Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
El padre pródigo (1911)
(“The Prodigal Father”)
Originalmente publicado en The Pall Mall Magazine (mayo de 1912);
reimpreso en Woman’s World (mayo de 1912);
The Turtles of Tasman
(Nueva York: The Macmillan Company, 1916, 268 págs.)
I
Josiah Childs era el hombre más normal del mundo. Tenía la apariencia de lo que era: un comerciante próspero. Llevaba un traje de sesenta dólares —el traje normal del comerciante— y confortables botas de media caña, que olían a zapatero bueno, pero nada extravagantes; el cuello y los puños de su camisa eran los de un comerciante normal; su única audacia en cuestión de tocado era uno de esos sombreros llamados «derby», que eran el último grito entre las gentes de negocios.
Oakland, en California, está lejos de ser una ciudad muerta de provincias. Y Josiah Childs era el dueño del principal almacén de comestibles de esta febril ciudad del oeste de América; la vida que llevaba, sus modales y su aspecto eran los adecuados para tan altas funciones.
Pero esa mañana, antes de que comenzara la avalancha de clientes, la llegada de Josiah Childs provocó tal perturbación que, si bien no llegó a tumulto, obstaculizó durante media hora el trabajo de sus empleados. Saludó con afable movimiento de cabeza a los dos distribuidores que cargaban ante la puerta los dos primeros camiones del día. Después de la inevitable mirada al gran rótulo que cruzaba la fachada, entró en el almacén. En el rótulo podía leerse las palabras: ULTRAMARINOS JOSIAH CHILDS; pintadas de oro y negro, de dimensiones discretas y de buen gusto, evocaban nobles especias, condimentos aristocráticos, en suma, todo lo que constituye el no va más en materia de comestibles (que era lo menos que se podía esperar de ese palacio de la alimentación en donde la escala general de precios era un diez por ciento más alta que en los demás sitios). Pero cuando Josiah Childs dio la espalda a sus distribuidores para cruzar la puerta de entrada, no reparó en la mirada de estupor que intercambiaban los dos buenos hombres al ver su aspecto. Interrumpieron su trabajo y, sin duda para evitar caerse de sorpresa, tuvieron necesidad de apoyarse uno contra otro.
—Te ha dejado helado, ¿eh, Bill? —inquirió uno.
—Sí, ¿y a ti? ¿Qué es lo que le pasa al patrón? —preguntó el otro.
—Seguro que va a un baile de máscaras…
—O a una reunión de domadores de caballos.
—O a cazar osos…
—O a pagar los impuestos…
—¡En lugar de vestir normalmente para ir a ver a esos fantoches del Este! Monkton afirma que se va directamente a Boston…
Después, los dos hombres se irguieron y continuaron el trabajo.
El traje de Josiah Childs justificaba, en efecto, todos esos comentarios. Su tieso sombrero, de anchas alas y rodeado de una tira de cuero a lo mexicano, llevaba la marca John B. Statson; lucía una camisa de franela azul sobre la que ondeaba una corbata «a lo Windsor», y una chaqueta de velludillo basto a rayas anchas; su pantalón, del mismo tejido, se hundía en unas botas con cordones hasta arriba, de las que usan los agrimensores, los exploradores o los cuadrilleros.
Uno de los empleados, en la primera oficina, se quedó petrificado de asombro a la vista del curioso atavío de su patrón. Monkton, que había sido promovido recientemente a la dirección, se quedó al principio con la boca abierta; tragó después saliva y adquirió de nuevo su imperturbable y solícita actitud. Tan pronto como la joven contable lanzó desde su cabina de cristales del mirador interior una ojeada a tal fenómeno, tuvo que ocultar rápidamente la cara en el libro de cuentas para que no se viera la risa loca que le entró.
Josiah Childs no había dejado de observar el efecto que producía en sus subordinados; pero le traía sin cuidado. Se iba a tomar vacaciones; las vacaciones más a la aventura que había tenido en diez años; y toda clase de risueños proyectos, de placeres anticipados, bullían alegremente en su mente y en su corazón. Por sus ojos desfilaban resplandecientes visiones de East Falls, en Connecticut, y las imágenes de escenas familiares de esta ciudad, en la que había nacido y se había criado. No desconocía que Oakland era más moderna que East Falls y que era de esperar la conmoción que había producido su atavío. Indiferente a la estupefacción que suscitaba entre sus empleados, iba y venía acompañado de su gerente, dando sus últimos consejos, las instrucciones finales, y lanzando miradas radiantes, llenas de ternura, sobre todos los detalles de la vasta empresa que había hecho surgir de la nada.
Tenía motivos para estar orgulloso del Gran Almacén de Ultramarinos Josiah Childs. Doce años antes había aterrizado en Oakland con sólo catorce dólares y treinta centavos en el bolsillo. Allí, tan al oeste, los céntimos no estaban en circulación; por eso, cuando desaparecieron los catorce dólares, siguió algún tiempo vegetando con los centavos en el bolsillo. Consiguió después un empleo en una modesta tienda de comestibles, con un salario de once dólares por semana, lo que le permitió enviar todos los meses un pequeño giro a una tal Agatha Childs en East Falls, Conneticut. Los tres centavos le habían servido para comprar sellos: el tío Sam no podía de ninguna manera rechazar para el correo la moneda de curso legal en el país. Su vida había transcurrido hasta entonces en el cuadro estrecho de Nueva Inglaterra, en donde su perspicacia y su sentido de los negocios se habían agudizado bajo el duro aguijón de la pobreza. Se encontró arrojado de pronto en un medio despilfarrador y despreocupado como el del Oeste, en donde la gente no pensaba más que en billetes de mil dólares y los vendedores de periódicos se quedaban patitiesos cuando veían una moneda de bronce. Josiah Childs arraigó en ese contexto industrial y comercial como el ácido recién echado en una lámina de plata. Veía lejos y en grande. Veía de golpe tantas maneras de ganar dinero que en su cerebro se agolpaban toda clase de proyectos.
Sin embargo, como era sensato y prudente, se había abstenido resueltamente de toda especulación. Sólo le atraían las ganancias sustanciales y seguras. Mientras trabajaba en su oficina, con el sueldo de once dólares por semana, tomaba nota de las ocasiones que se perdían, los mercados sin explotar, los innumerables despilfarros de que era testigo. Si, pese a todo, su patrón prosperaba, ¿qué no podía hacer él, Josiah Childs, con la experiencia comercial de Connecticut? Tan inesperada oportunidad le venía tan bien como una botella de vino a un ermitaño sediento. Después de pasar treinta y cinco años en East Falls, de los cuales los quince últimos trabajó de escribiente en el principal almacén de esa ciudad, había venido a parar a este centro tan activo del Oeste, de gentes tan pródigas.
Entreveía toda clase de posibilidades. Pero no perdió la cabeza. No se le escapó ningún detalle. Dedicó su tiempo libre a observar a los habitantes de Oakland, su modo de ganar el dinero y de gastarlo. Recorrió las calles centrales, observó a qué lugares iba más la gente de compras, y hasta la contó para elaborar una estadística. Estudió el sistema de crédito comercial, y conocía, casi al céntimo, el nivel de sueldos o salarios medios en tal o cual lugar; se planteó inspeccionar minuciosamente todos los rincones de la ciudad. Desde los tugurios de la orilla del agua hasta los barrios aristocráticos del lago Merrit y del Piedmont; desde los suburbios del oeste de Oakland, en donde habitaban los empleados de ferrocarriles, hasta Fritvale, con su población de granjeros medianos, en el extremo opuesto de la ciudad.
Se decidió definitivamente por Broadway, arteria principal en pleno centro financiero, en donde a ningún tendero se le había ocurrido la loca idea de establecerse. Pero unas miras tan ambiciosas exigían capital, y él tenía que empezar con los medios más modestos. En el barrio bajo de Filbert, donde vivían los obreros de una importante fábrica de clavos, fue donde abrió su primera tienda. Al cabo de seis meses, mientras otras tres pequeñas tiendas de ultramarinos se vieron obligadas a cerrar, él tuvo que plantearse ampliar la suya. Se había trazado como orientación vender mucho con poco margen y mantener la calidad de las mercancías que vendía y la probidad comercial. Había encontrado también el secreto de la publicidad. Presentaba cada semana un artículo, que vendía con pérdidas. El único empleado que tenía le había augurado el hundimiento inminente cuando le vio vender por veinticinco centavos la mantequilla que le había costado treinta, y dar a razón de dieciocho centavos la libra, el café que había pagado a veintidós. Pero las amas de casa, atraídas por esas gangas, se quedaban en la tienda comprando otros artículos que dejaban beneficio. De esa manera, todo el barrio se aprendió pronto el camino de la tienda de Josiah Childs, en la que la afluencia de clientes se convirtió por sí misma en una atracción.
Pero Josiah Childs era demasiado listo para dejarse deslumbrar por esos comienzos. Sabía en qué clase de clientela se apoyaba y, a fin de cuentas, el carácter de esa prosperidad. Hacía hablar a unos y otros, y tanto se informó sobre la fábrica de clavos que acabó sabiendo sobre ella igual que los mismos directores. Y un buen día, sin que nadie lo supiese, vendió las existencias y, con una modesta suma de dinero líquido en mano, se puso a buscar otro emplazamiento. Seis meses después, la fábrica de clavos cerraba definitivamente sus puertas.
Abrió su nuevo almacén en Adeline Street, habitada por asalariados acomodados. Allí, los aparadores de su tienda estaban provistos de mercancía más selecta y variada. Siguiendo su antiguo sistema se ganó la clientela con atractivas ofertas; instaló además una sección de charcutería, de cosas apetitosas. Trató directamente con los granjeros; de esta manera tenía siempre frescos la mantequilla y los huevos; y, además, hasta aventajaba en calidad a los artículos similares de las más famosas tiendas de ultramarinos de la ciudad. Las judías de Boston cocidas se convirtieron en una de sus especialidades, y obtuvieron tal éxito que una fábrica de conservas, la «Twin Cabin Bakery» le compró a precio de oro la explotación exclusiva de su receta. Se interesó por los granjeros, sus procedimientos de cultivo y las diferentes clases de manzanas que recolectaban. Incluso enseñó a algunos de ellos la manera de fabricar sidra. Su sidra de Nueva Inglaterra alcanzó una fama inaudita. Tan pronto esta nueva marca hubo conquistado San Francisco, Berkeley y Alameda, Josiah Childs montó con ella un negocio aparte.
Sin embargo, no perdía de vista sus miras con respecto a Broadway. Comenzó por acercarse todo lo que pudo al barrio de Ashland Park, en donde todo el que compraba un terreno se tenía que comprometer legalmente a no levantar ninguna construcción de precio inferior a los cuatro mil dólares. Después le tocó el turno a Broadway. Un inexplicable capricho se había manifestado en la gente. La gran mayoría de los compradores se iba a Washington Street, en donde el valor de los terrenos subía a ojos vistas, en detrimento de Broadway, que parecía iba a ser la pagana de tal popularidad. Los grandes almacenes, cuando expiraban sus contratos de arriendo, se trasladaban uno tras otro a Washington Street. Era un éxodo general.
«La gente volverá», se decía Josiah Childs; pero esa reflexión la guardaba para sí. Conocía a la gente y sus caprichos. Sabía por qué Oakland estaba en pleno crecimiento. Washington Street era una arteria demasiado estrecha para una circulación que crecía ininterrumpidamente. Pero por Broadway, en razón misma de la posición geográfica de un sitio tan central, tenían que pasar de modo inexorable los tranvías eléctricos, cuyo número iba inevitablemente a multiplicarse. Las agencias inmobiliarias afirmaban que el público no volvería nunca, y todos los grandes negocios seguían a la multitud. Josiah Childs pudo así obtener por unas migajas el arriendo a largo plazo en Broadway de un inmueble de primera, con opción de compra a un precio estipulado. Cuando los agentes inmobiliarios vieron establecerse unos almacenes de alimentación en esa calle tan selecta, declararon al unísono que era el fin de Broadway. Más tarde, cuando el capricho de la gente hizo que volvieran a Broadway, dijeron que era un hombre con mucha suerte; entre ellos circuló el rumor de que la operación, tirando por lo bajo, le había hecho ganar cincuenta mil dólares.
Su nueva tienda cambió por completo con respecto a las anteriores. ¡Nada de ventas con pérdidas ni más gangas para la clientela! Todos los artículos eran de primera calidad, y los precios de acuerdo con ella. Iba dirigida a la clientela más selecta de la ciudad, la que no mira cuánto gasta. Sólo acudían a ella las gentes que tenían medios suficientes para pagar sin pestañear el diez por ciento más que en cualquier otro sitio, y que no se les ocurría acudir a la competencia porque no podían pasar sin sus excelentes artículos. Sus caballos y sus vehículos de reparto eran los más bonitos de toda la ciudad; pagaba a sus cocheros, a sus empleados y a sus contables los salarios más altos que se podía imaginar. Como resultado, obtuvo el personal más competente, con mejor estilo que los demás y que trabajaban muy bien, tanto para él como para sus clientes. En resumen, proveerse en los Almacenes Childs era indicio infalible de un alto rango social.
Para colmo, se produjo el gran terremoto seguido del incendio de San Francisco. Ese cataclismo provocó el éxodo inmediato de cien mil personas, que atravesaron la bahía para ir a instalarse en Oakland. Ni que decir tiene que Josiah Childs no se quedó de los últimos a la hora de aprovechar ese extraordinario golpe de fortuna.
Esas eran las circunstancias en que el comerciante enriquecido, después de doce años de ausencia, iba a volver a ver su ciudad natal de East Falls, en Connecticut.
Durante ese largo período no había recibido una sola carta de su mujer, Agatha, ni había visto nunca una fotografía de su hijo.
Agatha y él nunca se habían podido entender bien. Agatha era de temperamento tiránico. No tenía, además, pelos en la lengua; sus ideas en cuestiones de moral eran estrictas, fijas y muy pasadas; mostraba a ese respecto una rectitud que no la hacía simpática. Josiah no había llegado a entender nunca por completo cómo había podido casarse con esa mujer. Cuando se casaron ella le llevaba dos años, y hacía mucho tiempo ya que se la había clasificado entre las solteronas. Había sido hasta entonces maestra de escuela y había dejado en la joven generación el recuerdo de una severidad implacable. Demasiado anclada en sus principios y en su manera de ser para cambiar, el matrimonio no había sido nunca para ella sino pasar a educar un solo alumno en lugar de a varios. Josiah se convirtió, pues, en objeto único de los sermones y exabruptos que ella distribuía antes a su alrededor. Era difícil decir cómo se había producido esa unión. Quizá la mejor explicación es la que dio el tío Isaac el día en que, llevándose aparte a su sobrino, le soltó confidencialmente:
—Josiah, Agatha se ha casado contigo con la secreta esperanza de meter en cintura a un hombre en la plenitud de sus fuerzas. ¡Y tengo la impresión, pobre muchacho, de que en esa lucha vas a llevar la peor parte! A menos —¡quién sabe!— que te hayas roto una pierna y no hayas podido escapar…
—Nada de romperme la pierna, tío Isaac —respondió Josiah—. Créeme que he corrido cuanto he podido; pero ella tenía mejores piernas que yo, y, ya sin aliento, cuando me echó la mano al cuello me rendí.
—Además, la moza tiene labia, ¿eh? —rió burlonamente el tío Isaac.
—¡Ay! —admitió Josiah—. ¡Hace ya cinco años que estamos casados y todavía no he visto que la haya perdido!
—¡Tranquilo, que sólo estás al principio! —añadió el tío Isaac.
Esta conversación había tenido lugar en los últimos días de su vida en común. La predicción del tío le dejaba entrever tales perspectivas, que Josiah Childs no pudo soportarlo. Por débil que se sintiese bajo la férula de Agatha, seguía sano de cuerpo y espíritu, y con un porvenir por delante demasiado largo como para permitirse tener paciencia. Tenía apenas treinta y tres años y venía de una familia en la que se moría de viejo; y aunque ya hubiese transcurrido la mitad de su vida, la idea de pasar otros treinta y tres años en compañía de Agatha —¡treinta y tres años de reprimendas!— le pareció demasiado espantosa para examinarla sin alterarse. Una buena noche, entre la puesta y la salida del sol, Josiah Childs desapareció de East Falls. Desde entonces, en doce años, no había recibido —como ya hemos dicho— ni una sola carta de Agatha. Por lo demás, no se lo reprochaba a su mujer porque él mismo había evitado cuidadosamente darle su dirección. Aunque los primeros giros que ella recibió habían salido de Oakland, los que siguieron en el curso de los años siguientes llevaban —gracias al cuidado del remitente— los matasellos de la mayor parte de los Estados al oeste de las Montañas Rocosas.
Pero con el paréntesis de doce años y la confianza en sí mismo que el merecido éxito le había dado, los recuerdos se habían dulcificado… Ella era, después de todo, la madre de su hijo e, indudablemente, siempre creyó obrar lo mejor posible. Además, el trabajo, que ahora era menos duro, le dejaba más tiempo para ocuparse de otras cosas que no fueran sus negocios. Deseaba conocer al hijo que no había visto nunca y del que se había enterado que él, Josiah, era el padre cuando ya tenía más de tres años.
Comenzó también a sentir nostalgia de su país; deseaba pisar de nuevo la nieve, que no había visto en doce años, y comparar el gusto de la fruta de Nueva Inglaterra con el de la de California.
Quería ver, además, antes de morir, los lugares familiares en donde había nacido; revivir un poco la existencia de antes, tal y como su imaginación la hacía revivir en las brumas del recuerdo.
Y después, a fin de cuentas, tenía un deber que cumplir: ¿no era Agatha su mujer? La llevaría al oeste con él: se sentía capaz de soportarla. ¿No era él ahora un hombre que vivía en un mundo de hombres? ¡Dirigía a los demás en lugar de ser dirigido y Agatha no podía tardar en darse cuenta! Recoger a su mujer constituía para él, pues, una cuestión de conciencia.
Ese era el motivo por el que se había vestido como un hombre de la frontera. Se iba a presentar como padre pródigo que vuelve al país sin un céntimo, como había salido. Y sólo a Agatha le correspondía decidir si sacrificaba o no el ternero más gordo en su honor. Llamaría a su puerta con las manos vacías, al menos en apariencia; hasta se preguntaba con inquietud si le repondrían en su antiguo puesto en el almacén. Lo que viniese después dependía de la actitud de Agatha. ¡Ya se vería!…
Al despedirse del personal y avanzar por la acera, observó que se estaban cargando cinco camiones más de pedidos. Los contempló con mirada orgullosa, lanzó una última ojeada llena de ternura a las letras oro y negro del rótulo, e hizo seña al tranvía eléctrico en la esquina de la calle para que parase.
II
En el Pullman que hacía el trayecto de Nueva York a East Falls entabló conversación con varios hombres de negocios. Se habló del Oeste y, enseguida, fue él quien acaparó la atención; como Presidente de la Cámara de Comercio de Oakland que era, hablaba con autoridad; sus palabras eran de peso y conocía todos los temas, tanto si se trataba del comercio asiático, como del canal de Panamá o los coolíes japoneses. En esa atmósfera de respetuosa atención que los prósperos negociantes del Este le testimoniaban, el viaje le pareció corto; y antes de que se hubiese dado cuenta, el tren llegaba a la estación de East Falls.
Fue el único viajero que bajó en esa estación desierta, en la que no se esperaba a nadie. Comenzaba a expandirse el largo crepúsculo de las tardes de enero, y, con las punzadas del aire frío, se dio cuenta de pronto de que su ropa estaba completamente impregnada de olor a tabaco. Se puso a temblar; Agatha no podía soportar el tabaco. Esbozó el gesto de tirar el puro que acababa de encender, pero se dio cuenta de que comenzaba poco a poco a oprimirle el ambiente de East Falls, ese pesado ambiente de antes. Decidido a combatirlo, siguió con el puro y lo apretó entre sus dientes con la firmeza que le había proporcionado doce años de permanencia en el Oeste.
No tuvo que dar muchos pasos para llegar a la pequeña calle, que era la principal arteria del lugar; su aspecto mezquino y sórdido le produjo una penosa impresión. Todo le parecía tan hostil y glacial como el aire cortante tras la muelle calidez del aire californiano. Los escasos transeúntes, que no recordaba haber conocido, le lanzaban al pasar miradas indiferentes. Se les notaba poco sociables, de una frialdad inaccesible. No volvía de su asombro. La amplia visión del mundo que había adquirido durante los doce años en el Oeste, había hecho que su mente minimizara la extensión e importancia de East Falls; pero la aldea resultaba aún más pequeña de lo que había imaginado. Todo era todavía más mezquino de lo que creía. Cuando contempló la tienda en la que había comenzado estuvo a punto de quedarse sin respiración. Allá abajo había pensado mil veces en el contraste de su gran almacén con éste; pero en la realidad era aún mucho mayor; ni siquiera dos de sus secciones de charcutería cabrían en un edificio tan malo; y estaba seguro de que todo él se podía meter en uno solo de sus almacenes de existencias.
Torció al final de la calle y, mientras continuaba por la acera, decidió que lo primero que tenía que hacer era comprarse una gorra y unas manoplas. El recuerdo de lo bien que lo pasaba deslizándose sobre la nieve con el trineo le hizo rejuvenecer por un momento; pero en cuanto llegó a las afueras del pueblo, no tardó en producirle náuseas el aspecto tan poco higiénico de las pobres viviendas anexas a las granjas. Crueles recuerdos le volvieron a asaltar; se vio con las manos agrietadas y cubiertas de sabañones de tanto lavar los bajos de las puertas; sintió una sensación de ahogo al ver las ventanas dobles —para protegerse de las tempestades de nieve— con ventanillas para airear la casa que no eran mayores que un pañuelo de bolsillo. «Seguro que Agatha», se dijo, «adorará California».
Ante sus ojos se le aparecieron las extensas rosaledas mecidas suavemente bajo el sol deslumbrante y los miles de flores que brotaban durante todo el año; pero de pronto y de manera completamente ilógica, tuvo la sensación de que el pasado volvía a resurgir, y que el ambiente plomizo de East Falls se abatía sobre él como húmeda niebla marina. Intentó escapar al maleficio engañándose con lugares comunes del tipo de «mi añorada nieve», «la alegría de la vuelta al hogar». Pero al ver la casa de Agatha, flaqueó; todo su optimismo de encargo le abandonó. Casi sin darse cuenta, ganado por el remordimiento de conciencia, arrojó lejos de sí el puro a medio fumar; redujo el paso y llegó a la puerta con el mismo andar cansino y sin vida de antes.
Intentó recobrarse, recordar que era el propietario de los Grandes Almacenes Childs; un hombre habituado a mandar, cuyas palabras se escuchaban con respeto en la Asociación patronal, y que presidía las reuniones de la Cámara de Comercio. Trató de recordar la imagen de las letras en oro y negro y las filas de camiones alineados junto a la acera, frente a su establecimiento. Pero el alma de Agatha —el alma de Nueva Inglaterra—, más punzante que el frío ambiente, atravesaba las paredes más gruesas, traspasaba los centenares de metros de corral que le separaban de ella y volvía a atormentarle de nuevo.
Se dio cuenta entonces de que, muy a su pesar, se había deshecho del puro. Este detalle le trajo un desagradable recuerdo; volvió a verse escondiéndose en la leñera para fumar a gusto. La imagen de Agatha la pareció menos atenuada por el tiempo que cuando les separaban cinco mil kilómetros de distancia. Era inconcebible. ¡No! No podía reemprender la existencia de antes. Ahora era demasiado viejo, demasiado habituado a sus comodidades, a fumar por toda la casa… como para volver a las escapadas a la cabaña de madera. Sin embargo, todo iba a depender de su primera toma de contacto. ¡Bueno! Impondría su voluntad… fumaría esa misma noche en casa… (en la cocina, añadía la voz de la debilidad)… ¡No! (respondía la voz de la firmeza). ¡Al llegar entraría con el puro en la boca!… Y en eso, sin esperar más, volvió a encender otro, maldiciendo al frío que le producía punzadas en las manos… Su genio varonil se inflamó como las cerillas: ¡Ah! ¡Ya le enseñaría él quién era el que mandaba allí! ¡En cuanto hubiera colgado el sombrero ya sabría ella a qué atenerse!
Josiah Childs había nacido en esa casa. Su padre la había construido mucho antes de que él naciera. Josiah la contempló. Por encima de la baja tapia de piedras se podía ver el porche, la puerta de la cocina, la leñera con la que ésta comunicaba y los diversos anexos. Recién llegado del Oeste, en donde todo era nuevo y estaba en continua transformación, no dejaba de sorprenderle que todo siguiera tan igual. Volvía a sentirse el mismo de antes. Volvía a verse de pequeño, realizando las faenas de la casa: ¡Cuántos fajos de leña no había serrado y partido!… ¡En fin, esos tiempos estaban lejos, gracias a Dios! Hacía poco que la nieve de la avenida que conducía a la cocina había sido limpiada; todavía se veían las huellas de pala. ¡Otra de sus tareas! Se preguntaba quién la tendría ahora asignada, cuando recordó de pronto que su hijo debía tener unos doce años. Un instante después, cuando iba a llamar a la puerta de la cocina, el ruido de una sierra que provenía de la leñera le hizo desviar sus pasos. Entró allí y vio a un muchacho muy atareado serrando leña. Estaba claro que era su hijo. Empujado por una emoción muy lógica —era la voz de la sangre— tuvo que hacer esfuerzos para no lanzarse hacia el joven.
—¿Está tu padre? —preguntó lacónicamente, al tiempo que, por debajo de los rígidos bordes de su sombrero, examinaba al niño con atención.
«Está bastante alto para su edad», se dijo; «un poco estrecho de pecho, quizás porque está creciendo». Le gustó el rostro de rasgos firmes, pero de aire agradable y con ojos parecidos a los del tío Isaac. En resumen, un buen ejemplar de chaval…
—¡No, señor! —respondió el joven, apoyándose sobre la sierra.
—¿Dónde está?
—En el mar.
Josiah Childs sintió una mezcla de tranquilidad y satisfacción al oír esa respuesta. ¡Ah! Agatha se había vuelto a casar… con un marino. Pero a esa sensación le sucedió otra desagradable, inquietante: ¡Entonces Agatha era culpable de bigamia!… Josiah recordó con respecto a ello la clásica historia de Enoch Arden, cuya odisea les leía el maestro en la vieja clase, y se vio a él mismo convertido en héroe. Realizaría idéntica hazaña. ¡Desde luego que lo haría! Se eclipsaría sin bombos ni platillos y tomaría el primer tren para California. Ella no se enteraría de su llegada.
Pero cuando se puso a pensar, hubo cosas que le parecieron inverosímiles. Primero, los principios de Agatha en cuestiones de moral y sus ideas religiosas tan arraigadas, características de Nueva Inglaterra; además, sabía que su marido estaba vivo porque recibía de él una pensión… ¡No! ¡Era imposible que hubiera obrado así! Se devanaba los sesos tratando de hallar una explicación. Quizás había vendido la vieja casa y el niño era el hijo de algún otro…
—¿Cómo te llamas, pequeño? —preguntó Josiah.
—Johnnie.
—No, quiero decir tu apellido.
—Childs, Johnnie Childs.
—¿Y cómo se llama tu padre?
—Josiah Childs.
—¿Y dices que se fue a navegar?
—¡Sí, señor!
Esas respuestas le daban que pensar a Josiah.
—¿Y qué clase de hombre es tu padre?
—¡Ah! Es un buen hombre, señor, y mamá dice que un excelente padre de familia. Envía regularmente a casa el dinero que gana; y trabaja duro, ¿sabe usted? Mamá me dice siempre que vale más que todos los hombres que conoce; no fuma, no bebe, no suelta nunca juramentos; en fin, es un hombre que no hace ni ha hecho nunca otra cosa que cumplir con su deber. Mamá que lo conoce de siempre —incluso antes de que se casaran— tiene esa opinión de él. Sí, y además es muy bueno; no es capaz de hacer daño ni a una mosca. Mamá me dice siempre que es el hombre más delicado y atento del mundo.
El corazón de Josiah se encogió: ¡Agatha se había vuelto a casar aun sabiendo que su primer marido vivía todavía! ¡No había de ello la menor duda! Bueno, en el Oeste había aprendido a practicar la caridad; ahora se le presentaba una nueva ocasión. Se alejaría sin armar escándalo; nadie sabría que había venido. ¡En cualquier caso —pensaba— era muy mezquino por parte de Agatha seguir cobrando los cheques que él le mandaba, cuando se había vuelto a casar con un hombre de vida ordenada que le enviaba todo lo que ganaba! Le daba vueltas a la cabeza preguntándose quién de entré los hombres de East Falls que recordaba haber conocido podía ser ese esposo modelo.
—¿Y cómo es?
—No podría decírselo. No lo he visto nunca. Está siempre navegando. Pero sé lo que mide; mamá me ha dicho que mide cinco pies y once pulgadas, y que yo llegaré a ser más alto que él. Además hay un retrato suyo en nuestro álbum. Es delgado de cara y lleva patillas.
Josiah se quedó maravillado. Cinco pies y once pulgadas era su talla; en tiempos llevaba patillas y su cara entonces era delgada; además, ¿no había dicho Johnnie que su padre se llamaba Josiah Childs?
¡Era entonces él, Josiah, ese modelo de marido que no fumaba, ni juraba, ni bebía! ¡Era, en una palabra, ese hombre cuyo embellecido recuerdo conservaba tan piadosamente la imaginación indulgente de Agatha!
Experimentó hacia ella una profunda gratitud. Debía haber cambiado extraordinariamente desde que él se marchó. Estaba lleno de remordimientos. Además, se sentía desfallecer sólo con pensar cómo iba a justificar ahora la reputación que Agatha le había creado. ¿Cómo podría conseguir que no quedara decepcionado ese niño de mirada tan confiada? ¡Bueno! Tendría que hacer un esfuerzo después de la rectitud —tan inesperada— con que Agatha se había comportado con él.
Pero el sacrificio que implicaba la decisión que se proponía tomar, no iba a tener que realizarlo nunca. Se abrió la puerta de la cocina y hasta él llegó una voz de mujer, penetrante e irritada:
—¡Johnnie!… ¡Tú!… ¡Qué raro!
Cuántas veces no habría oído en tiempos esa misma voz gritando: «¡Josiah!… ¡Tú!… ¡Qué raro!». Un estremecimiento le recorrió de arriba abajo. Maquinalmente, sobresaltado como un niño al que se pilla en falta, volvió hacia su mujer el revés de la mano para ocultar el puro. Al retroceder, ya en el umbral, se sentía disminuido, humillado. Sin duda, era la misma Agatha de antes, la arpía arrugada, con ese pliegue amargo en la comisura de los labios; salvo que el pliegue era más acentuado, los labios más delgados y las arrugas más profundas. Fulminó a Josiah con una mirada hostil, aplastante:
—¿Qué haces ahí? —preguntó al niño que temblaba visiblemente de espanto, como Josiah—. ¿Crees que tu padre se rebajaría a hablar con vagabundos?
—Sólo respondía a las preguntas de este señor… —protestó Johnnie sin convicción—. Quería saber…
—Y tú le has informado, ¿no es verdad? —dijo, interrumpiéndole en tono cortante—. ¿Qué derecho tiene este vagabundo a venir a merodear por aquí? ¡No recibirá ni un mendrugo de pan!… ¡Entrar así en casa de la gente!… ¡Vuelve inmediatamente al trabajo! ¡Ya te enseñaré yo a haraganear! Tu padre valía mucho más que tú. ¡Ya podrías seguir su ejemplo!
Johnnie dobló la espalda y volvió a oírse el quejido de la sierra. Agatha lanzó sobre Josiah una mirada furiosa:
—¡Y usted lárguese! ¡Rápido! —le ordenó con voz dura—. No quiero merodeadores en mi casa.
Josiah sintió que una especie de parálisis le embargaba. Humedeció sus labios y abrió la boca pero las palabras no le salían.
—¡Vamos, fuera, le digo! —repitió con voz chillona—. ¡Si no, hago que le encierre la policía!
Josiah obedeció maquinalmente. A sus espaldas oyó un violento portazo. Como en una pesadilla, empujó la puerta de la valla que tantas veces había abierto y llegó a la acera. Se había quedado completamente estupefacto. ¡Sin duda se trataba de un mal sueño del que pronto iba a despertar! Se pasó la mano por la frente y se paró, indeciso. El ronroneo monótono de la sierra llegaba a sus oídos como un lamento. Si ese niño llevaba en la sangre algo del carácter de los Childs, escaparía de allí tarde o temprano. Agatha era capaz de acabar con la paciencia de un ángel. No había cambiado sino a peor, si es que eso era posible. El chico se largaría cualquier día; pronto quizás… quién sabe… ¿Y por qué no enseguida?
Josiah Childs se irguió cuan alto era y echó hacia atrás los hombros. Acababa de apoderarse de él el espíritu impetuoso del Oeste, con su desprecio total por las consecuencias cuando se trataba de superar un obstáculo entre él y el objeto deseado. Consultó su reloj, trató de recordar el horario de los trenes y se hizo a sí mismo, en voz alta, el siguiente juramento:
—¡Me importa un bledo la ley! ¡No se puede crucificar así a mi hijo! Le doblaré a ella la pensión, la triplicaré, la cuadruplicaré, o lo que haga falta; pero el chico tiene que venir conmigo. Ella puede seguirme a California si quiere; pero haré un contrato estableciendo claramente las responsabilidades de cada uno, y tendrá que firmarlo y cumplirlo si desea quedarse conmigo. Y seguro que lo firmará —añadió sonriendo amargamente—, porque le es absolutamente indispensable descargar su rabia sobre alguien.
Abrió la valla y se dirigió de nuevo a la leñera. Johnnie levantó los ojos al verle entrar, pero continuó serrando leña:
—Dime, pequeño —preguntó Josiah en voz baja, pero clara—. ¿Qué es lo que más te gustaría en el mundo?
Johnnie vaciló y dejó de serrar por un instante. Josiah le hizo señal de que siguiera.
—Irme al mar con mi padre —respondió Johnnie.
Josiah sintió que temblaba de emoción.
—¿De verdad es eso lo que quieres?
—¡Ah! ¡Sí! ¡Eso es lo que quiero!
La alegría que había en el rostro del niño inclinó la balanza.
—¡Bueno! ¡Ven aquí, hombrecillo! Escucha bien: yo soy tu padre. Yb soy Josiah Childs. ¿Has pensado alguna vez en escaparte?
Él hizo un gesto de afirmación con la cabeza.
—¡Pues mira! ¡Eso es lo que yo hice! Me escapé.
Sacó apresuradamente el reloj de su bolsillo.
—Tenemos el tiempo justo para tomar el tren a California. Allí es donde vivo ahora. Quizás tu madre se junte allí con nosotros después. Te contaré toda mi vida durante el viaje. Ven.
Durante un momento estrechó entre sus brazos al niño, que estaba entre asustado y confiado. Después, agarrados de la mano, atravesaron corriendo el corral, pasaron la valla y bajaron por la calle. Oyeron que se abría la puerta de la cocina y escucharon estas últimas palabras:
—¡Johnnie, so perezoso! ¿Por qué paras de serrar? ¡Espera, que vas a ver cómo te sacudo las pulgas!
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