Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
El maestro del misterio (1901)
(“The Master of Mystery”)
Originalmente publicado en la revista Out West (septiembre de 1902);
Children of the Frost
(Nueva York: Macmillan Company, 1902, 261 págs.)
La desolación imperaba en la aldea. Las mujeres no cesaban de lamentarse con su voz aguda. Los hombres esbozaban una expresión mohína y descontenta y los mismos perros vagabundeaban de un lado a otro, inquietos, prestos a huir al bosque apenas surgiesen los primeros síntomas de la catástrofe. La sospecha imperaba en todas partes. Nadie se fiaba de nadie y cada uno sentía que sus conciudadanos le miraban con recelo. Hasta los niños habían sido presa de la desconfianza. En cuanto al pequeño Di Ya, origen de aquel desagradable suceso, había sido severamente castigado. Primero por Hooniah, la madre, e inmediatamente por Bawn, el padre. Y ahora miraba en torno desolado, al abrigo de una gran canoa volcada en la playa.
Para acabar de envenenar el ambiente, Scundoo, el hechicero, había caído en desgracia y no podía pensarse en recurrir a sus facultades mágicas para descubrir al culpable. En efecto, un mes atrás, había predicho que un buen viento del sur permitiría a la tribu subir hasta el potlatch de Tonkin, donde Taku Jim distribuía el fruto de un ahorro de veinte años. Y cuando llegó el día señalado, un mal viento del norte comenzó a soplar y de los tres primeros barcos que partieron uno volcó en alta mar y los otros dos se destrozaron contra las rocas. Un niño murió ahogado.
Scundoo explicó que no había secado el cordón necesario y por eso había errado. Pero los aldeanos se negaron a escucharle. Las ofrendas de carne y de pescado dejaron de llegar a su puerta, y él se encerró dentro. Las personas pensaban que se entregaba a un ayuno severo, pero en realidad vivía de sus reservas, meditando sobre la inconstancia de las multitudes.
Los cobertores de Hooniah habían desaparecido. Cobertores cálidos y magníficos, de un grosor increíble. La mujer se sentía tanto más orgullosa cuanto que los había obtenido por un pedazo de pan. Ty-Kwan, habitante de una aldea cercana, había sido muy ingenuo al desprenderse de ellos. Claro que Hooniah ignoraba que los cobertores pertenecían a un inglés asesinado y que una chalupa americana escudriñaba las costas buscando su rastro. Ignoraba que Ty-Kwan se había desembarazado de ellos tan aprisa para que su tribu no tuviese ningún tropiezo con el gobierno. Sin embargo, Hooniah había sido la más feliz de las mujeres y todas sus compañeras la habían envidiado. Toda la aldea tuvo conocimiento de aquella compra milagrosa y la noticia transpuso las fronteras de la aldea hasta alcanzar la costa de Alaska desde Duthc Harbor hasta Sr. Mary’s. Su to’em tuvo merecida celebridad y su nombre estaba en los labios de todos los hombres, por cualquier parte donde los hombres pescaban o se entregaban a diversiones. La desaparición de los hermosos cobertores aconteció en circunstancias muy misteriosas.
—Acababa de tenderlos al sol, cerca de la casa —repitió Hooniah por milésima vez a sus hermanas de Thlinklet—. Volví la espalda un momento, porque Di-Ya, ese pequeño de la piel del diablo, había caído de cabeza en el gran balde de hierro. Estaba boca abajo y movía las piernas en el aire, como las ramas de un árbol batido por la tempestad. Fue justo el tiempo de sacarle de allí y darle un par de azotes para enseñarle a vivir. Cuando volví a mi quehacer, los cobertores habían desaparecido.
—¡Desaparecido! ¡Así fue, realmente! —exclamaron las mujeres, aterrorizadas.
—Es una gran pérdida —dijo una de ellas.
—Yo nunca vi nada tan bonito —dijo otra.
—Participamos de tu disgusto, Hooniah —aseguró una tercera.
—¡Acababa de tenderlos al sol! —repitió Hooniah.
—¡Bah! ¡Bah! —cortó Bawn con dejadez—. En todo caso, una cosa es cierta. ¡Fue uno de nuestros conciudadanos quien nos los robó!
—¿Cómo es posible, Bawn? —exclamaron todas las mujeres en un coro de indignación—. ¿Quién fue, entonces?
—Creo que es un caso de hechicería —prosiguió Bawn imperturbable, observando sus reacciones furtivamente.
—¡Hechicería!
Luego de haber pronunciado esta palabra tabú, las mujeres callaron súbitamente, mirándose con recelo.
—Sí —afirmó Hooniah—. Por eso hemos enviado aviso a Klok-No-Ton. Vendrá esta tarde, con la marea.
El pequeño grupo se dispersó y el recelo aumentó entre los habitantes de la aldea. De todas las calamidades, la hechicería era la más terrible. Sólo el hechicero podía hacer frente a todos los fenómenos intangibles y sobrenaturales, y ningún hombre, mujer o niño podía saber si su alma estaba o no poseída por el diablo. Y de todos los hechiceros, Klok-No-Ton era el más terrible. No tenía rival para descubrir la presencia del maligno y poseía el arte de infligir torturas enormes. ¿No había hallado un día el diablo en el cuerpo de una criatura de tres meses? Era un diablo tan obstinado que ni siquiera la permanencia del niño una semana entre los espinos y las zarzas bastó para expulsarlo. Arrojaron entonces el cuerpo al mar, pero las olas lo devolvían sin cesar hacia la playa. Esta maldición pesó sobre la aldea hasta el día en que dos hombres vigorosos partieron hacia la lejanía con la marea baja y murieron ahogados.
¡Y Hooniah había enviado en busca del tal Klok-No-Ton! Era una lástima que Scundoo, su propio hechicero, hubiese caído en desgracia, porque él tenía una manera de proceder mucho menos brutal. Cierta vez consiguió extraer el demonio de un hombre que en seguida tuvo ocho hijos. ¡Pero haber llamado a Klok-No-Ton! Temblaban de inquietud sólo al pensarlo, y cada cual sentía clavados en él otros ojos acusadores, y cada cual miraba al prójimo con expresión de sospecha. Todos menos Sime, el espíritu fuerte, el descreído, cuyo destino fatal no ofrecía dudas a nadie.
—¡Ja! ¡Ja! —reía él—. No me habléis de los demonios ni de Klok-No-Ton. Él es el mayor demonio que se puede encontrar entre los thlinket.
—¡Imbécil! No tardará en llegar con sus instrumentos mágicos. Harás mejor en mantener la boca cerrada si no quieres que te suceda algo desagradable.
Así hablaba La-Lah. Pero Sime se limitó a reír con desprecio.
—Yo soy Sime. Nada me asusta. No tengo miedo de la oscuridad. Soy fuerte, tan fuerte como lo fue mi padre, y poseo ideas claras. Ni vosotros ni yo vimos nunca esos demonios…
—No, pero sí Scundoo —replicó La-Lah—. Y también Klok-No-Ton. Lo sabemos.
—¿Cómo lo sabes, hijo de tonto? —refunfuñó Sime, temblándole de cólera su cuello de toro.
—Ellos lo dijeron.
Sime se encogió de hombros.
—Un hechicero es un hombre como otro cualquiera. Puede mentir o engañar como tú y como yo. ¡Todo eso son payasadas, payasadas y payasadas! ¿Me oyes?
Mientras pronunciaba estas palabras, Sime cortó el aire con un ademán de desprecio.
Cuando Klok-No-Ton llegó, por la tarde, Sime continuaba en el mismo estado de espíritu. No dejó de proferir una chacota cuando, al desembarcar, el hechicero tropezó en la arena. Klok-No-Ton le dirigió una mirada sombría. Luego, sin saludar a nadie, dirigióse directamente hacia la casa de Scundoo.
Ningún miembro de la tribu sabría nunca lo que se trató durante aquella entrevista entre Scundoo y su colega, porque todos mantuviéronse a respetuosa distancia de la cabaña del hechicero, mientras los amos del misterio charlaban.
—Mis mayores respetos, ¡oh, Scundoo! —exclamó Klok-No-Ton, a pesar de la inquietud que sentía en el fondo de sí mismo.
Su estatura era gigantesca. Dominaba al pequeño Scundoo, la voz del cual se elevó, débil y aguda como la de un grillo.
—¡Salud, oh, Klok-No-Ton! —dijo—. Bien venido seas.
—Yo pensaba… —empezó a decir Klok-No-Ton con tono vacilante…
—Sí, ya sé —cortó el otro con impaciencia—. Me encuentro en bastante mala situación en este momento, pero, de todos modos, te agradezco igual que hayas aceptado trabajar en mi lugar.
—Me molesta mucho, Scundoo, amigo mío…
—Yo me siento colmado de felicidad.
—Esto aparte, pienso darte la mitad de los donativos que reciba.
—De ningún modo, querido Klok-No-Ton —murmuró Scundoo con un movimiento displicente de la mano—. Soy yo quien está en deuda contigo.
—En fin, tengo la impresión de que es una historia muy triste esta de los cobertores de la señora Hooniah.
El gigantesco hechicero intentó, muy torpemente, obtener algunas informaciones sobre el caso. Scundoo se contentó primero con escucharle en silencio, con una sonrisa enigmática en los labios. Tenía el hábito de leer en los pensamientos ajenos y todos los hombres le parecían muy pequeños, por enormes que fuesen.
—Tú que conoces las drogas poderosas —dijo por fin—, conseguirás rápidamente encontrar al culpable.
—¡Rápidamente! Primero es necesario que mi mirada se fije en él. ¿Qué dice la gente de la aldea? —preguntó.
Scundoo sacudió la cabeza.
—¡Mira! ¿No son magníficos estos zapatos?
Estiró la mano con que sostenía unos zapatos de piel de foca. El visitante les examinó con interés.
—Llegaron aquí después de un trabajo muy especial.
Klok-No-Ton no perdía sílaba de lo que el otro decía.
—Fue un hombre llamado La-Lah quien me los preparó. Es un gran artista y muchas veces pensé…
—¿Qué…? —indagó Klok-No-Ton con impaciencia.
—Pensé muchas veces en eso —dijo Scundoo, con expresión de notable inteligencia—. Hermoso día, ¿verdad? Tus drogas son poderosas, Klok-No-Ton.
El rostro de éste se iluminó.
—Tú eres un gran hombre, Scundoo. Eres el hechicero de los hechiceros. Ahora he de irme, desgraciadamente. Nunca te olvidaré. ¿Dices que La-Lah es un hombre notable?
Scundoo esbozó una nueva sonrisa enigmática y cerró la puerta en los mismos talones del visitante, echando los cerrojos y dando dos vueltas de llave.
Sime reparaba la canoa cuando Klok-No-Ton llegó a la playa. Interrumpió su trabajo para cargar el rifle ostensivamente, colocándole junto a él.
El hechicero, que lo notó, comenzó a gritar:
—Que todos se reúnan aquí. Orden de Klok-No-Ton, el que busca los demonios para expulsarlos.
Lo primero que debería haber hecho era reunir a los habitantes de la aldea junto a la casa de Hooniah, pero era preciso que todos estuviesen allá y como no tenía la seguridad de que Sime le obedeciese, prefirió evitar cualquier escándalo.
—Digan a la señora Hooniah que venga —ordenó Klok-No-Ton clavando en la concurrencia miradas feroces que provocaban escalofríos.
Hooniah llegó con la cabeza baja y la mirada furtiva.
—¿Dónde están tus cobertores?
—Acababa de tenderlos al sol —gimió ella—. Me distraje un momento…
—¿Por qué?
—Por culpa de Di Ya.
—¿Y…?
—Le pegué a más y mejor por haber atraído la desgracia sobre gente pobre.
—¡Los cobertores! —gritó Klok-No-Ton con voz ronca, adivinando los deseos de la mujer de pagar sus servicios lo menos caros posible—. ¡Tus cobertores, mujer! ¡Tu fortuna es bien conocida!
—Acababa de tenderlos al sol —lloriqueó ella—, y somos gente pobre. No tenemos nada.
Se puso tenso súbitamente, con el rostro crispado. Hooniah se batió en retirada. Pero él saltó hacia delante de forma tan imprevista, con los ojos desorbitados y el mentón desafiante, que la mujer tropezó y cayó a sus pies. Él movió en el aire sus larguísimos brazos, contorsionándose. Parecía dominado por una crisis de epilepsia. Una espuma blanca le subió a los labios y su cuerpo fue sacudido por violentos estremecimientos.
Las mujeres entonaron un lamentoso cántico, moviéndose en la plaza. Los hombres, uno tras otro, se dejaron dominar por el frenesí. Sólo Sime permaneció impasible, apoyado en la canoa volcada, mirando la escena con mirada de burla. Klok-No-Ton ofrecía un aspecto horrible. Se había despojado de casi todas sus vestiduras, quedándole únicamente una especie de taparrabo que le golpeaba en las caderas. Haciendo muecas y gritando, con los largos cabellos flotando al viento, saltaba como un poseso en medio del círculo, al ritmo de aquellos sonidos salvajes. Cuando todos estuvieron bajo su dominio, moviendo los cuerpos cadenciosamente y gritando al unísono, se sentó en el suelo, rígido el torso, extendiendo un dedo semejante a una garra. Un largo gemido se elevó de la multitud y todos se inclinaron con las rodillas temblorosas cuando el dedo apuntaba hacia ellos. Porque aquello significaba una sentencia de muerte. La vida seguía sólo para los que escapaban a su acusación.
Al cabo, sonó un grito horrísono. El índice fatal acababa de detenerse sobre La-Lah, el cual empezó a temblar como una hoja. Ya se veía muerto, repartidos sus bienes entre los demás, y su propio hermano casado con la viuda. Intentó decir algo, pero su lengua permaneció pegada al reseco paladar. Klok-No-Ton parecía a punto de desfallecer, ahora que su tarea había concluido. Esperó, con los ojos entrecerrados, que sonase el grito de venganza, el largo grito salvaje que le era tan familiar, y que los hombres de las tribus proferían al precipitarse como lobos sobre la trémula víctima. Pero solamente hubo silencio. Después se elevó un murmullo indistinto que fue aumentando hasta desembocar en una risa homérica.
—¿Qué pasa? —gritó el hechicero.
—¡Ja! ¡Ja! —exclamaban hombres, mujeres y niños—. Tu medicina te engañó, Klok-No-Ton.
—Nadie ignora —dijo entonces La-Lah con voz levemente temblorosa— que durante ocho meses he estado lejos de aquí con los cazadores de focas y que he regresado hoy. Los cobertores de Hooniah fueron robados antes de mi regreso.
—¡Cierto! —gritaron los thlinkets al mismo tiempo—. Los cobertores desaparecieron antes de su regreso.
—Y yo me niego a pagarte —anunció Hooniah, levantándose—, porque tu medicina no sirvió para nada.
Pero Klok-No-Ton sólo veía un rostro: el de Scundoo. Sólo oía una voz: la fría y acre de su colega.
Se precipitó hacia delante, y el círculo se abrió instintivamente para dejarle paso. Sime le hizo una mueca desde lo alto de la canoa, las mujeres se le rieron en las narices, y carcajadas de mofa sonaron a sus espaldas. Pero él no se preocupó por esto. Corría hacia la vivienda de Scundoo. Golpeó la puerta con los dos puños, profiriendo terribles imprecaciones. No recibió ninguna respuesta, aparte las salmodias de Scundoo, que parecía sumido en mágico encantamiento.
Klok-No-Ton se debatía como un demente, pero cuando intentó derribar la puerta con una enorme piedra, los hombres y las mujeres presentes iniciaron murmullos de protesta. Klok-No-Ton comprendió que carecía ya de autoridad sobre aquellos extraños. Descubrió a un thlinket agacharse para tomar un canto, imitado en seguida por otro. Un violento pánico se apoderó del hechicero.
—Deja tranquilo a Scundoo —gritó una mujer—. Es nuestro maestro.
—Vuelve a tu aldea —ordenó un hombre.
Klok-No-Ton giró sobre sus talones y se dirigió hacia la playa, rebosante el corazón de rabia. No obstante, no le arrojaron piedras. Los niños le persiguieron llenándole de sarcasmos, pero eso fue todo. Sin embargo, no comenzó a respirar tranquilo hasta que la canoa se encontró bien lejos de la orilla. Se puso entonces en pie y lanzó su maldición a la aldea y a sus habitantes, sin olvidarse de Scundoo, que se había burlado de él.
Los thlinkets llamaron entonces a Scundoo a grandes voces, y los habitantes de la aldea se apretujaron frente a su puerta para suplicarle que saliese. Él acabó por obedecer. Levantó la mano y reclamó silencio.
—Todos sois mis hijos —dijo— y os perdono de buena gana. Pero es ésta la última vez que vuestra locura queda impune. Lo que deseáis voy a concedéroslo. Esta noche, cuando la luna haya partido hacia el otro lado del mundo, reuniros todos, en la oscuridad, ante la casa de Hooniah. Entonces el culpable será descubierto y recibirá su castigo. He hablado.
—Será la muerte —gritó Bawn—, porque él atrajo sobre nosotros la desgracia y la vergüenza.
—Así sea —replicó Scundoo. Y cerró la puerta.
—Ahora todo se aclarará, y la felicidad volverá a reinar entre nosotros —clamó La-Lah.
—Gracias a Scundoo, el pequeño hombre —rezongó Sime.
—Gracias a la magia de Scundoo, el pequeño hombre —corrigió La-Lah.
—¡Estáis todos locos! —exclamó Sime, golpeándose las caderas con fuerza—. Me pone, enfermo ver hombres fuertes y mujeres adultas postrarse en el polvo oyendo historias que hacen dormir de pie.
—Yo viajé mucho —dijo La-Lah—, navegué por mares profundos, fui testigo de muchas maravillas y signos misteriosos. Y sé que la magia es extremadamente poderosa. Lo sé yo, La-Lah.
—Yo no viajé tanto, sin duda, pero…
—Entonces, cállate —gritó Bawn. Y se separaron con el corazón lleno de cólera.
Cuando el último rayo plateado de la luna se desvaneció al otro lado del mundo, Scundoo se acercó en busca de los fieles que se habían congregado frente a la casa de Hooniah. Llegó con paso vivo, y los que le vieron a la luz de la lámpara de la dueña de la cabaña notaron que tenía las manos vacías, que no llevaba ni matracas, ni máscaras, ni los demás atributos de los hechiceros.
—¿Acarreasteis leña para la hoguera con el fin de que todos puedan ver, una vez que el trabajo esté terminado? —preguntó.
—Sí —respondió Bawn—. Hay troncos en cantidad.
—Entonces, escuchad todos. Seré breve. Traje conmigo a Jelchs, la graja, la divinidad todopoderosa que desvela todos los enigmas. Voy a colocarla sobre la gran olla negra de Hooniah en el rincón más sombrío de la casa. Apagaremos la lámpara y todo esto quedará sumergido en la más completa oscuridad. Uno tras otro, entraréis todos en la casa, colocaréis las manos sobre la olla mientras contáis hasta diez, y volveréis a salir. Cuando el culpable se encuentre cerca de ella, Jelchs se manifestará de una manera u otra, probablemente con grandes graznidos. ¿Estáis preparados?
—Sí —gritó la muchedumbre.
La-Lah fue el primero en ser llamado. Entró en la vivienda. Todos aguzaron el oído y cada cual distinguió los pasos introduciéndose en la cabaña. Nada más. Jelchs no se manifestó de ninguna manera. En seguida le tocó el turno a Bawn. A pesar de todo, él podía haber robado sus propios cobertores para hacer recaer las sospechas sobre los vecinos. Hooniah le siguió, con otras mujeres y niños, sin que tampoco ocurriera nada.
—¡Sime! —llamó Scundoo.
Nadie respondió.
—¡Sime! —repitió el hechicero.
Pero Sime no se presentó.
—¿Tienes miedo de la noche? —preguntó La-Lah en voz alta.
Sime se burló.
—Esta farsa me hace reír. No obstante, entraré, no porque crea en estas patrañas, sino para demostrar que no tengo miedo.
Se introdujo en la casa, sin cesar de mofarse.
—Un día te sucederá una desgracia —murmuró La-Lah con indignación.
—No lo dudo —respondió el incrédulo—. Pero a todos nos pasará lo mismo. La muerte nos acecha, y también los hechiceros.
Cuando la mitad de los habitantes superó la prueba con éxito, la excitación de todos creció. Cuando dos tercios de los habitantes habían desfilado por la cabaña de Hooniah, una mujer apretó a su hijo en los brazos y empezó a reír histéricamente.
Al cabo le llegó el turno al último. Y siguió sin acontecer nada. Sólo faltaba Di Ya. No podía ser sino él. Hooniah elevó a las estrellas un profundo lamento, mientras todos se alejaban del chico, horrorizados. Este se encontraba medio muerto de miedo. Las piernas le flaquearon al trasponer el umbral. Scundoo le empujó hacia el interior y cerró la puerta. Transcurrieron largos segundos durante los cuales sólo se oían los sollozos del infeliz. Después, muy lentamente, se escuchó el ruido de los pasos al otro lado. La puerta se abrió, apareciendo el muchacho. Era el último y nada había sucedido.
—¡Encended la hoguera! —ordenó Scundoo.
—Esto no dio resultado —murmuró Hooniah, roncamente.
—Sí —aclaró Bawn—. Scundoo se está volviendo viejo. Necesitamos un nuevo hechicero.
Sime expandió el pecho con arrogancia y se dirigió hacia el pequeño mago.
—¡Ya lo decía yo! ¡No ocurrió nada!
—En realidad, así parece —dijo Scundoo con calma—, y esto podrá antojársele extraño a quienes no están habituados a los casos misteriosos.
—¡Como tú! —ironizó Sime.
—Quizá sea como tú dices —replicó Scundoo en voz baja y con los ojos cerrados—. Pero voy ahora a proponeros una prueba. Que todos los hombres, todas las mujeres y todos los niños levanten inmediatamente las manos sobre la cabeza.
La orden era tan inesperada y perentoria, que todos obedecieron sin protestar.
—Y ahora —volvió a ordenar Scundoo—, miraos bien las manos, porque…
Una carcajada se elevó de la multitud, una carcajada que ahogó sus palabras. Todos los ojos estaban vueltos hacia Sime.
Todas las manos, excepto las suyas, estaban negras de hollín. Él no había tocado la olla de Hooniah.
Una piedra cruzó el aire y le hirió en la mejilla.
—¡Es mentira —gritó—, una gran mentira! ¡Yo desconocía que Hooniah tuviera esos cobertores!
Una segunda piedra le alcanzó en la frente y una tercera le dio de nuevo en el rostro. Se levantó un enorme y salvaje clamor. De todas partes hombres, mujeres y niños sacaban proyectiles.
—¿Dónde los escondiste? —preguntó la voz estridente de Scundoo.
—En mi casa, en el gran armario de junto a la puerta —respondió Sime—, pero era por bromear…
Scundoo inclinó la cabeza y una lluvia de piedras cayó sobre el condenado. La mujer de Sime lloraba, pero hasta su hijo arrojábale piedras como los otros.
Hooniah regresó tambaleándose bajo el peso de los bonitos cobertores. Scundoo la detuvo.
—Nosotros somos pobres —se lamentó ella—. No seas exigente, ¡oh, Scundoo!
Los habitantes de la aldea dejaron de arrojar piedras para observar la escena.
—No, no entra en mis costumbres, buena Hooniah —dijo Scundoo extendiendo la mano hacia los cobertores—. Y para mostrar que no soy exigente, me conformaré con éste. ¿No soy un hombre sabio, hijos míos?
—¡Sí, Scundoo, tú eres sabio! —gritaron al unísono.
Y Scundoo, el Maestro del Misterio, desapareció en la noche con el cobertor al hombro y Jelchs, la graja, posada en el brazo.
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