Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Mauki (1908)
(“Mauki”)
Originalmente publicado en Hampton’s Magazine, 23 (diciembre de 1909), págs. 752-760;
South Sea Tales
(Nueva York: Macmillan Company, 1911, 323 págs.)



      Pesaba ciento diez libras. Tenía el pelo ensortijado y su piel era negra. Pero de un negro muy especial. Ni azulado ni rojizo, sino tirando a ciruela. Se llamaba Mauki y era hijo de un jefe. Tenía tres tambos, palabra melanesia que significa prohibición y es prima hermana del término polinesio tabú. Los tres tambos de Mauki eran los siguientes: primero, no podía estrechar manos femeninas ni podía permitir que mujer alguna le tocara ni a él ni a ninguna de sus pertenencias. Segundo, no podía comer almejas ni alimento alguno guisado sobre un fuego al calor del cual se hubieran cocinado dichos moluscos. Tercero, no podía cazar cocodrilos ni navegar en canoas que transportaran una parte de este animal por pequeña que fuera, aunque sólo se tratara de un diente.
       Tenía la dentadura de un negro distinto, intenso, o, mejor dicho, de un negro hollín. Se la había teñido así su madre en una sola noche frotándola con un mineral en polvo procedente de un yacimiento que había a espaldas de Port Adams, poblado marinero de Malaita, la más indómita de las islas del archipiélago de las Salomón, tan indómita que ni comerciantes ni colonos han logrado hasta ahora poner el pie en ella. Desde los tiempos de los primeros pescadores de cohombro de mar y comerciantes de sándalo, hasta los días recientes de negreros provistos de rifles automáticos y motores de gasolina, decenas y decenas de aventureros blancos han muerto en esa isla víctimas de las hachas y las balas explosivas de los nativos. Así es como Malaita continúa siendo hoy el lugar preferido de los reclutadores de mano de obra que recorren sus costas en busca de trabajadores que contratar para las plantaciones de las islas vecinas, más civilizadas, por un sueldo de treinta dólares al año. Los habitantes de esas islas vecinas están ya demasiado influidos por la civilización para trabajar en plantaciones.
       Mauki tenía las orejas agujereadas, no en un sitio ni en dos, sino en un par de docenas. En uno de los orificios más pequeños, llevaba una pipa de cerámica. Los mayores eran demasiado grandes para tal adorno. La cazuela de la pipa habría pasado a través de ellos. De hecho, en el agujero más grande de cada oreja, llevaba tapones redondos de madera de unas cuatro pulgadas de diámetro. La circunferencia de dichas aberturas medía aproximadamente doce pulgadas y media. Mauki no era muy especial en sus gustos. En los orificios más pequeños llevaba entre otras cosas casquillos vacíos, clavos, tornillos de cobre, pedazos de cuerda, briznas de cables trenzados, tiritas de hojas verdes y, al atardecer, con la fresca, flores de hibisco color escarlata. De ello se deducirá que para andar por la vida no necesitaba bolsillos, los cuales, por otra parte, le estaban vedados por consistir toda su indumentaria en un retazo de percal de varias pulgadas de anchura. En la cabeza lucía una navaja con la hoja cerrada sobre un rizo del cabello. Su posesión más preciada era el asa de un tazón de porcelana que llevaba colgada de un anillo de concha de tortuga pendiente a su vez del tabique nasal.
       Pero a pesar de estos adornos, su cara resultaba agradable. Era el suyo un rostro hermoso desde cualquier punto de vista, sobre todo tratándose de un nativo de la Melanesia. Sólo tenía un defecto: le faltaba firmeza. Era suavemente afeminado, casi aniñado. Tenía los rasgos pequeños, regulares y delicados, la barbilla débil y lo mismo podría decirse de sus labios. Ni la mandíbula, ni la frente, ni la nariz denotaban energía ni carácter. Sólo a sus ojos asomaba un reflejo de las cualidades que en tan gran proporción formaban parte integrante de su personalidad y que, generalmente, pasaban desapercibidas. Eran éstas la valentía, la tenacidad, el arrojo, la imaginación y la astucia, y cuando todas ellas hallaban cauce y expresión en un acto consecuente y decidido, dejaba atónitos a los que le rodeaban.
       Su padre era jefe del poblado de Port Adams y, en consecuencia, Mauki era, por su nacimiento, hombre de agua salada. Podría decirse que era medio anfibio. Sabía de peces y ostras y el arrecife era para él un libro abierto. También entendía de canoas. Había aprendido a nadar cuando tenía un año y a los siete podía contener la respiración durante un minuto y llegar en vertical a una profundidad de treinta pies. También a los siete años fue robado por los hombres del interior que no saben nadar y tienen miedo al océano. Desde entonces Mauki vio el mar solamente a distancia, a través de los claros de la selva o desde espacios abiertos en los picos de las montañas. Pasó a ser esclavo de Fanfoa, jefe de una veintena de aldeas diseminadas por las laderas de las montañas de Malaita y de las cuales se elevan columnas de humo, única prueba para los navegantes de la existencia de aquellos pobladores del interior. Porque los blancos no penetran en Malaita. Lo intentaron una vez en los tiempos en que llegaron buscando oro y dejaron allí sus cabezas colgadas, con una perpetua mueca en el rostro, de los cabios ahumados, en las cabañas de los hombres del interior.
       Cuando Mauki tenía diecisiete años, a Fanfoa se le acabó el tabaco. La situación era desesperada. Fueron aquellos tiempos difíciles para todos sus poblados. Y es que Fanfoa había cometido un error. Suo era un puerto tan pequeño que las goletas no podían hacer en él las maniobras necesarias para fondear. Estaba rodeado de mangles cuyas ramas colgaban sobre las aguas profundas. Era un verdadero cepo, y al interior del cepo fueron a entrar dos blancos en un pequeño queche. Venían a reclutar trabajadores y traían para comerciar tabaco y mercancías en abundancia, a más de tres rifles y una buena cantidad de munición. No había hombres de agua salada en Suo y sólo por aquel lugar los hombres del interior tenían acceso al mar. Los dos blancos del queche hicieron un espléndido negocio. En sólo veinticuatro horas contrataron a veinte trabajadores. Hasta el viejo Fanfoa firmó. Pero aquel mismo día, los recién reclutados cortaron la cabeza a los dos blancos, mataron a toda la tripulación y quemaron el barco. Durante tres meses hubo abundancia de tabaco y provisiones en todos los poblados del interior. Pero luego llegaron hombres de guerra que arrojaron granadas a las montañas desde muchas millas de distancia obligando a los nativos a abandonar sus poblados y a ocultarse en lo más recóndito de la selva. Luego enviaron a tierra firme destacamentos que quemaron las aldeas junto con el tabaco y la mercancía, talaron cocoteros y bananos, arrasaron los huertos de taro y acabaron con cerdos y gallinas.
       Fanfoa aprendió la lección, pero, mientras, tuvo que pasarse sin tabaco. Sus súbditos estaban demasiado asustados para acercarse a los barcos de los reclutadores. Por esa razón Fanfoa ordenó que bajaran a su esclavo Mauki para que se enrolara a cambio de medio cajón de tabaco, amén de cuchillos, hachas, percal y cuentas que pagaría con su trabajo en las plantaciones. Mauki estaba aterrado cuando le subieron a bordo de la goleta. Se sentía como un cordero conducido al sacrificio. Los blancos eran criaturas feroces. Tenían que serlo, o de otro modo no se habrían atrevido a acercarse a las costas de Malaita y a penetrar en sus puertos, dos en cada goleta, cuando cada una de ellas llevaba de quince a veinte negros de tripulación y a veces hasta sesenta o setenta nadvos que habían reclutado. Por añadidura, estaba el peligro que representaban los habitantes de la costa, que en cualquier momento podían atacar la goleta y a su tripulación. Por fuerza los blancos tenían que ser terribles. Además poseían objetos mágicos tales como rifles que disparaban muchas veces y con enorme rapidez, piezas de hierro y de latón que hacían andar los barcos cuando no soplaba el viento, y cajas que hablaban y reían igualito que los hombres. Y habían oído hablar de un blanco cuya magia era tan poderosa que podía quitarse los dientes y volvérselos a poner a voluntad.
       Bajaron a Mauki al camarote y uno de los dos blancos quedó en cubierta vigilando con un par de revólveres en el cinturón. En el interior del camarote estaba sentado el otro ante un libro en el que trazaba extraños signos y rayas. Miró a Mauki como si se tratara de un cerdo o de una gallina, le examinó las axilas y escribió algo en el libro. Luego le tendió el palito con que escribía y Mauki apenas rozó el papel con la punta obligándole así a trabajar durante tres años para la Compañía Jabonera Moongleam. Nadie le explicó que para hacerle cumplir el compromiso se emplearía la feroz voluntad del hombre blanco, ni que tras éste y para el mismo fin, estaba todo el poder de los barcos de guerra de la Gran Bretaña.
       Había otros negros a bordo procedentes de lugares ignotos. Siguiendo las órdenes del hombre blanco, le arrancaron la pluma que adornaba sus cabellos, le cortaron el pelo muy corto y enrollaron en torno a su cintura un lava-lava de percal amarillo brillante.
       Tras pasar muchos días en la goleta, y tras ver más tierras y más islas de las que nunca hubiera imaginado que existieran, le desembarcaron en Nueva Georgia y le obligaron a bregar en los campos talando la jungla y cortando caña. Por primera vez conoció el significado de la palabra trabajo. Ni cuando era esclavo de Fanfoa había trabajado tanto. Y a Mauki no le gustaba trabajar. Se levantaba al amanecer, se acostaba de anochecida y comía dos veces al día. El alimento era siempre el mismo. Durante semanas enteras no les daban más que batatas y las dos semanas siguientes no comían más que arroz. Día tras día separó de la cáscara la carne de los cocos, y día tras día, durante largas semanas, alimentó las hogueras con que se ahumaba la copra hasta que le escocieron los ojos. Entonces le pusieron a talar árboles. Manejaba bien el hacha y por ello le destinaron al equipo encargado de construir puentes. En una ocasión le castigaron asignándole a la cuadrilla dedicada a abrir caminos. Otras veces formaba parte de la tripulación de los barcos que traían copra de playas distantes o se hacía a la mar con los blancos para dinamitar la pesca.
       Entre otras cosas aprendió a hablar el inglés bêche-de-mer, lo cual le permitió entenderse con los capataces y con todos sus compañeros que de otro modo habrían utilizado un millar de dialectos diferentes. Aprendió también varias cosas acerca de los blancos, entre ellas que siempre cumplían su palabra. Si le decían a un hombre que iban a darle tabaco, se lo daban. Si le advertían que si hacía algo determinado le zurrarían la badana, cuando así ocurría, le zurraban efectivamente la badana. Mauki no sabía lo que era zurrar la badana, pero sospechaba que esta última tenía algo que ver con la sangre y con los dientes que muchas veces acompañaban a semejante acción. Una cosa aprendió bien y fue que los blancos no castigaban a nadie que no hiciera algo prohibido. Aun cuando se emborrachaban, cosa que sucedía a menudo, jamás pegaban a un hombre a menos que hubiera violado alguna norma.
       A Mauki no le gustaba la plantación. Odiaba el trabajo y era hijo de un jefe. Además hacía ya diez años que Fanfoa se lo llevara de Port Adams y echaba de menos su casa. Hasta añoraba sus tiempos de esclavitud. Por eso escapó. Se internó en el bosque con idea de seguir en dirección al sur hasta la playa y robar allí una canoa con que volver a Port Adams. Pero le atacaron las fiebres, fue capturado y le devolvieron, más muerto que vivo, al lugar de donde había huido.
       Al poco escapó de nuevo, esta vez en compañía de dos hombres de Malaita. Recorrieron veinte millas hasta llegar a la costa y buscaron refugio en la cabaña de un hombre libre de su isla que vivía en esa aldea. Pero en lo más oscuro de la noche, llegaron dos hombres blancos que no temían a los habitantes del poblado y que zurraron con gusto la badana a los tres prófugos, les ataron como a cerdos y les arrojaron a una lancha. Al hombre que les había dado refugio, siete veces debieron zurrarle la badana por el modo en que volaban por los aires cabellos, tiras de piel y dientes, de forma que nunca más volvió a atreverse a ocultar a un prófugo.
       Durante un año entero trabajó Mauki. Al cabo de ese tiempo le asignaron al servicio de una casa donde la comida era buena y la vida agradable. Requería muy poco esfuerzo mantenerlo todo limpio y servir al hombre blanco whisky y cerveza a todas las horas del día y la mayor parte de las de la noche. Aquella vida le gustaba, pero Port Adams le gustaba mucho más. Le quedaban dos años de trabajo según el contrato, demasiados para el que sufre la angustia de la añoranza. Con el tiempo había adquirido experiencia y, por otra parte, ahora que trabajaba en una casa tenía más oportunidades para huir. Estaba encargado de limpiar los rifles y sabíadónde se colgaba la llave del almacén. Preparó la huida y una noche diez hombres de Malaita y uno de San Cristóbal salieron sigilosamente de los barracones y arrastraron uno de los botes hasta la playa. Fue Mauki quien les facilitó la llave del candado del bote y fue Mauki quien equipó éste con una docena de Winchesters, una enorme cantidad de munición, un cajón de dinamita, detonadores y mecha, y diez cajas de tabaco.
       Soplaba el monzón del noroeste. Hacia el sur volaron en medio de la noche, ocultándose durante el día en islotes lejanos y deshabitados, o arrastrando el bote hasta el interior de la espesura cuando pasaban junto a islas más grandes. Así llegaron a Guadalcanal, bordearon parte de sus costas y cruzaron los Estrechos Indispensables en dirección a Florida. Fue en esta isla donde los nativos mataron al hombre de San Cristóbal y donde le cocinaron y comieron su cuerpo reservando la cabeza. La costa de Malaita se hallaba solamente a veinte millas de distancia, pero la última noche la corriente y un viento desatado les impidieron llegar hasta ella. El amanecer les sorprendió a pocas millas de su destino. Pero la luz del día trajo con ella una embarcación en la que navegaban dos blancos que no temían a once hombres armados con doce rifles. Mauki y sus compañeros fueron conducidos a Tulagi, donde vivía el gran jefe blanco, quien celebró un juicio después del cual ataron a los prófugos uno por uno y les propinaron veinte azotes. Les condenaron a pagar una multa de quince dólares y les enviaron a Nueva Georgia, donde los hombres blancos les zurraron la badana y les pusieron a trabajar. Mauki no volvió a servir en una casa. Le pusieron a abrir caminos. La multa de quince dólares la habían pagado los blancos que le habían contratado, y, por tanto, tenía que devolverles el dinero a base de trabajo, lo que significaba prolongar el contrato seis meses más. Por otra parte, el tabaco que había robado añadía doce meses más al compromiso.
       Port Adams quedaba ahora a tres años y medio de distancia, así que una noche robó una canoa, se ocultó en los islotes del Estrecho de Manning, atravesó el paso y bordeó la costa oriental de Isabel hasta que, cuando había recorrido ya dos tercios del camino, le capturaron los blancos en la Laguna Merengue. A la semana huyó y se refugió en el bosque. El interior de Isabel estaba deshabitado. Los nativos eran hombres de agua salada, todos cristianos, que vivían en las costas, Los blancos ofrecieron por la captura de Mauki una recompensa de quinientos palitos de tabaco, y cada vez que éste se aventuraba a bajar a las playas para robar una canoa, los nativos de la costa le perseguían. Cuatro meses pasaron de esta manera hasta que los blancos elevaron la recompensa a mil palitos, y Mauki fue capturado y devuelto a Nueva Georgia y a la cuadrilla encargada de abrir caminos. Mil palitos de tabaco valían cincuenta dólares, y Mauki tenía que pagarlos, lo que significaba veinte meses más de trabajo. Port Adams se hallaba ya a cinco años de distancia.
       Sentía ahora más nostalgia que nunca y no le atraía la idea de sentar la cabeza, portarse bien y trabajar durante cinco años para volver a su casa. A la siguiente intentona le descubrieron en el preciso momento en que se disponía a huir. Informaron del caso al señor Haveby, representante en la isla de la Compañía Jabonera Moongleam, y éste le declaró incorregible. La compañía poseía plantaciones a cientos de millas de distancia allende el mar, en las islas de Santa Cruz, donde iban a parar los impenitentes del archipiélago de las Salomón. Y allí mandaron a Maukí aunque nunca llegó a su destino. La goleta hizo escala en Santa Ana, y durante la noche Mauki escapó a nado a tierra firme, donde robó dos rifles y un cajón de tabaco y huyó en una canoa a San Cristóbal. Malaita quedaba al norte de aquella isla, a cincuenta o sesenta millas de distancia, pero a media travesía le sorprendió un huracán que le devolvió a Santa Ana, donde el comerciante a quien había robado le cargó de grilletes y le tuvo prisionero hasta que volvió la goleta de Santa Cruz. El comerciante recobró los dos rifles, pero el cajón de tabaco representó para Mauki doce meses más de trabajo. Los años que adeudaba ahora a la compañía eran seis.
       En el camino de vuelta a Nueva Georgia, la goleta ancló en el Estrecho de Marau, situado al extremo sureste de Guadalcanal. Mauki nadó hasta la isla con las manos esposadas y se ocultó en el bosque. La goleta siguió su camino, pero el representante de la Moongleam en tierra firme ofreció mil palitos de tabaco en recompensa, y los habitantes del interior capturaron a Mauki, quien con este nuevo intento añadía un año y ocho meses más a su contrato. De nuevo, y antes de que llegara la goleta, logró huir, esta vez en un bote y acompañado de un cajón de tabaco sustraído al comerciante. Pero los vientos del noroeste le hicieron naufragar a la altura de Ugi, donde los indígenas cristianos le robaron el tabaco y le entregaron al representante de la Moongleam en la isla. El tabaco robado significaba un año más de trabajo, con lo cual eran ya ocho los que adeudaba a la compañía.
       —Le enviaremos a Lord Howe —dijo el señor Haveby—. Allí es donde está Bunster y que se las entiendan los dos. O Bunster acaba con Mauki, o Mauki con Bunster. En cualquiera de los dos casos, eso saldremos ganando.
       Saliendo de la Laguna Merengue, situada en la isla Isabel, y navegando en dirección al norte magnético, al cabo de ciento cincuenta millas de recorrido se avistan las playas coralíferas de Lord Howe, un atolón de unas ciento cincuenta millas de circunferencia y varios cientos de yardas de tierra firme en el punto de mayor anchura. Sus elevaciones máximas alcanzan como mucho diez pies sobre el nivel del mar. Dentro de la circunferencia de arena hay una gran laguna tachonada de islotes de coral. Lord Howe no forma parte del archipiélago de las Salomón, ni geográfica ni etnológicamente. Mientras que las del archipiélago son islas y sus habitantes y lengua son melanesios, Lord Howe es un atolón y sus habitantes y lengua son polinesios. Debe su población al movimiento migratorio que, partiendo de la Polinesia, se dirige hacia el oeste, movimiento que aún continúa hoy día. Los nativos llegan a sus costas en canoas impulsadas por los vientos del sureste. En la época del monzón del noroeste, hay también, como es natural, un ligero aflujo de población melanesia.
       Nadie visita nunca Lord Howe, u Ontong-Java, como llaman también al atolón. Thomas Cook & Son no vende pasajes para aquel rincón del mundo y los turistas no sueñan siquiera con su existencia. Ni un solo misionero blanco ha pisado sus orillas. Sus cinco mil habitantes son tan pacíficos como primitivos. Y, sin embargo, no siempre fueron así. En el Sailitig Directions se afirma que son hostiles y traicioneros, pero es que los encargados de compilar este volumen no saben del cambio operado recientemente en los corazones de los nativos de aquel lejano rincón del mundo que no hace muchos años capturaron un barco y mataron a toda la tripulación, excepto al segundo de a bordo. El superviviente llevó la noticia a sus compañeros y volvió a Lord Howe acompañado de tres capitanes de goleta. Los tripulantes de los tres navíos entraron al interior de la laguna y predicaron el evangelio de los blancos según el cual sólo ellos pueden matar a otros blancos y las razas inferiores deben mantenerse aparte. Recorrieron la laguna de arriba a abajo asolando y destruyendo. En aquel estrecho círculo de arena no había forma de huir ni selva en la que refugiarse. Los blancos disparaban sobre los nativos en el momento en que los avistaban, y lo malo era que no había forma de escapar a su vista. Prendieron fuego a sus poblados, destrozaron las canoas, mataron a las gallinas y a los cerdos, y talaron los cocoteros. Así ocurrió durante un mes, al cabo del cual zarparon las goletas. Pero el miedo al hombre blanco quedó impreso para siempre en el corazón de los isleños, que a partir de entonces no osaron hacerles el menor daño.
       El único blanco de Lord Howe era Max Bunster, empleado de la ubicua Compañía Jabonera Moongleam. Le habían enviado a aquel atolón porque era el lugar más lejano adonde podían destinarle. Y si no se libraron de él definitivamente fue por la dificultad que suponía encontrar a un hombre que ocupara su lugar. Era un alemanote fornido y algo no le funcionaba bien en el cerebro. Decir que estaba medio loco sería una afirmación caritativa. Era fanfarrón, traicionero, y tres veces más salvaje que cualquier nativo de la isla. Tenía la brutalidad del cobarde. En un principio la compañía le había destinado a Savo. Cuando mandaron para sustituirle a un colono tísico, Bunster le molió a puñetazos y le devolvió maltrecho a la goleta que le había traído.
       El señor Haveby eligió entonces para reemplazarle a un gigante de Yorkshire. El gigante tenía fama de matón y prefería pelear a comer. Pero Bunster no quería pelear. Se portó como un cordero durante diez días, al cabo de los cuales el gigante de Yorkshire yacía en coma presa de fiebres y disentería. Fue entonces cuando Bunster la emprendió con él arrojándole al suelo, entre otras cosas, y saltando sobre su cuerpo una docena de veces. Temeroso de lo que pudiera hacer su víctima cuando se recuperase, huyó en un cúter a Guvutu, donde adquirió cierta reputación al dar una paliza a un joven inglés, tullido a causa de una bala boer que le había atravesado las dos caderas.
       Fue por entonces cuando el señor Haveby decidió mandar a Bunster a Lord Howe, el atolón perdido. Bunster celebró la llegada a su destino consumiendo medio cajón de botellas de ginebra y zurrando de lo lindo a un anciano asmático, el contramaestre de la goleta que le había llevado a su destino. Cuando partió la embarcación, reunió a todos los canacas en la playa y les instó a boxear cuerpo a cuerpo con él, prometiendo un cajón de tabaco a quien lograra vencerle. A tres canacas tumbó, pero cuando un cuarto le derrumbó a él, en vez de recompensarle con tabaco, le premió con una bala que le atravesó los pulmones.
       Y así comenzó el reinado de Bunster en Lord Howe. Tres mil almas vivían en el poblado mayor, pero aún éste parecía desierto, incluso a plena luz del día, cuando él lo atravesaba. Hombres, mujeres y niños huían a su paso. Hasta perros y gatos se ocultaban y al mismísimo rey no se le caían los anillos de esconderse bajo una estera de esparto. Los dos primeros ministros vivían perpetuamente aterrados ante aquel hombre, que en lugar de razonar empleaba la fuerza de los puños.
       Y a Lord Howe llegó Mauki, a trabajar para Bunster durante ocho años y medio. No había forma de escapar del atolón. Para bien o para mal los dos hombres tenían que convivir. Bunster pesaba doscientas libras y Mauki ciento diez. Bunster era una bestia degenerada y Mauki un salvaje primitivo. Ambos eran obstinados y tenían sus propios métodos para lograr lo que querían.
       Mauki ignoraba cómo era el patrón que le esperaba. Nadie le había advertido y, por tanto, imaginaba que Bunster sería como cualquier otro blanco, un buen bebedor de whisky, un déspota y hacedor de leyes que cumpliría siempre su palabra y nunca pegaría a un hombre sin motivo. En eso Bunster le llevaba ventaja. Sabía de Mauki todo lo que necesitaba saber y se deleitaba con la idea de entrar en posesión de él. Su cocinero tenía en ese momento un brazo roto y un hombro dislocado, y por ese motivo destinó a Mauki a la cocina y al servicio de su casa.
       Y Mauki aprendió muy pronto que había blancos y blancos. El mismo día en que partió la goleta, su amo le ordenó que comprara un pollo a Samisee, el misionero nativo oriundo de Tonga. Pero Samisee estaba al otro lado de la laguna y no se esperaba su vuelta hasta dentro de tres días. Mauki regresó a informar de ello a su amo. Subió los empinados escalones de la entrada (la casa estaba construida sobre pilares de doce pies de altura) y entró en la sala. El comerciante le pidió el pollo. Mauki abrió la boca para explicar que el misionero estaba ausente, pero Bunster no aguardó a escuchar sus razones. Le pegó un puñetazo. El golpe alcanzó a Mauki en la boca y le lanzó por los aires. Salió disparado limpiamente a través de la puerta, cruzó la galería rompiendo la balaustrada y aterrizó sobre la arena. Sus labios habían quedado reducidos a una masa informe y tenía la boca llena de sangre y dientes rotos.
       —Así aprenderás que conmigo no valen las malas contestaciones —le gritó el comerciante, rojo de ira, mientras le miraba a través de la balaustrada rota.
       Mauki no había conocido nunca a un hombre semejante y desde aquel mismo instante decidió andarse con pies de plomo y no ofenderle jamás. Vio cómo maltrataba a los hombres de su tripulación y cómo cargaba de grilletes y dejaba a uno de ellos tres días sin comer sólo porque había roto un tolete mientras remaba. Llegaron a sus oídos los rumores que circulaban por la aldea y supo que Bunster había tomado por la fuerza a su tercera esposa, como todos sabían. La primera y la segunda yacían en el cementerio bajo las blancas arenas con sendos trozos de coral clavados a la cabeza y a los pies de sus respectivas tumbas. Habían muerto, se decía, de las palizas que su esposo les propinara. A la tercera esposa desde luego la maltrataba, como pudo ver Mauki con sus propios ojos.
       Pero no había manera de evitar ofender a aquel hombre blanco al que sólo la vida parecía ya ofenderle. Si Mauki guardaba silencio, le pegaba y le decía que era un bruto taciturno. Si hablaba, le pegaba por atreverse a responderle. Si estaba serio, Bunster le acusaba de conspirar y le daba una paliza como medida preventiva, mientras que si procuraba mostrarse alegre y sonreír, le castigaba por reírse de su amo y señor y le hacía comprobar la dureza de la estaca. Bunster era un auténtico demonio. Los nativos le habrían matado de no recordar la lección de las tres goletas. Aun así habrían acabado con él si hubiera habido en Lord Howe selva donde refugiarse. Pero en las condiciones en que se hallaban, matar a un hombre blanco significaba atraer la presencia de hombres de guerra que castigarían con la muerte a los culpables y talarían sus preciados cocoteros. Los hombres de su tripulación, por su parte, estaban dispuestos a dejar que se abogara accidentalmente a la primera oportunidad que tuvieran de volcar la embarcación. Sólo que Bunster tuvo muy buen cuidado de que la embarcación nunca volcara.
       Pero Mauki era de otra casta y viendo que la huida era imposible mientras Bunster viviera, decidió interiormente terminar con él. Lo malo era que nunca hallaba la ocasión propicia porque Bunster estaba siempre en guardia. Día y noche tenía los revólveres a mano. No permitía que nadie pasara a su espalda, como aprendió bien Mauki después que le golpeara varias veces por hacerlo. Bunster, por su parte, sabía que era mucho más peligroso aquel hombre de Malaita, amable, tranquilo y sonriente, que todos los nativos del atolón juntos y, en consecuencia, se entregó con verdadero celo al programa de torturas que se había propuesto. Mauki, mientras tanto, fiel a su decisión, se anduvo con pies de plomo, aguantó los castigos y esperó.
       Hasta entonces, todos los hombres blancos habían respetado sus tambos, Pero Bunster era distinto. La ración de tabaco que le correspondía semanalmente a Mauki consistía en dos palitos que Bunster entregaba a su esposa ordenando a su criado que los tomase de su mano. Como a Mauki le estaba prohibido hacerlo, se veía obligado a pasarse sin tabaco. Por el mismo motivo se quedaba muchos días sin comer. En una ocasión le ordenó su amo que preparase un guisado a base de unas almejas gigantes que abundaban a orillas de la laguna. Mauki no pudo obedecerle porque tales moluscos eran tabú para él. Seis veces una tras otra, se negó a tocarlas, y seis veces le golpeó su amo hasta dejarle sin sentido. Bunster sabía que Mauki se dejaría matar antes que hacerlo, pero calificó su negativa de amotinamiento y habría acabado con él en ese mismo momento si hubiera podido sustituirle con otro cocinero.
       Uno de los pasatiempos favoritos del comerciante consistía en coger a Mauki por sus cabellos negroides y golpearle la cabeza contra la pared. Otro entretenimiento consistía en pillar a Mauki desprevenido y aplastar contra su carne la punta de un cigarrillo encendido. A eso lo llamaba Bunster «vacunar» y, en consecuencia, vacunaba a Mauki varias veces a la semana. Un día, en un acceso de cólera, le arrancó el asa de tazón que llevaba colgada de la nariz, rasgándole el cartílago.
       —¡Vaya hocico! —dijo por todo comentario al supervisar el daño que le había causado.
       La piel del tiburón es como el papel de lija, pero la de la raya es aún más áspera. En los Mares del Sur los nativos la utilizan como lima para pulir la madera de remos y canoas. Bunster se había confeccionado un mitón de piel de raya. La primera vez que lo probó con Mauki, sólo con una pasada le arrancó la piel de la espalda desde el cuello basta la axila. Bunster se quedó encantado. Experimentó después con su mujer y lo utilizó a sus anchas con los hombres de la tripulación. Los dos primeros ministros recibieron una caricia cada uno y tuvieron que sonreír y tomarlo a broma.
       —¡Reíd, malditos, reíd! —les instaba Bunster.
       Mauki fue quien mejor llegó a conocer los efectos del mitón. No pasaba un solo día sin que probara su contacto. Hubo ocasiones en que la desolladura era de tales proporciones, que el dolor le impedía dormir por la noche. A menudo, el bromista de Bunster se divertía volviéndole a poner en carne viva la piel ya medio cicatrizada. Mauki seguía esperando pacientemente, seguro de que antes o después llegaría su hora. Y cuando su hora llegó, sabía perfectamente lo que tenía que hacer.
       Un día Bunster se levantó con humor de zurrarle la badana al universo entero. Comenzó por Mauki y terminó por Mauki, dejando entre tanto sin sentido a su mujer y sacudiendo a modo a los hombres de su tripulación. A la hora del desayuno dijo que el café era aguachirle y arrojó el líquido hirviendo a la cara de su criado. A las diez en punto temblaba de escalofríos y media hora después ardía en fiebre. No era aquél un ataque corriente. Pronto se declararon unas fiebres perniciosas que resultaron ser paludismo. Pasaron los días y Bunster se fue debilitando. No podía levantarse de la cama. Mauki esperaba y vigilaba mientras su piel recobraba su aspecto normal. Ordenó a los hombres de la tripulación que subieran el barco a la playa, que limpiaran el casco y lo repararan. Creyeron que la orden procedía de su amo y le obedecieron, pero en aquel momento Bunster estaba inconsciente y no podía ordenar nada. Aquélla era la oportunidad que aguardaba Mauki, pero aun así esperó.
       Cuando lo peor de la enfermedad hubo pasado y Bunster convalecía en plena posesión de sus sentidos aunque débil como un niño, Mauki reunió todas sus baratijas, incluida el asa de porcelana, y las guardó en una caja. Luego se dirigió al poblado e interrogó al rey y a los dos primeros ministros.
       —Ese hombre, Bunster, hombre bueno, ¿vosotros gustar? —preguntó.
       A coro le respondieron que no les gustaba en absoluto. Los ministros recitaron una larga letanía de todas las indignidades y abusos que había acumulado sobre ellos. El rey perdió el control y se echó a llorar. Mauki le interrumpió bruscamente.
       —Tú querer gobernar tu pueblo. A ti no gustarte el gran amo blanco. A mí no gustarme. Tú poner cien cocos, doscientos cocos, trescientos cocos en el cúter. Luego vosotros dormir. Todos los canacas dormir. Vosotros oír gran ruido en la casa y no decir oír gran ruido. Vosotros dormir mucho.
       Del mismo modo interrogó Mauki a los miembros de la tripulación. Luego ordenó a la esposa de Bunster que regresara a casa de su familia. Si se hubiera negado, se habría hallado Mauki en un buen compromiso, pues su tambo le impedía ponerle la mano encima.
       Desierta ya la casa, entró en la habitación donde el comerciante yacía medio adormilado. Le quitó los revólveres y se puso en la mano el mitón de piel de raya. La primera noticia que tuvo Bunster de lo que ocurría fue una caricia del mitón que le arrancó la piel a todo lo largo de la nará.
       —Buen chico —rió Mauki entre caricia y caricia, una de las cuales le dejó a Bunster la frente en carne viva mientras que la otra le desollaba la mejilla—. ¡Ríe, condenado, ríe!
       Mauki hizo concienzudamente su tarea y los canacas, ocultos en sus casas, oyeron el gran ruido que Bunster hacía y que continuó haciendo durante una hora o más.
       Cuando Mauki hubo terminado, bajó la brújula, los fusiles y toda la munición al cúter, que cargó después con cajones de tabaco. Mientras se afanaba en esta operación, una figura horrenda, en carne viva, salió de la casa y echó a correr gritando hacia la playa, hasta que cayó en la arena retorciéndose y farfullando bajo un sol abrasador. Mauki le miró y dudó. Al fin se acercó y le cortó la cabeza, que envolvió en una estera y guardó en la escotilla de proa.
       Tan profundamente durmieron los canacas aquel día largo y caluroso, que no vieron el cúter salir a mar abierto y dirigirse hacia el Sur impulsado por el viento del Sureste. Nadie avistó la embarcación en su larga travesía hasta las costas de Isabel, ni durante el tedioso recorrido desde aquella isla hasta Malaita. Mauki arribó a Port Adams con una fortuna en rifles y tabaco mayor que la que cualquier hombre hubiera poseído jamás. Pero no se detuvo en la aldea. Había cortado la cabeza a un hombre blanco y sólo la selva podía ofrecerle refugio. En consecuencia volvió a los poblados del interior, donde mató a Fanfoa y a media docena de cabecillas y se erigió en jefe de aquellos contornos. Cuando murió su padre, el hermano de Mauki gobernó en Port Adams, y unidos hombres de la costa y hombres del interior, formaron la más fuerte de todas las tribus guerreras de Malaita.
       Más que al gobierno británico, temía Mauki a la todopoderosa Compañía Jabonera Moongleam, y un día le llegó un mensaje por el cual se le recordaba que debía a la compañía ocho años y medio de trabajo. Su respuesta fue favorable y al poco tiempo aparecía el inevitable hombre blanco. Era un capitán de goleta, el único blanco que durante el reinado de Mauki penetrara en la selva y saliera de ella con vida. Y no sólo salió con vida, sino también con setecientos cincuenta dólares en soberanos de oro, el precio de ocho años y medio de trabajo, más el coste de ciertos rifles y cajones de tabaco.
       Mauki ya no pesa ciento diez libras. El diámetro de su estómago se ha triplicado y tiene cuatro mujeres. Tiene también muchas otras cosas: rifles y revólveres, el asa de un tazón de porcelana y un excelente surtido de cabezas de nativos. Pero el ejemplar más preciado de toda su colección es una cabeza de cabellos color arena y barba amarillenta, perfectamente curada y desecada, que conserva envuelta en sus más finos lava-lavas. Cada vez que Mauki va a la guerra allende sus dominios, saca invariablemente esa cabeza y, a solas en su palacio de hierba, la contempla larga y solemnemente. En momentos semejantes, un silencio de muerte se cierne sobre el poblado y ni el negrito más chico se atreve a hacer un solo ruido. La cabeza se dene por el talismán más eficaz de todo Malaita y a su posesión se atribuye toda la grandeza de Mauki.



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