html> El sheriff de Kona (1909), Jack London (1876–1916)


Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


El sheriff de Kona (1909)
(“The Sheriff of Kona”)
Originalmente publicado en The Red Book Magazine
junio 1909 (Vol. XIII, No. 2), 22 (diciembre de 1909);
The House of Pride
(Nueva York: Macmillan Company, 1912, 232 págs.)



      Es imposible que a alguien no le guste este clima —dijo Cudworth en respuesta a mi panegírico de la costa de Kona—. Llegué aquí muy jovencito. Acababa de salir de la universidad. De eso hace dieciocho años. No volví nunca, sólo de visita. Y, créeme, si tienes algún lugar preferido en el mundo, te aconsejo que no te quedes aquí demasiado tiempo, porque sin duda terminarás por sustituirlo por éste.
       Habíamos terminado de cenar en el gran lanai, el que quedaba expuesto al norte, aunque “expuesto” es una expresión equivocada en un clima tan delicioso.
       Habían apagado las velas y un delgado japonés con uniforme blanco se deslizó como un fantasma bajo la plateada luz de la luna, nos ofreció unos cigarros, y desapareció en la oscuridad del bungalow. A unos trescientos metros por debajo de nosotros, a través del denso follaje de plátanos y lehuas [árbol mirtáceo, con flores rojas, habitual en los bosques volcánicos], y más allá de los arbustos de guamo, se divisaba el mar en calma. Desde que había bajado a tierra del diminuto vapor costero, llevaba una semana hospedado en casa de Cudworth, y durante todo ese tiempo el viento no había rizado la superficie del paciente océano ni una sola vez. Habían soplado algunas brisas, cierto, pero eran los céfiros más amables que jamás soplaron sobre las islas veraniegas. No eran vientos; eran suspiros, largos y balsámicos suspiros de un mundo en paz.
       —Una tierra de lotos —dije.
       —En la que cada día es igual al anterior y en la que cada día es un día paradisíaco —respondió Cudworth—. Nunca pasa nada. No hace demasiado calor ni demasiado frío. Siempre la temperatura perfecta. ¿Te has fijado en cómo la tierra y el mar respiran por turno?
       Por supuesto que había notado aquel aliento rítmico y delicioso. Todas las mañanas había visto nacer la brisa marina en la orilla y extenderse lentamente mar adentro, mientras enviaba el más leve y suave soplo de ozono hacia el interior. Jugueteaba sobre el mar, apenas oscureciendo la superficie, dibujando aquí y allá y por todas partes largas y cambiantes franjas de calma, que se desplazaban y se empujaban según los caprichosos besos de la brisa. Y todas las noches había visto apagarse el aliento del mar hasta una calma celestial, y había oído cómo el aliento de la tierra se abría paso suavemente entre los cafetales y los baobabs.
       —Es una tierra de calma perpetua —dije—. ¿Sopla alguna vez el viento aquí? ¿Sopla de verdad? Ya sabes a qué me refiero.
       Cudworth meneó la cabeza y señaló hacia el este.
       —¿Cómo quieres que sople con una barrera como ésa?
       Muy por encima de nosotros se elevaban las enormes masas del Mauna Kea y del Mauna Loa, que parecían cubrir la mitad del cielo estrellado. Erigían sus cabezas cuatro mil metros por encima de las nuestras, blancas cumbres cubiertas de nieve que el sol del trópico no había conseguido derretir.
       —Apuesto que en este momento, a cuarenta y cinco kilómetros de aquí, el viento sopla a unos sesenta kilómetros por hora.
       Sonreí, incrédulo.
       Cudworth fue hasta el teléfono del lanai. Llamó, sucesivamente, a Waimea, Kohala y Hamakua. Los fragmentos de conversación que alcancé a oír me decían que el viento soplaba de verdad:
       —Un vendaval de no te menees, ¿eh?… ¿Cuánto hace?… ¿Sólo una semana?… Hola, Abe, ¿eres tú?… Sí, sí… plantarás café en la costa de Hamakua… ¡Cuelga tus protectores contra el viento! Tendrías que ver cómo están mis árboles.
       »Está soplando un vendaval —me dijo, después de colgar el auricular—. Siempre que hablo con Abe bromeo un poco sobre sus cafetales. Tiene quinientos acres y ha hecho maravillas para protegerlos contra el viento, pero lo que no llego a entender es cómo se las ingenia para mantener sus raíces en tierra. ¿Que si sopla? Siempre sopla por la parte de Hamakua. Kohala informa sobre una goleta de velas de doble rizo que está cruzando el canal que separa Hawai y Maui y capea el vendaval con muchas dificultades.
       —Es difícil de imaginar —dije poco convencido—. Y ¿alguna vez un pequeño soplo de ese viento consigue de algún modo formar un remolino y llegar hasta aquí?
       —Nunca. La brisa de esta tierra no tiene relación con ninguna otra, ya que nace en esta cara del Mauna Kea y del Mauna Loa. Como ves, la tierra irradia su calor más rápido que el océano, de manera que, por la noche, respira sobre el mar. Durante el día la tierra está más caliente que el mar, y éste respira sobre ella. ¡Escucha! Aquí llega el aliento de la tierra, el viento de la montaña.
       Pude oír cómo se aproximaba, susurrando suavemente entre los cafetales, agitando los baobabs y suspirando entre la caña de azúcar. El susurro todavía reinaba en el lanai. Y entonces llegó el primer anuncio del viento de la montaña, levemente balsámico, fragante y especiado, y frío, deliciosamente frío, de una frialdad sedosa, una frialdad como la del vino. Frío como sólo puede serlo el viento de las montañas de Kona.
       —¿Te extraña todavía que haya entregado mi amor a Kona y que lleve aquí dieciocho años? —preguntó—. Ahora sería incapaz de irme. Me moriría. Sería terrible. Hubo otro hombre que también la amaba, tanto como yo, puede que incluso más, porque nació aquí, en la costa de Kona. Era un gran hombre, mi mejor amigo, más que un hermano para mí. Pero se fue, y no murió.
       —¿Por amor? —pregunté—. ¿Una mujer?
       Cudworth negó con la cabeza.
       —Ni volverá jamás, aunque su corazón seguirá aquí hasta su muerte.
       Hizo una pausa y miró las luces de la playa de Kailua. Seguí fumando en silencio y esperé a que continuara.
       —Ya estaba enamorado… de su esposa. Además, tenía tres hijos y los adoraba. Ahora están en Honolulu. El chico va a la universidad.
       —¿Algún problema con la justicia? —pregunté, impaciente, momentos después.
       Negó con la cabeza.
       —No, no había cometido ningún crimen ni había sido acusado de ningún acto criminal. Era el sheriff de Kona.
       —Eso suena paradójico —dije.
       —Supongo que sí —admitió—, y eso es precisamente lo terrible de la cuestión.
       Me miró atentamente durante un instante y de pronto empezó su historia.
       —Tenía la lepra. No, no era leproso de nacimiento, nadie lo es. Enfermó de pronto. Ese hombre… ¿qué más da? Su nombre era Lyte Gregory. Todos los kamainas [nativo de Hawai] conocen la historia. Era de origen norteamericano, pero de constitución idéntica a la de los antiguos caciques de Hawai. Medía metro ochenta y cinco y pesaba cien kilos. Era todo hueso y músculo. El hombre más fuerte que he visto nunca. Un atleta y un gigante. Un dios. Y mi amigo. Y su alma y su corazón eran tan generosos como su cuerpo.
       »Me gustaría saber qué harías si vieras a tu amigo, a tu hermano, en el resbaladizo borde de un precipicio, deslizándose, deslizándose… y no pudieras hacer nada por salvarle. Así fue. No pude hacer nada. Lo vi venir y no pude hacer nada. ¡Dios mío! ¿Qué podía hacer? Ahí estaba, maligna e indiscutible, la marca de la enfermedad en su frente. Nadie más la vio. Creo que sólo yo la veía por lo mucho que le quería. No podía dar crédito a mis sentidos. Era difícil de creer. Demasiado horrible. Pero ahí estaba, en su frente, en sus orejas. La había visto, esa leve hinchazón en los lóbulos de las orejas. Oh, era casi imperceptible. La vi durante meses. Luego, y a pesar de que la esperanza es lo último que se pierde, se le oscureció la piel sobre las cejas, muy levemente, como si le hubiera dado un poco el sol. Habría podido pasar por un ligero bronceado pero no había en él el menor brillo; era como un pequeño destello que después de un segundo desapareciera. Intenté convencerme de que el sol le había quemado la piel, pero no pude. Nadie lo notó excepto Stephen Kaluna, aunque eso no lo supe hasta mucho después. Pero lo vi venir, empecé a prever aquel horror maldito e innombrable; y me negué a pensar en el futuro. Tuve miedo. No podía. Y de noche lloraba por él.
       »Era mi amigo. Pescábamos juntos tiburones en Niihau. Cazábamos cabras salvajes en el Mauna Kea y en el Mauna Loa. Domábamos caballos y marcábamos ciervos en el rancho Carter. Cazábamos ganado salvaje por todo Haleakala. Me enseñó a bucear y a surfear hasta que llegué a ser tan hábil como él, y eso que él era mucho más hábil que la mayoría de los kanakas. Le he visto bucear a una profundidad de quince brazadas y aguantar ahí abajo dos minutos. Era un anfibio y un gran montañero. Podía trepar montaña arriba hasta donde osara trepar una cabra. No le tenía miedo a nada. Iba a bordo del Luga cuando éste naufragó y nadó cuarenta y cinco kilómetros en treinta y seis horas en un mar revuelto. Era capaz de ganar el pulso a olas gigantes que nos habrían aplastado a ti y a mí en un santiamén. Era un dios glorioso y magnífico. Vivimos juntos la Revolución. Ambos éramos un par de románticos legitimistas. Le dispararon dos veces y fue condenado a muerte, pero era demasiado fuerte para ser pasto de los republicanos. Se reía de ellos. Tiempo después le cubrieron de honores y le nombraron sheriff de Kona. Era un hombre sencillo, un niño que nunca creció. No era en absoluto complicado. No había el menor asomo de retorcimiento ni de doblez en sus procesos mentales. Iba directo al grano, y siempre con las ideas muy claras.
       »Y era apasionado. No he conocido nunca a un hombre tan seguro de sí mismo, tan feliz y satisfecho. No pedía nada a la vida. Tenía todo lo que hubiera podido desear. No le pedía nada a la vida. Más aún, le había pagado bien, en metálico y por adelantado. ¿Qué más podía desear con aquel cuerpo magnífico, aquella constitución de hierro, aquella inmunidad a toda enfermedad común y aquella alma modesta y saludable? Era físicamente perfecto. No había estado enfermo en toda su vida. No sabía lo que era un dolor de cabeza. Cuando me veía tan afligido me miraba con cara de sorpresa y me hacía reír con sus torpes intentos por ganarse mi simpatía. No entendía que existiera algo tan simple como una jaqueca. No, no lo entendía. ¿Apasionado? Qué otra cosa cabría esperar. ¿Cómo esperar lo contrario de esa tremenda vitalidad e increíble salud?
       »Te daré un ejemplo de la fe que tenía en su gloriosa estrella y de cómo se consagraba a ella. En aquel tiempo era poco más que un jovenzuelo (acabábamos de conocernos) y se metió en una partida de póquer en Wailuku. Había en la partida un alemán enorme llamado Schultz que jugaba de forma brutal y autoritaria. Además, cuando el pequeño Lyte Gregory se sumó a la partida, él estaba en racha, lo que le había vuelto insufrible. Ya en la primera mano se le acabó la suerte. Lyte hizo su apuesta como los demás. Schultz no tardó en dejarles fuera del juego, a todos excepto a Lyte, a quien no le gustaba el tono que empleaba el alemán, de manera que también él subió su apuesta. Schultz subió la suya de nuevo y una vez más Lyte le imitó. Y así siguieron los dos, subiendo sus apuestas por turno. Las cantidades eran ya considerables. Y ¿sabes qué cartas tenía Lyte? Un par de reyes y tres tréboles menores. No tenía póquer. Y es que Lyte no estaba jugando al póquer. Jugaba desde su optimismo. No sabía las cartas que tenía Schultz, pero siguió subiendo su apuesta hasta hacerle perder los nervios, y en ese momento Schultz tenía tres ases. ¿Qué te parece? Un hombre con un par de reyes obligando a otro con tres ases a ver antes de dejar la partida en tablas.
       »Pues bien, Schultz pidió dos cartas. Repartía otro alemán, que era amigo de Schultz. Lyte sabía ya que se enfrentaba a un trío. Y ¿qué hizo? ¿Qué habrías hecho tú? Pedir tres cartas y quedarte con los reyes, claro. Pues Lyte no. Jugaba desde su optimismo. Se deshizo de los reyes y pidió dos cartas. Nunca las miró. Miró a Schultz, esperando que apostara, y Schultz apostó, yendo a por todas. Con tres ases en su haber sabía que tenía pillado a Lyte, puesto que jugaba contra sus tres cartas y, necesariamente, tenían que ser cartas más bajas que las suyas. ¡Pobre Schultz! La suya era una postura totalmente irreprochable. Su único error fue pensar que Lyte estaba jugando al póker. Siguieron apostando por turnos durante cinco minutos hasta que Schultz empezó a perder la confianza. Y durante todo ese tiempo Lyte no había mirado sus dos cartas, y Schultz lo sabía. Yo imaginé que Schultz se lo pensaría, cobraría nuevos ánimos y volvería a fanfarronear con sus apuestas. Pero la tensión fue demasiada para él.
       »—Un momento, Gregory —dijo por fin—. Te he ganado desde el principio. No quiero tu dinero. Tengo…
       »—No me importa lo que tengas —le interrumpió Lyte—. No sabes las cartas que tengo yo. Supongo que ha llegado la hora de echarles un vistazo.
       »Las miró y subió la apuesta en cien dólares. Entonces volvieron de nuevo a la partida, ahora uno, ahora el otro, hasta que Schultz perdió fuelle y, dándose por vencido, puso sobre la mesa sus tres ases. Lyte descubrió sus cinco cartas. Eran todas negras. Había sacado otros dos tréboles. ¿Sabes?, casi terminó con la entereza de Schultz como jugador de póquer. De hecho, nunca volvió a jugar igual. A partir de entonces se le acabó la confianza y titubeaba levemente sobre la mesa de juego.
       »—Pero ¿cómo lo has hecho? —pregunté después a Lyte—. Sabías que te había ganado la partida cuando pidió las dos cartas. Además, en ningún momento miraste las tuyas.
       »—No necesitaba verlas —fue la respuesta de Lyte—. Sabía desde el primer momento que eran dos tréboles. Sólo podían ser dos tréboles. ¿Acaso crees que iba a dejar que ese gigante alemán me ganara? Era imposible que me ganara. Perder no va conmigo. Tengo que ganar siempre. De hecho, habría sido yo el primer sorprendido si no hubiera tenido cinco tréboles en la mano.
       »Así era Lyte. Quizá eso te ayude a apreciar su colosal optimismo. Como él mismo dijo, tenía que triunfar, que prosperar. Tenían que irle bien las cosas. Y en ese mismo incidente, como en otros diez mil, encontró su consagración. El hecho fue que en realidad sí triunfó, sí prosperó. Nada podía ocurrirle jamás. Él lo sabía, porque jamás le había ocurrido nada. Esa vez que el Luga se perdió y que tuvo que nadar cuarenta y cinco kilómetros, estuvo en el agua dos noches y un día. Y durante aquellas terribles horas no perdió la esperanza en ningún momento, ni un solo momento dudó del éxito de su empresa. Estaba convencido de que iba a llegar a tierra. Así me lo dijo, y sé que era verdad.
       »Pues bien, así era Lyte Gregory. Formaba parte de una raza distinta al resto de los mortales, corrientes y enfermizos. Era un ser noble, inmune al menor infortunio o enfermedad. Se ganó a su mujer (una Caruther, una belleza) compitiendo contra una docena de rivales. Y ella se casó con él y se convirtió en la mejor esposa del mundo. Él quiso un hijo. Ella se lo dio. Quiso una niña y otro niño. Los tuvo. Y sus hijos eran perfectos, sin la menor tara o defecto; tenían el pecho de la anchura de un tonel y habían heredado la fuerza y la salud de hierro de su padre.
       »Y entonces ocurrió. La marca de la bestia cayó sobre él. Le observé durante un año. Se me partía el corazón. Pero él no lo sabía. Nadie más llegó a sospechar nada excepto Stephen Kaluna, aquel maldito hapa-haole. Él sí lo sabía, pero yo desconocía que él lo supiera. Y… sí… el doctor Strowbridge lo sabía. Era el médico federal y había desarrollado un sexto sentido para los casos de lepra. Y es que parte de su trabajo consistía en examinar a los posibles infectados y mandarlos a la estación de Honolulu donde los recibían. Y Stephen Kaluna también había desarrollado un sexto sentido para los casos de lepra. La enfermedad había afectado a buena parte de su familia, y cuatro o cinco parientes suyos estaban ya en Molokai.
       »Todo empezó por culpa de la hermana de Stephen Kaluna. Sospechosa de haber contraído la enfermedad, y antes de que el doctor Strowbridge diera con ella, su hermano la escondió en algún lugar. Lyte era el sheriff de Kona y tenía la obligación de encontrarla.
       »Aquella noche estábamos todos en Hilo, en la taberna de Ned Austin. Stephen Kaluna estaba allí cuando entramos. Estaba solo, borracho y con ganas de pelea. Lyte se reía de algún chiste con aquella risa sonora y alegre de niño grande. Kaluna escupió con desprecio al suelo. Lyte lo vio, como también el resto de los presentes, pero hizo caso omiso. Kaluna buscaba pelea. Se había tomado como afrenta personal que Lyte anduviera en persecución de su hermana. Demostró de varias formas hasta qué punto le disgustaba la presencia de Lyte, pero Lyte ni se inmutó. Supuse que le daba pena, ya que la parte más dura de su trabajo era capturar a los leprosos. No es agradable entrar en casa de un hombre y llevarse de allí a un padre, una madre, un hijo, que no han hecho nada malo, y enviarlos a un destierro perpetuo como Molokai. Ni que decir tiene que Molokai es una medida necesaria para proteger a la sociedad, y creo que Lyte habría sido el primero en detener a su propio padre si hubiera sospechado de él.
       »Por fin Kaluna explotó:
       »—Escucha, Gregory. Crees que vas a encontrar a Kalaniweo, pero estás muy equivocado.
       »Kalaniweo era su hermana. Lyte miró a Kaluna cuando le oyó pronunciar su nombre, pero no le respondió. Kaluna estaba furioso. Cada vez parecía más excitado.
       »—Te diré algo —gritó—. Estarás en Molokai mucho antes de que consigas llevarte a Kalaniweo. Te diré lo que tú eres. No tienes ningún derecho a gozar de la compañía de hombres honrados. Te has dado mucha importancia hablando de tus obligaciones, ¿verdad? Has enviado a muchos leprosos a Molokai sabiendo durante todo este tiempo que es allí donde debías estar tú.
       »He visto enfadado a Lyte en más de una ocasión, pero nunca como en aquel momento. Entre nosotros la lepra no es algo que tomemos a broma. Se abalanzó de un salto sobre Kaluna y le arrastró de la silla cogido del cuello. Le sacudió brutalmente hasta que pudimos oír cómo al pobre mestizo le castañeteaban los dientes.
       »—¿De qué estás hablando? —preguntaba Lyte—. ¡Suéltalo ahora mismo o te estrangularé hasta que hables!
       »¿Sabes?, en el oeste hay una frase que un hombre debe decir entre sonrisas. Ocurre lo mismo aquí, en las islas, aunque en nuestro caso la frase tiene que ver con la lepra. Kaluna podía ser muchas cosas, pero no era un cobarde. En cuanto Lyte dejó de apretarle la garganta, le respondió:
       »—Te diré de lo que hablo. Tú también tienes la lepra.
       »De repente Lyte apartó al mestizo, dejándolo caer sin esfuerzo sobre una silla. Acto seguido soltó una risotada franca y enérgica. Pero sólo se reía él, y cuando se percató de ello nos miró a todos a la cara. Yo me había acercado a él y estaba ya a su lado e intentaba sacarlo de ahí, pero ni siquiera me vio. Miraba fascinado a Kaluna, que se frotaba el cuello con ademanes nerviosos y agitados, como si intentara deshacerse de la contaminación de los dedos que lo habían agarrado. Sus gestos eran genuinos, instintivos.
       »Lyte volvió a mirarnos, uno por uno.
       »—¡Dios mío, amigos! ¡Dios mío! —decía.
       »En realidad no hablaba. Era más un susurro ronco lleno de temor y de horror. Era miedo lo que se palpitaba en su garganta, y no creo que hasta entonces supiera lo que era eso.
       »Entonces su colosal optimismo tomó las riendas y Lyte volvió a reír.
       »—Una buena broma… Me da igual a quién se le haya ocurrido —dijo—. Invito yo a esta ronda. Por un momento me habéis asustado. Pero, amigos, no volváis a hacerlo nunca, a nadie. Son cosas demasiado serias. Os aseguro que he muerto mil veces en ese momento. He pensado en mi esposa, en mis hijos y…
       »Se le quebró la voz, y el mestizo, sin dejar de frotarse el cuello, apartó la mirada. Estaba confundido y preocupado.
       »—John —dijo Lyte, girándose hacia mí.
       »Su voz rotunda y jovial resonó en mis oídos. Pero no pude responderle. En ese momento tragué con dificultad, y además, me daba cuenta de que la expresión de mi rostro me delataba.
       »—John —volvió a llamarme al tiempo que daba un paso hacia mí.
       »Me llamó con timidez, y de todas las pesadillas y horrores posibles, lo más aterrador fue oír el temor en la voz de Lyte Gregory.
       »—John, John, ¿qué quiere decir eso? —continuó, aún más temeroso—. Es una broma, ¿verdad? John, mírame la mano. ¿Te enseñaría la mano si tuviera la lepra? ¿Tengo lepra, John?
       »Tendió la mano. ¿Qué demonios me importaba a mí? Era mi amigo. Tomé su mano, aunque me destrozó el corazón ver de qué modo se le iluminaba la cara.
       »—Era sólo una broma, Lyte —dije—. Nos pusimos de acuerdo para gastártela. Pero tienes razón. Es un asunto demasiado serio. No volveremos a hacerlo.
       »Esta vez Lyte no se rió. Sonreía como un hombre que hubiera despertado de una pesadilla y todavía sintiera la opresión de la sustancia del sueño.
       »—De acuerdo —dijo—. No volváis a hacerlo y yo pago la ronda. Pero debo confesar que por un momento me he visto embarcando hacia el sur. Mirad cómo he sudado.
       »Suspiró y se secó el sudor de la frente mientras se dirigía a la barra.
       »—No es ninguna broma —dijo Kaluna de pronto.
       »Le lancé una mirada asesina y también yo me sentí morir. Pero no me atreví a hablar ni a golpearle. Eso habría precipitado la catástrofe que de algún modo todavía tenía la alocada esperanza de evitar.
       »—No es ninguna broma —repitió Kaluna—. Tienes lepra, Lyte Gregory, y no tienes ningún derecho a poner tus manos sobre la piel de un hombre honrado, sobre la piel sana de los hombres honrados.
       »Entonces Gregory se encendió.
       »—¡La broma ha ido demasiado lejos! ¡Cállate! ¡Cállate, Kaluna, o te daré una paliza!
       »—Primero sométete a un examen bacteriológico —respondió Kaluna—, y después podrás darme una paliza hasta matarme, si eso es lo que quieres. Pero, hombre, no tienes más que mirarte en ese espejo. Seguro que te das cuenta. Todo el mundo se da cuenta. Se te está poniendo cara de león. ¿O es que no ves que se te está oscureciendo la piel sobre los ojos?
       »Lyte se miraba y volvía a mirarse, y vi que le temblaban las manos.
       »—No veo nada —dijo por fin, volviéndose hacia el hapa—haole—. Eres un hombre de mal corazón, Kaluna, y no me avergüenza decir que me has asustado como ningún hombre tiene derecho a asustar a otro. Te tomo la palabra. Voy a solucionar esto ahora mismo. Me voy directo a ver al doctor Strowbridge. Prepárate para cuando regrese.
       »No nos miró, sino que se dirigió hacia la puerta.
       »—Quédate donde estás, John —dijo, indicándome con un ademán que no deseaba compañía.
       »Nos quedamos ahí como un grupo de fantasmas.
       »—Es la verdad —dijo Kaluna—. Vosotros mismos lo habéis visto.
       »Todos me miraron y asentí. Harry Burnley se llevó la copa a los labios, pero volvió a bajar la mano, dejando la bebida intacta. Derramó la mitad sobre la barra. Le temblaban los labios como le tiemblan a un niño a punto de llorar. Ned Austin removió con estrépito la hielera. No estaba buscando nada. No creo que supiera lo que hacía. Nadie hablaba. A Harry Burnley le temblaban los labios más que nunca. De pronto, con una espantosa y maligna expresión, le soltó un puñetazo a Kaluna en plena cara. No se contentó con eso. Los demás no hicimos el menor intento por separarlos. No nos importaba si Harry acababa con la vida del mestizo. Fue una paliza tremenda. No nos interesaba lo más mínimo. Ni siquiera recuerdo el momento en que Burnley paró y el pobre diablo se alejó a rastras. Estábamos demasiado conmovidos.
       »El doctor Strowbridge me lo contó todo después. Se había quedado hasta tarde en la consulta para terminar un informe cuando Lyte entró en su despacho. Lyte ya había recuperado su optimismo y entró con paso alegre, sin duda un poco enfadado todavía con Kaluna, pero muy seguro de sí.
       »—¿Qué otra cosa podía hacer? —me preguntó el doctor—. Yo sabía que estaba enfermo. Hacía meses que lo sabía. No podía darle una respuesta. No podía decirle que sí. No me importa reconocer ante usted que me derrumbé y me eché a llorar. Lyte me suplicó que le sometiera a un examen bacteriológico.
       »—Extráigame una muestra, doctor —no hacía más que repetir—. Extráigame una muestra de piel y hágame la prueba.
       »Las lágrimas del doctor Strowbridge debieron de acabar convenciendo a Lyte. El Claudine zarpaba a la mañana siguiente rumbo a Honolulu. Le alcanzamos cuando subía a bordo. Iba a Honolulu a entregarse al Comité de Salud. No pudimos retenerle. Había enviado a demasiada gente a Molokai para negarse a ir. Insistimos en que se marchara a Japón, pero no hubo manera de que nos escuchara.
       »—Tengo que tomar mi medicina, amigos —era lo único que decía. Lo repetía una y otra vez. La idea le tenía obsesionado. Resolvió todos sus asuntos desde la Estación de Recepción de Honolulu y se fue a Molokai. Allí no se curó. El médico residente nos escribió diciendo que Lyte era una mera sombra de sí mismo. Estaba afligido por su esposa e hijos. Sabía que nosotros cuidábamos de ellos, pero eso no mitigaba su dolor. Pasados unos seis meses fui a Molokai. Me senté a un lado de un panel de cristal y él al otro. Nos mirábamos a través del cristal y hablábamos por una especie de tubo. Pero fue inútil. Estaba decidido a quedarse. Discutimos durante horas. Al final quedé exhausto. Además, el vapor me llamaba, con el son de su sirena.
       »Pero no podíamos dejarlo así. Tres meses después fletamos la goleta Halcyon. Se dedicaba al contrabando de opio y navegaba a una velocidad endemoniada. El capitán era un bruto capaz de lo que fuera por dinero, y le ofrecimos una buena suma para que nos llevara hasta China. Zarpó de San Francisco y unos días más tarde salimos nosotros en el balandro de Landhouse. No era más que un pequeño yate de cinco toneladas, pero navegamos en él cincuenta millas hacia barlovento hasta alcanzar los vientos del nordeste. ¿Que si me mareé? No me he mareado ni una sola vez en toda mi vida. En cuanto perdimos de vista tierra firme nos encontramos con el Halcyon y Burnley y yo subimos a bordo.
       »Emprendimos rumbo a Molokai, adonde llegamos a las once de la noche. La goleta echó anclas y nosotros tomamos tierra a bordo de un bote ballenero en Kalawao, ya sabes, el lugar donde murió el padre Damián. Aquel bruto no le tenía miedo a nada. Con un par de revólveres a la cintura nos acompañó. Los tres cruzamos la península de Kalaupapa, una extensión de unos tres kilómetros. Imagínate: buscábamos en la oscuridad de la noche a un hombre en una colonia de más de mil leprosos. Supongo que no hace falta decir que si alguien daba la alarma estábamos perdidos. El terreno nos era totalmente desconocido y estaba oscuro como la boca del lobo. Aparecieron los perros de los leprosos y empezaron a ladrarnos, y tuvimos que salir de allí dando tumbos hasta que conseguimos darles esquinazo.
       »El bruto encontró la solución. Abrió la marcha y entramos en la primera casa de la colonia. Cerramos la puerta al entrar y encendimos una luz. Había en ella seis leprosos. Les hicimos ponerse en pie y les hablé en idioma nativo. Mi intención era encontrar a un kokua. Un kokua es, literalmente, un ayudante, un nativo que no está infectado, que vive en la colonia y a quien el Comité de Salud paga para que atienda a los leprosos, les cure las heridas y ese tipo de cosas. Nos quedamos en la casa para vigilar a los enfermos mientras el bruto se llevaba a uno de ellos para que le ayudara a encontrar a algún kokua. Lo encontró y lo trajo a la casa a punta de revólver. Pero el kokua se portó bien. Mientras el bruto vigilaba la casa, el kokua nos llevaba a Burnley y a mí a la casa donde estaba Lyte. Estaba solo.
       »—Sabía que vendríais —dijo Lyte—. No me toques, John. ¿Cómo están Ned, y Charley, y el resto? Da igual, contádmelo luego. Estoy listo para marcharme. Llevo aquí nueve meses. ¿Dónde está el barco?
       »Nos dirigimos a la otra casa para recoger al bruto, pero se había disparado la alarma. Las ventanas de las casas empezaron a iluminarse y se oían portazos. Habíamos acordado que no dispararíamos a no ser que fuera estrictamente necesario, y cuando nos detuvieron luchamos con los puños y con las culatas de los revólveres. Tuve que pelear con un tipo enorme. No podía quitármelo de encima, a pesar de que le golpeé de lleno en la cara con el puño en dos ocasiones. Peleamos cuerpo a cuerpo y caímos al suelo, rodando, revolviéndonos, cada uno luchando por dominar al otro. Él me tenía ya en sus manos cuando alguien se acercó corriendo con una linterna. Entonces le vi la cara. ¡Cómo podría describir el horror de lo que vi! No era una cara, sino rasgos descompuestos o en descomposición, un rostro totalmente desfigurado, sin nariz, sin labios, con una oreja hinchada y deforme que le colgaba hasta el hombro. En aquel cuerpo a cuerpo me apretó contra él hasta que aquella oreja me dio en la cara. Creo que entonces enloquecí. Aquello era demasiado terrible. Empecé a golpearle con el revólver. No sé cómo ocurrió, pero justo cuando estaba a punto de soltarme me clavó los dientes. Tenía parte de la mano metida en aquella boca sin labios. Entonces le golpeé con la culata del revólver directamente entre los ojos y relajó la mandíbula.
       Cudworth me tendió la mano a la luz de la luna y pude ver las cicatrices. Parecía que la hubiera despedazado un perro.
       —¿No tuviste miedo? —le pregunté.
       —Sí. He estado esperando siete años. ¿Sabes?, ése es el tiempo que tarda la enfermedad en incubarse. Esperé aquí, en Kona, aunque la enfermedad no apareció. Pero durante esos siete años no hubo ni un solo día, ni una sola noche en que no paseara la vista por… por todo esto.
       Se le quebró la voz al tiempo que desviaba la vista del océano bañado por la luna hacia las cumbres nevadas.
       —No soportaba la idea de tener que dejar esto, de no volver a ver a Kona. ¡Siete años! No me infecté. Pero por esta razón sigo soltero. Estaba prometido. No podía casarme sin estar seguro. Ella no lo entendió. Se fue a Estados Unidos y se casó. No la he vuelto a ver.
       »Justo en el momento en que me deshice del policía leproso se oyó un estruendo: unos cascos resonaban como si se tratara de una carga de caballería. Era el bruto. Temiendo un altercado, había aprovechado el tiempo y obligado a aquellos benditos leprosos que estaban a su cuidado a que ensillaran cuatro caballos. Estábamos preparados. Lyte había dejado fuera de combate a tres kokuas, y entre los dos habíamos librado a Burnley de otros dos. Para entonces la colonia entera estaba alborotada y cuando nos alejábamos alguien nos disparó con un Winchester. Seguro que fue Jack McVeigh, el superintendente de Molokai.
       »¡Menuda huida! Caballos leprosos, sillas leprosas, bridas leprosas, la más absoluta oscuridad, balas silbando por todas partes, y un camino no precisamente bueno. Y el caballo del bruto era una mula y encima él no sabía montar. Pero llegamos al bote ballenero y mientras nos perdíamos entre los rompientes pudimos oír los caballos bajando por la colina desde Kalaupapa.
       »Cuando vayas a Shanghai busca a Lyte Gregory. Trabaja allí en una empresa alemana. Invítale a cenar y pide vino. Dale todo lo mejor, pero no permitas que pague nada. Envíame la factura. Su esposa y los niños están en Honolulu, y necesita el dinero para ellos. Lo sé. Les envía casi todo su sueldo y vive como un anacoreta. Y háblale de Kona. En Kona es donde ha dejado el corazón. Háblale todo lo que puedas de ella.



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