Luigi Pirandello
(Agrigento, Italia, 1867 - Roma, 1936)


Berecche y la guerra (1915)
(“Berecche e la guerra”)
[Este relato, reelaborada para la edición de 1934, vol. XIV de Novelle per un anno,
utiliza y elabora materiales de la novela Otra vida (1915);
la novela Fragmento de una crónica de Marco Leccio (1919);
y la redacción previa de “Berecche y la guerra” (1915)]
Berecche e la guerra
[Novelle per un anno, vol. XIV]
(Milán: Mondadori, 1934)



I
La cervecería


       Afuera, otro sol. Calles del sur, bajo el azul ardiente del cielo, cortadas por sombras violentas y amoratadas. Y la gente que pasa, cargada de vida y de colores, bronceada y ligera. Voces en el sol y caminos sonoros.
       Dentro, el alemanote expatriado ha creado un poco de patria alrededor suyo, entre las cuatro paredes vestidas de madera de su cervecería; y respira su aire en el hedor de los troncos que llega del sótano contiguo, en el olor grasiento de los würstel amontonados en la barra, en las agrias cajas de especias estimulantes, todas con la etiqueta escrita en duros y rectos caracteres alemanes. Sus queridos caracteres alemanes —grandes, duros, rectos— están también en los brillantes y vivaces carteles turquesas, amarillos y rojos colgados en las paredes. Y las jarras, los krügel pintados, los vasos, dispuestos en orden en las estanterías, actúan como centinelas de la ilusión.
       Como una voz remota y angustiosa, a veces, cuando la cervecería está vacía y en penumbra, canta en el fondo de su alma la canción:

Nur in Deutschland, nur in Deutschland
Da will ich sterben…?

[“Sólo en Alemania, sólo en Alemania,
allí yo quiero morir”].

       Con una amplia y cordial sonrisa en el rostro rojizo, saludaba hasta ayer con alegres exclamaciones a sus fieles clientes romanos. Ahora está detrás de la barra con el ceño fruncido, inmóvil, y no saluda a nadie.
       Siempre el primero en llegar a la cervecería, Berecche lo mira conmovido desde el fondo de la sala, con su krügel delante. La emoción le da un aire torvo, porque también su estado, de un momento a otro, se ha vuelto complicado.
       Federico Berecche, hasta hace unos días, se pavoneaba de su origen alemán, evidente en la complexión angulosa, el pelo rojizo y los ojos azules, y también por el apellido Berecche, corrupción, según él, de un apellido genuinamente alemán. Y elogiaba todos los beneficios que le había reportado a Italia la larga alianza con los que entonces eran los imperios centrales, y además las virtudes del pueblo alemán, que él se empeñaba, desde hacía muchos años, en aplicar rigurosamente a sí mismo y al orden de su vida y de su casa. El método sobre todo. El método, el método.
       En aquella cervecería, en el mármol de una mesa, está dibujada su caricatura: un tablero de ajedrez y Berecche paseando por él con la pierna levantada como los fantoches alemanes y un yelmo puntiagudo en la cabeza.
       La caricatura representa un tablero de ajedrez porque Berecche ve el mundo así, como un tablero, y camina por él a la alemana, con movimientos ponderados y regulares, como honesto peón apoyado en el rey, en las torres, en los alfiles.
       Bajo aquella caricatura, un simpaticón escribió: «Edad Media», con un gran signo de exclamación.
       —¿Alemania? ¿Edad Media? —preguntó enfadado Federico Berecche cuando vio aquel dibujo en el mármol de la mesa, naturalmente sin reconocerse en la caricatura, pero reconociendo el yelmo alemán—. Edad Media, ¿Alemania? ¡Queridos míos! Primacía en la cultura, primacía en la industria, primacía en la música, y el ejército más formidable del mundo.
       Y como prueba de ello, después de sacar del bolsillo la cajita de madera amarilla y turquesa, encendió la pipa con un streichholz,
[fósforo]porque Berecche desdeña, considerándolo blando, el uso y la industria de los fósforos italianos.

       Por eso, ante el primer anuncio de la neutralidad declarada por Italia en el conflicto europeo, tuvo una reacción airada contra el gobierno italiano.
       —¿Y el pacto de alianza? ¿Italia retrocede? ¿Y quién, de ahora en adelante, podrá confiar en ella? ¿Neutrales? ¿Acaso este es el momento de quedarnos asomados a la ventana mientras todos se mueven? ¡Hay que actuar, por Dios! Y nuestro lugar…
       No lo dejaron terminar. Un coro de fieras protestas, de invectivas, de injurias, lo asaltó, abrumándolo. ¿El pacto de alianza? ¿Después de que Austria lo haya roto con una agresión? ¿Después de que Alemania, enloquecida, haya declarado la guerra a diestro y siniestro, hasta a las estrellas, sin avisarnos, sin tener en cuenta nuestras condiciones? ¡Ignorante! ¡Imbécil! ¿Cómo que mantener la palabra? ¿Combatir para que nos perjudiquen? ¿Ayudar a Austria a ganar? ¿Nosotros? ¿Y nuestras tierras irredentas? ¿Y nuestras costas, nuestras islas, con las flotas inglesa y francesa contra nosotros? ¿Podemos estar contra Inglaterra? ¡Ignorante! ¡Imbécil!
       Federico Berecche intentó defenderse, recordándoles a sus furibundos adversarios las ofensas de Francia.
       —¡Túnez! ¿Os habéis olvidado tan pronto de la razón de la triple alianza? ¿Y ahora mismo, durante la guerra en Libia, el contrabando con los turcos? Y mañana, ¡ignorantes, imbéciles, vosotros!, ¡mañana nos volveremos a ver en Campoformio o en Villafranca!
       Luego, tras ser interrumpido casi a cada palabra, intentó demostrar que en cualquier caso…
       —… con perdón… ¿Neutrales? ¿Qué neutrales? ¡De nombre, no de hecho! Porque en realidad, ¿existe un acto más hostil que este? Una ventaja inestimable sobre todo para Francia. Rebaño de ovejas… neutralidad… Pero Niccolò Machiavelli… (tenían el coraje de llamarlo ignorante, a él, profesor de Historia jubilado), seguro, Machiavelli, Machiavelli, acerca de los peligros de la neutralidad, acuñó el formidable dilema: «Si dos poderosos cercanos a ti llegan a las manos…».
       Un grito general interrumpió la cita. Pero, si él mismo hablaba de la neutralidad como palabra, no como hecho, ¿qué tenía que ver Machiavelli con su argumentación? ¡Acto hostil, sí, señores! ¡Contra Austria, sí, señores! Porque Austria actúa en nuestro perjuicio. Ha actuado sin avisarnos. Y tenemos que estarle agradecidos a la suerte porque Austria, con su acción irreflexiva, nos ha dejado libres. Mañana… ¿Qué? Francia y Rusia, al ganar, ¿no querrán tener en cuenta las ventajas derivadas de nuestra abstención? Eh, vamos a ver, Inglaterra se ocupará de protegernos, porque no podrá permitir, por su propio interés, una disminución de nuestra presencia en el Mediterráneo.
       Con tales y semejantes argumentos se defendió la neutralidad de Italia, tan calurosamente que finalmente Berecche tuvo que rendirse y no se atrevió a hablar más. La idea de que Italia, por su posición geográfica, sería mañana el timón de la situación lo impresionó muchísimo. ¡El timón de la situación! Quiere decir que la fortuna, en el momento oportuno, decidirá hacia dónde giraremos. Y la ruta no podrá ser dudosa.
       —¡Pero armémonos, al menos! —gritó Berecche exasperado, levantando sus puños peludos.
       Y así, entonando este grito —es inútil—, Federico Berecche se sintió, en el fondo de su corazón, alemán.

       Sin embargo, ayer por la noche, en la cervecería, no osó defender a los alemanes de las terribles acusaciones de sus amigos. Ni uno, tampoco el buen y somnoliento Fongi, siempre de acuerdo con él por amor a la paz, se mostró favorable a Alemania.
       El bueno de Fongi no decía nada, pero de vez en cuando se giraba a mirarlo temerosamente con el rabillo del ojo, tal vez esperando que reaccionara, que se rebelara de un momento a otro. Y Berecche casi tuvo la tentación de pegarle un puñetazo en la cara. Respiró aliviado cuando sus amigos, dejando de lado a los alemanes, se enfrascaron en consideraciones generales. Una especialmente se le quedó impresa, también por el aire oscuro y grave con el cual, en un momento de silencio, el amigo que estaba sentado frente a él la enunció mirando en el pequeño vaso el velo salivoso dejado por la espuma de la cerveza.
       —En suma, por muy funestos que sean los eventos y tremendas las consecuencias, podemos estar contentos al menos por esto: que nos haya tocado asistir al amanecer de otra era. Hemos vivido cuarenta, cincuenta, sesenta años, sintiendo que las cosas, tal como eran, no podían durar, que la tensión de los ánimos se volvía cada vez más violenta y tenía que ser interrumpida, que finalmente habría una explosión. Y sí, la ha habido. Terrible. Pero al menos, la presenciamos. Las ansias, los problemas, las angustias, las inquietudes de una espera tan larga e insoportable, tendrán un final y un desahogo. Veremos el mañana. Porque todo cambiará necesariamente, y todos saldremos de esta confusión espantosa con un alma nueva.
       Enseguida Berecche miró, en la sala, hacia una mesa y tres sillas de las cuales los clientes se levantaban. Las miró fijamente, advirtiendo una extraña y melancólica envidia por aquellas tres sillas y aquella mesa abandonadas.
       Se libró de esta sensación con un profundo suspiro, cuando otro de sus amigos empezó a decir:
       —¡Y quién sabe! Pensad que India, China, Persia, Egipto, Grecia, Roma fueron, durante una época, el centro de la vida en la tierra. Una luz se enciende y brilla durante siglos en una región, en un continente; luego, poco a poco, vacila, se apaga. ¡Quién sabe! Quizás ahora le toca a Europa. ¿Quién puede prever las consecuencias de un conflicto tan inaudito? Tal vez no gane nadie y todo se destruya, riquezas, industrias, civilizaciones. El centro de la vida quizás empezará a estar en las Américas, mientras aquí la ruina se volverá, poco a poco, total, y los barcos arribarán a las costas europeas como se arriba a tierras de conquista.
       En otro profundo suspiro, Berecche se vio lejos, muy lejos, con el resto de Europa, siendo empujado hacia el pasado, hacia la neblina de una fabulosa prehistoria. Poco después se levantó y se despidió bruscamente de sus amigos para volver a su casa.



II
De noche, por la calle


      La casa de Berecche está en una callecita remota, al fondo de via Nomentana.
       En aquella callecita, apenas trazada y todavía sin farolas, hay sólo tres villas, a la izquierda, construidas recientemente. A la derecha se extiende un seto que rodea terrenos en venta y que emana, en la humedad de la noche, un fresco olor a heno recién cortado.
       Menos mal que una de las tres villas ha sido comprada por un viejo prelado, muy rico, que vive allí con tres sobrinas, solteronas y marchitas, quienes al anochecer, por turnos, suben por una escalera para encender una lamparita ante la Virgen de porcelana blanquiazul, colocada en una esquina de la villa, desde hace un mes.
       Por la noche aquella lamparita piadosa alumbra la calle solitaria.
       Es como estar en el campo, y como a campo abierto se oye, en el silencio, el fragor lejano de los trenes nocturnos. Detrás de la cancilla de las villas, cada vez que hay ruido de pasos, los perros ladran furibundos. Pero al menos Berecche puede disfrutar del aire libre y de la quietud.
       Desde las cuatro ventanas de la planta baja, puede ver las estrellas en una ancha porción de cielo. Conversa largamente con ellas durante sus noches ociosas de tranquilo jubilado. Las estrellas y la luna, cuando luce. Y, bajo la luna, los pinos y los cipreses de Villa Torlonia. Él también tiene un jardín, de su exclusiva propiedad, con una fuente, cuyo sonido ligero y breve le es muy querido.
       Pero su mujer, ay de mí, sus dos hijas que se han quedado en casa, su único hijo, estudiante de Letras en la universidad, la sirvienta y ahora también el novio de la mayor de sus hijas no perciben en absoluto la poesía de la soledad, del cielo estrellado, de la luna por encima de los cipreses y de los pinos de la villa patricia, y resoplan y bostezan con hastío como perros hambrientos, ante el monótono y perpetuo sonido producido por aquella deliciosa fuente. Les parece como si estuvieran desterrados, en el exilio. Pero Berecche —método, método, método— aguanta, y ha renovado el contrato de alquiler por otros tres años.
       Ahora la pesadilla de la destrucción general, que apagará cualquier luz de ciencia y de civilización en la vieja Europa, se vuelve en su alma más grave y opresora cuanto más se hunde en la oscuridad de la calle remota y desierta, bajo las cuatro filas de grandes e inmóviles árboles.
       ¿Cómo será, cuál será la nueva vida, cuando la confusión espantosa sea helada en las ruinas? ¿Con qué alma saldrá él, con cincuenta y tres años?
       Otras necesidades, otras esperanzas, otros pensamientos, otros sentimientos. Todo cambiará necesariamente. Pero, mientras tanto, no lo harán estos grandes árboles, que no tienen pensamientos ni sentimientos. Con la humanidad cambiada a su alrededor, permanecerán idénticos, tal cuales son.
       Ay, ay, Federico Berecche tiene un gran miedo que no le será concedido superar, a él tampoco, en el fondo de su corazón, pase lo que pase en el tiempo que le queda. Se ha acostumbrado a conversar con las estrellas, cada noche, y ante su fría luz, los sentimientos terrenales se han enrarecido en su interior. No se diría, porque la voluntad de vivir, exteriormente, se manifiesta en él de manera tenaz en su manera metódica, alemana. Pero en el fondo está triste y cansado, de una tristeza que los eventos del mundo difícilmente podrán alterar.
       Ganen los franceses, los rusos o los ingleses, los alemanes o los austriacos; entre o no Italia en guerra; venga la miseria y la suciedad de la derrota o se celebre frenéticamente la victoria en todas las ciudades de la península; se transforme o no el mapa de Europa, nunca cambiará —esto es cierto— la ojeriza, el cerrado rencor de su mujer contra él, la pena de su vida transcurrida sin recuerdo alguno de verdadera alegría. Y ninguna potencia humana o divina podrá devolver la luz de los ojos a su hija menor, ciega desde hace seis años.
       Ahora, al volver a casa, la encontrará sentada en un rincón del comedor, con las manos céreas sobre las piernas, la cabecita rubia apoyada en la pared, y como por su rostro apagado no se distinguirá si duerme o está despierta, le preguntará, como cada noche:
       —¿Duermes, Ghetina?
       Y Margheritina, sin alejar la cabeza de la pared, le contestará:
       —No, papá, no duermo…
       Nunca habla, nunca se queja, parece que siempre esté durmiendo. Tal vez no duerma nunca.

       Berecche, avanzando por la calle, bajo los grandes árboles, se rasca la garganta porque, como hombre fuerte, educado a la alemana cual es, no quiere dejar que la angustia se la cierre. Pero muchos viven en la luz; él mismo vive en la luz y puede estar tranquilo aunque exista ese aspecto horrible de la vida: que su hija viva en la oscuridad, siempre, y permanezca allí, en silencio, con la cabecita apoyada en la pared, a la espera de la muerte. Una espera que durará quién sabe cuánto.
       Otra vida: otros pensamientos, otros sentimientos. ¡Ya, sí! Carlotta, su hija mayor, ha dejado hace un año la carrera universitaria porque se ha comprometido con un buen chico del Valle di Non, en Trentino, que hace un año que se ha licenciado en Filosofía y Letras por la Universidad de Roma. Es un buen chico, de ánimo encendido, de nobles sentimientos y muy bondadoso, pero todavía sin estatus, y ahora más que nunca con un porvenir dudoso. Tres de sus hermanos, en San Zeno, han sido llamados a filas. Su padre es alcalde de San Zeno. Por eso sus tres pobres hermanos no han podido escapar de la obligación odiosa de combatir con las tropas austriacas y, quién sabe, si la situación empeora, tal vez mañana contra Italia. ¡Qué horror! Él, tras recibir la carta, ha decidido no presentarse, y por tanto: adiós Valle di Non, adiós San Zeno, adiós viejos padres. Desertor de guerra, si mañana lo cogen, será ahorcado o fusilado. Pero espera que Italia… ¡quién sabe! Se iría voluntario, incluso a costa de combatir contra sus desgraciados hermanos. Se iría, sin pensarlo dos veces, junto con Faustino.
       Berecche se rasca la garganta de nuevo pensando en Faustino, su único hijo varón, su predilecto, que por suerte este año no ha sido reclutado, pero que se alistaría voluntario con su futuro cuñado. Berecche no podría decirle que no, pero, por Dios —¡maldita garganta!, ¡maldita humedad nocturna!—, a sus cincuenta y tres años, con toda aquella carne pesada encima, se alistaría él para no dejar que Faustino fuera solo, para no morir de terror una vez por día, ante cada anuncio de una nueva batalla, sabiendo que Faustino está en medio del fuego cruzado: sí, señores, Berecche iría, voluntario con barriga, también… también contra los alemanes, ¡sí, señores!
       Eh… ya está aquí… ¡la otra vida! La guerra, con su joven hijo de un lado, y su nuevo hijo del otro, a la conquista de las tierras irredentas. ¡Quién sabe! Tal vez mañana.
       Berecche ha llegado; dobla a la derecha, entra en la calle solitaria. En la densa oscuridad distingue la lamparita ante la Virgen. Milagros de la otra vida. Berecche se para ante aquella luz, sin que nadie lo vea, para decirle algo a aquella Virgencita.
       Que ladren, que ladren los perros, furibundos detrás de las cancillas.



III
La guerra sobre el papel


      Berecche recuerda. Hace cuarenta y cuatro años. Banderitas francesas y banderitas prusianas —sólo aquellas, entonces—, clavadas como ahora, con alfileres, en el mapa abierto sobre la mesa del comedor. Teatro de la guerra. ¡Qué bonito juego para él, un niño de nueve años!
       Vuelve a ver, como en un sueño, el comedor amarillo de la casa paterna, con las lámparas de latón, a petróleo, y las pantallas verdes; muchas cajas cubiertas por tela con flores, como si fueran bancos; un cantarano barrigudo de un lado y una ménsula del otro, y dos rinconeras en los extremos, con cestos de fruta de mármol colorado y flores de cera en las estanterías; en la de la izquierda había un reloj de porcelana que representaba un molino de viento, su amor, con una de las aspas rotas.
       Alrededor de aquella mesa que ahora, única y decrépita superviviente, escondida por una nueva alfombra, está en la habitación de su hijo, ve a su padre y a algunos amigos que discuten sobre la guerra franco-prusiana. Jubones ordinarios, abrochados hasta el cuello, y pantalones largos, de tubo. Bigotes engominados y perilla a lo Napoleón III o barba a lo Cavour. Encorvados sobre aquel mapa, señalaban con el dedo el recorrido de los ejércitos, según las indicaciones y las previsiones de los escasos y tardíos periódicos de entonces, y hablaban animadamente, y nadie dejaba quieto sobre esta o aquella traza el dedo del otro. Otro dedo, y uno más, y otro: cada uno quería poner el suyo. Y cada uno de aquellos dedos —recuerda— a sus ojos infantiles asumía enseguida una personalidad extraña: el achaparrado y duro se plantaba obstinado en un punto; el otro, nervioso y arrogante, ardía por pasar por el mismo punto; y el tercero, un dedo meñique torcido, llegaba a hurtadillas, en ayuda de este o de aquel, y se insinuaba entre los dos que se apartaban para darle paso. ¡Y qué gritos, qué exclamaciones o risas agudas sobre todos aquellos dedos, entre una nube de humo! De vez en cuando, un nombre que retumbaba como un cañonazo:
       —¡Mac Mahon!
[es decir, Patrice Mac Mahon, el general francés: aunque derrotó a los austriacos durante la Segunda Guerra de Independencia, guio la represión contra la Comuna de París, en 1871].]

       Berecche sonríe por el recuerdo lejano, luego frunce el ceño y permanece absorto, con los puños sobre las rodillas separadas. Considera el mapa que ahora está ante sus ojos, con numerosas banderitas de colores. Si el niño de nueve años que jugaba entonces a la guerra pudiera salir del recuerdo y venir al estudio, con él, viejo, ¡quién sabe cómo se divertiría con el nuevo juego, más grande, más variado y más complicado! Bélgica, Francia, Inglaterra por un lado contra Alemania, contra Rusia, por el otro, en Prusia oriental, en Polonia; abajo contra Austria, Serbia y Montenegro, y más arriba Rusia contra Austria.
       ¡Qué ganas locas tendría aquel niño de que las banderitas alemanas sobrevolaran Bélgica, entre las reverencias obsequiosas de las banderitas belgas! En cuatro saltos las haría llegar a París, plantaría allí unas cuantas, victoriosas, y con otros tantos saltos las haría volver atrás para arrojarlas contra Rusia, junto con las banderitas austriacas.
       Así —es increíble—, tal como en el juego habría hecho él, niño de nueve años, los alemanes han pensado actuar, ahora, ¡después de cuarenta y cuatro años de preparación militar! En serio pensaron que Bélgica, neutral, se dejaría invadir tranquilamente y que los dejarían pasar sin oponer la mínima resistencia, en Lieja, en Namur, para darle tiempo a Francia, desprevenida, a reunir ejércitos y a Inglaterra de desembarcar sus primeras milicias auxiliares: ¡tal cual!
       Sus amigos de la cervecería cada noche claman como águilas contra la injusta invasión y contra los actos de ferocidad salvaje. Berecche no se rebela, permanece callado, aunque la rabia lo esté devorando, porque no puede gritarles, como quisiera hacer: «¡Imbéciles! ¿Por qué gritáis? ¡Es la guerra!».
       No se rebela y su rabia crece, porque está asombrado, no por la invasión y por los actos de ferocidad salvaje. Está asombrado por la bestialidad alemana: colosal. Asombrado.
       Desde la altura de su amor y de su admiración por Alemania (crecidos desmesuradamente con los años), esta bestialidad colosal ha caído en un precipicio como un alud que lo destroza todo a su paso: el alma, el mundo que poco a poco, desde los nueve años, había construido germánicamente, con método, con disciplina, en todos los aspectos: en los estudios, en la vida, en las costumbres de su mente y de su cuerpo.
       ¡Ah, qué ruina! El niño de nueve años fue creciendo, y con él su amor, su admiración. Se fue convirtiendo en un gigante próspero que lo sabía todo mejor que los demás, que lo hacía todo mejor que los demás y, después de cuarenta y cuatro años de preparación, se revelaba como un auténtico animal: fuerte, sí, con las patas bien adiestradas y poderosas, pero que pensaba jugar a la guerra como un niño feroz de nueve años, o como si en el mundo sólo existiera él y los demás no pintaran nada. Y así pasar en cuatro saltos a través de Bélgica, plantar las banderitas en París y otros cuatro saltos hasta Petersburgo y Moscú. ¿E Inglaterra?
       —¡Increíble! ¡Increíble!
       En el aturdimiento, Berecche no para de exclamarlo, no encuentra nada más que decir:
       —¡Increíble!
       Y se rasca la cabeza con las manos y resopla y algunas banderitas vuelan, otras se caen sobre el mapa.

       Encerrado en su estudio, sin que nadie lo vea, Berecche siente el corazón removerse en su pecho ante el recuerdo de lo que él entendía por método alemán cuando estudiaba, ante el recuerdo de las inefables satisfacciones que le daba cuando —con los ojos cansados por la paciente y fatigosa interpretación de los textos y de los documentos, pero con la conciencia tranquila y segura de que ha tenido en cuenta todos los detalles, de que nada se le ha escapado, de que no ha descuidado ninguna búsqueda útil y necesaria— examinaba, por la noche, volviendo a casa desde las bibliotecas, el tesoro de sus voluminosos archivos. Y su corazón sangra más porque ahora advierte, con rencor sordo, que por las satisfacciones que le daba aquel método él, en el fondo, cometía la cobardía de no escuchar cierta voz secreta de su conciencia que se rebelaba ante algunas afirmaciones alemanas, que ofendían no sólo su lógica sino también su pasión por el latín. Por ejemplo, la afirmación de que los romanos carecieran del don de la poesía y que toda la primera historia de Roma fuera pura leyenda. Ahora bien, las afirmaciones son contradictorias. Si aquella historia es legendaria, ¿cómo negar el don de la poesía? O hay poesía o hay historia. Imposible negar ambas. O historia verdadera y grande, o poesía no menos verdadera y grande. Y con esto, recuerda las palabras del viejo Goethe, después de haber leído los primeros dos volúmenes de la Historia romana de Niebuhr,
[es decir, Barthold Georg Niebuhr, el historiador danés de origen alemán] hasta la primera guerra púnica:
       «Hasta ahora creíamos en la grandeza de una Lucrecia o de un Muzio Scevola, ¿por qué aniquilar, con razonamientos pequeños, la grandeza de semejantes figuras? Si los romanos fueron tan grandes al creerse capaces de semejantes acciones, ¿acaso nosotros no tendríamos que ser al menos tan grandes como para darles crédito?».
       Goethe, Schiller, y antes Lessing, y luego Kant, Hegel… ¡Ah, estos gigantes cuando Alemania todavía era pequeña! Y ahora que es gigante, aquí está, se ha caído, con la barriga en el suelo, con las manos entrelazadas bajo el pecho y un codo sobre Bélgica y Francia, el otro sobre Rusia y Polonia:
       —¡Movedme, si sois capaces!
       ¿Cuánto aguantará la bestia, así estampada?
       —¡Oh, bestia, hay muchas! ¡Muchas! ¡Y tú contabas con solucionarlo todo dando un par de pasos! ¡Te has equivocado! No has visto nada, no has ganado enseguida, te has echado al suelo apuntando con los codos a tus objetivos, ¿cuánto podrás resistir? ¡Hoy o mañana te desplazarán, te dislocarán, te destrozarán!
       Berecche se levanta congestionado, jadeante, como si hubiera hecho el esfuerzo de desplazar al gigante.



IV
La guerra en familia


      ¿Qué ocurre?
       Gritos, llantos en el comedor. Berecche acude; encuentra al novio de su hija mayor, el licenciado Gino Viesi del Valle di Non en Trentino, pálido, con los ojos llenos de lágrimas y una carta en la mano.
       —¿Noticias?
       —¡Sus hermanos! —grita Carlotta, temblando y mirándolo con ojos rojos de llanto, pero feroces.
       Gino Viesi le muestra, sin mirarlo, la carta que tiembla en su mano.
       Dos de sus tres hermanos, Filippo de treinta y cinco años, padre de cuatro niños, Erminio de veintiséis, recién casado, tras ser reclutados por Austria y enviados a Galizia… ¿Y bien? Nadie contesta.
       —¿Ambos? ¿Han muerto?
       El joven, asaltado por el llanto, antes de taparse el rostro, contesta que no, con un dedo.
       —Uno seguramente —le dice su mujer a Berecche en voz baja, con rencor, mientras Carlotta se levanta para abrazar a su novio y llorar con él.
       —¿Erminio?
       Su mujer, dura, achaparrada, despeinada, niega con la cabeza.
       —¿El otro? ¿El padre de los cuatro niños?
       Gino Viesi estalla en sollozos aún más fuertes sobre el hombro de Carlotta.
       —¿Y Erminio?
       Su mujer, fastidiada, añade:
       —¡No se sabe: ha desaparecido!
       Margherita, la ciega, no tiene ojos para ver cómo lloran los demás, con qué aspecto (ni siquiera sabe cómo es el aspecto de Gino, el novio de su hermana, al que ella también llama así, Gino), pero sí tiene ojos para llorar, todavía. Y llora en silencio, con lágrimas que ella no ve, que nadie ve, apartada en su rincón.
       —¡Y ni uno solo grita por nosotros! —prorrumpe finalmente Gino Viesi, levantando la cabeza del hombro de Carlotta y acercándose a Berecche—. ¡Ni uno solo grita por nosotros! ¡Nadie actúa! ¡Han enviado a todos los trentinos y a los triestinos a la masacre! ¡Y aquí, vosotros, sabéis que nuestro sentimiento es idéntico al vuestro y qué os espera allí, en la guerra, lo sabéis! Pero ahora nadie experimenta el tormento de ver a nuestros hermanos arrancados de este sentimiento y enviados hacia la muerte. Nadie, nadie… Y los pocos trentinos y triestinos que vivimos aquí, nos sentimos expatriados en nuestra propia patria, y de milagro usted, leal, no me grita que mi lugar está allí, ¡combatiendo y muriendo por Austria con mis hermanos!
       —¿Yo? —exclama Berecche, pasmado.
       —¡Usted, todos! —continúa el joven en la furia del dolor—. He visto, he oído: no les importa nada; dicen que no vale la pena que Italia se movilice para conservar Trento, que tal vez Austria se la entregará pacíficamente, algún día, a cambio de Trieste, que no quiere ser italiana… ¿Acaso no lo dicen? ¡Lo dicen y lo sienten! ¡Y por eso han permitido que nos aplasten, siempre, y no han sido capaces de conseguir algo para nosotros, nunca!
       Gino Viesi es joven y está dolido; así, con su hermoso rostro en llamas y el mechón rubio descompuesto, no puede entender que nada irrita más, en algunos momentos, que la evidencia y los gritos de unos sentimientos que se corresponden con el nuestro, pero que queremos mantener en secreto, en nuestro interior, asfixiados por ciertas razones que ya se ha descubierto que son falsas. Entonces estas razones se inflaman del sentimiento que, aunque nos pertenezca, nos parece opuesto, enemigo, y nos vemos obligados a defender lo que, en el fondo, consideramos falso e injusto.
       Esto le ocurre ahora a Berecche. Irritado, le grita al joven:
       —¿Y qué quisieras, que Italia le impidiera a Austria que enviara contra Rusia y Serbia a los trentinos y a los triestinos? ¡Mientras que estáis aquí, en su territorio, Italia tiene derecho a hacerlo!
       —¿Ah, sí? ¿Usted habla de derecho? —grita a su vez Gino Viesi—. Por tanto, si este derecho de Austria es legítimo, ¿qué hago yo? ¿No respeto mis obligaciones, al quedarme aquí? Todos tenemos que morir por Austria, ¿no es cierto? ¡Dígalo! ¡Dígalo! Derecho… sí, ¡el del dueño que envía a sus esclavos adonde le apetece! ¿Quién le ha reconocido a Austria el derecho a controlar Trento, Trieste, Istria y Dalmacia? ¡Austria sabe que no tiene este derecho! ¡Sí, por eso hace todo lo posible por suprimirnos, para borrar cualquier rastro de italianidad de nuestras tierras! Austria sí, lo sabe, y ustedes dejan que actúe como quiere. Y ahora, ante una guerra que desde el principio se ha presentado capaz de dañarnos, de minar nuestros intereses, la decisión ha sido la neutralidad, ¿no es cierto? La neutralidad y no la movilización de las armas para liberarnos y defender aquellos intereses, precisamente donde Austria primero empezó a amenazarlos.
       —Pero la neutralidad… —intenta oponerse Berecche.
       Gino Viesi no le da tiempo de proseguir:
       —¡Sí, muy bien, para ustedes! —añade—. ¡Porque nadie podía venir aquí y obligarlos a marchar y a combatir contra el sentimiento y los intereses propios! Pero ¿acaso han pensando en nosotros, que precisamente tendríamos que ser parte de este sentimiento, los intereses propios? Con la neutralidad han dejado que nos cogieran y nos arrastraran a la masacre, todavía dicen que era un derecho de Austria y nadie grita por la sangre de mis hermanos muertos. En cambio, todos gritan: «¡Viva Bélgica! ¡Viva Francia!». Ahora mismo, mientras venía hacia aquí, me he encontrado con los manifestantes por las calles de Roma. ¡Un delirio!
       —¿Y Faustino? —pregunta de pronto Berecche, dirigiéndose a su mujer.
       —¡Con los manifestantes! —contesta enseguida Gino Viesi—. ¡Viva Bélgica! ¡Viva Francia!
       Berecche, furibundo, apunta amenazador el dedo índice contra su mujer:
       —¿Y tú dejas que se vaya así? ¿Y no me dices nada? ¿En qué me he convertido, aquí? ¿Así se respetan ahora mis ideas, mis sentimientos? ¡Te lo digo a ti y se lo digo a todos! ¿Ah, sí? Viva Bélgica, Viva Francia… ¡Quiero verla yo a Francia, mañana, cuando gane con la ayuda de los demás! Mañana nos invadirá, como un gallo con la cresta levantada, después de la victoria conseguida con la ayuda de los demás… ¡Imbéciles! ¡Imbéciles! ¡Imbéciles!
       Y Berecche, después de este arrebato, se encierra en su estudio, trastornado y trémulo por la violencia que ha tenido que ejercer contra sí mismo.
       Ah, qué… qué asunto… ah, Dios… qué asunto…

       En su interior todo se ha derrumbado. Pero ¿acaso puede permitir que los demás se den cuenta de ello? Alemania, hasta ayer, era su prestigio, su autoridad en su propia casa; hasta ayer Alemania lo era todo para él. Y ahora… ahora, cada mañana, su mujer —¡además!—, apenas la sirvienta vuelve con la compra diaria, lo embiste, le pide cuentas por todos aquellos víveres tan caros —el pan, la carne, los huevos—, como si él hubiera querido y promovido la guerra. Con llagas en el corazón, con la ruina en el interior, también le toca soportar estas reacciones de su mujer, que de milagro no lo acusa de ser responsable del peligro al que Faustino está expuesto: que lo llamen a filas antes del tiempo, si Italia llega a participar en el conflicto. ¿Acaso él no representa en su propia casa a Alemania, que quiso la guerra?
       Y, sí, señores, para resguardar el prestigio en su familia, tiene que seguir representándola, si no… Si no, ¿qué? Este es el resultado: su hijo que se escapa de casa para gritar por las calles de Roma con los demás imbéciles «¡Viva Francia!»; el otro pobre joven, cuyos hermanos han muerto, que lo acusa por la neutralidad de Italia y por la masacre de los trentinos y de los triestinos en Leópolis.

       ¡Ah, Alemania infame, infame, infame! ¡Ni siquiera había previsto este daño, esta tragedia en el corazón de muchos que, en Italia y también en otros países, con duros esfuerzos y con amargos sacrificios, ahogando tantos bostezos y tragándose tanto material indigesto —erudición, música, filosofía—, se habían educado para amarla y para profesar este amor! ¡Alemania infame, sí, ahora recompensa así a sus víctimas del amor y de la admiración que le han profesado durante años!
       Berecche, al no poder hacer más, la ametrallaría con los alfileres, en el mapa, con todas aquellas banderitas: francesas, inglesas, belgas, rusas, serbias y montenegrinas.



V
La guerra en el mundo


       Ha anochecido. Pero Berecche permanece a oscuras en su estudio y pasea con una mano sobre la boca, mirando de vez en cuando el último resplandor del crepúsculo por los cristales de las dos ventanas. A través de una, divisa la lamparita ya encendida ante la Virgencita de la casa de enfrente, frunce el ceño y se acerca más a la ventana. Entonces ve, a la luz de la gruesa lámpara que se proyecta en el vestíbulo, a su mujer que sale de casa y atraviesa el jardín con Margheritina de la mano.
       La querida pequeñina no parece ciega. Si no se supiera que lo es… Al menos si se la mira así, desde atrás. Tal vez porque confía en la mano que la guía. Si se observa atentamente, su cabecita está un poco rígida sobre el cuello y los hombros, ligeramente encogidos. La grava no chirría bajo sus pies, porque su alma se eleva para no tocar lo que no ve, y su cuerpecito casi no pesa.
       ¿Adónde va con su madre a estas horas? ¿Y cómo es que Faustino todavía no ha vuelto? ¿Y Gino Viesi se habrá ido?
       Berecche sale para hacerle a Carlotta todas estas preguntas. En el comedor no hay nadie. Carlotta se ha encerrado en su habitación y sigue llorando, a oscuras; contesta a las preguntas con el tono seco y descortés de su madre: Gino se ha ido, qué sabe ella de Faustino, su madre y Ghetina van a casa de monseñor para la novena.
       Hace tres noches que en casa de monseñor se reza por el Papa, que está enfermo y a punto de morir
[es decir, Papa Pío X].
       Berecche entra de nuevo en su estudio, se acerca a la ventana y mira a la villa de enfrente, con el alma oscurecida y dolida por este Papa, viejo santo, digno de su silla sólo por su fe grande y genuina. Ah, ¿quién más que él, verdaderamente pío, quiso convocar a Cristo en el corazón de los fieles? Y muere en medio de tanta guerra, asesinado por el dolor de la guerra. Claro, en su lecho de muerte no dirá, como quizás dice en voz baja alguien a su lado, que esta guerra es para Francia la justa retribución de Dios por sus ofensas a la iglesia. Pecadores más nefandos son para él los que han osado invocar a Dios para proteger la marcha y la masacre de sus ejércitos, los que han osado ver y exaltar la señal de la protección divina en la atrocidad de sus victorias. Él no ha dicho nada más, con horror ha retirado la mano que aquellos querían que levantase para bendecir esta perversidad monstruosa, y se ha encerrado en el dolor que lo está matando.
       ¡Maldita luz de la razón! ¡Razón maldita e incapaz de cegarse en la fe! Berecche ve, o cree ver con esta luz, muchas cosas que le impiden rezar por su pequeña Margherita, ciega en la ciega fe, y por el Papa bueno que se muere. Pero está contento, sí, de que su Margheritina rece; está contento de que una parte de él, tan angustiosamente amada, falta de aquella luz de la razón, ciega, rece por el buen Papa que está muriendo. Le parece que, a través de las delgadas y pálidas manos de su pequeña niña ciega, con las palmas juntas en actitud de rezar, él, desde su alma que no sabe rezar, ahora esté dando algo —lo que puede— en ayuda del buen Papa que muere.

       Mientras tanto, son las ocho de la noche, las nueve, las diez y Faustino no vuelve.
       Su madre, que ha regresado de la villa de monseñor, y su hermana Carlotta han entrado varias veces en su estudio, manifestándole su consternación, suplicándole que hiciera algo, que fuera a buscarlo, al menos para saber si durante las manifestaciones ha ocurrido —que Dios no lo quiera— alguna desgracia.
       Berecche las ha echado, furioso, gritándoles que no va a mover ni un dedo por aquel sinvergüenza, que no lo considera hijo suyo, y que si lo han aplastado, herido, arrestado… muy bien, muy bien hecho.
       Finalmente, poco después de las diez y media, Faustino vuelve, temiendo la reacción de su padre, pero excitado por lo que le ha ocurrido. Lo han arrestado. Y vibra de rabia y de náusea por la ira de los soldados, ah, por suerte pocos, que lo han arrestado, golpeándolo y gritándole:
       —¡Vil, actúas así porque mañana no tendrás que ir tú a la guerra!
       Y ahora él quiere ir, quiere ir a la guerra, para darles una respuesta digna a los soldados que lo han arrestado.
       —¡Calla! —le grita su madre, más despeinada de lo habitual—. ¡Si tu padre te oye…!
       Pero Berecche no sale de su estudio. No quiere verlo. A su mujer, que viene a decirle que ha vuelto, le dice que le ordene que no se atreva a dejarse ver. Poco después, Carlotta se asoma a la puerta:
       —La cena está lista. Fausto está en su habitación.
       —¡Me quedo aquí! Que la sirvienta me traiga la cena. No quiero ver a nadie.

       Pero no puede comer. Tiene un nudo en la garganta, más por la rabia que por la angustia. Pero, poco a poco, empieza a calmarse, a caer casi en un letargo grave, pasmado, que conoce bien. Es la razón filosófica que lentamente, con la oscuridad de la noche, retoma el predominio en su interior.
       Berecche se levanta, se acerca a la ventana, se sienta y se pone a mirar las estrellas.
       Por los espacios infinitos, como tal vez ninguna o quizás alguna de aquellas estrellas puede verla, ve esta pequeña Tierra que gira y gira por ellos, sin un fin que se sepa. Gira, granito ínfimo, gotita de agua negra, y el viento de la carrera borra en un destello violento y tenue las señales encendidas de las viviendas de los hombres, en los puntos en los que el granito no es líquido. Si en los cielos se supiera que aquel destello tenue y violento envuelve a millones y millones de seres inquietos, que, desde aquel granito, creen poder dictar leyes a todo el universo, imponerle su razón, su sentimiento, su Dios: el pequeño Dios nacido en sus almas y que consideran creador de aquellos cielos, de todas las estrellas… Y adoran a este Dios que creó los cielos y las estrellas y lo visten como les apetece y le piden cuentas de sus pequeñas miserias y protección en sus asuntos más tristes, en sus tontas guerras. Si en los cielos se supiera que, en esta hora del tiempo infinito, estos millones de seres imperceptibles, en este destello tenue, están en guerra furibunda por razones que creen supremas para su existencia y de las cuales los cielos, las estrellas y el Dios creador tienen que ocuparse minuto a minuto, seriamente empeñados a favor de uno o de otros. ¿Hay alguien que piense que en los cielos no hay tiempo, que todo se abisma y se desvanece en este oscuro vacío sin fin? ¿Hay alguien que piense que, en este mismo granito llamado Tierra, mañana, dentro de mil años, esta guerra que ahora nos parece descomunal y formidable no será nada?
       Berecche recuerda cómo él enseñaba, hace pocos años, Historia a sus alumnos de liceo: «Alrededor del 950, tras reducir a la obediencia a los daneses que se habían rebelado, Otón pasó por Bohemia para combatir contra el duque Badeslao, que se había constituido como independiente y, tras llegar hasta Praga, lo obligó a volverse vasallo del reino germánico. Al mismo tiempo, su hermano Enrique partía contra los húngaros y los expulsaba más allá del Theiss, quitándoles las tierras que habían conquistado durante el reinado de Ludovico el Niño…».
       Mañana, dentro de mil años, otro Berecche profesor de Historia les dirá a sus alumnos que, alrededor de 1914, en Europa central aún había dos imperios poderosos: Alemania, por un lado, gobernada por Guillermo II, de la desaparecida dinastía de los Hohenzollern; y el imperio de Austria, por el otro, con Francisco José, de la dinastía de los Habsburgo. Estos dos emperadores eran aliados y quizás ambos —al menos por lo que se supone por ciertos datos, aunque no parezca verosímil— eran también aliados del rey de Italia, Vittorio Emanuele III, de la dinastía Savoia, quien, al principio, no participó en la guerra en la que el emperador de Alemania, utilizando como pretexto —parece— la muerte a manos de los serbios de un tal Francisco Ferdinando, archiduque heredero de Austria, estúpidamente atacó a Rusia, a Francia y a Inglaterra, en aquel entonces también aliadas entre ellas y muy poderosas (sobre todo Inglaterra, dueña de mares y de numerosas colonias).
       Así, dentro de mil años —pensaba Berecche— esta guerra atroz, que ahora llena de horror al mundo entero, será reducida a unas pocas líneas en la gran historia de los hombres, sin ninguna mención a todas las pequeñas historias de estos miles de seres oscuros, que ahora desaparecen envueltos por esta guerra. Cada uno de los cuales habrá acogido al mundo, a todo el mundo en sí y habrá sido eterno, al menos por un instante en su vida, con esta tierra y con este cielo brillante de estrellas en el alma, y con una casita lejana, y con sus seres queridos, padres, esposas, hermanas, en un mar de lágrimas y, quizás, sin conocer todavía su fin, mientras los hijos jugaban, lejos. ¡Cuántos, heridos sin ayuda, que mueren en la nieve, en el barro, se ensimisman a la espera de la muerte y miran ante sí con ojos piadosos y vanos, incapaces de entender la razón de tanta ferocidad que, de pronto, ha interrumpido su juventud, sus afectos, para siempre, como si nada! Ninguna mención. Nadie sabrá. ¿Quién conoce, incluso ahora, todas las innumerables historias, una en cada alma, de los millones de hombres enfrentados para matarse recíprocamente? Ahora sólo aparecen unas pocas líneas en los boletines de los Estados Mayores: progresión, retirada, tres, cuatro mil, entre muertos, heridos y desaparecidos. Y nada más.
       ¿Qué quedará, mañana, de los diarios de guerra en los periódicos, donde una mínima parte de estas pequeñas e innumerables historias apenas se menciona con pocas palabras? Aquellos gallos, aquellos gallos que cantaban al amanecer en Belgrado, desierta y bombardeada por los cañones austriacos, al principio de la guerra… Oh, queridos gallos, si dentro de mil años Berecche pudiera volver al mundo para enseñar la Historia de hará mil años, cuando cada memoria de los hechos que ahora nos parecen enormes sea borrada y esta guerra descomunal sea reducida, para los hombres venideros, a unas pocas líneas, de vosotros, queridos gallos, Berecche quisiera acordarse y decir que cantabais, al amanecer, en Belgrado, como si nada, entre las bombas que explotaban sobre las casas desiertas, produciendo columnas de humo.
       No: esta no es una gran guerra; será una gran masacre; no es una gran guerra porque ninguna gran idea la mueve ni la sustenta. Esta es una guerra de mercado: la guerra de un pueblo animal, que ha crecido demasiado pronto y es demasiado arrogante y activo, que ha querido agredir para imponer a todos su mercadería y su bien armada arrogancia.
       Después de esta última consideración, Berecche se levanta; con el ceño fruncido, pasea por el estudio; luego sale al pasillo; ve que la puerta de la habitación de su hijo está entornada, la cierra lentamente. Faustino está en la cama, tapado con las mantas hasta la nariz, pero tiene los ojos abiertos, todavía encendidos y rabiosos en la oscuridad de la habitación. Enseguida, al ver entrar a su padre, los cierra y finge que está durmiendo plácidamente.
       Berecche lo mira, el ceño fruncido; menea la cabeza, viendo la habitación en desorden, luego, con las manos en los bolsillos, encaminándose hacia la puerta, dice en voz baja, con un tono de aparente ironía, pero que en realidad expresa su modificado sentimiento:
       —Viva… ya… Viva Bélgica… Viva Francia…



VI
El señor Livio Truppel


      Teutonia, la primogénita, a quien su madre llamó siempre Tonia, como por otro lado ella misma siempre quiso que la llamaran sus hermanas menores y su hermano y después también su marido, está casada con él desde hace tres años. Es la esposa de Livio Truppel, hombre hecho de una óptima pasta, ajeno a la política, oriundo suizo-alemán, pero ya no tan suizo ni tan alemán.
       El señor Truppel no ha elegido aquel apellido; es herencia de su padre, muerto en Zúrich hace varios años. Y no le importa.
       Tal vez en Zúrich llamarse Truppel quería decir algo, pero fuera de la ciudad natal, es decir, fuera de las relaciones de parentesco y de amistad, ¿qué es un apellido? Para un desconocido, es lo mismo que se llame Truppel o de otra manera. Si no fuera para tener los papeles en regla…
       El señor Livio, por su cuenta, en su interior, es consciente de que su alma es pacífica, sin apellido, sin estado civil, sin nacionalidad; un alma abierta —tanto aquí como en otros lugares— al engaño de las cosas que ciertamente no son como parecen, si se miran de manera diferente, según los estados de ánimo y los humores. Él hace todo lo posible para no alterar nunca su forma de ver las cosas, y se contenta con poco porque sabe disfrutar en paz y con sabiduría de aquel poco, como de los inocentes placeres de la naturaleza que, en verdad, es de todos, sin patrias ni confines.
       Cándido como es, con su corazón tierno, al señor Truppel le gustan especialmente los días de nubes claras, después de la lluvia, cuando hay sabor a tierra mojada y, en la húmeda luz, la ilusión de las plantas y de los insectos que recuerda la primavera. Por la noche, observa las nubes que inundan las estrellas para que vuelvan a aparecer en breves y profundos claros de azul. Él también, como su suegro, mira aquellas estrellas; sueña sin sueños, y suspira.
       De día, el señor Truppel se considera un buen hombre en la vida. Un buen hombre, así, sin más. No sólo en Roma, es decir, en Italia, o en otro lugar: no, en la vida. Así, sin más. Propiamente se siente un buen relojero en la vida.
       Circunscrito en los límites de su banco de trabajo, cubierto de encerada blanca, detrás del escaparate de su tienda en via Condotti, se pone el monóculo en el ojo derecho y, encorvado sobre la pinza fijada al banco, prueba, con paciencia inagotable, sobre la pieza que arregla, todas las herramientas de su pacientísimo oficio —limas, sierras, calibres—, en el silencio pautado por el asiduo, agudo y sutil latido de cientos de relojes.
       No le pasa ni un momento por la cabeza, al utilizar con infinita delicadeza aquellos menudos instrumentos sobre el complicado y frágil mecanismo de los relojes, la idea de que en aquel mismo instante, en muchos lugares de Europa, millones de hombres como él utilizan instrumentos muy diferentes —fusiles, cañones, bayonetas, bombas— para un trabajo muy diferente del suyo. No se le pasa por la cabeza la idea de que el silencio vibrante a su alrededor por el toqueteo constante, apenas perceptible, en otros lugares es destrozado por el horrendo retumbar de obuses y morteros.
       Su mundo, su vida están concentrados allí, de día, en una esfera de reloj. De noche, la vida de su espíritu, con la disolución de casi todas las pasiones terrenales, es absorbida por la contemplación de otras esferas, las celestes.
       Aunque el señor Truppel parezca un estúpido, se puede jurar, por la manera en que sonríe girándose cuando lo distraen de sus celestes contemplaciones, que él no considera el firmamento como un mecanismo de relojería.
       Por eso reaccionó como si cayera de las nubes cuando, la noche anterior, al salir a la calle para bajar las persianas, vio una gran multitud de manifestantes que, pasando como un huracán, asaltó su tienda de relojero y le rompió en un momento el rótulo, los saledizos, el escaparate, todo.

       Tras el asombro inicial por el ruido de los cristales rotos, el señor Livio Truppel no temió tanto por sí mismo cuanto por su hermano, su socio, cuya naturaleza es muy diferente de la suya: áspera, oscura, bestial.
       El señor Livio —redondo y rubio— avanzó, protegiéndose con sus manos blancas y gorditas, con los ojos llenos de lágrimas —aquellos ojos que suelen tener la límpida claridad del zafiro—, para gritarles a aquellos manifestantes que él era suizo y no alemán, suizo y no alemán, suizo, y que llevaba más de veinticinco años en Italia y que era yerno de un italiano, del profesor Berecche. Sí. ¿A quién se lo gritó? A los vecinos de su tienda, que lo conocen bien y saben que es una joya de hombre. Los manifestantes, después de haber causado el daño, se habían alejado, segurísimos de haber cumplido un acto, si no propiamente heroico, muy patriótico. Pero el daño también era mínimo. El problema, el verdadero problema, lo tuvo el hermano, al que el señor Truppel creía todavía en la tienda y, en cambio, no, Terteuffel!,
[“¡Diablos!”, deformación del alemán der Teufel] había corrido, enfurecido, detrás de los manifestantes.
       Ahora bien, este hecho, que para el pacífico señor Truppel tuvo la importancia de un simple malentendido entre la población romana y él, a causa de su apellido alemán (malentendido deplorable, sí, pero no demasiado grave), no habría provocado desagrado en la familia si el hermano de Truppel no hubiera reconocido a Faustino entre aquella multitud de manifestantes.
       El hermano, todo hay que decirlo, no le impuso que abandonara a su mujer y su casa para vivir con él, no, pero pretendió e hizo que le prometiera y que le jurara que, al menos, no volvería jamás a poner sus pies en la casa de su suegro y que, cuando su suegro vaya a visitar a su hija, él, cuando no encuentre una excusa para salir, no le dirigirá la palabra, más allá del saludo, y después de saludarlo, escupirá al suelo: ¡así!
       ¿Escupir?
       Sí, al suelo: ¡así!
       El señor Truppel miró, muy afligido, el escupitajo de su hermano en el suelo y estuvo a punto de buscar un pañuelo para limpiarlo.
       —¡No, no! ¡Tienes que escupir —le gritó su hermano—, escupir al suelo! ¡Así!
       Y escupió de nuevo.
       ¡Santo nombre de Dios bendito! ¡Si no sabe escupir, si nunca escupe, ni siquiera en el pañuelo, como la persona correcta que es! Sí, sí, está bien: el señor Truppel prometió, juró, para calmar a su hermano; pero, una vez pasado el primer momento, ya se sabe qué valor tienen ciertas promesas y ciertos juramentos, incluso para las personas a quienes se han hecho.
       El señor Livio Truppel, mientras tanto, se propone ir a escondidas a casa de su suegro y suplicarle que no vaya a la suya, al menos por un tiempo.
       Pero el día que va a casa de su suegro, encuentra una confusión tal, y además por una razón tan inesperada, que el señor Livio Truppel considera prudente volver a su casa, sin que nadie lo vea.



VII
Berecche razona


      Partidos, ambos, desaparecidos desde hace seis días. Faustino y el otro, Gino Viesi: desaparecidos.
       El apartamento, en la villa, a trasmano; la paz soñada para los últimos años en aquel retiro casi campestre, con la villa patricia delante, la cortina de cipreses —maldecidos por las mujeres como un triste presagio de muerte, pero sin embargo hermosos—, que no saben del fúnebre oficio al que el hombre los destina y se broncean al sol, al sol brillante que entra por las cuatro ventanas del jardín y se difunde por las habitaciones. Y también de noche son hermosos, bajo la luna, mientras la fuente canta lenta y cercana… ah, la pequeña fuente, sí… ¿quién la oye? ¿Y hay sol? ¿Y quién lo ve? ¿Quién ve la luna? Ahora, sólo aquellos cipreses malditos se imponen ante la mirada, ásperos y lúgubres, apenas se oye la grava del jardín que cruje por los pasos de alguien.
       —No… No… el guardián…
       Y llantos, gritos, ruidos, que se oyen a lo lejos, desde la via Nomentana —y por Dios, en estos tiempos, pobre el corazón del caballero que pase por allí… ¡Esto no es vida!—. El transeúnte irascible, con el periódico en la mano, ocupado en la lectura de las noticias de guerra, se para y deja pasar a otros.
       —¿Será una pelea? ¡Qué diablos! ¿Se matan como si nada?
       Dos, tres no aguantan la curiosidad, entran por la calle apenas trazada, otros dos los siguen, perplejos; los que permanecen en la calle se giran a mirar, menos curiosos o más prudentes; miran a su alrededor (¡qué buen olor a heno! ¡Parecen estar en el campo!); se deciden, ellos también avanzan: ante la cancilla miran inquietos las cuatro ventanas de donde provienen los llantos, los gritos, el ruido. ¿Qué ocurre? Nadie se mueve. Allí dentro hay ruido, pero alrededor todo está tranquilo y el guardián de la villa está comiendo, pacífico. No será nada, pues. ¿Alguna desgracia, una muerte quizás?
       —Ah, ¿no se sabe y gritan así?
       —¿Desaparecidos, cómo?
       —¿A la guerra? ¿Dónde? ¿A Francia?
       Es bonita aquella villa. ¿Se alquila? ¿Seis habitaciones? El alquiler no será muy alto. ¿Ah, sí, tanto? Por eso todo está sin alquilar… Bonito, sí, al sol… un hermoso jardín… pero está demasiado lejos, casi en el campo…
       Dios, pero ¿quién grita así? Será la madre, ¿verdad?
       —¿La novia?
       —No, esa es la madre…
       El guardián hace un gesto, como diciendo: «Enloquecida…», y vuelve a comer. Sí que hay locos en este mundo, por Dios, con la guerra que planea sobre la cabeza de todos, querer ir antes de tiempo, como si fuera una fiesta que uno no se puede perder…
       —No, por eso, se han ido a Francia…
       —¿Qué, Francia? Hágame el favor. Francia, querido señor…
       —¡Se defiende, ha sido atacada! El peligro verdadero, para nosotros…
       —Déjelo, por favor, de un lado o del otro…
       —Somos neutrales, somos neutrales…
       —Pues vámonos a comer —concluye, filosóficamente, un operario, romano.

       ¡Ay, si se pudiera! Hace seis días que en casa de Berecche no se come ni se duerme.
       Dos furias desatadas, la mujer y la hija, Carlotta. Especialmente su mujer. Despeinada, ahogada por los gritos, por el aullido continuo, corre por casa como si buscara una vía de escape para su loco dolor. Carlotta la sigue, y también las tres pobres solteronas, hermanas de monseñor, que han venido desde su villa: delgadas las tres, peinadas y vestidas de la misma manera, de gris, con un chal negro sobre el pecho por la muerte del Santo Padre. La siguen, una detrás de la otra, con la boca fruncida, los ojos piadosos, arreglándose el chal sobre el pecho con las manos inquietas; las tres con un dedal en el dedo, porque estaban cosiendo cuando oyeron los gritos y no saben cómo consolar a aquella madre:
       —Señora… —dice una.
       Y la otra:
       —Pero, señora…
       Y la tercera:
       —Pero, señora mía…
       La madre desesperada no puede oír a nadie; grita, grita hasta rasgarse la garganta, levantando los brazos y haciendo aspavientos, frenética, apenas alguien hace ademán de dirigirle la palabra. ¡Oh, bendito el nombre de Dios, bendito el nombre de Dios! También monseñor, que vino ayer por la noche, fue recibido así.
       La sirvienta… ¿quiere barrer? ¡Le ha arrancado la escoba de la mano y la ha perseguido hasta golpearla en la cabeza! Ha tirado por los aires almohadas, mantas, sábanas de las camas que la sirvienta ha hecho; ha arrancado de la mesa el mantel con la vajilla puesta: platos, vasos, botellas, rotos en mil pedazos, por el suelo… ¡Si al menos viera el terror de la pobre Margheritina, que se ha sobresaltado del llanto silencioso en su rincón acostumbrado, con las manitas entrelazadas y temblorosas ante su pecho! La señora no ve nada, no oye nada, de pronto se arroja contra la puerta del estudio, la fuerza con las manos, con los hombros, con las rodillas y se abalanza sobre su marido, con los dedos como garras a la altura del rostro, como si quisiera devorarlo, y le grita, feroz:
       —¡Quiero a mi hijo! ¡Quiero a mi hijo! ¡Asesino! ¡Quiero a mi hijo! ¡Quiero a mi hijo!
       Berecche, que en seis días ha envejecido veinte años, no dice nada: por mucho que lo ofenda la vulgaridad de su actuación, respeta el dolor de aquella madre, que es su mismo dolor. Pero ver que, con furia tan vulgar, lo ataca, le provoca rabia y a punto está el dolor de rebelarse también en su interior para arremeter de la misma manera feroz. Pero lo refrena y mira con un espasmo tan agudo los ojos locos de su mujer, que esta al principio los abre aún más y luego rompe en un llanto desesperado que parte el corazón. Se aferra a su pecho, apoya allí su cabeza despeinada y gime:
       —¡Dame a mi hijo! ¡Dame a mi hijo!
       Y entonces Berecche, primero con un mudo temblor del pecho y de los hombros, luego con un denso sollozo en la nariz, llora él también sobre la cabeza gris y despeinada de su vieja compañera no amada.

       Todo el primer día —hace seis— transcurrió en un ansia creciente, hora tras hora, entre una oscura consternación y una sorda irritación también progresivas, por el retraso del hijo, retraso cada vez más injustificado e inexplicable porque en Roma no había manifestaciones que pudieran hacer pensar en un arresto, como la última vez. Luego, al anochecer, las carreras afanosas para buscarlo, en las cafeterías, en casa de sus amigos, en la habitación amueblada de Gino Viesi; y, ahí, la sorpresa al saber que también Gino Viesi había salido a las siete de la mañana y no se le veía desde entonces. Y la noche, aquella primera noche sin su hijo en casa, con la casa que parecía vacía y daba miedo, como vacía y asustada estaba su alma. Y las horas que pasaban lentas, eternas, una por una, sobre su ansia angustiada por la inquietud de verlas pasar, así, una por una, en la vana espera detrás de la ventana, con la obsesión de las calles que su hijo podría estar recorriendo, que tal vez recorría en la noche, para alejarse cada vez más, cada vez más de su casa, ¡desgraciado! ¡Ingrato! ¿Adónde? ¿Adónde se dirigía? Y el amanecer y el silencio de toda la casa, horrible, con las mujeres que habían cedido al sueño entre el llanto, en las sillas, con la cabeza apoyada en la mesa, bajo la lámpara aún encendida (¡ah, aquella luz amarilla en el amanecer, y aquellos cuerpos que, por sí mismos, habían asumido posiciones piadosas, adoptadas para no sufrir tanto, al menos ellos, para encontrar un poco de paz, mientras el alma no podía hacerlo, en el sueño angustioso!). Y, por la mañana y durante todo el día, nuevas carreras, tres, cuatro, a la comisaría para denunciar la desaparición de su hijo y del otro, para que enseguida se redactara una orden de arresto; luego para saber si había llegado alguna noticia: ¡nada! Aquellos noes, aquel no del delegado pelirrojo y pecoso, que por la mañana había recibido con atención el caso al oír que se trataba de dos jóvenes que intentaban pasar a Francia para alistarse con la legión garibaldiana, y ahora no actuaba, ocupado en otros asuntos, como si se hubiera olvidado. Y las invectivas, las agresiones cada vez más violentas de su mujer y de su hija Carlotta, porque estaban seguras de que Faustino y el otro se habían escapado por él, sí, por él, que desde la infancia había oprimido a su hijo con el método alemán, con la disciplina alemana, con la cultura alemana, hasta provocar que concibiera un odio indomable, inextinguible, por Alemania, ¡que Dios la condene eternamente!, y últimamente, con el otro que lloraba sus dos hermanos muertos, ¿acaso no había tenido el coraje de gritarle que Austria tenía todo el derecho de enviar a sus hermanos a la masacre? ¡Él! ¡Él! Por eso se habían escapado, para darle una justa respuesta, para vengarse de los sentimientos que él había ofendido en uno y oprimido en el otro desde la infancia. Pues bien, ¿todo esto no es suficiente? Sobra, para explicar por qué Berecche había envejecido veinte años en seis días.
       Pero no, con envejecido no basta.
       Ahora Berecche declara que no sufre por nada, absolutamente por nada. Como máximo puede admitir que reconoce la idea abstracta de su dolor. La idea abstracta, tal vez sí. Pero no propiamente su dolor. Se trata del dolor de un padre en general a quien le haya ocurrido lo que le ha ocurrido a él. Pero, en realidad, no siente nada. Llora, sí… quizás, pero como un actor, como un actor en el escenario, solamente por la idea de su dolor, no porque lo sienta. Imagina sentirlo y lo demuestra. ¿Hay que asustarse por ello? La prueba más convincente es esta: que él razona, ra-zo-na, es capaz de razonar perfectamente, perfectísimamente.
       —¡Te digo, por Dios, que razono! —le grita al buen Fongi, soñoliento, que, desde la cervecería, ha venido a visitarlo.
       Como si el buen Fongi, soñoliento, dijera lo contrario.
       —¡Imagínate si no razonara, al menos yo, en esta casa! ¿Has visto, has oído a aquellas dos furias? ¡La culpa es mía! ¡Venga, dime, dime tú también que es culpa mía! Me harías un favor, ¿sabes? Me permitiría alzarme en medio de todos estos llantos, en medio de todos estos gritos, con el orgullo de estar seguro de que yo sólo conservo la razón todavía aquí. ¡Aquí! ¡Aquí!
       Y se golpea fuerte la frente.
       —¡Aquí, para compadecer a quien me acusa! ¡Aquí, para añorar con aquellas dos desgraciadas también a esta miserable Italia, mujer como ellas, que nunca tendrá lo que se llama disciplina de la vida! ¿No ves, no ves lo que ocurre en esta miserable Italia, porque ha optado por una tremenda medida de disciplina: la neutralidad? ¡Los hijos que se escapan! ¡Las madres que gritan! ¿Te parece que yo no razone?
       El buen Fongi, con la nariz grande y carnosa, permanece cabizbajo y lo mira como asustado por encima de los círculos de platino de sus gafas. Médico jubilado, tal vez piensa, para sus adentros, que no hay ninguna señal más manifiesta de locura que el razonar, o el creerse capaz de razonar, en ciertos momentos. De todas formas, el buen Fongi, si no propiamente asustado, se muestra al menos sorprendido, y no contesta ni que sí ni que no, aunque Berecche lo mire con unos ojos que esperan airados una respuesta afirmativa.
       —¿No? ¿Dices que no?
       —¿Yo? Yo, en verdad…
       —¿Acaso piensas que, ante el anuncio inicial de la declaración de neutralidad italiana, yo hablé en contra del gobierno?
       —No, no pienso…
       —¡Pero tienes que pensar, tienes que pensar, por Dios! ¡Yo necesito pensar en este momento! ¡Pareces una marmota!
       El buen Fongi se sacude durante un instante y se apresura a decirle:
       —Sí, piensa… si te hace bien…
       —¡Tú tienes que pensar conmigo! —le grita Berecche—. Tienes que pensar que, entonces, yo obedecía, por impulso, a un sentimiento de lealtad, ¿lo entiendes?, a un sentimiento de lealtad hacia aquella nación que me había enseñado la disciplina, ¿sabes qué quiere decir?, ¡quiere decir refrenar, refrenar, ahogar, si es necesario, los sentimientos naturales, de padre, de hijo, todos los sentimientos naturales que no quieren obedecer a las leyes! ¿Has entendido? Refrenar la naturaleza que se rebela a la razón. ¿Has entendido? Pero me he arrepentido enseguida, he comprendido que la verdadera disciplina para nosotros tenía que consistir también en ahogar este sentimiento de lealtad, ¡y lo he hecho! Y he llegado hasta a reconocer que Alemania actuó de manera desconsiderada, ¿entiendes?, que Alemania se equivocó, que Alemania perdió la cabeza… ¡A eso, a eso he llegado!
       El buen Fongi empequeñece más a cada palabra, y parece que su nariz se vuelva más grande. Berecche mira aquella nariz y poco a poco siente, contra ella, una irritación injustificada. ¡Qué nariz! ¡Qué insoportable realidad, aquella nariz! Grita algo de mucha gravedad y como si nada, allí sigue inmóvil, no se conmueve. Una nariz pacífica, por mucho que sea voluminosa. No se conmueve. ¡Una nariz romana!
       —¡He llegado a esto! —grita Berecche—. Y también a admitir, si quieres, que Alemania se ha puesto en contra de nosotros ayudando a Austria en una guerra ofensiva que, rompiendo los pactos de la alianza, necesariamente tenía que convertir a Austria en una enemiga nuestra. ¡Para nosotros la alianza con Austria significaba disciplina! Alemania la ha roto, tenía que entender que, declarando una guerra, nosotros no podíamos ser aliados de Austria, sino que solamente podíamos ir contra ella. ¡A eso había llegado! Y también a pensar que si entrábamos en guerra y mi hijo, llamado a filas antes de tiempo o empujado por un sentimiento al cual no habría podido oponerme, hubiera ido voluntario a la guerra, y yo también habría ido, yo también, como me ves, voluntario, con cincuenta y tres años y esta barriga, ¡yo también habría ido! Pero ahora mi hijo, ¿lo ves? ¡Ha querido ponerse en mi contra! ¿Y por qué? ¡Porque, como todos los demás, no conoce la disciplina de la vida! Y contra mí ha puesto a su pobre madre y a su hermana, y, asústate, Fongi, asústate, ¡me ha puesto a mí también contra mí mismo! Sí, porque en mí también hay un padre, que llora y a quien yo —que conozco la disciplina de la vida— estoy obligado a gritar: «¡No llores, bufón, no tienes razones para hacerlo!». ¡Que lloren los demás! Yo no lloro, no lloro, ni siquiera si me llegara la noticia, ¿lo ves?, de que ha muerto. No sólo eso, también te digo lo siguiente, y te lo digo fuerte, para que lo oigan también aquellas dos furias que quisieran impedirme que razonara, gritándome que quieren que el novio, el hermano, el hijo salgan de mí, como si yo estuviera loco… Te digo esto: que ahora estoy de nuevo con Alemania, sí, sí, te lo digo fuerte, con Alemania, con Alemania, que habrá hecho una locura, es más, seguro que sí, pero ¿ves qué espectáculo sigue ofreciéndole al mundo? ¡Lo ha puesto contra sí y lo controla todo! ¡Todos impotentes contra ella: la poderosa! ¡Qué espectáculo! ¿Y quieren derribarla? ¿Destruirla? ¿Quién? ¿Francia, la podrida, Rusia con los pies de barro, Inglaterra? ¿Y acaso valen más que Alemania? ¿Qué valen frente a ella? ¡Nada! ¡Nada! ¡Nadie la vencerá!
       ¡Ah, por fin! Desde su necedad, tan golpeada y aplastada, tan asaltada por la violenta invectiva, surge de pronto el buen Fongi con su gran nariz. ¿Para protestar? No. Trae una noticia, una noticia que lleva dentro desde su llegada y que, asaltado por los llantos y los gritos, no ha podido expresar.
       —Yo —dice—, traigo una carta de Faustino.
       De milagro Berecche no se desploma. Se pone palidísimo y, poco a poco, cárdeno; se abalanza sobre Fongi, como si este quisiera escaparse:
       —¿Tú? —le grita—. ¿Una carta? ¿De Faustino?
       Y llora y se ríe y tiembla y con paso vacilante, corre a gritar en el pasillo:
       —Una carta… ¡una carta de Faustino!… ¡Enseguida!… ¡Margheritina, Margheritina, traedla también!
       Y mientras su mujer y Carlotta con Margheritina de la mano irrumpen en el estudio, temblando por la impaciencia, arranca con manos temblorosas la carta de las manos de Fongi e intenta leerla en voz bien alta.
       —Está dirigida a él.
       —¿A usted?
       —Ya…
       —Querido… sí… Querido señor… oh, Dios… Querido señor Fongi…
       No puede continuar. La vista, la voz, el aliento le faltan. Se abandona en una silla y le cede la carta a Carlotta, para que la lea ella.
       La carta está escrita en Niza y dice así:

Querido señor Fongi:

     Conozco el afecto que usted siente por mi padre y me dirijo a usted para rogarle que vaya a verlo, apenas reciba esta carta mía, para anunciarle lo que, por otro lado, ya habrá adivinado, y le dejo imaginar con qué rabia y con qué dolor.
     Pero dígale, señor Fongi, que no he venido aquí a combatir por Francia. ¡Se alegrará! He venido aquí porque estoy convencido (¡y Dios quisiera, sin razón!) de que Italia, sirvienta como siempre y ahora sin amos, no hará nada. Los dos que tenía —uno malo que siempre la ha humillado y el otro que siempre se ha dado aires de protegerla, pequeña, vieja y decaída señora—, de pronto, sin ni siquiera despedirla, sin ni siquiera decirle que podían renunciar a sus servicios, la han dejado sola para ocuparse de sus asuntos. Ahora la pobre Italia, sin saber si ha sido despedida, no sabe qué hacer ni adónde ir. Tiene miedo de sus antiguos dueños y tiene miedo de ponerse al servicio de otros, nuevos, que, desde las embajadas, la tientan con apremiantes exhibiciones. ¿A quién hacerle caso? ¿A quien le dice que extienda este o aquel brazo para reconquistar lo que era suyo y que le han sustraído? La pobre y decaída señora no sabe estar sola, por su cuenta, acostumbrada como está desde hace mucho tiempo a servir a amos por una retribución mínima en los apartamentos de su casa antigua, magnífica, aireada, llena de sol, en un lugar florecido. Muchas cosas hermosas, lo sé, y muchas otras grandes y gloriosas hay en esa casa antigua, que la pobre y decaída señora ha convertido en una fonda. Pero también hay cosas tristes y una gran miseria, sobre todo en el alma de los hijos de esta señora, que han nacido sirvientes. Su madre los ha educado en la prudencia, en la tolerancia, en el fingimiento de que no ven y de que no entienden, en la serena aceptación, si ocurre, de una bofetada como propina, contestando con una reverencia: «¡Gracias, señor!». Los ha educado para que lleven con soltura la librea como si fuera un traje, a cepillar con soltura de las colas de la librea las huellas de las patadas recibidas, y a prestar mucha atención a la hora de hacer las cuentas porque, ¡ay de mí!, a menudo, pobre madre, se ha equivocado para su propio perjuicio. Pues bien, señor Fongi, dígale a mi padre que estoy en Francia, no por Francia, con otros compañeros —muchos, muchos— para demostrar que entre tanta prudencia, tanta tolerancia, tanto cuidado para no equivocarse en las cuentas y tanta perplejidad para decidir qué librea nos conviene ponernos en este momento, también en Italia hay… nada, algo de juventud desperdiciada, algo de juventud que no sabe hacer las cuentas y no sabe ser cuidadosa y prudente, algo de juventud, eso es. Nuestra madre Italia no la necesita, tal vez no la necesitará, más bien le dolerá. Hemos venido aquí por ella. Mi pequeña madre me dirá: «¿Cómo? ¿Y yo, que soy también tu madre? ¡Yo sí, yo sí te necesito!». Es verdad, mamá, pero piensa que en este momento es necesario que todas las pequeñas madres, como sus hijos, se sientan hijas pequeñas de una madre mayor. Yo estoy aquí por ti, si he venido por nuestra madre mayor y común, aunque ahora quizás creas lo contrario.
     Bésele la mano por mí, señor Fongi, y asegúrele que le daré noticias frecuentes; consuele a mi padre, que tal vez sufre tanto que no puede perdonarme; bese a mis hermanas y dígale a Carlotta que Gino está aquí conmigo y que esta noche le escribirá una larga carta. A usted, señor Fongi, mis más vivos agradecimientos y un respetuoso y cordial saludo.

Fausto Berecche

       Todos lloran.
       Han llorado, durante la lectura, sin perderse una sílaba. Ahora que la lectura ha terminado, siguen llorando, en voz baja, todavía, como para no permitir que se disperse el eco de una voz lejana.
       Fongi susurra, casi para sus adentros:
       —Muy noble… muy noble…
       Finalmente Berecche se levanta, ahogado, y abraza a su mujer; la estrecha entre sus brazos, inclina el rostro sobre su cabeza, y ambos ahora, abrazados, lloran fuerte, sacudidos por los sollozos. Carlotta abraza a Margherita y ellas también lloran fuerte. El buen Fongi, por su parte, busca el pañuelo en el bolsillo trasero de su largo redingote. Su grande y pacífica nariz se ha conmovido, al fin, y se la suena varias veces, fuerte, repitiendo, con un movimiento de la cabeza, de profunda convicción:
       —Muy noble… muy noble…



VIII
En la oscuridad


      Por la noche, cuando el guardián de la villa ha apagado la luz de la escalera y el jardín se queda a oscuras, Berecche, circunspecto, adusto, con los hombros encogidos, abre el portón que aquel acaba de cerrar y lo llama:
       —¡Pst! ¡Pst!
       El guardián, que no se lo espera, lo mira asustado; Berecche le hace una señal con la mano para que se acerque en silencio, sin hacer ruido en la grava, y cuchichea con él en gran secreto:
       —Eh, por menos de seiscientas… —dice aquel en cierto momento.
       —¡Hable en voz baja!
       —Porque el gobierno ya ha requisado todas las tiendas… al menos así dicen… Sabe, en estos momentos…
       —Ah, un buen caballo, sí… también para montar…
       —¡Es lo que yo digo!
       —¿Lo necesita para…?
       —¡Hable en voz baja!
       —Con silla, seguro… por seiscientas liras lo encuentra…
       —Por el momento para reservarlo con una suma… doscientas, ¿qué sé yo?, doscientas cincuenta liras… así… Porque, espero que me sirva, pero si no fuera así… solamente perdería el depósito… Pero, ¡oh!, se lo ruego, a escondidas… silencio ante todos. Usted se ocupa.
       Y Berecche, adusto, con los hombros encogidos, de puntillas, entra en la villa y deja allí, en el jardín a oscuras, al guardián aturdido por aquella misteriosa compra del caballo, que el único inquilino de la villa, un hombre serio, con estudios, le ha encargado así, a escondidas, en la oscuridad… Un caballo… que nadie lo sepa…
       Tras cerrar lentamente el portón y entrar en su apartamento, Berecche atraviesa el pasillo siempre de puntillas, se encierra en su estudio, se sienta a la mesa, saca una hoja de papel de una carpeta y escribe:
       «A Su Excelencia, ministro de la Guerra —Roma»; levanta el dedo índice de la mano con el bolígrafo y se lo pone en los labios. Medita largamente.
       Tiene claro lo que quiere pedirle a Su Excelencia, ministro de la Guerra, pero duda acerca de la exactitud de los términos militares. ¿Se dice cuerpos guías voluntarios a caballo o de otra manera? Será mejor informarse, antes, en el Ministerio de la Guerra. Y, además, teniendo que declarar su edad —cincuenta y tres años—, ¿acaso no convendrá adjuntar a la solicitud un certificado médico de buena salud? Podrá obtenerlo de Fongi, mañana.
       —Fongi… no… Fongi, no… —susurra. Tiene que ser un secreto. Y a Fongi le ha dado una demostración tan evidente de su completo dominio de la razón y le ha gritado con tanta violencia que está de nuevo, completamente, con Alemania…
       —No, Fongi, no…
       Pero, si se dirige a un médico cualquiera y no a un amigo, ¿podrá estar seguro de obtener ese certificado de buena salud? El corazón… Hace mucho que su corazón no late según las reglas; tiene el corazón cansado y a menudo siente que le pesa tanto la cabeza… ¡Quién sabe! Primero irá a un médico cualquiera, si no consigue el certificado recurrirá a Fongi, pidiéndole que guarde el secreto. Berecche quiere ir a la guerra, él también.
       Pone de nuevo la hoja de papel en la carpeta; se levanta y camina hacia una de las estanterías, saca un manual de la editorial Hoepli sobre equitación; se sienta de nuevo al escritorio, apoya los codos, se coge la cabeza con las manos y se hunde en la lectura preparatoria:

Capítulo primero
Historia e informaciones preliminares sobre equitación

      Al día siguiente va a Cavallerizza, la escuela de equitación de via Po.
       Con un paquete bajo el brazo (las botas de cuero y la fusta, que acaba de comprar) y otro pequeño paquete en la mano (las espuelas), Berecche se presenta ante el señor Felder, maestro de equitación.
       —¿Curso acelerado? Con perdón, ¿el señor tiene ya cierta práctica con caballos?
       Berecche niega, también con la cabeza:
       —No.
       —¿Y por tanto? —exclama el señor Felder con una sonrisa de piadosa sorpresa.
       Contempla durante unos segundos a aquel hombre grande, de complexión cuadrada, que está ante él, con el ceño fruncido. Luego, tras pedir su permiso, toca sus músculos de las piernas, en verdad un poco débiles, un poco delgadas en proporción con el ancho tórax; le coge una mano (con perdón) y lo invita a doblarse sobre aquellas piernas, con las puntas de los pies juntas.
       —Yo le sujeto.
       Berecche, aún más encogido, menea la cabeza; rechaza aquella mano: en casa, encerrado en su estudio, ha hecho aquel ejercicio. Y ahora lo ejecuta sin ayuda, una, dos, tres veces, elásticamente, con los ojos cerrados, ante el señor Felder, que aprueba:
       —Ah, bien… ah, bien… muy bien…
       Berecche se levanta y le anuncia al señor Felder, cada vez más asombrado por el aire severo de su nuevo cliente, que ha estudiado toda la noche y que por eso, con respecto a los conceptos teóricos, ya está montado en el caballo. Señala, en un punto de la pista, al caballo de madera y hace el gesto de descartarlo con la mano, es decir: puede evitarlo porque, en teoría, ya conoce todas las posiciones y los gestos y las defensas del caballo, evolución, parada, pasada, pirueta…
       —Un poco de práctica, sólo un poco de práctica, rápidamente —concluye—. He traído este par de botas. Póngamelas. Hágame montar un caballo y lo intentamos enseguida, no hay problema si incluso es un caballo un poco malo… vivaz, quiero decir. ¡Sería mejor! Si me caigo, no pasa nada.
       El señor Felder intenta expresar varias reservas, pero Berecche lo interrumpe, repitiendo en cada ocasión: «¡Le digo que no pasa nada si me caigo!», con tono tan perentorio que finalmente levanta los hombros y se resigna para contentar al extraño cliente.
       La primera vez Berecche no se cae, pero si quiere hacerlo a su manera, ¿por qué ha venido a una escuela de equitación? Así, antes o después, se romperá el cuello, no una, sino diez veces, y con una es suficiente. ¿No le importa? Pero le importa a él, al señor Felder, que no quiere responsabilidades, porque en su escuela…
       —Mire —añade—, inténtelo lentamente, a la inglesa.
       —¿Es decir? —pregunta Berecche, jadeando, con el rostro acalorado, desde lo alto del caballo.
       —Mire —continúa el señor Felder—, usted sabe que hay una manera de cabalgar a la italiana y otra a la inglesa. Inténtelo a la inglesa, lentamente. Permanezca un poco en suspenso sobre los estribos, así… y levántese y agáchese secundando la andadura del caballo… seguro, inclinando un poco la cabeza y la cintura… así, hacia delante, hacia el cuello del caballo… no tanto… Digo, ¿sabe?, para que la cabeza no se sacuda demasiado… Veo que… sí, usted está un poco agarrotado…
       —¡Ah, no se preocupe! —exclama Berecche—. Intentémoslo a la inglesa… ¡anime al caballo!
       —Primero lentamente…
       —Le digo que anime al caballo.
       El maestro lo hace, el caballo se lanza al galope y entonces Berecche… oh, Dios… ¡Oh, Dios!
       —¡Inclínese en la silla! ¡Agáchese! —le grita el señor Felder por la pista.
       Berecche recula sin suerte, se tambalea, se retuerce, y finalmente: ¡catapum!, con los pies todavía en los estribos y el caballo que lo arrastra por la pista.
       ¡Nada! No se ha hecho nada… pero la manera de cabalgar a la inglesa no va con…
       —¡No es nada, le digo, por Dios! Estoy contentísimo… Nada… un poco aquí, en el pie… ya se me ha pasado… Hágame montar de nuevo. Es mejor a la italiana, como antes. ¡Y deme la fusta!
       El señor Felder retrocede un paso, poniéndose la fusta en los hombros.
       —¡Ah, nada de fusta, querido señor!
       —¡Le digo que me la dé!
       —¡Ni loco!
       —¿Usted sabe que, si hubiera tenido la fusta, no me habría caído?
       Berecche se ríe, jadeando, desde lo alto del caballo. Está contento de verdad, incluso por la caída, sí. Ha sido un bonito momento, una gran alegría para él: galopando y reculando de aquella manera, pensaba en Faustino, en la guerra, en Faustino que cargaba con su bayoneta contra los alemanes y… al galope con él, a ojos cerrados, en la batalla. Quiere volver a sentir la misma alegría ahora.
       —¡Deme la fusta y déjese de historias!
       Se acerca con el caballo, se inclina hacia delante, le arranca la fusta al señor Felder, y, azotando al caballo, de nuevo al galope por la pista, con los ojos cerrados, hundiéndose en la violenta visión de los garibaldianos a la carga, con Faustino al frente. Y cuanto más corre su chico con la camisa roja y la bayoneta, más azota él a su caballo: ¡adelante! ¡Adelante! ¡Viva Italia! ¡Ah, qué rojas son aquellas camisas! Algo de juventud… algo de juventud desperdiciada…
       ¿Quién grita así en la pista?… ¡Ah, qué torbellino!… ¿Quién corre? ¿Cómo? ¿Parado? ¿Qué ha sido? Gritan, se acercan…
       Berecche se ha caído. Está bocabajo, con la frente herida. Jadea tremendamente pero está lleno de alegría; no sufre por nada; sólo le sabe mal por aquel buen señor Felder, que parece haber perdido los nervios; quisiera decirle que no es nada, que no se preocupe, que nadie lo hará responsable del daño que se ha provocado a sí mismo en la cabeza.
       —¿Es grave? —pregunta a la gente que lo levanta del suelo.
       Por las miradas de aquella gente entiende que lo es, pero no lo sabe, no puede verse el rostro con aquella herida abierta en la frente, y se ríe, con el rostro ensangrentado, para tranquilizar a la gente:
       —Eh —dice—, y ahora, ¿a la guerra?
       Lo aferran por los hombros y los pies y lo trasladan fuera de la pista, y en coche de caballos lo llevan al hospital.
       —¿Y la guerra?

       Contra cualquier suposición diferente que se pueda hacer, Berecche sigue razonando y ofrece prueba de ello, por la noche, cuando con un turbante de vendas que le envuelve la cabeza y también medio rostro, tapándole ambos ojos, lo llevan a casa desde el hospital.
       —Una caída… una caída…
       No dice nada más, ni cómo ni dónde se ha caído. Una caída. Pero razona: es tan cierto que enseguida comprende que, al decir esto, sin explicar cómo ni dónde ha caído, su mujer y su hija Carlotta pueden suponer que haya intentado suicidarse. Y entonces añade:
       —Nada… Por la calle, un vértigo… ¡No os asustéis!… Mis ojos están a salvo: solamente un corte en la frente, en las cejas… nada. Pasará.
       Quiere que lo lleven al estudio y lo sienten en su acostumbrado lugar nocturno. Sólo quiere a Margheritina consigo. Hace que se siente en su regazo, la abraza. Razona; pero, no obstante, le parece que Margheritina quizá pueda ver si la lamparita roja de la villa de enfrente está encendida, al menos eso, y se lo pregunta.
       Margheritina no contesta. Berecche comprende que no, que su querida niña no puede verlo, y la estrecha contra su pecho, más fuerte. Tal vez Margheritina ni siquiera sabe que hay una villa con una Virgencita y una lámpara roja encendida. ¿Qué es el mundo para ella? Ahora él puede comprenderlo bien. Oscuridad. Esta oscuridad. Todo puede cambiar, afuera; el mundo puede volverse otro; un pueblo puede desaparecer; un continente entero puede ordenarse de manera diferente; una guerra puede pasar cerca, derribar, destruir… ¿Qué importa? Oscuridad. Esta oscuridad. Para Margheritina, siempre esta oscuridad. ¿Y si mañana, en Francia, mataran a Faustino? Oh, entonces también para él, sin aquella venda, con los ojos abiertos a la vista del mundo, siempre habría oscuridad, así, pero tal vez sea peor, porque estará condenado a seguir viendo la vida, esta atroz vida de los hombres.
       Aprieta de nuevo contra el pecho a su pequeña y adorada ciega, siempre encerrada en su negro silencio. Le susurra:
       —¡Y por esto, hija mía, por todo esto hay que darle las gracias a Alemania!

Roma, finales de 1914 - Principios de 1915



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