Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)


La ruta de los tres soles (1905)
(“The Sun Dog Trail”)
Originalmente publicado en Harper’s Monthly Magazine (diciembre 1905);
Love of Life
(Nueva York: The Macmillan Company, 1907, 265 págs.)



      Sitka Charley fumaba su pipa y contemplaba pensativo la ilustración de la Police Gazette, sobre la pared. Durante media hora había estado observándola fijamente, y durante media hora yo había estado observándolo a él, con sigilo. Algo estaba pasando por aquella mente, y, fuera lo que fuese, supe que valía la pena enterarse. Charley había vivido la vida, y visto cosas, y realizado ese prodigio de los prodigios de haber vuelto la espalda a su gente y, tanto como ello era posible para un indio, convertirse en un hombre blanco hasta en sus procesos mentales. Como él mismo lo expresó, había venido hacia nuestro calor, se había sentado entre nosotros, junto a nuestros fuegos, y se había convertido en uno de nosotros. No aprendió nunca a leer o a escribir, pero su vocabulario era admirable, y más admirable aún era la amplitud con que había asumido el punto de vista del hombre blanco, la actitud del hombre blanco hacia las cosas.
       Habíamos descubierto esta cabaña abandonada después de un duro día de camino. Los perros ya habían sido alimentados, los platos de la cena lavados, las camas hechas, y ahora estábamos disfrutando de la hora más deliciosa que llega cada día, y solo una vez al día, en la ruta de Alaska: la hora cuando nada se interpone entre el cuerpo exhausto y la cama, salvo el humo de la pipa del anochecer. Algún ocupante anterior de la cabaña había decorado las paredes con ilustraciones desprendidas de revistas y diarios, y eran estas ilustraciones las que habían llamado la atención de Sitka Charley desde el momento mismo de nuestro arribo, dos horas antes. Las estudiaba muy atentamente, yendo con la vista de una a otra, muchas veces; pude advertir que en su mente había incertidumbre, y desconcierto.
       —¿Bien? —finalmente rompí el silencio.
       Él se quitó la pipa de la boca y dijo simplemente:
       —No comprendo.
       Continuó fumando y de nuevo se quitó la pipa de la boca, apuntando con ella a una ilustración de la Police Gazette.
       —Ese cuadro, ¿qué quiere decir? No lo entiendo.
       Miré el cuadro. Un hombre de rostro ridículamente malvado, cuya mano derecha oprimía con dramatismo la zona del corazón, estaba cayendo al piso de espaldas. Frente a él, con un rostro que era una mezcla de ángel exterminador y de Adonis, un hombre sostenía un revólver humeante.
       —Un hombre está matando a otro —dije, dándome cuenta enseguida de su visible desconcierto y del fracaso de mi explicación.
       —¿Por qué? —preguntó Sitka Charley.
       —No sé —tuve que confesar.
       —Esa pintura es todo final —dijo—. No tiene comienzo.
       —Es la vida —le dije.
       —La vida tiene comienzo —objetó él.
       Me quedé en silencio un instante, mientras sus ojos vagaban por un decorado contiguo, una reproducción fotográfica de “Leda y el cisne”.
       —Ese cuadro —dijo— no tiene comienzo. No tiene fin. No comprendo los cuadros.
       —Mira ese cuadro —le sugerí, señalando un tercero—. Ese quiere decir algo. Dime qué significa para ti.
       Lo estudió durante varios minutos.
       —La niña está enferma —dijo finalmente—. Aquel es el doctor, mirándola. Han pasado la noche en vela, ¿ves?: el aceite de la lámpara ya casi se gastó, a la ventana está llegando la primera luz de la mañana. Es una gran enfermedad; quizás muera, por eso el médico parece tan disgustado. Y esa es la madre. Es una enfermedad muy mala, porque la madre tiene la cabeza sobre la mesa y está llorando.
       —¿Cómo sabes que está llorando? —lo interrumpí—. No le puedes ver el rostro. Tal vez esté dormida.
       Sitka Charley me miró con viva sorpresa; entonces volvió a mirar el cuadro. Era evidente que no había razonado su primera impresión.
       —Tal vez esté dormida —repitió. Lo estudió con más detenimiento—. No, no está dormida. Los hombros muestran que no está dormida. Yo he visto los hombros de una mujer que lloraba. La madre está llorando. Es una enfermedad muy grave.
       —Y ahora comprendes el cuadro —exclamé.
       Sacudió la cabeza, preguntó:
       —¿La niñita, se muere?
       Ahora me tocó a mí guardar silencio.
       —¿Se muere? —reiteró—. Tú eres pintor. Tú quizás lo sepas.
       —No, no lo sé —confesé.
       —No es la vida —dijo para sí con tono dogmático—. En la vida la niñita muere, o se cura. En la vida, algo sucede. En la pintura nada sucede. No, no comprendo los cuadros.
       Era evidente su desilusión. Deseaba comprender todas las cosas que el hombre blanco comprende, y aquí, en este asunto, fracasaba. Percibí también que había cierto desafío en su actitud. Estaba resuelto a obligarme a que le enseñara el conocimiento de los cuadros. Por otra parte, tenía una gran capacidad de percepción visual. Yo lo sabía desde mucho tiempo atrás. Sitka podía percibirlo todo. Veía la vida en imágenes, sentía la vida en imágenes, generalizaba la vida por medio de imágenes; y sin embargo, no comprendía las imágenes cuando eran vistas a través de los ojos de otros hombres y expresadas por esos hombres sobre el lienzo con líneas y colores.
       —Los cuadros son pedacitos de la vida —dije—. Pintamos la vida como la vemos. Por ejemplo, Charley, supongamos que vienes por el camino. Es de noche. Divisas una cabaña. La ventana está iluminada. Miras a través de ella durante un segundo o dos, ves algo, y continúas tu camino. Tal vez viste a un hombre escribiendo una carta. Viste algo sin comienzo ni fin. Nada ha sucedido. Sin embargo, fue un pedacito de la vida lo que viste. Después lo recuerdas. Es como un cuadro en tu memoria. La ventana es el marco del cuadro.
       Noté que estaba interesado y comprendí que a medida que yo hablaba él había mirado a través de la ventana y había visto al hombre escribiendo la carta.
       —Hay un cuadro que tú pintaste que comprendí —dijo—. Es un cuadro verdadero. Tiene mucho sentido. Está en tu cabaña de Dawson. Es una mesa del juego de faraón. Hay hombres jugando. Es un juego grande, sin límite de apuesta...
       —¿Cómo sabes que no hay límite? —interrumpí excitado, porque aquí era donde mi trabajo podía ser puesto a prueba por un juez imparcial que solo sabía de la vida y no del arte, y que era un consumado maestro de la realidad. Además, yo estaba muy orgulloso de esa obra en especial. La había titulado “La última jugada” y, en mi opinión, era una de las mejores cosas que jamás había hecho.
       —No hay fichas sobre la mesa —explicó Sitka Charley—. Los hombres están jugando con marcadores. Eso quiere decir que el techo es el límite. Un hombre juega con marcadores amarillos, tal vez un marcador amarillo vale mil dólares, tal vez dos mil. Un hombre juega con marcadores rojos. Tal vez valen quinientos dólares, tal vez mil. Es un juego fuerte. Todo el mundo apuesta muy fuerte, hasta el techo. ¿Cómo puedo saberlo? Pintas al tallador con sangre un poco caliente bajo el rostro...
       Yo estaba encantado. Él continuó.
       — Al vigilante lo haces inclinarse hacia adelante en su silla. ¿Por qué él se inclina hacia adelante? ¿Por qué su rostro tan tranquilo? ¿Por qué sus ojos muy brillantes? ¿Por qué el tallador con el rostro un poco caliente enrojecido de sangre? ¿Por qué todos los hombres tan silenciosos: el hombre con marcadores amarillos, el hombre con marcadores blancos, el hombre con marcadores rojos? ¿Por qué nadie habla? Porque mucho dinero. Porque es última jugada.
       —¿Cómo sabes que es la última jugada? —pregunté.
       —El rey está cubierto con monedas de cobre, el siete está abierto —contestó—. Nadie va a otras cartas. Otras cartas, perdieron todas. Todo el mundo, una sola idea. Todos juegan a que el rey pierde y siete gana. Puede que la banca pierda veinte mil dólares, o que la banca gane. Sí, ese cuadro lo comprendo.
       —¡Sin embargo no sabes cómo termina! —grité triunfalmente—. Es la última ronda, pero las cartas no han sido aún dadas vueltas. En el cuadro nunca serán dadas vuelta. Nadie sabrá jamás quién gana ni quién pierde.
       —Y los hombres se sentarán allí y nunca hablan —dijo, con el asombro y el temor dibujados en su cara—. Y el vigilante siempre se inclinará hacia adelante, y la sangre estará caliente en el rostro del tallador. Es una cosa extraña. Siempre ellos se sentarán allí, siempre; y las cartas nunca dadas vuelta.
       —Es un cuadro —dije—, es la vida. Tú mismo has visto cosas como esta.
       Se quedó mirándome mientras reflexionaba. Después dijo, con mucha lentitud:
       —No; como tú dices, no hay final en eso. Nadie sabrá jamás el final. Sin embargo, es una cosa real. La he visto. Es la vida.
       Durante largo rato fumó en silencio, reflexionando acerca de la sabiduría pictórica del hombre blanco y confrontándola con las realidades de la vida que él conocía. Movió la cabeza y rezongó varias veces. Después limpió su pipa de cenizas, volvió a llenarla de tabaco con mucho cuidado, y tras una pausa pensativa volvió a encenderla.
       —Entonces yo también he visto muchos cuadros de la vida —comenzó—; cuadros no pintados, pero vistos con mis ojos. Los he visto como a través de la ventana al hombre escribiendo la carta. He visto muchos pedazos de la vida, sin comienzo, sin final, sin comprensión.
       Con un repentino cambio de posición clavó sus ojos en mí y me observó pensativo.
       —Escucha —dijo—, tú eres pintor. A ver cómo pintarías esto que vi., un cuadro sin principio, cuyo final no comprendo, un pedazo de vida con las luces del Norte como velas, y Alaska como marco.
       —Es un cuadro grande —murmuré.
       Pero él me ignoró, porque el cuadro que tenía en mente estaba ante sus ojos, y él lo estaba viendo.
       —Puede haber muchos nombres para este cuadro —dijo—. Pero en el cuadro hay muchos soles falsos, y se me ocurre llamarlo “La ruta de los tres soles” [el fenómeno del perihelio, por el cual en algunas latitudes la refracción de la luz solar hace ver tres halos superpuestos, dando la impresión de “tres soles”]. Fue hace mucho tiempo, hace siete años, el otoño de 1897, cuando vi a la mujer por primera vez. Yo tenía una canoa en el lago Linderman, una canoa Peterborough, muy buena. Había cruzado el Paso de Chilkoot con dos mil cartas para llevarlas a Dawson. Era mensajero del correo. En esa época todo el mundo se apuraba para ir al Klondike. Mucha gente en el camino. La última agua, nieve en el aire, nieve sobre la tierra, hielo en el lago, en el río, hielo en los remolinos. Cada día más nieve, más hielo. Quizás un día, quizás tres días, quizás seis días, algún día quizás llegaría la helada y entonces no más agua, todo hielo, todos tendrán que caminar; Dawson estaba a novecientos kilómetros, mucho tiempo de caminata. Los barcos van muy rápido. Todos quieren ir en barco. Todos me dicen: 'Charley, doscientos dólares y me llevas en tu canoa'. 'Charley, trescientos dólares', 'Charley, cuatrocientos dólares'. Yo digo que no, siempre digo que no. Soy un mensajero del correo.
       “Llego al lago Linderman por la mañana. Caminé toda la noche y estoy muy cansado. Preparo el desayuno, como, después duermo en la playa tres horas. Me despierto. Son las diez. Está nevando. Hay viento, pero no sopla muy fuerte. También hay una mujer sentada en la nieve, a mi lado. Es una mujer blanca, es joven, muy bonita, tal vez veinte años, tal vez veinticinco. Me mira. Yo también la miro. Está muy cansada.
       “No es una aventurera. Eso lo veo enseguida. Es una buena mujer, y está muy cansada. ‘Tú eres Sitka Charley’, dice. Me incorporo con rapidez y enrollo las mantas para que no les caiga nieve adentro. ‘Voy a Dawson’, dice, ‘Voy en tu canoa, ¿cuánto me cobras?’.
       “No quiero a nadie en mi canoa. No me gusta decir que no; por eso le digo: ‘Mil dólares’. Lo digo en broma, así la mujer no puede venir conmigo, mucho mejor que decir no. Ella me mira con mucha dureza, dice: ‘¿Cuándo partes?’. Le digo que de inmediato. Entonces me dice que está bien, que me dará los mil dólares.
       “¿Qué puedo decir? No quiero nada con la mujer, sin embargo he dado mi palabra de que por mil dólares ella puede venir. Estoy sorprendido. Quizás ella también me haga una broma, así que le digo: ‘Déjame ver los mil dólares’. Y esa mujer, esa joven, completamente sola en el camino, allí en la nieve, saca mil dólares en billetes de banco y me los pone en la mano. Miro el dinero, la miro a ella. ¿Qué puedo decir? Digo: ‘No, mi canoa muy pequeña. No hay espacio para el equipo’. Ella ríe y me dice: ‘Soy una gran viajera. Este es mi equipo’, y da un puntapié a un pequeño fardo que descansa sobre la nieve. Una loneta por fuera, dentro hay dos abrigos de piel y alguna ropa de mujer. Lo levanto. Quizás pese unos dieciocho kilos. Estoy sorprendido. Ella me lo quita y me dice: ‘Partamos’, y ella misma lleva el fardo hasta la canoa. ¿Qué puedo decir? Pongo mis mantas en la canoa. Y partimos.
       “Y así fue como vi a la mujer por primera vez. El viento era bueno, por lo que icé una vela pequeña. La canoa navegaba muy rápido, volaba como un pájaro sobre las altas olas. La mujer tenía mucho miedo. ‘¿Por qué vienes al Klondike con tanto miedo?’, pregunto. Ella se ríe de mí, una gran carcajada, pero aún tiene mucho miedo. También está muy cansada. Llevo la canoa por los rápidos del lago Bennett. La corriente muy mala, la mujer grita porque tiene miedo. Bajamos por el lago Bennett: nieve, hielo, un viento muy fuerte, pero la mujer está muy cansada y se duerme.
       “Esa noche acampamos en Windy Arm. La mujer se sienta junto al fuego y come su cena. La miro. Es bonita. Tiene un abundante pelo castaño que, en ocasiones, brilla como el oro a la luz del fuego cuando gira la cabeza y, de ese modo, despide rayos como de fuego dorado. Sus ojos son grandes y pardos, a veces cálidos como una vela detrás de una cortina, a veces muy duros y brillantes como el hielo que se quebró cuando sobre él brilla el sol. Cuando sonríe... ¿cómo podría decirlo...?, cuando sonríe sé que el hombre blanco quiere besarla, exactamente eso, sin pensarlo, cuando sonríe. Nunca trabajó duro. Sus manos son suaves, como las de un bebé. Toda ella es suave como un bebé. No es delgada, sino redonda, como un bebé; sus brazos, sus piernas, sus músculos, suaves y redondos como los de un bebé. La cintura es estrecha, y cuando se pone de pie, cuando camina, o mueve la cabeza o el brazo, es... no conozco la palabra, pero es agradable a la vista, como... quizás podría decir que su figura es como la de una buena canoa, así mismo, y cuando se mueve, su movimiento es igual al de una buena canoa deslizándose sobre aguas tranquilas, o saltando sobre el agua cuando la corriente es espumante y rápida y furiosa. Es algo muy agradable de ver.
       “¿Por qué viene al Klondike completamente sola, repleta de dinero? No lo sé. Al día siguiente se lo pregunto. Se ríe y me dice: ‘Sitka Charley, ese no es asunto tuyo. Te pago mil dólares para que me lleves a Dawson. Ese es tu asunto’. Al día siguiente le pregunto cuál es su nombre. Se ríe y me dice: ‘Mary Jones. Ese es mi nombre’. Yo no sé su nombre, pero sé muy bien que no es Mary Jones.
       “Hace mucho frío en la canoa, y por culpa del frío a veces ella no se siente bien. Algunas veces sí se siente bien, y canta. Su voz es como una campana de plata, y me siento del todo bien, como cuando entro en la iglesia de la Misión de la Cruz Sagrada, y cuando ella canta me siento fuerte y remo como un demonio. Entonces, ella ríe y dice: ‘¿Charley, crees que lleguemos a Dawson antes de la helada?’. A veces se sienta en la canoa y se queda pensando, con los ojos así, extraviados. No ve a Sitka Charley, ni el hielo ni la nieve. Está muy lejos. Con mucha frecuencia se pone así, y sus pensamientos la llevan muy lejos. A veces, cuando está pensando muy lejos, su cara no es agradable. Es una cara enojada, como la cara de un hombre cuando quiere matar a otro.
       “El último día del viaje a Dawson, muy malo. En todos los remolinos: hielo desprendido de la costa, y en la corriente, un revoltijo de hielo. No puedo remar. La canoa, congelada en el hielo. No puedo llegar a la costa. Hay mucho peligro. Todo el tiempo vamos río abajo hacia Dawson aprisionados por el hielo. Hubo mucho ruido de hielo que se quiebra esa noche. Después el hielo detiene su marcha, la canoa se detiene, todo se detiene. ‘Vamos a la costa’, dice la mujer. Le digo que no, mejor esperar. Poco a poco, todo comienza a moverse otra vez río abajo. Hay mucha nieve. No puedo ver nada. A las once de la noche todo se detiene. A la una todo— comienza a moverse de nuevo. A las tres todo se detiene, otra vez. La canoa es rota como una cáscara de huevo, pero está sobre el hielo y no puede hundirse. Oigo perros aullando. Esperamos.
       Dormimos. Poco a poco llega la mañana. Ya no hay más nieve. Es la helada, y allí está Dawson. La canoa destrozada se detiene en el mismo Dawson. Sitka Charley ha llegado con dos mil cartas sobre la última corriente de agua. “La mujer alquila una cabaña en la colina, y por una semana no la veo. Entonces, de pronto un día viene adonde yo estoy. ‘Charley’, me dice, ‘¿qué te parecería trabajar para mí? Tú guías a los perros, armas el campamento, viajas conmigo’. Le digo que gano mucho dinero llevando cartas. Ella dice: ‘Charley, te pagaré más dinero’. Le digo que un hombre que trabaja con el pico y la pala recibe quince dólares diarios en las minas. Ella dice: ‘Son cuatrocientos cincuenta dólares al mes’. Y le digo: ‘Sitka Charley no es un hombre simplemente para pico y pala’. Entonces ella dice: ‘Te comprendo Charley. Te daré setecientos cincuenta dólares al mes’.
       “Es bastante dinero y me voy a trabajar con ella. Compro para ella perros y un trineo. Viajamos Klondike arriba, Bonanza arriba y El dorado, y más allá, hacia el río Indio, hacia Sulphur Creek, y Dominion; de regreso atravesamos la divisoria de aguas hasta Gold Bottom y Too Much Gold, y regresamos a Dawson. Todo el tiempo ella busca algo, yo no sé qué. Estoy confundido. ‘¿Qué cosa buscas?’, le pregunto. Ella ríe. ‘¿Buscas oro?’, le pregunto. Ella ríe. Entonces, me dice: ‘No es asunto tuyo, Charley’. Y después de eso ya no pregunto más.
       “Ella tenía un pequeño revólver que llevaba en el cinto. A veces, en el camino, practicaba con el revólver. Yo me reía. ‘De qué te ríes, Charley?’, me preguntó. ‘¿Por qué juegas con eso?’, le digo. ‘No sirve, es demasiado pequeño. Es para un niño, un pequeño juguete’. Cuando regresamos a Dawson me pide que le compre un buen revólver. Compro un Colt 44. Es muy pesado, pero ella lo carga en la cintura todo el tiempo. En Dawson viene el hombre. Por dónde viene, no sé. Solo sé que es un che-cha-quo, un pies-tiernos, lo que ustedes llaman un novato. Sus manos son suaves, como las de ella. Nunca un trabajo duro. Es enteramente suave. Primero pienso que tal vez es su esposo. Pero es demasiado joven. Además, por la noche arman dos camas. Puede tener unos veinte años. Sus ojos azules, su pelo rubio, y tiene un pequeño bigote también rubio. Su nombre es John Jones. Quizás es su hermano. No lo sé. Ya no hago más preguntas. Solo que pienso que su nombre no es John Jones. Otra gente lo llama el señor Girvan. No creo que ese es su nombre. No creo que el nombre de ella es la señorita Girvan, como la llaman otras personas. Creo que nadie sabe sus nombres.
       “Una noche estoy durmiendo en Dawson. Él me despierta, dice: ‘Prepara los perros, partimos’. Ya no hago más preguntas, de modo que preparo los perros y partimos. Vamos Yukón abajo. Es de noche, noviembre, y hace mucho frío, más de veinte grados bajo cero. Ella es suave. Él es suave: el frío los hiere. Se cansan. Lloran muy bajito, para sí. De cuando en cuando les digo que es mejor que acampemos, pero cada vez me dicen que van a seguir. Tres veces les digo que es mejor acampar y descansar, pero siempre me dicen que van a seguir. Después de eso ya no digo nada. Todo el tiempo, día tras día, es así. Son muy blandos. Están ateridos y lastimados. No se llevan bien con los mocasines, los pies les duelen mucho. Cojean, se tambalean como borrachos, lloran silenciosamente; y todo el tiempo dicen: ‘¡Adelante! ¡Adelante! ¡Sigamos adelante!’.
       “Son como locos. Todo el tiempo siguen avanzando y avanzando. ¿Por qué lo hacen? No lo sé. Solo sé que siguen avanzando. ¿Qué buscan? No lo sé. No están detrás del oro. No hay ninguna avalancha de oro. Además, gastan cantidades de dinero. Pero ya no hago preguntas. Yo también avanzo y avanzo, porque soy fuerte en la marcha y porque me pagan mucho.
       “Llegamos a Circle City. Lo que buscan no está allí. Pienso que ahora vamos a descansar, y también los perros. Pero no descansamos, ni un solo día descansamos. ‘Ven’, le dice la mujer al hombre, ‘sigamos viaje’. Y seguimos adelante. Dejamos atrás el Yukón. Cruzamos la confluencia de los ríos hacia el oeste y giramos para la región de Tanana. Hay excavaciones recientes, pero lo que ellos buscan no está allí, y tomamos el camino de vuelta a Circle City.
       “Es un viaje muy duro. Ya casi se fue diciembre. Los días son cortos. Hace mucho frío. Una mañana hay 30 bajo cero. ‘Es mejor que no viajemos hoy’, dije, ‘el frío no nos permitirá ni calentar el aliento, nos morderá los pulmones. Después de eso tendremos una tos mala, y tal vez la próxima primavera suframos una neumonía’. Pero ellos son che-cha-quos. No entienden lo que es seguir una ruta en el Norte. Parecen muertos, tan cansados, pero dicen: ‘Sigamos adelante’. Lo hacemos. La helada les muerde los pulmones, los ataca la tos seca. Tosen hasta que las lágrimas les corren por las mejillas. Cuando el tocino se está friendo, tienen que alejarse del fuego y toser durante media hora en la nieve. Las mejillas se les empiezan a congelar, tanto que la piel se les pone negra y muy inflamada. Además, al hombre se le congela el dedo pulgar hasta que parece que la punta se le va a desprender, y tiene que meter el pulgar agrandado dentro del guante para mantenerlo caliente. Y en ocasiones, cuando la helada es muy fuerte y el pulgar está muy frío, tiene que quitarse el guante y poner la mano entre las piernas, cerca de la piel, para que el pulgar vuelva a calentarse.
       “Llegamos cojeando a Circle City, y hasta yo, Sitka Charley, estoy cansado. Es Nochebuena. Bailo, bebo y me divierto, porque mañana es Navidad y vamos a descansar. Pero no. Son las cinco de la mañana, la mañana de la Navidad. He dormido dos horas. El hombre está parado junto a mi cama. ‘Vamos, Charley’, dice, ‘engancha los perros. Partimos’. ¿No he dicho que ya no hago más preguntas? Ellos me pagan ¡setecientos cincuenta dólares al mes. Son mis patrones. Yo soy su empleado. Si dicen: ‘Vamos, Charley, salimos para el infierno’, engancharé los perros, haré restallar el látigo y saldremos para el infierno. Así que engancho los perros, y partimos Yukón abajo. ¿Hacia dónde vamos? No me lo dicen.
       “Solo dicen: ‘¡Adelante! ¡Sigamos adelante!’.
       “Están muy agotados. Han viajado muchos centenares de kilómetros y no conocen las características de la ruta. Además, su tos se ha agravado; la tos seca que hace maldecir a los hombres fuertes y a los débiles llorar. Pero siguen adelante. Todos los días siguen adelante. Nunca les dan descanso a los perros. Siempre compran perros nuevos. En cada campamento, en todo puesto, en toda aldea india, desenganchan a los perros cansados y colocan perros nuevos. Tienen mucho dinero, dinero sin fin, y lo gastan como si fuera agua. ¿Estarán locos? A veces creo que sí, porque tienen un demonio dentro de ellos que los empuja hacia adelante, siempre adelante. ¿Qué es lo que tratan de encontrar? No es oro. Nunca cavan la tierra. Pienso mucho rato. Entonces se me ocurre que es un hombre lo que tratan de encontrar. ¿Pero qué hombre? Nunca vemos al hombre. Sin embargo, parecen lobos siguiendo el rastro de una presa para matarla. Pero son unos lobos graciosos, lobos blandos, lobitos que no dan con el rastro. Por la noche, gritan entre sueños. Se lamentan y gimen en sus sueños con el dolor del agotamiento. Y durante el día, a medida que caminan vacilantes por la ruta, lloran en silencio. Son unos lobos graciosos.
       “Sobrepasamos el Fuerte Yukón. Lo mismo, el Fuerte Hamilton. Dejamos atrás Minook. Ha llegado enero y casi se ha ido. Los días son muy cortos. A las nueve llega la luz del día. A las tres llega la noche. Y hace frío. Y hasta yo, Sitka Charley, estoy cansado. ¿Seguiremos por siempre este viaje sin fin? No lo sé. Pero siempre busco a lo largo del camino qué es lo que tratan de encontrar. Hay poca gente en el camino. A veces viajamos más de cien kilómetros sin ver señales de vida. Todo está muy tranquilo. No hay ningún sonido. A veces nieva, y parecemos fantasmas errantes. A veces está despejado y a mediodía el sol nos mira por un instante sobre las lomas en el Sur. Las luces del Norte alumbran como llamas en el cielo, los soles falsos bailan, y el aire está lleno de polvo helado.
       “Soy Sitka Charley, un hombre fuerte. Nací en la ruta y todos mis días los he vivido en ella. Y, sin embargo, estos dos lobitos me han agotado. Estoy demacrado, parezco un gato hambriento, y estoy contento de mi cama por la noche, y por la mañana brutalmente agotado. Con todo, siempre nos ponemos en camino en la oscuridad antes de que amanezca, y todavía en el camino nos encuentra la oscuridad después de que nos sorprende la noche. ¡Estos dos lobitos! Si estoy demacrado como un gato hambriento, ellos lo están como gatos que nunca han comido y han muerto. Sus ojos están muy hundidos en sus cuencas, a veces brillan febriles, a veces están apagados y turbios como los ojos de los muertos. Sus mejillas están hundidas como las cavernas de un acantilado. Negras-verdes por las muchas heladas, sus mejillas. A veces es la mujer la que dice, en la mañana: ‘No puedo levantarme, no puedo moverme. Déjame morir’. Y es el hombre quien de pie junto a ella dice: ‘Ven, partamos’. Y partimos. Y a veces es el hombre el que no puede alzarse, y la mujer dice: ‘Ven, partamos’. Lo único que ellos hacen, siempre, es seguir adelante. Siempre siguen adelante.
       “A veces, en los puestos de mercancías, el hombre y la mujer recogen cartas. No sé qué, esas cartas. Pero es la pista que ellos persiguen, las cartas mismas son la pista. Una vez, un indio les dio una carta. Yo hablé con él a solas. Me dice que es un hombre con un ojo quien le dio la carta, un hombre que viaja muy rápido Yukón abajo. Eso es todo. Pero sé que los dos lobitos están tras el hombre con un único ojo.
       “Es febrero, y hemos viajado dos mil trescientos kilómetros. Estamos cerca del Mar de Behring, y hay tormentas y ventiscas. Lo que se viene es muy duro. Venimos a Anvig. No sé, pero pienso que ellos seguro tuvieron carta en Anvig, porque están muy excitados, y dicen: `Rápido, ven, partamos'. Pero yo digo que debemos comprar comida, y ellos dicen que debemos viajar ligeros de carga, y rápido. También dicen que podemos conseguir comida en la cabaña de Charley McKeon. Entonces yo sé que ellos toman el gran atajo, porque es allí que Charley McKeon vive, donde se alza la Black Rock.
       “Antes de que salgamos, hablo cinco minutos con el cura de Anvig. ‘Sí, hay un hombre con un ojo que ha pasado por aquí y viaja rápido’. Y yo sé que lo que ellos buscan es el hombre con un ojo. Dejamos Anvig con poco alimento, y viajamos aligerados y rápidos. Hay tres perros de refresco comprados en Anvig, y viajamos muy rápido. El hombre y la mujer están como locos. Empezamos la carrera más temprano en la mañana, viajamos cada vez más tarde por la noche. Miro a veces para descubrir cómo mueren: ellos siguen y siguen adelante. Cuando la tos seca toma fuerte posesión de ellos, mantienen apretadas sus manos contra sus estómagos y se parten en dos en la nieve, y tosen, y tosen, y tosen. No pueden caminar, no pueden hablar. Tal vez por diez minutos tosen, tal vez por media hora, y se enderezan, las lágrimas de la tos congelándose sobre sus caras, y las palabras que dicen son: “Vamos, sigamos adelante’.
       “Hasta yo, Sitka Charley, estoy tremendamente cansado, y pienso que setecientos cincuenta dólares es muy poca paga para el trabajo que hago. Tomamos el gran atajo, y el camino es fresco. Los lobitos inclinan sus narices hacia el camino, y dicen: ‘¡De prisa!’. Todo el tiempo dicen: ‘¡De prisa! ¡Más rápido! ¡Más rápido!’. Es duro hasta para los perros. No tenemos mucho alimento y no podemos darles demasiado para comer, y se debilitan. Deben trabajar duro. La mujer siente verdadera pena por ellos, y a menudo, por causa de ellos, hay lágrimas en sus ojos. Pero el diablo que guía su voluntad no la deja detenerse, y hacer descansar a los perros.
       “Y entonces: llegamos hasta el hombre con un ojo. Yace en la nieve cerca del camino, una pierna rota. Debido a su pierna ha armado un pobre campamento, y estuvo yaciendo sobre sus mantas por tres días, y manteniendo apenas un fuego. Cuando lo encontramos está blasfemando. Blasfema como el infierno. Nunca he escuchado a un hombre blasfemar como aquel. Estoy contento. Ahora que ellos han encontrado aquello que buscaban, tendremos un descanso. Pero la mujer dice: ‘¡Partamos! ¡De prisa!’.
       “Estoy asombrado. Pero el hombre con el único ojo dice: ‘No se preocupen por mí. Denme su comida. Conseguirán más mañana, en la cabaña de McKeon. Envíen a McKeon por mí. Pero ustedes deben continuar’. Aquí hay otro lobo, un viejo lobo, y él, también, piensa un solo pensamiento: continuar. Así que le dejamos nuestra comida, que no es mucha, y juntamos leña para su fuego, tomamos sus perros más fuertes y seguimos viaje. Abandonamos al hombre con un solo ojo allí, en la nieve, y él murió allá en la nieve, porque McKeon nunca regresó por él. Quién era aquel hombre, y por qué fue a parar allá, no lo sé. Pero supongo que él fue, como yo, muy bien pagado por el hombre y por la mujer a fin de trabajar para ellos.
       “Ese día y esa noche no tuvimos nada para comer, y todo el día siguiente viajamos muy rápido; estábamos débiles, y con hambre. Entonces llegamos a Black Rock, que se erguía unos ciento setenta metros sobre la ruta. Estaba oscureciendo, y no pudimos encontrar la cabaña de McKeon. Nos dormimos hambrientos, y en la mañana buscamos la cabaña: no estaba allí, lo que era una cosa extraña, pues todos sabían que McKeon vivía en una cabaña en Black Rock. Estábamos cerca de la costa, donde el viento sopla fuerte y hay mucha nieve. Por todas partes había montañitas de nieve que el viento había apilado. Tengo un pensamiento, y me pongo a excavar en uno y otro montículo de nieve. Pronto encuentro las paredes de la cabaña, y excavo hacia la puerta. Entro. McKeon está muerto. Hará dos o tres semanas que está muerto. Lo había atacado una enfermedad, y no pudo abandonar la cabaña. El viento y la nieve la habían cubierto. Liquidó su comida, y murió. Busqué en un escondrijo, pero no había ningún alimento. `Sigamos', dijo la mujer. Sus ojos estaban hambrientos; una mano se apretaba sobre su corazón, como si alguna cosa doliera adentro. Se dobló hacia adelante y atrás, como un árbol en el viento, mientras se quedó allí. ‘Sí, sigamos’, dijo el hombre. Su voz era hueca, como el blonk del cuervo viejo, y estaba loco de hambre. Sus ojos parecían carbones ardientes, su alma se balanceaba igual que su cuerpo, que iba y venía. Y yo dije, también: ‘Sigamos’. Ese único pensamiento, caído sobre mí como un latigazo en cada kilómetro de los dos mil trescientos kilómetros, se había grabado a fuego en mi espíritu, y creo que yo también estaba loco. Además, solo podíamos seguir adelante, pues no había comida. Y seguimos, sin ningún pensamiento para el hombre de un solo ojo en la nieve.
       “Hay poco que viajar por el gran atajo. Algunas ocasiones, pasan dos o tres meses sin ver a nadie. La nieve había cubierto la ruta, y no había signos de que ningún hombre hubiera nunca ido o venido por allí. Todo el día el viento sopló y cayó nieve, y todo el día viajamos, mientras nuestros estómagos gruñían su deseo y nuestros cuerpos se debilitaban con cada descanso que tomaban. Entonces, la mujer empezó a caerse. Después, el hombre. Yo no me caí, pero mis pies estaban pesados, y me agarraba los dedos y tropecé muchas veces.
       “Esa noche es el fin de febrero. Yo mato tres urogallos con el revólver de la mujer, y podemos estar algo más fuertes nuevamente. Pero los perros no tienen nada para comer. Tratan de comer los arneses, que son de cuero y piel de morsa, y yo debo luchar con ellos a garrotazos y colgar los arneses de un árbol. Toda la noche aúllan y combaten entre sí, alrededor del árbol. Nada de eso nos importa. Dormimos como muertos, y en la mañana nos levantamos como muertos que salen de sus tumbas y que siguen adelante, por la ruta.
       “Esa mañana es la primera de marzo, y esa mañana veo los primeros signos de aquello que los lobitos están buscando. El tiempo es claro y frío. El sol se queda cada vez más tiempo en el cielo, y el aire es brillante, con polvo de escarcha. La nieve no cae más sobre la ruta, y veo señales frescas de perros y de trineo. Junto a ese equipo hay un hombre,, y puedo ver por las huellas en la nieve que no es fuerte. El tampoco tiene demasiado para comer. Los lobeznos también ven las huellas frescas, y están muy excitados. ‘¡De prisa!’, dicen. Todo el tiempo dicen: ‘¡De prisa!, ¡más rápido, Charley, más rápido!’
       “Nos damos prisa pero muy lentamente. Todo el tiempo el hombre y la mujer están cayéndose. Cuando tratan de viajar en el trineo, los perros están demasiado débiles, y se caen. Además, hace tanto frío que en el trineo se congelarían. A un hombre hambriento le es muy fácil congelarse. Cuando la mujer se cae, el hombre la ayuda a levantarse. A veces la mujer ayuda al hombre. Se caen los dos a cada rato y no pueden erguirse, y debo ayudarlos una y otra vez, de lo contrario no podrán levantarse y morirán allí en la nieve. Es un trabajo muy duro porque estoy terriblemente cansado y al mismo tiempo debo manejar a los perros, y el hombre y la mujer están muy pesados, sin fuerzas. Así, más tarde yo también me caigo en la nieve, y no hay nadie para ayudarme. Debo levantarme por mí mismo. Y siempre lo hago por mí mismo, y los auxilio a ellos, y me las arreglo para que los perros sigan avanzando.
       “Esa noche consigo otro urogallo; estamos muy hambrientos. Y esa noche el hombre me dice: ‘¿A qué hora salimos mañana, Charley?’. Es como la voz de un fantasma. Yo digo: “Ustedes siempre parten a las cinco’. ‘Mañana’, dice él, ‘saldremos a las tres’. Río con enorme amargura, y le digo: ‘Eres un hombre muerto’. Y él dice: ‘Mañana saldremos a las tres’.
       “Y salimos a las tres, porque yo soy su hombre y lo que ellos dicen que debe ser hecho lo hago. Está frío, claro y sin viento. Cuando aclara podemos ver un largo camino. Y muy tranquilo. No escuchamos ningún sonido salvo el golpeteo de nuestros corazones, y en medio del silencio ése es un sonido muy fuerte. Parecemos sonámbulos, caminamos entre sueños hasta caernos, y entonces sabemos que hay que incorporarse, y vemos la ruta una vez más y oímos los golpes de nuestros corazones. De tanto en tanto, cuando camino entre sueños, tengo pensamientos extraños. ¿Por qué cosa vive Sitka Charley?, me pregunto. ¿Por qué Sitka Charley trabaja duro, y camina hambriento y sufre todo este dolor? Por setecientos cincuenta dólares al mes, me respondo, y sé que es una respuesta tonta. Es, también, una respuesta verdadera. Y después de aquello nunca más me preocupo por el dinero. Desde aquel día una gran sabiduría vino a mí. Hubo una luz muy intensa, y yo vi claro, y supe que no era por el dinero que un hombre debe vivir, sino por una felicidad que ningún hombre puede dar, o comprar, o vender, y que está más allá de todo el valor de todo el dinero del mundo.
       “En la mañana caímos sobre el último campamento nocturno del hombre que va delante de nosotros. Es un campamento pobre, del tipo que hace un hombre hambriento y sin fuerzas. Sobre la nieve hay trozos de frazada y de lona de carpa, y sé lo que ha ocurrido. Sus perros se han comido los arneses, y él fabricó otros nuevos con sus mantas. El hombre y la mujer miran fijamente todo esto, y cuando los miro siento en mi espalda el escalofrío como de un viento helado contra la piel. Sus ojos están enloquecidos de esfuerzo y de hambre, y queman como un fuego metido hondo en sus cabezas. Sus caras son como las caras de la gente que ha muerto de hambre, sus mejillas negras, con la carne muerta de muchas heladas. ‘Sigamos’, dice el hombre. Pero la mujer tose y se cae en la nieve. Es la tos seca de cuando la escarcha ha mordido los pulmones. Tose por un largo rato; después, como alguien que gatea afuera de su tumba, gateando se alza sobre sus pies. Las lágrimas son hielo sobre las mejillas, y su respiración hace ruido mientras ella va y viene, y entonces dice: ‘Sigamos’.
       “Seguimos. Y caminamos como en sueños a través del silencio. Y cuando caminamos es un sueño, y no sentimos dolor; y cada vez que nos caemos es un despertar, y vemos la nieve y las montañas y la huella fresca del hombre que está delante de nosotros, y de nuevo nos damos cuenta de todo nuestro sufrimiento. Llegamos hasta donde podemos ver un largo camino sobre la nieve, y aquello que buscan está por delante de ellos. A poco más de un kilómetro hay manchas negras sobre la nieve. Las manchas negras se mueven. Mis ojos están empañados, y debo endurecer mi alma para ver. Y veo a un hombre con perros y un trineo. Los lobitos lo ven, también. Ya no pueden hablar, pero suspiran: ‘¡Vamos, vamos, apurémonos!’.
       “Y se caen, pero siguen adelante. El hombre delante de nosotros debe detenerse a menudo para arreglar los arneses hechos con mantas. Nuestro arnés está bueno, porque yo lo colgué cada noche de los árboles. A las once, el hombre está ya a unos setecientos metros. A la una, a cuatrocientos metros. Está muy débil. Lo vemos caer muchas veces en la nieve.
       “Uno de sus perros no puede seguir más, y él lo separa del arnés. Pero no lo mata. Lo mato yo, con el hacha, cuando paso por el sitio, como mato a uno de mis perros que se queda del todo sin patas y no puede seguir la marcha.
       “Vamos muy lento. Tal vez en dos o tres horas hagamos un kilómetro y medio. No caminamos. Nos caemos todo el tiempo. Nos levantamos y tambaleamos dos pasos, pueden ser tres pasos, y después nos caemos nuevamente. Y todo el tiempo tengo que auxiliar al hombre y a la mujer. Algunas veces se yerguen sobre sus rodillas y se caen más adelante, tal vez cuatro o cinco veces antes de que consigan ponerse de nuevo sobre sus pies, tambalearse por dos o tres pasos, y caer. Pero siempre vuelven a caer más adelante. De pie o de rodillas, siempre se caen un poco más allá, conquistando cada vez la ruta con el largo de sus cuerpos.
       “Algunas veces gatean sobre las manos y rodillas como animales salvajes. Andamos como tortugas, como tortugas que están muriendo, así vamos de lento. Y sin embargo, vamos más rápido que el hombre delante de nosotros. Porque él también se cae todo el tiempo, y no hay un Sitka Charley para levantarlo. Ahora está a doscientos metros. Al cabo de un largo rato, está a cien metros. Hay una hermosa vista. Querría reírme bien fuerte, ¡ja, ja!; así; esto es tan divertido. Es una carrera de hombres muertos y perros muertos. Es como en un sueño, cuando tienes una pesadilla y corres muy rápido para salvar tu vida, y vas muy despacio. El hombre que viaja conmigo está loco. La mujer está loca. Yo estoy loco. Todo el mundo está loco, y quiero reír; es tan divertido.
       “El extraño que va adelante abandona a sus perros y atraviesa la nieve solo. Después de un largo tiempo llegamos donde dejó los perros. Yacen sin ayuda sobre la nieve, sus arneses de mantas y lona encima de ellos, el trineo atrás de ellos, y cuando pasamos al lado lloriquean y gritan como bebés hambrientos.
       “Más tarde también nosotros dejamos a nuestros perros y continuamos solos a través de la nieve. El hombre y la mujer están casi idos, y gimen y gruñen y sollozan, pero siguen adelante. Yo sigo, también. Tengo un único pensamiento, el de llegar hasta el extraño. Es entonces cuando podré descansar, y no podré descansar hasta entonces, y me parece que necesito echarme y dormir durante mil años, tan cansado estoy.
       “El extraño se halla a cincuenta metros, solo en la nieve blanca. Cae y gatea, se tambalea, cae y gatea de nuevo. Es como un animal malamente herido que intenta escapar del cazador. Vuelve a gatear sobre las manos y rodillas. No se levanta más. Y el hombre y la mujer no se levantan más. Ellos también gatean tras él sobre sus manos y rodillas. Pero yo estoy de pie. A veces me caigo, pero siempre me levanto de nuevo. Es algo raro de ver. Alrededor todo es nieve y silencio, y a lo largo gatean el hombre y la mujer, y el extraño que va más adelante. A ambos lados los soles falsos, así que hay tres soles en el cielo. El polvo de escarcha es como el polvo de diamantes, y todo el aire está lleno de él. Ahora la mujer tose y se queda tendida en la nieve hasta que se le pasa el ataque y otra vez gatea. Ahora el hombre mira al frente, pero tiene los ojos nublados como si tuviera mucha edad, y debe frotárselos y así puede ver al extraño. Y ahora el extraño mira por detrás de sus hombros. Y Sitka Charley, que se mantiene en pie, quizás se caiga, y vuelva otra vez a la posición vertical. Después de un tiempo muy largo, el extraño no gatea más. Se para lentamente y se balancea hacia atrás y adelante. También se quita un guante y espera con un revólver en su mano, balanceándose para atrás y adelante mientras espera. Su cara es piel y huesos y está helada y negra. Es una cara de hambre. Los ojos están profundamente hundidos en la cabeza, y sus labios están gruñendo. El hombre y la mujer también se alzan sobre sus pies y van hacia él muy lentamente. Y todo alrededor, la nieve y el silencio. Y en el cielo hay tres soles, y todo el aire está brillando con el polvo de diamantes. Y fue entonces cuando yo, Sitka Charley, vi a los pequeños lobos hacer su asesinato. No se dijo una palabra. Solo el extraño gruñendo, con su cara de hambre. También se balancea hacia atrás y adelante, sus hombros caídos, sus rodillas dobladas, y sus piernas muy separadas, de modo que no se cae. El hombre y la mujer se detienen a unos quince metros de él. Sus piernas están, también, muy separadas, así que no pueden caerse, y sus cuerpos se balancean hacia atrás y adelante. El extraño está muy débil. Su brazo tiembla, y cuando le dispara al hombre su bala golpea en la nieve. El hombre no logra sacarse el guante. El extraño le dispara nuevamente, y esta vez la bala se pierde en el aire. Entonces, el hombre agarra el guante con los dientes y se lo quita. Pero su mano está congelada y no puede sostener el revólver, y este cae en la nieve. Miro a la mujer. Se quitó el guante, y el gran Colt está en su mano. Dispara tres veces, rápido. La cara hambrienta del extraño todavía está gruñendo y él se cae hacia adelante en la nieve. No miraron al hombre muerto. ‘Vamos’, dijeron. Y seguimos. Pero ahora que ellos encontraron lo que buscaban, están como muertos. Los abandonó el último resto de energía. No pueden tenerse en pie. No quieren gatear sino, solamente, cerrar sus ojos y dormir. No veo ningún lugar para acampar. Los pateo. Tengo mi látigo para perros, y los azoto con él. Gritan muy fuerte, pero se ven obligados a gatear. Y gatean hasta un lugar donde acampar. Hago un fuego para que no se hielen. Después vuelvo hasta el trineo. Mato a los perros del extraño, así que podemos tener comida y no morir. Pongo al hombre y a la mujer dentro de unas mantas, y se duermen. Cada tanto los despierto y les doy trocitos de comida. No están despiertos, pero toman la comida. La mujer duerme un día y medio. Se despierta y se vuelve a dormir. El hombre duerme dos días, y se despierta y vuelve a dormir otra vez. Después de eso, vamos hacia la costa, a St. Michaels. Y cuando el hielo se retira del Mar de Behring, el hombre y la mujer se van en un vapor. Pero antes me pagan mis setecientos cincuenta dólares mensuales. Además, me regalan mil dólares. Y ese fue el año en que Sitka Charley dio mucho dinero a la misión de la Cruz Sagrada.”
       —Pero, ¿por qué mataron al hombre? —pregunté.
       Sitka Charley demoró la respuesta hasta haber encendido su pipa. Echó una mirada a la ilustración de la Police Gazette y la saludó inclinando la cabeza, con familiaridad. Después dijo, hablando en forma lenta y reflexiva:
       —Pensé mucho. No lo sé. Es algo que ocurrió. Es un cuadro que recuerdo. Es como mirar por la ventana y ver al hombre escribiendo una carta. Ellos se metieron en mi vida y se fueron de mi vida, y el cuadro es tal como lo he dicho, sin principio, y el final que no se entiende.
       —Has pintado muchos cuadros en tu relato —le dije.
       —Sí —meneó la cabeza—. Pero no tenían principio ni final.
       —El último cuadro tuvo un final —dije.
       —Sí —contestó—. Pero, ¿qué final?
       —Fue un trozo de vida —dije.
       —Sí —respondió—. Fue un trozo de vida.




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