Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
Rumbo Oeste (1908)
(“Make Westing”)
Originalmente publicado en Pall Mall Magazine (abril 1908);
When God Laughs and Other Stories
(New York: The Macmillan Company, 1911, 319 págs.), págs. 155-185
Pase lo que pase, mantener el rumbo oeste, el
rumbo oeste.
(Instrucciones para navegar
por el cabo de Hornos.)
Siete semanas llevaba el Mary Rogers entre
los 50° sur, en el Atlántico, y los 50° sur, en el Pacífico, lo que significaba
que llevaba siete semanas luchando por doblar el Cabo de Hornos. Siete semanas
había pasado en plena borrasca, o casi, excepto una vez, después de seis días
especialmente tempestuosos, en que habiendo buscado refugio en la peligrosa
costa de la Tierra del Fuego, estuvo a punto de ser arrojado a tierra durante
la fuerte marejada que acompañó a la calma chicha que siguió. Siete semanas
llevaba luchando contra los rompientes del Cabo de Hornos, sufriendo a su vez
sus acometidas y embates. Era un barco de madera, y la constante presión a la
que estuvieron sometidas sus tablas había terminado por provocar varias vías de
agua, así que los que estaban de guardia tenían que aplicarse a las bombas de
achique.
El Mary Rogers estaba agotado, la
tripulación es taba agotada, y el enorme Dan Cullen, el capitán, también estaba
agotado. Tal vez fuera el que más agotado de todos estaba, pues en él recaía la
responsabilidad de aquel titánico combate. La mayoría de las veces dormía
vestido, aunque raramente dormía. Por la noche rondaba por cubierta, enorme
como un robusto espectro, curtido por el sol de treinta años en la mar, y
peludo como un orangután. Siempre con un único pensamiento, una de las
instrucciones para doblar el Cabo de Hornos: Pase lo que pase, mantener el
rumbo oeste, el rumbo oeste. Era una auténtica obsesión. No pensaba en otra
cosa, excepto las veces en que blasfemaba y maldecía a Dios por mandarles aquel
tiempo de perros.
Rumbo oeste. Emproaba el Cabo de Hornos, y más de una docena de veces tuvo que
ponerse a la capa con el invencible cabo al nordeste o al nor—nor deste, tan
sólo a unas millas de distancia. Todas las veces los había desviado el eterno
viento del oeste en dirección este. Luchaba vendaval tras vendaval, en los 64°
sur, entre témpanos antarticos, y prometía su alma inmortal a los poderes de
las tinieblas a cambio de unas millas con rumbo oeste, a cambio de una bordada
que los sacara de allí. Y siempre seguía con el rumbo este. En su desesperación
había tratado de pasar por los Estrechos de Le Maire. Sin embargo, cuando ya
estaba a medio camino, el viento rodó del norte al noroeste, el barómetro bajó
a 28,88°, y tuvo que virar y escapar delante de una borrasca de furia
ciclónica, consiguiendo evitar por los pelos que el Mary Rogers se
estrellara contra las negras rocas. Había puesto rumbo oeste, hacia las rocas
de Diego Ramírez, y una de las veces evitó el desastre al ver, entre dos
espesas nevadas, aquel cementerio de barcos a tan sólo un cuarto de milla.
¡El viento! El capitán Dan Cullen pasaba
revista a sus treinta años en el mar para demostrar que nunca había soplado de
aquel modo. El Mary Rogers estaba a la capa, ponía como ejemplo, y para
confirmarlo en menos de media hora el Mary Rogers estaría a la capa y
con las compuertas destrozadas. Su nueva vela mayor y su recién estrenada vela
cangreja habían sido arrancadas como si estuvieran hechas de papel; y cinco
velas más, arriadas y aseguradas con dos aros, habían sido arrancadas y hechas
jirones en las vergas. Y antes del amanecer, el Mary Rogers tuvo que
ponerse otras dos veces a la capa, y agujerearon las compuertas para librar a
las cubiertas del peso del océano que los empujaba hacia abajo.
Por término medio, el capitán Dan Cullen
veía fugazmente el sol una vez a la semana. En una ocasión, y diez minutos, el
sol brilló a mediodía, pero pasados esos diez minutos comenzó un nuevo
temporal, los dos turnos de guardia recogieron velas, y todo quedó sumido en la
oscuridad de una borrasca de nieve. En otra ocasión, y durante quince días, el
capitán Dan Cullen estuvo sin poder trazar su posición. De hecho, muy raramente
podía saber dónde se encontraba, excepto cuando veía tierra; el sol y las
estrellas se mantenían ocultos en el cielo, y estaba tan oscuro que ni siquiera
lograba obtener datos precisos del horizonte. Un manto gris envolvía el mundo.
Las nubes eran grises; el mar que surcaban era de un gris de plomo; hasta los
pocos frecuentes albatros eran grises, y ni siquiera los chubascos de nieve
eran blancos, sino grises bajo el oscuro palio de los cielos.
La vida a bordo del Mary Rogers era
gris..., gris y lúgubre. Los rostros de los marineros eran de un azul grisáceo;
estaban quemados y cortados por el mar, y sufrían intensamente. Eran sombras de
hombres. Desde hacía siete semanas, en el castillo de proa o en cubierta, no sabían
lo que era estar secos. Habían olvidado lo que era dormir después de un turno
de guardia, pues siempre eran interrumpidos por órdenes de:
—¡Todos los hombres
disponibles a cubierta!
Sólo dormían durante espacios de tiempos
angustiosamente breves, y siempre con la ropa encerada puesta, listos para
acudir a las constantes llamadas a cubierta. Estaban tan débiles y agotados que
les llevaba dos turnos de guardia hacer el trabajo de uno de los turnos. Eso
era porque los marineros de los dos turnos estaban en cubierta juntos la mayor
parte del tiempo. Y ninguna de esas sombras de hombres podía eludir sus
obligaciones. Sólo tener una pierna rota le permitía a un hombre no acudir al
trabajo; y había dos marineros con la pierna rota después de que el mar que rompía
a proa los hubiera aporreado y arrastrado por cubierta.
Otro de los hombres que era una sombra de
hombre era George Dorety. Se trataba del único pasajero a bordo; amigo de los
de la naviera, había emprendido el viaje por motivos de salud. Pero siete semanas
en el Cabo de Hornos no le habían mejorado la salud. Suspiraba y jadeaba en su
litera durante aquellas noches largas y agitadas; y cuando subía a cubierta
llevaba tanta ropa encima que parecía una tienda de ropa usada en movimiento. A
mediodía, cuando comían en la mesa del camarote a la lúgubre luz de las
lámparas que se movían y nunca se apagaban, parecía tan azul y grisáceo como el
proel más enfermo y hundido. Mirar al capitán Dan Cullen que estaba al otro
lado de la mesa no le animaba. El capitán Cullen masticaba ceñudo y se mantenía
en silencio. Estaba muy enfadado con Dios y a cada bocado se repetía el único
pensamiento de su existencia, que era rumbo oeste. Era una bestia peluda
y enorme, y su vista no estimulaba el apetito del otro. Consideraba que George
Dorety era Jonás, y así se lo decía, en todas las comidas, transfiriendo su
odio de Dios al pasajero una y otra vez.
Tampoco el piloto proporcionaba ningún
estímulo a su escaso apetito. Se llamaba Joshua Higgins, por profesión y
vocación era marino, aunque tenía la capacidad de un baúl, en lo que a comer se
refiere. Tenía las articulaciones flojas, resollaba sin parar, era cruel y
egoísta, temía al capitán Cullen más que a nada en el mundo, y se mostraba
brutal con la marinería, que sabía que detrás del piloto estaba el capitán
Cullen, el dueño y señor del barco; era la encarnación de una docena de pilotos
matones. En medio de aquel tiempo de perros en el extremo sur del mundo, Joshua
Higgins dejó de lavarse. Su asquerosa cara le quitaba a George Dorety el escaso
apetito que había conseguido reunir. Por lo general, esta negligencia en la
limpieza habría atraído la atención del capitán Cullen provocando sus insultos,
pero en el presente su mente sólo estaba ocupada por el rumbo oeste, con
exclusión de todas las demás cosas no relacionadas con este asunto.
Posteriormente, cuando alcanzaran los 50° sur, en el Pacífico, Joshua Higgins
se lavaría precipitadamente la cara. Entretanto, en la mesa del camarote, donde
el grisáceo crepúsculo alternaba con la luz de las lámparas cuando éstas se
llenaban, George Dorety se sentaba entre los dos hombres, uno un tigre y el
otro una hiena, y se preguntaba por qué los habría creado Dios. El segundo
oficial, Matthew Turner, era un auténtico marinero y un hombre cabal, pero
George Dorety no podía disfrutar de su compañía, pues comía solo una vez que
ellos habían terminado. El sábado 24 de julio por la mañana, George Dorety se
despertó con una sensación de vivo movimiento y gran agitación. En cubierta se
dio cuenta que el Mary Rogers era empujado por un rugiente sudeste.
Todas las velas habían sido arriadas excepto las gavias bajas y el trinquete.
Eran las únicas velas izadas y, sin embargo, el barco iba a catorce nudos
cuando míster Turner le gritó al oído en cuanto llegó a cubierta. Y le había
gritado que iba con rumbo oeste. Por fin el barco iba a doblar el Cabo de
Hornos... si el viento se mantenía. Míster Turner parecía contento. El final
del combate estaba a la vista. Pero el capitán Cullen no parecía contento. Al pasar
miró con el ceño fruncido a Dorety. El capitán Cullen no quería que Dios
supiera que le gustaba aquel viento. Consideraba que Dios era malvado, y creía
en lo más profundo de su interior que si Dios sabía que se trataba de un viento
favorable, enseguida lo haría desaparecer y les mandaría un huracán del oeste.
De modo que Cullen andaba de puntillas por delante de Dios, disimulando su
alegría con malas caras y sordas maldiciones, y así engañaría a Dios, pues Dios
era lo único a lo que tenía miedo Dan Cullen.
Durante todo el sábado y la noche siguiente
el Mary Rogers navegó con rumbo al oeste. Mantuvo constante los catorce
nudos, de modo que el domingo por la mañana habían cubierto trescientas
cincuenta millas. Si el viento se mantenía, lograría doblar el cabo. Si el
viento caía, y se ponía a soplar desde algún punto situado entre el sudoeste y
el norte, el Mary Rogers sería obligado a retroceder y se encontraría en
una situación igual a la que se encontraba desde hacía siete semanas. Y el
domingo por la mañana el viento estaba cesando. El mar se calmó. Los dos turnos
de guardia estaban en cubierta izando vela tras vela todo lo rápido que podía
aguantar el barco. Y el capitán Cullen andaba con toda desvergüenza por delante
de Dios. Fumaba un puro, sonreía muy alegre, como si la falta de viento le
encantara, mientras interiormente maldecía a Dios por haber eliminado aquel
bendito viento, ¡Rumbo oeste! Así sería con sólo que Dios le dejara en
paz. En secreto, se volvía a ofrecer a las Fuerzas de las Tinieblas a cambio de
que le permitieran ir con rumbo oeste. Hacía tales promesas a los Poderes de
las Tinieblas porque no creía en ellos. En realidad sólo creía en Dios, aunque
no lo supiera. Y en su teología al revés, Dios de hecho era el Príncipe de las
Tinieblas. El capitán Cullen adoraba al demonio, pero llamaba al demonio con
otro nombre, eso era todo.
A mediodía, después de las ocho campanadas,
el capitán Cullen mandó izar las sobrejuanetes. Los hombres trabajaron con
mayor rapidez de lo que habían trabajado en semanas. No sólo les daba velocidad
el marchar con rumbo oeste, además brillaba un agradable sol que les secaba sus
cuerpos yertos. George Dorety estaba cerca del capitán Cullen, menos arropado
que de ordinario, y disfrutaba del agradable calor cuando observó la escena. El
incidente ocurrió rápida e imprevisiblemente. Se oyó el grito de «¡Hombre al
agua!». Alguien arrojó un salvavidas por la borda, y al mismo tiempo se oyó la
voz del segundo oficial, sonora y perentoria:
—¡Timonel, vira!
El timonel no varió el rumbo ni un grado.
Sabía que no debía hacerlo, pues tenía al capitán Cullen a su lado. Hubiera
querido virar un grado, virar todos los grados, pues su compañero estaba
hundiéndose en el mar. Miró al capitán Cullen, y el capitán Cullen se mantuvo
impasible.
—¡Vira! ¡Hay que virar
en redondo! —gritaba el segundo oficial que se había acercado al timón.
Pero dejó de gritar y de dar órdenes y se
quedó quieto, callado, cuando vio al capitán Cullen al lado del timonel. Y el
corpulento Dan Cullen seguía fumando y no decía nada. A popa, y cada vez más a
popa, podían ver al marinero. Había cogido el salvavidas y se mantenía agarrado
a él. Nadie hablaba. Nadie se movía. Los hombres miraban con rostros
aterrorizados. Y el Mary Rogers seguía navegando con rumbo oeste. Pasó
un largo y silencioso minuto.
—¿De quién se trataba?
—preguntó el capitán Cullen.
—Era Mops, señor
—respondió rápidamente el timonel.
Mops apareció en la cresta de una ola, cada
vez más a popa, y luego desapareció en su seno. Era una ola muy grande, pero no
rompió. Un bote pequeño podría navegar tranquilamente en aquel mar, y lo mismo
el Mary Rogers, que no hubiera tenido problema alguno para virar. Pero
el barco no podía dar la vuelta y seguir con rumbo oeste al mismo tiempo.
Por primera vez en aquellos primeros años,
George Dorety contemplaba un auténtico drama de vida y muerte..., un drama
sórdido en el que los platillos de la balanza pesaban, por un lado, un marinero
anónimo llamado Mops, y por otro, unas cuantas millas de longitud. Al principio
contemplaba al hombre que se hundía a popa, pero ahora observaba al enorme Dan
Cullen, peludo y siniestro, investido con el poder de dar vida o muerte, que
fumaba un puro.
El capitán Dan Cullen fumó durante otro
largo y silencioso minuto. Luego se quitó el puro de la boca. Lanzó una ojeada
a las vergas del Mary Rogers y otra por encima de la borda.
—¡Manten el rumbo! —ordenó al timonel.
Un cuarto de hora después estaban sentados
a la mesa, en la cámara, y les estaban sirviendo la comida. A uno de los lados
de George Dorety se sentaba Dan Cullen, el tigre, y al otro lado, Joshua
Higgins, la hiena. Ninguno hablaba. En cubierta los hombres estaban fijando los
masteleros. George Dorety oía sus voces, mientras le dominaba la visión
persistente de un hombre llamado Mops, totalmente vivo, que se agarraba a un
salvavidas en soledad, a varias millas a popa, en medio del océano. Miró al
capitán Cullen y tuvo una sensación de náusea, pues Cullen comía con gusto,
casi relamiéndose.
—Capitán Cullen —dijo
Dorety—, usted está al mando de este barco y no me corresponde opinar sobre lo
que usted hace. Pero quiero decirle una cosa. Hay un más allá, y el suyo es el
infierno.
El capitán Cullen ni siquiera parpadeó. En
su voz había pesar cuando dijo:
—Soplaba un fuerte
vendaval. Era imposible salvar a aquel hombre.
—El hombre cayó desde
la cofa —gritó vehemente Dorety—. Usted había ordenado izar los sobrejuanetes y
quince minutos después mandó que izaran las vergas.
—¿Verdad que soplaba
un fuerte vendaval, míster Higgins? —preguntó el capitán Cullen dirigiéndose al
piloto.
—Si el barco hubiera
estado a mi mando, yo habría hecho lo mismo —fue la respuesta del piloto—. Hizo
usted lo que debía, capitán Cullen. El marinero no tenía salvación.
George Dorety no respondió, y la comida
terminó sin que ninguno volviera a hablar. Después de eso, Dorety hacía que le
sirvieran la comida en su camarote. El capitán Cullen no volvió a dirigirle la
palabra ni a mirarle mientras el Mary Rogers se dirigía al norte hacia
latitudes más cálidas. Al fin de la semana, Dan Cullen abordó a Dorety en
cubierta.
—¿Qué piensa hacer
cuando lleguemos a San Francisco? —le preguntó bruscamente.
—Voy a conseguir una
orden de arresto —respondió tranquilamente Dorety—. Le voy a acusar de
asesinato y conseguiré que le ahorquen.
—Está usted muy seguro
de sí mismo —soltó el capitán Cullen dándole bruscamente la espalda.
Pasó otra semana, y una mañana George
Dorety se encontraba parado en la escalera de su camarote situado en el extremo
de la larga popa, mirando la cubierta. El Mary Rogers llevaba todas las
velas desplegadas. Soplaba una brisa constante y habían izado todas las velas,
incluidas las de los estays. El capitán Cullen apareció caminando por popa.
Andaba distraídamente y miraba al pasajero con el rabillo del ojo. Dorety
miraba hacia otra parte, apoyado en la escala, y sólo se veía su cabeza y sus
hombros. El capitán Cullen, calculó la distancia que había entre la cabeza del
pasajero y el estay. Miró a su alrededor. Nadie le veía. Incluso Joshua
Higgings que paseaba arriba y abajo, le había dado la espalda y se había ido a
otra parte del barco. El capitán Cullen se inclinó rápidamente y soltó el motón
donde se sujetaban los estays. El pesado hierro cortó el aire y destrozó la
cabeza de Dorety como si fuera una cáscara de huevo. Joshua Higgings se volvió
a tiempo de ver lo que había pasado y se encontró de lleno con una sarta de
insultos que el capitán Cullen le dirigía.
—Yo mismo había atado
la escota —se lamentó el piloto en el primer momento de tranquilidad—, con un doble
nudo para asegurarme. Lo recuerdo perfectamente.
—¿Que la ató usted?
—le respondió el capitán dirigiéndose a los de la guardia que se esforzaban por
volver a sujetar la vela suelta antes de que se hiciera jirones—. Ni a su
abuela habría atado bien usted, maldito marmitón del demonio. Si hubiera
sujetado los estays al motón con doble nudo, ¿cree que se iban a soltar? Eso es
lo que quiero saber. ¿Por qué no los ató bien?
El piloto se lamentó desarticuladamente.
—Bueno, cállese ya
—fueron las últimas palabras del capitán Cullen.
Media hora después se mostró tan
sorprendido como los demás cuando el cuerpo de George Dorety apareció junto a
su camarote tendido en el suelo. Por la tarde, solo en su cámara, escribió en
el cuaderno de bitácora:
Un marinero de segunda, Karl Brun,
arrancado por encima de la borda por un golpe de viento. El viento soplaba con
fuerza, y debido a la seguridad del barco no me atreví a virar. Tampoco hubiera
aguantado ningún bote con aquella marejada.
En otra página, escribió:
Ya le había advertido con frecuencia a
míster Dorety del peligro que corría por andar con tan poco cuidado por
cubierta. Le dije en una ocasión que, como siguiese así, algún día le rompería
la cabeza un motón. Un estay mal atado fue la causa del acciente, que todos
lamentamos porque míster Dorety era amigo de todo el mundo.
El capitán Dan Cullen leyó admirado su obra
literaria, pasó el secante por la página, y cerró el cuaderno de bitácora.
Encendió un puro y se quedó con la mirada perdida. Notaba que el Mary Rogers
navegaba ligero, a favor del viento, y supo que iba a nueve nudos. Una
sonrisa de satisfacción iluminó su rostro lúgubre y peludo. Bueno, a fin de
cuentas había conseguido navegar con rumbo oeste y se había burlado de Dios.
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