Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
Hijo del sol (1911)
(“A Son of the Sun”)
Originalmente publicado en The Saturday
Evening Post
(27 de mayo de 191l);
A Son of the Sun
(Nueva York: Doubleday, Page & Company, 1912, 333 págs.)
I
El Willi-Waw se encontraba en el paso situado entre el arrecife de la orilla y el exterior. Desde allí llegaba el tenue murmullo de un oleaje indolente, pero la extensión resguardada de agua —no más de cien metros que terminaban en una playa blanca de arena de coral molido—, estaba tan tranquila y lisa como el cristal. Aunque el paso era estrecho y el barco se encontraba fondeado en el punto menos profundo y que dejaba poco espacio al balanceo, la cadena del Willi-Waw subía y bajaba un total de treinta metros. Era posible seguir su curso sobre el fondo de corales vivos. Como una serpiente monstruosa, la herrumbrosa cadena se arrastraba en el lecho del mar, cruzándose varias veces consigo misma para acabar en el ancla, inmóvil. Grandes bacalaos de roca, pardos y moteados, jugaban cautelosos entre los corales. Otros peces, grotescos en forma y color, se comportaban con descaro e indiferencia, incluso cuando un enorme tiburón pasó nadando sin prisas y logró que los bacalaos de roca se escabulleran para ocultarse en sus grietas preferidas.
Sobre la cubierta, a proa, una docena de negros se entretenían rascando la barandilla de teca. Se les veía tan inexpertos como un grupo de monos. De hecho, parecían monos de algún tipo prehistórico y más grande. Sus ojos tenían el brillo lastimero de los de los monos, sus rostros eran incluso menos simétricos y, sin pelo en el cuerpo, estaban mucho menos cubiertos que los monos, ya que tampoco iban vestidos, aunque sí adornados como ningún mono iría. Tenían las orejas agujereadas y en ellas llevaban pipas de arcilla, aros de carey, tarugos de madera, clavos oxidados y cartuchos de rifle vacíos. El agujero más pequeño de esas orejas igualaba el calibre de un Winchester, algunos de los más grandes medían unos cuantos centímetros y cada oreja contaba con entre tres y media docena de agujeros. En el cartílago de la nariz llevaban pinchos y agujas de hueso y conchas petrificadas. Del cuello de uno de ellos colgaba un pomo de puerta blanco, de otro, el asa de una taza de porcelana y del de un tercero, la rueda dentada de latón de un despertador. Charlaban con unas voces extrañas, en falsete, y entre todos no hacían más trabajo que un solo marinero blanco.
A popa, bajo un toldo, había dos blancos. Cada uno llevaba una camiseta mínima y un pedazo de tejido atado a la cadera. Sujetos con un cinto, portaban un revólver y un saquito para el tabaco. El sudor asomaba a la piel de los dos en miríadas de gotitas. Aquí y allá las gotas se fundían y fluían hasta la cubierta recalentada, donde se evaporaban casi de inmediato. El hombre delgado y de ojos oscuros se pasó los dedos por el sudor que le escocía en la frente y luego se los limpió mientras maldecía. Harto, sin esperanza, miró hacia el mar, más allá del arrecife exterior y a las copas de las palmeras que bordeaban la playa.
—Son las ocho y el infierno no se caldea de verdad hasta el mediodía —se quejó—. Daría lo que fuera por que soplase el viento. ¿Es que nunca podremos irnos?
El otro, un alemán esbelto de veinticinco años, con la frente grande del erudito y la barbilla curvada hacia el interior del degenerado, no se molestó en responder. Estaba ocupado vaciando quinina en polvo en un trozo de papel de liar. Tras formar una bolita compacta con aproximadamente cincuenta granos del medicamento, se la metió en la boca y se la tragó sin la ayuda de un sorbo de agua.
—Ojalá tuviese whisky —jadeó el primer hombre, tras quince minutos de silencio.
Transcurrió un período de tiempo similar antes de que el alemán, sin venir a cuento, proclamara:
—La fiebre me tiene hundido. Cuando lleguemos a Sidney te dejo, Griffiths. Se acabó el trópico para mí. No sé cómo se me ocurrió firmar ese contrato contigo.
—Tampoco es que hayas sido un gran segundo —contestó Griffiths, demasiado acalorado para indignarse—. Cuando en la playa de Gavutu supieron que te había contratado, todos se rieron. «¿Cómo? ¿Jacobsen?», dijeron. «Ya puedes esconder bien la más mínima cantidad de ginebra de la mala o de ácido sulfúrico que él lo olerá y lo encontrará». Y has estado a la altura de tu reputación. Hace quince días que no bebo porque olfateaste mis reservas y acabaste con ellas.
—Si la fiebre te atacase tanto como a mí, lo entenderías —gimoteó el segundo de a bordo.
—No me quejo —respondió Griffiths—. Solo pido que Dios me envíe un trago de alcohol, un poco de viento o algo. Necesito refrescarme un poco.
El segundo le ofreció la quinina. Preparó una dosis de cincuenta granos, se la metió en la boca y se la tragó sin más.
—¡Dios! ¡Dios mío! —gimió—. Sueño con algún lugar donde no haya quinina. ¡Maldita porquería del demonio! Me he zampado ya toneladas de ella.
De nuevo miró hacia el mar en busca de una señal que indicase viento. Las nubes propias de los alisios no aparecían y el sol, aún bajo en su ascenso hasta el meridiano, convertía el cielo en latón recalentado. Ese calor no solo se sentía, también se veía, y Griffiths buscó alivio, en vano, mirando hacia la costa. La blancura de la playa le abrasó los ojos. Las palmeras, absolutamente inmóviles, recortándose monótonas contra el verde sofocante de la densa jungla, parecían un decorado de cartón. Los negritos que jugaban desnudos bajo el resplandor de la arena y la luz suponían una ofensa y un tormento para el hombre enfermo de sol. Sintió una especie de alivio cuando uno tropezó mientras corría y cayó de bruces al mar templado.
Los negros de proa emitieron un grito de sorpresa que obligó a los dos blancos a mirar hacia el mar. Rodeando el cabo más próximo, a un cuarto de milla náutica de distancia y bordeando el arrecife, se acercaba una canoa negra.
—Nativos de Gooma, de la ensenada siguiente —fue el veredicto del segundo.
Uno de los negros se acercó a popa, pisando la abrasadora cubierta con la indiferencia de alguien cuyos pies descalzos no sienten el calor. Eso también era un tormento para Griffiths y cerró los ojos. Pero enseguida los abrió otra vez.
—Blanco amo ir junto nativo Gooma —dijo el negro.
Los dos blancos se pusieron de pie para observar la canoa. A popa se apreciaba el inconfundible sombrero de un blanco. Un gesto de inquietud asomó al rostro del segundo.
—Es Grief —dijo.
Griffiths se dio el gusto de mirar durante un buen rato y luego soltó una maldición.
—¿Qué hace aquí? —preguntó al segundo, al mar y al cielo que causaban dolor, al despiadado calor del sol y a todo el universo implacable y sobrecalentado al que su destino lo empujaba.
El segundo oficial empezó a reírse.
—Te dije que no podrías librarte —contestó.
Pero Griffiths no escuchaba.
—Con tanto dinero como tiene, anda por ahí igual que un recaudador —salmodió su indignación, a punto de alcanzar un éxtasis de pura ira—. Está forrado de dinero, está podrido de dinero, está saturado de dinero. Sé que vendió las plantaciones que tenía en Yringa por trescientas mil libras. Me lo dijo el propio Bell la última vez que nos emborrachamos en Gavutu. Tiene millones y millones, pero intenta exprimirme a mí para sacarme lo que no le llegaría ni para encender su pipa. —Giró vertiginosamente para mirar al segundo—. Claro que me lo dijiste. Vamos, dilo una y otra vez. ¿Qué fue lo que me dijiste?
—Te dije que no lo conocías si creías que podrías largarte de las Salomón sin pagarle. Ese Grief es un demonio, pero no engaña. Yo lo sé bien. Te dije que es capaz de tirar mil libras solo por divertirse y luchar por calderilla como un tiburón lucharía por una lata oxidada. Lo sé muy bien. ¿No les regaló el Balakula a los de la Misión de Queensland cuando perdieron su Evening Star en San Cristóbal? Y eso que el Balakula valía, como poco, tres mil libras. ¿Y no le dio una paliza a Strothers que lo tuvo quince días en la cama por una diferencia de dos libras con diez en una cuenta y porque Strothers se puso impertinente e insistió en aprovecharse de él?
—¡Maldita sea mi estampa! —exclamó Griffiths de pura impotencia.
El segundo continuó con su razonamiento.
—Te aseguro que solo un hombre honrado y claro puede enfrentarse a un tipo honrado como él, y en las Salomón no existe nadie capaz de hacerlo. Los hombres como tú y como yo no podemos desafiarlo. Estamos demasiado podridos. Abajo tienes mucho más de las mil doscientas libras que le debes. Págale y olvídate del asunto.
Pero Griffiths apretó los dientes y cerró sus delgados labios con fuerza.
—Lo desafiaré —murmuró, más para sí mismo y el metálico sol que para el segundo. Se giró con la intención de irse, pero retrocedió—. Escucha, Jacobsen, aún tardará un cuarto de hora en llegar. ¿Estás conmigo? ¿Me apoyarás?
—Claro que te apoyaré. Me he bebido todo tu whisky, ¿no? ¿Qué vas a hacer?
—No lo mataré si puedo evitarlo. Pero no voy a pagar. Eso seguro.
Jacobsen se encogió de hombros, aceptando con calma el destino, y Griffiths se dirigió a la escalera de cubierta y bajó.)
II
Jacobsen observó a la canoa cruzar el arrecife bajo para situarse a la altura de la entrada del paso. Griffiths regresó a cubierta con manchas de tinta en el pulgar y el índice. Quince minutos después, la canoa se arrimaba al costado del queche. El hombre del sombrero se puso de pie.
—¡Hola, Griffiths! ¡Hola, Jacobsen! —dijo y, con la mano ya en la barandilla, se giró para dirigirse a su tripulación de piel morena—: Canoa parar aquí y esperar.
Mientras saltaba por encima de la barandilla y pisaba la cubierta, su cuerpo de apariencia robusta demostró tener una agilidad gatuna. Al igual que los otros dos, iba muy poco cubierto de ropa. La camiseta barata y el taparrabos blanco no ocultaban su buena estructura corporal. Tenía músculos, pero no formaban una masa compacta y demasiado evidente, sino que estaban ligeramente redondeados y, al moverse, se deslizaban con la suavidad de la seda bajo la piel tersa y bronceada. El sol abrasador también había bronceado su rostro hasta dejarlo moreno como el de un hispano. El bigote rubio parecía una incongruencia en medio de tanta morenez y el azul claro de los ojos dejaba boquiabierto a quien lo miraba. Costaba comprender que la piel de ese hombre había sido blanca.
—¿De dónde has salido? —preguntó Griffiths mientras se estrechaban la mano—. Creí que estabas en Santa Cruz.
—Estaba —respondió el recién llegado—. Pero la travesía ha sido rápida. Tengo a la Wonder ahí al lado, en la ensenada de Gooma, esperando que sople el viento. Algunos de los nativos me dijeron que aquí había un queche y vine a ver. Bueno, ¿cómo te va?
—No he conseguido gran cosa. Los almacenes de copra están casi vacíos y no llegan a seis las toneladas de marfil vegetal. Las mujeres cayeron enfermas debido a las fiebres, dejaron de trabajar y ahora los hombres no consiguen hacerlas volver a los pantanos. Están mal. Te invitaría a tomar un trago, pero el segundo se terminó mi última botella. Lo que más deseo es que empiece a soplar el viento.
Grief miró despreocupado primero a uno y luego al otro y se rio.
—Yo me alegro de que la calma haya durado —dijo—. Me ha permitido llegar para verte. Mi sobrecargo ha rebuscado hasta encontrar ese pagaré que tienes pendiente y aquí lo traigo.
El segundo se hizo a un lado y dejó que su capitán resolviese sus problemas.
—Lo siento, Grief —dijo Griffiths—. Lo siento mucho, pero no tengo el dinero.
Necesito un poco más de tiempo.
Grief se apoyó en la barandilla con la sorpresa y la pena dibujados en el rostro.
—Resulta impresionante cómo aprenden a mentir los hombres en las Salomón —comentó—. No hay verdad en ellos. Por ejemplo, el capitán Jensen. Yo habría jurado que era sincero. Fíjate, y hace solo cinco días que me dijo… ¿Quieres saber lo que me dijo?
Griffiths se pasó la lengua por los labios.
—Cuenta.
—Pues me dijo que lo habías vendido todo, que habías liquidado el negocio y te ibas a las Nuevas Hébridas.
—¡Es un maldito mentiroso! —exclamó Griffiths en tono vehemente.
Grief asintió con la cabeza.
—Estoy de acuerdo. Incluso tuvo el descaro de decirme que había comprado dos de tus puestos, los de Mauri y Kahula. Dijo que te había pagado mil setecientos soberanos de oro por todo: clientela y renombre, bienes para comerciar, crédito y copra.
Griffiths entrecerró los ojos, que destellaron. Fue un acto involuntario y Grief tomó nota con una mirada pausada.
—Y Parsons, tu tratante en Hickimavi, me dijo que la Compañía Fulcrum te había comprado ese puesto. ¿Por qué iba a querer mentirme?
Griffiths, alterado por el sol y la enfermedad, explotó. Toda su amargura asomó a su rostro y retorció su boca hasta hacerla gruñir.
—Mira, Grief, ¿qué ganas jugando de este modo conmigo? Lo sabes y yo sé que lo sabes. Hablemos claro. He liquidado el negocio y me marcho. ¿Qué piensas hacer al respecto?
Grief se encogió de hombros y no dejó traslucir resolución alguna. Su expresión era la de quien se encuentra ante un dilema.
—Aquí no hay leyes —aprovechó Griffiths su ventaja—. Tulagi se encuentra a ciento cincuenta millas náuticas. Tengo todos los permisos y voy en mi propio barco. Nada me impide zarpar. No tienes derecho a retenerme porque te deba un poco de dinero. ¡Por Dios, no puedes detenerme! Métetelo en la cabeza.
El gesto de sorpresa y pena se intensificó en el rostro de Grief.
—¿Quieres decir que vas a estafarme esas mil doscientas libras, Griffiths?
—Tú lo has dicho, amigo. Y los insultos no servirán de nada. Empieza a levantarse el viento. Será mejor que te apartes antes de que zarpe o arrastraré a tu canoa y la mandaré a pique.
—Verás, Griffiths, creo que tienes razón. Yo no puedo detenerte. —Grief buscó en el saquito que colgaba del cinto de su revólver y sacó un papel arrugado que parecía un documento oficial—. Pero puede que esto te detenga. A ver si te cabe en la cabeza.
—¿Qué es?
—Una orden del almirantazgo. Huir a las Nuevas Hébridas no te salvará. Puede ser entregada en cualquier sitio.
Griffiths observó el documento, dudó y tragó saliva. Frunció el ceño mientras meditaba sobre el cambio de situación. Luego, de repente, levantó la vista y su rostro se relajó con una expresión sincera.
—Has sido más listo de lo que pensaba, amigo —dijo—. Me tienes bien pillado. No debería haber intentado desafiarte. Jacobsen me dijo que no podría y no le hice caso. Pero tenía razón y tú también la tienes. Tengo el dinero abajo. Acompáñame y haremos cuentas.
Empezó a bajar y luego se apartó para permitir que su visitante lo precediera, mientras miraba hacia el mar, al punto en el que la oscura mancha del viento avivaba el agua.
—Vira a pique —le dijo al segundo—. Iza velas y prepárate para huir.
Grief se sentó en el borde de la litera del segundo, frente a la diminuta mesa, y notó que la culata de un revólver sobresalía bajo la almohada. En la mesa, que colgaba de unas bisagras sujetas al mamparo de proa, había pluma y tinta, además de un cuaderno de bitácora en mal estado.
—No me importa que me pillen haciendo trampas —dijo Griffiths, desafiante—. Llevo demasiado tiempo en los trópicos. Estoy harto, muy harto. El whisky, el sol y las fiebres también han afectado a mis principios. Ya nada me parece demasiado malo o despreciable y comprendo que los negros se coman los unos a los otros, corten cabezas y cosas parecidas. También podría hacerlo yo. Así que intentar estafarte esa mísera cantidad no me parece para tanto. Me gustaría poder ofrecerte un trago.
Grief no contestó y el otro se concentró en su intento de abrir una caja para el dinero llena de abolladuras. Desde cubierta se oían gritos en falsete y los crujidos de la motonería mientras la tripulación negra izaba la mayor y la vela de proa. Grief se fijó en que una cucaracha grande se arrastraba sobre la pintura grasienta. Griffiths soltó una maldición y llevó la caja a la escalera de cubierta en busca de más luz. Allí, de pie e inclinado sobre la caja, de espaldas a su visitante, extendió las manos rápidamente para agarrar el rifle apoyado junto a la escalera y se giró de inmediato.
—No muevas ni un solo musculo —ordenó.
Grief sonrió, alzó las cejas en un gesto socarrón y obedeció. La mano izquierda descansaba sobre la litera, a un costado, y la derecha se apoyaba en la mesa. El revólver colgaba de su cadera derecha, a plena vista. Pero no había olvidado que había otro revólver bajo la almohada.
—¡Ja! —se burló Griffiths—. Has hipnotizado a todo el mundo en las Salomón, pero no a mí. Ahora te voy a echar de mi barco, con tu orden del almirantazgo, aunque antes tienes que hacer una cosa. Levanta ese cuaderno de bitácora.
El otro lanzó una mirada de curiosidad al cuaderno de bitácora pero no se movió.
—Te aseguro que estoy muy harto, Grief, y pegarte un tiro me costaría tanto como aplastar una cucaracha. Levanta ese cuaderno de bitácora.
Parecía estar harto, sí, y enfermo, y su rostro delgado no paraba de hacer muecas debido a la ira que lo poseía. Grief levantó el cuaderno y lo dejó a un lado. Bajo él había una hoja de papel escrita.
—Léela —ordenó Griffiths—. Léela en voz alta.
Grief obedeció. Pero, mientras leía, los dedos de su mano izquierda empezaron a desplazarse con una paciencia y una lentitud infinitas hacia la culata del arma oculta bajo la almohada.
—A bordo del queche Willi-Waw, en la ensenada de Bombi, isla de Santa Ana, Islas Salomón —leyó—. Por la presente libero de toda carga y de cualquier deuda contraída conmigo a Harrison J. Griffiths, quien a fecha de hoy me ha pagado mil doscientas libras esterlinas.
—Con ese recibo en mis manos —sonrió Griffiths— tu orden del almirantazgo no vale ni el papel en el que está escrita. Fírmalo.
—No servirá de nada, Griffiths —dijo Grief—. Un documento firmado bajo coacción no tiene valor legal.
—En ese caso, ¿qué inconveniente tienes en firmarlo?
—Ninguno, pero si no lo firmo te ahorraré muchos problemas.
Los dedos de Grief habían alcanzado el revólver y, mientras hablaba, la mano derecha jugaba con la pluma y la izquierda empezó, despacio e imperceptiblemente, a acercar el arma a su costado. En el momento en que por fin lo agarró —el dedo corazón en el gatillo y el índice apoyado en el cilindro y el cañón—, se preguntó qué podría conseguir disparando de repente y con la mano izquierda.
—No pienses en mí —se burló Griffiths—. Y no olvides que Jacobsen testificará que me vio devolverte el dinero. Ahora firma con tu nombre completo en la parte de abajo, David Grief, y pon la fecha.
Desde cubierta llegó el rechinar de los motones de las escotas y el golpeteo de los rizos contra la lona. En el camarote notaron como el Willi-Waw se escoraba, aproaba al viento y adrizaba. David Grief dudaba aún. De proa les llegó la vibración de las drizas del foque al pasar por las roldanas. El barco escoró y a través de las paredes del camarote se oyó el borboteo y el murmullo del agua.
—¡Date prisa! —gritó Griffiths—. Han levado anclas.
La boca del rifle, a poco más de un metro de distancia, lo apuntaba directamente cuando Grief decidió actuar. El rifle osciló mientras Griffiths mantenía el equilibrio en medio de las primeras ráfagas variables de viento. Grief aprovechó esa oscilación, hizo como que firmaba el papel y, al mismo tiempo, igual que un gato, se lanzó a realizar una acción compleja a gran velocidad. Mientras se agachaba cuanto podía y daba un salto hacia delante, su mano izquierda surgió de debajo de la mesa: sus movimientos estaban tan bien calculados que la única presión que ejerció sobre el gatillo —que se amartillaba solo— disparó el cartucho en el mismo instante en que la boca del revólver se adelantaba. Griffiths tampoco se entretuvo. La boca de su arma descendió en busca del cuerpo que se agachaba y rifle y revólver dispararon a la vez y sin apuntar demasiado.
Grief sintió el escozor y la quemazón de la bala al rozar la piel de su hombro y supo que él había errado el tiro. El impulso que había dado a su cuerpo lo llevó hasta Griffiths antes de que ninguno pudiera volver a disparar. Inutilizó los dos brazos de Griffiths, que aún sujetaban el rifle, con un placaje bajo. Clavó la boca del revólver con fuerza en el abdomen del otro. Empujado por la ira y el escozor de la piel escoriada, el dedo de Grief alzaba ya el percutor cuando la oleada de furia pasó y él recuperó la calma. Por la escalera descendían los gritos indignados de los nativos de Gooma que lo esperaban en la canoa.
Todo ocurrió en cuestión de segundos. Cogió a Griffiths en brazos y se lo llevó escaleras arriba a toda velocidad. Salió a la luz cegadora del sol. Un negro sonriente se ocupaba del timón y el Willi-Waw, escorado por el viento, avanzaba. Su canoa de Gooma se quedaba atrás rápidamente. Grief volvió la cabeza. Desde el centro del barco, revólver en mano, el segundo corría hacia él. En dos zancadas, sin soltar al indefenso Griffiths, Grief subió a la barandilla y saltó por la borda.
Al caer, ambos forcejearon; pero Grief consiguió darle un rodillazo al otro en el pecho, se soltó de él y lo obligó a hundirse más. Con ambos pies sobre el hombro de Griffiths, lo empujó con fuerza hacia abajo mientras se impulsaba para salir a la superficie. En cuanto sintió el calor del sol, dos salpicaduras de agua, en rápida sucesión y a unos treinta centímetros de su rostro, le indicaron que Jacobsen sabía usar el revólver. No pudo disparar una tercera vez, porque Grief llenó los pulmones de aire y se sumergió. Nadó bajo el agua y no volvió a salir hasta que vio la canoa y las burbujas de los remos por encima de su cabeza. Mientras subía a bordo, el Willi-Waw ceñía para virar.
—¡Rápido, rápido! —gritó Grief a sus nativos—. ¡Correr mucho playa!
Con total descaro, se desentendió de la lucha y corrió para ponerse a cubierto. El Willi-Waw, obligado a amortiguar la arrancada para recoger a su capitán, dio a Grief la oportunidad de tomar la delantera. La canoa llegó a la playa a toda máquina, impulsada por los remos, sus ocupantes saltaron a la arena y corrieron hacia las palmeras. Pero antes de poder refugiarse, tres balas se hundieron en la arena por delante de ellos. Luego se sumergieron en el verde amparo de la jungla.
Grief observó al Willi-Waw virar para navegar ciñendo, cruzar el paso y luego filar las escotas al tiempo que aproaba al sur con el viento por el través. Mientras se perdía de vista más allá del cabo, vio que la vela de gavia se rompía. Uno de los nativos, un negro de casi cincuenta años, lleno de cicatrices y marcas causadas por viejas heridas enfermedades de la piel, lo miró a la cara y sonrió
III
Nadie en las Salomón sabía cuántos millones tenía David Grief, porque sus propiedades y empresas se extendían por todas partes en la enorme Polinesia. Sus plantaciones se diseminaban desde Samoa a Nueva Guinea, e incluso al norte de las islas de la Línea. Poseía concesiones perlíferas en las Paumotu. Aunque no aparecía su nombre, él era en realidad la compañía alemana que comerciaba en las Marquesas francesas. Tenía puestos comerciales en todos los grupos de islas y muchos navíos para hacerlos funcionar. Era el dueño de atolones tan remotos y diminutos que sus queches y goletas más pequeños visitaban a los solitarios factores una sola vez al año.
Sus oficinas de Sidney, en Castlereagh Street, ocupaban tres plantas. Pero casi nunca estaba en esas oficinas. Prefería moverse entre las islas, olfateando nuevas inversiones, inspeccionando y reformando las antiguas, y codeándose con la diversión y la aventura de mil formas extrañas. Compró los restos del enorme vapor Gavonne por una ganga y al recuperarlo logró lo imposible y ganó un cuarto de millón. Plantó el primer caucho comercial en el archipiélago de las Luisiadas y en Bora Bora arrancó el algodón polinesio y puso a los felices isleños a plantar cacao. Él fue quien se quedó con la isla desierta de Lallu-Ka, la colonizó con polinesios del atolón Ontong Java y plantó cuatro mil acres de palmeras cocoteras. También fue él quien reconcilió a las distintas estirpes de los jefes, siempre en guerra, de Tahití y cerró el gran trato de la isla fosfatera de Hiki-hu.
Sus propios barcos reclutaban la mano de obra. Llevaban nativos de las islas Santa Cruz a las Nuevas Hébridas, nativos de las Nuevas Hébridas a las Banks y a los caníbales de Malaita, cazadores de cabezas, a las plantaciones de Nueva Georgia. Sus reclutadores rastreaban las islas en busca de mano de obra desde Tonga a las Gilbert y hasta las lejanas Luisiadas. Sus quillas se adentraban en toda clase de mares. Poseía tres vapores que realizaban rutas entre las islas con regularidad, aunque casi nunca viajaba en ellos porque prefería el método más primitivo y libre del viento y la vela.
Tendría unos cuarenta años, pero no aparentaba más de treinta. Los raqueros recordaban su llegada a las islas veinte años antes, cuando su bigote rubio ya brotaba, sedoso, en el labio. A diferencia de otros blancos que iban a los trópicos, él estaba allí porque le gustaba. La pigmentación protectora de su piel era excelente. Había nacido para el sol. No habría más de uno entre diez mil capaz de resistir el sol como él. Las ondas luminosas, invisibles y veloces, no conseguían traspasarlo. Otros blancos eran permeables. El sol atravesaba sus pieles, rasgando y haciendo pedazos tejidos y nervios, hasta que enfermaban en cuerpo y alma, desobedecían la mayor parte de los Mandamientos, se rebajaban hasta la bestialidad, bebían hasta provocarse una muerte rápida o sobrevivían convertidos en salvajes y a veces resultaba necesario enviar navíos de guerra a contener su libertinaje.
Pero David Grief era un verdadero hijo del sol y prosperaba bajo sus rayos. Simplemente, su piel se bronceó más con el paso de los años, aunque en su color se apreciaba ese leve matiz dorado que brilla en la piel de los polinesios. Sin embargo, los ojos azules conservaban su azul, el bigote su rubio y los rasgos faciales eran los propios de la raza inglesa desde varios siglos antes. Era de sangre inglesa, pero quienes creían conocerlo afirmaban que había nacido en Norteamérica. A diferencia de todos ellos, no había ido a la Polinesia en busca de fortuna y poder. De hecho, al llegar ya los llevaba consigo. Aquel joven que buscaba romance y aventuras arribó en una diminuta goleta, de la que era capitán y propietario. También llegó en medio de un huracán, cuyas olas gigantes lo depositaron, junto con su goleta y todo cuanto contenía, en la espesura de un palmeral, a trescientos metros del oleaje. Una balandra perlífera lo rescató seis meses después. Pero el sol se le había metido en la sangre. En Tahití, en lugar de tomar un vapor para volver a casa, se compró una goleta, la llenó de mercancía para comerciar y buzos, y se fue a navegar por el archipiélago Peligroso.
A medida que el leve matiz dorado se grababa en su piel, el oro se iba acumulando en sus manos. Tenía el don de convertir en oro todo cuanto tocaba, pero no jugaba por el oro, jugaba por jugar. Era un juego de hombres, el duro contacto y el fiero toma y daca de los aventureros de su propia sangre y de otras sangres europeas y del resto del mundo, y era un buen juego; pero sobre todo eso estaba su amor por las demás cosas que componen la vida de quien vaga por la Polinesia: el olor del arrecife; la exquisitez infinita de los bancos de coral vivo en la superficie, como un espejo, de las lagunas; los intensos amaneceres de colores crudos que se despliegan con una belleza anárquica; los islotes cubiertos de palmeras sobre un agua profunda y turquesa; la fuerza tonificante de los vientos alisios; el movimiento ordenado del oleaje; el balanceo de la cubierta bajo sus pies y la tensión de las velas sobre su cabeza; los hombres y doncellas de la Polinesia, bronceados y adornados con flores, mitad niños y mitad dioses; e incluso los vientos salvajes de la Melanesia, cazadores de cabezas y caníbales, medio demonios y bestias completas.
Y así ese privilegiado hijo del sol, ese hombre millonario, por pura alegría de vivir y abundancia de energía, decidió jugar con Harrison J. Giffriths, pero no por recuperar una suma miserable. Lo empujó el capricho, el deseo, su forma de ser y el calor del sol que emanaba de él. Era algo divertido, una broma, un problema, un juego en el que arriesgar la vida a la ligera, por la simple alegría de jugar.
IV
El amanecer sorprendió a la Wonder navegando tranquila a lo largo de la costa de Guadalcanal. Se movía despacio al aliento moribundo del viento terral. Al este, una densa masa de nubes prometía el regreso de los alisios del sudeste, acompañados de fuertes chaparrones. A proa, costeando y siguiendo el mismo curso de la Wonder, que se acercaba poco a poco, navegaba un queche pequeño. Pero no era el Willi-Waw y el capitán Ward, a bordo de la Wonder, bajó los prismáticos y dijo que se trataba del Kauri.
Grief, que acababa de salir a cubierta, suspiró decepcionado.
—Ojalá fuese el Willi-Waw —dijo.
—Aborrece la derrota —afirmó en tono comprensivo Denby, el sobrecargo.
—Sin duda. —Grief hizo una pausa y se rio de buena gana—. Estoy convencido de que Griffiths es un bribón y ayer me trató muy mal. «Firma», me dijo, «pon tu nombre completo y la fecha». Y Jacobsen, ese miserable, lo apoyó. Un acto de piratería en toda regla, propio de los tiempos de Bully Hayes.
—Si no fuese mi jefe, señor Grief, le diría lo que opino —intervino el capitán Ward.
—Dígamelo, vamos —lo animó Grief.
—Pues… —el capitán dudó y carraspeó—. Con tanto dinero como tiene, solo un necio se arriesgaría como hizo usted con esos dos granujas. ¿Por qué lo hace?
—Sinceramente, no lo sé, capitán. Supongo que porque quiero. ¿Se le ocurre un motivo mejor para hacer algo?
—Uno de estos días le volarán la condenada cabeza —gruñó el capitán Ward como respuesta, al tiempo que se acercaba a la bitácora y determinaba la posición de un pico que acababa de surgir entre las nubes que cubrían Guadalcanal.
El viento terral hizo un último esfuerzo por arreciar y la Wonder, avanzando veloz, alcanzó al Kauri y se mantuvo paralela a él. Intercambiaron saludos y David Grief preguntó:
—¿Han visto al Willi-Waw?
El capitán, en la cabeza un chambergo y las piernas al aire, se ciñó con más fuerza a la cintura el lava-lava de un azul desvaído y escupió por la borda el jugo del tabaco.
—Claro —respondió—. Griffiths estaba anoche en Savo, cargando cerdos y ñame haciendo aguada. Parecía que se preparaba para una travesía larga, pero dijo que no. ¿Por qué? ¿Quería verlo?
—Sí, pero si se lo vuelve a encontrar antes, no le diga que me ha visto.
El capitán asintió con la cabeza, se quedó pensativo, y avanzó por la cubierta para no perder el contacto con el otro navío, que era más rápido.
—¡Oiga! —gritó—. Jacobsen me dijo que esta tarde irían a Gabera y que pensaban pasar allí la noche para cargar batatas.
—Gabera tiene las únicas luces de enfilación de las Salomón —dijo Grief cuando su goleta había dejado muy atrás el queche—. ¿No es así, capitán Ward?
El capitán asintió.
—Y la pequeña ensenada, pasado el cabo, es un pésimo lugar para fondear, ¿no?
—No se puede fondear. Está llena de bancos de coral y la resaca es terrible. Ahí fue donde el Molly se hizo pedazos hace tres años.
Grief permaneció mirando al frente con los ojos sin brillo durante un minuto entero, como si estuviese imaginando algo. Luego las comisuras de sus ojos se arrugaron y las puntas del bigote se alzaron al sonreír.
—Echaremos el ancha en Gabera —dijo—. Y pase cerca de esa pequeña ensenada. Quiero desembarcar allí en una chalupa. Además, me llevaré seis tripulantes y varios rifles. Antes de que amanezca estaré de nuevo a bordo.
Al rostro del capitán asomó una expresión de sorpresa que enseguida pasó a ser de reproche.
—Oh, solo quiero divertirme un rato, capitán —protestó Grief, en el tono de disculpa de un crío al que un adulto pesca haciendo una travesura.
El capitán Ward gruñó, pero Denby se mostró alerta.
—Me gustaría ir con usted, señor Grief —dijo.
Grief asintió con la cabeza para dar su consentimiento.
—Traiga hachas y cuchillos de monte —dijo—. Ah, sí, y un par de faroles. Compruebe que tengan combustible.
V
Una hora antes del ocaso, la Wonder pasó junto a la pequeña ensenada. El viento soplaba más fuerte y el oleaje aumentaba. El batir del mar teñía de blanco los bajíos próximos a la playa y los que estaban más alejados no eran más que leves manchas. Mientras la goleta se poma contra el viento y facheaba foque y vela de estay, movieron la chalupa con el pescante. A su interior saltaron seis nativos de las islas Santa Cruz vestidos con taparrabos y armados con rifles. Denby, que llevaba los faroles, se dejó caer sobre la tilla de popa y Grief, que iba detrás, se detuvo en la barandilla.
—Rece para que la noche sea oscura, capitán —rogó.
—Lo será —respondió el capitán Ward—. No hay luna y no se verá el cielo. Además, el tiempo estará borrascoso.
El pronóstico hizo resplandecer el rostro de Grief y el leve matiz dorado de su piel morena se hizo más evidente. Salto al interior, junto al sobrecargo.
—¡Desamarren la chalupa! —ordenó el capitán Ward—. ¡Calen el foque! ¡Vire el timón! ¡Ahí! ¡Vía! ¡Conserve el rumbo!
La Wonder orientó las velas y rodeó el cabo hacia Gabera, mientras la chalupa, impulsada por seis remos y gobernada por Grief, puso rumbo a la playa. Con gran pericia se introdujo en el estrecho y tortuoso canal, de acceso imposible para cualquier embarcación mayor que una chalupa, hasta dejar atrás los bajos y desembarcar en la playa tranquila y ondulada.
Durante la siguiente hora se centraron en trabajar. Moviéndose entre las palmeras silvestres y la maleza de la jungla, Grief seleccionó los árboles.
—Corta este árbol. Corta aquel árbol —decía a sus nativos—. No cortes ese otro —añadía, negando con la cabeza.
Al final, dejaron limpio un segmento de jungla en forma de cuña. Cerca de la playa quedaba una palmera muy alta. En el vértice de la cuña había otra. Empezaba a oscurecer cuando encendieron los faroles, los subieron a lo más alto de cada árbol y los hicieron firmes.
—El farol más alejado está demasiado alto. —David Grief lo estudió con ojo crítico—. Bájelo unos tres metros, Denby.
VI
El Willi-Waw surcaba las aguas formando una gran ola de proa debido a los restos del ventarrón que ya amainaba. Los negros izaban la mayor, que había sido arriada cuando la tormenta estaba en su punto álgido. Jacobsen supervisaba la operación y les ordenó arrojar las drizas a cubierta y mantener el rumbo, luego se acercó a la amura de sotavento, donde se reunió con Griffiths. Los dos forzaron la vista, intentando ver algo en medio de la oscuridad que recorrían al vuelo, pendientes del ruido del oleaje al romper contra la orilla invisible. De momento se guiaban por ese sonido.
El viento amainó más, en las densas nubes que pasaban rápidamente se abrió un pequeño claro y a la tenue luz de las estrellas emergió la costa revestida de jungla. A lo lejos, frente a la amura de sotavento, surgió un cabo rocoso y accidentado. Ambos miraron fijamente en su dirección.
—Cabo Amboy —anunció Griffiths—. Allí hay bastante profundidad. Coge el timón, Jacobsen, hasta que establezcamos un rumbo. ¡En marcha!
Tras correr a popa descalzo, con las piernas desnudas y su escasa ropa goteando agua de lluvia, el segundo desplazó al negro que iba al timón.
—¿Qué rumbo llevas? —preguntó Griffiths a gritos.
—Sur media al suroeste.
—Ponlo en sur cuarta al suroeste, ¿entendido?
—¡Enseguida!
Griffiths estudió el cambio de posición del cabo Amboy respecto al rumbo del Willi-Waw.
—¡Y media al suroeste! —gritó.
—¡Y media al suroeste! —fue la respuesta—. ¡Enseguida!
—¡Mantenlo! ¡Ya basta!
—¡Mantengo rumbo! —Jacobsen le entregó el timón al salvaje—. Ser bueno, mantener rumbo, ¿oír? —advirtió—. No bueno, yo arrancar cabeza.
Volvió a proa con el otro y las nubes se cerraron, la luz de las estrellas se desvaneció y el viento arreció de nuevo.
—¡Cuidado con esa mayor! —gritó Griffiths al oído del segundo, mientras observaba el comportamiento del queche.
Escoró hasta la barandilla de sotavento al tiempo que él medía el peso del viento e intentaba aliviar la presión. El mar templado, con alguna que otra gota fosforescente, bañó sus tobillos y le llegó hasta las rodillas. El viento aulló con más fuerza y los obenques y estayes respondieron a coro mientras el Willi-Waw corría escorado.
—¡Hay que arriar la mayor! —gritó Griffiths a la vez que daba un salto hacia las drizas de pico, apartaba de un empujón al negro que las sujetaba, y las desamarraba.
Jacobsen realizó la misma operación en las drizas de boca. La mayor descendió en medio de un gran estruendo y los negros, entre gritos y aullidos, se lanzaron sobre la vela rebelde. El patrón descubrió a uno escondido al amparo de la oscuridad, le dio un puñetazo en la cara y lo obligó a trabajar.
La tormenta no arreciaba y, a pesar de llevar poco trapo, el Willi-Waw navegaba veloz. Los dos hombres volvieron a proa para intentar ver algo, en vano, a través de la lluvia, que caía en horizontal debido al viento.
—Vamos bien —dijo Griffiths—. La lluvia no durará mucho. Podemos mantener el rumbo hasta que veamos las luces. Anclamos a trece brazas. Será mejor que, en una noche como esta, revises cuarenta y cinco. Después, aferra la mayor con las jarcias. No la necesitaremos.
Al cabo de media hora, sus ojos cansados se vieron recompensados al atisbar el brillo de dos luces.
—Ahí están, Jacobsen. Yo me ocupo del timón. Reduce la trinquetilla y listos para arriar. Haz que esos negros se muevan.
A popa, con las manos en las cabillas del timón, Griffiths mantuvo el rumbo hasta que las dos luces se alinearon. Entonces, cambió el rumbo de repente y se dirigió hacia ellas. Percibió el fragor y el rugido de la rompiente, pero decidió que estaba más lejos —como debería ser—, en Gabera.
Oyó el grito asustado del segundo y giraba el timón con todas sus fuerzas para rectificar cuando el Willi-Waw se estrelló. Al mismo tiempo, el palo mayor se partió y cayó sobre la proa. Los cinco minutos siguientes fueron terroríficos. Todos intentaron aguantar mientras el casco cabeceaba y chocaba contra el frágil coral y el mar templado los bañaba. Entre chirrios y crujidos, el Willi-Waw consiguió superar el bajío y se detuvo en el canal del otro lado, más tranquilo y liso en comparación.
Griffiths estaba sentado junto a la cabina, con la cabeza inclinada sobre el pecho, dominado por una ira y una amargura silenciosas. Levantó la cabeza para mirar las dos luces blancas, una por encima de la otra y perfectamente alineadas.
—Ahí están —dijo—. Y esto no es Gabera. Entonces, ¿qué demonios es?
Aunque la rompiente aún rugía, lanzaba espuma por encima del bajío y los empapaba, el viento amainó y salieron las estrellas. Desde la orilla se oyó el ruido de unos remos.
—¿Qué os ha pasado? ¿Habéis sufrido un terremoto? —gritó Griffiths—. El fondo ha cambiado. He fondeado aquí cientos de veces en trece brazas. ¿Eres tú, Wilson?
Una chalupa se abarloó a su costado y un hombre pasó por encima de la barandilla. Griffiths sintió que alguien le encajaba un Colt en el rostro, levantó la mirada y a la tenue luz de las estrellas vio a David Grief.
—No, aquí nunca habías fondeado antes —se rio Grief—. Gabera está al otro lado del cabo, adonde me iré en cuanto haya cobrado esas insignificantes mil doscientas libras. No hace falta que te haga un recibo. Tengo aquí tu pagaré y bastará con que te lo devuelva.
—¡Has sido tú! —exclamó Griffiths, poniéndose en pie de un salto, dominado la ira—. ¡Tú falsificaste las luces de enfilación! Me has hecho naufragar y…
—¡Calma! ¡Calma! —El tono de Grief era frío y amenazador—. Devuélveme las mil doscientas libras, por favor.
Una enorme impotencia se apoderó de Griffiths. Se sintió poseído por un asco profundo: asco por esas tierras de sol y las fiebres que causaba, por la futilidad de su esfuerzo, por ese hombre superior, de ojos azules y piel morena, que lo vencía en todo.
—Jacobsen —dijo—, ¿serías tan amable de abrir la caja del dinero y pagarle a esta… a esta sanguijuela mil doscientas libras?
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