Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
La rompiente kanaka (1916)
(“The Kanaka Surf”)
Originalmente publicado (póstumo), como “Man of Mine”, en la revista Hearst’s Magazine,
v. 31 (febrero 1917), págs. 11, 130-134;
reimpreso, como “The Kanaka Surf”, en
On the Makaloa Mat (póstumo)
(Nueva York: The Macmillan Company, 1919, 229 págs.)
Las turistas, bajo la pérgola de hibisco que bordea la playa del Hotel Moana, se quedaron boquiabiertas cuando Lee Barton y su esposa Ida salieron de la caseta. Y continuaron boquiabiertas mientras ambos pasaban junto a ellas y llegaban a la arena. No porque en Lee Barton hubiese algo que invitase a quedarse atónito. Las turistas no eran de las que soltaban un grito ahogado al ver a un simple hombre en bañador, por mucho músculo y buenas hechuras que adornasen su cuerpo. Sin embargo, los entrenadores y preparadores deportivos habrían respirado satisfechos al contemplar el espectáculo físico de aquel hombre. Aunque no se habrían quedado boquiabiertos del mismo modo que las mujeres, cuyos gritos ahogados indicaban conmoción de tipo moral.
La causa de su inquietud y rechazo era Ida Barton. La miraron mal en cuanto la vieron. Pensaron que lo que las escandalizaba era su bañador, tan fervientemente se engañaban a sí mismas. Pero Freud ha señalado que las personas, en lo relativo al sexo, son sinceramente propensas a sustituir una cosa por otra y a sufrir por la sustituía tanto como si fuera la auténtica.
El bañador de Ida Barton era bonito, hasta donde puede serlo un bañador. De lana negra, muy fina pero tupida, con ribetes blancos y cinturilla a juego, tenía el escote a la caja, las mangas cortas y la falda reducida. Y aunque la falda era reducida, las mallas no lo eran menos. Sin embargo, en la playa frente al colindante Outrigger Club, una veintena de mujeres que entraban y salían del agua sin provocar ningún tipo de escándalo, iban ataviadas con mayor atrevimiento. Sus bañadores, tan reducidos de falda y mallas y tan ajustados como el de ella, no llevaban mangas, como los de los hombres, y el corte de las sisas era tan bajo y exagerado que dejaba la axila completamente expuesta y anunciaba que quienes los lucían estaban acostumbradas a los escotes de 1916.
De manera que el bañador de Ida Barton no era el motivo de su escándalo, aunque las mujeres se engañasen a sí mismas y pensaran que sí lo era. Digamos que eran sus piernas o toda ella, su agradable y radiante feminidad lo que llamaba su atención. Viudas, matronas y doncellas, que conservaban sus músculos blandos y gordos o protegían sus cutis de invernadero a la sombra de la pérgola de hibisco, sintieron de inmediato que ella las desafiaba. Era una amenaza, una afrenta de superioridad en el juego de la vida elegido por ellas mismas, afortunado según los casos.
Pero no lo dijeron. No se permitieron pensarlo siquiera. Pensaron que era el bañador y eso fue lo que comentaron entre ellas, ignorando a las veinte mujeres vestidas con mayor atrevimiento, pero de belleza menos peligrosa. Si alguien hubiese podido separar de las almas de aquellas mujeres descontentas lo que se ocultaba tras su condena del bañador, habría encontrado una idea envidiosa: que a ninguna mujer tan hermosa como aquella se le debería permitir mostrar su belleza. No era justo para ellas. ¿Qué oportunidades tendrían de conquistar a los hombres con una rival tan peligrosa en primer plano?
Estaban justificadas. Como Stanley Patterson le dijo a su mujer, mientras ambos holgazaneaban mojados en la arena, junto a un pequeño arroyo de agua dulce que los Barton cruzaron para llegar a la playa del Outrigger Club:
—¡Qué maravilla de modelo sin igual! Querida, ¿has visto alguna vez dos piernas como esas en una sola mujer? Mira qué redondez y qué forma de estrecharse. Son piernas de chico. He visto pesos pluma saltar al cuadrilátero con piernas como esas. Pero también son piernas de mujer. Jamás podría confundirlas. ¡El arco de la línea frontal del muslo! ¡Y la equilibrada plenitud de la parte posterior! ¡La forma en que las curvas contrarias se vuelven más delgadas hacia la rodilla, que es una verdadera rodilla! Estoy deseando ponerme a trabajar. Ojalá tuviera a mano un poco de arcilla.
—Es una auténtica rodilla humana —coincidió con él su esposa, igual de emocionada porque, como su marido, era escultora—. Mira cómo se mueve la articulación bajo la piel. Tiene forma y, bendita sea, no está cubierta por un montón de grasa. —Se detuvo para suspirar, al pensar en sus propias rodillas—. Es apropiada, bonita y grácil. ¡Tiene atractivo! Nunca había visto a alguien tan atractivo. Me pregunto quién será.
Stanley Patterson, sin dejar de mirar con fervor, continuó con su parte del coro.
—¿Ves que no tiene las almohadillas redondas de músculo en la parte interior que hacen que la mayor parte de las mujeres parezcan patizambas? Son piernas de chico, firmes y seguras…
—Y piernas de mujer, suaves y redondeadas —se apresuró a equilibrar su esposa—. ¡Mira, Stanley! Mira cómo camina casi de puntillas. Eso la hace parecer ligera como una pluma. Da la sensación de que no llega a tocar el suelo en cada paso y algunos parecen elevarse un poco más, hasta que tienes la impresión de que vuela o de que está a punto de alzar el vuelo…
Así hablaban Stanley Patterson y su mujer. Pero ellos eran artistas y sus ojos no miraban como las siguientes series de ojos humanos ante las que Ida Barton iba a tener que pasar y que se agazapaban en los lanais (porches) del Outrigger y a la sombra del hibisco del cercano Seaside. La mayor parte de la audiencia del Outrigger no se componía de turistas, sino de socios del club y veteranos de Hawái. Incluso las mujeres veteranas se quedaron boquiabiertas.
—Es verdaderamente indecente —le dijo a Hanley Black su esposa, una matrona de cintura demasiado ancha y cuarenta y cinco años, que había nacido en las islas hawaianas y nunca había oído hablar de Ostende.
Hanley Black inspeccionó con gesto mordaz y meditabundo el traje de baño de su esposa, propio de Nueva Inglaterra, de una enormidad antediluviana y una falta de forma escandalosa. Llevaban casados un número de años más que suficiente como para que pudiese expresar su opinión.
—El traje de baño de esa desconocida hace que el tuyo resulte indecente. Pareces una criatura vergonzosa, oculta tras un atuendo grotesco que busca cubrir algún horror secreto.
—Mueve el cuerpo como una bailarina española —dijo la señora Patterson a su marido, ya que ambos habían cruzado el arroyo y caminaban tras aquella visión.
—¡Cielo santo, es verdad! —coincidió Stanley Patterson—. Me recuerda a Estrellita. El torso hacia delante lo justo, talle esbelto, vientre no totalmente plano y unos músculos como los de un joven boxeador, que defienden el vientre y le transmiten valentía. Los necesita para moverse de esa forma y equilibrar los músculos posteriores. ¡Mira la curva musculosa de la espalda! Es como la de Estrellita.
—¿Cuánto crees que mide? —preguntó la mujer.
—Ahí engaña —fue la respuesta—. Podría medir un metro con cincuenta y cinco, o uno sesenta o uno sesenta y cinco. Es por esa forma de caminar que tú has descrito como a punto de alzar el vuelo.
—Sí, es verdad —aceptó la señora Patterson—. Es su energía, la sensación de que su vitalidad ascendente la hace ir de puntillas.
Stanley Patterson reflexionó durante un rato.
—Ya está —anunció—. Es pequeña. Le doy un metro con cincuenta y ocho centímetros. Y creo que pesa unos cincuenta kilos, o entre cuarenta y ocho y cincuenta y dos.
—No puede pesar cincuenta kilos —afirmó su esposa, muy convencida.
—Vestida y con ese porte, que se compone de su vitalidad y fuerza de voluntad, apostaría a que nadie es capaz de darse cuenta de lo pequeña que es.
—Ya sé a qué te refieres —asintió su esposa—. La conoces y tienes la impresión de que, aunque no sea exactamente una mujer grande, lo es más que la media. ¿Y la edad?
—Ahí te cedo la palabra —se protegió él.
—Podría tener veinticinco o treinta y ocho…
Pero Stanley Patterson había tenido la descortesía de no escucharla.
—No son solo las piernas —continuó entusiasmado—. Es todo el conjunto. Fíjate en la delicadeza de ese antebrazo. ¡Y el bíceps! Está vivo. Apuesto lo que sea a que podría hacer una buena demostración de fuerza.
Ninguna mujer, y mucho menos una como Ida Barton, podría no ser consciente del efecto que provocaba a lo largo de la playa de Waikiki. En lugar de hacerla feliz al apelar a su vanidad, la molestaba.
—Cuánta elementa —se rio al comentárselo a su marido—. ¡Y pensar que nací aquí hace casi un tercio de siglo! Pero entonces no eran desagradables. Tal vez porque no había turistas. Lee, aprendí a nadar aquí mismo, en esta playa, delante del Outrigger. Solíamos venir con papá a pasar las vacaciones y fines de semana y nos alojábamos en una cabaña con techo de paja que estaba justo donde las damas del Outrigger toman ahora el té. Desde la paja caían los ciempiés sobre nosotros mientras dormíamos, comíamos poi, opihis y aku crudo, nadie se ponía demasiada ropa para ir a nadar o a pescar pulpos y no había una carretera de verdad que llevase a la ciudad. Recuerdo que cuando llovía mucho se inundaba de tal forma que teníamos que ir en canoa, saliendo por el arrecife y volviendo a entrar por el puerto de Honolulú.
—No olvides —añadió Lee Barton— que más o menos por entonces el joven que fui llegó a la zona para pasar unas semanas. Seguramente te vi en la playa; serías uno de esos niños que nadaban como peces. ¡Demonios! Aquí todas las mujeres montaban a caballo como los hombres, y eso fue mucho antes de que el resto del mundo social femenino superase la sensación de falta de decoro y acabase por sentarse simultáneamente a ambos lados del caballo. Yo también aprendí a nadar en esta playa por entonces. Incluso puede que los dos intentásemos hacer surf sin tabla en las mismas olas o que yo te salpicase y te hiciese tragar agua, lo que tú recompensarías echándome la lengua…
Al verse interrumpido por el gritito audible de una mujer con pinta de solterona que tomaba el sol, muy cerca y en posición angular, sobre la arena, con un bañador monstruosamente feo, Lee Barton se percató de que su mujer se había puesto tensa de una forma inconsciente y casi perceptible.
—Yo sonrío encantado —le dijo—. Solo sirve para que tus valerosos hombros muestren aún más valor. Puede que te haga sentirte cohibido, pero también aporta confianza en ti mismo.
Porque, vaya por delante, Lee Barton era un superhombre e Ida Barton una super-mujer; o al menos así los consideraban quienes valoraban esas cosas: hombres y mujeres planos y críticos académicamente mutilados que, más allá de la deprimente altura a la que viven, no soportan divisar seres humanos magníficos que se eleven sobre sus horizontes. Esas gentes monótonas, ecos del pasado muerto e insistentes y autoproclamados portadores del féretro del presente y del futuro, que son vividores por poderes y hedonistas indirectos al estilo eunuco, insisten —ya que ellos mismos, sus entornos y sus limitadas inquietudes de la carne son mediocres y comunes— en que ningún hombre o mujer puede estar por encima de lo mediocre y lo común.
Como carecen de grandiosidad en sí mismos, niegan la grandiosidad de toda la humanidad; demasiado cobardes para las extravagancias y las proezas, afirman que las extravagancias y las proezas dejaron de existir en la Edad Media; al no ser más que velas parpadeantes, sus débiles ojos quedan deslumbrados y no son capaces de ver los llameantes incendios de otras almas que iluminan sus cielos. Como no poseen más poder que el concedido a los pigmeos, no conciben que en otros exista un poder mayor que el que existe en ellos. En otros tiempos hubo gigantes, pero, según les cuentan sus libros mohosos, hace mucho que no hay gigantes y de ellos solo quedan los huesos. Como nunca han visto las montañas, las montañas no existen.
Entre el barro de su cochiquera, perpetuado con autosatisfacción, afirman que no puede haber figuras brillantes, vestidas con colores alegres y siempre sonrientes, fuera de los cuentos de hadas, las viejas historias y las antiguas supersticiones. Como nunca han visto las estrellas, las estrellas no existen. Como ni siquiera han vislumbrado las sendas resplandecientes ni a los mortales que las recorren, niegan la existencia de dichas sendas y la de los alegres mortales que se aventuran por ellas. Ya que el estrecho centro de sus ojos es el centro del universo, se figuran que el universo está hecho a su imagen y convierten sus pobres personalidades en deplorables varas de medir con las que evaluar a las almas alegres, diciendo: «Nuestras almas miden esto y no más; es imposible que existan almas de mayor altura que las nuestras y nuestros dioses saben que nuestra estatura es elevada».
Pero todos, o casi todos los presentes en la playa, perdonaron las formas y el bañador de Ida Barton cuando llegó al agua. Rozó el brazo de su marido con la mano, para retarlo con la risa en el rostro, y los dos corrieron a la par media docena de pasos y saltaron a la vez desde la arena dura de la playa al agua, impulsando los cuerpos casi como si volaran antes de zambullirse.
En Waikiki hay dos rompientes: la de olas grandes y masculinas que braman más allá de la zona en la que se pierde pie, y la de olas más pequeñas y amables, la wahine o mujer, que rompen en la orilla. Ahí hay poca profundidad y para dejar de hacer pie hay que recorrer entre treinta metros y más de cien. Sin embargo, si llega una buena ola desde el exterior, las olas wahine pueden romper durante diez metros, de manera que, en la orilla, el fondo de arena dura puede quedar a un metro o diez centímetros bajo el aluvión de espuma de la superficie. Zambullirse desde la playa a ese mar, volar tras correr, inclinarse en el aire de forma que los talones queden hacia arriba y la cabeza hacia abajo, y entrar así en el agua requiere conocer muy bien las olas y su ritmo, además de la destreza que aporta un buen entrenamiento para adentrarse en una profundidad tan inestable con una zambullida de cabeza impávida y bonita, que al mismo tiempo resulte lo más superficial posible.
Es algo hermoso y osado que no se aprende en un día ni se puede aprender sin haberse dado muchos golpes suaves contra el fondo, o incluso fracturarse el cráneo o romperse el cuello. En el mismo lugar done los Barton se zambulleron tan artísticamente, dos días antes un atleta de Stanford se había roto el cuello. Había cometido un error al calcular el ascenso y la bajada de una ola wahine.
—Una profesional —dijo a Hanley Black su mujer ante la hazaña de Ida Barton.
«Es de las que se sumergen en una pecera de vodevil», fue uno de los comentarios similares con los que las mujeres a la sombra se animaron complacidas las unas a las otras, sintiéndose satisfechas al establecer —con sus extraños procesos mentales de autoengaño— una distinción de casta entre quien trabajaba para pagar lo que comía y ellas, que no trabajaban para comer.
Aquel día había un fuerte oleaje en Waikiki. La rompiente wahine estaba embravecida incluso para los buenos nadadores. Nadie se arriesgaba a salir al oleaje kanaka u hombre. No porque la veintena larga de jóvenes surfistas que ganduleaban por la playa no pudieran aventurarse a salir ni porque tuvieran miedo, sino porque las olas se habrían tragado sus canoas con batanga más grandes y sus tablas de surf habrían sido arrolladas por las inmensas ascensiones y caídas de los gigantescos monstruos. La mayor parte de ellos podrían haber ido nadando, porque el hombre puede cruzar nadando rompientes que las canoas y las tablas de surf no logran superar, pero cabalgar las olas, alzarse entre la espuma, elevarse en el aire y volar hacia la orilla con la velocidad del caballo era lo que los divertía y lo que los hacía desplazarse desde Honolulú a Waikiki.
El capitán de la canoa Número Nueve, socio fundador del Outrigger y poseedor de muchas medallas en natación de fondo, no había visto a los Barton meterse en el agua y los divisó por primera vez pasada la última guirnalda de bañistas que se aferraban a las cuerdas salvavidas. A partir de ese momento, y desde la atalaya del lanai superior, mantuvo la vista fija en ellos. Cuando continuaron más allá de la plataforma de acero para bucear donde se divertían unos pocos de los buceadores más duros, murmuró, enfadado, en voz baja: «¡Malditos malahinis!».
Malahini significa principiante, novato; y, a pesar de la belleza de sus brazadas, sabía que solo los malahinis se adentrarían en la fuerte corriente del canal que fluía más allá de la plataforma. De ahí el enfado del capitán de la Número Nueve. Bajó a la playa, reunió con discreción una tripulación de los surfistas más fuertes y regresó al lanai con unos prismáticos. Sin darse prisa y como si nada, los seis hombres de la tripulación llevaron a la Número Nueve hasta el borde del agua, comprobaron que los remos y demás utensilios estuviesen preparados para zarpar de inmediato, y luego se quedaron holgazaneando en la arena. Con esa actitud intentaban que nadie se diese cuenta de que se avecinaba una tragedia, aunque de vez en cuando dirigían miradas furtivas a su capitán, que manejaba los prismáticos.
Lo que formaba el canal era el arroyo de agua dulce. El coral no soporta el agua dulce. Lo que formaba la fuerte corriente era la inmensa potencia con la que el mar se lanzaba hacia la orilla. Incapaz de permanecer en la playa, pero empujada una y otra vez hacia la orilla por la perpetua avalancha del oleaje kanaka, el agua amontonada escapaba hacia el mar por el canal y por el fondo, bajo el oleaje, convertida en resaca. Incluso en el canal las olas rompían con fuerza, aunque no con la magnífica y aterradora potencia con que lo hacían a derecha e izquierda. Por eso una canoa o un nadador resistente podían atreverse a entrar en el canal. Pero el nadador tenía que ser muy fuerte para avanzar a contracorriente. Por eso el capitán de la Número Nueve continuaba vigilando y maldiciendo en voz baja a los malahinis, enfadado y seguro de que aquellos dos malahinis lo obligarían a botar la Número Nueve e ir tras ellos cuando comprendieran que no podrían nadar contra la corriente. Si él se encontrase en la situación en la que ellos estaban, viraría a la izquierda, hacia Diamond Head, y se dejaría llevar a la orilla por las olas de la rompiente kanaka. Pero él era él, un hércules moreno de veintidós años, el blanco más blanco bronceado por el sol subtropical hasta volverse del color de la caoba, con un cuerpo, una complexión y unos músculos muy semejantes a los de Duke Kahanamoku. En cien metros el campeón del mundo le ganaría sin dudarlo; pero en una distancia de varios kilómetros, él sería capaz de nadar en círculos alrededor del campeón.
De los varios cientos de personas que se encontraban en la playa nadie sabía que los Barton habían superado la plataforma de buceo, excepto el capitán y su tripulación. Los que los habían visto nadar hacia mar abierto dieron por sentado que se habían unido a los que estaban en la plataforma.
El capitán saltó de repente sobre la barandilla del lanai, se agarró a una columna con una mano y localizó de nuevo, con los prismáticos, los dos puntos que eran las cabezas de los nadadores. Ocurría lo que él había supuesto. Aquellos dos idiotas habían virado para salir del canal hacia Diamond Head y habían superado la rompiente kanaka. Peor aún: mientras miraba, empezaron a volver hacia tierra con la intención de cruzarla.
Lanzó una rápida mirada hacia la canoa y, mientras los tripulantes se ponían en pie y ocupaban sus puestos junto a ella, preparados para botarla, se decidió. Antes de que la canoa lograse situarse a la altura del canal, todo habría acabado para el hombre y la mujer. Además, aunque lograse llegar hasta ellos, en el momento en que se adentrase en la rompiente kanaka, las olas se la tragarían y pocas probabilidades tendría el mejor nadador del grupo de rescatar a una persona a la que la fuerza del oleaje haría picadillo contra el fondo.
El capitán vio a la primera ola kanaka, grande por sí sola pero pequeña en comparación con sus compañeras, alzarse por detrás de los nadadores. Luego los vio nadar a crol, uno junto al otro, los rostros hacia abajo, los cuerpos perfectamente extendidos, los pies agitándose como hélices y los brazos realizando rápidos movimientos mientras aceleraban para aproximarse a la velocidad de la ola que se acercaba, de forma que, cuando los adelantase, formarían parte de la ola y viajarían con ella, en lugar de quedarse atrás. Así, si tenían la destreza y sangre fría suficientes para avanzar cuan largos eran sobre la superficie y la parte delantera de la cresta, en lugar de sucumbir y verse lanzados de cabeza al fondo, correrían hacia la orilla propulsados no por su propia energía sino por la de la ola a la que se habían incorporado.
¡Y lo lograron! «Estos saben nadar», se dijo a sí mismo el capitán de la Número Nueve en voz baja. Continuó observando con ansia. Los mejores nadadores serían capaces de permanecer en esa ola durante varias decenas de metros. Sin embargo, ¿podrían ellos? Si lo conseguían, habrían superado un tercio de los peligros a los que se enfrentaban Pero, algo que no le sorprendió, la mujer fracasó antes porque su cuerpo no presentaba una superficie tan amplia como el de su marido. Al cabo de veinte metros fue arrollada y hundida —dejó de verse en el exterior— por las toneladas de agua de la ola. La siguió el marido y ambos aparecieron nadando más allá de la ola que habían perdido.
El capitán vio la siguiente ola antes que ellos. «Si intentan surfear eso sin tabla, solo con el cuerpo, ya pueden despedirse», murmuró porque sabía que el nadador que se enfrentase a esa ola no sobreviviría. Aún sin cresta, era mucho más grande que todas las otras olas ya con cresta: medía kilómetro y medio de largo y comenzó a elevarse mucho más lejos del punto donde empezaban las demás, alzando cada vez más su mole sólida, hasta que ocultó el horizonte y fue un gigante entre sus compañeras, antes de que su cresta comenzara a crecer y a afinarse para formar el labio.
Pero resultaba evidente que aquellos dos sabían de grandes olas. No se apresuraron a nadar por delante de la ola. El capitán aplaudió para sí al verlos girarse para enfrentarla y esperarla. Fue algo que, de todos los presentes en la playa, solo él presenció, con la claridad y la intensidad que aportaban los prismáticos. La pared de la ola era una pared de verdad que no paraba de crecer, siempre aumentando y afinándose, más arriba, hasta alcanzar la transparencia de un sol poniente atravesado por verdes y azules. El verde se debilitó hasta volverse un verde muy claro que se fundió con el azul mientras él miraba. Pero era una gema azulada que brillaba con los innumerables destellos rosas y dorados que la luz del sol creaba al atravesar el agua. Siempre adelante y alzándose mientras se formaba la cresta, la orgía de colores siguió aumentando hasta que fue una efervescencia caleidoscópica de arcoíris permeables.
Las cabezas del hombre y la mujer se recortaban contra el frontal de la ola como dos puntitos diminutos. Y no eran más que eso: dos puntos que se aventuraban entre las fuerzas ciegas de la naturaleza y retaban a los titánicos golpes de mar. El peso de la caída de aquella ola gigante, a punto de desplomarse sobre sus cabezas, podía dejar sin sentido a un hombre o romper los frágiles huesos de una mujer. El capitán de la Número Nueve contuvo el aliento sin darse cuenta. Se olvidó del hombre. Era la mujer. Si perdía la cabeza o el valor, si hacía mal uso de sus músculos durante un instante, aquel gigantesco golpe de mar podía arrojarla a más de treinta metros, para dejarla dolorida, indefensa y sin aliento, acabar echa papilla sobre el fondo de coral y luego llevada a mar abierto por la resaca, donde se aprovecharían de ella los tiburones, demasiado cobardes para comer su carne humana estando viva.
Al capitán le gustaría saber por qué no se zambullían en profundidad, con tiempo suficiente, en lugar de esperar a que la última oportunidad de salvarse y la primera de perecer fuesen una. Vio que la mujer volvía la cabeza y se reía en dirección al hombre, quien hizo lo mismo. Sobresaliendo por encima de ellos mientras montaban en el cuerpo de la ola, la espuma, de un blanco cremoso que se tomaba rosa y oro, se lanzó hacia arriba, salpicando joyas. Los frescos alisios de la costa jugaron con los flecos de espuma y los empujaron varios metros hacia arriba y hacia atrás en el aire. Entonces, uno junto al otro, separados por dos metros, se zambulleron bajo el labio de la ola cuando ya se desintegraba en puro caos y se desplomaba. Desaparecieron como un par de insectos en las circunvoluciones de una orquídea magnífica y gigantesca, al tiempo que muchas toneladas de espuma, cresta, salpicaduras y joyas caían y se estrellaban justo en el punto del que ellos habían desaparecido un instante antes y en el que ya no estaban.
Por fin aparecieron al otro lado de la ola que habían cruzado, uno junto al otro, aún a dos metros de distancia, nadando hacia la orilla a buen ritmo hasta que la siguiente ola les permitiera surfearla sin tabla o penetrar en ella de frente. El capitán de la Número Nueve hizo una seña con la mano a su tripulación para que se quedara tranquila y se sentó en la barandilla del lanai, un tanto cansado y sin dejar de observar a los nadadores con los prismáticos.
—No sé lo qué son ni quiénes son —murmuró—, pero no tienen nada de malahinis. Es imposible que sean malahinis.
No todos los días, solo de vez en cuando, hay fuerte oleaje en Waikiki. Durante las jornadas siguientes, Ida y Lee Barton se dejaron ver mucho por la playa y en el agua, por lo que continuaron despertando el interés y el desprecio de las turistas, aunque los capitanes del Outrigger dejaron de preocuparse por ellos. Los veían nadar hacia mar abierto y desaparecer en la distancia azul y horas después los veían regresar, si tenían la suerte de mirar en ese momento. Pero los capitanes ya no se preocupaban por si regresaban o no porque estaban seguros de que lo harían.
Eso se debía a que no eran malahinis. Eran de allí. En otras palabras, en la potente expresión de las islas, eran kamaaina. Hombres y mujeres kamaaina de cuarenta años recordaban a Lee Barton de la niñez, cuando sí había sido un malahini, aunque muy joven. Desde entonces, en el curso de varias estancias prolongadas, se había ganado el honor de ser kamaaina.
En cuanto a Ida Barton, las jóvenes matronas de su misma edad (que en privado se preguntaban cómo se las arreglaba para conservar la figura) la recibieron con los brazos abiertos y los efusivos besos hawaianos. Las abuelas la invitaban a tomar el té y compartir recuerdos en los viejos jardines de las casas olvidadas que el turista nunca ve. Menos de una semana después de su llegada, la anciana reina Liliuokalani tuvo que hacerla llamar y reprenderla por su negligencia. Y los desdentados ancianos, en los laymis frescos y aromáticos, le hablaban del abuelo capitán Wilton, anterior a su época pero cuyas locuras, hazañas y jugarretas, que sus padres les habían transmitido, recordaban encantados. El abuelo capitán Wilton, David Wilton o Manos a la obra, como los hawaianos de la época lo habían bautizado con cariño, excomerciante en los Territorios del Noroeste, era el capitán náufrago sin barco, sin dios y raquero que había recibido en la playa de Kailua al primer misionero, llegado a bordo del bergantín Thaddeus en el año 1820. Pocos años después vivió el escándalo de raptar a una de las hijas de los misioneros para casarse con ella, sentó cabeza y sirvió a los Kamehamehas durante mucho tiempo y de forma conservadora como ministro de Economía y jefe de Aduanas, y actuó como árbitro y mediador entre los misioneros por un lado y por el otro, siempre cambiante, los raqueros, los comerciantes y los jefes hawaianos.
Tampoco descuidaban a Lee Barton. Entre las cenas y almuerzos, los luaus y refrigerios de poi, los baños y bailes de aloha celebrados para los dos, reclamaba su tiempo y aficiones el grupo de jóvenes alegres de las buenas épocas pasadas en Kohala, quienes ya eran conscientes de que debían cuidar sus digestiones y demás funciones internas, se habían acostumbrado a la seriedad, salían menos de jarana, jugaban mucho al bridge y solían ir al béisbol. Además, orientada de forma similar, estaba también la pandilla con la que Lee Barton jugaba al póquer en su juventud, cuyos miembros ahora apostaban y establecían los límites de forma más coherente, mientras bebían agua mineral y zumo de naranja y dejaban la última ronda de whiskies para medianoche, como muy tarde.
Entre tanto entretenimiento apareció Sonny Grandison, nacido en Hawái y hawaiano prominente, quien, a pesar de sus juveniles cuarenta y un años, había rechazado el cargo de gobernador del Territorio. Además, se había bañado con Ida Barton en la rompiente de Waikiki un cuarto de siglo antes y, incluso antes de eso, de vacaciones en el enorme rancho de ganado que su padre tenía en Lakanaii, la había iniciado de forma espeluznante, a ella y a varios otros pequeñines de entre cinco y siete años, en su pandilla de chicos, «Los cazadores de cabezas caníbales» o «Los demonios de Lakanaii». Remontándonos aún más en el tiempo, sus dos abuelos, Grandison y Wilton, habían sido camaradas en la política y los negocios.
Educado en Harvard, recorrió el mundo durante un tiempo en calidad de científico y personaje social. Tras servir al Ejército en las Filipinas, formó parte de varias expediciones por Malasia, América del Sur y África, en el puesto de entomólogo oficial. A los cuarenta y uno aún viajaba de vez en cuando para el Instituto Smithsonian y sus amigos insistían en que sabía más sobre los «bichos» del azúcar que los entomólogos expertos que él mismo y sus colegas dueños de plantaciones empleaban en la Estación Experimental. Además de ocupar un lugar importante en las islas, fuera de ellas era el más conocido de quienes representaban a Hawái. Entre los hawaianos viajados existía un axioma según el que, en cualquier lugar en el que mencionasen su procedencia, la primera pregunta que siempre les hacían era: «¿Y conocen a Sonny Grandison?».
Resumiendo, era el hijo de un padre rico al que le había ido bien. Había convertido en diez el millón heredado, sin descuidar las obras de caridad y donaciones de su padre, eclipsándolas con las suyas propias.
Pero eso no era todo. Llevaba diez años viudo, sin descendencia, y se había convertido en el mejor partido de Hawái, en el hombre casadero más penosamente perseguido. Era moreno, de rasgos pronunciados y bien definidos, alto, delgado y elegante, con el escaso estómago del corredor, siempre en forma, miembro distinguido en cualquier grupo, al que las canas que empezaban a clarear sus sienes (en yuxtaposición a su piel joven y luminosa y a sus ojos llenos de vida) aportaban una distinción incluso mayor. A pesar de lo mucho que le exigían sus compromisos sociales, su abundancia de reuniones de comités, juntas directivas y conferencias políticas, encontraba tiempo y espacio para capitanear el equipo de polo de Lakanaii y llevarlo a alguna que otra victoria y, en su propia isla de Lakanaii, competir con los Baldwin de Maui en la cría e importación de caballos para jugar al polo.
Si tenemos un hombre y una mujer considerablemente fuertes y vitales, y entra en escena otro hombre igualmente fuerte y vital, el peligro de que surja un triángulo trágico considerablemente fuerte y vital se vuelve inminente. De hecho, semejante triángulo trágico puede describirse, en la terminología de la gente corriente, como algo fantástico e imposible. Es factible, ya que el deseo y el atrevimiento se habían originado en su interior, que Sonny Grandison fuese el primero en percatarse de la situación, aunque tuvo que ser rápido para anticiparse a la sensible intuición de una mujer como Ida Barton. En cualquier caso, sin duda alguna, el último de los tres en darse cuenta fue Lee Barton, quien enseguida subestimó entre risas lo que era imposible hacer desaparecer de esa forma.
Tardó tanto en enterarse que la mitad de sus anfitriones ya sabían lo que ocurría. Al echar la vista atrás, se fijó en que, desde hacía una buena temporada, Sonny Grandison también asistía a cualquier evento al que él y su mujer fuesen invitados. Dondequiera que los dos estuviesen, estaban los tres. En Kahukum Haleiwa, Ahuimanu, los jardines de coral de Kaneohe o en Koko Head, de picnic y bañándose, siempre acababa Ida en el coche de Sonny o los dos juntos en el coche de alguien más. Lo mismo en bailes, luaus, cenas y excursiones: siempre estaban los tres.
Tras darse cuenta, Lee Barton no pudo dejar de fijarse en que la felicidad de Ida no hacía más que aumentar cuando se encontraba en compañía de Sonny Grandison, y su disposición a ir en el mismo coche que él, a bailar con él o a sentarse a su lado durante los bailes. Lo más convincente de todo era el propio Sonny Grandison. A sus cuarenta y un años, fuerte y experimentado, su rostro no lograba ocultar lo que sentía más que un chaval de veinte conseguía ocultar su amor de adolescente. A pesar del control y el dominio de uno mismo que dan los años, no enmascaraba su alma con su rostro y permitía que Lee Barton, de igual edad, leyese lo que esa alma sentía. A menudo, charlando con otras mujeres, cuando Sonny era el tema de conversación, Lee Barton oía a Ida expresar el afecto que Sonny provocaba en ella, o su elocuente aprecio por su forma de jugar al polo, su trabajo y sus logros.
Lee no tenía dudas en cuanto al estado del ánimo y el corazón de Sonny. Todo el mundo podía verlo. Pero ¿qué pasaba con Ida, con la que llevaba doce años casado, enamorado y feliz? Sabía que las mujeres, siempre misteriosas, eran capaces de dar sorpresas inesperadas. Su franca camaradería con Grandison, ¿era solo la continuación de una amistad infantil en los años adultos? ¿Ocultaría, con la sutileza y el secretismo femeninos, un sentimiento más profundo que incluso podría sobrepasar lo que anunciaba el rostro de Sonny?
Lee Barton no era feliz. Los doce años de convivencia con su esposa le habían dejado claro, al menos por lo que a él respectaba, que en el mundo no había otra mujer para él y que no existía nadie capaz de competir con ella en su corazón, su alma y su cerebro. Resultaba imposible que otra mujer lo apartara de ella o fuese capaz de superar las muchas satisfacciones que ella le proporcionaba.
¿Sería aquello, entonces —se preguntaba—, la primera aventura de ella, esa eventualidad temida por todos los enamorados? Se atormentaba con esa duda siempre repetida y, ante el asombro de su grupo de póquer de Kohala, formado por hombres maduros y prudentes, y como recompensa al voraz escrutinio de las mujeres, tanto las que organizaban las cenas como las invitadas a ellas, empezó a beber ginebra en lugar de zumo de naranja, a forzar los límites en el póquer, a conducir su automóvil de noche de forma temeraria por las carreteras de Pali y Diamond Head y a beber más cócteles y whiskies de lo normal antes de la cena o del almuerzo.
Durante los años de su matrimonio, a ella siempre le había parecido bien que él jugase a las cartas. Su complacencia era algo habitual para él. Pero, ahora que había surgido la duda, le parecía que ella apoyaba sus partidas con un exceso de entusiasmo. Además, se daba cuenta de que los grupos que jugaban al póquer y al bridge echaban de menos a Sonny Grandison. Al parecer, estaba demasiado ocupado. ¿Dónde se encontraba Sonny mientras él, Lee Barton, jugaba? Imposible que siempre lo retuviesen sus comités y juntas directivas. Lee Barton quiso asegurarse. No le costó saber que en esas ocasiones Sonny casi siempre estaba dondequiera que estuviese Ida, en los bailes, las cenas o en los grupos que se bañaban a la luz de la luna. Por ejemplo, la tarde en la que se había disculpado para no unirse a Lee, Langhorne Jones y Jack Holstein en una partida de bridge celebrada en el Pacific Club, había ido a casa de Dora Niles para jugar al bridge con tres mujeres, una de las cuales era Ida.
Una tarde, al volver de inspeccionar el enorme dique seco de Pearl Harbor, Lee Barton, que conducía con prisa a fin de llegar a tiempo de cambiarse para la cena, adelantó al automóvil de Sonny. El único pasajero de Sonny, al que este llevaba a casa, era Ida. Una noche, una semana después, durante la que no había jugado a las cartas, volvió a casa a las once, tras una despedida de soltero celebrada en el University Club. Ida llegó poco después de la cena poi y el baile de los Aistone. Sonny fue quien la llevó a casa. Dijeron que antes habían dejado al comandante Franklin y a su mujer en Fort Shafter, al otro extremo de la ciudad y a varios kilómetros de distancia de la playa.
Lee Barton, al fin y al cabo, era un simple ser humano y, como tal, trataba a Sonny como a un amigo, por lo que sufría en silencio. Ni siquiera Ida imaginaba su sufrimiento y seguía mostrándose alegre, despreocupada y risueña, segura de su propio corazón, aunque un tanto perpleja por el número siempre en aumento de los cócteles que su marido consumía antes de cenar.
En apariencia, y como siempre, tenía acceso a todo lo relacionado con él, aunque no tenía acceso al tormento inimaginable que él sufría ni al proceso mental por el que, a cada momento del día y la noche, comparaba y hacía balance de todo lo que vivían. En una columna anotaba la forma, sin duda espontánea, en la que ella reflejaba su amor por él y sus atenciones, las muchas veces que lo cuidaba, le pedía consejos y se atenía a ellos. En otra columna, que no paraba de crecer, apuntaba expresiones y actos que solo podía clasificar como dudosos. ¿Eran lo que parecían? ¿O habría en ellos falsedad, ya fuese de forma deliberada o inconsciente? La tercera columna, la más larga de todas, la más valiosa para su corazón, estaba llena de asuntos relacionados directa o indirectamente con ella y Sonny Grandison. Lee Barton no llevaba esas cuentas de forma deliberada. No podía evitarlo. Le habría gustado no hacerlo. Pero en su mente limpia y ordenada, todas aquellas entradas ocupaban su lugar automáticamente en sus respectivas columnas, sin que su propia voluntad lo buscase.
Debido a su forma de tergiversar la situación, por lo que daba importancia a detalles triviales en apariencia aún sabiendo que no la tenían, recurrió a Macllwaine, a quien había prestado una ayuda considerable en el pasado. Macllwaine era jefe de Policía. «¿Sonny Grandison es un mujeriego?», había preguntado Barton. Macllwaine no dijo nada. «Entonces, es un mujeriego», afirmó Barton. El jefe de Policía siguió sin decir nada.
Poco después, antes de destruirlo por completo, Lee Barton leyó el informe escrito. El resumen no estaba mal, aunque tampoco bien después de la muerte de su esposa. Aquel matrimonio por amor había sido casi famoso en la sociedad de Honolulú debido a lo enamorados que estaban, no solo antes, sino también después de casarse y hasta la trágica muerte de ella, cuando su caballo tropezó en la senda de Nahiku y la arrastró con él al fondo del precipicio, en una caída de trescientos metros. Macllwaine afirmaba que hasta mucho tiempo después Grandison no había mostrado interés por ninguna otra mujer. Y, cuando lo había hecho, siempre era de lo más decente. Jamás provocó cotilleos o escándalos y la comunidad al completo había llegado a aceptar que era hombre de una sola mujer y que nunca volvería a casarse. Las aventuras sin importancia que Macllwaine había anotado solo eran conocidas por sus propios protagonistas, de eso estaba seguro.
Barton ojeó con prisa, casi abochornado, los distintos nombres e incidentes, y se sorprendió antes de quemar el documento. En cualquier caso, Sonny había sido muy discreto. Mientras observaba las cenizas, Barton se preguntó qué parte de sus hazañas de juventud, de cuando era soltero, conservaría Macllwaine. A continuación se sonrojó, avergonzado de sí mismo. Si Macllwaine sabía tanto de las vidas privadas de los miembros importantes de la comunidad, ¿no había él, que era el marido, protector y valedor de Ida, sembrado en la mente de Macllwaine motivos para que sospechase de ella?
—¿Te preocupa alguna cosa? —preguntó Lee a su esposa esa noche, al tiempo que sostenía su chal mientras ella se ocupaba de los últimos detalles de su atuendo.
Siempre habían hablado con franqueza y, mientras aguardaba su respuesta, se preguntó por qué había tardado tanto tiempo en interesarse por lo que ella pensaba.
—No —sonrió Ida—. Nada en particular… Después… quizás…
Se concentró en mirarse en el espejo mientras se aplicaba polvos en la nariz, aunque enseguida se los quitó.
—Ya me conoces, Lee —añadió tras la pausa—. Necesito tiempo para deducir las cosas a mi manera… cuando hay cosas que deducir. Pero cuando lo consigo, siempre te lo cuento. Aunque a menudo acabo por descubrir que no se trata de nada importante y así te ahorro las molestias.
Extendió los brazos para que él le pusiera el chal, esos brazos valerosos, tan prudentes y fuertes para batallar con las olas, que a la vez eran brazos de mujer, redondeados, cálidos y blancos, tan deliciosos como deben ser los brazos femeninos, con sus sutiles músculos ocultos bajo la suave turgencia de la piel tersa y sedosa, capaces de exhibir su fuerza a voluntad de su dueña.
La observó, herido y anhelante. Parecía tan delicada, tan frágil, que un hombre fuerte podría aplastarla entre sus brazos.
—¡Date prisa! —exclamó ella, al ver que él se entretenía colocando el ligero chal sobre su precioso vestido largo—. Llegaremos tarde. Y si llueve al ascender Nuuanu, el tiempo que perderemos subiendo la capota nos hará llegar tarde al segundo baile.
Mientras la seguía hacia la puerta pensó que debía estar pendiente de con quién bailaba ese segundo baile, al tiempo que disfrutaba de sus andares orgullosos y llenos de vitalidad.
—No pensarás que te tengo abandonada por jugar tanto al póquer —volvió a intentarlo, aunque de forma indirecta.
—¡Claro que no! Sabes que me gusta que juegues a las cartas. Es como un bálsamo para ti. Y ahora, con la madurez, te portas mucho mejor. Hace años que no juegas hasta más allá de la una.
No llovió en Nuuanu y en el cielo despejado por los alisios brillaban las estrellas. Llegaron a casa de los Inchkeep a tiempo para el segundo baile y Lee Barton vio que su mujer bailaba con Grandison, algo que no era raro, pero que Barton registró de inmediato en sus libros de cuentas mentales.
Una hora después, deprimido e inquieto, tras rechazar jugar al bridge en la biblioteca y huir de un grupito de jóvenes matronas, salió a pasear por los jardines. Cruzó el césped y llegó hasta un seto de cereus. Para cada una de sus flores, que se abren al caer la noche y se marchitan y mueren al alba, aquella era su única noche de vida. Las flores de color crema, cerosas y grandes —treinta centímetros de diámetro o más—, parecidas a los nenúfares, como faros blancos en la oscuridad, se infiltraban en la noche y la seducían con su perfume, disfrutando de su belleza y de su breve vida.
Pero la senda que se abría junto al seto estaba llena de seres humanos, de dos en dos, hombre y mujer, que aprovechaban para huir entre cada baile o, en vez de bailar, paseaban y charlaban en voz baja mientras observaban la maravilla de aquellas flores. Desde el lanai llegaban los compases acariciadores de Hanalei, cantada por un coro. Lee Barton se acordó —quizá perteneciera a algún relato de Maupassant— del abate obsesionado por la teoría de que en todo se ocultaban los propósitos de Dios, por lo que no sabía cómo interpretar la noche, hasta que al final descubrió que la noche estaba hecha para el amor.
La armonía de la noche con las flores y los seres humanos hirió a Barton. Regresó hacia la casa por un sendero serpenteante que bordeaba las sombras de los cenízaros y los algarrobos. En medio de la oscuridad, donde su camino se curvaba hacia terreno abierto, miró en dirección a una zona a pocos metros de distancia, donde, en otra senda a la sombra, una pareja se abrazaba. Lo que llamó su atención y lo hizo mirar fue el tono apasionado y serio del hombre, pero, en el instante en que miró, consciente de su presencia, la voz calló y los dos permanecieron inmóviles, furtivos, sin dejar de abrazarse.
Barton continuó andando, pesimista ante la idea de que la oscuridad de los árboles era el paso siguiente para aquellos que paseaban a cielo abierto junto al seto de flores nocturnas. Él conocía aquel juego de los viejos tiempos, cuando ninguna sombra era demasiado oscura, ninguna artimaña para ocultarse demasiado furtiva a fin de esconder un momento de amor. Al fin y al cabo, pensó, los seres humanos eran como las flores. Bajo el resplandor del lanai iluminado, antes de volver al irritante movimiento de la vida a la que pertenecía, se detuvo a mirar, casi sin verlo, un despliegue de flores escarlatas de hibisco. De repente, todo su sufrimiento, todo lo que acababa de ver, desde el seto que florecía de noche y las parejas de seres humanos que paseaban y charlaban, hasta el par que se abrazaba como ladrones, cristalizó en una parábola de vida enunciada por el hibisco, que florece de día, y para el que el día había terminado ya. Sus flores —que brotan al amanecer blancas como la nieve y van adquiriendo un tono rosado tras varias horas de sol, se vuelven escarlata con la oscuridad, de la que su belleza y su existencia ya no volverán a aflorar— le parecieron el paradigma de la vida y la pasión humanas.
Jamás sabría que otras asociaciones podría haber realizado porque desde atrás, en la dirección de los algarrobos y los cenízaros, le llegó la inconfundible risa de Ida, alegre y serena. No miró, por miedo a lo que podría ver, sino que subió las escaleras del lanai apresurado, casi tropezando. A pesar de saber lo que pasaba, cuando volvió la cabeza y vio a su mujer y a Sonny —la pareja que se ocultaba en la oscuridad—, sintió que se mareaba y tuvo que detenerse, apoyándose con una mano en una de las columnas y dedicando una sonrisa vacía al coro que intensificaba la sensualidad de la noche con su estribillo: «Honi kaua wikiwiki».
Al instante se pasó la lengua por los labios, controló su expresión y bromeó con la señora Inchkeep. Pero no podía perder tiempo o se encontraría con la pareja, a la que oía subir las escaleras a su espalda.
—Me siento como si acabase de cruzar un desierto —le dijo a su anfitriona—, y la única forma de calmar mi sed fuese un whisky con soda.
Ella le dio permiso con una sonrisa y señaló con la cabeza hacia el lanai de fumadores, donde, cuando la gente empezó a marcharse, lo encontraron hablando con los vejestorios de las intrigas del azúcar.
Un grupo de media docena de automóviles salía a la vez hacia Waikiki y a él le tocó llevar a casa a los Leslie y a los Burnston, aunque se fijó en que Ida ocupaba el asiento del conductor junto a Sonny, en el coche de Sonny. Por lo tanto, estaba en casa antes que él y se encontraba cepillándose el pelo cuando llegó. La despedida para irse a dormir transcurrió como siempre, a pesar de la situación, aunque el esfuerzo de Lee por mostrarse despreocupado, mientras recordada qué labios habían besado los de ella antes que los suyos, hizo que pareciera casi rígido.
Entonces, ¿la mujer era esa criatura totalmente amoral que describen los pesimistas alemanes?, se preguntaba mientras daba vueltas a la luz de su lamparita, incapaz de dormir o de leer. Al cabo de una hora se levantó, fue a su botiquín y tomó unos potentes polvos para dormir. Una hora más tarde, temeroso de sus pensamientos y de la perspectiva de no pegar ojo, se tomó otra dosis. Repitió la ingesta dos veces en intervalos de una hora. Pero la droga tardó tanto en hacer efecto que había amanecido antes de que sus ojos se cerraran.
A las siete volvía a estar despierto, con la boca seca, sintiéndose idiota y somnoliento pero incapaz de quedarse traspuesto más de unos minutos cada vez. Abandonó la idea de dormir, desayunó en la cama y se dedicó a leer los periódicos y las revistas. Pero el medicamento continuaba haciendo efecto y, mientras comía y leía, de vez en cuando se quedaba dormido. Lo mismo ocurrió tras ducharse y vestirse y, aunque durante la noche el fármaco no le había ayudado a olvidar, agradeció el sopor en medio del que pasó la mañana.
Cuando su mujer se levantó tan serena y segura como siempre, y se acercó a él sonriente y traviesa, encantadora con su kimono, la locura del opio que inundaba su organismo se apoderó de él. Después de que quedase bien claro que Ida no tenía nada que contarle, según su antiguo pacto de franqueza, Lee empezó a forjar su mentira del opio. Al preguntarle ella cómo había dormido, contestó:
—Fatal. Dos veces me despertó un calambre en el pie. Casi me daba miedo volver a dormir. Pero no se han repetido, aunque me duele el pie.
—El año pasado también tuviste —recordó ella.
—Tal vez se convierta en un achaque estacional —sonrió él—. No son graves, aunque resulta muy desagradable despertarse así. No volverán hasta la noche, si es que vuelven, pero me siento como si me hubiesen pegado con una vara en las plantas de los pies.
A primera hora de la tarde de ese mismo día, Lee e Ida Barton se zambulleron desde la playa del Outrigger y nadaron a buen ritmo, dejando atrás la plataforma de buceo, hasta mar abierto, pasada la rompiente kanaka. El mar estaba tan en calma que cuando, tras un par de horas, se dieron la vuelta y empezaron a cruzar la rompiente kanaka sin prisas en dirección a la orilla, se encontraban totalmente solos. Las olas no eran lo bastante grandes como para resultar emocionantes y las últimas canoas y surfistas habían vuelto a la playa. De repente, Lee se puso boca arriba.
—¿Qué pasa? —preguntó Ida a seis metros de distancia.
—Es el pie… un calambre —respondió él sin perder la calma, aunque había hablado con los dientes apretados.
El opio aún lo hacía sentirse como en un sueño y no estaba nervioso. La vio nadar hacia él con una brazada tan rítmica e impasible que admiró su autocontrol, aunque al mismo tiempo lo invadió la duda al pensar que era porque él no le importaba o que Grandison le importaba mucho más.
—¿Qué pie es? —preguntó ella al tiempo que se situaba en vertical y se mantenía a flote junto a él.
—El izquierdo, ¡ay! Ahora son los dos.
Dobló las rodillas como si fuera un acto involuntario, sacó cabeza y pecho fuera del agua y se hundió bajó una ola tan pequeña que casi no tenía cresta. Tras unos pocos segundos, emergió escupiendo y volvió a estirarse boca arriba.
Estuvo a punto de sonreír, aunque transformó la sonrisa en una mueca de angustia, porque su calambre simulado se había vuelto real. Al menos en un pie, y los músculos, al retorcerse, le provocaban dolor.
—El derecho es el peor —murmuró al ver que ella quería darle un masaje en la zona afectada—. Aunque será mejor que te alejes de mí. Ya he tenido calambres antes y sé que, si empeoran, podría agarrarme a ti.
Pero ella posó las manos sobre los músculos fuertemente contracturados y empezó a frotar, presionar y doblar.
—Por favor —dijo él, apretando los dientes—, aléjate de mí. Déjame aquí, tal y como estoy. Doblaré el tobillo y las articulaciones de los dedos en la dirección contraria y conseguiré que se me pase. Ya lo he hecho antes y sé cómo lograrlo.
Ella lo soltó, aunque permaneció junto a él, manteniéndose a flote con facilidad y sin dejar de observar su rostro, para juzgar el progreso de su intento por remediarlo. Pero Lee Barton, de forma deliberada, dobló articulaciones y músculos tensos en la dirección en que haría incrementar el calambre. El año anterior, al sufrir el achaque, tumbado en la cama y leyendo cuando le daban los espasmos, había aprendido a superarlos sin siquiera dejar de leer. Pero ahora lo hizo al revés, por lo que intensificó el calambre y consiguió que se extendiese al gemelo derecho. Gritó angustiado, aparentemente perdió el control, intentó incorporarse y la siguiente ola lo hundió.
Emergió escupiendo, extendió brazos y piernas y permitió que los fuertes dedos de Ida agarrasen el gemelo contracturado.
—Tranquilo —dijo ella mientras masajeaba—. Los calambres como este no duran mucho.
—No sabía que pudiesen ser tan fuertes —se quejó él—. ¡Espero que no vayan a más! Me siento tan impotente.
Se agarró a los bíceps de Ida en un espasmo repentino, intentando aferrarse a ella como quien se ahoga y se aferra a un remo, por lo que la hundió por debajo de él. Durante la lucha submarina, antes de permitir que ella se liberara de su abrazo, Ida perdió el gorro de goma y las horquillas, por lo que emergió casi sin aire y medio ciega por el pelo mojado que se le pegaba al rostro. Además, estaba seguro de que, al tomarla por sorpresa, había tragado agua.
—¡Aléjate de mí! —advirtió de nuevo, mientras se estiraba boca arriba, fingiendo estar desesperado.
Pero los dedos de ella volvieron a masajear el gemelo que le dolía de verdad, sin miedo y sin dudarlo un segundo.
—Va a más —gruñó él con los dientes apretados, casi evitando gemir.
Tensó la pierna derecha, como si hubiese sufrido otro espasmo, lo que empeoró los calambres verdaderos y poco fuertes, pero flexionando los músculos de la parte superior de la pierna para simular la dureza del calambre.
Su cerebro aún sufría los efectos del fármaco, de manera que podía fingir con crueldad al tiempo que evaluaba y apreciaba la forma en que ella lograba controlar el estrés, la voluntad que asomaba a su rostro demacrado y el miedo a la muerte que se leía en sus ojos, además de su valor, su generosidad y su resolución.
No expresó la más mínima intención de rendirse, ni siquiera afirmando que moriría con él. En lugar de eso, provocó su admiración al decir, sin perder la calma:
—Relájate. Húndete hasta que solo tus labios queden fuera del agua. Yo sostendré tu cabeza. Todo calambre tiene un límite. Nadie ha muerto en tierra por culpa de un calambre. Y en el agua, un nadador fuerte tampoco debería morir por eso. Tiene que llegar al punto álgido y luego pasará. Ambos somos fuertes, nadamos bien y sabemos mantenernos serenos…
Una mueca deformó él rostro de él y, deliberadamente, la arrastró al fondo. Pero cuando emergieron, ella junto a él, sujetándole la cabeza mientras se mantenía a flote, le dijo:
—Relájate. Calma. Yo sostendré tu cabeza. Aguanta. Sopórtalo. No te resistas. Déjate ir. Relaja la mente y tu cuerpo se relajará. Cede. Recuerda cómo me enseñaste a ceder ante la resaca.
Una ola demasiado grande para tan poco oleaje se encrespó por encima de sus cabezas y él volvió a aferrarse a ella, hundiéndolos a los dos mientras la ola les caía encima.
—Perdóname —murmuró él con los dientes apretados por el dolor cuando salieron a respirar—. Y déjame. —Hablaba entrecortadamente, con pausas de angustia entre cada frase—. No tiene sentido que nos ahoguemos los dos. Yo debo rendirme. En cualquier momento me llegará al estómago y entonces te hundiré conmigo y no podré soltarte. Por favor te lo pido, cariño, aléjate de mí. Basta con que muera uno de nosotros. A ti te queda mucha vida por delante.
Ida lo miró con tal gesto de reproche que el último vestigio de miedo a la muerte desapareció de sus ojos. Fue como si le hubiese dicho: «Mi única vida eres tú».
¡Así que Sonny no le importaba tanto como él!, fue la exultante conclusión a la que llegó Barton. Pero recordó que la había visto en los brazos de Sonny, bajo los cenízaros, y decidió continuar con su crueldad. Era la poción aún presente en su organismo lo que lo llevaba a comportarse así. Ya que, empujado por el opio, la había sometido a esa prueba de fuego, tendría que llevarla hasta el final.
Se dobló y se hundió, salió a la superficie y luchó frenéticamente por volver a estirarse y flotar boca arriba. Ella no se apartó de él.
—¡Es demasiado! —gruñó Lee, casi gritando—. Ya no puedo agarrarme. Tengo que dejarme ir. No puedes salvarme. Vete y sálvate tú.
Pero ella continuaba luchando por mantener la boca de él fuera del agua, mientras decía:
—Calma. Calma. Este es el punto álgido. Aguanta un minuto más y empezará a remitir.
Él gritó, se dobló, la agarró y la sumergió con él. Tan bien representó su propio ahogamiento, que estuvo a punto de ahogarla. Pero ella no perdió la cabeza ni sucumbió al miedo ante una muerte tan inmediata. Siempre, en el instante en que lograba sacar la cabeza del agua, luchaba por sujetarlo mientras, para animarlo, le decía sin dejar de jadear:
—Relájate… Relájate… Calma… Afloja… En cualquier momento… ahora… pasarás… lo peor… Por mucho que duela… pasará… Ya estás mejor… ¿verdad?
Pero él volvía a hundirla, tratándola cada vez peor, haciéndola tragar agua, seguro de que eso no la perjudicaría. A veces emergían brevemente, unos segundos para respirar al sol, pero volvían a hundirse, empujados hacia abajo por él y por la fuerza de las olas al romper.
Aunque Ida luchaba y lograba librarse de su abrazo, las veces que él permitía que se soltase, ella no intentaba alejarse nadando de él, sino que, cada vez con menos fuerza y más mareada, siempre volvía a su lado para intentar salvarlo. Cuando le pareció que ya era suficiente y más que suficiente, se fue tranquilizando, la soltó y se tendió sobre la superficie.
—Aaaah —suspiró casi complacido y, entre pausas para recuperar la respiración, añadió—: Se me está pasando. Esto es gloria. Querida, me he hartado de tragar agua, pero la simple ausencia de esa espantosa agonía hace que mi estado actual sea de dicha completa.
Ella intentó contestar, pero no pudo.
—Estoy bien —insistió Lee—. Flotemos un rato para descansar. Estírate boca arriba y recupera el aliento.
Durante media hora, uno junto al otro, flotaron boca arriba en la tranquila rompiente kanaka. Ida Barton fue la primera en anunciar su recuperación y en hablar.
—¿Cómo te encuentras ahora, amor mío? —preguntó.
—Como si me hubiese pasado por encima una apisonadora —contestó él—. ¿Y tú, pobrecita mía?
—Yo siento que soy la mujer más feliz del mundo. Soy tan feliz que tengo ganas de llorar, pero soy demasiado feliz para hacerlo. Hubo un momento en el que me asustaste de verdad. Creí que iba a perderte.
A Lee Barton le dio un vuelco el corazón. Ni un solo comentario a la posibilidad de morir ella misma. Entonces aquello era amor, amor verdadero y demostrado, el gran amor que se olvidaba de sí mismo por el ser querido.
—Y yo soy el hombre más orgulloso del mundo —le dijo—, porque mi mujer es la más valiente del mundo.
—¡Valiente! —rechazó ella—. Te quiero. Nunca supe cuánto, cuantísimo te amaba hasta que estuve a punto de perderte. Y ahora, empecemos a nadar hacia la orilla. Quiero que estemos solos y me abraces mientras te digo lo que eres y siempre serás para mí.
Al cabo de otra media hora de nadar a buen ritmo y sin descanso, llegaron a la playa y caminaron sobre la arena mojada, entre los que disfrutaban del sol.
—¿Qué hacían allí fuera? —preguntó uno de los capitanes del Outrigger—. ¿El payaso?
—El payaso —respondió Ida Barton con una sonrisa.
—Es que somos los payasos de la zona —aseguró Lee Barton.
Esa noche, tras haber cancelado un compromiso previo, los dos estaban abrazados en un sillón grande.
—Sonny zarpa mañana a mediodía —anunció Ida de pasada, sin que fuera al caso en la conversación—. Se va a la costa malaya para inspeccionar el funcionamiento de su compañía maderera y cauchera.
—No sabía que se marchaba —consiguió decir Lee, a pesar de su sorpresa.
—He sido la primera en saberlo —añadió ella—. Me lo dijo anoche.
—¿En el baile?
Ida asintió.
—¿No ha sido demasiado repentino?
—Mucho —Ida se apartó de los brazos de su marido y se incorporó—. Quiero hablar contigo sobre Sonny. Jamás había tenido secretos contigo. Ni siquiera pensaba contártelo. Pero hoy, en la rompiente kanaka, me di cuenta de que, si nos moríamos allí, eso quedaría entre nosotros y ya nunca podría decírtelo.
Hizo una pausa y Lee, sabiendo más o menos lo que le iba a contar, no hizo nada por ayudarla, excepto cogerle la mano y apretársela.
—Sonny perdió… perdió la cabeza por mí —dijo ella con voz entrecortada—. Y… y anoche me pidió que huyese con él. Aunque eso no es lo que quería confesar…
Lee Barton aguardó.
—Lo que quería confesar —continuó Ida— es que no me sentí enfadada con él, solo apenada y arrepentida. Lo que quería confesar es que, ligeramente, muy ligeramente, yo también perdí la cabeza. Por eso anoche fui amable y tierna con él. No soy tonta. Sabía que iba a ocurrir. Y… Oh, ya lo sé, no soy más que una mujer débil y vanidosa. Me sentí orgullosa de que semejante hombre se volviera loco por mí, por alguien tan insignificante como yo. Lo alenté. No tengo excusa. Lo de anoche no habría ocurrido si yo no lo hubiese alentado. Yo, no él, fui la pecadora anoche, cuando me lo pidió. Le dije que no, imposible, y tú ya sabes el motivo sin que sea necesario que te lo repita. Me mostré maternal con él, muy maternal. Permití que me abrazara, me apoyé en su pecho y, por primera vez, ya que iba a ser la última, permití que me besara y le besé. Tú… sé que lo comprendes, era el momento de su renuncia. Yo no amaba a Sonny, no lo amo. Siempre te he querido a ti y solo a ti.
Esperó y, al sentir el roce del brazo de su marido sobre los hombros, se dejó llevar y se apoyó en él.
—Me tenías muy preocupado —admitió él—, hasta el punto de temer perderte. Y… —Se interrumpió, claramente avergonzado, aunque se armó de valor para continuar—: Bueno, ya sabes que eres la única mujer para mí. Con eso lo digo todo.
Ida extrajo la caja de cerillas del bolsillo de Lee y acercó una encendida al puro de él, que llevaba ya un rato apagado.
—Bien —continuó Lee mientras el humo ascendía—, conociéndote como te conozco, tan a fondo, solo puedo decir que lo siento por Sonny, por todo lo que ha perdido. Lo siento mucho por él pero me alegro por mí. Y otra cosa: dentro de cinco años tendré algo que contarte, algo gracioso, ridículamente gracioso sobre mí y las tonterías que hago por ti. Cinco años, ¿esperarás hasta entonces?
—Esperaría aunque fuesen cincuenta —suspiró ella y se acercó más a él.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar