Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
Un hombre digno de confianza (1908)
(“Trust”)
Originalmente publicado en The Century Magazine (enero de 1908);
reimpreso en Cassell’s Magazine (febrero de 1908):
Lost Face
(Nueva York: The Macmillan Company, 1910, 240 págs.), págs. 31-59.
Todos los cabos habían sido soltados y el Seattle n.º 4 estaba alejándose lentamente de la orilla. En su cubierta se apilaban la carga y los equipajes, por entre los cuales hormigueaba una heterogénea muchedumbre de indios, perros, mineros, traficantes y buscadores de oro. La mayor parte de la población de Dawson estaba reunida en la orilla, despidiéndose. Cuando la quilla del buque empezó a hendir el agua, el clamor de las despedidas se hizo ensordecedor. En aquel preciso instante, todo el mundo empezó a recordar los mensajes finales de despedida y a gritarlos en voz alta, desaforada, a través de la faja de agua, cada vez más ancha. Louis Bondell, acariciándose el amarillento bigote con una mano y agitando lánguidamente la otra en dirección a sus amigos de la orilla, recordó repentinamente algo y salió disparado hacia la barandilla.
—¡Oh, Fred! —aulló—. ¡Oh, Fred!
El “Fred” en cuestión erguía un poderoso par de hombros por encima de la muchedumbre reunida en la orilla, y trató de captar el mensaje de Louis Bondell. Éste tenía el rostro enrojecido a causa dé su inútil vociferación. Y la faja de agua entre el buque y la orilla se hacía cada vez más ancha.
—¡Eh, capitán Scott! —gritó, volviéndose hacia la cabina del piloto—. ¡Detenga el barco!
Las enormes ruedas chirriaron, y luego se detuvieron. Todas las manos, a bordo del buque y en la orilla, se aprovecharon de aquella tregua para un intercambio final de despedidas. Los esfuerzos de Louis Bondell por hacerse oír resultaron más inútiles que nunca. El Seattle n.º 4 se deslizó lentamente corriente abajo, y el capitán Scott tuvo que poner de nuevo las ruedas en marcha. Su cabeza desapareció en el interior de la cabina del piloto, y un momento después reapareció detrás de un gran megáfono.
Ahora, el capitán Scott tenía una voz de notable potencia, y el “¡Cállense!” que lanzó a la multitud de la cubierta y de la playa podía haber sido oído en la cumbre del monte Moosehide y en la propia Klondyke City. Aquella reprimenda oficial procedente de la cabina del piloto extendió una película de silencio sobre el tumulto.
—Ahora, diga usted lo que tenga que decir —ordenó el capitán Scott.
—Dígale a Fred Churchill —está allí, en la orilla— que vaya a ver a Macdonald. En su caja de seguridad hay un maletín que me pertenece. Dígale que lo recoja y lo traiga cuando venga.
En medio de un profundo silencio, el capitán Scott transmitió el mensaje a través del megáfono:
—¡Atención! Fred Churchill, vaya a ver a Macdonald… en su caja de seguridad hay un maletín… pertenece a Louis Bondell… es muy importante. Tráigalo cuando venga. ¿Comprendido?
Churchill agitó una mano para dar a entender que había comprendido. En realidad, si Macdonald, que se encontrada a media milla de distancia, hubiera abierto su ventana, lo habría oído, también. El tumulto de las despedidas creció de nuevo, y el Seattle n.º 4 reemprendió la marcha, remontando el Yukon. Bondell y Churchill agitaron sus manos, en afectuosa y definitiva despedida.
Esto sucedía a mediados de verano. En otoño, el W. H. Wallis remontó el Yukon con doscientos peregrinos que regresaban a casa. Entre ellos estaba Churchill. En su camarote, metido en el saco de la ropa, se hallaba el maletín de Louis Bondell. Era un maletín pequeño, de cuero, y lo desmesurado de su peso —unas cuarenta libras— tenía intrigado a Churchill. El hombre que ocupaba el camarote contiguo llevaba un tesoro en polvillo de oro oculto también entre sus ropas, y él y Churchill llegaron a un acuerdo para turnarse en la vigilancia. Mientras uno de ellos iba a comer, el otro montaba guardia delante de los dos camarotes. Cuando Churchill deseaba jugar una partidita de whist, el otro hombre montaba guardia, y cuando el otro hombre deseaba relajar su alma, Churchill leía periódicos atrasados de cuatro meses, sentado en una silla de tijera colocada entre dos puertas.
Todos los indicios denotaban que el invierno llegaría antes de lo previsto, y el problema que se discutía desde el alba hasta el atardecer, y a veces incluso hasta más tarde, era el de si conseguirían llegar a su destino antes de que las aguas se helaran, o si se verían obligados a abandonar el barco y continuar el camino a pie sobre el hielo. Se producían retrasos enojosos. Por dos veces las máquinas del barco se averiaron y tuvieron que ser arregladas chapuceramente, en tanto que las nevadas se hacían más frecuentes, como para advertirles de la inminencia del invierno. El W. H. Willis intentó hasta nueve veces ascender por los rápidos de Five Finger con sus estropeadas máquinas, y cuando finalmente lo consiguió, llevaba un retraso de cuatro días sobre el itinerario previsto. El problema que entonces se planteó fue el de saber si el buque Flora les esperaría o no encima del Box Canyon. La extensión de agua entre la cabeza del Box Canyon y el pie de los rápidos White Horse no era navegable para los buques del calado del W. H. Willis, y los pasajeros tenían que ser transbordados a una embarcación más pequeña para completar su viaje. En aquella región no había teléfonos, y en consecuencia no existía la posibilidad de informar al Flora que el Willis llegaría con cuatro días de retraso, pero llegaría.
Cuando el Willis llegó a White Horse, se enteraron de que el Flora le había esperado durante tres días, pero que, finalmente, se había marchado, sólo unas horas antes. También se enteraron de que permanecería anclada en Tagish Post hasta las nueve de la mañana del domingo. En aquel momento eran las cuatro de la tarde del sábado. Los peregrinos celebraron una reunión. A bordo había una gran canoa Peterborough, consignada al puesto de policía de Lake Bennett. Los peregrinos acordaron responsabilizarse de su entrega; A continuación, pidieron voluntarios. Se necesitaban dos hombres dispuestos a alcanzar al Flora. Inmediatamente surgieron numerosos voluntarios. Entre ellos se encontraba Churchill, el cual se ofreció voluntario antes de ocurrírsele pensar en el maletín de Bondell. Cuando pensó en él, empezó a acariciar la esperanza de que no resultaría uno de los elegidos; pero un hombre que se había hecho famoso como capitán de un equipo universitario de rugby, como presidente de un club atlético y como poseedor de unos hombros descomunales, no tenía derecho a eludir el honor. La elección recayó sobre él y sobre un gigantesco alemán, Nick Antonsen.
Mientras un grupo de peregrinos, con la canoa a hombros, cruzaba la cubierta, Churchill corrió a su camarote. Volcó en el suelo el contenido del saco de ropa y cogió el maletín con la intención de confiárselo al hombre del camarote contiguo. Luego pensó que el maletín no era suyo y que no tenía derecho a depositarlo en manos ajenas. De modo que decidió llevárselo y cargó con él. Cuando se encaminaba a la canoa, cambiándose con frecuencia el maletín de una mano a otra, pensó si en realidad no pesaba más de cuarenta libras.
Los dos hombres partieron a las cuatro y media de la tarde. La corriente del Thirty Mile River era tan impetuosa, que apenas podían utilizar los remos. Los esfuerzos que tenían que hacer para dominar la pequeña embarcación resultaban agotadores. Antonsen trabajaba como el gigante que era, incansablemente, dirigido por el poderoso cuerpo y el indomable cerebro de Churchill. Ni una sola vez se detuvieron a descansar. Adelante, adelante, y siempre adelante. Soplaba un fresco viento que helaba sus manos obligándoles a golpearlas una contra otra de cuando en cuando para hacer afluir de nuevo la sangre a sus entumecidos dedos.
Cuando se hizo de noche, se vieron forzados a confiar en la suerte. La canoa volcó repetidas veces, y los dos hombres tuvieron que hacer inauditos esfuerzos para enderezarla, nadando en las frías aguas. La primera vez que ocurrió esto, Churchill se vio obligado a bucear durante casi media hora para recuperar el maletín. Aleccionado por la experiencia, lo ató a la canoa: mientras la embarcación flotara, estaría a salvo. Antonsen miró el maletín de reojo, y al amanecer empezó a hacer preguntas acerca de él; pero Churchill no le dio ninguna explicación.
Los retrasos y los percances fueron innumerables. Perdieron más de dos horas tratando de cruzar uno de los rabiones. La canoa se negaba a avanzar, y cada vez era rechazada hacia atrás por la indomable fuerza de la corriente. Finalmente, consiguieron cruzar el rabión por pura casualidad. En el punto donde la corriente era más rápida, la embarcación escapó al control de Churchill y fue a estrellarse contra una escarpadura de la orilla. Churchill consiguió agarrarse a la roca con una mano y sujetar con la otra la canoa, hasta que Antonsen salió del agua. Entonces empujaron la embarcación hasta la orilla y se tendieron a descansar. Tras el breve reposo, arrastraron la canoa hasta más allá del peligroso rabión.
El amanecer les cogió bastante lejos de Tagish Post. Pero a partir de aquel momento su avance fue algo más rápido. A las nueve de la mañana del domingo, pudieron oír los pitidos del Flora, anunciando su partida. Y cuando, una hora más tarde, llegaron a Tagish Post, divisaron la columna de humo que surgía del Flora, en ruta ya hacia el sur. El capitán Jones, de la Policía Montada, acogió y alimentó a un par de hombres que el terrible viaje había convertido en dos guiñapos; y más tarde declaró que aquellos dos hombres poseían el apetito más voraz que había observado nunca. Luego se tendieron a descansar junto a la estufa y se quedaron profundamente dormidos. Dos horas después, Churchill se levantó, llevando el maletín de Bondell, el cual había utilizado como almohada, despertó a Antonsen y los dos hombres regresaron a la canoa para iniciar la persecución del Flora.
—Nunca se sabe lo que puede ocurrir —replicó Churchill cuando el capitán Jones trató de hacerle ver lo descabellado de la empresa—. Una avería en las máquinas, o algo por el estilo… Voy a atrapar al Flora y a hacerle regresar en busca de los muchachos.
En el lago Tagish soplaba un viento helado. La canoa se veía envuelta por unas olas enormes. Uno de los hombres tenía que achicar continuamente el agua, en tanto que el otro cuidaba de los remos. El avance resultaba sumamente dificultoso. Estaban empapados en agua helada y no podían permitirse el menor descanso. Aquella noche, en la desembocadura del lago Tagish y en medio de una intensa tormenta de nieve, alcanzaron al Flora.
El aspecto de los dos hombres era lastimoso. Churchill parecía un salvaje. Llevaba la ropa hecha jirones. En su rostro se acusaban los efectos del esfuerzo realizado durante veinticuatro horas. Sus manos estaban tan hinchadas que no podía cerrar los dedos, y, en cuanto a sus pies, era una verdadera agonía mantenerse sobre ellos.
El capitán del Flora se mostró reacio a regresar a White Horse. Churchill insistió una y otra vez, pero el capitán era un hombre testarudo. Finalmente, observó que no ganaría nada regresando, ya que el único buque que había en Dyea, el Athenian, iba a hacerse a la mar el martes por la mañana, y que el Flora no podía efectuar el viaje de regreso a White Horse y recoger a los peregrinos a tiempo para que pudieran embarcar en el Athenian.
—¿A qué hora sale el Athenian? —preguntó Churchill.
—El martes, a las siete de la mañana.
—Bien —dijo Churchill—. Usted regresará a White Horse. Nosotros nos adelantaremos para advertir al Athenian.
Antonsen se había quedado dormido en la canoa, y no se dio cuenta de lo que había ocurrido hasta que la embarcación fue sacudida por una enorme ola y oyó que Churchill le gritaba en medio de la oscuridad:
—¡Atiende a los remos! ¿Quieres que zozobremos?
El amanecer les encontró en Caribou Crossing. El viento había amainado y Antonsen estaba demasiado rendido para manejar un remo. Churchill arrimó la canoa a la orilla y los dos hombres se tumbaron a dormir. Churchill tomó la precaución de doblar un brazo debajo del peso de su cabeza. Cada cinco o diez minutos, un intenso dolor en el brazo le despertaba; entonces consultaba su reloj y doblaba el otro brazo debajo de la cabeza. Al cabo de dos horas, despertó a Antonsen y reemprendieron la marcha. El lago Bennett, de treinta millas de longitud, estaba tranquilo como una balsa de aceite; pero no tardó en levantarse una fuerte brisa meridional que agitó endiabladamente las aguas. Se vieron obligados a repetir la lucha que habían sostenido en el Tagish. Antonsen, completamente agotado, no podía con su alma, y la mayor parte del trabajo corrió a cargo de Churchill. A primera hora de la tarde llegaron al puesto de policía situado en la desembocadura del Bennett. Churchill trató de ayudar a Antonsen a salir de la canoa, pero no lo consiguió. Escuchó la pesada respiración del agotado gigante, y al pensar en lo que todavía le esperaba envidió al durmiente. Antonsen podía quedarse allí y dormir tranquilamente; pero él tenía que llegar a Chilcoot a tiempo para advertir al Athenian. Le esperaba la parte más difícil de su viaje, y casi lamentó la fortaleza de su cuerpo, a causa de los tormentos que podía infligirle aquella misma fortaleza.
Churchill arrimó la canoa a la orilla, cogió el maletín de Bondell y se encaminó al puesto de policía.
—A orillas del lago hay una canoa consignada a ustedes desde Dawson —informó al oficial que le abrió la puerta—. Y dentro de ella hay un hombre casi muerto. No es nada grave; sólo está agotado. Cuiden de él. Yo tengo que marcharme en seguida. Adiós. Quiero alcanzar al Athenian.
Un puente de piedra unía el lago Bennett con el lago Lindermann, y Churchill lo recorrió al trote. Un trote muy penoso, pero apretó los dientes y se obligó a mantenerlo, a pesar del inconveniente que representaba el maletín de Bondell. Churchill se lo pasaba continuamente de una mano a otra. Luego se lo colocó debajo del brazo. Más tarde se lo cargó al hombro. Apenas podía sostenerlo con sus hinchados dedos, y se le cayó varias veces. Una de las veces, al cambiárselo de mano, escapó de sus entumecidos dedos y cayó delante de él, haciéndole tropezar y caer violentamente al suelo.
Cuando llegó al otro extremo del puente compró unas cuerdas y ató con ellas el maletín. También alquiló una lancha que le llevara hasta el extremo superior del lado Lindermann, donde llegó a las cuatro de la tarde. El Athenian saldría de Dyea el día siguiente, a las siete de la mañana. Dyea se encontraba a veintiocho millas de distancia, en lo alto del Chilcoot. Churchill se sentó a ajustarse las raquetas para la larga ascensión, y despertó. Se había quedado dormido en el mismo instante de sentarse, aunque su sueño apenas duró treinta segundos. Temió que la próxima vez su sueño fuera más prolongado, de modo que terminó de ponerse las raquetas de pie. Aun así, por un instante temió quedarse dormido. Estuvo a punto de caer, y tuvo que realizar un poderoso esfuerzo para rehacerse. Sacudió enérgicamente la cabeza varias Veces, a fin de disipar las brumas que invadían su cerebro.
El carromato de Jack Burns estaba a punto de salir hacia el lago Crater, y Churchill fue invitado a montar en una mula. Burns quiso cargar el maletín en otro animal, pero Churchill insistió en conservarlo en su propia cabalgadura. Pero se adormiló, y el maletín insistió en deslizarse a uno y otro lado, obligándole a despertar continuamente; Luego, al atardecer, la mula que montaba Churchill dio un traspiés y cayó, arrojando al jinete y al maletín sobre las rocas. Después de esto, Churchill marchó a pie, o, mejor dicho, se tambaleó por la caricatura de camino, conduciendo a la mula por el ronzal. Unos desagradables olores, procedentes de ambos lados del camino, hablaban de los caballos que habían muerto durante las avalanchas provocadas por el descubrimiento del oro. Pero a Churchill no le importaba. Estaba demasiado soñoliento. Sin embargo, cuando llegaron al lago Long se había recobrado de su modorra; y en lago Deep, se decidió a confiarle el maletín a Burns. A partir de aquel momento, y a la claridad de las estrellas, no perdió de vista a Burns. Tenía que velar por la seguridad de aquel maletín.
En lago Crater, Burns se detuvo para pasar la noche, y Churchil, colgándose el maletín a la espalda, inició la penosa ascensión. Por primera vez, se dio cuenta de lo cansado que estaba. Gateó y se arrastró como un cangrejo, agobiado por el peso de sus miembros. Cada vez que levantaba un pie tenía que realizar un verdadero esfuerzo. Le parecía estar lastrado con plomo, como un buzo. En cuanto al maletín de Bondell, resultaba increíble que cuarenta libras pudieran pesar tanto. Le aplastaba como una montaña, y Churchill recordaba con incredulidad el año anterior, cuando había trepado por aquella misma pendiente con ciento cincuenta libras a la espalda. Si aquella carga pesaba ciento cincuenta libras, el maletín de Bondell pesaba al menos quinientas.
Para ascender al Chilcoot no había ningún camino: no había más que un caos de rocas desnudas y de enormes peñas. Resultaba imposible orientarse en medio de la densa oscuridad reinante, y los esfuerzos que hasta entonces había realizado Churchill no eran nada en comparación con los que tuvo que llevar a cabo para alcanzar la cima. Cuando lo consiguió caía una intensa nevada y el viento soplaba de un modo implacable. Afortunadamente, encontró una cabaña semiderruida y se introdujo en ella. Allí encontró e hirvió unas cuantas patatas y media docena de huevos.
Cuando cesó de nevar y amainó el viento, Churchill inició el casi imposible descenso, tropezando a cada paso y encontrándose a menudo, en el último momento, en el borde de paredes rocosas que se erguían sobre unos abismos cuya profundidad era imposible calcular. A media bajada, el cielo volvió a nublarse, y en medio de una oscuridad total, Churchill resbaló y rodó durante un centenar de pies, hasta aterrizar magullado y ensangrentado en el fondo de una cavidad ancha y poco profunda. El hedor de los caballos muertos era allí insoportable. La cavidad estaba situada muy cerca del camino, y los trajinantes tenían la costumbre de dejar caer en ella sus caballos heridos y moribundos. El hedor era tan intenso, que Churchill se sintió acometido por unas violentas náuseas y, como en una pesadilla, empezó a arrastrarse para salir de allí. Al cabo de un rato recordó el maletín de Bondell. Había caído en la cavidad con él; las cuerdas se habían roto sin que se diera cuenta. Churchill tuvo que retroceder, y por espacio de media hora se arrastró sobre sus manos y rodillas en el pestilente agujero. Encontró y contó diecisiete caballos muertos (y un caballo todavía vivo al que remató con su revólver), antes de dar con el maletín. Echando una ojeada retrospectiva a una existencia que no había carecido para él de dificultades y de proezas, se dijo a sí mismo que el regresar en busca del maletín era el acto más heroico que había llevado a cabo en toda su vida. Tan heroico, que estuvo dos veces a punto de desmayarse antes de arrastrarse fuera del nauseabundo osario.
Cuando hubo descendido hasta las Scales, la mole del Chilcoot había quedado atrás y el camino se hizo más fácil. No porque fuese un buen camino, desde luego, pero al menos era transitable, y Churchill hubiera podido recorrerlo con cierta rapidez de no haber estado tan agotado y de no haber sido por el maletín de Bondell. En el estado de agotamiento en que se hallaba, representaba para Churchill la prueba final. Apenas podía sostenerse en pie, de modo que el peso adicional del maletín bastaba para hacerle caer en cuanto tropezaba con alguna piedra. Y cuando no tropezaba con una piedra, chocaba contra una rama invisible en la oscuridad y el peso del maletín que llevaba atado a la espalda le hacía caer hacia atrás.
Su mente estaba obsesionada con la idea de que si se le escapaba el Athenian sería por culpa del maletín. En realidad, en su conciencia no había más que dos cosas: el maletín de Bondell y el Athenian. Sólo sabía esas dos cosas, y llegó a identificarlas, en algún oculto rincón de su cerebro, con una terrible misión en cumplimiento de la cual llevaba varios siglos luchando y viajando. Andaba y se tambaleaba como en un sueño. Una parte del sueño fue su llegada a Sheep Camp. Entró en un saloon, desató las cuerdas de sus hombros y empezó a dejar caer el maletín a sus pies. Pero el maletín se desprendió de sus hinchados dedos y cayó al suelo con un pesado golpe que no pasó inadvertido para dos hombres que estaban a punto de marcharse. Churchill se bebió un vaso de whisky, le dijo al camarero que le llamara al cabo de diez minutos y se sentó, con los pies sobre el maletín y la cabeza apoyada en las rodillas.
Estaba tan agotado, que cuando el camarero le llamó necesitó otros diez minutos y un segundo vaso de whisky para aclarar un poco la bruma que invadía su cerebro y desentumecer los músculos.
—¡Eh! ¡Ése no es el camino! —le gritó el camarero, y luego salió corriendo detrás de él, para indicarle por dónde se iba a Canyon City. Un resto de lucidez agazapado en su conciencia le advirtió a Churchill que la dirección era correcta, y, todavía como en un sueño, tomó el camino del cañón. Repentinamente, experimentó la sensación de que se aproximaba un peligro, y de un modo casi inconsciente empuñó su revólver. Sumergido en su sueño, vio a dos hombres que se erguían delante de él y oyó que le daban el alto. Su revólver disparó cuatro veces, y Churchill vio los fogonazos y oyó las explosiones de los revólveres de aquellos hombres. Se dio cuenta, también, de que uno de los disparos había hecho blanco en su cadera. Vio caer a un hombre, y cuando el otro arremetió contra él, le aplastó la cara con la culata del revólver. Luego dio media vuelta y echó a correr. Poco después emergió del sueño, para encontrarse a sí mismo caído a un lado del camino. Su primer pensamiento fue para el maletín. Estaba todavía atado a su espalda. Estaba convencido de que lo que había ocurrido era un sueño, hasta que echó mano a su revólver y descubrió que había desaparecido. A continuación notó un agudo dolor en su cadera, y al llevarse allí la mano la retiró llena de sangre. Era una herida superficial, pero era una herida. Churchill se despertó del todo, y echó a andar pesadamente hacia Canyon City.
Encontró a un hombre, con una reata de caballos y un carromato que accedió a llevarle por veinte dólares. Churchill se metió en el carromato y se quedó dormido sin desatarse el maletín de la espalda. El camino era muy pedregoso, y el vehículo se bamboleaba continuamente; pero Churchill dormía tan profundamente, que ni siquiera el estampido de una bala de cañón hubiera sido capaz de despertarle.
El conductor se las vio y se las deseó para hacerle saber que habían llegado a su punto de destino. Le sacudió de un modo salvaje y aulló en su oído que el Athenian había partido ya. Churchill contempló el puerto vacío con expresión desconcertada.
—Sobre el Skanguay se divisa una columna de humo —dijo el hombre.
Churchill tenía los ojos demasiado hinchados para ver algo a aquella distancia, pero dijo:
—Es el Athenian. Necesito un bote.
El conductor era un hombre servicial y encontró un esquife y un hombre para manejarlo por diez dólares, pagados por adelantado. Churchill pagó y le ayudaron a subir al esquife. Hacerlo por sí mismo estaba más allá de sus fuerzas. Se encontraban a seis millas de Skanguay, y Churchill alimentó la esperanza de que podría aprovechar el trayecto para dormir. Pero el hombre del esquife no sabía bogar, y Churchill se vio obligado a empuñar los remos y luchar durante unos cuantos siglos más. Nunca había conocido unas seis millas tan largas y tan penosas. Le dolía terriblemente todo el cuerpo y sus miembros estaban cada vez más entumecidos. A una orden suya, el hombre del esquife cogió el achicador y le arrojó agua salada al rostro.
El Athenian estaba levando anclas cuando llegaron a su altura, y Churchill había llegado al final de sus fuerzas.
—¡Esperen! ¡Esperen! —gritó roncamente—. ¡Un mensaje importante! ¡Esperen!
Luego dejó caer la barbilla sobre su pecho y se quedó dormido. Cuando media docena de hombres empezaron a izarle hasta el barco, Churchill se despertó y agarró el maletín del mismo modo que un náufrago se agarra a una tabla.
Una vez en cubierta, se convirtió en motivo de horror y de curiosidad. De las ropas que llevaba al salir de White Horse no quedaban más que unos harapos, y su cuerpo no estaba en mejores condiciones que sus ropas. Había viajado durante cincuenta y cinco horas en condiciones espantosas. En aquel período de tiempo había dormido seis horas, y había perdido veinte libras de peso. Su rostro, sus manos y su cuerpo estaban cubiertos de magulladuras y de arañazos, y apenas podía ver. Trató de mantenerse en pie, pero fracasó en su intento, derrumbándose sobre la cubierta, aferrado al maletín y comunicando su mensaje.
—Y, ahora, llévenme a la cama —terminó—. Comeré cuando me despierte.
Le atendieron con todos los honores, transportándole en compañía del maletín de Bondell a la cámara nupcial, que era el camarote más amplio y más lujoso del barco. Permaneció dormido durante dos vueltas enteras de la saeta pequeña del reloj, y cuando los doscientos peregrinos de White Horse subieron a bordo acababa de bañarse y afeitarse, y se disponía a comer.
Cuando el Athenian llegó a Seattle, Churchill se había recuperado del todo y desembarcó con el maletín de Bondell en la mano. Se sentía orgulloso de aquel maletín. Era una prueba palpable de su integridad y de que se podía confiar en él.
Se encaminó directamente a la casa de Bondell. Louis Bondell se alegró mucho de verle, le estrechó afectuosamente las manos y le hizo pasar al interior de su casa.
—Muchas gracias, viejo; ha sido muy amable en traérmelo —dijo Bondell, cuando Churchill le entregó el maletín.
Lo depositó cuidadosamente sobre una especie de diván y empezó a atosigar a preguntas al recién llegado.
—¿Qué tal el viaje? ¿Cómo están los muchachos? ¿Qué ha sido de Bill Smithers? ¿Continúa Del Bishop con Pierce? ¿Vendió mis perros? Tiene usted muy buen aspecto. ¿En qué barco ha venido?
Churchill contestó pacientemente a todas las preguntas, hasta que transcurrió media hora y se produjo la primera pausa en la conversación.
—¿No cree usted que sería mejor que le echara una mirada? —sugirió, señalando el maletín con un gesto.
—¡Oh! Todo está perfectamente —respondió Bondell—. Tengo plena confianza en Mitchell.
—Preferiría que le echara un vistazo —insistió Churchill—. Cuando entrego una cosa me gusta saber que ha llegado en perfectas condiciones. Siempre hay la posibilidad de que alguien pueda haberlo tocado mientras yo estaba dormido, o algo por el estilo.
—No hay nada importante, viejo —respondió Bondell, con una amplia sonrisa.
—Nada importante… —repitió Churchill, con voz desmayada. Luego habló en tono decidido—: Bondell, ¿qué hay en ese maletín? Quiero saberlo.
Louis Bondell le miró con una expresión entre asombrada y divertida, salió de la habitación y regresó con un manojo de llaves. Abrió el maletín y sacó de su interior un revólver Colt del cuarenta y cuatro. A continuación sacó unas cuantas cajas de munición para el revólver y varias cajas de cartuchos de Winchester.
Churchill cogió el maletín y comprobó que estaba vacío.
—El revólver está oxidado —dijo Bondell—. Debe de haber estado expuesto a la lluvia.
—Sí —respondió Churchill—. Está completamente oxidado. Creo que be sido un poco descuidado.
Se puso en pie y salió de la casa. Diez minutos después Bondell salió y le encontró en los escalones del porche, sentado, con los codos apoyados en las rodillas y la barbilla entre las manos, contemplando fijamente un punto indeterminado del espacio.
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