bacilo de la lepra.
       —Entonces tanto usted como yo —sugerí— podríamos estar infectados en este mismo instante.
       Kersdale se encogió de hombros y se echó a reír.
       —¿Quién sabe? Se incuba durante siete años. Si tiene usted alguna duda vaya a visitar al doctor Hervey. Le extraerá una muestra de piel y le dará el resultado en un santiamén.
       Días más tarde me presentó al doctor Hervey, que me dio un montón de folletos y de informes médicos y me llevó a Kalihi, la estación de recepción de Honolulu donde se examinaba a los sospechosos y desde donde los leprosos confirmados eran retenidos para su posterior deportación a Molokai. Las deportaciones tenían lugar una vez al mes cuando, después de los últimos adioses, se embarcaba a los enfermos en el pequeño vapor —el Noeau—, y se los trasladaba a Molokai.
       Una tarde, mientras escribía unas cartas en el club, Jack Kersdale se acercó a mí.
       —Justo el hombre al que quería ver —fue su saludo—. Le mostraré el aspecto más triste de toda la situación: los leprosos lloriqueando cuando parten con destino a Molokai. Empezarán a embarcar en el Noeau dentro de unos minutos. Pero se lo advierto: no se deje llevar por los sentimientos. Por muy auténtico que sea su pesar, llorarían mucho más si dentro de un año el Comité de Salud pretendiera echarlos de Molokai. Todavía tenemos tiempo para un whisky con soda. Tengo el coche en la puerta. No nos llevará ni cinco minutos bajar hasta el puerto.
       Hacia allí nos dirigimos. Unos cuarenta pobres desgraciados esperaban en el muelle, sentados entre mantas, esteras y todo tipo de equipaje. El Noeau acababa de llegar y se acercaba rápidamente a una pasarela que lo separaba del puerto. Un tal señor McVeigh, el superintendente de la colonia, estaba inspeccionando el estado de la embarcación y a él fui presentado, además de al doctor Georges, uno de los médicos del Comité de Salud al que ya había conocido en Kalihi. Los leprosos formaban un grupo desconsolado. Sus caras eran en su gran mayoría horrorosas, demasiado espantosas para poder describirlas. Pero aquí y allá observé que había personas de bastante buen ver con cuerpos sin señales aparentes de la cruel enfermedad. Me fijé en una de ellas, una niña blanca que no tendría más de doce años, rubia y de ojos azules. Sin embargo una de sus mejillas mostraba la hinchazón propia de la lepra. Cuando hice un comentario sobre lo triste que resultaba su extraña situación entre los enfermos de piel morena, el doctor Georges respondió:
       —No sé qué decirle. Hoy es un día muy feliz para ella. Es de Kauai y su padre es un bruto. Ahora que ha desarrollado la enfermedad se reunirá con su madre en la colonia. A su madre la enviaron allí hace tres años. Un caso terrible.
       —No hay que dejarse guiar por las apariencias —explicó el señor McVeigh—. Me he enterado de que aquel hombre de allí, ese tan corpulento que parece rebosar salud y que nadie diría que le pasa algo, tiene una úlcera perforante en el pie y otra en el omoplato. Y muchos más. ¿Ve la mano de aquella joven, la que está fumando un cigarrillo? Fíjese en sus dedos retorcidos. Ésa es la forma anestésica de la enfermedad. Ataca a los nervios. Podría cortarle los dedos con un cuchillo sin afilar, o frotarlos contra un rallador de cocina, y no experimentaría la más leve sensación.
       —Sí, pero fíjese usted en aquella mujer tan hermosa —insistí—. Estoy más que seguro de que no le ocurre nada. Es demasiado bella y radiante.
       —Un triste caso —respondió el doctor McVeigh por encima del hombro, mientras daba la vuelta, disponiéndose a bajar al puerto en compañía de Kersdale.
       Se trataba de una mujer bellísima. Era una polinesia de pura raza. Por lo poco que sabía de razas y de sus diferentes tipos, no me costó demasiado esfuerzo concluir que era descendiente directa de los viejos caciques. No tendría más de veintitrés o veinticuatro años. Era de rasgos y proporciones magníficas y justo empezaba a mostrar la amplitud propia de las mujeres de su raza.
       —Fue un duro golpe para todos —explicó el doctor Georges—. Además, se entregó voluntariamente. Nadie tenía la menor sospecha, aunque, quién sabe cómo, había contraído la enfermedad. La noticia nos afectó terriblemente, se lo aseguro. Sin embargo, se la hemos ocultado a los periódicos. Sólo nosotros y su familia conocemos su estado. De hecho, si preguntara usted a cualquier hombre de Honolulu, le diría que seguramente está en algún lugar de Europa. Fue por petición suya, por lo que hemos sido tan discretos al respecto. Pobre chica, no le falta orgullo.
       —Pero ¿quién es? —pregunté—. Por el modo en que habla de ella no me cabe duda de que debe de tratarse de alguien importante.
       —¿Ha oído hablar alguna vez de Lucy Mokunui? —preguntó.
       —¿Lucy Mokunui? —repetí, acosado de repente por alguna asociación conocida. Negué con la cabeza—. Creo haber oído ese nombre, pero lo he olvidado.
       —¡Nunca ha oído hablar de Lucy Mokunui! ¡El ruiseñor hawaiano! Le ruego que me disculpe. Olvidaba que es usted un malahini[10] y no tiene por qué saberlo. Bueno, Lucy Mokunui era la novia de Honolulu, de todo Hawai, para ser más exactos.
       —¿Por qué ha dicho «era»? —le interrumpí.
       —Porque así es. Está acabada —concluyó, encogiéndose de hombros compasivamente—. A lo largo del tiempo una docena de haoles (perdón, de hombres blancos) perdieron su corazón por ella. Y eso sin contar al vulgo. La docena de la que le hablo eran haoles de posición y prominencia.
       »Podría haberse casado con el hijo del Gran Juez si hubiera querido. La encuentra hermosa ¿eh? Pues debería oírla cantar. Sin duda la mejor voz de Hawai Nei. Su garganta es como la plata pura y la más suave luz del sol. La adorábamos. Primero recorrió América con la Royal Hawaiian Band. Después hizo dos viajes más por su cuenta, dando conciertos como solista.
       —¡Oh! —grité—. Ahora la recuerdo. La oí cantar hace dos años en la Boston Symphony. Así que es ella. Ahora sí la reconozco.
       Me invadió una gran tristeza. La vida era sin duda un vano asunto. Dos breves años y aquella magnífica criatura, en la cima de su magnífico éxito, era una de los leprosos que esperaban ser deportados a Molokai. Recordé los versos de Henley:

El pobre y viejo vagabundo expone sus pobres y viejas úlceras;
creo que la vida no es más que un error y una lástima.

       Me encogí al pensar en mi propio futuro. Si ese horrible destino se había cernido sobre Lucy Mokunui, ¿qué podía esperarme a mí… o a cualquiera? Era perfectamente consciente de que en la vida estamos en medio de la muerte, pero estar en medio de la muerte en vida, morir y no estar muerto, ser uno de esos esbozos de criaturas que antes habían sido hombres o, ay, mujeres, como Lucy Mokunui, el epítome de todos los encantos de la mujer polinesia, además de artista y de adorada por los hombres… Temo que mi perturbación debió de ser manifiesta, porque el doctor Georges se apresuró a asegurarme que los enfermos eran muy felices en la colonia.
       Todo aquello resultaba inconcebiblemente monstruoso. No me atrevía a mirarla. A escasa distancia, al otro lado de una cuerda vigilada por un policía, estaban los amigos y los parientes de los leprosos. No se les permitía acercarse. No había habido abrazos ni besos de despedida. Se llamaban unos a otros por encima de la cuerda: los últimos mensajes, las últimas palabras de amor, la última repetición de las instrucciones… Y los que estaban detrás de la cuerda miraban con una intensidad terrible. Era la última vez que contemplaban los rostros de sus allegados, ya que ellos eran los muertos vivientes, aquellos a los que el barco funerario llevaba al cementerio de Molokai.
       El doctor Georges dio la orden y los pobres infelices se levantaron como pudieron y, bajo el peso de su equipaje, empezaron a trastabillar por encima de la pasarela, hasta subir a bordo del vapor. Era una procesión funeraria. Al instante empezaron a oírse los lamentos de los que permanecían situados al otro lado de la cuerda. El espectáculo le helaba a uno la sangre. Era totalmente desgarrador. Nunca había oído una muestra de aflicción así, y espero no volver a oírla jamás. Kersdale y McVeigh estaban todavía en la otra punta del puerto. Se los veía discutir ardientemente. Por supuesto, hablaban de política, ya que ambos disfrutaban como locos con aquel juego. Cuando Lucy Mokunui pasó junto a mí, la miré durante una décima de segundo. Era hermosa, hermosa según nuestros cánones de belleza: una de esas raras flores que brotan una sola vez en el transcurso de muchas generaciones. Y de todas las mujeres era ella la que había sido condenada a Molokai. Caminaba como una reina al cruzar la pasarela. Subió directamente a bordo y se dirigió luego a popa, donde los leprosos se amontonaban contra la barandilla sin dejar de gimotear, mirando a las personas que querían y que dejaban en tierra.
       El Noeau soltó amarras y empezó a alejarse del puerto. Los lamentos se hicieron más intensos. ¡Cuánto dolor! ¡Cuánta desesperación! Acababa de decidir que jamás volvería a presenciar la partida del Noeau cuando McVeigh y Kersdale volvieron. Al segundo le brillaban los ojos, que apenas podían disimular una sonrisa de satisfacción. No había duda de que la conversación sobre política había sido de su agrado. Habían apartado la cuerda a un lado y los apenados familiares se apiñaban en el muelle a nuestro alrededor.
       —Ésa es su madre —susurró el doctor Georges, señalando a una mujer ya mayor que estaba a mi lado y que se balanceaba adelante y atrás sin perder de vista la baranda del vapor con los ojos cegados por las lágrimas. Vi que también Lucy Mokunui lloraba. Se había quedado quieta de repente y miraba a Kersdale. Acto seguido tendió los brazos hacia delante de esa forma adorable y sensual con la que Olga Nethersole [Olga Nethersole (1870-1951) fue una actriz dramática británica, muy célebre en Estados Unidos] abraza a su público y, con los brazos extendidos, gritó:
       —¡Adiós, Jack! ¡Adiós!
       Él oyó el grito y la miró. Jamás un hombre fue víctima de un terror tan aplastante. Se tambaleó sobre el muelle, se puso pálido hasta las raíces del pelo y pareció encogerse y consumirse dentro de la ropa. Levantó las manos y gimió:
       —¡Dios mío! ¡Dios mío!
       Luego, con gran esfuerzo, consiguió controlarse.
       —¡Adiós, Lucy! ¡Adiós! —chilló.
       Y se quedó ahí, en el puerto, saludándola con la mano hasta que el Noeau hubo desaparecido y los rostros apoyados en la barandilla fueron demasiado difusos para poder distinguirse.
       —Creía que lo sabía —dijo el señor McVeigh, que le había estado mirando con curiosidad—. Usted, sobre todo usted, tendría que haberlo sabido. Pensaba que eso era lo que le había traído aquí.
       —Ahora lo sé —contestó Kersdale con inmensa seriedad—. ¿Dónde está mi coche?
       Caminó deprisa, casi corriendo, hasta el coche. Tuve que acelerar el paso para darle alcance.
       —Llévame a casa del doctor Hervey —le dijo al cochero—. A toda prisa.
       Se desplomó en el asiento, jadeando. Estaba aún más pálido. Tenía los labios apretados y el sudor le bañaba la frente y el labio superior. Parecía vivir una horrible agonía.
       —¡Por el amor de Dios, Martin, azuza a esos caballos! —estalló de pronto—. ¡Dales con el látigo! ¿Me has oído? ¡Dales con el látigo!
       —Si vamos más deprisa violaremos la ley, señor —replicó el cochero.
       —Violémosla entonces —respondió Kersdale—. Pagaré tu multa y lo arreglaré todo con la policía. Dales con el látigo. Así, muy bien. ¡Más deprisa! ¡Más deprisa!
       »Y yo sin saberlo, yo sin saberlo —murmuraba, hundiéndose en el asiento y secándose el sudor con manos temblorosas.
       El coche botaba, se balanceaba e iba dando bandazos por las esquinas a tal velocidad que cualquier conversación era imposible. Además, no había nada que decir. Pero yo podía oírle murmurar una y otra vez:
       —Y yo sin saberlo, yo sin saberlo.



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