Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
La liga de los ancianos (1902)
(“The League of the Old Men”)
Originalmente publicado en Brandur Magazine (4 de octubre de 1902);
reimpreso en California Review (junio de 1904)
y The Grand Magazine (agosto de 1906);
Children of the Frost
(Nueva York: Macmillan Company, 1902, 261 págs.)
En los cuarteles un hombre iba a ser condenado a muerte. Se trataba
de un viejo, un nativo del río Pez Blanco, que desemboca en el Yukón
debajo del lago Le Barge. Todo Dawson estaba pendiente del asunto, e
igualmente los habitantes del Yukón en mil millas a la redonda. Era
costumbre de los ladrones de tierras y de aguas anglosajones hacer
cumplir su ley a los pueblos conquistados, y frecuentemente esta ley era
rigurosa. Pero en el caso de Imber, la ley parecía, por una vez en la
vida, inadecuada y débil. En la naturaleza matemática de las cosas, la
equidad no residía en el castigo que se le aplicase. El castigo era una
conclusión predeterminada, no podía haber duda de ello, y aunque era
capital, Imber sólo tenía una vida, mientras que los cargos contra él se
contaban por cientos.
De hecho, pesaba sobre sus manos la sangre de tanta gente, que los
crímenes atribuidos a él no permitían una enumeración precisa. Fumando
una pipa junto al sendero o dormitando frente a la estufa, los hombres
hacían estimaciones aproximadas de la gente que había perecido en sus
manos. Todos habían sido blancos, esos hombres asesinados, y habían sido
matados individualmente, por pares o en grupos. Y estas matanzas habían
sido tan inútiles y sin sentido, que durante mucho tiempo constituyeron
un misterio para la policía montada, incluso en el tiempo de los
capitanes, y también más tarde, cuando se descubrieron los yacimientos y
un gobernador vino desde el Dominio para hacer que la tierra pagase por
su prosperidad.
Pero todavía más misteriosa fue la llegada de Imber a Dawson para
entregarse. Ocurrió al final de la primavera, cuando el Yukón gruñía y
se retorcía bajo el hielo: el viejo indio trepó costosamente el
terraplén, dejando atrás el sendero del río, y se detuvo en la calle
principal. Los hombres que fueron testigos de su aparición afirmaron que
estaba débil y tembloroso, y que se arrastró hasta un montón de troncos
para chozas y se sentó. Estuvo sentado allí un día entero,
contemplando, sin mover la cabeza, la incesante marea de blancos que
fluía ante él. Muchas cabezas giraron curiosamente para encontrar su
mirada, y se hizo más de una observación relativa al viejo Siwash, que
tenía una fisonomía tan extraña. Innumerables hombres recordaron después
que les había sorprendido su extraordinaria figura, y desde entonces se
enorgullecían de saber discernir rápidamente lo excepcional.
Pero correspondió a Dickensen, al pequeño Dickensen, ser el héroe de
la jornada. El pequeño Dickensen había llegado a la región con grandes
sueños y unos cuantos ahorros; pero los sueños se habían desvanecido
junto con los ahorros, y para pagarse su pasaje de vuelta a los Estados
Unidos había aceptado un trabajo subalterno en el negocio de cambio
Holbrook y Manson. Al otro lado de la calle donde estaba la oficina de
Holbrook y Manson, se alzaba el montón de troncos sobre el que se había
sentado Imber. Dickensen lo miró desde la ventana antes de ir a
almorzar, y cuando volvió de almorzar, miró de nuevo a través de la
ventana, y el viejo Siwash todavía estaba allí.
Dickensen siguió mirando a través de la ventana, y también él se
enorgulleció a partir de entonces de su rápido discernimiento. Era un
muchacho romántico, y atribuyó la inmovilidad del viejo pagano al genio
de la raza Siwash, que observaba con ojos tranquilos las huestes del
invasor sajón. Las horas transcurrían, pero Imber no variaba su postura,
ni movía un pelo los músculos de su cuerpo, y Dickensen recordó al
hombre que un día permaneció sentado sobre un trineo, en la calle
principal, por donde transitaban los hombres en todas direcciones.
Pensaban que el hombre estaba descansando, pero más tarde, cuando lo
tocaron, lo hallaron tieso y frío, congelado hasta la muerte en medio de
la calle concurrida. Para enderezarlo de modo que pudiera caber en un
ataúd, tuvieron que arrastrarlo hasta una hoguera y deshelarlo un poco.
Dickensen tembló al recordarlo.
Más tarde, Dickensen salió a la calle para fumar un puro y tomar el
aire; y un poco más tarde, acertó a pasar por allí Emily Travis. Emily
Travis era exquisita, delicada y extraña, y se vestía en Londres o
Klondike como digna hija de un ingeniero de minas millonario. El pequeño
Dickensen depositó su cigarro en el borde exterior de una ventana,
donde pudiera encontrarlo de nuevo, y se sacó el sombrero.
Conversaron durante unos diez minutos, hasta que Emily Travis,
lanzando una mirada por encima del hombro de Dickensen, emitió un
pequeño chillido de terror. Dickensen se dio vuelta para mirar, y quedó a
su vez sobrecogido. Imber había cruzado la calle y estaba allí, de pie,
como una sombra de aspecto flaco y hambriento, con la mirada fija en la
muchacha.
—¿Qué quieres? —preguntó el pequeño Dickensen, con resolución temblorosa.
Imber gruñó y observó a Emily Travis con mirada acechante. La
contempló de arriba a abajo, amable y cuidadosamente, sin omitir una
sola pulgada de su cuerpo. Parecía especialmente interesado en su pelo
sedoso y marrón, y en el color de sus mejillas, pálidamente rosadas y
suaves, como la blanda floración de un ala de mariposa. Caminó a su
alrededor, observándola con el ojo calculador de un hombre que estudia
las líneas de un caballo o de una barca. En el transcurso de su
circuito, el lóbulo rosado de la oreja de la muchacha se interpuso entre
sus ojos y el sol poniente, y se detuvo a contemplar aquella
transparencia. Luego, se colocó ante su rostro y contempló larga y
resueltamente sus ojos azules. Gruñó y extendió una mano hasta tocar el
brazo de la muchacha entre el hombro y el codo. Con la otra mano,
levantó su antebrazo y lo dobló hacia atrás. Desagrado y perplejidad se
dibujaron en su rostro, y soltó el brazo de Emily con un gruñido
desdeñoso. Entonces murmuró unas cuantas sílabas guturales, dio la
espalda a la muchacha y se dirigió a Dickensen.
Dickensen no pudo comprender lo que decía, y Emily Travis se puso a
reír. Imber giraba alternativamente hacia uno y hacia otro, con mirada
torva, pero ambos sacudían sus cabezas. Estaba a punto de marcharse,
cuando Emily gritó:
—¡Oh, Jimmy! ¡Ven aquí!
Jimmy vino desde el otro lado de la calle. Era un indio grande y
pesado vestido correctamente a la manera blanca, con un sombrero de rey
de Eldorado en su cabeza. Conversó con Imber entrecortadamente, con
espasmos en la garganta. Jimmy era un Sitkan, y sólo poseía un
conocimiento superficial de los dialectos del interior.
—Él ser un hombre Pez Blanco —dijo a Emily Travis—. Yo no conocer mucho su lengua. El querer ver jefe blanco.
—El gobernador —sugirió Dickensen.
Jimmy conversó un poco más con el Pez Blanco, y su rostro se tomó grave y desconcertado.
—Creo que él querer hablar capitán Alexander —explicó—. El decir
haber matado hombres blancos, mujeres blancas, muchachos blancos, haber
matado mucha gente blanca. Él querer morir.
—Me parece que está loco —dijo Dickensen.
—¿Cómo llamas a eso? —inquirió Jimmy.
Dickensen aplicó un dedo figurativo a su cabeza y le impartió un movimiento rotativo.
—Quizás, quizás —dijo Jimmy, volviéndose hacia Imber, que todavía pedía por el jefe de los hombres blancos.
Un policía montado (desmontado para el servicio en el Klondike) se
unió al grupo y escuchó cómo Imber repetía su deseo. Era un individuo
joven y fornido, de anchos hombros y pecho hundido, con las piernas bien
formadas y muy separadas, y tan alto que, aunque Imber también lo era,
le pasaba media cabeza. Sus ojos eran fríos, grises y firmes, y se
comportaba con la confianza peculiar de un poder alimentado por la
sangre y la tradición. Su espléndida masculinidad —era un simple
chiquillo— y sus mejillas imberbes prometían sonrojarse tan prestamente
como las mejillas de una doncella.
Imber se dirigió hacia él inmediatamente. El fuego se agolpó en sus
ojos al ver en las mejillas del muchacho una cicatriz producida por un
sable. Dejó discurrir su mano arrugada por la pierna del joven y
acarició su duro tendón. Golpeó el amplio pecho con sus nudillos, y
oprimió y pinchó el pesado peto muscular que cubría sus hombros como una
coraza. Al grupo se hablan añadido curiosos transeúntes —mineros
fornidos, montañeros y hombres de la frontera, descendientes de los
viejos pioneros de largas piernas y anchos hombros. Imber los miró a
todos, de uno en uno, y luego habló fuertemente en idioma Pez Blanco.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Dickensen.
—Él decir que todos ser iguales, como ese policía —interpretó Jimmy.
El pequeño Dickensen se sintió pequeño, ¿y qué decir de Miss Travis? Dickensen se arrepintió de haber hecho la pregunta.
El policía se compadeció de él e intentó romper la tensión.
—Pienso que quizás haya algo cierto en su historia. Lo llevaré al Capitán para que lo interrogue. Dile que venga conmigo, Jimmy.
Jimmy dio rienda suelta a una nueva serie de espasmos guturales, e Imber gruñó y pareció satisfecho.
—Pero pregúntale lo que dijo, Jimmy, y qué pretendía cuando agarró mi brazo.
Así habló Emily Travis, y Jimmy transmitió la pregunta y recibió la respuesta.
—Él decir tú no tener miedo —dijo Jimmy.
Emily Travis pareció complacida.
—Él decir tú no ser skookum, no ser fuerte, sino muy suave como un
pequeño bebé. Él poder romperte en pedazos con sus dos manos. Él pensar
que ser muy divertido, muy extraño, cómo tú poder ser madre de hombres
tan grandes, tan fuertes, como ese policía.
Emily Travis conservó sus ojos alzados y firmes, pero sus mejillas se
tiñeron de escarlata. El pequeño Dickensen se enrojeció y estaba muy
embarazado. El rostro del policía brilló con su sangre de muchacho.
—Ven conmigo —dijo ásperamente, empujando con sus hombros a la multitud y abriéndose paso.
Así fue cómo Imber logró llegar hasta el cuartel, donde hizo una
confesión completa y voluntaria, y de cuyos recintos nunca más salió.
Imber parecía muy cansado. La fatiga de la desesperación y de la edad
se dibujaba en su rostro. Sus hombros colgaban deprimentemente y sus
ojos carecían de brillo. Su mata de pelo debería ser blanca, pero el sol
y las inclemencias del tiempo la habían quemado y sacudido. de forma
que colgaba como algo fláccido, inerte y sin color. No parecía
interesarse en lo que ocurría a su alrededor. La audiencia estaba
repleta de hombres procedentes de los yacimientos y de los senderos, y
había una nota siniestra en los runruneos de sus voces bajas, que
llegaban hasta sus oídos como el rugido del mar desde las profundas
cavernas.
Estaba sentado cerca de la ventana, y sus ojos apáticos se posaban de
vez en cuando en el melancólico paisaje exterior. El cielo estaba
completamente cubierto, y caía una llovizna gris. Era la época de las
inundaciones en el Yukón. El hielo había desaparecido y el río anegaba
la ciudad. Por la calle principal, en canoas y barcas de pértigas,
transitaba en todas direcciones el pueblo incansable. A menudo veía a
esas barcas doblar la esquina de la calle y entrar en la plaza inundada
que marcaba el patio del cuartel. A veces desaparecían bajo él, y las
oía chocar contra los troncos de la casa, mientras sus ocupantes
trepaban por la ventana. Después venía el chasquido del agua contra las
piernas de los hombres, cuando éstos se internaban por la habitación
inferior y subían las escaleras. Y luego aparecían en el umbral de la
puerta, con sus sombreros quitados y sus botas de agua chorreantes, y se
añadían a la multitud expectante.
Y mientras todos ellos centraban sus miradas en él y con torva
anticipación celebraban el castigo que tendría que sufrir, Imber los
miraba y meditaba sobre sus modos de vida y sobre su ley que nunca
dormía, que funcionaba sin cesar, tanto en los buenos tiempos como en
los malos, en épocas de inundación y de hambre, en medio de los
tumultos, el terror y la muerte, y que funcionaría sin cesar, pensaba
él, hasta el fin de los tiempos.
Un hombre dio unos fuertes golpee sobre una mesa, y las
conversaciones se ahogaron en el silencio. Imber miró al hombre. Parecía
tener autoridad y, sin embargo, Imber intuía que el hombre de cejas
cuadradas sentado al fondo de la sala, ante un pupitre, era el jefe de
todos ellos, incluido el hombre que había dado los golpes. Otro hombre
que ocupaba la misma mesa se levantó y comenzó a leer en voz alta unas
hojas de papel. Al comienzo de cada hoja se aclaraba la garganta; al
final, se humedecía los dedos. Imber no comprendía su discurso, pero los
otros sí lo comprendían, y sabía que les producía enfado. A veces les
producía mucho enfado, y en un momento determinado un hombre lo maldijo,
en monosílabos, convulsionado y tenso, hasta que uno de los hombres de
la mesa dio unos golpes para que se callara.
El hombre leyó durante un período interminable. Su declamación
monótona y zumbante le produjo sueño, e Imber estaba soñando
profundamente cuando el hombre cesó. Una voz le habló en su propia
lengua Pez Blanco, y él se despertó, sin sorpresa, para descubrir el
rostro del hijo de su hermana, un joven que se había marchado hacía años
para habitar entre los blancos.
—Tú no te acuerdas de mí —dijo a modo de saludo.
—Sí —contestó Imber—. Tú eres Howkan, el que se marchó. Tu madre murió.
—Era ya muy vieja —dijo Howkan.
Pero Imber no lo oía, y Howkan, con la mano en su hombro, lo despertó de nuevo.
—Yo te diré lo que el hombre ha dicho, que es la relación de los
males que tú has hecho y que tú mismo contaste, ¡oh, desdichado!, al
capitán Alexander. Y tú me escucharás y me dirás si es cierto o no es
cierto. Así está mandado.
Howkan había caído entre la gente de la misión, donde le habían
enseñado a leer y escribir. En sus manos sostenía las cuartillas que el
hombre habla leído en voz alta, las mismas que había redactado un
empleado cuando Imber hizo su primera confesión, por boca de Jimmy, ante
el capitán Alexander. Howkan comenzó a leer. Imber escuchó durante unos
instantes, pero pronto una expresión de asombro se dibujó en su rostro y
lo interrumpió abruptamente.
—Éstas son mis palabras, Howkan. Pero salen de tus labios sin que tus oídos la hayan escuchado.
Howkan sonrió con autosuficiencia. Su pelo estaba partido por la mitad.
—No, salen del papel, oh Imber. Nunca las escucharon mis oídos. Salen
del papel, a través de mis ojos, hacia mi cabeza, y de mi boca hacia
ti. Así salen.
—¿Así salen? ¿Están allí, en el papel? —la voz de Imber se ahogó en
un murmullo de espanto, al tiempo que hacía crujir las cuartillas entre
sus dedos y observaba los caracteres garabateados en ellas—. Es una gran
maravilla, Howkan, y tú eres un productor de encantos.
—No es nada, no es nada —respondió el joven despreocupadamente y con
orgullo. Leyó al azar un extracto del documento—: En aquel año, antes de
que se rompiera el hielo, llegaron un viejo y un muchacho a quien le
faltaba un pie. A éstos también los maté, y el viejo hizo mucho ruido…
—Es cierto —interrumpió Imber sin aliento—. Hizo mucho ruido y tardó
mucho en morir. ¿Pero cómo lo sabes, Howkan? ¿Quizás te lo dijo el jefe
de los hombres blancos? Nadie me vio, y sólo a él se lo conté.
Howkan movió la cabeza con Impaciencia.
—¿No te he dicho, estúpido, que está en el papel?
Imber observó atentamente la superficie cubierta de garabatos de tinta.
—¿Al igual que el cazador contempla la nieve y dice: “Por aquí pasó
ayer un conejo; y aquí, agazapado junto al sauce, permaneció y escuchó, y
oyó, y tuvo miedo; y aquí volvió sobre sus pasos; y de aquí partió con
gran rapidez, a grandes saltos; y aquí llegó con mayor rapidez y saltos
mayores, un lince; y aquí, donde las garras se hunden en la nieve, el
lince dio un salto enorme; y aquí le alcanzó, con el conejo y patas
arriba; y aquí comienzan los rastros del lince solo, y ya no hay más
conejos”. Al igual que el cazador contempla las huellas en la nieve y
dice esto y aquello y aquí y allí, así tú, también, contemplas el papel y
dices esto y aquello, y aquí y allí están las cosas que hizo el viejo
Imber?
—En efecto —dijo Howkan—. Y ahora escucha y guarda tu lengua materna entre los dientes hasta que se te llame a declarar.
A partir de este momento, y durante un largo tiempo, Howkan le leyó
la confesión, e Imber permanecía meditabundo y silencioso. Al final
dijo:
—Son mis palabras y son ciertas, pero me estoy volviendo viejo,
Howkan, y ahora me vuelven cosas olvidadas que estaría bien que las
supiera aquel hombre de allí, el que manda. En primer lugar, está el
hombre que vino de las Montañas de Hielo, con astutas trampas de hierro,
a cazar el castor del Pez Blanco. Lo maté también. Y están los tres
hombres que buscaban oro a lo largo del Pez Blanco. También los maté y
los dejé como pasto para los lobos. Y en los Cinco Dedos había un hombre
con una balsa y mucha carne.
En las pausas que Imber hacía para recordar, Howkan traducía y un
escribiente reducía sus palabras a escritura. La audiencia escuchaba
impasiblemente la relación sin adornos de todas las pequeñas tragedias,
hasta que Imber habló de un pelirrojo bizco al que había matado desde
una distancia notablemente larga.
—¡Maldición! —dijo un hombre que se hallaba en las primeras filas de
los espectadores. Lo dijo conmovedora y afligidamente. Era pelirrojo—.
¡Maldición! —repitió—. Era mi hermaro Bill.
Y a intervalos regulares, a todo lo largo de la sesión, se escuchó en
la audiencia su solemne “¡Maldición!”; ni sus camaradas lo refrenaron,
ni el hombre de la mesa lo llamó al orden.
La cabeza de Imber se agachó una vez más, y sus ojos se apagaron,
como si una membrana se hubiera tendido ante ellos y los ocultara del
mundo. Y soñó, como sólo los viejos pueden soñar, en la colosal
futilidad de la juventud.
Poco después, Howkan volvió a despertarlo diciendo:
—Levántate, oh Imber. Te ordenan que digas por qué hiciste todos esos
males y mataste a esa gente, y por qué al final viniste aquí en busca
de la ley.
Imber se puso de pie y, debilitado, comenzó a oscilar hacia adelante y
hacia atrás. Empezó su discurso en voz baja y apagadamente ronca, pero
Howkan lo interrumpió.
—Este viejo está loco —dijo en inglés al hombre de las cejas cuadradas—. No dice más que disparates, habla como un niño.
—Escucharemos lo que dice aunque hable como un niño —dijo el hombre
de las cejas cuadradas—. Y lo escucharemos palabra por palabra, a medida
que hable, ¿me entiendes?
Howkan entendió, y los ojos de Imber se iluminaron, pues había
presenciado el juego entre el hijo de su hermana y el hombre de la
autoridad. Y entonces comenzó la historia, la epopeya de un patriota de
piel de bronce para las generaciones venideras. La multitud permaneció
sumergida en un extraño silencio, y el juez de las cejas cuadradas apoyó
la cabeza en su mano y ponderó su alma y el alma de su raza. Sólo se
escuchaban los tonos profundos de Imber, alternándose rítmicamente con
la voz chillona del intérprete, y, de vez en cuando, como las campanas
del Señor, con el asombrado y meditativo “¡Maldición!” del pelirrojo.
—Yo soy Imber del pueblo Pez Blanco —así discurría la interpretación
de Howkan, cuyo inherente barbarismo se iba apoderando de él, y que iba
perdiendo la cultura aprendida en la misión y la venerada civilización a
medida que asumía el tono y ritmo salvajes de la narración de Imber—.
Mi padre fue Otsbaok, un hombre fuerte. La tierra estaba al abrigo del
sol y de la alegría cuando yo era un muchacho. La gente no tenía avidez
de cosas nuevas, ni prestaba oídos a nuevas voces, y el modo de vida de
sus padres era su modo de vida. Las mujeres encontraban favor en los
ojos de los jóvenes, y los jóvenes las miraban con satisfacción. Los
recién nacidos colgaban de los pechos de las mujeres, y ellas estaban
contentas con el aumento de la tribu. Los hombres eran hombres en
aquellos tiempos. En la paz y en la prosperidad, en la guerra y en el
hambre, eran hombres.
“En aquel tiempo había más peces en el agua que ahora y más carne en
el bosque. Nuestros perros eran lobos protegidos por una piel gruesa y
resistente al hielo y a la tormenta. E igual que nuestros perros también
nosotros éramos resistentes al hielo y a la tormenta. Y cuando los
Pellys llegaron a nuestras tierras, los matamos y fueron exterminados.
Pues éramos hombres, nosotros, los Pez Blanco, y nuestros padres y los
padres de nuestros padres habían luchado contra los Pellys y habían
determinado los límites de nuestras tierras.
“Como he dicho, igual que nuestros perros éramos nosotros. Y un día
llegó el primer hombre blanco. Se arrastraba así, a gatas, sobre la
nieve y su piel estaba muy apretada, y se le veían los huesos debajo.
Nunca existió un hombre semejante, pensamos, y nos preguntamos a qué
extraña tribu pertenecía, y de qué país procedía. Y estaba débil,
absolutamente débil, como un niño pequeño, de modo que le hicimos un
lugar junto al fuego, y le entregamos pieles calientes para que se
echara sobre ellas, y le dimos alimentos como si se tratara de un niño.
“Y con él iba un perro, tan grande como tres de nuestros perros, y
muy débil. El pelo de este perro era corto, y no abrigaba, y su cola se
había congelado hasta tal punto que su punta se cayó en pedazos. Y
alimentamos a este extraño perro, y lo recostamos junto al fuego, y
apartamos de él a nuestros perros, que si no lo habrían matado. Y el
hombre y el perro recobraron sus fuerzas con la carne de alce y con el
salmón secado al sol; y, al recobrar fuerzas se agrandaron y perdieron
miedo. Y el hombre emitió palabras altas y se rió de los viejos y de los
jóvenes, y miró descaradamente a nuestras doncellas. Y el perro luchó
con nuestros perros, y, a pesar de su pelo corto y de su debilidad, mató
a tres de ellos en un día.
“Cuando le preguntamos al hombre por su pueblo, dijo: 'Tengo muchos
hermanos', y se rió de un modo que no era bueno. Y cuando ya hubo
recobrado todas sus fuerzas, se marchó, y con él marchó Noda, la hija
del jefe. Después de esto, una de nuestras perras parió. Y nunca
habíamos visto semejante progenie de perros: cabeza grande, gruesas
mandíbulas y pelo corto, e inútiles. Recuerdo muy bien a mi padre,
Otsbaok, un hombre fuerte. Su rostro se puso negro de cólera ante
aquella inutilidad, agarró una piedra, así, y así, y ya no hubo más
inutilidad. Y dos veranos después de esto volvió Noda a nuestra tierra
con un hijo del hombre en sus brazos.
“Y ese fue el comienzo. Llegó un segundo hombre blanco, con perros de
pelo corto, que dejó tras él cuando partió. Y con él partieron seis de
nuestros perros más fuertes, por los que dio, en trueque, a Koo—So—Tee,
hermano de mi madre, una estupenda pistola que hacía fuego seis veces
seguidas con gran rapidez. Y Koo—So—Tee se agrandó con su pistola, y se
rió de nuestros arcos y de nuestras flechas. 'Cosas de mujeres', los
llamó y salió al encuentro del oso de cara pelada con la pistola en la
mano. Ahora sabemos que no es bueno cazar al cara pelada con una
pistola, ¿pero cómo lo íbamos a saber? ¿Y cómo lo iba a saber
Koo—So—Tee? De modo que salió al encuentro del cara pelada, muy bravo, y
disparó su pistola seis veces con gran rapidez; y el cara pelada se
limitó a gruñir y a lanzarse sobre su pecho como si fuera un huevo, y
esparció los sesos de Koo—So—Tee por el suelo como sí fueran miel de un
nido de abeja. Era un buen cazador, y no hubo nadie que trajera carne a
su squaw y a sus hijos. Y sentimos amargura, y dijimos: 'Lo que es bueno
para el blanco, no es bueno para nosotros'. Y esto es cierto. Los
blancos son muchos y gordos, pero su modo de vida nos ha vuelto pocos y
delgados.
“Llegó el tercer hombre blanco, repleto de todo tipo de alimentos
fantásticos y de cosas. Y nos tomó en trueque veinte de nuestros perros
más fuertes. También, a cambio de presentes y grandes promesas, se llevó
consigo diez jóvenes cazadores para un viaje por tierras que nadie
conocía. Se dijo que murieron en la nieve de las Montañas de Hielo donde
nunca ha estado el hombre, o en las Colinas del Silencio que están más
allá del borde de la Tierra. Sea lo que fuere, los perros y los jóvenes
cazadores no fueron vistos nunca más por el pueblo Pez Blanco.
“Y con los años llegaron más hombres blancos y siempre, a cambio de
monedas y de regalos, se llevaban con ellos a los jóvenes. Y a veces los
jóvenes volvían contando extrañas historias de peligros y de trabajos
fatigosos en las tierras que están más allá de los Pellys, y a veces no
volvían. Y nosotros dijimos: 'Si estos hombres blancos no le tienen
miedo a la vida, es porque tienen muchas vidas; pero nosotros, los Pez
Blanco, somos pocos, y ningún otro joven saldrá de aquí'. Pero los
jóvenes partieron; y también partieron las jóvenes; y quedamos muy
tristes.
“Es cierto, comimos harina y tocino salado, y bebimos té, lo cual era
un gran placer; sólo que, cuando no podíamos obtener té, era una gran
contrariedad y nos volvíamos taciturnos y coléricos. Así comenzamos a
tener avidez de las cosas que los blancos traían para comerciar.
¡Comercio! ¡Comercio! ¡Todo el tiempo comercio! Un invierno vendimos
nuestra carne a cambio de relojes de pared que no marchaban, y de
relojes de pulseras con las entrañas rotas, y de limas completamente
lisas, y de pistolas sin cartuchos e inútiles. Y entonces sobrevino el
hambre, y no teníamos carne, y muchos murieron antes de la llegada de la
primavera.
“Ahora nos hemos vuelto débiles, dijimos, y los Pellys caerán sobre
nosotros y borrarán los límites de nuestro territorio. Pero lo mismo que
ocurría con nosotros ocurría con los Pellys, y estaban demasiado
debilitados para venir a pelear con nosotros.
“Por aquel entonces mi padre, Otsbaok, un hombre fuerte, era viejo y
muy sabio. Y le habló al jefe, diciendo: ‘Mira, nuestros perros ya no
valen nada. Ya no tienen un pelaje grueso ni son fuertes, y mueren con
la helada y el arnés. Vayamos a la aldea y matémoslos, salvando
únicamente a los perros lobos, y a éstos soltémoslos en la noche para
que se acoplen con los lobos salvajes del bosque. Así tendremos de nuevo
perros resistentes y fuertes’.
“Y sus palabras fueron escuchadas, y nosotros, los Pez Blanco,
adquirimos renombre por nuestros perros, que eran los mejores de la
región. Pero no éramos conocidos por nosotros mismos. Nuestros jóvenes
de uno y otro sexo se habían ido con los blancos deambulando por
senderos y ríos hasta lejanas tierras. Y las jóvenes volvían viejas y
destrozadas tal como había vuelto Noda, o ya no volvían. Y los jóvenes
volvían a sentarse junto a nuestro fuego por un tiempo, llenos de malas
palabras y modales groseros, bebiendo malas bebidas y jugando día y
noche, siempre con una gran inquietud en sus corazones, hasta que
llegaba a ellos la llamada de los blancos y partían de nuevo a tierras
desconocidas. Y no tenían honor ni respeto, mofándose de las viejas
costumbres y riéndose en la cara del jefe y de los shamanes.
“Como he dicho, nosotros los Pez Blanco nos habíamos vuelto una raza
débil. Vendíamos nuestras pieles de abrigo y nuestros forrajes por
tabaco y whisky, y por prendas de lino algodón que nos dejaban tiritando
en medio del frío. Y la enfermedad de la tos se apoderó de nosotros, y
los hombres y las mujeres tosían y transpiraban a lo largo de las
noches, y los cazadores escupían sangre sobre la nieve de los senderos.
Hoy uno, mañana otro, muchos comenzaron a sangrar abundantemente por la
boca y murieron. Y las mujeres parían pocos niños, y los parían muy
débiles y propensos a la enfermedad. Y otras enfermedades nos trajeron
los blancos, enfermedades que nunca habíamos visto y que no podíamos
entender. He oído que a esas enfermedades las llamaban viruela y
sarampión, y moríamos de ellas como muere el salmón en los remansos,
cuando sus huevos, al caer, pierden el caparazón y no hay razón para que
sigan viviendo.
“Y además —y en ello radica lo extraño de todo esto— los blancos
llegan como el aliento de la muerte; todos sus caminos conducen a la
muerte, sus gargantas están llenas de muerte; y sin embargo no mueren.
Suyos son el whisky y el tabaco, y los perros de pelo corto; suyas las
múltiples enfermedades, la viruela y el sarampión, la tos y el sangrar
por la boca; blanca es su piel, y suave ante el hielo y la tormenta y
suyas son las pistolas que hacen fuego seis veces con gran rapidez y que
no sirven. Y sin embargo engordan en sus múltiples enfermedades, y
prosperan, y extienden una mano pesada sobre todo el mundo, y pisotean
poderosamente a los pueblos. Y sus mujeres, a su vez, son suaves como
recién nacidos, frágiles, y aunque nunca quebrantadas, y son las madres
de los hombres. Y de toda esta suavidad, enfermedad y debilidad, brota
la fuerza, el poder y la autoridad. Si son dioses o demonios, no lo sé.
¿Qué puedo saber yo… yo, el viejo Imber de los Pez Blanco? Sólo sé que
estos hombres blancos están más allá del entendimiento, y que son los
mayores aventureros y luchadores que existen en la tierra.
“Como he dicho, la carne del bosque escaseó más y más. Es cierto, el
rifle del blanco es excelente y mata desde muy lejos; pero ¿de qué sirve
un rifle si no hay carne que matar? Cuando era un muchacho en el Pez
Blanco había alces en todas las colinas, y cada año aparecían
innumerables caribús. Pero ahora el cazador puede seguir un rastro diez
días y no ver un solo alce, mientras los innumerables caribús ya no
aparecen. De poco sirve un rifle, digo yo, que mate desde muy lejos,
cuando no hay nada que matar.
“Y yo, Imber, medité en estas cosas, observando, mientras, cómo
perecían los Pez Blanco, y los Pellys, y todas las tribus de estas
tierras, del mismo modo que perecía la carne del bosque. Medité largo
tiempo. Hablé con los shamanes y con los viejos sabios. Me alejé, para
que los sonidos de la aldea no me molestaran, y no comí carne para que
mi vientre no me pesara ni me adormeciera el ojo y el oído. Estuve
sentado largo tiempo sin dormir en el bosque, con los ojos al acecho del
signo, y con orejas pacientes y atentas a la palabra que iba a
pronunciarse. Y deambulé, solo en la oscuridad de la noche, hasta llegar
a la ribera del río, donde gemía el viento y sollozaba el agua, y donde
las almas de los viejos shamanes que habitaban en los árboles, de los
muertos y de los que se habían ido, me infundieron sabiduría.
“Y al final, como si fuera una visión, se me aparecieron los
detestables perros de pelo corto, y el camino a seguir pareció claro.
Por la sabiduría de mi padre, Otsbaok, un hombre fuerte, se había
conservado limpia la sangre de nuestros perros lobos, y por lo tanto
seguían teniendo un pelaje que los abrigaba y eran fuertes en el arnés.
De modo que volví a mi aldea e hice un discurso ante los hombres. ‘Estos
hombres blancos pertenecen a una tribu’, dije. ‘Una tribu muy grande, y
sin duda ya no hay carne en su tierra y han venido a la nuestra para
hacerse un nuevo hogar. Pero nos debilitan y morimos. Son gente muy
hambrienta. Nuestra carne ya ha desaparecido y, si queremos vivir, lo
mejor será que hagamos con ellos lo mismo que hicimos con sus perros’.
“Y todavía hice un discurso más largo, incitando a la lucha. Y los
hombres del Pez Blanco escuchaban, y unos decían una cosa, y otros otra,
y los de más allá hablaban de cosas inútiles, y nadie habló bravamente
de hechos y de guerra. Pero mientras los jóvenes eran débiles como el
agua y tenían miedo, me di cuenta de que los viejos permanecían en
silencio, y que en sus ojos centelleaba el fuego. Y más tarde, cuando la
aldea dormía y nadie se daba cuenta, conduje a los viejos al bosque y
seguí mi discurso. Y todos estábamos de acuerdo, pues recordábamos los
días felices de la juventud, la tierra libre, las épocas de abundancia,
la alegría y la luz del sol; y nos llamamos unos a otros hermanos, y
juramos guardar el secreto y limpiar la tierra de esa raza maligna que
había llegado. Pueden ahora tacharnos de locos, pero ¿cómo íbamos a
saberlo nosotros, los viejos del Pez Blanco?
“Yo, para dar bríos a los otros, fui el primero en actuar. Monté
guardia en el Yukón hasta que descendió la primera canoa. En ella iban
dos blancos, y cuando me puse en pie sobre la ribera y levanté mi mano,
cambiaron de rumbo y se dirigieron hacia mí. Y cuando el hombre que
estaba en la proa estiró la cabeza para saber mis intenciones, mi flecha
resonó a través del aire hasta incrustarse en su garganta, y las supo.
El segundo hombre, que sostenía el remo en la popa, tenía ya el rifle
casi en el hombro cuando la primera de mis tres lanzas lo atravesó.
“Estos serán los primeros, dije a los viejos reunidos en torno mío.
Más adelante juntaremos a todos los viejos de todas las tribus, y luego a
los jóvenes todavía fuertes, y el trabajo resultará más fácil.
“Y entonces arrojamos al río a los dos blancos muertos. Y con la
canoa, que era muy buena, hicimos una hoguera, e hicimos una hoguera
también con las cosas que había dentro de la canoa. Pero antes
examinamos las cosas, y vimos que eran bolsas de piel y las abrimos con
nuestros cuchillos. Y dentro de estas bolsas había muchos papeles, como
ése que has leído, oh Howkan, llenos de marcas que nos maravillaron y no
pudimos comprender. Ahora ya he adquirido sabiduría, y sé que
representan las palabras de los hombres tal como dijiste”.
Un murmullo y un cuchicheo se extendieron por la audiencia cuando
Howkan terminó de explicar el asunto de la canoa, y se escuchó la voz de
un hombre:
—Eso fue la pérdida del correo del 91, que traían Peter James y Delaney; Mattews fue el último en hablar con ellos al partir.
El empleado comenzó a hacer garabatos con mano firme, y un nuevo capítulo se añadió a la historia del Norte.
—Queda poco por contar —prosiguió Imber lentamente—. En aquel papel
están las cosas que hicimos. Éramos viejos y no entendíamos. Yo mismo,
Imber, no las entiendo ahora. Matamos secretamente, y continuamos
matando, pues con el paso de los años habíamos adquirido experiencia y
habíamos aprendido la rapidez de caminar sin prisa. Cuando los blancos
se nos acercaban con negras miradas y rudas palabras, y nos arrebataban a
seis de nuestros jóvenes sujetándolos con cadenas y reduciéndolos a la
impotencia, sabíamos que nuestro deber era seguir matando. Y uno tras
otro, nosotros, los viejos, remontábamos el río o descendíamos hacia las
tierras desconocidas. Fue una gran hazaña. Éramos viejos y no teníamos
miedo, aunque el miedo de las tierras lejanas es un miedo terrible para
los hombres que ya son viejos.
“Así fue como matamos, sin prisa y con habilidad. Matamos en el
Chilcoot y en el Delta, desde los pasos al mar, en todos los lugares
donde los blancos acampaban o abrían senderos. Es cierto, murieron, pero
de nada sirvió. Seguían viniendo a través de las montañas, seguían
creciendo y creciendo en número, mientras que nosotros, viejos ya,
éramos cada vez menos. Recuerdo el campamento de un blanco, junto al
Cruce de Caribon. Era un blanco muy pequeño, tres de los viejos cayeron
sobre él mientras dormía. Y al día siguiente llegué yo y los encontré a
los cuatro. El blanco era el único que todavía respiraba y tuvo aliento
suficiente para maldecirme con saña antes de morir.
“Y así ocurría con todos los viejos, hoy con uno, mañana con otro. A
veces la noticia nos llegaba mucho después de haber muerto, y a veces no
nos llegaba nunca. Y los viejos de las otras tribus estaban débiles y
tenían miedo, y no querían unirse a nosotros. Como he dicho, uno tras
otro todos murieron, hasta que sólo quedé yo. Yo soy Imber, del pueblo
Pez Blanco. Mi padre fue Otsbaok, un hombre fuerte. Ahora ya no quedan
Pez Blanco. De los viejos yo soy el último. Los jóvenes de ambos sexos
se han marchado, unos a vivir con los Pellys, otros con los Salmons, y
la mayoría con los blancos. Ya soy muy viejo y estoy muy cansado, y como
era inútil luchar contra la ley, como tú has dicho, Howkan, he venido
en busca de la ley.
—Oh Imber, realmente estás loco —dijo Howkan.
Pero Imber estaba soñando. El juez de las cejas cuadradas soñaba
igualmente, y ante él se alzaba toda su raza en una poderosa
fantasmagoría, su raza calzada de acero, revestida de correos postales,
legisladora y creadora del mundo entre las familias de los hombres. La
vio amanecer tiñendo el cielo de rojo, sobre los bosques oscuros y los
mares sombríos; la vio resplandecer; sangrienta y roja, en un mediodía
pleno y triunfante; y vio, bajo la ladera en sombras, cómo las arenas
rojas y ensangrentadas se precipitaban en la noche. Y a través de todo
ello contempló la ley, despiadada y poderosa, nunca torcida y siempre
imperiosa, mayor que las motas de hombres que las cumplían o que eran
aplastados por ella, e igualmente mayor que él, cuyo corazón lo inducía a
la suavidad.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar