Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


El orgullo de Aloysius Pankburn (1911)
(“The Proud Goat of Aloysius Pankbubn”)
Originalmente publicado en The Saturday Evening Post
(24 de junio de 191l);
A Son of the Sun
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1912, 333 págs.)



I

      Aunque era rápido en detectar la promesa de aventuras y siempre estaba preparado para que algo inesperado surgiera tras la siguiente palmera, David Grief no recibió advertencia alguna la primera vez que se fijó en Aloysius Pankburn. Fue a bordo del pequeño vapor Berthe. Dejando atrás a su goleta, que lo seguiría unos días después, Grief había comprado un pasaje para la breve travesía de Raiatea a Papeete. La primera vez que vio a Aloysius Pankburn, ese caballero algo achispado bebía en solitario un cóctel, en el pequeño bar entre cubiertas y próximo a la barbería. Media hora más tarde, cuando el barbero hubo acabado con Grief, Aloysius Pankburn continuaba en la barra, bebiendo solo.
       No es bueno que un hombre beba solo y Grief lo observó atentamente al pasar. Vio un joven fornido de unos treinta años, atractivo y bien vestido que sin duda era un caballero. Pero en el leve indicio de desaliño, en la mano temblorosa y ávida que derramaba el licor y en los ojos nerviosos y vacilantes Grief interpretó las inequívocas señales del alcohólico crónico.
       Después de cenar volvió a encontrarse con Pankburn. En esa ocasión fue en cubierta y el joven, agarrado a la barandilla y observando de lejos las siluetas borrosas de un hombre y una mujer que ocupaban dos hamacas situadas muy juntas, estaba llorando, borracho. Grief se fijó en que el brazo del hombre rodeaba la cintura de la mujer. Aloysius Pankburn continuaba mirando, sin dejar de llorar.
       —No hay nada por lo que llorar —dijo Grief, amablemente.
       Pankburn lo miró y sus ojos derramaron lágrimas de profunda autocompasión.
       —Es duro —sollozó—. Muy, muy duro. Ese hombre es mi administrador. Yo le doy empleo. Le pago un dineral. Y así es cómo se lo gana.
       —En ese caso, ¿por qué no le pone fin? —aconsejó Grief.
       —No puedo. Ella me dejaría sin whisky. Es mi enfermera.
       —Pues despídala a ella y emborráchese a gusto.
       —No puedo. Él tiene todo mi dinero. Y si lo hago, no me daría ni unas monedas para pagarme una copa.
       Tan aciaga posibilidad provocó una nueva avalancha de lágrimas. Grief se sintió interesado. Esa era una de las situaciones excepcionales que jamás habría imaginado.
       —Se comprometieron a cuidar de mí —lloriqueaba Pankburn—, a apartarme de la bebida. Y así es cómo lo hacen, holgazaneando por todo el barco y dejando que me mate bebiendo. Le aseguro que no es justo. Los enviaron conmigo con la expresa finalidad de no dejarme beber y me permiten beber hasta envilecerme con tal de que los deje en paz. Si me quejo, amenazan con no darme ni una gota más. ¿Qué puede hacer un pobre diablo como yo? Serán responsables de mi muerte. Acompáñeme abajo.
       Soltó la barandilla y se habría caído si Grief no lo hubiese agarrado del brazo. De repente, pareció transformarse, se enderezó físicamente, adelantó la barbilla en un gesto agresivo y un brillo de dureza asomó a sus ojos.
       —No permitiré que me maten. Y lo lamentarán. Les ofrecí cincuenta mil… después, por supuesto. Se rieron de mí. Ellos no lo saben. Pero yo sí. —Buscó a tientas en el bolsillo de su chaqueta y sacó un objeto que destelló a pesar de la poca luz—. No saben lo que esto significa. Pero yo sí. —Miró a Grief con repentina sospecha—. ¿Cómo lo interpreta usted? ¿Eh? ¿Cómo lo interpreta?
       David Grief tuvo la repentina visión de un alcohólico degenerado matando a una pareja joven y encantadora con un pasador de cobre, porque lo que sujetaba en la mano era un pasador de cobre, una herramienta náutica ya anticuada.
       —Mi madre cree que estoy aquí para curarme del hábito de beber. Ella no lo sabe. Soborné al médico para que me recetara un viaje. Cuando lleguemos a Papeete, mi administrador alquilará una goleta y zarparemos. Pero ni en sueños se lo imaginan. Creen que es por el alcohol. Yo lo sé. Solo yo lo sé. Buenas noches, señor. Me voy a la cama, a menos que… quiera tomarse una última copa antes de dormir. La última.


II

       Durante la semana siguiente, en Papeete, Grief vio fugazmente a Aloysius Pankburn en numerosas y extrañas ocasiones. También lo vieron todos los que estaban en la capital de la pequeña isla: hacía años que ni en la playa ni en la pensión de Lavina se escandalizaban tanto. A mediodía, con la cabeza al descubierto, vestido solo con un bañador, Aloysius Pankburn recorrió la calle principal desde la pensión hasta el puerto. Se puso los guantes de boxeo para enfrentarse a un fogonero del Berthe, en un combate a cuatro asaltos en el Folies Bergères, y cayó noqueado en el segundo asalto. Además, intentó el disparate de ahogarse en una charca de cincuenta centímetros de profundidad, se zambulló —borracho y con un estilo magnífico— desde los quince metros de altura de los obenques del Mariposa, atracado en el embarcadero, y alquiló la balandra Toerau a un precio mayor que el de compra, problema del que lo salvó la negativa de su administrador a ratificar el acuerdo. Compró el puesto del viejo leproso ciego del mercado y vendió frutos del pan, plátanos y batatas a precios tan bajos que los gendarmes se vieron obligados a acudir para atajar la avalancha de nativos en busca de gangas. En esa misma línea, los gendarmes lo arrestaron tres veces por desorden público y tres veces su administrador abandonó su cortejo el tiempo suficiente para pagar las multas impuestas por una administración colonial necesitada de ingresos.
       Luego el Mariposa zarpó rumbo a San Francisco y en la suite nupcial iban el administrador y la enfermera, recién casados. Antes de partir, el administrador tuvo el detalle de entregar ocho billetes de cinco libras a Aloysius y, como consecuencia fácil de adivinar, Aloysius se despertó varios días después arruinado y peligrosamente cerca del delirium tremens. Lavina, conocida por su generosidad, incluso con los peores bribones y granujas de la Polinesia, lo cuidó y no permitió que se diese cuenta, mientras recuperaba la consciencia poco a poco, de que ya no tenía administrador ni dinero para pagar la pensión.
       Varias noches después, David Grief, recostado bajo el toldo de la cubierta de popa de la Kittiwake, echando una ojeada despreocupada a la escasa información del Avant-Coureur de Papeete, se incorporó de repente y estuvo a punto de frotarse los ojos. Era increíble, pero allí estaba. La vieja leyenda de la Polinesia no había muerto. Leyó:
       Se busca socio para intercambiar la mitad de un tesoro enterrado, cuyo valor asciende a cinco millones de francos, por el transporte para una persona hasta una isla desconocida del Pacífico y medios suficientes para llevarse el botín. Preguntar por Folly, en la pensión de Lavina.
       Grief consultó su reloj. Aún era temprano, solo marcaba las ocho.
       —Señor Carlsen —dijo en la dirección de una pipa encendida—, avise a la tripulación del bote. Bajo a tierra.
       La voz grave del segundo oficial noruego se oyó a proa y media docena de fornidos nativos de Rapa dejaron sus cánticos y se ocuparon del bote.
       —Vengo a ver a Folly, supongo que será señor Folly —dijo David Grief a Lavina.
       Se fijó en la mirada de interés que asomó a los ojos de la mujer, al tiempo que volvía la cabeza para emitir una orden en lengua nativa en dirección a las dos puertas abiertas que daban a la cocina. Unos minutos después, una nativa descalza entró y negó con la cabeza.
       La decepción de Lavina resultó evidente.
       —Usted para a bordo de la Kittiwake, ¿no es así? —preguntó—. Le diré que ha venido.
       —Pero, ¿se trata de un hombre? —inquirió Grief.
       Lavina asintió.
       —Espero que pueda hacer algo por él, capitán Grief. Yo solo soy una mujer bondaddosa. No sé. Pero él es simpático y puede que diga la verdad. Aunque no lo sé. Usted no es un necio de buen corazón como yo. ¿Le preparo un cóctel?


III

       De nuevo a bordo de su goleta, David Grief echaba una cabezada en una hamaca, con una revista de tres meses antes sobre el pecho, cuando lo despertó un ruido parecido al llanto, procedente del costado del buque. Abrió los ojos. A bordo del mercante chileno que se encontraba a un cuarto de milla de distancia sonaron ocho campanadas. Era medianoche. Al costado se oyó una salpicadura y otra queja. Le pareció una mezcla de algo anfibio y el llanto de un hombre para sí mismo, la salmodia lastimera de sus penas ante el universo.
       De un salto, David Grief se plantó en la barandilla inferior. Abajo, de donde procedía el ruido, se veía una zona de agua agitada y fosforescente. Se inclinó por encima de la barandilla, aseguró con fuerza su mano bajo la axila de un hombre y, entre tirones, sacudidas e impulsos, lanzó sobre la cubierta el cuerpo desnudo de Aloysius Pankburn.
       —No tenía dinero —se quejó—. Tuve que venir nadando y no encontraba la forma de subir. Lo he pasado fatal. Discúlpeme. Si tuviese una toalla para taparme un poco y un trago de algo fuerte, me recuperaría antes. Yo soy el señor Folly y usted es el capitán Grief, supongo, quien vino a verme cuando yo estaba fuera. No, no estoy borracho. Tampoco tengo frío. No tiemblo por eso. Hoy Lavina solo me ha dado dos tragos. Estoy al límite del delirium tremens, eso es todo, y al darme cuenta de que no podía subir a bordo empecé a ver cosas raras. Le agradecería mucho que me llevase abajo. Ustedes el único que ha respondido a mi anuncio.
       La noche era cálida, pero él temblaba terriblemente y, una vez abajo, en el camarote, incluso antes de entregarle la toalla, Grief se ocupó de ponerle en la mano medio vasito de whisky.
       —Y ahora, cuente —dijo Grief, cuando su invitado se hubo puesto una camisa y un pantalón—. ¿De qué trata su anuncio? Le escucho.
       Pankburn miró la botella de whisky, pero Grief negó con la cabeza.
       —De acuerdo, capitán, aunque le aseguro por el poco honor que me queda que no estoy bebido, en absoluto. Además, lo que voy a contarle es cierto y seré breve, porque tengo claro que usted es un hombre de acción. Y, por si fuera poco, tiene buena química. Para usted, el alcohol nunca ha supuesto un millón de gusanos royendo a la vez cada célula de su cuerpo. Nunca ha bajado al infierno. Yo me encuentro allí ahora mismo. Me estoy quemando. Ahora escuche.
       »Mi madre aún vive. Es inglesa. Yo nací en Australia. Me formé en York y Yale. Soy máster en Humanidades, doctor en Filosofía; y no soy bueno. Además, soy alcohólico. He sido atleta. Era capaz de hacer el salto del ángel desde más de treinta metros de altura. Tengo varios récords en la categoría de aficionado. Soy un pez. El mayor de los Cavill me enseñó a nadar a crol. He nadado treinta millas náuticas con marejada. Aún tengo otro récord. He trasegado más whisky que cualquier otro hombre de mi edad. Podría ser capaz de robarle para pagarme una copa. Por último, le contaré la verdad.
       »Mi padre era norteamericano, alumno de la Academia Naval de Annapolis. Fue guardiamarina en la guerra de Secesión. En 1866 era teniente en el Suwanee. Su capitán era Paul Shirley. En el 66 el Suwanee carboneó en una isla del Pacífico que no voy a mencionar, ahora bajo un protectorado que entonces no existía y que quedará en el anonimato. En tierra, tras la barra de una taberna, mi padre vio tres pasadores de cobre pertenecientes a un barco.
       David Grief sonrió levemente.
       —Yo puedo decirle el nombre del puesto donde carbonearon y del protectorado al que luego pasó a pertenecer —dijo.
       —¿Y de los tres pasadores? —preguntó Pankburn con la misma calma—. Adelante, porque ahora están en mi poder.
       —Por supuesto. Se encontraban tras la barra del bar de Oscar el Alemán, en Peenoo-Peenee. Johnny Black los sacó de su goleta y los llevó allí la noche en que murió. Volvía de realizar un largo viaje hacia el oeste, pescando pepinos de mar y comerciando con madera de sándalo. Toda la playa conoce la historia.
       Pankburn negó con la cabeza.
       —Continúe —lo animó.
       —Fue antes de que yo llegara, claro —explicó Grief—. Solo le cuento lo que me han contado. A continuación arribó el crucero ecuatoriano, que venía del oeste e iba camino de casa. Sus oficiales reconocieron los pasadores. Mataron a Johnny Black. Se apoderaron de su segundo y de su cuaderno de bitácora. Zarparon de nuevo rumbo al oeste. Seis meses después, de nuevo en dirección a casa, se detuvieron en Peenoo-Peenee. Habían fracasado y la historia se filtró.
       —Cuando los revolucionario estaban a punto de entrar en Guayaquil —continuó Pankburn el relato—, los oficiales federales, convencidos de que era inútil intentar defender la ciudad, se apoderaron del cofre del tesoro del Gobierno, que contenía alrededor de un millón de dólares en oro, aunque todo en moneda inglesa, y lo llevaron a borde de la goleta norteamericana Flirt. Pensaban zarpar al amanecer. Pero el capitán norteamericano huyó en plena noche. Siga usted.
       —Es una vieja historia —reanudó el relato Grief—. No había otro buque en el puesto. Los líderes federales no pudieron escapar. Hicieron de tripas corazón y defendieron la ciudad. Rojas Salcedo llegó a marchas forzadas desde Quito y rompió el asedio. La revolución fue aplastada y el único vapor, ya viejo, que formaba la Armada ecuatoriana fue enviado en persecución de la Flirt. La encontraron entre las islas Banks y las Nuevas Hébridas, en facha y enviando señales de socorro. El capitán había muerto el día anterior de fiebre de aguas negras.
       —¿Y el segundo?
       —Al segundo lo habían matado una semana antes los nativos de una de las islas Banks, cuando enviaron un bote a tierra en busca de agua. No quedaban más oficiales de derrota. Torturaron a la tripulación. Era un caso fuera del Derecho Internacional. Querían confesar, pero no podían. Contaron lo de los tres pasadores en los árboles de la playa, pero no sabían en qué isla estaban. Solo sabían que quedaba al oeste, muy al oeste. A partir de aquí, la historia tiene dos continuaciones. Una es que todos murieron torturados. Otra, que los supervivientes acabaron colgando del penol. En cualquier caso, el crucero ecuatoriano volvió a casa sin el tesoro. Johnny Black llevó los tres pasadores a Peenoo-Peenee y los dejó en el bar de Oscar el Alemán, pero nunca contó cómo ni dónde los había encontrado.
       Pankburn miró fijamente la botella de whisky.
       —Solo dos dedos —gimoteó.
       Grief se lo pensó y le sirvió muy poco. Los ojos de Pankburn brillaron y el whisky le insufló nueva vida.
       —Ahora es cuando yo completo los detalles que faltan —dijo—. Johnny Black sí que lo contó. Se lo contó a mi padre. Le escribió desde Levuka antes de acabar muriendo en Peenoo-Peenee. Mi padre le había salvado la vida una noche de bronca en Valparaíso. Un tratante de perlas chino que zarpó de la isla Jueves para buscar más material al norte de Nueva Guinea le compró los tres pasadores a un negro. Johnny Black se los compró al peso porque eran de latón. No tenía ni la más mínima idea, como tampoco la tenía el chino, pero al regreso se detuvo para comprar tortugas carey en la misma playa en la que usted dice que mataron al segundo del Flirt. Sin embargo, no lo habían matado. Los nativos de las Banks lo retuvieron prisionero y se estaba muriendo de una necrosis en la mandíbula, debido a la herida causada por una flecha durante la pelea en la playa. Antes de morir le contó la historia a Johnny Black. Johnny Black le escribió a mi padre desde Levuka. Tenía cáncer y le quedaba poco tiempo. Diez años después, Oscar el Alemán le entregó los pasadores a mi padre, cuando era capitán del Perry. Y de mi el padre, según su testamento y últimas voluntades, recibí yo los pasadores y la información. Sé cuál es la isla y conozco la latitud y longitud de la playa en la que los tres pasadores fueron clavados en los árboles. Ahora los pasadores están en la pensión de Lavina. La latitud y longitud, en mi cabeza. ¿Qué le parece?
       —Que hay gato encerrado —afirmó al instante Grief—. ¿Por qué no fue su padre a buscar el tesoro?
       —No lo necesitaba. Un tío suyo falleció y le dejó una fortuna. Se retiró de la Armada se metió en líos con un montón de enfermeras y mi madre se divorció. Ella también heredó una renta de treinta mil dólares y se fue a vivir a Nueva Zelanda. Yo me repartía entre los dos, pasaba la mitad del tiempo en Nueva Zelanda y la otra mitad en Estados Unidos hasta que mi padre murió el año pasado. Ahora soy todo para mi madre. Él le dejó su dinero, un par de millones, pero mi madre me ha puesto tutores por culpa de la bebida. Tengo un montón de dinero pero no puedo tocar un centavo, excepto el poco que me dan. Mi padre, que sabía de mis problemas con la bebida, me dejó los tres pasadores y la información concerniente a ellos. Lo hizo a través de sus abogados, sin que mi madre lo supiera. Dijo que era mejor que un seguro de vida y que, si tenía el valor de ir a buscarlo, podría atiborrarme de alcohol hasta reventar y morir. Millones en las manos de mis tutores, otro dineral de mi madre si llega antes que yo al crematorio, un millón más esperando que lo desentierre y, mientras tanto, Lavina se ocupa de mí y me regala dos tragos al día. Es un infierno… si tiene en cuenta mi sed.
       —¿Dónde está la isla?
       —Muy lejos de aquí.
       —Dígamelo.
       —Ni loco, Capitán Grief. Con esto ganará medio millón sin hacer gran cosa. Navegará siguiendo mis instrucciones y cuando nos encontremos mar adentro y camino de allí se lo diré, pero no antes.
       Grief se encogió de hombros para quitarle importancia al asunto.
       —Le daré otra copa y luego lo enviaré a tierra en el bote.
       Pankburn se quedó desconcertado. Dedicó cinco minutos a debatir consigo mismo, luego se relamió los labios y se rindió.
       —Se lo diré ahora si me promete que iremos.
       —Pues claro que estoy dispuesto a ir. Por eso se lo he preguntado. Dígame cómo se llama la isla.
       Pankburn miró hacia la botella.
       Quiero tomarme esa copa ahora, capitán.
       —No, de eso nada. Esa copa se la ofrecí porque se iba a ir a tierra. Pero si me va a decir el nombre de la isla, quiero que lo haga estando sobrio.
       —Es la isla Francis, si tanto le interesa. Bougainville la bautizó isla Barbour.
       —Solitaria en la parte alta del Mar de Coral —dijo Grief—. La conozco. Queda entre Nueva Irlanda y Nueva Guinea. Ahora es un agujero despreciable, pero estaba bien cuando el Flirt clavó los pasadores y el comerciante de perlas chino los compró. El vapor Castor, que reclutaba mano de obra para las plantaciones de Upolu, cayó allí hace dos años con todos los que iban a bordo. Yo conocía bien a su capitán. Los alemanes enviaron un crucero, bombardearon el bosque, quemaron media docena de aldeas, mataron a un par de negros y muchos cerdos y… y eso fue todo. Allí los negros siempre han sido malos, pero se volvieron malos de verdad hace cuarenta años. Fue entonces cuando acabaron con un ballenero. A ver, ¿cómo se llamaba?
       Se acercó a la estantería, sacó la voluminosa Guía de la Polinesia y fue pasando sus páginas.
       —Sí, aquí está. Francis o Barbour. —Echó una ojeada—. Nativos guerreros y traicioneros, melanesios, caníbales. Ballenero Western acorralado y hundido, así se llamaba. Bajíos, cabos, fondeaderos… ah, Redscar, bahía de Owen, bahía Likikili, esta es mejor; entrantes profundos, manglares, posible fondear en nueve brazas cuando el peñasco blanco del farallón marca oeste sudoeste. —Grief levantó la mirada—. Esta es su playa, Pankburn. Estoy seguro.
       —¿Irá? —preguntó el otro con impaciencia.
       Grief asintió.
       —Tiene buena pinta. Si la historia hubiese hablado de cien millones o alguna otra suma descabellada no me habría parado a pensarlo. Zarparemos mañana, pero con una condición. Tendrá que ponerse a mis órdenes para todo.
       Su visitante asintió categórica y alegremente.
       —Y eso significa no beber.
       —Es mucho pedir —gimoteó Pankburn.
       —Son mis condiciones. Sé lo bastante como para darme cuenta de que los daños que sufre aún no son irreversibles. Y tendrá que trabajar, pero trabajar duro, como los marineros. Formará parte de las guardias regulares y de todo lo demás, aunque comerá y dormirá con nosotros.
       —Acepto. —Pankburn extendió la mano para ratificar el acuerdo—. Si no me mata —añadió.
       David Grief sirvió tres generosos dedos de whisky en el vaso y se lo ofreció.
       —Entonces, aquí tiene su última copa. Tómesela.
       La mano de Pankburn llegó a mitad de camino. Con un repentino espasmo de resolución, dudó, echó los hombros hacia atrás y alzó la cabeza.
       —Creo que no —dijo. Luego se rindió débilmente al deseo y echó la mano, veloz, hacia el vaso, como si temiese que se lo arrebatasen.


IV

       La travesía desde Papeete, en las islas de la Sociedad, hasta la zona alta del mar de Coral —desde 150º longitud oeste a 150º longitud este— equivale, en línea recta, a cruzar el Atlántico. Pero la Kittiwake no viajó en línea recta. Las numerosas empresas de David Grief la obligaron a desviar el rumbo muchas veces. Se detuvo para echarle una ojeada a la isla Rose, que no estaba habitada, con idea de colonizarla y plantar palmeras cocoteras. Después presentó sus respetos a Tui Manua, al este de Samoa, y preparó la situación para hacerse con un tercio del monopolio comercial de las tres islas de ese rey moribundo. Desde Apia llevó varios agentes de relevo y una carga de bienes para comerciar a las islas Gilbert. Se acercó al atolón de Ontong Java, inspeccionó sus plantaciones de Santa Isabel y compró tierras a los jefes de la costa noroeste de Malaita. Y durante toda esa ruta sinuosa hizo de Aloysius Pankburn un hombre.
       Ese bebedor, aunque vivía a popa, se vio obligado a hacer el trabajo de un marinero común. No solo se ocupaba del timón, subía a la cofa del vigía, halaba escotas y manipulaba polipastos, sino que también se le encomendaban las labores más sucias y difíciles. Colgado de la arboladura, en una guindola, rascó los mástiles y aprendió a no quejarse. Refregó la cubierta con arenisca, lo que le provocó dolor de espalda y desarrolló sus músculos, atrofiados y fofos. Cuando la Kittiwake fondeaba y la tripulación nativa fregaba su obra viva de cobre, para lo que debían bucear y hacerlo bajo el agua, Pankburn cumplía con los turnos tantas veces como fuera necesario.
       —Mírate bien —le dijo Grief—. Eres mucho más hombre que cuando subiste a bordo. No has bebido y no te has muerto, y ya casi has expulsado todo el veneno de tu cuerpo. Es el trabajo. Es mejor que cualquier enfermera o administrador. Toma, por si tienes sed. Bebe cuanto quieras.
       Con varios movimientos diestros de su cuchillo, Grief cortó un trozo triangular de un coco ya pelado. El líquido denso y fresco, ligeramente lechoso y efervescente, burbujeó hasta el borde. Con una inclinación de cabeza, Pankburn asió la copa natural, se la llevó a los labios y bebió hasta acabarla. Bebía muchos de esos cocos a diario. El camarero negro, un nativo de las Nuevas Hébridas de sesenta años de edad, y su ayudante, un isleño de Lark de once, se ocupaban de ofrecérselos continuamente.
       A Pankburn no le importaba trabajar sin descanso. Devoraba el trabajo, nunca ganduleaba y siempre era el primero en obedecer las órdenes. Pero sus sufrimientos durante el período en el que expulsó el alcohol de su organismo resultaron heroicos. Incluso cuando se libró del último resto del veneno, el deseo, como una obsesión, permaneció en su cabeza. Por eso cuando, tras dar su palabra de honor, bajó a tierra en Apia, intentó cerrar los bares bebiéndose todas sus provisiones. Por eso a las dos de la madrugada, David Grief se lo encontró delante del Tivoli, del que Charley Roberts lo había echado por alborotar. Aloysius, como antes, salmodiaba sus penas a las estrellas. Además, marcaba el ritmo con pedazos de piedra de coral que lanzaba, con asombrosa puntería, a través de las ventanas de Charley Roberts.
       David Grief se lo llevó, pero no se encargó de él hasta la mañana siguiente. Sucedió en la cubierta de la Kittiwake y no resultó agradable. Grief lo machacó a puñetazos, le pegó con fuerza, lo castigó, le dio la peor paliza de su vida.
       —Por el bien de tu alma, Pankburn —le dijo para enfatizar los golpes—. Por el bien de tu madre. Por la prole que vendrá después. Por el bien del mundo, del universo y de la raza humana futura. Y ahora, para que se te meta bien en la cabeza, vamos a repetirlo. Este, por el bien de tu alma; y este, por tu madre; este, por los niños no nacidos ni imaginados, a cuya madre amarás por el bien de ellos y el tuyo, gracias a la hombría que será tuya cuando haya acabado contigo. Vamos, toma tu medicina. Aún no he terminado. Estoy empezando. Quedan otras muchas razones que enseguida te explico.
       Los marineros morenos y los camareros y el cocinero negros miraban y sonreían. Ni se les ocurría cuestionar cualquiera de las costumbres misteriosas e incomprensibles de los blancos. En cuanto a Carlsen, el segundo oficial, estaba totalmente de acuerdo con el tratamiento que su jefe administraba; mientras que Albright, el sobrecargo, se limitaba a jugar con su bigote y sonreír. Eran hombres de mar. Llevaban una vida dura. Y el alcohol, tanto en ellos mismos como en otros hombres, era un problema que habían aprendido a tratar de una forma distinta a la que enseñaban en las escuelas de medicina.
       —¡Chico! ¡Un cubo de agua fresca y una toalla! —ordenó Grief cuando terminó—. Dos cubos y dos toallas —añadió mientras se miraba las manos.
       —¡Bueno estás hecho! —le dijo a Pankburn—. Lo has estropeado todo. Había logrado echar el veneno de tu organismo y ahora apestas a él. Tenemos que empezar de nuevo. ¡Señor Albright! Ese montón de cadena vieja de la playa donde desembarcan los botes. Encuentre al dueño, cómprelo y súbalo a bordo. Debe medir unas ciento cincuenta brazas. ¡Pankburn! Mañana por la mañana empiezas a aporrearla para sacarle el óxido. Cuando hayas terminado, te pones a lijarla. Después, la pintas. Y no harás nada más hasta que la cadena quede como nueva.
       Aloysius Pankburn negó con la cabeza.
       —Lo dejo. Por mí, la isla Francis se puede ir al infierno. Estoy harto de ser tu esclavo. Ten la amabilidad de llevarme a tierra de inmediato. Soy un hombre blanco. No puedes tratarme así.
       —Señor Carlsen, usted se ocupará de que el señor Pankburn permanezca a bordo.
       —¡Acabaré contigo por esto! —gritó Aloysius—. No puedes detenerme.
       —Puedo darte otra paliza —respondió Grief—. Y te diré una cosa más, mocoso beodo, continuaré pegándote mientras mis nudillos resistan o hasta que desees quitarle el óxido a la cadena. Dije que me ocuparía de ti y haré de ti un hombre, aunque para lograrlo tenga que matarte. Ahora baja a cambiarte de ropa. Prepárate para empezar con el martillo esta misma tarde. Señor Albright, consiga esa cadena enseguida. Señor Carlsen, envíe los botes a tierra para que la traigan a bordo. Además, vigile a Pankburn Si da señales de derrumbarse o de empezar con el tembleque, dele un sorbo, pero pequeño. Es posible que lo necesite, después de lo de anoche.


V

       Durante el resto del tiempo que la Kittiwake permaneció en Apia, Aloysius Pankburn aporreó el óxido de la cadena. La aporreaba diez horas al día. Siguió aporreándola durante la larga travesía hasta las Gilbert. Luego le tocó lijar. Ciento cincuenta brazas son doscientos cincuenta metros y cada eslabón de esa longitud quedó pulido y suavizado a la perfección. Cuando el último eslabón recibió la segunda mano de pintura negra, decidió hablar.
       —Dame más trabajo sucio —le dijo a Grief—. Revisaré las demás cadenas si así lo quieres. Y no necesitas preocuparte más por mí. No beberé ni una gota más. Todo será mejorar. Me enfadé mucho cuando me pegaste, pero te aseguro que fue un enfado temporal. ¡Mejoraré! Me prepararé hasta conseguir la dureza de esta cadena, hasta estar tan limpio como ella. Y algún día, David Grief, en algún sitio, como sea, estaré en tan buena forma que te daré una paliza como la que tú me diste. Te destrozaré la cara hasta que ni tus propios negros te reconozcan.
       Grief estaba encantado.
       —Eso es hablar como un hombre —exclamó—. Solo podrás darme una paliza si vuelves a ser un hombre. Y puede que entonces…
       Se detuvo con la esperanza de que el otro captase la sugerencia. Aloysius se quedó pensativo y de repente sus ojos brillaron, cuando comprendió.
       —¿Te refieres a que entonces no querré hacerlo?
       Grief asintió.
       —Eso es lo malo —se lamentó Aloysius—. Creo que no querré. Comprendo lo que dices. Pero pienso seguir adelante y ponerme en forma de todos modos.
       El tono cálido y bronceado del rostro de Grief se volvió más cálido y le ofreció la mano.
       —Pankburn, te aprecio aún más por lo que acabas de decir.
       Aloysius se la estrechó y negó con la cabeza, en un gesto apenado y sincero.
       —Grief —se quejó—, me has cabreado. Has pisoteado mi orgullo y me temo que no se me va a pasar nunca el enfado.


VI

       Uun bochornoso día tropical, cuando el último atisbo de los lejanos alisios del sureste se desvanecía y se acercaba el cambio estacional al monzón del noroeste, la Kittiwake se acercó a la costa cubierta de jungla de la isla Francis. Grief, con el rumbo magnético y los prismáticos, identificó el volcán que marcaba Resdcar, dejó atrás la bahía de Owen y se quedó sin viento en la entrada de la bahía Likikili. A remolque de los dos botes de remos, mientras Carlsen echaba el escandallo para medir la profundidad, la Kittiwake se introdujo despacio en un entrante estrecho y profundo. No había playas. Los manglares llegaban hasta el borde del agua y tras ellos se alzaba una jungla empinada, interrumpida aquí y allá por los picos de algunas rocas. Al cabo de una milla náutica, cuando el peñasco blanco del farallón marcó oeste-sudoeste, la sonda corroboró la información que daba la Guía de la Polinesia y fondearon a nueve brazas.
       Durante el resto del día y hasta la tarde del siguiente permanecieron esperando a bordo de la Kittiwake. No apareció ninguna canoa. No había indicios de vida humana. No parecía haber más vida que la esporádica salpicadura de un pez o los gritos de las cacatúas. Sin embargo, en una ocasión, una mariposa enorme —treinta centímetros de un extremo al otro—, aleteó por encima de los mástiles y cruzó a la jungla de enfrente.
       —No tiene sentido que enviemos un bote para que lo ataquen —dijo Grief.
       Pankburn se mostró incrédulo y se ofreció voluntario para ir solo, aunque fuese a nado si no le prestaban el chinchorro.
       —No se han olvidado del crucero alemán —explicó Grief—. Apuesto a que esa maleza está llena de hombres ahora mismo. ¿Qué opina usted, señor Carlsen?
       Aquel veterano aventurero de las islas mostró su acuerdo con mucho énfasis.
       A última hora de la tarde del segundo día Grief ordenó bajar una chalupa. Se situó en proa con un cigarro encendido en la boca y un cartucho de dinamita de mecha corta en la mano: pretendía usarlo para pescar. En las bancadas habían situado media docena de Winchesters. Albright, que se ocupaba del timón de espadilla, tenía un Mauser al alcance de la mano. Remaban siguiendo el verde muro de vegetación. A veces descansaban apoyados en los remos y en medio de un profundo silencio.
       —Doble contra sencillo a que la vegetación está llena de ellos, hasta arriba —susurró Albright.
       Pankburn escuchó un minuto más y aceptó la apuesta. Cinco minutos después avistaron un banco de mújoles. Los remeros nativos se detuvieron. Grief acercó la mecha a su cigarro y arrojó el cartucho. La mecha era tan corta que el cartucho explotó en el instante posterior a tocar el agua. Y en ese mismo instante, el bosque cobró vida. Se oyeron violentos gritos de desafío y muchos cuerpos negros y desnudos saltaron como monos desde el manglar.
       En la chalupa alzaron los rifles. Luego llegó la espera. Más de un centenar de negros, unos pocos armados con Sniders viejos pero la mayoría armados con hachas, lanzas endurecidas al fuego y flechas con puntas de hueso, se apiñaba sobre las raíces que sobresalían en la bahía. Nadie hablaba. Cada grupo observaba al otro, separados por seis metros de agua. Un negro viejo y tuerto, con gesto enfurecido, apoyaba un Snider en la cadera, con el que apuntaba a Albright, quien a su vez lo apuntaba con el Mauser. Así transcurrieron un par de minutos. Los peces que habían recibido la descarga salían a la superficie o luchaban, medio atontados, en el fondo de las aguas cristalinas.
       —Está bien —dijo Grief en voz baja a los nativos—, dejad las armas y saltad por la borda. Señor Albright, láncele el tabaco a ese salvaje tuerto.
       Mientras los nativos de Rapa se sumergían para coger el pescado, Albright lanzó hacia la orilla un atado de tabaco para comerciar. El tuerto asintió con la cabeza y arrugó sus rasgos en un intento por mostrarse amable. Bajaron las armas, destensaron los arcos y guardaron las flechas en los carcajes.
       —Conocen el tabaco —anunció Grief mientras remaban de vuelta a bordo—. Tendremos visita. Saque una caja de tabaco, señor Albright, y unos cuantos cuchillos para comerciar. Ahí viene una canoa.
       El viejo tuerto, como correspondía a un jefe y líder, avanzaba remando en solitario, enfrentándose al peligro a fin de proteger al resto de la tribu. Mientras Carlsen se inclinaba sobre la barandilla para ayudar a subir al visitante, giró la cabeza y comentó de pasada:
       —Han excavado el dinero, señor Grief. El viejo condenado viene cubierto de él.
       El tuerto llegó a cubierta trastabillando, con una sonrisa tranquilizadora que no ocultaba el miedo al que se había impuesto pero que aún lo dominaba. Cojeaba debido a una terrible cicatriz de varios centímetros de profundidad que le recorría el muslo desde la cadera a la rodilla. No llevaba ropa alguna, ni siquiera un taparrabos, pero la nariz, perforada en una docena de sitios y en cada agujero una púa de hueso tallada, se erizaba como un puercoespín. Alrededor del cuello y cayendo sobre el sucio pecho llevaba una sarta de soberanos de oro. De las orejas colgaban medias coronas de plata y del cartílago que separaba las fosas nasales pendía un gran penique inglés, deslucido y verde, pero inconfundible.
       —Alto, Grief —dijo Pankburn con una naturalidad perfectamente asumida—. Dices que solo conocen los abalorios y el tabaco. Muy bien. Sígueme la corriente. Han encontrado el tesoro y tendremos que recuperarlo negociando con ellos. Llévate a un lado a la tripulación y explícales que solo deben mostrar interés por los peniques, ¿de acuerdo? Las monedas de oro no merecen ni siquiera nuestro desprecio y las de plata las toleramos, pero nada más. Lo único que deseamos son los peniques.
       Pankburn se ocupó de comerciar. Por el penique de la nariz del tuerto pagó diez cigarrillos. Dado que a David Grief cada cigarrillo le costaba un centavo, el cambio resultaba claramente injusto. Pero por las medias coronas Pankburn solo dio un cigarrillo por moneda. Se negó a mirar siquiera la sarta de soberanos. Cuanto más se negaba, más insistía el tuerto en vendérsela. Por fin, con gesto irritado y molesto, y claramente por compasión. Pankburn le dio dos cigarrillos por el collar, que estaba compuesto por diez soberanos.
       —Me quito el sombrero —le dijo Grief a Pankburn esa noche durante la cena—. La situación es evidente: has invertido la escala de valores. Pensarán que los peniques son sus posesiones más valiosas y que los soberanos no valen nada. Como resultado, retendrán los peniques y nos obligarán a comprarles los soberanos. ¡Pankburn, brindo a tu salud! Chico, trae otra taza de té para el señor Pankburn.


VII

       La semana siguiente tuvo el color del oro. Desde el alba al ocaso una hilera de canoas aguardaba con los remos en posición de descanso a sesenta metros de distancia. Ese era el límite. Lo mantenían los marineros de Rapa, armados con rifles. Solo permitían que las canoas se acercaran de una en una a la goleta y que los negros subieran también de uno en uno a cubierta. Allí, bajo el toldo, relevándose uno al otro en tumos de una hora, era donde comerciaban los cuatro hombres blancos. La tarifa de cambio era la que había establecido Pankburn con el tuerto. Cinco soberanos por un cigarrillo; cien soberanos, veinte cigarrillos. De esa forma, un caníbal astuto depositaba sobre la mesa mil dólares en oro y se marchaba, enormemente satisfecho, con tabaco por valor de cuarenta centavos en la mano.
       —Espero que tengamos tabaco suficiente para todo —murmuró Carlsen en tono dudoso cuando hubo que abrir otra caja.
       Albright se rio.
       —Abajo tenemos cincuenta cajas —le dijo— y, según mis cálculos, con tres cajas compramos cien mil dólares. Solo había un millón de dólares enterrado, así que nos bastan treinta cajas para conseguirlo. Aunque está el margen de la plata y los peniques. Parece que los ecuatorianos echaron mano de toda cuanta moneda estaba a la vista.
       Aparecieron muy pocos peniques y chelines, a pesar de que Pankburn preguntaba continuamente por ellos, sin ocultar su impaciencia. Al parecer, lo que realmente deseaba eran los peniques y sus ojos lanzaban destellos de codicia en cuanto vislumbraba uno. Tal y como había teorizado, los salvajes llegaron a la conclusión de que debían deshacerse antes del oro, debido a su escaso valor. Un penique, cincuenta veces más valioso que un soberano, era digno de retener y atesorar. Sin duda, en sus guaridas de la jungla, los ancianos habrían acordado elevar el precio de los peniques cuando se hubiesen librado de todo el oro sin valor. ¿Quién sabía? A lo mejor lograban que esos blancos desconocidos les diesen veinte cigarrillos por cada moneda inservible.
       A finales de semana el comercio empezó a flojear. Se veía poco oro. De vez en cuando traían algún penique, que cambiaban de mala gana por diez cigarrillos. Lo que sí trajeron fueron varios miles de dólares de plata.
       La mañana del octavo día no comerciaron. Los ancianos habían madurado su plan y exigían veinte cigarrillos por un penique. El tuerto les comunicó el nuevo precio. Los blancos aparentaron tomárselo muy seriamente porque permanecieron allí de pie, debatiendo en voz baja. Si el tuerto hubiese entendido el inglés, habría tenido claro lo que ocurría.
       —Tenemos algo más de ochocientos mil dólares, sin contar la plata —dijo Grief—. Y eso es todo lo que poseen. Es muy probable que las tribus del interior tengan los otros casi doscientos mil que faltan. Regresemos en tres meses y las tribus de la costa habrán comerciado para recuperarlos. Además, para entonces ya se habrán quedado sin tabaco. Sería un pecado comprar peniques —sonrió Albright—. Va contra mi alma ahorradora de comerciante.
       —Empieza a soplar un ligero viento terral —dijo Grief mientras miraba a Pankburn—. ¿Qué opinas?
       Pankburn asintió.
       —Muy bien. —Grief calculó la suavidad e irregularidad del viento que rozaba su mejilla—. Señor Carlsen, vire a pique y desamarre las jarcias. Tenga los botes preparados por si tienen que remolcarnos. Este viento no es de fiar.
       Recogió una caja abierta de tabaco, que contenía seis o siete centenas de cigarrillos, se la entregó al tuerto y ayudó al desconcertado salvaje a saltar la barandilla. Cuando empezaron a izar la mayor, de las canoas que aguardaban en el límite se alzó un gemido de consternación. Cuando levaron el ancla y la proa de la Kittiwake se inclinó a sotavento debido a la brisa, el viejo tuerto desdeñó los rifles que lo apuntaban y remó al costado de la goleta, sin dejar de explicarles por señas que su tribu estaba dispuesta a cambiar los peniques por diez cigarrillos.
       —¡Chico, un coco para beber! —pidió Pankburn.
       —Tú ahora te vas a Sidney —dijo Grief—. Y luego, ¿qué?
       —Volveré contigo a buscar esos doscientos mil —respondió Pankburn—. Mientras, construiré una goleta para navegar entre islas. Además, convocaré a mis tutores ante el tribunal para explicarles por qué deberían devolverme el dinero de mi padre. ¿Quieren motivos? Les voy a dar muchos motivos.
       Hinchó los bíceps bajo el fino tejido de la manga, agarró a los dos camareros negros y los alzó por encima de su cabeza como si fueran pesas.
       —¡Vamos! Que alguien mueva ese aparejo de mano de la botavara —gritó Carlsen desde popa, donde estaban estibando la mayor a los costados.
       Pankburn soltó a los camareros, echó a correr y llegó a la zona de virada antes que un marinero de Rapa.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar