Jack London
(San Francisco, California, 1876 – Glen Ellen, California, 1916)
En el origen del mundo (1910)
(“When the World Was Young”)
Originalmente publicado en The Saturday Evening Post
(10 de septiembre de 1910);
The Night-Born
(Nueva York: The Century Co., 1913, 290 págs.)
I
Era un hombre tranquilo y dueño de sí mismo que se
había sentado un momento en lo alto del muro para sondear
la húmeda oscuridad en busca de señales del peligro
que pudiese esconder. Pero su oído solo le transmitió el
gemido del viento entre unos árboles invisibles y el susurro
de las hojas que provocaba el movimiento de las ramas. Una densa
niebla avanzaba empujada por la brisa y, aunque no podía verla, sintió
su humedad en el rostro; además, el muro sobre el que se sentaba estaba mojado.
Había ascendido desde el exterior sin hacer ruido y de la misma forma saltó al interior
del recinto. Sacó una linterna del bolsillo, pero no la utilizó. Aunque el camino estaba
oscuro, no le preocupaba la falta de luz. Con la linterna en la mano y un dedo sobre
el interruptor, avanzó rodeado de tinieblas. El suelo parecía aterciopelado y mullido
porque estaba cubierto de agujas de pino, hojas y mantillo que nadie había tocado desde
hacía años. Las ramas y las hojas rozaban su cuerpo al pasar, pero la oscuridad no le
permitía evitarlas. Al poco extendió la mano para tantear el camino y en más de una ocasión
tropezó contra el tronco macizo de algún árbol gigantesco. Sabía que estaba rodeado
de árboles, sentía su presencia por todas partes y tuvo la extraña sensación de ser
microscópicamente pequeño en medio de aquellas moles enormes que se inclinaban
hacia él para aplastarlo. Sabía que más adelante se hallaba la casa y esperaba encontrar
alguna senda o vereda serpenteante que lo llevara hasta ella.
Llegó un momento en el que se vio atrapado. Por todos lados se topaba con árboles
y ramas o tropezaba con matorrales de maleza sin encontrar una salida. Entonces encendió
la linterna y, prudentemente, dirigió su rayo hacía el suelo, bajo los pies. Muy despacio, lo fue moviendo a su alrededor y la luz le mostró con todo detalle los obstáculos
que impedían su avance. Vio un hueco entre los enormes troncos de unos árboles y se
introdujo en él, apagando la linterna y pisando un suelo aún seco, protegido de la humedad
de la niebla por el denso follaje que lo cubría. Tenía buen sentido de la orientación
y sabía que iba hacia la casa.
Entonces ocurrió algo impensable e inesperado. Su pie pisó algo blando y vivo que se
alzó con un bufido al sentir el peso de su cuerpo. Él pegó un salto y se agachó a la espera
de volver a saltar, tenso y vigilante, preparado para la acometida de lo desconocido.
Aguardó un momento, preguntándose qué clase de animal sería eso que se había librado
del peso de su pie y que no hacía ruido ni se movía porque debía estar agachado y a la
espera, tan tenso y vigilante como él. La incertidumbre se volvió insoportable. Levantó la
linterna, presionó el interruptor, vio y gritó lleno de miedo. Estaba preparado para encontrarse
cualquier cosa, desde un cervatillo asustado a un león beligerante, pero no para lo
que había visto. En ese instante, la luz de su diminuta linterna, nítida y blanca, le había
mostrado algo que no podría olvidar en mil años: un hombre rubio y enorme, de pelo y
barba amarillos, que solo llevaba unos mocasines de cuero curtido y lo que parecía una
piel de cabra en la cintura. Brazos y piernas quedaban desnudos, al igual que los hombros
y la mayor parte del pecho. Tenía la piel suave y sin pelo, aunque curtida por el sol y el
viento, bajo la que los músculos se anudaban como si fuesen serpientes.
Sin embargo, eso no era lo que lo había llevado a gritar, por muy inesperado que
resultase. Lo que provocó su miedo fue la atroz ferocidad del rostro, la mirada de animal
salvaje de los ojos azul claro apenas deslumbrados por la luz, las agujas de pino
enredadas y adheridas a la barba y al pelo, y aquel cuerpo formidable, agazapado y a
punto de saltar sobre él. Prácticamente en el mismo instante en que lo vio, y mientras
aún se oía su grito, la cosa saltó, y él le lanzó la linterna y se tiró al suelo. Sintió el golpe
de los pies contra sus costillas, se levantó de inmediato y huyó, al tiempo que la cosa,
debido al impulso, caía hacia delante entre la maleza.
Cuando el ruido de la caída se apagó, el hombre se detuvo y esperó a cuatro patas.
La oía moverse, buscándolo, y temía revelar su situación si intentaba huir más lejos.
Sabía que no podría evitar que crujiese la maleza. Sacó el revólver, pero cambió de idea.
Había recuperado la calma y tenía la esperanza de poder marcharse sin hacer ruido. En
varias ocasiones oyó a la cosa golpear los matorrales en su busca, aunque también a
veces se quedaba quieta y escuchaba. Eso le dio una idea al hombre. Tenía una mano
apoyada en un pedazo de madera. Con mucho cuidado, tanteando primero a su alrededor
en la oscuridad para asegurarse de que su brazo no tropezaría con algún obstáculo,
alzó la madera y la lanzó. Era un trozo pequeño y llegó lejos antes de aterrizar, haciendo
mucho ruido, entre los arbustos. Oyó a la cosa saltar en esa dirección y, al mismo
tiempo, se arrastró para alejarse más de allí. Continuó avanzando a cuatro patas, muy
despacio y con cuidado, hasta que la humedad del mantillo le empapó las rodillas.
Cuando escuchaba solo oía el gemido del viento y el goteo de la niebla desde las ramas.
Siempre con gran precaución, se puso en pie y llegó hasta el muro de piedra, al que
trepó y desde el que saltó al camino exterior.
Tras tantear entre unos arbustos, sacó una bicicleta y se dispuso a montar en ella.
Estaba empezando a mover la cadena con el pie para situar en posición los pedales
cuando oyó el ruido sordo de un cuerpo pesado que aterrizaba con facilidad y sin perder
el equilibrio. No esperó más y echó a correr con las manos en el manillar de la bici,
hasta que pudo pasar la pierna por encima del tubo, sentarse en el sillín, hacerse con
los pedales y acelerar sin descanso. Tras él, oía las rápidas pisadas sobre el polvo del
camino, pero continuó alejándose de ellas y dejó de oírlas.
Por desgracia, había arrancado en dirección opuesta a la ciudad y se dirigía, cuesta
arriba, hacia las colinas. Sabía que en esa carretera no había intersecciones. La única
forma de regresar era volver a pasar por delante de aquel espanto y no conseguía armarse
de valor para hacerlo. Después de media hora, al darse cuenta de que el camino se
empinaba cada vez más, desmontó. Para mayor seguridad, dejó la bici en la cuneta, saltó
una valla, se adentró en lo que le pareció una tierra de pastoreo en la ladera, extendió
un periódico sobre la hierba y se sentó.
—¡Rayos! —dijo en voz alta mientras se secaba el sudor y la niebla del rostro.
Y “¡Rayos!” volvió a decir, liando un cigarrillo al tiempo que meditaba sobre el problema
de cómo regresar.
Pero no intentó volver. Estaba decidido a no internarse en esa carretera a oscuras y,
con la cabeza apoyada en las rodillas, dormitó, a la espera de que llegase el día.
No supo cuánto tiempo había transcurrido cuando lo despertó el ladrido agudo de
una cría de coyote. Al mirar a su alrededor y localizarla sobre la cima que se alzaba a
su espalda, se fijó en el cambio experimentado en la faz de la noche. La niebla había
desaparecido, las estrellas y la luna brillaban y el viento había dejado de soplar. Se
había transformado en una cálida noche de verano californiana. Intentó dormitar de
nuevo, pero el ladrido del coyote lo molestaba. Amodorrado, oyó un canto sobrecogedor
y salvaje. Miró en torno a él y se fijó en que el coyote había dejado de hacer ruido y se
alejaba corriendo por la cima de la colina; tras él, persiguiéndolo, ya sin cantar, corría
la criatura desnuda con la que se había tropezado en el jardín. El coyote era joven y casi
lo había atrapado cuando ambos salieron de su campo de visión. El hombre se puso en
pie temblando, trepó la valla como pudo y montó en la bici. Era su oportunidad y lo
sabía. Aquel espanto ya no se encontraba entre él y Mill Valley.
Pedaleó a una velocidad de vértigo colina abajo, pero al llegar al fondo, en una
curva y en plena oscuridad, se encontró con un bache y salió volando por encima del
manillar.
—No es mi noche —murmuró mientras examinaba la horquilla rota de la bicicleta.
Continuó andando, con la bici al hombro. Cuando llegó ante el muro de piedra, casi
dudando de la experiencia vivida, buscó huellas en el camino y las encontró: huellas
grandes de mocasín, muy marcadas en la zona de los dedos. Se hallaba inclinado sobre
ellas, estudiándolas, cuando volvió a oír aquel canto sobrecogedor. Había visto a la cosa
perseguir al coyote y sabía que no tenía la más mínima posibilidad de ganarle corriendo.
No lo intentó. Se resignó a ocultarse entre las sombras del lateral del camino.
De nuevo vio a la cosa que parecía un hombre desnudo, corriendo veloz, ligera y sin
dejar de cantar. Se detuvo frente a él y sintió que se le paraba el corazón. Pero en lugar
de acercarse a su escondite, dio un salto, se agarró a la rama de un árbol y se balanceó
de rama en rama, como un mono. Así cruzó el muro y pasó a las ramas de otro árbol,
desde el que saltó al suelo, por lo que dejó de verla. El hombre esperó unos minutos y
luego continuó camino.
II
Dave Slotter se inclinó agresivamente sobre el escritorio que impedía la entrada al despacho privado de James Ward, socio principal de Ward, Knowles & Co. Dave estaba
enfadado. Todos los presentes en la oficina lo habían mirado con suspicacia y el hombre
que ahora tenía frente a él se mostraba excesivamente receloso.
—Dígale al señor Ward que es importante —insistió.
—Ya le he dicho que está dictando un documento y no se le puede molestar —fue la respuesta—. Vuelva mañana.
—Mañana será tarde. Vaya y dígale al señor Ward que es un asunto de vida o muerte.
El secretario dudó y Dave aprovechó la ventaja.
—Dígale que anoche anduve por la bahía de Mill Valley y que quiero advertirlo de algo.
—¿Cómo se llama? —fue la pregunta.
—Eso da igual. No me conoce.
Cuando Dave entró en el despacho conservaba su agresividad, pero, al ver que un
hombre grande y rubio se daba la vuelta en su silla giratoria e interrumpía el dictado a
su taquígrafa para mirarlo, el estado de ánimo de Dave cambió de repente. No sabía por
qué había cambiado, sin embargo, se sintió enfadado consigo mismo.
—¿Es usted el señor Ward? —preguntó con una petulancia que lo irritó todavía más.
—Sí —fue la respuesta—. ¿Quién es usted?
—Harry Bancroft —mintió Dave—. No me conoce y da igual cómo me llame.
—¿Ha mandado decirme que anoche estuvo en Mill Valley?
—Usted vive allí, ¿no? —respondió Dave, mirando con suspicacia a la taquígrafa.
—Sí. ¿Por qué desea verme? Estoy muy ocupado.
—Me gustaría hablar a solas con usted, señor.
El señor Ward le dedicó una mirada penetrante, dudó y luego se decidió.
—Descanse unos minutos, señorita Potter.
La joven se levantó, recogió sus notas y salió. Dave miró preocupado al señor Ward, hasta que el caballero puso fin a la cadena de ideas que acaba de ocurrírsele.
—¿Y bien?
—Anoche estuve en Mill Valley —empezó a decir Dave, no muy seguro de cómo continuar.
—Eso ya me lo ha dicho. ¿Qué es lo que quiere?
Y Dave decidió seguir, convencido de que no había quien se creyera semejantes ideas.
—Estuve en su casa. Bueno, en su finca.
—¿Y qué hacía allí?
—Fui a robar —respondió Dave con total franqueza—. Oí decir que vivía solo con
un cocinero chino y me pareció que sería fácil. Pero no llegué a entrar. Ocurrió algo que
me lo impidió. Por eso estoy aquí. Vengo a avisarlo. En su finca anda suelto un salvaje,
un verdadero demonio. Podría hacer pedazos a un tipo como yo. Me obligó a correr como
en mi vida. No lleva nada que pueda llamarse ropa, se sube a los árboles como un mono
y corre como un ciervo. Lo vi perseguir a un coyote y le aseguro que, cuando dejé de
verlos, estaba a punto de atraparlo.
Dave se detuvo y esperó a ver qué efecto causaban sus palabras. Pero no ocurrió
nada. James Ward conservaba la calma y mostraba una leve curiosidad.
—Extraordinario. Es algo extraordinario —murmuró—. Un salvaje, dice usted.
¿Por qué ha venido a contármelo?
—Para avisarle de que corre peligro. Soy un tipo bastante duro, pero no me gusta
que muera nadie… al menos si no es necesario. Me di cuenta de que estaba usted en
peligro y se me ocurrió avisarlo. Le prometo que solo se trata de eso. Por supuesto, si
quiere darme algo por la molestia, lo aceptaré. Eso también lo había pensado. Pero no
me importa si me da algo o no. Yo se lo he advertido igual y he cumplido con mi deber.
El señor Ward se quedó pensando mientras tamborileaba con los dedos sobre la
superficie de su escritorio. Dave se fijó en que tenía unas manos grandes y fuertes, muy
bien cuidadas, aunque de piel curtida por el sol. También se fijó en algo que había llamado
antes su atención: un diminuto apósito del color de la carne que llevaba en la frente,
sobre uno de los ojos. Pero la idea que intentaba abrirse paso en su mente continuaba
resultando imposible de creer.
El señor Ward cogió la cartera del bolsillo de su chaqueta, sacó un billete y se lo
pasó a Dave, quien al guárdalo vio que era de veinte dólares.
—Gracias —dijo el señor Ward, indicando que el encuentro había terminado—.
Haré que investiguen el asunto. Un salvaje suelto por ahí es peligroso.
Pero el señor Ward se mostraba tan tranquilo que Dave recuperó el valor. Además,
se le había ocurrido una nueva teoría. Sin duda, el salvaje era hermano del señor Ward,
un loco recluido en secreto. Dave había oído contar casos parecidos. Tal vez el señor
Ward deseaba que no se supiera. Por eso le había dado veinte dólares.
—Oiga —empezó a decir Dave—, ahora que lo pienso, ese salvaje se parecía
mucho a usted…
Dave no logró decir nada más, porque presenció una transformación que lo dejó
mirando a los mismos ojos azules, atrozmente feroces, de la noche anterior, a las mismas
manos como garras y al mismo cuerpo formidable y a punto de saltar sobre él. Pero
entonces no tenía su linterna para arrojársela y el otro lo agarró por los bíceps de ambos
brazos con tanta fuerza que gimió de dolor. Vio surgir unos dientes grandes y blancos,
como los de un perro a punto de morder. La barba del señor Ward le rozó el rostro cuando
los dientes buscaron clavarse en su cuello. Pero no llegó a hacerlo. Dave sintió que
el cuerpo del otro se ponía rígido, como si ejerciera un control férreo sobre él, y luego
lo arrojó a un lado sin esfuerzo, pero con semejante energía que solo la pared detuvo su
impulso, por lo que cayó al suelo casi sin respiración.
—¿Qué pretende al venir aquí e intentar chantajearme? —rugió el señor Ward—. Vamos, devuélvame el dinero.
Dave le entregó el billete sin decir ni una palabra.
—Creí que traía buenas intenciones. Ahora ya sé cómo es. No quiero volver a verlo ni a saber nada de usted, o lo meteré en la cárcel, que es donde debería estar, ¿entendido?
—Sí, señor —jadeó Dave.
—Pues váyase.
Dave se marchó sin abrir la boca, con un dolor intolerable de bíceps debido a la fuerza con la que el otro lo había agarrado. En el momento en que posó la mano en el pomo de la puerta, el señor Ward habló:
—Ha tenido suerte —le dijo, y Dave vio que su rostro y sus ojos destilaban crueldad y se regodeaban con orgullo—. Ha tenido suerte. De haberlo querido, le habría arrancado los músculos de los brazos y los habría arrojado a la papelera.
—Sí, señor —contestó Dave y en su voz vibró una convicción absoluta.
Abrió la puerta y salió. El secretario lo miró con aire interrogativo.
—¡Rayos! —fue lo único que se dignó responder Dave.
Y con esa declaración, salió de la oficina y de este relato.
III
James G. Ward tenía cuarenta años, éxito en los negocios y era muy infeliz. Durante cuarenta años había intentado resolver, en vano, un problema que en realidad era él
mismo y que con el paso del tiempo se había convertido en una triste desgracia. En su
interior había dos hombres y, cronológicamente hablando, a esos hombres los separaban
varios miles de años. Había estudiado la cuestión de la doble personalidad probablemente
con más profundidad que cualquiera de la media docena de destacados especialistas
en tan misterioso e intrincado campo psicológico. Su caso se diferenciaba de todos
los que se habían documentado hasta la fecha. Ni las más descabelladas fantasías de los
escritores de ficción podían ayudarlo. No era un Dr. Jekyll y Mr. Hyde, ni era como el
desdichado joven de El cuento más hermoso del mundo, de Kipling. Sus dos personalidades
estaban tan mezcladas que prácticamente siempre eran conscientes de sí mismas
y cada una de la existencia de la otra.
Uno de sus yoes era un hombre de crianza y educación modernas que había vivido
los últimos años del siglo XIX y buena parte de la primera década del XX. Su otro yo lo
situaba como un salvaje y un bárbaro que subsistía bajo las condiciones primitivas de
varios miles de años antes. Pero nunca sabía decir cuál de esos dos yoes era él y cuál
era el otro. Porque era ambos y lo era siempre. En contadas ocasiones sucedía que uno
de los yoes no supiera lo que hacía el otro. Sin embargo, no tenía recuerdos ni visiones
del pasado en el que había habitado su yo más primitivo. Ese yo primitivo existía en el
presente, aunque se veía impulsado a vivir la vida que habría llevado tantos miles de
años antes.
De niño había supuesto un problema para sus padres y los médicos de la familia, a
pesar de que nunca se habían siquiera acercado al motivo de su imprevisible comportamiento.
Por eso no comprendían su excesiva somnolencia por las mañanas ni su excesiva
actividad por las noches. Cuando lo encontraban deambulando por los pasillos en
plena noche, subido a los tejados más altos o corriendo por las colinas decían que era
sonámbulo. En realidad, estaba perfectamente despierto, aunque bajo el impulso que le
llevaba a vagabundear de noche a su yo más primitivo. En una ocasión contó la verdad,
al ser interrogado por un médico algo duro de mollera, y sufrió la ignominia de ver cómo
descartaban su revelación y, con desprecio, la calificaban de “sueños”.
El caso era que, al acercarse el crepúsculo y la noche, se desvelaba y se sentía más
alerta. Las cuatro paredes de una habitación lo molestaban y lo reprimían. Oía miles de
voces que susurraban en la oscuridad. La noche lo llamaba porque en esencia, durante
ese período de las veinticuatro horas, era un merodeador nocturno. Nadie lo entendía y
él no volvió a intentar explicarlo. Lo clasificaron como sonámbulo y tomaron medidas al
respecto, precauciones que muy a menudo resultaban inútiles. Al ir creciendo, aumentó
su astucia y logró pasar la mayor parte de la noche al aire libre, desarrollando su otro
yo. Por eso se dormía por la mañana. Resultaba imposible que fuese al colegio y estudiase
durante ese período del día, y solo consiguieron que aprendiese por las tardes,
bajo la tutela de profesores particulares. Así se educó y se desarrolló su yo moderno.
Pero siguió siendo un problema. Lo tenían por un diablillo dominado por la crueldad
y la brutalidad. Los médicos de la familia decretaron que era una monstruosidad
mental y un degenerado. Los pocos compañeros de su edad que conservaba lo consideraban
un prodigio, aunque todos lo temían. Siempre les ganaba escalando, nadando,
corriendo y haciendo travesuras y ninguno se atrevía a pelear con él. Era terriblemente
fuerte y se enfurecía con demasiada violencia.
A los nueve años huyó a las colinas, donde se fortaleció y merodeó por las noches
durante siete semanas, hasta que lo descubrieron y se lo llevaron a casa. Todos se asombraron
de que hubiese logrado subsistir y mantenerse en buenas condiciones durante
ese tiempo. No sabían, y él nunca lo contó, que había matado conejos, capturado y devorado
codornices, saqueado los gallineros de varios granjeros y que se había preparado
una guarida en una cueva, alfombrada con hojas y hierba seca, en la que durmió muy
cómodo y sin pasar frío las mañanas de muchos días.
En la Universidad se hizo famoso por su somnolencia y su estupidez durante las clases
de la mañana y por su genialidad en las de la tarde. Gracias a sus lecturas adicionales
y a los apuntes prestados por sus compañeros consiguió aprobar por los pelos las
asignaturas de la mañana y triunfar en las de la tarde. En fútbol americano era un gigante
que inspiraba miedo, y se podía contar con él como ganador en casi todos los tipos de
atletismo, a pesar de algunos arrebatos de ira incontrolables que a veces lo dominaban.
Pero nadie quería boxear con él, ya que durante su último combate había clavado los
dientes en el hombro de su adversario.
Tras la Universidad, su padre, desesperado, lo envió a vivir entre los vaqueros de un
rancho de Wyoming. Tres meses después, esos hombres valientes confesaron que no
podían con él y telegrafiaron al padre para que se llevara a aquel salvaje. Además, cuando
el padre fue a buscarlo, los vaqueros admitieron que preferían mil veces relacionarse
con una panda de caníbales violentos, locos incoherentes, gorilas juguetones, osos
grizzly y tigres devoradores de hombres que con aquel joven universitario peinado con
raya al medio.
Había una excepción a la falta de memoria relativa a la vida llevada por su yo primitivo:
el lenguaje. Por algún capricho atávico, conservaba en su memoria racial cierta
parte del lenguaje de su yo primitivo. En los momentos de felicidad, exaltación o lucha
era propenso a estallar en cantos bárbaros. De esa forma localizó en el tiempo y en el
espacio a esa mitad perdida que en realidad debería llevar miles de años muerta. En
una ocasión entonó deliberadamente varios de esos cánticos antiguos en presencia del
profesor Wertz, que impartía anglosajón y que era un filólogo afamado y apasionado. Al
oír el primero, el profesor prestó atención y quiso saber qué lengua híbrida era aquella.
Cuando interpretó el segundo canto, el profesor se mostró muy entusiasmado. James
Ward concluyó su actuación con un cántico que irresistiblemente salía de su boca cuando
luchaba o peleaba como un salvaje. Entonces el profesor Wertz anunció que era alemán
primitivo o teutón primitivo, de una época muy anterior a todo lo descubierto y
transmitido por los especialistas. Tan primitivo era que lo sobrepasaba, aunque estaba
repleto de fascinantes reminiscencias de construcción de vocablos que él conocía y que
su cualificada intuición tenía por reales y auténticas. Quiso saber de dónde provenían
esos cantos y pidió prestado el valioso libro que los contenía. Además, preguntó por qué
el joven Ward se había hecho pasar por alguien profundamente ignorante de las lenguas
germánicas. Ward no pudo explicar su ignorancia ni prestarle el libro. Por consiguiente,
tras varias semanas de súplicas y ruegos, el profesor Wertz sintió antipatía hacia el
joven, lo consideró un mentiroso y lo clasificó como alguien terriblemente egoísta por
no permitirle ver ese texto maravilloso, más antiguo que el más antiguo que cualquier
filólogo hubiese conocido o soñado jamás.
Pero de poco le sirvió a ese joven tan contradictorio saber que una de sus mitades era
americana moderna y la otra teutona antigua. Sin embargo, el americano moderno que
había en él no era un enclenque y fue él (si era un «él» y tenía la más mínima posibilidad
de existir sin su otra mitad) quien forzó un ajuste o compromiso entre ese yo que era
un salvaje merodeador nocturno y mantenía a su otra mitad somnolienta por las mañanas
y ese otro yo culto y refinado que deseaba ser normal y vivir, amar y entregarse a una profesión
como el resto de la gente. Dedicaba las tardes enteras a uno y las noches al otro;
las mañanas y parte de la noche las empleaba a dormir para los dos. Pero por las mañanas
dormía en la cama como un hombre civilizado. Por la noche dormía como un animal
salvaje, como hacía la noche que Dave Slotter tropezó con él en el bosque.
Persuadió a su padre para que le adelantase el capital y fundó un negocio que sacó
adelante y convirtió en un gran éxito volcándose en él por las tardes, mientras su socio
se encargaba de las mañanas. Dedicaba las últimas horas de la tarde a la vida social, pero
al llegar las nueve o las diez se apoderaba de él una inquietud irresistible que lo obligaba
a dejar de frecuentar a los seres humanos hasta la tarde siguiente. Sus amigos y conocidos
pensaban que destinaba demasiado tiempo al deporte. Y tenían razón, aunque
nunca habrían adivinado la naturaleza del deporte que practicaba, ni siquiera si lo hubiesen
visto perseguir coyotes de noche en las colinas de Mill Valley. Tampoco nadie creía
a los capitanes de goleta que afirmaban haber visto, en las mañanas más frías del invierno,
a un hombre nadando entre el oleaje de Racoon Strait o las corrientes formadas entre
la Isla de Yerba Buena y la Isla de los Ángeles, a varias millas náuticas de la costa.
Vivía en su bungaló de Mill Valley con la única compañía de Lee Sing, su cocinero
chino y factótum, que sabía mucho de las rarezas de su señor y que recibía un buen
sueldo a cambio de callar, por lo que nunca dijo nada al respecto. Tras la satisfacción
de la noche, el sueño de la mañana y el desayuno preparado por Lee Sing, James Ward
cruzaba la bahía hasta San Francisco en el ferry de mediodía y acudía a su club o al
despacho, como cualquier hombre de negocios convencional de la ciudad. Pero a medida
que la tarde se alargaba, la noche ejercía su domino sobre él. Todos sus sentidos se
despertaban y se apoderaba de él la inquietud. Su capacidad auditiva mejoraba de
repente y una miríada de ruidos nocturnos lo llamaba y lo atraía sin remedio. Si se
encontraba a solas, empezaba a recorrer la estancia a grandes pasos, de un lado a otro,
como un animal salvaje enjaulado.
En una ocasión se arriesgó a enamorarse. Nunca más se permitió semejante distracción.
Tuvo miedo. Durante varios días la joven —seguramente aterrorizada— soportó en
brazos, hombros y muñecas varios cardenales como muestra de las caricias que él le
había dedicado con total afecto y ternura, pero a una hora de la noche demasiado tardía.
Ese fue su error. Si se hubiese limitado a cortejarla por la tarde, todo habría salido
bien, porque se habría comportado como un caballero discreto y contenido, pero por la
noche era el salvaje tosco y ladrón de mujeres de los oscuros bosques germánicos. Su
sentido común le dijo que, si limitaba el cortejo a las tardes, podría tener éxito; pero ese
mismo sentido común lo convenció de que el matrimonio sería un tremendo fracaso. Le
horrorizaba pensar en casarse y encontrarse con su esposa después de anochecer.
Así que rehuyó todo cortejo, reguló su doble vida, ganó un millón limpio con sus
negocios, evitó a las madres casamenteras y a las jóvenes de mirada ávida y luminosa,
conoció a Lilian Gersdale y se obligó a no verla jamás después de las ocho de la tarde,
persiguió coyotes por las noches y durmió en sus guaridas del bosque. Durante todo ese
tiempo había logrado guardar su secreto, exceptuando a Lee Sing… Y ahora, a Dave
Slotter. Le aterrorizaba el hecho de que este hubiese descubierto la existencia de sus
dos yoes. A pesar del susto que le había metido al ladrón, era posible que acabase por
hablar. Y aunque no lo hiciera, antes o después alguien más podría descubrirlo.
Así que James Ward realizó un nuevo y heroico esfuerzo por controlar al bárbaro teutónico
que había en él. Tanto se preocupó de ver a Lilian solo por las tardes que llegó el
momento en que ella lo aceptó en lo bueno y en lo malo, y en el que él rezó, en privado
y con fervor, para que no fuese en lo malo. Durante esa época ningún boxeador profesional
se entrenó con mayor severidad y entusiasmo que él, dispuesto a doblegar al salvaje
que llevaba dentro. Entre otras cosas, se esforzó por agotarse durante el día para que el
sueño lo dejase sordo a la llamada de la noche. Se tomó unas vacaciones y las dedicó a
largas cacerías, durante las que siguió a los ciervos por los lugares más inaccesibles y
abruptos que pudo hallar… siempre de día. La noche lo encontraba bajo techo y agotado.
En casa instaló una veintena de máquinas para hacer ejercicio y repetía cientos de
veces movimientos que otros hombres hacían solo diez. Además, como solución intermedia,
construyó un porche para dormir en la segunda planta. Allí, al menos respiraba el
bendito aire nocturno. Unas barreras dobles impedían que se escapase al bosque y todas
las noches Lee Sing lo encerraba bajo llave para volver a soltarlo por la mañana.
En el mes de agosto contrató servicio adicional para ayudar a Lee Sing y se atrevió
a dar una fiesta en su bungaló de Mill Valley. Los invitados eran Lillian, su madre y su
hermano, y media docena de amigos comunes. Todo fue bien durante dos días y dos
noches. La tercera noche, jugando al bridge hasta las once, se sentía justamente orgulloso
de sí mismo. Ocultaba con éxito su inquietud, pero el azar dispuso que Lilian Gersdale
fuese su oponente y ocupase un lugar a su derecha. Se trababa de una mujer frágil
y delicada y, en su estado de ánimo nocturno, esa fragilidad lo enfurecía. No porque la
amase menos, sino porque se sentía casi irresistiblemente impelido a darle un zarpazo
y herirla. En especial cuando se concentraba en jugar una mano ganadora contra él.
Mandó que le llevasen a uno de sus lebreles escoceses y, cuando parecía que la tensión
lo iba a hacer estallar en pedazos, la aliviaba posando la mano sobre el animal y
acariciándolo. El contacto con su pelaje lo tranquilizaba al instante y le permitía continuar
jugando. Nadie imaginó la terrible lucha que libraba su anfitrión mientras reía de
forma tan natural y jugaba entusiasmado, sin prisa.
Cuando dio las buenas noches a Lilian, se ocupó de que hubiese más gente presente.
Ya en el porche en el que dormía y encerrado bajo llave, dobló, triplicó y cuadruplicó
los ejercicios hasta que, exhausto, se dejó caer sobre el sofá, en busca del sueño y de
la solución a dos problemas que le preocupaban especialmente. Uno era el ejercicio físico.
Parecía una paradoja. Cuanto más se ejercitaba en exceso, más fuerte se volvía.
Aunque era verdad que así agotaba a su yo teutónico y merodeador nocturno, pensaba
que solo estaba retrasando el día aciago en el que su fuerza resultaría desmesurada para
él y lo superaría; hasta el momento esa fuerza sería mucho más terrible de lo que había
sido hasta entonces. El otro problema era el de su matrimonio y las estratagemas que
iba a tener que emplear para evitar a su esposa después de oscurecer. Se durmió mientras
reflexionaba, en vano, al respecto.
La procedencia del enorme oso grizzly que apareció esa noche fue un misterio
durante mucho tiempo, mientras que los miembros del Circo Springs Brothers —que
representaba su espectáculo en Sausalito— buscaron sin resultado y durante mucho
tiempo a “Big Ben, el grizzly más grande en cautividad”. Big Ben se había escapado y,
de entre el laberinto de bungalós y propiedades rurales, escogió visitar los terrenos de
James J. Ward. El señor Ward fue consciente cuando se encontró en pie de repente, tembloroso
y tenso, con la imperiosa necesidad de luchar en el pecho y en los labios el viejo
canto de guerra. Del exterior llegaban los furiosos aullidos y ladridos de los perros. En
medio de aquel caos, reconoció, cortante como un cuchillo, la agonía de un perro herido.
Era uno de los suyos.
Sin ponerse las zapatillas y en pijama, reventó la puerta que Lee Sing había cerrado
con llave, corrió escaleras abajo y salió a la oscuridad de la noche. En cuanto sus
pies descalzos pisaron el camino de grava, se detuvo de repente, buscó bajo los peldaños
un escondite que conocía muy bien y de él sacó un garrote enorme de madera nudosa,
su viejo compañero en muchas aventuras de noches rabiosas en las colinas. El frenético
alboroto de los perros se acercaba y, mientras balanceaba el garrote, saltó hacia
los matorrales para enfrentarse a él.
Los que ocupaban la casa, ya despiertos, se reunieron en la ancha galería. Alguien
encendió la luz eléctrica, pero solo lograron ver sus propios rostros asustados. Más allá
del camino de entrada, vivamente iluminado, los árboles formaban un muro impenetrable
de oscuridad. Sin embargo, en algún punto de esa negrura tenía lugar una lucha
espantosa. Se oía el alboroto infernal de los animales, una gran cantidad de gruñidos y
rugidos, el ruido de los golpes al caer y el de la maleza al crujir y romperse bajo unos
cuerpos muy pesados.
La pelea avanzó desde el interior del bosque hasta el camino de entrada, justo bajo
los curiosos. Entonces oyeron gritar a la señora Gersdale y la vieron agarrase a su hijo
antes de desmayarse. Lilian, aferrada a la barandilla con tanta fuerza que tuvo las yemas
de los dedos magulladas durante varios días, miraba atenazada por el horror a un gigante
de cabello amarillo y ojos salvajes al que reconoció como el hombre que iba a ser su
esposo. Balanceaba un garrote enorme y luchaba ferozmente, sin perder la calma, contra
un monstruo peludo más grande que cualquier oso de los que ella hubiese visto
jamás. Un arañazo de las garras de la bestia había arrancado la chaqueta del pijama de
Ward y bañado su carne de sangre.
Aunque la mayor parte del miedo que sentía Lilian Gersdale era por el hombre al
que amaba, en buena medida también era por el hombre en sí. Jamás había soñado la
joven que un salvaje tan magnífico y formidable se ocultara bajo la camisa almidonada
y el convencional atuendo de su prometido. Y no tenía ni idea de cómo luchaba un hombre.
Pero aquella no era una lucha moderna, ni tenía ante sus ojos a un hombre moderno,
aunque eso ella no lo supiera. Porque aquel no era James J. Ward, el empresario de
San Francisco, sino un desconocido sin nombre, una criatura salvaje, ordinaria y primitiva
que, por algún capricho del azar, volvía a vivir tras muchos miles de años.
Los perros, sin dejar de alborotar como locos, rodeaban a los contendientes y a veces
embestían desde distintos puntos para distraer al oso. Cuando el animal se giraba para
atender a esas agresiones por los flancos, el hombre atacaba y usaba el garrote. Más
enfadado tras cada uno de esos golpes, el oso acometía y el hombre, apartándose de un
salto y esquivando a los perros, retrocedía o se movía en círculo. Entonces los perros
aprovechaban el hueco y volvían a atacar para atraer la ira del animal hacia ellos.
El final llegó de repente. Al girarse, el oso hizo blanco en uno de los perros con un
golpe amplio y demoledor que envió al pobre bicho por los aires, con las costillas hundidas
y el lomo roto, para caer a seis metros de distancia. Entonces el animal humano
enloqueció. Una ira incontrolable lo dominó y un grito inarticulado salió de su boca, se
abalanzó hacia el grizzly, balanceó el garrote salvajemente con ambas manos y lo dejó
caer sobre la cabeza del oso. Ni siquiera el cráneo de un grizzly podría soportar la fuerza
aplastante de semejante golpe, y el animal cayó para alegría de los perros, entre
cuyos correteos el hombre saltó sobre el oso y, bajo el resplandor de la luz eléctrica, apoyado
en el garrote, cantó su triunfo en una lengua desconocida. Era una canción tan
antigua que el profesor Wertz habría dado diez años de su vida por ella.
Los invitados corrieron a felicitarlo y aclamarlo, pero James Ward, que de repente
miraba a través de los ojos del teutón primitivo, vio a la frágil y hermosa joven del siglo
XX a la que amaba y sintió que algo se rompía en su cerebro. Se dirigió hacia ella tambaleándose
débilmente, dejó caer el garrote y estuvo a punto de desmayarse. Algo le
había ocurrido. En su mente sentía una agonía insoportable. Era como si su alma se
hubiese partido en dos y una de las partes hubiese huido. Para seguir la dirección de
los ojos entusiasmados de los otros, miró hacia atrás y vio el cadáver del oso. La imagen
lo llenó de pavor. Gritó y habría salido corriendo si no lo hubiesen contenido y guiado
al interior del bungaló.
James J. Ward sigue dirigiendo Ward, Knowles & Co. Pero ya no vive en el campo ni corre tras los coyotes a la luz de la luna. El teutón primitivo que había en él murió la
noche de la pelea con el oso en Mill Valley. James J. Ward ahora es solo James J. Ward
y no comparte su cuerpo con ningún anacronismo vagabundo del mundo primigenio. Tan
totalmente moderno es James J. Ward que conoce en su más amarga intensidad la maldición
del miedo civilizado. Ahora teme a la oscuridad y pensar en pasar una noche en
el bosque provoca en él el mayor de los terrores. Su casa de la ciudad está siempre
impecable y él muestra gran interés en cualquier dispositivo que sirva para evitar robos.
Su hogar es una maraña de cableado eléctrico y durante la noche cualquier invitado
encuentra casi imposible respirar sin hacer saltar alguna alarma. Además, consiguió
que inventaran para él una cerradura sin llave, de combinación, que los viajeros pueden
llevar en el bolsillo de su chaleco y utilizar de inmediato y sin fallos en cualquier
situación. Pero su esposa no lo tiene por cobarde. Lo conoce bien. Y, como cualquier
héroe, él se contenta con dormirse en los laureles. Los amigos que están al tanto del episodio
de Mill Valley jamás cuestionan su valentía.
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