Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
El pagano (1908)
(“The Heathen”)
Originalmente publicado en Everyman’s Magazine,
Vol. 23, Núm. 2 (agosto de 1910);
South Sea Tales
(Nueva York: Macmillan Company, 1911, 323 págs.)
Le conocí durante un huracán, y aunque lo pasamos juntos en la misma goleta no puedo decir que me fijara realmente en él hasta que el navío se había hecho pedazos bajo nuestros pies. Indudablemente tenía que haberle visto antes a bordo entre el resto de los canacas de la tripulación, pero no había tenido conciencia de su existencia porque el Petite Jeanne iba lleno hasta los topes. Además de los ocho o diez marineros canacas, del capitán, contramaestre y sobrecargo blancos y de los seis pasajeros de camarote, llevaba a bordo al zarpar de Rangiroa unos ochenta y cinco pasajeros de cubierta oriundos de Tahití y las Paumotus, hombres, mujeres y niños cargados todos ellos con sus respectivos enseres, por no hablar de los petates, las mantas y los innumerables fardos de ropa.
Había terminado la estación de la pesca de perlas en las Paumotus y la mano de obra regresaba a Tahití. Los seis pasajeros de camarote éramos compradores de perlas. Dos de ellos eran americanos, otro era Ah-Choon (el chino más blanco que he conocido jamás), otro era alemán, otro un judío polaco y yo, que completaba la media docena.
La pesca había sido abundante. Los compradores no teníamos motivo de queja, ni tampoco los ochenta y cinco pasajeros de cubierta. Todo había ido bien, y ahora deseábamos llegar cuanto antes a Papeete para pasar unos días de descanso y diversión.
Naturalmente el Petite Jeanne iba excesivamente cargado. Era una goleta de setenta toneladas y no tenía capacidad para transportar ni la décima parte de la muchedumbre que llevaba a bordo. Bajo las escotillas se hacinaba la carga de madreperla y copra. Hasta el salón iba atestado de madreperla. Era un milagro que la tripulación pudiera gobernarla. No había forma de moverse por la cubierta y se veían reducidos a trasladarse de un lado a otro trepando por las barandillas.
Por la noche andaban sobre los pasajeros que dormían, lo juro, unos sobre otros. ¡Ah! Y luego los cerdos y las gallinas y los sacos de tubérculos y las guirnaldas de cocos y los manojos de plátanos que festoneaban como guirnaldas todos los lugares imaginables. A ambos lados entre el obenque de la vela del trinquete y la del palo mayor habían tendido cables lo suficientemente bajos para que la botavara de mesana pudiera moverse con holgura, y de cada uno de ellos colgaban al menos cincuenta racimos de plátanos.
Prometía ser aquella una travesía incómoda, aun si lográbamos hacerla en los dos o tres días que nos hubiera llevado de haber soplado vientos del sureste. Pero no soplaban. A las cinco horas de hacernos a la mar, los vientos alisios agonizaron en una docena más o menos de brisas ahogadas. La calma continuó aquella noche y a la noche siguiente, una de esas calmas deslumbrantes, cristalinas, en que sólo pensar en abrir los ojos basta para darle a uno dolor de cabeza.
Al segundo día murió un hombre, un indígena de la isla de Pascua, que aquella estación se había destacado como uno de los mejores buceadores. Viruela fue el diagnóstico, aunque cómo había podido llegar la viruela a bordo cuando no se sabía de ningún caso cuando partimos de Rangiroa, es cosa que nunca podré comprender. Y, sin embargo allí estaban la viruela, un muerto y tres enfermos.
No se podía hacer nada. No había forma de aislar a los enfermos ni de cuidar de ellos. Íbamos como sardinas en lata. No nos quedaba más que esperar a la muerte, es decir, no nos quedó más que esperar a la muerte después de la noche que siguió a la primera defunción, la noche en que el contramaestre, el sobrecargo, el judío polaco y cuatro indígenas huyeron en la lancha ballenera. Nunca volvimos a saber de ellos. A la mañana siguiente el capitán echó a pique los botes que quedaban y allí nos quedamos.
Aquel día murieron dos hombres más; al siguiente otros tres; al otro ocho. Era curioso ver cómo lo tomábamos. Los indígenas, por ejemplo, cayeron en un estado de estupor temeroso, sordo y apático. El capitán, un hombre de origen francés llamado Ouduse, se puso tenso e irritable. Hasta le dio un tic nervioso. Era un hombre fornido y corpulento que pesaba al menos doscientas libras y que pronto se convirtió en la reproducción exacta de una montaña de grasa temblorosa como la gelatina. El alemán, los dos americanos y yo compramos todo el whisky que quedaba a bordo, y decidimos pasar borrachos toda la travesía. Teníamos una teoría preciosa: que si nos manteníamos empapados en alcohol los gérmenes de viruela que entraran en contacto con nosotros quedarían inmediatamente reducidos a ceniza. Y la teoría dio resultado, aunque debo confesar que la enfermedad no atacó tampoco ni al capitán ni a Ah-Choon, y eso que el francés era abstemio y el chino se limitaba a tomar una copa diaria.
La situación era espantosa. El sol, que entonces declinaba hacia el norte, nos daba de lleno sobre las cabezas. No había viento, excepto unas rachas huracanadas que soplaban durante períodos de cinco a treinta minutos y acababan en verdaderos diluvios. Después de cada racha volvía a aparecer el sol implacable levantando nubes de vapor de las cubiertas empapadas. Y no era aquél un vapor precisamente agradable. Era el vapor de la muerte, cargado de millones y millones de gérmenes. Cuando lo veíamos elevarse entre los muertos y los enfermos nos tomábamos indefectiblemente un trago, al que generalmente seguían otros dos o tres, excepcionalmente cargados. Decidimos también, como norma general, apurar unos cuantos más cada vez que arrojaban un cadáver a los tiburones que infestaban las aguas en torno a la goleta.
Así pasamos una semana, hasta que se acabó el whisky, lo que constituyó una suerte o no estaría vivo ahora. Sólo un hombre sobrio y muy sobrio podía sobrevivir a lo que ocurrió después, como reconocerá el lector cuando le diga que sólo dos hombres salieron con vida de aquella catástrofe. Uno fui yo y el otro un pagano, o al menos eso fue lo que le llamó el capitán Ouduse en el momento en que por primera vez reparé en su existencia. Pero volviendo a la historia… Finalizada la primera semana de la travesía, el whisky se había acabado y los compradores de perlas estaban totalmente sobrios, cuando por casualidad acerté a mirar al barómetro que pendía de la escalera de cámara. Normalmente en las Paumotus registraba 29,90, y no era raro verlo oscilar entre 29,85 y 30,00, o incluso 30,05; pero lo que yo vi en aquel instante, es decir el barómetro marcando 29,62, era bastante para serenar al mercader de perlas más ebrio que haya incinerado jamás microbios de viruela en whisky escocés.
Comuniqué mi hallazgo al capitán Ouduse, quien a su vez me informó de que hacía varias horas que lo venía viendo descender. No se podía hacer mucho, pero lo poco que se podía lo hizo bien, sobre todo teniendo en cuenta las circunstancias. Arrió las velas más ligeras, limitó el velamen al absolutamente necesario para enfrentar el vendaval, hizo tender cables salvavidas y nos sentamos a esperar la llegada del viento. En lo que se equivocó es en lo que hizo una vez que éste nos alcanzó. Puso la nave al pairo rumbo a babor, que es, desde luego, la maniobra más indicada en estos casos al sur del Ecuador, a condición, y allí estaba el intríngulis de la cosa, a condición como digo de que el navío no se encuentre en el centro de la trayectoria del huracán. Y ese era exactamente nuestro caso, como lo delataba el aumento progresivo del viento y el descenso igualmente progresivo del barómetro. Traté de convencerle de que diera la vuelta y navegara con el viento en la cuarta de babor, hasta que el barómetro cesara de descender, y sólo entonces dejara la goleta al pairo. Discutimos hasta la histeria, pero no cedió. Lo peor era que no podía convencer a los compradores de perlas de que me secundaran. ¿Quién era yo para permitirme dar lecciones de navegación a un capitán de navío con todas las de la ley? Eso era lo que pensaban, lo sabía.
Naturalmente, con el viento la mar se embraveció de forma aterradora. Nunca olvidaré las tres primeras olas que capeó el Petite Jeanne. La goleta se había desviado hacia sotavento, como suele ocurrir cuando un navío va al pairo, y la primera ola la cubrió totalmente. Los cabos salvavidas sólo sirvieron de ayuda a los sanos y fuertes, y ni a ellos les valió de mucho cuando la tromba de agua barrió a mujeres y niños, plátanos y cocos, cerdos y maletas indistintamente en una masa compacta y vociferante.
La segunda ola inundó el Petite Jeanne hasta la borda, y al tiempo que la popa se hundía y la proa se alzaba hacia el cielo, toda la miserable carga de vidas y equipajes salía despedida por la popa. Aquello era un torrente humano. Era una marea de cuerpos que avanzaba incontenible, unos de cabeza, otros por los pies, revolcándose sobre sí mismos, girando retorcidos, convulsos, contorsionados. De vez en cuando uno lograba aferrarse a un puntal o a una maroma, pero el peso de la avalancha de cuerpos que venía detrás le obligaba a soltarse.
Un hombre fue a dar de lleno contra la bita de estribor. El cráneo se partió en dos mitades como si se tratara de un huevo. Yo vi lo que se nos venía encima, trepé al techo del camarote y de allí a la vela mayor. Ah-Choon y uno de los americanos trataron de seguirme, pero yo les llevaba la delantera. La ola barrió al americano y le lanzó por la popa como a un guiñapo. Ah-Choon se agarró a la cabilla del timón y se refugió tras éste, pero una inmensa wahine (mujer) de Rarotonga, que debía pesar unas doscientas cincuenta libras, y que el agua lanzó contra él, se asió a su cuello. Ah-Choon se aferró al piloto canaca con la otra mano y en aquel preciso momento la goleta se inclinó a estribor.
La tromba de cuerpos y agua que bajaba por el corredor de babor entre la borda y los camarotes giró violentamente y corrió hacia estribor. Y allá fueron con ella Ah-Choon, el piloto canaca y la wahine, y juro que el chino me sonrió con resignación filosófica mientras salía lanzado por la borda y desaparecía tras ella.
La tercera ola, la mayor de todas, no tuvo, sin embargo, consecuencias tan devastadoras. Para cuando alcanzó al navío casi todos los supervivientes habían conseguido asirse a los obenques. En la cubierta quedaban solamente una docena de despojos vivientes, medio ahogados y aturdidos, que rodaban por el suelo o pugnaban por ponerse a salvo. Salieron despedidos por la borda, al igual que los restos de los dos botes que quedaban. Los otros compradores de perlas y yo, entre oleada y oleada, logramos meter a unas quince mujeres y niños dentro del camarote y asegurar bien las escotillas. De poco había de servirles al final ese refugio a aquellas pobres criaturas.
¿Y qué puedo decir del viento? Yo que me creía hombre experimentado en aquellas lides, nunca hubiera creído que pudiera soplar como lo hacía entonces. No hay palabras para describirlo. ¿Quién puede describir una pesadilla? Lo mismo sucedía con aquel viento. Nos arrancó a jirones la ropa que nos cubría. Digo a jirones y no exagero. No les pido que me crean. Me limito a describir lo que vi y sentí. Hay veces que ni yo mismo puedo creerlo. Salí vivo de aquello, y eso basta. Parecía imposible enfrentarse con aquel huracán y sobrevivir. Era una cosa monstruosa, y lo peor de todo es que iba en aumento y seguía yendo en aumento.
Imagine el lector millones y millones de toneladas de arena. Imagine esa arena soplando a noventa, a cien, a ciento veinte millas por hora. Imagine además que esa arena fuera invisible, impalpable, y que, sin embargo, tuviera el peso y la densidad de la arena. Imagine todo eso y tendrá una vaga idea de lo que fue aquel huracán.
Quizá la arena no sea un símil adecuado. Mejor imagine el lector barro, un barro invisible, impalpable, pero con el peso y la consistencia del barro. No, más que eso. Imagine que cada molécula de aire fuera una pella de lodo, y luego trate de imaginar el impacto inconmensurable de miles de aquellas pellas reunidas. No, aquel huracán excede a mi capacidad de descripción. El lenguaje se aviene a describir las condiciones habituales de la vida, pero es incapaz de expresar en modo alguno la cualidad de aquella inmensa explosión de viento. Más me hubiera valido atenerme a mi intención inicial de no tratar de describirlo.
Diré esto solamente: la mar, que en un principio se había levantado, estaba ahora como hundida por el viento. Más aún, parecía como si el océano entero hubiera sido absorbido por las fauces del huracán y arrojado después por la porción de espacio que antes ocupara el aire.
Naturalmente, las velas hacía tiempo que habían desaparecido. Pero el capitán Ouduse llevaba en el Petite Jeanne algo que yo nunca hasta entonces había visto en ninguna goleta de los mares del sur: un ancla flotante. Era una bolsa de lona de forma cónica, cuya boca mantenía abierta un enorme aro de hierro. Funcionaba de acuerdo con el mismo principio de la cometa, de modo que hacía frente al agua del mismo modo que la cometa hace frente al viento, sólo con una diferencia: el ancla flotante quedaba justo bajo la superficie del océano en posición perpendicular. Un largo cable la conectaba con la goleta. Como resultado, la Petite Jeanne navegaba siempre ofreciendo la proa al viento, fuera cual fuese el estado de la mar.
La situación nos habría sido favorable de no habernos hallado en plena ruta del huracán. No niego que el viento había convertido en jirones la lona de la baderna, que había arrancado los mástiles de un solo tirón y que había destrozado totalmente el timón, pero aún así hubiéramos podido capear el temporal de no hallarnos justo en el centro de la trayectoria del ciclón que avanzaba hacia nosotros. Aquello fue lo que nos perdió. Yo me hallaba atontado, aturdido, paralizado a fuerza de aguantar el impacto del viento, y estaba ya a punto de darme por vencido y disponerme a morir cuando nos alcanzó el centro del huracán. De pronto se hizo una calma absoluta. No corría ni el más ligero soplo de aire. El efecto que causaba era nauseabundo.
Recuerde el lector que durante horas habíamos soportado una tremenda tensión muscular resistiendo a la enorme presión del viento. Y de pronto esa presión desaparecía. Me pareció como si de pronto fuera a desintegrarme, a estallar en todas direcciones. Sentí como si cada átomo en mí rechazara a todos los demás átomos de mi cuerpo y se dispusiera a lanzarse por su cuenta al espacio con una fuerza irresistible. Pero esa sensación duró sólo un instante. La destrucción se cernía sobre nosotros.
Ante la ausencia de viento y de presión, la mar se levantó de pronto. Súbitamente se alzó y se remontó hasta las nubes. Tenga en cuenta el lector que aquel viento indescriptible soplaba a la vez desde todos los puntos cardinales hacia el centro de la calma. El resultado fue que las olas se levantaron en todas direcciones. No había viento que las controlara. Se disparaban como suben los corchos a la superficie en un cubo lleno de agua, sin sistema ni estabilidad. Eran aquellas olas descabelladas, maníacas. Alcanzaban al menos ochenta pies de altura. No eran olas. No eran semejantes a ninguna ola que el hombre haya visto jamás. Eran como surtidores, surtidores monstruosos. Surtidores de ochenta pies de altura. ¡Qué ochenta! Más de ochenta. Subían más alto que los mástiles en borbotones, en verdaderas explosiones. Eran olas totalmente ebrias. Se derrumbaban en cualquier parte, de cualquier modo, en cualquier dirección, chocaban, se enfrentaban, se estrellaban unas contra otras. Se encontraban de frente y se precipitaban unas sobre otras o se deshacían en el aire todas al mismo tiempo, como mil cataratas gigantescas. El centro de aquel huracán era un océano como ningún hombre lo haya soñado jamás. Era la confusión tres veces confundida. Era la anarquía. Era un pozo infernal de aguas saladas totalmente enloquecidas.
¿Qué ocurrió al Petite Jeanne? No lo sé. El pagano me dijo luego que él tampoco sabía. Fue literalmente despedazado, abierto en canal, reducido a pulpa, convertido en leña, aniquilado. Cuando recobré el sentido me encontré en el agua nadando automáticamente, medio ahogado. Cómo había llegado hasta allí no podía decirlo. Recuerdo haber visto al Petite Jeanne estallar en mil pedazos en el aire en el instante en que debí perder el conocimiento. Lo cierto era que estaba allí y que mi única posibilidad de salvación consistía en hacer todo lo posible por sobrevivir, sin que eso supusiera la menor esperanza. El viento soplaba de nuevo, las olas eran ahora más bajas y regulares y supe que lo peor había pasado. Por suerte no había tiburones. El huracán había ahuyentado aquella horda voraz que antes rodeara la goleta y se alimentara de los muertos.
Fue hacia el mediodía cuando el Petite Jeanne se hizo pedazos, y unas dos horas después encontré una tapa de escotillón. Llovía entonces a raudales y fue por pura suerte que aquel pedazo de madera y yo nos encontráramos. Del asa de cuerda aún pendía un cabo, y supe que si los tiburones no regresaban podría sobrevivir un día más.
Tres horas después o quizá algo más tarde, mientras seguía aferrado a la tapa de la escotilla con los ojos cerrados, concentrando mi atención en la tarea de respirar el aire suficiente para seguir viviendo, evitando al mismo tiempo aspirar el agua suficiente para ahogarme, me pareció oír voces. La lluvia había cesado, y el viento y la mar amainaban rápidamente. A unos veinte pies de distancia, aferrados a otra cubierta de escotilla, iban el capitán Ouduse y el pagano. Luchaban por la posesión de la tapadera, o al menos eso es lo que hacía el francés.
—¡Païen noir! —le oí decir al tiempo que le propinaba al canaca una patada.
He de decir que el capitán Ouduse iba completamente desnudo, a excepción del calzado, que consistía en unos pesados zapatones. El golpe fue despiadado, porque alcanzó al pagano en la boca y en la mandíbula, dejándole medio aturdido. Esperaba que se defendiera, pero él se contentó con apartarse unos diez pies de distancia nadando desesperadamente. Cuando el vaivén de las olas les acercaba, el francés, aferrado al madero con las dos manos, le rechazaba con los pies. Y con cada puntapié calificaba de «pagano negro» al canaca.
—¡Por menos de nada me plantaba allí y te ahogaba, animal! —le grité. Y si no lo hice fue porque estaba demasiado fatigado. Sólo el pensar en el esfuerzo que representaba nadar hasta él me daba náuseas. Llamé al canaca para que se acercara y compartí con él la tapa de la escotilla. Otoo me dijo que se llamaba; también me dijo que era oriundo de Bora-Bora, la isla más occidental de las del archipiélago de La Sociedad. Luego me enteré de que había dado con la tapa de la escotilla él primero, y que al encontrar al capitán Ouduse le había ofrecido compartirla con él. A cambio de su generosidad no había recibido sino patadas.
Así es como nos conocimos Otoo y yo. No era un luchador por naturaleza. Era todo ternura y bondad, una criatura hecha de amor, aunque medía casi seis pies de altura y poseía la musculatura de un gladiador. No era un luchador, pero tampoco era un cobarde. Tenía la valentía del león, y en los años siguientes le vi correr riesgos que ni yo habría soñado con arrostrar. Lo que quiero decir es que a pesar de no ser un luchador y a pesar de no provocar jamás una pendencia, tampoco rehuía la pelea una vez que ésta comenzaba. Y una vez que Otoo entraba en acción era «¡Sálvese el que pueda!». Nunca olvidaré la paliza que le propinó a Bill King. Sucedió aquel episodio en la Samoa alemana. Bill King era el campeón de los pesos pesados de la Marina americana. Era un verdadero animal, un auténtico gorila, un camorrista de puños de hierro y, por añadidura, hábil en la pelea. Él provocó a Otoo. Le propinó dos patadas y le asestó un puñetazo antes de que éste se considerara en la necesidad de defenderse. No creo que la pelea durara ni cuatro minutos. Transcurrido aquel tiempo Bill King era el desgraciado poseedor de cuatro costillas rotas, un brazo en el mismo estado y un omóplato dislocado. Otoo no sabía nada de boxeo científico, era sencillamente una apisonadora humana y Bill King tardó casi tres meses en recuperarse de la tunda que recibió aquella tarde en la playa de Apia.
Pero me estoy adelantando a los acontecimientos. Otoo y yo compartimos por turno la tapa de la escotilla. Mientras uno descansaba tendido sobre la madera, el otro, sumergido hasta el cuello en el agua, se limitaba a apoyarse en ella con las manos. Durante dos días y dos noches nos dejamos llevar a la deriva sobre el agua. Al final yo deliraba la mayor parte del tiempo, y hubo ocasiones en que oí desbarrar también a Otoo en su lengua nativa. El hallarnos inmersos continuamente en el agua nos salvó de morir deshidratados, aunque el agua del mar y el sol formaban la peor combinación posible de salitre y quemazón.
Al final Otoo me salvó la vida. Cuando recobré el conocimiento yacía tendido sobre la arena de una playa, a veinte pies de distancia del agua y protegido de los rayos del sol por un par de hojas de cocotero. Nadie sino Otoo había podido llevarme hasta allí y cubrirme de aquella forma. Él yacía no muy lejos de mi lado. De nuevo perdí el sentido. Cuando lo recuperé hacía frío. Era una noche estrellada y Otoo me acercaba un coco a los labios para que bebiera de él.
Él y yo éramos los únicos supervivientes del Petite Jeanne. El capitán Ouduse había sucumbido probablemente al agotamiento, porque a los pocos días fue a dar a la playa su tapa de escotilla, pero no pudimos hallar ni rastro de él. Otoo y yo vivimos con los indígenas del atolón durante una semana, al cabo de la cual nos rescató un navío francés que nos llevó hasta Tahití. Mientras tanto habíamos llevado a cabo la ceremonia del intercambio de nombres. En los Mares del Sur ese ritual une a dos hombres más estrechamente que los lazos de la sangre. La iniciativa fue mía y Otoo aceptó la idea encantado cuando se la comuniqué.
—Así debe ser —me respondió en su lengua—, porque juntos hemos pasado dos días en los labios de la muerte.
—Pero la muerte tartamudeó —le dije con una sonrisa.
—Te portaste como un valiente, amo —replicó él—, y la muerte no se atrevió a hablar.
—¿Por qué me llamas amo? —le dije, demostrándole que con ello me había ofendido—. Hemos intercambiado nuestros nombres. Para ti yo soy Otoo. Para mí tú eres Charley. Y siempre tú serás Charley para mí y yo seré Otoo para ti. Así es la costumbre. Y cuando ambos muramos, si hay una vida más allá de las estrellas y del cielo, tú para mí seguirás siendo Charley y yo para ti seguiré siendo Otoo.
—Sí, amo —me respondió con ojos luminosos humedecidos por la alegría.
—¡Otra vez me has llamado amo! —le grité indignado.
—¿Qué importa lo que digan mis labios? —contestó—. Son sólo los labios. Pero yo siempre recordaré a Otoo. Cada vez que piense en mí mismo pensaré en ti. Cuando los hombres me llamen por mi nombre, pensaré en ti. Y más allá de los cielos y más allá de las estrellas, por siempre jamás tú serás Otoo para mí. ¿Estás de acuerdo, amo?
Oculté una sonrisa y asentí. En Papeete nos separamos. Yo me quedé en tierra firme para recuperarme y él partió en una embarcación hacia su isla, Bora-Bora. Seis semanas después regresó. El hecho me sorprendió, porque al partir me había dicho que regresaba junto a su esposa y que nunca más emprendería un viaje a lugares lejanos.
—¿A dónde vas, amo? —me preguntó después que intercambiamos los saludos de rigor.
Me encogí de hombros. Era aquella una pregunta difícil de contestar.
—A todas partes —fue mi respuesta—. A todas partes y a todos los mares y a todas las islas que hay en el mar.
—Iré contigo —me dijo simplemente—. Mi mujer ha muerto.
Nunca he tenido hermanos, pero por lo que he visto en torno mío, dudo que ningún hombre haya sido para su hermano lo que Otoo fue para mí. No sólo fue un hermano, sino también un padre y una madre. Y una cosa puedo afirmar. Si desde entonces fui un hombre mejor se lo debo a Otoo. Poco me importaba el juicio de los otros, pero a los ojos de Otoo tenía que llevar una vida honrada. Por él no podía mancillarla. Otoo me convirtió en su ideal, un ideal que me temo respondía más que a la verdad al amor y a la adoración que sentía por mí; y hubo momentos en que estuve al borde del abismo del infierno y habría saltado a él de no ser por que el recuerdo de Otoo me detenía. El orgullo que sentía por mí se posesionó de mi ser hasta tal punto que desde entonces una de las normas básicas de mi reglamento de conducta consistió en no hacer nada que pudiera traicionar ese orgullo.
Naturalmente, en un principio no tuve idea de la adoración que me tenía. Nunca me censuraba, jamás me criticaba y así, poco a poco, comencé a caer en la cuenta de que ocupaba un pedestal ante sus ojos y empecé a comprender cuánto daño le haría si no me comportaba de la mejor manera posible.
Pasamos juntos diecisiete años; durante diecisiete años permaneció constantemente a mi lado velando mi sueño, cuidándome mis fiebres y mis heridas… y lo que es peor, recibiendo heridas por mí. Se enroló en los mismos barcos que yo y juntos recorrimos el Pacífico de Hawái a Cabo Sidney y del Estrecho de Torres a las Galápagos. Reclutamos esclavos desde las Nuevas Hébridas y las Islas Line hasta el oeste, pasando por las Luisiadas, Nueva Bretaña, Nueva Irlanda y Nueva Hanover. Naufragamos tres veces; en las Gilberts, en el archipiélago de Santa Cruz y en las Fiji. Y a lo largo de todos aquellos viajes vendimos, cambiamos o rescatamos todo lo que pudiera traducirse en dinero, ya fueran perlas o madreperla, copra o pepinos de mar, carey o los restos de algún naufragio.
Todo comenzó en Papeete, inmediatamente después de anunciarme que iba a acompañarme a través de todos los mares y de todas las islas que hay en medio de los mares. Había en Papeete en aquellos días un club donde se reunían los compradores de perlas, los comerciantes y toda la chusma de aventureros que pulula por los Mares del Sur. Jugaban fuerte, bebían en abundancia, y mucho me temo que yo trasnochara en ese local más de lo decoroso y conveniente. Pero cualquiera que fuese la hora a que salía del club, allí estaba siempre Otoo esperándome para acompañarme a casa.
Al principio me sonreí, después le reprendí. Luego le dije sencillamente que ya no necesitaba de niñera. Después de aquello ya no volví a verle al salir del club. Una semana más tarde descubrí por casualidad que aún me seguía hasta casa escurriéndose por la acera de enfrente, bajo las sombras de los mangos. No sabía qué hacer. Pero sí sé lo que hice. Insensiblemente empecé a retirarme cada día un poco más temprano. En noches de lluvia y de tormenta, en medio de las risas y el regocijo general, me asaltaba el recuerdo de Otoo montando su fatigosa guardia bajo el agua que se filtraba entre las hojas de los mangos. Indudablemente me hizo un hombre mejor. Y no es que él fuera un puritano. No tenía la menor idea de lo que era la moralidad cristiana. Todos los indígenas de Bora-Bora eran cristianos, pero él era pagano, el único ateo de la isla, un materialista grosero que creía que con la muerte se acababa todo. Sólo tenía fe en la honradez y en el juego limpio. Las pequeñas trampas equivalían para él al homicidio premeditado, y creo que respetaba más al asesino que al tramposo.
En lo que a mí concernía se oponía a que hiciera nada que pudiera perjudicarme. Al juego no le ponía peros. Él era de por sí un jugador empedernido. Pero trasnochar, me explicó, era malo para mi salud. Había visto morir de fiebres a muchos hombres que no se cuidaban. No era abstemio y nunca se negaba a un trago cuando llegaba la hora de beber en alguna travesía. Pero opinaba que lo prudente era beber con moderación. Había visto morir a muchos hombres por culpa de la ginebra o del whisky.
Otoo no se preocupaba sino de mi bienestar. Se anticipaba a mis pensamientos, sopesaba mis planes y se interesaba por ellos más que yo mismo. Al principio, cuando yo aún no me daba cuenta del enorme afecto que sentía por mí, se veía obligado a adivinar mis intenciones. Así ocurrió, por ejemplo, en Papeete una vez en que yo contemplaba la posibilidad de asociarme con un compatriota mío, un sinvergüenza, en un negocio de guano. Ni yo ni ningún blanco de Papeete sabíamos que era un bribón. Tampoco Otoo lo sabía, pero se dio cuenta de que habíamos intimado más de lo que él consideró conveniente y, sin que se lo pidiera, se encargó de hacer averiguaciones por mí. A las playas de Tahití llegan marineros de todos los rincones del océano y Otoo, que miraba a aquel hombre con cierto recelo, se movió entre ellos hasta que descubrió lo suficiente para confirmar sus sospechas.
¡Qué historia la de aquel Randolph Waters! Cuando Otoo me la contó no pude creerla, pero cuando me enfrenté con Waters y se la arrojé a la cara, éste agachó la cabeza sin despegar los labios y partió en el primer vapor que salió hacia Auckland.
Al principio confieso que no podía soportar que Otoo tuviera que meter la nariz en todos mis asuntos. Pero sabía que sus intenciones eran absolutamente desinteresadas, y pronto tuve que admirar su buen juicio y discreción. Tenía siempre los ojos bien abiertos para indicarme cualquier oportunidad, y su visión para los negocios era al mismo tiempo aguda y previsora. Con el tiempo se convirtió en mi consejero, y llegó a saber más que yo de mis asuntos. Velaba por mis intereses mejor que yo mismo. Yo sufría entonces de ese descuido munificente de la juventud que lleva a preferir el amor a los dólares y la aventura a una noche cómoda y tranquila en casa. Así que en el fondo me vino bien tener a alguien que velara por mí. Sé que si no hubiera sido por Otoo yo no estaría aquí hoy.
Entre los numerosos ejemplos que podría citar de su fidelidad narraré el siguiente. Antes de ir a comprar perlas a las Paumotus había navegado yo durante cierto tiempo en barcos negreros. En cierta ocasión Otoo y yo nos hallábamos en Samoa sin trabajo (sin trabajo y, por añadidura, sin un céntimo en los bolsillos), cuando se me presentó la oportunidad de ir a reclutar esclavos en un bergantín dedicado a ese menester. Otoo se enroló conmigo y durante los seis años siguientes recorrimos en otros tantos navíos las islas más salvajes de la Melanesia. Otoo se las arreglaba siempre para que le asignaran al bote en que yo bajaba a tierra. La técnica que seguíamos para reclutar mano de obra era que el reclutador bajaba solo a la playa. Un bote montaba guardia a unos cuantos centenares de pies de distancia, mientras el del reclutador permanecía en la orilla dispuesto para partir. En el momento en que yo bajaba a tierra, después de dejar en posición vertical el remo que servía de timón, Otoo abandonaba su puesto y se trasladaba a proa, donde llevaba un Winchester oculto bajo las lonas. La tripulación del bote iba también armada con sendos Sniders escondidos bajo las aletas de lona que corrían paralelas a las bordas. Otoo no dejaba de vigilar ni un segundo mientras yo me aplicaba a convencer a aquellos caníbales de pelo crespo de que fueran a trabajar a las plantaciones de Queensland. Con frecuencia su voz me avisaba de acciones sospechosas y de traiciones inminentes. A veces la primera advertencia que recibía era un disparo de su rifle. Y cuando corría hacia el bote, su mano era siempre la primera que con un tirón me hacía volar a bordo. Recuerdo que en una ocasión, en Santa Anna, el barco embarrancó en el momento en que arreciaban los ánimos. El bote que nos cubría corrió como un rayo en nuestra ayuda, pero los salvajes, varias veintenas de ellos, habrían podido acabar con nosotros antes de que llegara. Otoo voló de un salto a la playa, hundió las dos manos en el saco de mercancías y arrojó tabaco, cuentas, hachas de guerra, cuchillos y percales en todas direcciones.
Los nativos no pudieron resistir. Mientras se lanzaban tropezando unos con otros a recoger todas aquellas baratijas, sacamos el bote a flote y nos pusimos a cuarenta pies de distancia. A las cuatro horas había conseguido en aquella playa más de treinta reclutas.
Recuerdo otro incidente que sucedió en Malaita, la isla más primitiva de las Salomón orientales. Los indígenas se habían mostrado particularmente propicios en aquella ocasión. ¿Cómo podíamos imaginar siquiera que la tribu entera había estado reuniendo dinero durante dos años para comprar la cabeza de un hombre blanco? Todos los mendigos de las islas se dedicaban a la caza de cabezas y estimaban sobre todo la cabeza de un hombre blanco. El que capturara esa cabeza recibiría la colecta entera. Como digo, se mostraron muy hospitalarios, y aquel día me encontraba yo nada menos que a cien yardas de distancia del bote. Otoo me había puesto sobre aviso, y como solía ocurrir cuando no le hacía caso, me encontré en un buen aprieto.
Antes de que pudiera darme cuenta de lo que ocurría, una nube de lanzas alzó el vuelo desde el pantano de mangles y se cernió sobre mí. Al menos media docena se clavaron en mi cuerpo. Quise correr, pero tropecé con una que llevaba clavada en la pantorrilla y casi me caí. Los indígenas, armados con unas hachas de empuñadura larga y forma de abanico, se lanzaron entonces sobre mí con la sana intención de rebanarme el cuello. Tan ansiosos estaban de hacerse con la recompensa que tropezaban los unos con los otros. En la confusión esquivé varios hachazos arrojándome en todas direcciones sobre la arena.
Pero entonces llegó Otoo, la apisonadora humana. No sé de dónde la había sacado, pero empuñaba una pesada maza de guerra, que en lucha cuerpo a cuerpo resulta ser un arma mucho más eficaz que un rifle. Se hundió de lleno en el grupo, haciendo inútiles las lanzas y aun las hachas. Como siempre que luchaba por mí le animaba una furia rayana en el frenesí. Era asombroso cómo manejaba la maza. Las cabezas de los indígenas reventaban en torno suyo como naranjas pasadas. No consiguieron herirle hasta que, una vez que los hubo rechazado, me cogió en volandas y echó a correr. Cuando llegó al bote tenía cuatro heridas de lanza; cogió su Winchester y tumbó a un hombre con cada disparo. Luego subimos al bergantín y nos hicimos a la mar.
Diecisiete años pasamos juntos. Todo lo que soy se lo debo a él. Si no hubiera sido por Otoo hoy sería sobrecargo, negrero, o una simple memoria.
—Ahora, cuando tú gastas tu dinero te pones a trabajar otra vez y ganas más —me dijo un día—. No te cuesta trabajo ganarlo. Pero cuando seas viejo gastarás todo lo que tengas y no podrás ganar más. Yo lo sé bien, amo. He estudiado las costumbres de los blancos. En las playas he visto muchos viejos que de jóvenes podían ganar tanto como tú. Pero ahora de viejos ya no tienen nada y esperan a que desembarquen los jóvenes para que les inviten a un trago.
»Los negros son esclavos en las plantaciones. Ganan veinte dólares al año y trabajan mucho. El capataz no se cansa. Él va a caballo y mira como trabajan los negros y gana mil doscientos dólares al año. Yo soy marinero en una goleta. Gano quince dólares al mes. Eso porque soy buen marinero y trabajo mucho. El capitán se sienta bajo la toldilla y bebe cerveza de unas botellas muy largas. Nunca le he visto tirar de una maroma ni manejar un remo. El gana ciento cincuenta dólares al mes. Yo soy marinero. Él es oficial. Amo, creo que te sería conveniente aprender el arte de la navegación.
Otoo me incitó a ello. Fue segundo contramaestre en la primera goleta que tuve a mi mando y estaba más orgulloso que yo de mis dotes de marino. Más tarde volvió a la carga:
—Los capitanes tienen buen sueldo, amo, pero tienen el mando del barco y no pueden librarse de esa carga. El dueño del navío gana más dinero; él vive en tierra firme rodeado de muchos sirvientes, él se queda con la mayor parte del beneficio, y con ese dinero hace negocios.
—Es cierto, pero una goleta cuesta cinco mil dólares, y eso si es vieja —objeté—. Para cuando tenga ahorrados cinco mil dólares seré un anciano.
—Los blancos tenéis modos mucho más rápidos de hacer dinero —dijo señalando a tierra firme, a una playa festoneada de cocoteros.
Nos hallábamos a la sazón en el archipiélago de las Salomón, recogiendo un cargamento de nueces de tagua en la costa este de Guadalcanal.
—Entre la desembocadura de este río y la del siguiente hay dos millas de distancia —dijo—. El terreno es llano hasta muy adentro. Ahora no vale nada. El año que viene o quizá el siguiente, ¿quién sabé? Pagarán mucho por esas tierras. Las aguas son buenas para fondear. Los navíos grandes pueden acercarse mucho a tierra. Puedes comprar ese terreno de cuatro millas de anchura al jefe de la tribu por diez mil pacas de tabaco, diez botellas de ginebra y un Snider, que te costará como mucho cien dólares. Registras el título de propiedad en la oficina del comisario, y el año que viene o al siguiente la vendes y te compras un barco.
Seguí su consejo y, si no a los dos años, a los tres su predicción se cumplía. Luego vino la compra de las tierras de pastos en Guadalcanal, veinte mil acres de terreno que arrendé al Gobierno por un período de novecientos noventa y nueve años a cambio de una suma nominal. Tuve en mi poder el contrato exactamente noventa días, al cabo de los cuales lo vendí a una compañía por una pequeña fortuna. Siempre era Otoo el que preveía y adivinaba de lejos la oportunidad. Él fue el responsable de que comprara el Doncaster en subasta por cien libras y lo vendiera después con tres mil libras de beneficio una vez pagados todos los gastos. A él le debo la plantación de Savaii y el negocio de cacao en Upolu.
Ya no navegábamos tanto como en los viejos tiempos. Yo disfrutaba de una posición económica muy saneada. Me casé y ascendí en la escala social, pero Otoo siguió siendo el mismo de siempre. Andaba por la casa y por la oficina con su pipa en la boca, una camiseta de un chelín cubriéndole el pecho y las espaldas, y un lava-lava de cuatro chelines en torno a las caderas. No podía conseguir hacerle gastar dinero. La única forma de devolverle todo lo que había hecho por mí era pagándole con amor, y bien sabe Dios que eso se lo daba a manos llenas toda la familia. Los niños le adoraban y si hubiera habido forma humana de mimarle, mi mujer habría sido su perdición.
¡Y qué puedo decir de los niños! Él fue quien les enseñó a moverse en el mundo de lo práctico. Comenzó por enseñarles a andar. Les velaba cuando estaban enfermos. Uno por uno, cuando aún casi no se tenían en pie, les llevó a la laguna y les convirtió en anfibios. Les enseñó más de lo que yo sabía acerca de los peces y las técnicas de pesca. Y lo mismo en tierra firme. A los siete años, Tom sabía más de la selva de lo que yo nunca soñara que fuera posible saber. A los seis años Mary cruzaba la Roca Resbaladiza sin pestañear siquiera, y conste que he visto hombres de pelo en pecho atemorizarse ante tal empresa. Y Frank acababa de cumplir los seis años cuando ya recogía monedas a una profundidad de tres brazas bajo el agua.
—A los de Bora-Bora no les gustan los paganos; ellos son todos cristianos. Y a mí no me gustan los cristianos de Bora-Bora —me dijo un día, cuando yo, con la intención de hacerle gastar parte del dinero que por derecho le pertenecía, trataba de convencerle de que hiciera un viaje a su isla en una de nuestras goletas, viaje con el que yo había planeado batir todas las marcas en lo que a gastos se refiere. Digo una de nuestras goletas aunque en aquellos días legalmente eran sólo mías. Me costó mucho tiempo convencerle de que se convirtiera en socio mío.
—Somos socios desde el día en que naufragó el Petite Jeanne —me dijo al fin—. Pero si tanto lo deseas, lo seré también ante la ley. No trabajo, pero tengo muchos gastos. Bebo, como y fumo en abundancia y eso cuesta mucho dinero. No pago por jugar al billar porque juego en tu mesa; pero eso también supone un gasto. Pescar es un placer para ricos. Es increíble lo que cuestan los anzuelos y el sedal. Sí, es necesario que seamos socios ante la ley. Necesito dinero. Se lo diré al administrador.
Redactamos los documentos necesarios y registramos la sociedad legalmente. Un año más tarde tuve que quejarme.
—Charley —le dije—. Eres un viejo sinvergüenza, un tacaño empedernido, un miserable cangrejo de tierra. La parte de los beneficios que te ha correspondido este año asciende a varios miles de dólares. El administrador me ha dado estas cuentas. Según ellas, en todo lo que va de año no has sacado más que ochenta y siete dólares y veinte centavos.
—¿Me deben dinero? —preguntó ansiosamente.
—Ya te digo que miles y miles de dólares —respondí.
Su rostro se iluminó como si le hubiera quitado un gran peso de encima.
—Muy bien —me dijo—. Ocúpate de que el administrador lleve bien las cuentas. Cuando necesite el dinero se lo pediré, y no quiero que entonces falte ni un solo centavo.
—Si falta —añadí con vehemencia después de una pausa—, tendrá que salir del sueldo del administrador.
Mientras tanto, como supe más adelante, en la caja fuerte del Consulado americano se guardaba un testamento que Otoo había redactado ante Carruthers y en que me nombraba heredero universal de todos sus bienes. Pero, como ocurre con todas las relaciones humanas, un día llegó el final. Sucedió en el archipiélago de las Salomón, donde habíamos llevado a cabo nuestras mayores locuras en aquellos días fogosos de la juventud y donde nos hallábamos, una vez más, pasando unas vacaciones y de paso supervisando nuestras propiedades de la isla Florida y estudiando las posibilidades del estrecho de Mboli con respecto a la pesca de perlas. Estábamos anclados en Savu, donde habíamos ido a comerciar con el fin de llevarnos algunos objetos de arte.
Las aguas de Savu están infectadas de tiburones. La costumbre de los indígenas de arrojar los cuerpos de sus muertos al mar no era la más indicada para desanimar a los tiburones. Tuve la mala suerte de subir a una pequeña canoa que iba demasiado cargada, y la canoa volcó. Íbamos en ella, o mejor dicho, aferrados a ella, cuatro nativos y yo. La goleta estaba a cien yardas de distancia. Estaba pidiendo a voces que nos echaran un bote, cuando uno de los indígenas comenzó a gritar. Iba agarrado a uno de los extremos de la canoa y tanto él como esa parte de la embarcación se hundieron varias veces en el agua para reaparecer después en la superficie. Luego se soltó y desapareció. Había sido presa de un tiburón. Los tres nativos que quedaban trataron de trepar a la canoa volcada. Yo grité, maldije y golpeé con el puño al que tenía más cerca, pero no conseguí nada. Estaban enloquecidos de terror. La canoa apenas podía soportar el peso de uno de ellos; con el de los tres se escoró hacia un lado arrojándolos al mar.
Abandoné la canoa y comencé a nadar hacia la goleta esperando que el bote me recogiera antes de llegar a ella. Uno de los nativos decidió venir conmigo y juntos nadamos en silencio, uno al lado del otro, hundiendo de vez en cuando el rostro en el agua para ver si había en torno nuestro algún tiburón. Los gritos del indígena que se había quedado junto a la canoa nos indicaron que él también había caído. Hundí la cara en el agua y vi pasar por debajo de mí un enorme tiburón. Medía al menos dieciséis pies de longitud. Fui testigo de la tragedia. Cogió al nativo por la cintura y allá fue el pobre diablo con la cabeza, los hombros y los brazos fuera del agua gritando de un modo desgarrador. Así le arrastró el tiburón varios centenares de pies hasta que al fin le hundió con él en las profundidades.
Seguí nadando tenazmente con la esperanza de que aquel fuera el último tiburón. Pero había otro. Si era el que había atacado a los nativos antes, o si había comido antes en algún otro lugar, no lo sé, pero en cualquier caso no tenía tanta prisa como los otros. Ahora yo no nadaba con tanta rapidez porque dedicaba gran parte de mis esfuerzos a vigilar sus movimientos. Mientras le miraba llevó a cabo el primer ataque. Por suerte pude cogerle con las dos manos por el morro, y aunque casi me hundió su impulso, conseguí dominarle. Se apartó con un viraje y de nuevo comenzó a trazar círculos en torno mío. Por segunda vez escapé utilizando la misma maniobra. En el tercer ataque fallamos los dos. Él cambió de dirección en el momento en que yo iba a agarrarle por el morro, pero con una aleta tan áspera como la lija (yo llevaba una camiseta sin mangas) me arrancó la piel de un brazo desde el codo hasta el hombro. Para entonces yo estaba agotado y había abandonado toda esperanza. La goleta se hallaba a doscientos pies de distancia. Yo había sumergido el rostro en el agua y miraba cómo maniobraba el tiburón para llevar a cabo otro intento, cuando vi interponerse entre nosotros un cuerpo cobrizo. Era Otoo.
—Nada hacia la goleta, amo —me dijo con desenfado como si se tratara de un incidente jocoso—. Yo conozco a los tiburones. El tiburón es mi hermano.
Obedecí y seguí nadando lentamente mientras que Otoo evolucionaba en torno mío interponiéndose siempre entre mi cuerpo y el del tiburón, contrarrestando sus ataques y animándome a seguir.
—Se ha soltado el pescante de la polea y están poniendo nuevas betas —me explicó un minuto después, y luego se zambulló de nuevo para anular otro ataque.
La goleta estaba aún a treinta pies de distancia y yo me sentía totalmente agotado. Apenas podía moverme. Desde la borda nos arrojaban cabos de salvamento pero ninguno caía cerca de nosotros, mientras que el tiburón, al ver que no le hacíamos ningún daño, atacaba cada vez con mayor osadía. Varias veces estuvo a punto de alcanzarme, pero siempre llegaba Otoo antes de que fuera demasiado tarde. Naturalmente, él hubiera podido ponerse a salvo en el momento en que hubiera querido. Pero no se apartó de mi lado.
—¡Adiós, Otoo! ¡Este es el final! —logré apenas susurrar.
Sabía que aquellos eran mis últimos momentos, que un segundo después alzaría las manos al aire y me hundiría.
Pero Otoo se me rió en la cara y me dijo:
—Te enseñaré un truco que no conoces. Verás cómo se pone ese tiburón.
Se zambulló a mis espaldas, donde el escualo se aprestaba a atacarme.
—Un poco más a la izquierda —me gritó después—. Hay un cabo… sobre el agua. A la izquierda, amo…, a la izquierda.
Cambié de dirección y extendí la mano a ciegas. Para entonces estaba ya casi inconsciente. Mientras mi mano se cerraba en torno al cable, oí una exclamación que provenía de a bordo. Me volví y miré. No vi a Otoo. Un segundo después reapareció en la superficie. El tiburón le había arrancado ambas manos y por sus muñecas manaba la sangre a borbotones.
Otoo gimió suavemente. Y en su mirada reconocí el mismo amor que aleteaba en su voz.
Entonces y sólo entonces, después de todos aquellos años que habíamos pasado juntos, me llamó por su nombre.
—Adiós, Charley —me dijo.
Luego se hundió en el agua. A mí me subieron a bordo, donde me desmayé en los brazos del capitán.
Así murió Otoo, el que me salvó la vida una vez, me hizo hombre y volvió a salvarme la vida al final. Nos conocimos en las fauces de un huracán y nos separamos en las fauces de un tiburón. En medio quedaban diecisiete años de camaradería como me atrevo a decir jamás habrán conocido otros dos hombres, cobrizo el uno y blanco el otro. Si es cierto que Jehová contempla desde las alturas la muerte del más pequeño de los gorriones, no dudo que habrá acogido en su Reino a Otoo, el único pagano de Bora-Bora.
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