Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


Oro abundante (1903)
(“Too Much Gold”)
Originalmente publicado en Ainslee’s Magazine (dicembre de 1903);
The Faith of Men
(Nueva York: The Macmillan Company, 1904, 286 págs.)



      Siendo esta una historia —más real de lo que pudiera parecer— de una región minera, es de esperar que sea una narración de desdichas. Pero esto depende del punto de vista. Desdicha es un calificativo muy suave en lo que a Kink Mitchell y Hootchinoo Bill se refiere; es de dominio público en la región del Yukon que ellos tienen una opinión formada sobre el tema.
       Fue en el otoño de 1896 cuando los dos socios bajaron a la orilla este del Yukon y sacaron una canoa de Peterborough de un escondite cubierto de musgo. El aspecto de aquellos dos hombres era realmente desagradable. Después de un verano de exploración, lleno de privaciones y más bien escaso de alimentos, se habían quedado con la ropa hecha jirones y tan consumidos que parecían cadáveres. Dos nubes de mosquitos zumbaban alrededor de sus cabezas. Llevaban el rostro recubierto de arcilla azulada. Cada uno guardaba una provisión de esta arcilla húmeda, y cuando se les secaba y caía de la cara volvían a embadurnársela. Su voz revelaba claramente el descontento, y sus movimientos una irritabilidad que hablaba del sueño interrumpido y de la lucha inútil con aquellos pequeños diablos alados.
       —Estos bichos hubieran sido mi muerte —gimoteó Kink Mitchell cuando la canoa, alcanzando la corriente, se apartaba de la ribera.
       —¡Ánimo, ánimo! Ya se acabó —contestó Hootchinoo Bill, queriendo hacer cordial su voz fúnebre, que resultaba horrible—. Dentro de cuarenta minutos estaremos en Forty Mile, y entonces… ¡Malditos diablejos!
       Una de sus manos soltó el remo y cayó sobre el cogote en un ruidoso cachete. Puso un nuevo emplasto de arcilla en la parte dañada, jurando furioso al mismo tiempo. A Kink Mitchell no le hizo la menor gracia. Únicamente aprovechó la oportunidad para cubrir con otra capa de arcilla su propio cogote.
       Cruzaron el Yukon hacia la orilla opuesta, siguieron río abajo remando con desembarazo, y al cabo de cuarenta minutos se deslizaron por la izquierda, rodeando la punta de una isla. Forty Mile se extendió de pronto ante ellos. Los dos hombres se enderezaron y contemplaron el espectáculo. Lo contemplaron larga y atentamente mientras luchaban con la corriente, formándose en sus semblantes una expresión de consternación y sorpresa. No salía un solo hilo de humo de los centenares de cabañas de troncos. No se oía el ruido de las hachas mordiendo la madera, ni el de martillos y sierras. Delante del gran almacén no se veían hombres ni perros. No había marcos en la ribera, ni canoas, ni barcazas, ni botes de pértiga. El río estaba tan falto de embarcaciones como la ciudad de vida.
       —Parece como si hubiese pasado Gabriel haciendo sonar el cuerno y nos hubiese olvidado —advirtió Hootchinoo Bill.
       Esta observación era casual, como si nada tuviese de extraño, igual que la réplica de Kink Mitchell, quien dijo:
       —Parece como si todos hubieran sido Bautistas, hayan cogido los botes y se hubiesen marchado.
       —Mi abuelo era Bautista —afirmó Hootchinoo Bill—. Y sostenía siempre que por ahí se llegaba antes al cielo.
       Amarraron la canoa y treparon por la elevada ribera. Mientras avanzaban por las desiertas calles se fue apoderando de ellos una sensación de miedo. La luz del sol se derramaba plácidamente sobre la ciudad. Un vientecillo suave hacía golpear las cuerdas contra el mástil de la bandera frente a la puerta cerrada del Caledonia Dance Hall. Zumbaban los mosquitos, cantaban los pitirrojos y correteaban hambrientos los gorriones entre las cabañas; pero no había ningún vestigio de vida humana.
       —Me estoy muriendo de sed —dijo Hootchinoo Bill, y su voz inconscientemente bajó de tono hasta convertirse en un ronco murmullo.
       Su compañero asintió con la cabeza para que su voz no perturbara la quietud. Andaban aprisa en medio de aquel silencio angustioso, cuando vieron con sorpresa una puerta abierta. Encima de ella, ocupando toda la anchura del edificio, un tosco cartel anunciaba: «Monte-Carlo». Junto a la puerta, un hombre tomaba el sol con el sombrero sobre los ojos y la silla inclinada hacia atrás. Era un anciano. Tenía la barba y el cabello blancos, largos y patriarcales.
       —¡Juraría que es el viejo Jim Cummings que vuelve como nosotros aunque demasiado tarde para la Resurrección! —dijo Kink Mitchell.
       —¡Es más probable que no haya oído el cuerno de Gabriel! —sugirió Hootchinoo Bill
       —¡Hola, Jim! ¡Despierta! —le gritó.
       El viejo se levantó con torpeza, parpadeó y murmuró automáticamente:
       —¿Qué desean los caballeros? ¿Qué desean? Entraron tras él y se colocaron junto al largo mostrador, donde en otros tiempos media docena de activos camareros apenas podían descansar. El gran salón, ordinariamente lleno de bullicio y de gente, estaba silencioso y oscuro como una tumba. No se oía ruido de vasos ni el rodar de las bolas de marfil. Las mesas de ruleta y de faraón se hallaban bajo sus fundas de lona, que parecían losas sepulcrales. Ya no salían del salón de bailes alegres voces femeninas. El viejo Jim Cummings limpió un vaso con sus manos de paralítico, y Kink Mitchell garabateó sus iniciales en el polvo que cubría el mostrador.
       —¿Dónde están las chicas? —preguntó Hootchinoo Bill con afectada alegría.
       —Se han marchado —respondió el anciano con una voz tan débil y vieja como él y tan insegura como sus manos.
       —¿Dónde están Bidwell y Barlow?
       —Se han marchado.
       —¿Y Sweetwater Charley?
       —Se ha marchado.
       —¿Y su hermana?
       —También se ha marchado.
       —¿Entonces tu hija Sally y su pequeño?…
       —Se han marchado. Todos se han marchado.
       El viejo movió la cabeza tristemente, buscando distraído entre las botellas polvorientas.
       —¡Gran Calavera! ¿Adónde? —estalló Kink Mitchell, no pudiendo contenerse ya—. ¿Por qué no dices que habéis tenido una epidemia?
       —¿Por qué te impacientas? —dijo el viejo riendo tranquilamente—. Se han ido todos a Dawson.
       —¿Y eso qué es? —preguntó Bill—. ¿Una cueva, un bar, una plaza?
       —¿No habéis oído nunca hablar de Dawson, eh? —replicó el viejo riendo un poco exagerado—. Pues Dawson es una ciudad, una ciudad mayor que Fort Mile. Sí, señor, mayor que Forty Mile.
       —Siete años hace que estoy en el país —anunció enfáticamente Bill—, y confieso que nunca he oído nombrar ese lugar hasta ahora. Danos un poco más de este whisky. Tus explicaciones me han sorprendido. Ahora dinos, ¿dónde se halla ese Dawson de que hablas?
       —En la gran llanura que hay en las bocas del Klondike —respondió el viejo Jim—. Pero ¿dónde habéis estado este verano?
       —No te preocupes por eso —respondió malhumorado Kink Mitchell—. Es un sitio donde había tal cantidad de mosquitos que para ver el sol y saber la hora había que dar palos en el aire. ¿No es así, Bill?
       —Eso mismo —dijo el interpelado—. Pero volviendo a Dawson, ¿dónde está, Jim?
       —Estaba en la orilla de una ensenada llamada Bonanza, pero ahora allí no queda piedra sobre piedra.
       —¿Quién lo destruyó?
       —Carmack.
       Al oír mencionar el nombre del explorador, los dos socios se miraron disgustados. Después entornaron los ojos con suficiencia.
       —Siwash George —dijo Hootchinoo Bill resoplando.
       —Aquel indio… —añadió Kink Mitchell con desprecio.
       —Yo no me pondría las sandalias para explorar los lugares que él hubiese descubierto —dijo Bill—. Un tipo tan holgazán que no es capaz de ir a pescar su salmón. Por eso se contentó con los indios. Supongo que aquel negro cuñado suyo (creo que se llamaba Skookum Jim, ¿eh?), supongo que estará allí también.
       El viejo movió la cabeza afirmativamente.
       —Está allí todo Forty Mile, excepto yo y algunos inválidos.
       —Y los borrachos —añadió Kink Mitchell.
       —¡No, señor! —gritó enérgicamente el anciano.
       —Apuesto a que el borracho Honkins no se ha ido —dijo Hootchinoo Bill.
       El semblante del viejo Jim se iluminó enseguida.
       —Bill, te tomo la palabra y has perdido.
       —Pero ¿ha salido de Forty Mile esa vieja cuba? —preguntó Mitchell.
       —Le ataron y lo echaron en el fondo de una barcaza —explicó el viejo Jim—. Entraron aquí y le cogieron de encima de aquella mesa del rincón, y a otros tres borrachos que encontraron debajo del piano. Os digo que todos se fueron a Dawson por el Yukon: mujeres, chiquillos, niños de pecho, toda la población. Sam Scratch se marchó el último. Bidwell vino y me dijo: «Jim, quiero sacarte del Monte-Carlo. Yo me voy». «¿Dónde está Barlow?», le dije. «Se ha marchado, y yo le sigo con un cargamento de whisky». Y sin esperar a nada, corrió hacia el bote y se marchó, remando río arriba como un loco. Aquí me he quedado, y estas son las primeras bebidas que despacho desde hace tres días.
       Los dos compañeros se miraron.
       —¡Maldita sea! —dijo Hootchinoo Bill—. Este se parece a nosotros, Kink. Es de los que siempre llegan con un tenedor cuando llueven sopas.
       —¿No se les ocurriría también arrastrarnos? —dijo Kink Mitchell—. Yo no quiero nada con novatos, borrachos y ganapanes.
       —Ni con indios —añadió Bill.
       —Mineros de verdad, como tú y yo, Kink —prosiguió en tono de suficiencia—, que sepan sudar por el camino de Birch Creek ya no quedan. No hay un solo minero de veras entre toda esa inútil guarnición de Dawson, y lo repito, yo no daría un paso por ver ningún descubrimiento de ese Carmack. Antes tendría que ver el color del polvo.
       —Lo mismo digo yo —convino Mitchell—. Echemos otro trago.
       Habiendo tomado esta determinación, ataron la canoa a la orilla, transportaron el contenido a su cabaña y se pusieron a guisar. Pero según avanzaba la tarde aumentaba su inquietud. Eran hombres acostumbrados al silencio de los grandes desiertos. Pero, en una ciudad, este silencio de muerte les atormentaba. Se sorprendieron acechando algún sonido familiar, esperando cualquier ruido casual, como había dicho Bill. Fueron vagando por las calles desiertas hasta llegar al Monte-Carlo, donde bebieron otra copa, y se fueron a dar un paseo por la ribera, hacia el desembarcadero de los vapores, donde borboteaba el agua agitada por los remolinos, y de vez en cuando algún salmón saltaba, brillando a la luz del sol.
       Se sentaron a la sombra, frente a los almacenes, y hablaron con el guardián, un hombre tuberculoso que en su misma presencia dio pruebas de su propensión a la hemorragia. Bill y Kink le comunicaron su propósito de pasar unos días en la cabaña y descansar después del rudo trabajo del verano. Le dijeron con cierta insistencia que lo mismo podía ser una verdad que una contradicción, lo mucho que iban a gozar con la ociosidad. Pero el guardián no se interesaba. Llevó de nuevo la conversación hacia el descubrimiento del Klondike, y ya no pudieron sacarle de este tema. No podía pensar en nada más, ni hablar de otra cosa, hasta que Hootchinoo Bill se levantó, colérico y fastidiado.
       —¡Maldito Dawson, digo yo! —gritó.
       —Y yo también —dijo riendo Kink Mitchell—. Cualquiera creería que allí se hace algo, cuando no hay más que una cuadrilla de tontos.
       Pero por la parte baja del río vieron llegar un bote. Era largo y estrecho. Pasó rozando la orilla, y sus tres tripulantes, puestos de pie, lo impulsaron contra la ruda corriente mediante los largos remos.
       —Gente de Circle City —dijo el guardián—. Desde donde vienen hasta Forty Mile hay ciento setenta millas. Pero ¡anda, qué bien han aprovechado el tiempo!
       —Nos sentaremos aquí para observarles —dijo complaciente Bill.
       Mientras hablaba vieron llegar otro bote, seguido poco después de otros dos. Entretanto, el primer bote se deslizaba a lo largo de la orilla. Sus ocupantes no cesaban de remar mientras se intercambiaban saludos, y aunque no avanzaban mucho, media hora después se había perdido de vista río arriba.
       Y seguían llegando más botes, uno detrás de otro, en interminable procesión. El desasosiego de Kink y de Bill aumentaba. Se observaban atentamente, con disimulo, y cuando sus ojos se encontraban, los desviaban turbados. No obstante, acabaron por encontrarse y ya no los desviaron.
       Kink abrió la boca para hablar, pero le faltó la palabra y permaneció con la boca abierta mientras seguía mirando a su compañero.
       —Precisamente eso es lo que yo pensaba, Kink —dijo Bill.
       Cambiaron unas muecas incoherentes, y por un acuerdo tácito se levantaron y se fueron. Apresuraron el paso tanto que, cuando llegaron a su cabaña, iban corriendo.
       —No tenemos tiempo que perder con esa multitud que se precipita hacia allá —dijo Kink con voz alterada, al tiempo que metía atolondradamente con una mano el tarro de la levadura en la olla de las habas y con la otra cogía la sartén y la cafetera.
       —No digo que no —respondió Bill, con la cabeza y los hombros hundidos en un paso de viaje donde había provisión de calcetines y ropa interior—. Kink, no olvides el salero, está en el rincón del estante, detrás de la estufa.
       Media hora después habían botado al agua la canoa y la cargaban, mientras el guardián del almacén hacía jocosas observaciones acerca de los pobres mortales y del contagio de la «fiebre exploradora». Pero cuando Kink y Bill hundieron sus largos remos y dirigieron la canoa hacia la corriente, les gritó:
       —¡Ea, buen viaje! ¡Y no olvidéis de encender una hoguera o dos para mí!
       Movieron vigorosamente la cabeza y compadecieron al pobre diablo que se quedaba allí contra su voluntad.

       Kink y Bill sudaban de veras. Según la Escritura del Norte, el más rápido es el que halla el oro, el fuego de las hogueras es para el más fuerte, y la Corona de la realeza reúne la plenitud de todas estas cosas. Kink y Bill eran ambos ágiles y fuertes. Emprendieron la marcha por el río con movimientos largos e impetuosos que descorazonaron a un par de novatos que trataban de seguirles. Detrás de ellos formaba hilera la vanguardia de la guarnición de Circle City. En la carrera desde Forty Mile los dos socios habían adelantado a todas las canoas, alcanzando al primer bote en el remolino de Dawson, y en el momento en que pusieron pie a tierra habían dejado a sus tripulantes a una distancia lamentable.
       —¡Oh, el humo les impide vernos! —dijo Hootchinoo encantado, secándose el sudor de la frente y mirando rápidamente a lo largo de la ruta que acababan de recorrer.
       Tres hombres salieron del lugar en que el camino se metía entre los árboles. Otros dos les seguían de cerca, y luego aparecieron un hombre y una mujer.
       —¡Corre, Kink! ¡Cógela, cógela!
       Bill apresuró el paso. Mitchell miró hacia atrás con más detención.
       —¡Me parece que están rasgados!…
       —Aquí hay uno que se ha soltado ya —dijo Bill señalando a un lado del camino.
       Un hombre yacía sobre la espalda, jadeante, en el último extremo del agotamiento. Tenía el rostro pálido, los ojos enrojecidos y vidriosos, y todo su aspecto era el de un moribundo.
       —¡Chechaquo! —Gruñó Kink Mitchell, y este gruñido era el mismo que dirigía al principiante, al «rostro pálido» y al hombre que con aptitudes para prosperar perdía el tiempo en trabajos de poca monta.
       Los dos compañeros, fieles a su antigua costumbre, habían intentado arriesgarse desde allí bajando por el río; pero cuando vieron clavado en un árbol un aviso de que todo aquello estaba acotado y que decía 81 más abajo (ocho millas largas más abajo de Discovery), cambiaron de parecer. Cubrieron las ocho millas en menos de dos horas. Aquel paso por una senda tan áspera era extenuante, y dejaron atrás a varios grupos de hombres exhaustos que habían caído fuera del camino.
       En Discovery, la ensenada superior, no había indicación alguna. El indio Skookum Jim, cuñado de Carmack, tenía una vaga idea de que en ella había estacas hasta la altura de la 30.a, pero cuando Kink y Bill vieron las estacas de propiedad en los ángulos que indicaban 79 más arriba, se descargaron de las mochilas y se sentaron a fumar. Todos sus esfuerzos habían sido vanos. El Bonanza tenía estacas desde su desembocadura hasta su fuente… «está tomado todo lo que alcanza la vista y hasta la vertiente próxima», se lamentaba Bill aquella noche mientras freían el tocino y hervían el café sobre el fuego de Carmack, en Discovery.
       —Probad por este cachorrillo —sugirió Skookum a la mañana siguiente.
       Este «cachorrillo» era un ancho arroyo que desembocaba en el Bonanza cerca de 7 más arriba. Los compañeros recibieron este consejo con el magnífico desprecio con que el indio ve al rostro pálido. Pasaron el día en el arroyo de Adam, otro afluente del Bonanza; y siempre la misma historia: estacas hasta el confín del horizonte.
       Durante tres días Skookum repitió el consejo, y durante tres días lo recibieron desdeñosamente. Pero al cuarto, no sabiendo ya adonde ir, subieron por aquel «cachorrillo». Sabían que no estaba estacado, pero no tenían intención de hacerlo. El viaje lo hacían más con el propósito de desahogar su mal humor que por otra cosa. Habían llegado a hacerse completamente cínicos, escépticos. Se burlaban y mofaban de todo e insultaban a todos los chechaquos que encontraban por el camino.
       En el número 23 terminaban las estacas. El resto de la ensenada quedaba libre para poder ocuparse.
       —Pasto de antílopes —dijo burlón Kink Mitchell.
       Pero Bill se apartó unos quinientos metros del riachuelo y prendió fuego a las estacas del ángulo. Había recogido el fondo de una caja de velas, y en la parte lisa escribió este anuncio para colgarlo en la estaca del centro.

Este pasto de antílopes está reservado
para los suecos y “chechaquos”.

Bill Rader

       Kink lo leyó, aprobándolo, y dijo:
       —Como soy de la misma opinión, estimo que también yo debo firmar.
       Así pues, se añadió el nombre de Charles Mitchell al anuncio, y aquel día muchos viejos rostros pálidos se detuvieron ante aquella obra.
       —¿Cómo va el cachorrillo? —inquirió Skookum cuando regresaron al campamento.
       —¡Al infierno con los cachorros! —replicó Hootchinoo Bill—. Yo y Kink iremos en busca de Oro Abundante cuando hayamos descansado.
       Oro Abundante era la ensenada fabulosa con que soñaban todos los rostros pálidos, donde se decía que el oro era tan abundante, que para lavarlo había que echar la arena con una pala a las esclusas. Pero el descanso de varios días que debía preceder a la busca de Oro Abundante trajo consigo un ligero cambio a sus planes al hacer aparición un sueco llamado Ans Handerson.
       Ans Handerson había sido jornalero durante todo el verano en Miller Creek, más arriba de Sixty Mile, y una vez concluida la estación, había errado desamparado y a la ventura por Bonanza, lo mismo que otros muchos expertos en la busca de oro, que recorrían el país en todas direcciones. Era alto y delgado. Tenía los brazos largos como un hombre prehistórico, y sus manos, que parecían platos soperos, estaban torcidas y nudosas, con las articulaciones desarrolladas por el trabajo. Era lento de palabra y movimientos, y sus ojos, de un azul tan pálido como el amarillo de su cabello, parecían llenos de un sueño inmortal, cuya esencia nadie conocía y él menos que nadie. Tal vez esta apariencia de sueño inmortal era debida a una suprema y vacua inocencia. Al menos este es el concepto que de él tenían formado los hombres de arcilla vulgar; y en la composición de Hootchinoo Bill y Kink Mitchell no había nada de extraordinario.
       Los dos socios habían pasado el día entre visitas y chismorreos, y por la noche habían encontrado en el alegre barrio del Monte-Carlo una gran tienda, donde los buscadores de oro daban descanso a sus huesos fatigados y se vendía mal whisky a un dólar la copa. Pero como la única moneda que circulaba era el polvo de oro, y como la casa ponía el «peso bajo» en la balanza, una copa costaba algo más de un dólar. Bill y Kink no bebían por la razón fundamental de que el único saco que poseían en común no era lo bastante fuerte para resistir muchas excursiones a la balanza.
       —Mira, Bill, he tenido en vilo a un chechaquo por un saco de harina —anunció Mitchell alegremente.
       Bill le miró, interesado y complacido. La comida andaba escasa, y no estaban muy sobrados de provisiones para salir en busca de Oro Abundante.
       —La harina vale un dólar la libra —repuso—. ¿Qué cálculos hiciste para meterte en esto?
       —Vendemos la mitad de nuestros derechos sobre la concesión —respondió Kink.
       —¿Qué concesión? —preguntó Bill, sorprendido. Entonces recordó la restricción que había hecho para los suecos, y dijo—: ¡Oh!
       —Yo no sería tan exigente acerca de ello —añadió—. Dalo todo, mientras puedas, con mano ancha.
       Bill movió la cabeza.
       —Si lo hiciese así sacarían tajada sin ensuciarse las manos. Yo creo que, si la gente piensa que la tierra vale algo, les podemos dejar la mitad porque estamos terriblemente escasos de medios.
       —Falta que alguien se fije en nuestro anuncio —objetó Bill, a pesar de que estaba sinceramente complacido ante la perspectiva de cambiar la concesión por un saco de harina.
       —Es el número 24 y continúa en pie —aseguró Kink—. Los chechaquos lo tomaron en serio, y empezaron a estacar de allí en adelante. También estacaron por completo hasta más allá de la división. Yo lo estaba observando, y vi a uno de ellos que lo tomó con tanto entusiasmo que le dieron calambres en las piernas.
       Entonces fue cuando oyeron por primera vez el hablar lento y chapurreado de Ans Handerson.
       —Me gusta esa perspectiva —decía al cafetero—. Yo creo que ya tengo una concesión.
       Los dos socios cambiaron una seña, y pocos minutos después un sueco admirado y agradecido bebía mal whisky con dos extranjeros de duro corazón. El saco hacía frecuentes viajes a la balanza, seguido cada vez por los solícitos ojos de Kink Mitchell, sin que Ans Handerson perdiera terreno. En sus ojos azul pálido, como el mar en verano, flotaban y ardían sueños infinitos debidos más a las historias de oro y a los proyectos esbozados que oía, que al whisky que tan fácilmente corría por su garganta.
       Hootchinoo y Kink estaban desesperados, pero se mostraban parlanchines y se movían alegremente.
       —No se preocupe de mí, amigo —decía entre hipos Hootchinoo Bill, con la mano puesta sobre el hombro de Ans Handerson—. Beba otra copa. Precisamente, estamos celebrando el cumpleaños de Kink. Este es mi socio, Kink, Kink Mitchell. Y usted, ¿usted cómo se llama?
       Su mano cayó retumbando sobre la espalda de Kink, y este fingió un torpe dominio de sí mismo, ya que por el momento era el festejado, mientras Ans Handerson, que parecía complacido, les ofrecía unas copas. Cuando mayor era el entusiasmo, aprovechó Kink la primera oportunidad para hablar privadamente con Bidwell, propietario de aquel mal whisky y de la tienda.
       —Ahí va mi saco, Bidwell —dijo Kink con la seguridad e intimidad de viejos amigos—. Que por un día o algo así pese cincuenta dólares, y Bill y yo seremos tuyos en cuerpo y alma.
       Después de esto los viajes a la balanza fueron más frecuentes y la celebración del cumpleaños de Kink se hizo más ruidosa. Hasta trató de cantar la clásica canción El juicio de la fruta prohibida; pero no le salió bien y ahogó su turbación en otra ronda de whisky. Hasta Bidwell les obsequió con un par de rondas por cuenta de la casa; y él y Bill estaban decentemente borrachos cuando a Ans Handerson empezaron a cerrársele los párpados y su lengua pareció que iba a desatarse.
       Bill se mostró más afectuoso y después confidencial. Contó sus apuros y su mala estrella al cafetero y al mundo en general, y a Ans Handerson en particular. No necesitó de gran fuerza histriónica para representar su papel. El mal whisky se encargó de ello. Sintió una verdadera pena por él y por Bill, y sus lágrimas eran sinceras cuando dijo que su socio y él pensaban vender la mitad de sus derechos sobre una buena concesión solo porque andaban escasos de fondos.
       Hasta Kink le escuchaba y le creía.
       Y los ojos de Ans Handerson brillaron cruelmente cuando preguntó directamente a sus interlocutores:
       —¿Cuánto pensáis pedir?
       Bill y Kink no le oyeron, y se vio obligado a repetir la pregunta. Ellos mostraron cierta repugnancia. Handerson se enardeció. Paseaba de arriba a abajo, se dirigía hacia el mostrador y esperaba atentamente, en tanto que ellos conferenciaban aparte, disputando sobre si debían vender o no, y fingiendo no estar de acuerdo en el precio que debían pedir.
       —Doscientos… ¡hic!… cincuenta —anunció Bill finalmente—. Pero creemos que no debemos vender.
       —Es monstruoso, digo yo, si se me permite dar mi opinión —secundó Bidwell.
       —Sí, verdaderamente —añadió Kink—. No es este un negocio de caridad, y no estamos para abandonarlo generosamente en manos de suecos.
       —Me parece que podríamos beber otra copa —dijo Ans Handerson cambiando de asunto astutamente, en espera de otra ocasión más propicia.
       Y después, para suscitar esta ocasión favorable, su propio saco empezó a correr desde el bolsillo hasta la balanza. Bill y Kink se pusieron en guardia; pero finalmente se rindieron a sus halagos. Luego Ans Handerson, adoptó una actitud más reservada y se llevó aparte a Bidwell. Vacilaba lamentablemente y se apoyó en Bidwell al preguntar:
       —¿Crees que son cabales estos hombres?
       —Sin duda alguna —respondió calurosamente Bidwell—. Les conozco hace años. Viejos «rostros pálidos». Cuando venden una concesión, la venden. No son unos farsantes.
       —Creo que compro —anunció Ans Handerson mientras se dirigía tambaleándose hacia los dos hombres.
       Pero en aquel momento, como si estuviese soñando profundamente, dijo que quería toda la concesión o nada. Esto causó gran pena a Hootchinoo Bill. Disertó elocuentemente contra la «avidez» de los chechaquos y suecos, si bien entre frase y frase cabeceaba; su voz se fue debilitando hasta convertirse en un estertor y finamente hundió la cabeza en el pecho. Pero aunque Kink y Bidwell le hicieron gestos, él no dejaba de lanzar su descarga de ultrajes e insultos.
       A pesar de todo, Ans Handerson conservaba la calma. Cada insulto añadía valor a la concesión. Tan desagradable resistencia a vender solo le indicaba una cosa bien favorable, y sintió un gran alivio cuando Hootchinoo Bill cayó al fin al suelo roncando y se quedó libre para dirigir su atención hacia el otro socio, este menos intratable.
       Kink Mitchell era más fácil de persuadir, aunque era un pobre matemático. Lloraba lastimeramente, pero consintió en vender la mitad de los derechos por doscientos cincuenta dólares, o bien todos por setecientos cincuenta. Ans Handerson y Bidwell se esforzaron en aclarar sus ideas erróneas respecto de las fracciones; pero fue en vano. Derramó lágrimas y lamentos por todo el bar y sobre el pecho de aquellos hombres; mas las lágrimas no borraron su opinión de que si una mitad valía doscientos cincuenta, dos mitades debían valer tres veces más.
       Al fin —y el mismo Bidwell no recordaba sino muy vagamente cómo había terminado la noche— se extendió un contrato de venta mediante el cual Bill Rader y Charles Mitchell cedían todo derecho y título a la concesión conocida con el nombre de 24 Eldorado, nombre que recibió el arroyo de algún chechaquo optimista.
       Cuando hubo firmado, fueron necesarios los esfuerzos de los tres hombres para levantar a Bill. Con la pluma en la mano recorrió todo el documento, y cada vez que oscilaba hacia atrás o hacia delante, en los ojos de Ans Handerson se encendía y se apagaba una maravillosa visión de oro. Cuando al fin, la preciosa firma estuvo incorporada y el polvo pagado del todo, suspiró profundamente y se tumbó a dormir debajo de una mesa, donde soñó cosas inmortales hasta que amaneció.
       Pero el día era frío y gris. Se sintió mal. Su primer movimiento, inconsciente y automático, fue palpar el saco, y su ligereza le sobresaltó. Después, poco a poco los recuerdos de la noche se fueron amontonando en su cerebro. Distrajéronle unas voces rudas. Abrió los ojos y salió de debajo de la mesa. Una pareja de madrugadores, o más bien de hombres que habían estado de camino toda la noche, vociferaban sobre la absoluta carencia de valor de la ensenada de Eldorado. Se asustó, palpó el bolsillo, y halló el título de propiedad de 24 Eldorado.
       Diez minutos después, un sueco enfurecido sacaba de entre las mantas a Hootchinoo Bill y a Kink Mitchell, y se empeñaba en devolverles un trozo de papel sucio y emborronado.
       —Yo creo que me devolvéis mi dinero —dijo en su jerga—. Yo creo que me devolvéis mi dinero.
       Había lágrimas en su voz y en sus ojos. Y cuando se arrodilló ante ellos defendiéndose e implorando, rodaron abundantes por sus mejillas. Pero Bill y Kink no se rieron. Para ello hubiese sido menester corazones más duros que los suyos.
       —Es la primera vez que oigo chillar a un hombre por haber comprado una mina —dijo Bill—. Y lo digo francamente, me parece imposible.
       —Lo mismo digo yo —advirtió Kink Mitchell—. Los negocios de minas son como los tratos de caballos.
       Era sincero su asombro. Ellos no se creían capaces de lamentarse por haber hecho una transacción, así que no lo comprendían en otro hombre.
       —¡Infeliz chechaquo! —murmuró Hootchinoo Bill mientras miraban al pobre sueco desaparecer por el camino.
       —Esto no es Oro Abundante —dijo Kink Mitchell.
       Y antes de que terminara el día, compraron harina y tocino a precios exorbitantes con el polvo de Ans Handerson y abandonaron la comarca, en dirección de los arroyos que se hallan entre el Klondike y el Indian River.
       Tres meses después volvían a pasar por allí, en medio de un temporal de nieve, y se extraviaron por el camino de 24 Eldorado. Fue mera casualidad su paso por este paraje. No iban en busca de la concesión, y a través de la blancura no se dieron cuenta de que andaban cerca hasta que pusieron el pie en ella. Y entonces se despejó el aire y vieron un hoyo que un hombre llenaba valiéndose de una polea. Vieron también cómo sacaba de un agujero un cubo lleno de arena y lo inclinaba en el borde del hoyo. Asimismo vieron a otro hombre, que les era conocido, y que llenaba otra vasija con la arena recién sacada. Tenía las manos grandes, el cabello de un rubio pálido. Pero antes de que pudieran alcanzarle, se había alejado con la vasija en dirección hacia la cabaña. No llevaba sombrero, y la nieve que le resbalaba por el cuello era en gran parte la causa de su prisa. Bill y Kink corrieron tras él y le sorprendieron en la cabaña arrodillado junto a la estufa, lavando la arena del recipiente en un cubo de agua. Estaba tan absorto, que no se percató de que alguien había entrado en la cabaña. Se quedaron detrás de él mirando lo que hacía. Imprimía al cubo un movimiento circular, deteniéndose a veces para recoger con los dedos las partículas mayores de arena. El agua estaba turbia, y con la vasija hundida en ella no podían ver el contenido. De pronto levantó la vasija y tiró el agua con un gesto rápido. En el fondo se vio una masa amarilla que parecía manteca encerrada en una mantequera.
       Hootchinoo Bill tragó saliva. Nunca en su vida había soñado con una prueba tan rica.
       —¡Vaya un espesor, amigo! —dijo con aspereza—. ¿Cuánto crees que puede haber?
       Ans Handerson no levantó la vista al replicar:
       —Yo creo que cincuenta onzas.
       —Entonces, debes ser inmensamente rico, ¿eh?…
       Ans Handerson bajó más la cabeza, ocupado en levantar las últimas partículas de arena, pero respondió:
       —Creo que valgo quinientos mil dólares.
       —¡Diablo! —dijo Hootchinoo Bill con respeto.
       —Sí, Bill, ¡diablo! —repitió Kink Mitchell.
       Y salieron despacio, cerrando la puerta tras ellos.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar