Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
La princesa (1916)
[Otro título en español:“Los tres vagabundos”]
(“The Princess”)
Originalmente publicado (póstumo) en Cosmopolitan, 65 (junio de 1918), págs. 20-27 y 145-149;
The Red One (póstumo)
(Nueva York: Macmillan Company, 1918, 193 págs.)
En el calvero ardía alegremente una hoguera; a su lado estaba tumbado un hombre de rostro jovial, pero horrible. Este calvero, en medio de un lugar boscoso situado entre el terraplén de la vía férrea y la orilla de un río, servía de refugio a vagabundos o pordioseros. Pero este hombre no pertenecía a la corporación. Había caído tan bajo en la escala social que un verdadero vagabundo se hubiera negado a compartir con él el mismo cobijo.
Este individuo representaba, en efecto, uno de esos seres híbridos, tan desprovistos de amor propio que las injurias no les hacen el menor efecto, y tan carentes de dignidad que buscan con qué alimentarse en las latas de basura.
En verdad que no tenía buen aspecto. Se le podía dar lo mismo sesenta que ochenta años. Su atavío hubiera repelido hasta a un trapero. Sobre su andrajoso abrigo, cerca de él, estaban esparcidos sus trastos: una lata de tomate vacía, ennegrecida por el humo; una vieja lata de leche condensada, completamente abollada; un trozo de papel pardo con algunos desperdicios de carne, que sin duda había mendigado en una carnicería; una zanahoria aplastada en parte por una rueda de vehículo; tres patatas con tallos y salpicadas de manchas verduzcas y un pastel recogido en alguna cuneta —como mostraban las huellas de barro— que ya había sido mordido.
En su cara crecía, en total abandono desde hacía años, una extraordinaria selva de pelos de color gris sucio. Quizá esta hirsuta barba fuese de natural blanca, pero, como era verano, hacía tiempo que no le había caído encima ningún chaparrón. El único lugar visible del rostro daba la impresión de haber recibido en tiempos la explosión de una granada.
Su nariz había quedado hasta tal punto deformada por la herida, ahora cicatrizada, que no se le veía el saliente. En compensación, una ventana, de la dimensión de un guisante, miraba a tierra, mientras que la otra, lo bastante grande como para albergar un huevo de petirrojo, se abría al cielo. Un ojo, de dimensión normal, pardo mate y sin el menor brillo sobresalía como si estuviese a punto de saltar de su órbita; quizá a causa de la senilidad, lagrimeaba sin cesar. El otro, no más grande, pero tan brillante como el de una ardilla, se hundía oblicuamente bajo una ceja enmarañada que tenía roto el arco. Por último, sólo tenía un brazo.
Sin embargo, parecía feliz. Cuando con su única mano se rascaba maquinalmente las costillas, su rostro reflejaba una especie de placer sensual. Apartó las sobras y sacó después, de un bolsillo interior, un frasco de medicamentos lleno de un líquido incoloro. Al contemplarlo su ojo brilló más que nunca y sus movimientos se aceleraron. Cogió la lata de conservas, se levantó, recorrió el corto sendero que bajaba hasta el río y volvió con el recipiente lleno de agua un poco turbia. Mezcló a continuación en el bote de leche una parte de agua y dos del contenido del frasco; se trataba de alcohol de farmacia, de 90 grados, conocido en el mundo del vagabundeo con el nombre de alki.
Un ruido de pasos que procedía de la carretera le alarmó. Rápidamente, dejó el bote en tierra, entre sus piernas, y lo tapó con el sombrero.
Otro individuo, igualmente harapiento, salió de la sombra. El recién llegado era enorme y podía tener como unos cincuenta o sesenta años. La grasa le desbordaba por todas partes. Su nariz bulbosa tenía la forma y el grosor de un nabo y sus ojos azules sobresalían como dos globos. Las costuras de sus pingos cedían en muchos lugares bajo la presión de sus redondeces. Las pantorrillas le caían sobre los tobillos, ya que sus estirados botines elásticos no lograban contenerlas. No tenía también más que un brazo. De su hombro colgaba un pequeño fardo mal atado y cubierto de barro seco, recuerdo de la última etapa. Avanzó con prudencia y circunspección. Tranquilizado por el aire inofensivo del hombre que estaba sentado junto al fuego, se acercó a él.
—Buenas, abuelo —dijo como saludo, y se paró, contemplando la ventana de la nariz del otro, que apuntaba al cielo—. Dime, Barba Espesa, ¿cómo te las arreglas para impedir que el rocío se te meta por una nariz como esa?
Barba Espesa masculló algunas palabras ininteligibles desde el fondo de su garganta y escupió en el fuego como protesta contra esa pregunta incongruente.
—Por el amor de Dios —se carcajeó el gordo—. Si te pilla una tormenta sin paraguas seguro que te ahogas, ¿no?
—¡Cierra el pico, pedazo de globo! —gritó el barbudo, ya harto—. Tus bromas están pasadas, amigo. Hasta los polis me las gastan.
—Pero que no te impida eso echar un trago —dijo Bola de Sebo, ya más suave.
Al mismo tiempo deshizo fácilmente, con su única mano, los nudos corredizos de su fardo.
Sacó una botella de alki. Pero alarmado por un ruido de pasos sobre el talud, la colocó en tierra, entre sus piernas, y la disimuló bajo su sombrero.
El recién llegado no sólo mostró que era un colega de casta, sino también manco. Su aspecto era tan repelente que los saludos se quedaron en un intercambio de gruñidos. De constitución sólida, alto, de una delgadez esquelética, blandiendo un rostro parecido a una cabeza de muerto, era un repugnante monstruo digno del lápiz de Gustavo Doré. Su boca desdentada, de labios delgados y sarcásticos, parecía una hendidura hecha bajo una nariz en forma de pico de buitre, que le llegaba casi hasta la barbilla. Su descarnada y ganchuda mano parecía una garra. Sus pequeños ojos grises, fríos y resueltos, tenían un resplandor cruel. Su presencia le dejaba a uno helado. Instintivamente, Barba Espesa y Bola de Sebo se acercaron el uno al otro. Barba Espesa puso discretamente un trozo de roca de varias libras al alcance de su mano, en previsión de lo que pudiera pasar. Bola de Sebo se apresuró a imitarle.
Turbados como si fuesen culpables, los dos permanecieron sentados, humedeciéndose los labios bajo la mirada del tercer manco que los observaba alternativamente.
—¡Pchs! —rió con sarcasmo viendo sus preparativos de defensa.
Al punto, sus manos se contrajeron sobre sus armas troglodíticas.
—¡Pchs! —repitió, sumergiendo con precisión su garra en un bolsillo de su chaqueta—. ¡Venga, acercaos, calzonazos! ¡Os las tendréis que ver conmigo!
En eso, sacó del bolsillo una barra de hierro de seis libras por lo menos.
—Nosotros no buscamos camorra, Seco —dijo con voz temblorosa Bola de Sebo.
—¿Quién diablos eres tú para llamarme Seco? —replicó el otro desdeñosamente.
—¿Yo? Sólo Bola de Grasa, y como no te había visto nunca hasta ahora…
—Y aquel debe ser Barba Espesa con su cara coloradota de borracho y su ridícula nariz que le cabalga toda la jeta.
—Ya está bien, ya está bien —murmuró el barbudo, molesto—. A mi edad me da igual un nombre que otro. De todos modos ya sé, a fuerza de que me lo repitan, que cuando hay tormenta me hace falta un paraguas porque si no me arriesgo a ahogarme, y así sucesivamente.
—Yo no estoy acostumbrado a tener compañía y no me gusta casi nada —gruñó el Seco—. Por eso, si queréis quedaros aquí, tendréis que portaros bien; si no…
Pescó en su bolsillo una colilla de puro, recogida probablemente en alguna cuneta, y se dispuso a masticarla. Pero, cambiando de opinión, lanzó una mirada feroz sobre sus dos compañeros y desenrolló su atadijo. En su mano apareció un frasco de farmacia lleno de alki.
—Bueno —dijo huraño—, sólo me falta tener que dar un trago a desechos como vosotros y correr el riesgo de quedarme sin nada, con la sed que tengo.
Sus rasgos se dulcificaron cuando vio que sus dos compañeros levantaban sus sombreros orgullosamente y exhibían sus propias botellas de alcohol.
—Tomad agua para rebajarlo —indicó Barba Espesa, tendiendo su lata de conservas—. El abrevadero está más arriba —añadió como excusa— pero, parece que…
—¡Pchs! —interrumpió el Seco, sirviéndose—. He bebido cosas peores que esta.
Cuando tuvieron todo listo y los botes de alki en la mano, los tres hombres, como si recordaran una vieja costumbre, se mostraron vacilantes; después, manifestaron un cierto malestar.
Barba Espesa fue el primero en recuperar el aplomo.
—Tal y como me veis —dijo—, más de una vez he asistido a un banquetazo fino.
—Con cubiertos de estaño —añadió maliciosamente el Seco.
—De plata —corrigió el otro.
El Seco dirigió a Bola de Grasa una mirada interrogadora.
Bola de Grasa indicó, con un signo de cabeza, que él también…
—Debajo de la mesa —insinuó el Seco.
—En los lugares de honor —rectificó Bola de Grasa—. Me correspondían por mi origen. Yo no he viajado nunca en segunda clase. En primera o en última clase. Para mí no ha habido término medio.
—¿Y tú? —preguntó Barba Espesa al Seco.
—Yo he brindado por el honor de la reina, ¡que Dios la bendiga! —respondió solemne el Seco.
—¿En la antecocina? —le soltó Bola de Grasa.
Inmediatamente agarró su barra de hierro y los otros sus guijarros.
—Bueno, no nos pongamos nerviosos —aconsejó Bola de Sebo soltando su arma—. No somos rufianes, sino caballeros. Bebamos, pues, como caballeros.
—¡Que sea una buena borrachera! —aprobó Barba Espesa.
—Cojamos una chispa —aceptó el Seco—. Aunque ha pasado mucha agua bajo los puentes desde los tiempos en que éramos caballeros, olvidemos el largo trecho recorrido y comportémonos como las personas de clase que fuimos en nuestra juventud.
Una vez hubieron vaciado sus frascos y sacado por turno otro de debajo de sus harapos, sus cerebros se aclararon; y, sin embargo, no se dijeron sus verdaderos nombres. Pero su vocabulario se volvió más fino. Hablaban ahora un inglés correcto y ya no utilizaban la jerga del vagabundo.
—He de dar gracias a que tengo una constitución robusta —explicó Barba Espesa—. Pocos hombres hubieran podido soportar las pruebas que yo he sufrido. Si las teorías de moralistas y médicos tuviesen algo de razón, hace tiempo que yo debería haber desaparecido de la circulación. ¿No os pasa lo mismo a vosotros? Aquí estamos, a una edad avanzada, bebiendo como no se atreverían a hacerlo otros más jóvenes; durmiendo al aire libre, en el mismísimo suelo; sin estar nunca protegidos del frío, de la lluvia y la tempestad, y no temiendo a pulmonías ni reumatismos que enviarían al hospital a la mitad de los jóvenes de hoy.
Se interrumpió para preparar otra ración de alki. Bola de Grasa aprovechó para tomar la palabra.
—¡Y no nos hemos aburrido en absoluto! —proclamó—. En lo que se refiere a las mujeres y al resto —dijo, citando a Kipling—, «hemos retozado y hemos tenido extravíos…».
—En nuestros tiempos —completó el Seco.
—Desde luego, desde luego —admitió Bola de Sebo—. Y nos han amado princesas… al menos a mí.
—Cuéntanos eso —dijo Barba Espesa—. Apenas ha comenzado la noche, ¿por qué no nos dedicamos a recordar las ocasiones en que estuvimos en los palacios de los reyes?
Bola de Sebo se aclaró la voz apresuradamente y pensó durante un instante por dónde comenzar su relato.
—Habéis de saber que pertenezco a una excelente familia. Antiguamente en Oxford, Percival Delaney no era un desconocido; y he de confesar sin ambages, que no precisamente por sus éxitos escolares. Los alegres jóvenes de esa época, si es que no están todos muertos, podrán recordarlo…
—Mis antepasados desembarcaron con Guillermo el Conquistador —interrumpió Barba Espesa, tendiéndole la mano para cumplir el rito de las presentaciones.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó Bola de Grasa.
—Delarouse. Chancey Delarouse, que no vale menos que otros.
Se estrecharon la mano y miraron al Seco.
—Bueno, ya que estamos en ello… —le invitó Bola de Grasa.
—Bruce Cadogan Cavendish —refunfuñó el Seco—. Continúa, Percival, háblanos de tus princesas y tus palacios.
—¡Ah! Buen barbián era yo —afirmó Percival—. Hice montones de barrabasadas y me he divertido por el mundo entero. Antes de perder la línea, era un bello ejemplar de hombre. Mis deportes favoritos eran el polo, las carreras de vallas, el boxeo, la lucha, la natación. En doma de caballos gané varias medallas en Australia, tuve varios récords en natación, en las distancias de más de un cuarto de milla. A mi paso las mujeres se volvían. ¡Las mujeres! ¡Que Dios las bendiga!
Y Bola de Grasa, alias Percival Delaney, grotesco espécimen humano, acercó su mano informe a los gruesos labios y envió un sonoro beso hacia la bóveda estrellada del cielo.
—Y a la princesa —prosiguió, dirigiendo otro beso al firmamento—. Ella personificaba en su sexo lo que yo era en el mío. Me igualaba en fogosidad, valor, audacia, temeridad. Nadaba como una sirena, como una ondina. En cuanto a la sangre, yo era un advenedizo al lado de ella. Su linaje real se perdía en las brumas del pasado.
»No era de raza blanca. Su piel era bronceada; sus ojos pardos tenían reflejos de oro; su cabellera negra, irisada de azul, que le caía hasta las rodillas, tenía esa ligera tendencia a rizarse que tanto encanto proporciona al cabello de las mujeres. Pero no eran cabellos crespos, como tampoco los de sus ascendentes, porque la princesa era una polinesia resplandeciente, divinamente bella.
Interrumpió de nuevo su relato para enviar un beso en recuerdo de la princesa, y el Seco, o Bruce Cadogan Cavendish, aprovechó para meter baza:
—¡Pchs! —soltó—. Quizá no te distinguiste por los estudios, pero sí que aprendiste en Oxford las flores de la retórica.
—Y en los mares del Sur recogí ramilletes mucho más bellos del vocabulario del amor —respondió con viveza Percival—. Ocurrió en la isla de Talofa —prosiguió—, por otro nombre llamada Isla del Amor, infantado de la princesa. Su padre el rey, ya de edad y con las piernas paralizadas, se pasaba los días y la mayor parte de las noches sentado sobre esteras, vaciando botella tras botella de ginebra para ahogar sus penas. Como el hermano había desaparecido en una tempestad cuando volvía de Samoa, mi princesa era su única descendiente. Pero en Polinesia las mujeres de sangre real tienen el mismo derecho a reinar que los varones. De hecho siguen su genealogía por línea femenina.
Chancey Delarouse y Bruce Cadogan Cavendish indicaron con un gesto que conocían esta particularidad.
—¡Ah! —señaló Percival—. Ya veo que los mares del Sur os son familiares a los dos. Eso os permitirá imaginar todo el encanto de mi princesa, la princesa Tui-nui de Talofa, la princesa de la isla del Amor.
En eso, volvió a enviar un beso, bebió un buen trago de alcohol de su lata de leche condensada y dedicó a su dama un beso más.
—Aunque le gustaba mi compañía, como era tímida en extremo, nunca se acercaba mucho a mí. Si mi brazo buscaba su cintura, ella se alejaba con presteza. Yo experimentaba los mil tormentos, entrañables y deliciosos, del amor no correspondido; pero aquella verdadera diosa del Amor me tenía siempre a sus pies y lleno de esperanza.
—¡Qué bien habla! —murmuró Bruce Cadogan Cavendish a su vecino.
Y Percival Delaney envió otro beso hacia el cielo nocturno con sus dedos amorcillados, prosiguiendo con voz vibrante:
—No hubo tortura ni mortificación que mi querida princesa no prodigase a mi alma arrebatada. Me condujo por deliciosos círculos del infierno del hombre amante, que Dante ni siquiera sospechó. ¡Ah!, esas noches lánguidas del trópico, al pie de las palmeras, con el murmullo lejano y melancólico de la resaca como fondo. Junto a mi princesa, insensible a mis deseos, que dejaba fluir su risa, de sonido parecido al de cuerdas de plata golpeadas por brotes de flor, y que mi pasión delirante no lograba turbar.
»Luchando con los campeones de Taloa comencé a llamar su atención; con mis proezas en natación desperté su interés. Un éxito natatorio me hizo conseguir de ella algo más que sonrisas coquetas y tímidas retiradas.
»Ese día pescábamos jibias en la costa. Seguro que sabéis cómo se hace. Zambulléndonos desde lo alto del acantilado, hasta unas cinco o seis brazas de profundidad, explorábamos con nuestros palos los agujeros y grietas en donde se refugian las jibias. Este palo tiene unos treinta centímetros de largo y punta en los dos extremos. Agarrándolo por el centro, se pincha a la jibia, que está quieta, hasta que cierra sus tentáculos sobre el puño, el palo y el brazo. Entonces ya está atrapada. Se la sube a la superficie, se la golpea la cabeza —que constituye la parte central de su cuerpo— y se la echa en la canoa… ¡Tal cual me veis, podía realizar hazañas así!
Percival Delaney hizo una pausa. Por su cara de luna pasó una expresión de temor al evocar su juventud.
—Bueno, he llegado a sacar un pulpo que tenía unos tentáculos de 2,50 metros y a 15 metros de profundidad. Podía permanecer sumergido durante cuatro minutos. Una vez bajé hasta los 35 metros, con un trozo de roca coralífera como lastre, para soltar un ancla torcida. No me daba el menor miedo zambullirme desde una altura de 26 metros, haciendo un peligroso salto de espaldas para entrar de pie en el agua.
—¡Ya basta! ¡Cambia de disco! —le cortó con humor Chancey Delarouse—. Háblanos de la princesa. Sólo eso puede reanimar nuestra vieja sangre. Me parece verla en todo su esplendor.
Percival expresó con un beso lo que las palabras no hubieran podido traducir.
—Ya os lo he dicho, una verdadera sirena. Un día en que una borrasca había hecho naufragar su embarcación, estuvo nadando treinta y seis horas hasta que la encontraron. La he visto sumergirse a treinta metros y volver con una ostra perlífera en cada mano. Maravillosa, esa es la palabra. Esa ondina era una mujer arrebatadora, sublime. Hubiera sido necesario un Fidias o un Praxíteles para inmortalizar la esplendidez de sus formas.
»Ese día pescábamos pulpos en la costa. Yo estaba loco de amor por ella. Nos zambullimos desde la borda de la gran piragua y, uno al lado del otro, alcanzamos las profundidades marinas, que tenían tonalidades deliciosas. Mientras nadábamos volvía hacia mí sus ojos, atormentándome y enloqueciéndome todavía más. Llegó un momento en que perdí el control y quise abrazarla; pero ella supo eludirme. Huyó muy alegre, sumergiéndose más. Como me encontraba entre ella y la superficie, creí que la tenía atrapada. Pero removió y agitó con su palo la arena coralífera del fondo del agua, procedimiento que se emplea para escapar de los tiburones. Enturbió tanto el agua que ya no podía verla. Y cuando salí a la superficie, la encontré agarrada a la borda de la piragua riéndose de mi chasco.
»Me negué a aceptar mi fracaso. Pero por algo era princesa. Puso su mano sobre mi brazo y me obligó a escucharla. Me propuso un juego: apostar a ver quién capturaba más pulpos. La postura consistía en besos. ¡Con qué entusiasmo efectué mi primera zambullida!
»No capturé ningún pulpo. Y nunca más he intentado capturar otro. Cuando el suceso se produjo, nadábamos a unas cinco brazas de profundidad y explorábamos el pie del acantilado. Acababa de hurgar en una cavidad, que estaba vacía, cuando noté o presentí la presencia de algo que nos era hostil. Me volví. El bicho estaba allí, a mi lado, y no se trataba de una simple marsopa. Lo reconocí inmediatamente. Era un tiburón tigre de al menos cuatro metros, con sus ojos de gato, de fosforescencia característica, que brillaban con destellos de estrellas.
»A tres metros, a mi derecha, la princesa hurgaba con su palo en una grieta del coral. El tiburón se lanzó hacia ella. En un instante comprendí la situación. Había que desviar de ella al devorador de hombres.
»Completamente consciente del peligro que entrañaba mi acto, lancé la punta de mi palo al costado del tiburón; era algo así como cuando se da con el índice en la espalda de un amigo que pasa al lado de uno para llamar su atención. El devorador de hombres se volvió hacia mí. Ya sabéis, vosotros que conocéis los mares del Sur, que el tiburón tigre, más aún que el tiburón gris de cara lisa de Alaska, jamás se da por vencido. El combate se entabló a varias brazas de profundidad; si es que se puede llamar combate a una lucha tan desigual.
»La princesa no se había dado cuenta de nada. Agarró su presa y subió. El escualo me atacaba. Yo trataba de apartarlo apoyando las manos sobre su morro, por encima de la boca con miles de dientes, y no logré sino que me arrinconase contra las agudas rugosidades del acantilado de coral. Todavía tengo las cicatrices.
»Como no podía permanecer mucho más tiempo bajo el agua, intentaba salir; pero cada vez que lo hacía, el tiburón me atacaba y yo lo apartaba empujando sobre su morro con las dos manos. Y hubiera logrado librarme sano y salvo de él si mi mano derecha no hubiera resbalado. Se hundió hasta el codo en su boca; las mandíbulas del monstruo se cerraron sobre mi brazo, justo por debajo de la articulación. ¿Sabéis cómo es la constitución de los dientes del tiburón? No pueden volver a abrirse hasta que no se han juntado completamente. Al no conseguir romper un hueso tan grueso, se deslizaron por mi antebrazo, arrancando la carne hasta la muñeca; una vez allí se juntaron y mi mano derecha le sirvió de aperitivo.
»Yo había lanzado mientras tanto el pulgar de mi mano izquierda contra la órbita de uno de sus ojos y había logrado saltárselo. Pero fue en vano. Excitado por el sabor de mi carne, el monstruo se lanzó hacia mi muñón, del cual brotaba sangre. Con mi brazo válido logré desviarlo cinco o seis veces. Pero, finalmente, enganchó de nuevo mi pobre brazo mutilado y arrancó la carne desde el hombro hasta el codo. Sus dientes se volvieron a juntar allí y pudo ingerir un segundo bocado de mi persona. Pero en ese intervalo yo había arrancado su otro ojo.
Percival Delaney alzó los hombros y prosiguió.
—Los ocupantes de la piragua habían seguido desde arriba toda la escena y me hicieron grandes alabanzas. Todavía se canta mi hazaña en la isla del Amor. En cuanto a la princesa…
Hizo una pausa breve, pero expresiva.
—La princesa se convirtió en mi esposa… ¡Hay! ¡Sólo por tres veces! El torniquete del tiempo y de la fortuna; la volubilidad de la suerte; la aparición de una cañonera francesa; la conquista en Oceanía de un reino insular que gobierna hoy un policía colonial, hijo de aldeanos, analfabeto y…
Terminó su relato ocultando el rostro en la abertura con hendiduras dobladas de su bote de leche condensada y vertiendo en su gaznate ávidos tragos del corrosivo brebaje.
Chancey Delarouse, después de una conveniente pausa, tomó a su vez la palabra.
No tengo ninguna intención de vanagloriarme de mi origen. Pero sentado aquí junto al fuego, al lado de los compañeros que —sean quienes sean— la suerte me ha deparado puedo decir que yo también gocé en tiempos de una situación envidiable. Tendría que añadir que fueron los caballos, y la excesiva indulgencia por parte de mis padres, la causa de mi exilio por el mundo.
»He usado y abusado impunemente de una salud de hierro. Aquí estoy, con setenta años a mis espaldas. Y en ese largo recorrido he visto caer a más de un joven, tan audaz como yo, pero incapaz de aguantar el ritmo. He conocido demasiado pronto lo peor de la vida, y ahora, demasiado viejo, lo sigo padeciendo. Pero hubo un tiempo —¡por desgracia demasiado corto!— en que pude gozar de lo mejor de la vida.
»Yo también envío un beso a la princesa que reinó en mi corazón. Era una auténtica princesa de Polinesia, que vivía a un centenar de kilómetros al sudeste de la isla del Amor de Delaney. Los nativos de esta zona de los mares del Sur llamaban a su país “Isla de la Alegría”. Pero el nombre verdadero, el que le daban sus pobladores indígenas, era más propio y delicado: “Isla de la Sonrisa Apacible”. En los mapas encontraréis el nombre de Manatomana que es el que le dieron los antiguos navegantes. Los traficantes que infestan los mares la llaman el Edén sin Adán. Y, en tiempos, los misioneros la bautizaron con el de Manifestación Divina por el clamoroso éxito que tuvieron en la conversión de sus habitantes. Para mí, era y será siempre un rincón del Paraíso.
»Era mi paraíso propio, porque allí habitaba mi princesa. El rey era Juan Asibeli Tungi. Indígena de raza pura, descendía del más alto y antiguo linaje de jefes. Se le conocía también por el nombre de Juan el Apóstata, porque había cambiado varias veces de religión. Convertido primero al catolicismo, derribó los ídolos, rompió los tabús, despidió a los sacerdotes indígenas, suprimió a algunos de ellos e hizo ir a la iglesia a todos sus súbditos.
»Se hizo amigo más tarde de los tratantes, que habían conseguido aficionarle al champaña, y embarcó para Nueva Zelanda a los curas católicos. Como la mayor parte de sus súbditos siguieron su ejemplo, pronto no existió ninguna religión en la isla. Fue el período de la Gran Licencia. En todos los mares del Sur, cuando los misioneros durante sus sermones hablaban de la isla la señalaban con el nombre de Babilonia.
»Pero al cabo de algunos años, después de que los traficantes le estropearan el estómago a fuerza de champaña, se adhirió al evangelio que predicaban los metodistas. Volvió a enviar a su pueblo al templo. Limpió la costa de algunos traficantes y aplicó reglas muy severas. Prohibió a sus súbditos que fumasen en pipa, salvo los domingos, y condenó a uno de los más importantes de entre ellos a una multa de cien soberanos por haber hecho limpiar en sábado el puente de su goleta.
»Fue el período de las leyes terribles. Pero al mismo rey Juan quizá le parecieron demasiado rigurosas. Despachó un buen día a los metodistas. Envió al exilio en Samoa a varios centenares de sus súbditos, que eran culpables de haberles permanecido fieles. Finalmente, inventó de su propia cosecha una religión, en la que él mismo, siguiendo el consejo de un renegado de las islas Fidji, representaba el objeto principal de la devoción. Esta situación duró cinco años. ¿Se cansó de su papel de divinidad o hay que ver en ello el resultado de la huida del fidjiano llevándose seis mil libras del tesoro real? A él y a todo su reino les convirtieron los wesleyanos de la Segunda Reforma. Nombró en el acto primer ministro al aventurado misionero wesleyano. En resumidas cuentas, los traficantes boicotearon el reino del rey Juan de tal manera que sus ingresos se redujeron a cero; sus súbditos se arruinaron y le fue imposible pedir prestado un solo chelín ni al más poderoso de sus jefes.
»Cuando envejeció, se mostró reflexivo, muy tolerante y animado del espíritu de sus antepasados. Expulsó a los wesleyanos de la Segunda Reforma, llamó a los exiliados de Samoa, invitó a la isla a los traficantes, y organizó una fiesta de amor y reconciliación general. Proclamó la libertad de conciencia; aumentó los aranceles; volvió por su cuenta a las creencias de sus padres, hizo exhumar los ídolos, restituyó en sus cargos a algunos sacerdotes octogenarios y respetó los tabús.
»A los traficantes les encantaba todo eso y la prosperidad volvió a reinar en el país. La mayoría de sus súbditos retornaron con él al culto de los falsos dioses. Sin embargo, pequeños núcleos de católicos, de metodistas y de wesleyanos permanecieron fieles a su fe y consiguieron conservar algunas iglesias arruinadas, muy poco frecuentadas. Pero al rey Juan no le interesaban estos detalles, ni tampoco las hazañas de los traficantes.
»Como los impuestos entraban regularmente, todo le parecía que marchaba a la perfección. Ni siquiera puso ninguna objeción cuando su esposa, la reina Mamara, decidió hacerse baptista y llamó a un misionero de esta religión, un hombre pequeño, delgado, de espíritu conciliador y patizambo. Sólo puso una condición: esos imprecisos cultos tenían que sufragarse por sí mismos, sin pedir un céntimo a las arcas del Estado.
»Y ahora, los hilos de mi relato convergen hacia la expresión ideal de las seducciones femeninas. Mi princesa…
Barba Espesa se calló. Dejó con cuidado en el suelo el bote de leche medio vacío y con el que había venido gesticulando distraídamente, para poder enviar hacia el cielo, con su única mano, un sonoro beso.
—Era la hija de la reina Mamara. Verdadera maravilla femenina, parecía casi inmaterial, contrariamente a lo que es el tipo de Diana polinesia. Pura y etérea, tenía la modestia de la violeta, la fragilidad del lirio y la claridad de una estrella. Sus ojos, en los que brillaba una tierna llama, parecían asfódelos sobre campo de azur. Era, a la vez, flor, fuego y rocío. Poseía el encanto de la rosa de los montes y la dulzura de la paloma. Era tan buena como bella. Observaba piadosamente la fe maternal que profesaba el misionero baptista, Ebenezer Naismith. Pero no os equivoquéis; no era ningún espíritu puro, preparado para el seno de Abraham. Era una verdadera mujer, exquisita y deliciosa, sensible hasta la fibra más pequeña de su ser.
»¿Y yo? Yo era un aventurero de la costa. El más audaz y listo de los traficantes no me llegaba al tobillo. Jugando al póquer no temía a nadie. Yo era el único, entre blancos, morenos o negros, que tenía el valor de atravesar el paso de Kuni-Kuni; lo hice por entre los arrecifes, en una noche negra y en plena tempestad. En fin, en ese país infectado de rufianes, mi reputación era la peor de todas. No me detenía ante nada, ni en las peleas ni en el juego. Los capitanes de los mercantes se divertían trayendo fenómenos desde los rincones de peor fama del Pacífico para enfrentarlos conmigo, en borracheras en las que el perdedor quedaba tendido bajo la mesa. Me acuerdo de un escocés de estómago duro como una piedra, recién salido de Nuevas Hébridas. Fue una orgía memorable, pero él murió. Lo subimos a bordo, conservado en un tonel de ron, para reexpedirlo a su país. Con eso os doy una idea de nuestras fechorías en las playas de Manatomana.
»¿Y no se me ocurre un día la cosa inaudita de poner los ojos en la princesa y enamorarme de ella?
Fue un verdadero flechazo. Yo estaba ya loco, pero a partir de entonces mi locura no tuvo límites. Nada menos que transformé mi existencia por completo. ¡Imaginaos el milagro que puede operar en un alma pecadora la contemplación de una mujer! Os aseguro que me reformé de modo radical. Comencé a frecuentar la iglesia. Y agarraos: me convertí. Lavé mi conciencia ante Dios y me contuve de poner las manos —tenía entonces dos— sobre mis compañeros de la playa cuando se burlaban de lo que ellos llamaban chifladura.
»Me entregué con pasión y sinceridad a una experiencia religiosa que me ha vuelto desde entonces muy tolerante. Despedí por inmoralidad a mi mejor capitán. Hice otro tanto con mi cocinero jefe, aunque nunca había llegado a Manatomana tan buen cocinero como él. Influido por los mismos principios, me separé de mi principal agente.
»Por primera vez, mis goletas llevaron hacia el oeste Biblias entre su cargamento. Me construí un pequeño bungalow de ermitaño, en una calle bordeada de mangos en lo alto de la ciudad, cerca de la casita que habitaba Ebenezer Naismith. Me hice compañero y amigo suyo y encontré en él un verdadero tesoro de bondad y dulzura. Era un hombre en toda la acepción de la palabra. Y como tal murió mucho tiempo después. Si no fuera porque nos llevaría demasiado lejos, me habría gustado contaros su historia.
»Fue la princesa más que el misionero quien me empujó a manifestar mi fe con buenas obras. La más destacada de éstas consistió en la construcción de la nueva iglesia, nuestra iglesia.
»—¡Pobre iglesia nuestra! —me había dicho ella una tarde a la salida de nuestro rezo en común, sólo unos quince días después de mi conversión—. Es tan pequeña que el número de fieles no podrá crecer nunca. Además, el agua de lluvia penetra por el tejado, que amenaza con hundirse. Mi padre, el rey Juan, tiene el corazón tan duro que no quiere contribuir a su reparación ni con un solo penique; y eso pese a que su tesoro va en aumento. ¡Y Manatomana no es nada pobre! ¡Aquí se gana mucho dinero y se despilfarra otro tanto! Lo sé. A mis oídos han llegado muchas habladurías acerca de las extravagancias que cometen las gentes de la bahía. Hace menos de un mes que usted mismo perdió a las cartas, en una sola noche, más dinero del que se necesitaría para mantener nuestra iglesia durante todo un año.
»Reconocí que era verdad, pero añadí que eso había sucedido antes de recibir la revelación divina. Le aseguré que desde entonces no había probado el alcohol ni tocado una carta, y que iba a encargar inmediatamente la reparación de la iglesia a los carpinteros cristianos que ella misma eligiera. Pero obsesionada con la idea de la gran renovación religiosa que Ebenezar Naismith podía predicar, me habló así —¡querida santa!— de una gran iglesia:
»—Usted es rico. Tiene muchas goletas y factorías en lejanas islas. Me han hablado también de que ha firmado un importante contrato para reclutar mano de obra negra con destino a las plantaciones alemanas de Upolu. Se le considera a usted, junto con Sweitzer, el comerciante más opulento del lugar. Me gustaría ver que una parte de esa fortuna se empleara en glorificar a Dios. Sería una noble acción y yo me sentiría orgullosa de conocer al hombre capaz de realizar tal acto.
»Le respondí que Ebenezer Naismith podría predicar la renovación. Que iba a edificar una iglesia capaz de dar cabida a todos los neófitos.
»—¡Tan grande como la iglesia católica! —me pidió.
»Se refería a la catedral que había sido construida en la época de la conversión de toda la población. Se trataba de un edificio soberbio.
»Arrebatado por el amor, le respondí que mi nueva iglesia sería todavía más grande.
»—Aunque eso costará mucho —añadí— y hará falta tiempo para ganar el dinero necesario.
»—Pero usted es muy rico. Según se dice, tiene más dinero que mi padre el rey.
»—Tengo más crédito que él —expliqué lo mejor que supe—. Por lo que veo usted no entiende nada de cuestiones financieras. Para obtener créditos hace falta capital. Recurriré a la vez al capital y al crédito de que dispongo. Así doblaré la suma y se podrá edificar la iglesia.
»¡Oh, virtud del trabajo, qué fuerza tienes! ¡Qué cantidad asombrosa de tiempo puede encontrar un hombre cuando renuncia al desenfreno, al juego y a todas las distracciones inútiles! No desperdicié un segundo y realicé yo solo la tarea de una docena de hombres. Me volví enormemente emprendedor. Mis capitanes viajaron más rápidamente que nunca y recibieron las mejores primas; y lo mismo mis sobrecargos, que se preocupaban de que mis goletas no se retrasasen inútilmente en los puertos. Yo cuidaba de que se cumpliesen al pie de la letra mis instrucciones.
»¡Y honrado! Me había hecho honrado hasta tal punto, que lo pasaba mal. Mi conciencia se volvió tan exigente que llegué hasta revisar mis cuentas. Incluso le devolví a Sweitzer cincuenta libras que le había defraudado tres años antes en las islas Fidji… y, para colmo, con interés compuesto.
»Planté caña de azúcar y realicé el primer intento en Manatomana de comercializar su cultivo. Hice traer de Malaïta, una de las islas Salomón, varios cargamentos de negros y en mis plantaciones pronto trabajaron mil doscientos indígenas. Envié a Hawai una goleta para traer un molino de caña y un alemán especialista en el asunto. Como me pedía trescientos dólares por mes, adquirí los aparatos y los instalé yo mismo, con la ayuda de varios mecánicos contratados en Queensland.
»Tenía un rival. Era un indígena genuino llamado Motomoé, jefe principal y el pariente más próximo del rey Juan. Este orgulloso buen mozo, no ocultó la antipatía que sentía por mí cuando comencé a frecuentar las inmediaciones de palacio. Buscó mis antecedentes e hizo circular sobre mí abominables historias. Lo peor era que, en su mayor parte, eran verdad. ¡Hasta hizo un viaje a Apia para descubrir nuevas infamias, como si no hubiese podido reunir un montón sin salir de Manatomana! Se burlaba de mi fervor religioso y mi asiduidad a los oficios; pero, sobre todo, de mis plantaciones. Llegó a provocarme, pero yo eludí la pelea. Me amenazó; intentó matarme, pero me enteré a tiempo. ¡Sabéis, quería a la princesa tanto como yo, que no era poco!
»Ella tocaba el piano. Yo en tiempos también; pero me guardé mucho de decírselo al oírla tocar por primera vez. ¡Mi dulce y querida niña se creía una virtuosa! Ya sabéis cómo tocan los escolares… un… dos… tres… tum… tum… tum… Lo más gracioso del caso es que su manera de tocar me parecía maravillosa. Cuando la escuchaba, se me abrían las puertas del cielo. Me veo a mí mismo agotado y sin fuerzas, después de una larga jornada de trabajo. Tendido sobre las esteras de la galería de palacio, la contemplaba tocando el piano y me sumergía en un completo éxtasis. El orgullo que sentía por su talento era su único defecto; y yo la quería por ello todavía más. Ese defecto la acercaba a mi corazón. Sólo con oírla me sentía transportado al séptimo cielo y desaparecía mi cansancio. Experimentaba hacia ella sentimientos tan puros como la llama, puros e inmaculados como el amor divino. Mi imaginación exaltada me hacía creer que Dios tenía que parecerse en muchos aspectos a mi querida princesa.
»Así es, Bruce Cadogan Cavedish. Ríete cuanto quieras. Pero yo afirmo que el amor no es otra cosa. Es el sentimiento más profundo, más puro, más sublime que jamás haya experimentado el hombre. Hablo con conocimiento de causa, porque he pasado por ello.
Barba Espesa, cuya pupila de ardilla brillaba bajo su poblada ceja, hizo una larga pausa. Echó un trago de su bote de leche para calmar la sed y se preparó otro.
—Hablemos ahora de la caña de azúcar —prosiguió, enjugándose con el reverso de la mano su prodigiosa barba—. En esas latitudes madura en dieciséis meses y el molino acababa de estar listo para molerla. Por supuesto que había escalonado mis plantaciones para poder trabajar con regularidad durante nueve meses, mientras se volvía a plantar y los jóvenes tallos adquirían fortaleza.
»Desde los primeros días tuve que afrontar fastidiosas dificultades. Tan pronto se estropeaba una pieza del molino como otra. El cuarto día, Ferguson, mi mecánico, tardó varias horas en arreglar la trituración. Hice que unos negros que transportaban caña diesen una mano de cal a los cilindros y los envié luego a que ayudaran a los cortadores. Estaba, pues, solo en ese lugar, cuando Ferguson puso en marcha la máquina: en ese mismo instante descubrí que los rodillos de arrastre tenían un defecto y vi acercarse tranquilamente a Motomoé, mi odiado rival. Vestido a la última moda, sonreía desdeñoso viéndome cubierto de barro y grasa, y desastrosamente vestido. Como he dicho, acababa de descubrir, gracias a la capa de cal, lo que le pasaba a los cilindros. Por uno de los extremos agarraban bien la caña, pero, por el otro, estaban demasiado separados. Metí los dedos en el hueco. Las largas y salientes estrías no los tocaban; pero, de pronto, se apretaron. Agarraron la punta de mis dedos con una fuerza de mil diablos, tiraron de ellos y los hicieron papilla. El engranaje me atrapó igual que si fuera caña. ¡Era imposible detenerlo! Ni diez mil caballos tirando hacia atrás me hubieran podido arrancar de allí. No había solución: brazo, hombro, cabeza, pecho, todo, hasta la punta de los pies, tenía que pasar por allí.
»Sufría hasta tal punto que ya no sentía el dolor. Casi veía con indiferencia cómo se trituraba mi mano, falange tras falange, articulación tras articulación; mi muñeca, mi antebrazo; cómo iba desapareciendo todo en lenta pero inexorable sucesión. ¡Oh, artificiero aniquilado por tu propio petardo! ¡Oh, fabricante de azúcar aplastado por tu propio molino!
»Motomoé saltó hacia mí y una expresión de angustia sustituyó a su sonrisa. Pero advirtió de pronto el lado bueno que la situación tenía por él y se puso a reír. ¡No, no podía esperar nada bueno de él! ¿No había intentado matarme? ¿Y qué podía hacer él, además, si no sabía nada de máquinas?
»Grité a Ferguson que parara, pero el ruido ahogaba mi voz. Mi brazo, agarrado ya hasta el codo, avanzaba con regularidad. Sentía ahora pinchazos, cuando algunas fibras se rompían o eran arrancadas. Sin embargo, me extrañaba que en ese instante el sufrimiento no fuese mayor.
»Motomoé hizo entonces un gesto que llamó mi atención y, como furioso consigo mismo, gruñó en voz muy alta: “¡Soy un imbécil!”. Había agarrado un machete de cortar caña; ya conocéis esa herramienta tan pesada como un hacha. Le agradecí de antemano que fuera a poner fin a mis sufrimientos. Mi brazo estaba ya enganchado hasta mitad del camino entre el codo y el hombro; el movimiento continuaba y no veía razón alguna para alimentar el molino con mi propio cuerpo. Por eso, lleno de gratitud, agaché la cabeza esperando el golpe de gracia.
»—¡Aparta la cabeza, idiota! —ladró.
»Comprendí entonces su intención y obedecí. Yo era robusto y tuvo que golpear dos veces. Pero consiguió cortarme el brazo a nivel del hombro. Después, tiró de mí hacia atrás y me tendió sobre las cañas.
»El azúcar me proporcionó enormes beneficios. Le construí a la princesa la iglesia con la que soñaba y… se casó conmigo.
Satisfizo por el momento su sed y concluyó:
—Por desgracia, todo aquello se acabó. Sólo el alcohol puede proporcionarme ahora un poco de alegría. Desde hace muchos años, ella duerme en el gran mausoleo del rey Juan, que contempla, al otro lado del valle, cómo ondea la bandera extranjera en el palacio del gobierno inglés.
En señal de simpatía, Bola de Grasa levantó hacia él su pequeño bote de leche y bebió a su salud. La mirada dura e implacable de Bruce Cadogan Cavendish estaba clavada en el fuego. Era de ese tipo de hombres que prefieren beber solos. Una expresión burlona recorría sus labios apretados. Bola de Grasa la percibió y, asegurándose antes de que tenía el guijarro cerca, se atrevió a desafiarle.
—¿Y tú? ¡Es tu turno, Bruce Cadogan Cavendish!
El otro levantó los ojos y miró a Bola de Sebo, que experimentó un cierto molestar físico.
—Mi vida ha sido dura —profirió el Seco en tono áspero—. ¿Qué voy a saber yo de aventuras amorosas?
—Un hombre de tu clase no puede haberse librado de ellas —dijo Bola de Sebo adulador.
—¿Y eso? —gruñó el otro—. Un caballero no presume nunca de sus conquistas amorosas.
—Vamos, continúa —insistió Bola de Sebo.
—La noche es larga y aún nos queda bebida. Delarouche y yo ya hemos puesto nuestra parte. No es frecuente que tres compadres de nuestra calaña tengan ocasión de echar una parrafada. Seguro que entre tus aventuras amorosas hay alguna de la que puedas hablar sin avergonzarte.
Bruce Cadogan Cavendish agarró la barra de hierro y pareció preguntarse si iba o no a machacar a su interlocutor. Pero lanzó un suspiro y guardó el arma.
—Muy bien, ya que me lo pedís —aceptó con manifiesta malagana—. Yo también he tenido, como vosotros dos, una constitución extraordinaria. Y, aun ahora, estoy seguro de que puedo superar vuestras mayores borracheras. Mis orígenes, como los vuestros, no tienen nada en común con mi situación actual. Llevo el sello indiscutible de la nobleza; y si alguno de vosotros se atreve a dudarlo…
Hundió su mano en el bolsillo; pero ninguno de sus oyentes soltó palabra ni pareció tener en cuenta su amenaza.
—Mi historia tiene lugar en la isla de Tagalag, a mil kilómetros al oeste de Manatomana —prosiguió, aunque pareció decepcionado por no haber provocado discusión—. Primero voy a explicaros qué hacía en Tagalag. Por razones que no os voy a decir y después de desgracias que no os pienso contar, me encontré de capitán y propietario de una goleta cuando estaba en toda la plenitud de mis fuerzas y en la cima de la perversidad. Transportaba mano de obra negra desde el Sudoeste del Pacífico y el mar del Coral, a las plantaciones de Hawai y las minas de nitrato de Chile…
—¿Fuiste tú el que barrió toda la población de…? —Bola de Grasa no acabó su pregunta. La mano de Bruce Cadogan Cavendish se había deslizado ya hasta el bolsillo y volvió a aparecer blandiendo la barra de metal.
—Continúa —suspiró Bola de Sebo—. No… no me acuerdo en absoluto de lo que iba a decir.
—Esa ruta estaba salpicada de islas salvajes —prosiguió el orador con aire indiferente—. Yo había desembarcado en Taki-Tiki, islote que depende administrativamente de las Salomón pero que, desde el punto de vista etnográfico, pertenece a la vez a la Polinesia, Melanesia y Micronesia; todas las razas del Sur del Pacífico han convergido allí y se han cruzado, degenerando de manera sorprendente e inextricable. En Taki-Tiki se ha decantado, desde el punto de vista biológico, la hez de lo que tiene forma humana. Conozco tales desechos y sé bien lo que me digo.
»Por entonces me dedicaba a pescar perlas y cohombros de mar; cambiaba chapa de hierro y hachas por copra y marfil vegetal; también vendía negros. Me desenvolvía bastante bien. La vida era difícil para los extranjeros, hasta en Fidji; los jefes indígenas se alimentaban de cerdos altos, es decir, carne humana. Al oeste, los asuntos marchaban bastante bien con los pequeños negroides, que eran todos caníbales; su hucha nos supuso bastante.
—¿Qué hucha? —preguntó Bola de Sebo.
Al ver el gesto irritado del otro, añadió:
—Ya sabes que nunca he estado como Delarouse y tú en las islas del oeste…
—Son todos cazadores de cabezas. Para ellos las cabezas tienen gran valor, sobre todo las de los blancos. Las utilizan para adornar los cobertizos de las piraguas y las chozas de sus fetiches. Cada aldea tiene un fondo al que contribuyen todos. Se le entrega al que lleva una cabeza de blanco. Si pasa mucho tiempo hasta que la gana alguien, llega a alcanzar proporciones sorprendentes. De eso yo sé algo. Uno de mis segundos, que era holandés, murió de vómito negro a bordo del barco, y yo conseguí una de esas huchas. La cosa pasó así. Nos encontrábamos entonces en Lango-lui. Sin decir palabra a nadie arreglé el asunto con mi timonel, un pegro de Port Moresby. Arrancó la cabeza del cadáver y huyó a tierra durante la noche, mientras yo fingía perseguirlo a tiros; le entregaron el fondo a cambio de la cabeza del segundo. Al día siguiente envié un bote con otros dos negros para darle escolta, que lo trajo a bordo con el botín.
—¿Era grande? —preguntó Barba Espesa—. He oído hablar de un fondo en Orla que ascendía a ochenta libras.
—Se componía en primer lugar —respondió el Seco— de cuarenta cerdos gordos, que valía cada uno una braza de excelente moneda de conchas; como cada ligadura de una braza equivale a una guinea, el total sumaba doscientos dólares. Había además noventa brazas de moneda en conchas, o sea, unos quinientos dólares.
»Hice cuatro partes. Una para Johnny, otra para la tripulación, otra para mí como armador y una cuarta también para mí en calidad de capitán. Johnny no protestó. En su vida se había encontrado con una fortuna así. Aparte de eso le había regalado dos viejas camisas del segundo. La cabeza de éste todavía debe seguir adornando el cobertizo para piraguas.
—¡No es una sepultura muy cristiana que digamos! —declaró Barba Espesa.
—No, pero fue una sepultura lucrativa —respondió el Seco—. Entregué a cambio de nada a los tiburones lo que quedaba del segundo. ¿Creéis que iba a regalarles una cabeza que valía ochocientos dólares? Hubiese sido un despilfarro estúpido y una verdadera locura.
»De todos modos la vida era divertida en el oeste.
No os voy a hablar de mis dificultades en Taki-Tiki. Me marché de allí con doscientos negros destinados a las plantaciones de Queensland. Mis procedimientos de reclutamiento me costaron la persecución por el Pacífico de dos barcos de guerra ingleses. Cambié entonces de rumbo y me dirigí al oeste, con la idea de desembarazarme del lote en las plantaciones españolas de Bangar.
»Era la estación de los tifones y caí en medio de un ciclón. Hasta entonces había pensado que mi goleta, la Niebla Contenta, estaba hecha a toda prueba. ¡Pero qué olas! Rompieron su robusto armazón, desarbolaron los mástiles, redujeron a astillas los camarotes de cubierta y arrancaron las batayolas. Cuando hubo pasado lo más fuerte del huracán, comenzaron a desaparecer los baos de cubierta. Conseguimos reparar lo que quedaba de un bote y mantener a flote la goleta en espera de que el mar se calmase lo suficiente para poder abandonar el barco. Arriamos el bote a toda prisa. El carpintero y yo, que nos quedamos los últimos, tuvimos que saltar para alcanzarlo. No éramos más que cuatro…
—¿Se ahogaron todos los negros? —preguntó Barba Espesa.
—Algunos nadaron durante un rato —respondió el Seco—. Pero no creo que pudieran alcanzar la costa, porque nosotros tardamos diez días y, la mayor parte del tiempo, con el viento a favor.
»¿Y qué pensáis que llevamos con nosotros?
»¡Cajas con botellas cuadradas de ginebra y cartuchos de dinamita! Para morirse de risa, ¿eh? Aún fue más divertido después. Llevábamos también una pequeña barrica de agua, un poco de carne de caballo salada y algunas galletas empapadas de agua de mar… Total, lo suficiente para mantenernos hasta Tagalag.
»Pero Tagalag es la isla más desconcertante del mundo. Se la puede divisar a veinte millas de distancia. Es un cono volcánico que surge de un mar profundo. Un enorme boquete en la pared de su cráter deja pasar las olas y forma un puerto perfectamente abrigado. En la isla no vive nadie. El interior y el exterior del cráter son demasiado escarpados. En el interior, sin embargo, se levanta un bosque de cocoteros. Y, aparte de algunos insectos, eso es todo. No hay ningún animal de cuatro patas, ni siquiera una rata. Lo más raro es que con tanta palmera no haya ni cangrejos de cocotero. Los únicos animales comestibles era los mújoles, gordos y magníficos, que formaban bancos enteros en el abra.
»Una vez hubimos desembarcado los cuatro en la playa, nos instalamos bajo los cocoteros, con la dinamita y las botellas de ginebra como provisiones. Cuando tengáis ocasión probad a mantener un régimen compuesto exclusivamente de ginebra holandesa y cocos; ya me diréis el resultado. Aunque no estoy tan enterado como nuestro amigo Chancey Delaney de cuestiones religiosas, tengo al menos algunos conocimientos fundamentales; me represento al infierno como una inmensa selva de cocoteros, empedrada con cajas de ginebra y habitada por marinos náufragos. ¿No es para morirse de risa? El mismo diablo se reiría hasta saltársele las lágrimas. Ese régimen a base de coco no facilitaba nada las digestiones. Cuando el hambre nos aguijoneaba recurríamos a un trago extra de ginebra. Al cabo de dos semanas, Olaf, un marinero de cabeza cuadrada, tuvo una idea grandiosa. Estaba en ese momento borracho perdido, y nosotros tampoco lo estábamos mucho menos. Fijó un detonante y una corta mecha en un cartucho de dinamita y se dirigió después al bote.
»Imaginé vagamente que quería intentar pescar con dinamita. El sol pegaba duro y yo seguí tendido, deseándole buena suerte.
»Pasada una hora desde que partió, oímos la explosión. Pero el hombre no volvió. Esperamos a conocer su suerte hasta el atardecer, cuando refrescaba. El bote, al que había empujado una brisa favorable, seguía allí. Pero ni rastro de Olaf. Ya no volvió más. Temblando como hojas, volvimos a subir para emprender con otra botella.
»Al día siguiente, el cocinero manifestó que prefería intentar capturar pescado con la dinamita que seguir con el régimen de cocos. Le preparamos un cartucho y echó un par de tragos de ginebra para darse ánimos.
»Tuvimos la misma función que la víspera. Oímos la explosión al cabo de un instante y, con el crepúsculo, bajamos hasta el bote. En él pudimos recoger los suficientes restos de nuestro compañero como para justificar un entierro.
»El carpintero y yo aguantamos dos días. Nos lo jugamos a las pajas y le tocó a él en suerte. Nos separamos insultándonos; pretendía llevarse una botella para el camino y yo me rebelaba contra tal despilfarro de nuestra bebida. Además, tenía ya encima más de lo necesario. Se alejó.
»Se reprodujo la misma historia que con los otros, salvo que del carpintero quedaron bastantes trozos que enterrar, pues sólo había empleado la mitad de un cartucho de dinamita.
»Aplacé realizar mi propia experiencia hasta el día siguiente, en que ya más animado acumulé el suficiente valor para tocar el explosivo. No tomé más que la tercera parte de una barrita; le puse una mecha corta en cuyo extremo había practicado una hendidura, donde coloqué la cabeza de una cerilla; mejoré así el procedimiento de los que me habían precedido. Sin la cerilla tenían que usar mechas demasiado largas; cuando localizaban un banco de mújoles, necesitaban mantener mucho tiempo el artefacto en la mano antes de lanzarlo, para que la mecha ardiera casi por completo. Si se precipitaban, la mecha se apagaba al contacto con el agua y el ruido del cartucho al caer asustaba a los peces, que se alejaban. ¡Bonita sustancia la dinamita! En cualquier caso, sigo creyendo que mi método era el más seguro.
»No había remado ni cinco minutos cuando me topé con un banco de gordos mújoles. Me parecía verlos ya en la parrilla. Las rodillas me temblaban cuando me puse de pie, con una cerilla entre los dedos y la barra de dinamita en la otra. ¿Era por la ginebra, por la angustia, por la debilidad producida por el hambre, o por todo a la vez? Aun ahora me tiembla todo el cuerpo. Intenté por dos veces encender la mecha. Finalmente, lo conseguí. Oí chisporrotear la cabeza de la cerilla y solté todo.
»Ignoro lo que hicieron los otros, pero sé muy bien lo que me pasó a mí. Volé por los aires.
»¿No os ha sucedido nunca haberle quitado el rabo a una fresa para llevároslo a la boca al mismo tiempo que tirabais la fresa? Eso es lo que me pasó a mí. Tiré la cerilla al agua y conservé la dinamita en la mano, que, al explotar, me arrancó el brazo de cuajo…
El Seco agarró la lata de tomates para diluir su alcohol y la halló vacía; se levantó.
—¡Ah, no! —exclamó al bostezar, y tomó el sendero del arroyo.
Cuando volvió al cabo de algunos minutos, mezcló el alcohol con el agua cenagosa en la proporción adecuada, sorbió un largo trago y contempló el fuego con aire triste e irritado.
—Sí… pero… —aventuró Bola de Sebo—, ¿qué pasó después?
—¿Después? —dijo el Seco—. ¡Pues bueno! Yo también me casé con la princesa.
—¡Pero hombre, tú fuiste el último superviviente y en la isla no había ninguna princesa! —protestó Barba Espesa.
Su voz se hizo más baja y se calló, molesto.
Impasible, el Seco miraba fijamente al fuego.
Percival Delaney y Chancey Delarouse intercambiaron una mirada. Sin prisa y en un silencio impresionante, cada uno ayudó al otro con su único brazo a enrollar y atar su fardo. Y sin decir palabra, con el petate al hombro, se alejaron del resplandor que irradiaba el fuego. Al llegar a lo alto del terraplén del ferrocarril, Barba Espesa rompió el silencio:
—Desde luego, ese tipo no es ningún caballero —declaró.
—Tienes razón, no pertenece a nuestro mundo —asintió Bola de Sebo.
Glen Ellen, California,
26 de septiembre de 1916.
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