Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


El asedio del “Lancashire Queen” (1903)
(“The Seige of the ‘Lancashire Queen’”)
Originalmente publicado en The Youth’s Companion (30 de marzo de 1905);
Tales of the Fish Patrol
(Nueva York: The Macmillan Company, 1905, 243 págs.)



      La prueba más exasperante que recuerdo en el curso de mi estancia en la Patrulla Pesquera fue el asedio a un gran barco inglés de cuatro mástiles. Charley Le Grant y yo consagramos dos semanas a ello. La cuestión fue tan difícil de resolver como una ecuación matemática: sólo la más pura casualidad nos permitió salir bastante bien de todo ello.
       Después de nuestra aventura con los saqueadores de ostras, volvimos a Oakland, donde pasaron otros quince días antes de que la mujer de Neil Partington se encontrase fuera de peligro y en vías de curación.
       Fue pues después de una ausencia de un mes cuando el “Reindeer” puso rumbo a Benicia. “Cuando el gato no está, las ratas bailan”, reza el dicho. Por tanto, durante estas cuatro semanas, los pescadores habían recuperado su audacia y violaban la ley descaradamente. Pasando por delante del cabo San Pedro, divisamos una gran actividad entre los pescadores de gambas y, desde nuestra aparición en la bahía de San Pablo, toda una flotilla de barcas retiraron a toda prisa sus redes y se dieron a la vela.
       Esta huida sospechosa exigía una averiguación, y el primer barco, el único, por lo demás, al que conseguimos acercarnos, estaba, en efecto, provisto de una red prohibida por la ley. El reglamento prohibía la utilización de toda red cuyas mallas midieran menos de veinte centímetros entre los nudos, y aquellas mallas no tenían más que ocho. Cogidos en delito flagrante, los dos pescadores fueron inmediatamente arrestados. Neil Partington tomó a uno de ellos para que le ayudara a dirigir el “Reindeer”; Charley y yo subimos con el otro prisionero a bordo del barco capturado.
       Pero la flotilla había puesto rumbo prestamente a Portulama y, durante el resto de la travesía de la bahía de San Pablo no nos encontramos con ningún otro pescador. Nuestro cautivo, un griego velludo y bronceado, permanecía sentado sobre su red mientras nosotros izábamos la vela del barco, un salmonero último modelo de Columbia River, que visiblemente efectuaba su primera travesía y se podía manejar sin ninguna dificultad. En vano alababa Charley las cualidades de su barco; el griego rehusaba hablar o prestar la más mínima atención a sus palabras, por lo que abandonamos a su suerte a un individuo tan poco sociable.
       Tras sobrepasar los estrechos de Carquinez, entramos un poco en el interior de la cala de Turner para encontrar aguas más tranquilas. Varios veleros ingleses de acero esperaban el cargamento de cereales, y allí mismo, en el lugar donde habíamos pillado a Alec el Fuerte, dimos con dos italianos tranquilamente instalados en su bote y que se disponían a echar un sedal chino para esturiones.
       La sorpresa fue recíproca; nos lanzamos sobre ellos antes de que se dieran cuenta. Charley tuvo el tiempo justo de ponerse a barlovento y correr hacia el bote. Yo me precipité a la proa y les eché a los delincuentes un trozo de cable dándoles la orden de amarrarlo. Uno de los italianos ató un extremo a una cornamusa mientras yo me apresuraba a poner nuestra vela mayor a un tercio. Hecho esto, nuestro salmonero empezó a retroceder, rozando pesadamente contra el bote.
       Charley avanzó para abordarlo, pero cuando yo jalaba nuestra amarra para unir las embarcaciones, los italianos aprovecharon para largar la suya. Empezamos a derivar a sotavento, mientras ellos sacaban dos pares de remos y guiaban su ligero esquife para ponerse de lleno a barlovento.
       Esta maniobra nos desconcertó al principio, ya que con nuestro gran barco, pesadamente cargado, no podíamos esperar poder alcanzarlos a fuerza de remar. Pero nuestro prisionero griego vino en nuestra ayuda inesperadamente. Sus ojos negros lanzaron chispas y su cara enrojeció de alegría contenida mientras bajaba la orza, saltaba a la parte delantera de un brinco e izaba la vela.
       —Siempre he oído decir que los griegos detestan a los italianos —señaló Charley, divertido, precipitándose al timón.
       Nunca he visto a un hombre tan dispuesto a echar una mano, para capturar a otro, como nuestro prisionero durante la caza que iniciamos. Las aletas de la nariz le temblaban, se dilataban, y abría los ojos desmesuradamente. Mientras Charley gobernaba el barco él cazaba la vela, y a pesar de la vivacidad de Charley, el griego casi no podía dominar su impaciencia.
       Los italianos evitaban la orilla, cuyo punto más próximo se encontraba a una buena milla de distancia. Si hubieran intentado alcanzarla, nos habríamos lanzado sobre ellos con el viento de lado y los habríamos cogido antes de que hubieran recorrido la octava parte de la distancia. Demasiado prudentes para intentar la experiencia, se contentaban con remar vigorosamente con el viento a favor, a estribor de un gran navío, el “Lancashire Queen”.
       Al otro lado del buque se extendía una capa de agua de dos millas hasta la playa. No había nada que temer en esta dirección, ya que rápidamente los habríamos alcanzado. Cuando llegaron a la proa del “Lancashire Queen”, no podían hacer más que remar a babor hacia la popa, lo que los ponía fuera del viento y nos daba ventaja.
       Nosotros, en el salmonero, ciñendo el viento de cerca, viramos a barlovento y dimos la vuelta a la proa del “Lancashire Queen”. Entonces Charley enderezó el timón y nos lanzamos a lo largo del lado de babor, mientras el griego, cazando la escota de la vela, hacía gestos de alegría. Los italianos estaban ya a media altura del barco, pero la fresca brisa que soplaba nos empujaba hacia ellos más deprisa de lo que ellos podían ir. Cada vez más, nos acercábamos y ya me inclinaba hacia delante para coger el bote cuando éste se precipitó bajo la bóveda del “Lancashire Queen”.
       En suma, estábamos igual que al principio. Los italianos remaban a lo largo de estribor y de nuevo nosotros navegábamos ciñendo al máximo y esforzándonos por ganar terreno con el viento al avanzar a lo largo del navío. Dieron la vuelta alrededor de la proa, bajaron de nuevo por el lado de babor, y de nuevo nosotros viramos al viento, pasando la proa a nuestra vez y corrimos hacia ellos con el viento en popa del otro lado.
       También esta vez, en el momento en que me disponía a cogerlo, el bote se precipitó bajo la bovedilla del navío, poniéndose momentáneamente otra vez fuera de peligro. La carrera prosiguió varias veces alrededor del barco, ya que la embarcación que perseguíamos encontraba cada vez el medio de escapársenos por los pelos al llegar a la parte trasera del barco y empezar otra vuelta.
       Por aquel entonces la tripulación del navío inglés empezaba a interesarse por lo que pasaba abajo, y divisamos las cabezas de los marineros alineados a lo largo de la barandilla, desde donde nos observaban. Cada vez que fallábamos nuestra presa en la parte trasera de su barco, un concierto de aclamaciones salvajes se elevaba en el aire, y luego todos se precipitaban al otro lado para seguir las peripecias de la caza con el viento en contra. Vertían sobre los italianos y sobre nosotros una sarta de burlas y de consejos, lo cual exasperaba hasta tal punto a nuestro griego que cada vez blandía hacia ellos su puño amenazador. Los espectadores aguardaban esta demostración de furor, que invariablemente desencadenaba en ellos una alegría delirante.
       —¡Un verdadero circo! —exclamó uno de los marinos ingleses.
       —¡Venme ahora a hablar de hipódromos marítimos! ¡Por Dios! ¡Este espectáculo supera en comicidad a todo lo que he visto hasta ahora! —afirmó otro.
       —¡La ronda de los seis días! —anunció un tercero—. ¿Quién saldrá victorioso? ¡Los Macarroni!
       A la bordada siguiente, cuando estábamos orzando, el griego propuso cambiar de sitio con Charley.
       —¡Dejadme conducir el barco y les atraparé… seguramente! —declaró.
       Era un rudo golpe para el orgullo profesional de Charley, que se jactaba de saber gobernar un barco; sin embargo, le cedió el timón al prisionero y lo reemplazó en la vela. Dimos aún tres vueltas alrededor del barco, y el griego tuvo que reconocer que no lo podía hacer mejor que Charley.
       —¡No los cogeréis! —gritó uno de los marinos asomados desde la barandilla—. ¡Renunciad a la persecución!
       Ferozmente, el griego alzó el puño, según su costumbre. Mientras tanto, mi mente no permanecía inactiva, y por fin una idea surgió en mi cerebro.
       Avanzamos lastimosamente durante la nueva bordada al viento. Até un trozo de cuerda a un pequeño gancho que había encontrado en el sumidero y amarré el otro extremo del cabo al eslabón de barboquejo y, guardando en mi poder el gancho, esperé la ocasión de poder utilizarlo.
       Una vez más hicieron su descenso a babor y nos lanzamos sobre ellos con el viento en popa. Nos acercábamos cada vez más y yo fingía quererlos atrapar como antes. La popa del bote se encontraba apenas a dos metros de mí y los italianos se burlaban descaradamente de nosotros en el momento en que alcanzaban la bovedilla trasera del barco.
       Súbitamente me levanté y lancé el gancho de hierro. Alcanzó su objetivo y se enganchó plenamente en la borda de la embarcación, que fue arrastrada bruscamente fuera de su refugio cuando la cuerda se tensó bajo la acción de nuestro barco.
       De la fila de espectadores surgió un gruñido que pronto se mudó en una formidable carcajada: uno de los italianos había sacado un largo cuchillo y cortaba el cabo. Pero nuestros adversarios ya no se sentían seguros, y desde su sitio en la cámara trasera Charley se inclinó y agarró el bote por la popa.
       La escena apenas había durado un segundo: en el momento en que el primer italiano cortaba la cuerda y Charley se agarraba a la borda, el segundo italiano le asestó con el remo un golpe en la cabeza. Charley soltó la presa y se derrumbó, aturdido, en el salmonero. Los italianos se inclinaron sobre los remos y una vez más se metieron bajo la bovedilla del “Lancashire Queen”.
       El griego, apoderándose a la vez del timón y de la escota, continuó solo la persecución, mientras yo me ocupaba de Charley, cuyo cráneo se adornaba con un chichón que se hinchaba por momentos. El gozo de los espectadores alcanzaba su punto álgido y, unánimemente, animaban a los italianos. Charley se levantó, con una mano sobre la cabeza, y miró a su alrededor con aire amenazador.
       —¡Esta vez no les dejaremos escapar! —exclamó, sacando el revólver de su funda.
       A la siguiente vuelta, amenazó a los italianos con el arma, pero éstos siguieron remando tranquilamente, conservando su ritmo, sin preocuparse lo más mínimo por Charley.
       —¡Deteneos o disparo! —dijo éste.
       La terminante orden no produjo ningún efecto, así como tampoco las balas que siguieron y que pasaron por encima de sus cabezas. Los italianos sabían tan bien como nosotros que Charley nunca se atrevería a disparar sobre unos fugitivos desarmados; por lo tanto prosiguieron su ronda alrededor del barco.
       —¡No les dejemos! El cansancio acabará por vencerlos. ¡Muy pronto estarán sin aliento! —exclamó Charley.
       Así pues, la caza prosiguió. Veinte veces seguidas dimos, con ellos, la vuelta al “Lancashire Queen” y por fin constatamos que sus músculos de acero empezaban a flaquear. Estaban casi agotados; unas vueltas más y se rendirían, cuando bruscamente la situación cambió de aspecto.
       En el momento de la carrera en que teníamos el viento en contra, iban más rápido que nosotros y ya habían recorrido más de la mitad del largo del navío a sotavento mientras nosotros sólo estábamos a la altura de la proa. Pero esta vez, cuando dimos la vuelta a la proa, los vimos ponerse a salvo por la escalera de bordo, que había sido momentáneamente bajada. El complot de los marineros había sido efectuado, con toda evidencia, con el consentimiento del capitán, ya que en el momento en que nos acercamos al lugar en que la escalera había sido bajada, ésta fue izada a bordo, y el bote suspendido en los pescantes del navío se balanceaba sobre nosotros fuera de nuestro alcance.
       El diálogo intercambiado entre el capitán y Charley fue tan breve como categórico. El capitán nos prohibía absolutamente subir a bordo del “Lancashire Queen” y se negaba enérgicamente a entregamos a los dos hombres. En ese momento, Charley estaba tan furioso como el griego. No sólo había sufrido una lastimosa derrota tras una larga y ridícula persecución, sino que había estado a punto de ser molido a golpes por sus adversarios.
       —¡Los tiparracos esos me han dejado un chichón! —decía indignado, golpeando uno de sus puños en la palma de la otra mano—. ¡Pues me las pagarán! No me moveré de aquí sin haberme vengado, aunque tenga que pasarme el resto de mis días. ¡No se me escaparán, tan cierto como me llamo Charley Le Grant!
       Comenzó entonces el asedio del “Lancashire Queen”, asedio tan memorable en los anales de los pescadores como en los de la Patrulla Pesquera. Cuando el “Reindeer” volvió después de una persecución en vano de la flotilla de pesca, Charley le rogó a Neil Partington que le enviara su propio salmonero con mantas, víveres y un hornillo de madera. El intercambio de barcos tuvo lugar antes de la puesta de sol, y nos separamos de nuestro griego, que fue conducido a Benicia y encarcelado por haber infringido la ley.
       Después de cenar, Charley y yo hicimos guardias alternativas, cada cuatro horas, hasta la salida del sol. Aquella noche, los italianos no intentaron huir, aunque el navío inglés había mandado un bote de exploración para asegurarse de que el peligro había pasado.
       Al día siguiente, comprendiendo que debíamos llevar a cabo un asedio en toda regla, pensamos en cómo perfeccionar nuestra táctica. El muelle Solano, que costeaba la orilla de Benicia, contribuyó a la realización de nuestro plan. Por pura casualidad, el “Lancashire Queen”, la orilla del Astillero de Turner y el muelle Solano formaban las puntas de un gran triángulo equilátero. Del buque al Astillero, lado del triángulo por el que debían huir nuestros italianos, había la misma distancia que del muelle Solano al Astillero, lado del triángulo que debíamos seguir nosotros para llegar a la costa antes que ellos. Podíamos, gracias a nuestra vela, ganar en velocidad a los remeros y permitirles recorrer la mitad de la distancia antes de ponernos en camino. Pero si les dejábamos sobrepasar aquella mitad, nos ganarían sin lugar a dudas en la carrera hacia la orilla; por otra parte, si arrancábamos antes de que estuvieran a medio camino, les dábamos tiempo a volver impunemente al buque.
       Una línea imaginaria trazada desde el muelle Solano hasta un molino de viento situado en la orilla opuesta dividía en dos partes iguales el lado del triángulo que tomarían los italianos para llegar a tierra. Esta línea nos ayudó a localizar el punto preciso hasta el que dejaríamos avanzar a los fugitivos antes de lanzamos en su persecución.
       Día tras día les veíamos, a través de los prismáticos, aventurarse remando tranquilamente hacia el punto determinado por nosotros; cuando se acercaban, saltábamos al salmonero y poníamos la vela. Cuando nos veían, daban media vuelta y volvían al “Lancashire Queen” seguros de que no los podríamos alcanzar.
       En previsión de posibles calmas, en las que nuestro salmonero a vela sería inútil, teníamos a nuestra disposición un bote ligero provisto de remos en forma de cuchara. Cuando no había viento, estábamos obligados a abandonar el muelle tan pronto como se alejaban del navío. Además, durante la noche, había que vigilar las inmediaciones del “Lancashire Queen”, y Charley y yo debíamos montar la guardia en turnos de cuatro horas. Sin embargo, los italianos parecían preferir huir en pleno día, de manera que nuestras largas horas en vela no servían para nada.
       —Me da rabia privarme de mi cómoda cama mientras esos bribones duermen tranquilamente ahí abajo —decía Charley—. ¡Pero les pesará! Les forzaré a permanecer tanto tiempo en ese navío que el capitán tendrá que cobrarles alquiler.
       Nos encontrábamos ante un problema extremadamente arduo: mientras les vigilábamos, a los italianos les era imposible escapar; si maniobraban con prudencia, no los podíamos coger. Charley no dejaba de exprimirse el cerebro, pero por una vez la imaginación le falló. La única solución parecía ser la paciencia. Se trataba de esperar: el que aguantara más tiempo ganaría la partida.
       Aún aumentó más nuestro furor, pues amigos de nuestros italianos establecieron un código de señales entre el “Lancashire Queen” y la orilla, lo cual nos impedía abandonar ni un solo instante nuestro puesto de observación. Por otra parte, uno o dos pescadores, de aspecto más bien sospechoso, rondaban las aguas del muelle Solano y espiaban todos nuestros movimientos. No podíamos hacer más que tascar nuestro freno, según la expresión de Charley. Mientras tanto, aquel asedio absorbía todo nuestro tiempo, en detrimento de nuestras otras ocupaciones.
       Los días transcurrían sin que la situación cambiara lo más mínimo. No es que no se intentara nada para remediarlo. Una noche, dos amigos de los italianos abandonaron la orilla en un bote y trataron de engañarnos mientras los delincuentes abandonaban el “Lancashire Queen”. Su artimaña fracasó a causa de la falta de aceite en los pescantes del navío. Los chirridos de los pescantes llegaron hasta nosotros, abandonamos la persecución del bote y llegamos al “Lancashire Queen” en el preciso momento en que los italianos bajaban su canoa.
       Otra noche, media docena de barquitos se pusieron a circular alrededor nuestro en las tinieblas, pero esta vez no dejamos de vigilar el navío y nuestros dos italianos, furiosos al ver venirse abajo su plan, nos llenaron de injurias.
       Charley se reía él solo en el fondo del barco:
       —Es una buena señal —me dijo—. Cuando un hombre recurre al insulto, créeme, es que su paciencia se está agotando. Y cuando se pierde la paciencia, no tarda en perderse la cabeza. Escucha bien lo que te digo: si sabemos aguantar hasta el final, un buen día cometerán una distracción y les echaremos el guante.
       Sin embargo, eran cada vez más desconfiados, y Charley tuvo que reconocer que sus pronósticos eran equivocados. La resistencia de aquellos italianos igualaba a la nuestra, y la segunda semana de asedio se hizo larga y monótona. Entonces la imaginación de Charley le sugirió una idea. Peter Boyelen, un nuevo patrullero que los pescadores no conocían, acababa de llegar a Benicia. Le pusimos al corriente de nuestro proyecto. A pesar de toda nuestra discreción, no sé cómo el secreto trascendió y los italianos fueron avisados por sus amigos de la orilla para que estuvieran en alerta constantemente.
       La noche fijada para llevar a cabo nuestro ardid, Charley y yo montamos en un bote y fuimos a apostarnos, como de costumbre, no lejos del “Lancashire Queen”. Al oscurecer, Peter Boyelen salió en un horrible barcucho, del género de barcos que llevamos bajo el brazo. Cuando oímos el ruido de sus remos, nos alejamos en las tinieblas y aguardamos a que se desarrollasen los acontecimientos, con los brazos cruzados sobre los remos. Al llegar al portalón del “Lancashire Queen” saludó al hombre que estaba de guardia, le preguntó la dirección del “Scottish Chiefs”, otro carguero de trigo, hizo zozobrar expresamente su barco y luego cayó al mar. El vigía bajó corriendo la escalera del portalón y lo sacó del agua.
       Nuestro patrullero pensaba subir a bordo del navío, pasar al puente y bajar a calentarse y a secar sus ropas. Pero el capitán, nada hospitalario, lo dejó encaramado en el último escalón del portalón, temblándole todo el cuerpo, con los pies en el agua, hasta que, compadecidos, salimos de las tinieblas para ir a buscar a nuestro hombre. Las burlas de la tripulación, que se había despertado, resonaron cruelmente en nuestros oídos; los mismos italianos se inclinaron sobre la borda y se burlaron a costa nuestra.
       —¡Está bien! —me susurró Charley en voz baja—. Consolémonos con no ser los primeros en reír y conservemos nuestra hilaridad para el final, ¿verdad, hijo?
       Al decir esto, me dio una palmadita en el hombro, pero discerní que en su voz había más decisión que esperanza.
       Podríamos haber recurrido a la policía regular de los Estados Unidos y abordar el buque inglés con el apoyo de la autoridad. Pero las instrucciones del servicio de los pescadores obligan a los patrulleros a evitar cualquier complicación, y si, en este caso, hubiéramos apelado a los poderes superiores, habríamos corrido el riesgo de provocar, aunque parezca imposible, problemas internacionales bastante molestos.
       La segunda semana de asedio tocaba a su fin, y todos permanecíamos en nuestras posiciones. En la mañana del catorceavo día algo vino en nuestra ayuda, pero de una forma tan inesperada que experimentamos una sorpresa igual a la de los hombres que intentábamos capturar.
       Tras nuestra vigilancia nocturna a lo largo del “Lancashire Queen”, Charley y yo volvimos, como cada mañana, al muelle Solano.
       —¡Vaya! —exclamó Charley, muy extrañado—. ¿Tendré telarañas en los ojos? ¿Has visto alguna vez en tu vida una embarcación como ésa?
       Amarrada al muelle, vi en efecto la lancha motora más extraordinaria del mundo.
       No debería designar aquel barco con ese nombre, pero se parecía mucho más a una lancha motora que a cualquier otra clase de embarcación. Medía veintidós metros de largo, pero era tan estrecho y pobre de superestructura que parecía más pequeño de lo que era en realidad. Construido enteramente en acero, estaba pintado de negro. Tres chimeneas, bastante distantes la una de la otra y muy inclinadas hacia atrás, estaban situadas sobre una sola línea en medio del navío. Su popa larga y afilada, tan delgada como la hoja de una cuchilla, indicaba claramente que el barco estaba construido pensando en la velocidad. Al pasar bajo su popa, leímos la palabra “Streak” pintada en minúsculas letras blancas.
       Muertos de curiosidad, Charley y yo subimos a bordo y trabamos conversación con un mecánico que, de pie sobre el puente, contemplaba la salida del sol. Contestó a nuestras preguntas de muy buen grado y al cabo de pocos minutos supimos que el “Streak” había llegado la víspera por la tarde de San Francisco, que era su primer viaje, que pertenecía a Sillas Tate, joven millonario californiano locamente aficionado a la velocidad. Habló de turbinas, de aplicación directa del vapor, de la ausencia de pistones, y de bielas…, de toda clase de temas que sobrepasaban mis conocimientos técnicos, ya que sólo me apasionaba la navegación a vela; sin embargo, capté el sentido de las últimas palabras del mecánico.
       —Cuatro mil caballos de vapor y cuarenta y cinco millas por hora. Os dejo pasmados, ¿eh? —concluyó con orgullo.
       —¡No, no es posible! ¡No he oído bien! —exclamó Charley muy excitado.
       —Cuatro mil caballos de vapor y cuarenta y cinco millas por hora —repitió el mecánico, riéndose llanamente.
       —¿Dónde está el propietario? —preguntó rápidamente Charley—. ¿Podría hablar con él?
       El mecánico meneó la cabeza.
       —No, ahora no. Está durmiendo.
       En aquel momento, un hombre joven vestido de azul subió al puente y se detuvo un poco más lejos hacia la parte trasera para mirar salir el sol en el horizonte.
       —¡Ahí está! Es él…, es M. Tate —anunció el mecánico.
       Charley fue hacia M. Tate y le dirigió la palabra. El joven le escuchó con una expresión divertida en el rostro. Sin duda debió inquietarse por la profundidad del agua en las proximidades del Astillero de Turner, ya que vi a Charley hacer muchos gestos, dándole explicaciones. Unos minutos más tarde mi compañero volvió a mi lado, desbordante de alegría.
       —¡Rápido! Bajemos al muelle —me dijo—. ¡Esta vez ya los tenemos!
       La suerte quiso que abandonásemos el “Streak” antes de que apareciera uno de los pescadores espías. Charley y yo volvimos a nuestro sitio habitual en el borde del muelle, un poco delante del “Streak” y justo por debajo de nuestro barco, desde donde podíamos vigilar cómodamente el “Lancashire Queen”.
       No se produjo ningún acontecimiento antes de las nueve; en aquel momento, los dos italianos abandonaron el buque inglés y recorrieron su lado de triángulo hacia la orilla.
       Charley siguió con una mirada tranquila la barca de los fugitivos y, antes de que hubieran cubierto un cuarto de la distancia, me confió:
       —Cuarenta y cinco millas por hora…, nada puede salvarlos…, ¡esta vez ya los tenemos!
       Los dos remeros casi estaban llegando a la altura del molino de viento. En este punto era cuando generalmente nosotros saltábamos a nuestro salmonero e izábamos la vela, y los dos hombres, que esperaban esta maniobra, constataron con sorpresa que no dábamos ninguna señal de vida.
       Cuando estuvieron completamente a la altura del molino de viento, es decir, a igual distancia del navío que de la costa, y más cerca de la costa de lo que les habíamos permitido remar hasta entonces, la desconfianza se apoderó de ellos. Lo observamos a través de nuestros prismáticos: de pie en el bote, intentaban ver qué es lo que estábamos haciendo. El pescador espía, sentado a nuestro lado en el borde del muelle, tampoco dejaba de estar intrigado por nuestra indolencia.
       Mientras tanto, los italianos del bote continuaban avanzando; al llegar cerca de la orilla, se levantaron de nuevo y escrutaron la playa como si sospechasen que estábamos escondidos. Pero desde la orilla un hombre agitó un pañuelo en señal de que no había ningún peligro. Los dos italianos, tranquilizados por la señal, se inclinaron sobre sus remos y se pusieron a remar cada vez más deprisa. Charley aún no se movía.
       Cuando el bote hubo salvado tres cuartos de la distancia del “Lancashire Queen” a la orilla, con lo cual sólo les quedaban un cuarto de milla por recorrer, Charley me dio una palmada en el hombro mientras gritaba:
       —¡Esta vez ya está! ¡Los tenemos!
       Saltamos rápidamente al “Streak”, cuyas amarras delanteras y traseras fueron largadas en un abrir y cerrar de ojos, y éste pegó un brinco hacia delante y se alejó del embarcadero. El espía que habíamos dejado sobre el muelle sacó un revólver y disparó cinco tiros al aire.
       Los italianos del bote comprendieron esta señal, ya que los vimos redoblar al punto sus energías y remar como unos locos.
       Pero su velocidad no podía compararse con la nuestra. Rozábamos, por así decirlo, la superficie líquida. Nos desplazábamos con tal rapidez que una ola rompía a cada lado de nuestra popa y la espuma, detrás, se elevaba en una serie de tres olas que verticalmente se erguían, formando en la popa un enorme rulo de cresta espumeante que nos perseguía ávidamente y parecía a cada momento querer derrumbarse dentro del barco y engullirnos.
       El “Streak” jadeaba y vibraba como un ser viviente, virando con un viento de cuarenta y cinco millas. Imposible hacerle frente sin quedarse sin respiración. El humo de las chimeneas se doblaba en ángulo recto con la perpendicular. En realidad, íbamos tan deprisa como un tren expreso.
       En cuanto a los italianos, apenas nos habíamos puesto en camino cuando ya nos abalanzamos sobre ellos. Tuvimos, evidentemente, que aminorar la marcha antes de llegar a su altura. No obstante, pasamos delante suyo como una tromba, y tuvimos que volver atrás y describir un círculo para situarnos entre ellos y la orilla. Entonces, reconociéndonos a Charley y a mí, se dieron por vencidos, recogieron los remos y tristemente se dejaron apresar.
       —Dime, Charley —le preguntó Neil Partington cuando discutíamos juntos el asunto sobre el embarcadero—, me gustaría saber dónde entra en juego esta vez tu famosa imaginación.
       Fiel a su manía, Charley no se dejó desanimar por ello.
       —La imaginación —repitió, señalando con el dedo el “Streak”—. Mirad un poco ese ingenio y respondedme francamente: ¿la invención de una máquina como ésa no es el fruto de una imaginación prodigiosa?
       —Reconozco —añadió— que se trata de la imaginación de otro, pero ¿ha funcionado peor por ello?




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