Luigi Pirandello
(Agrigento, Italia, 1867 - Roma, 1936)


Limones de Sicilia (1900)
(“Lumie di Sicilia”)
[De este relato se derivó la commedia in un atto Lumie di Sicilia
Nuova Antologia, 16 de marzo de 1911;
fue representada en 1910.]
Originalmente publicado en Il Marzocco (20 y 27 de mayo de 1900);
Quand’ero matto
(Torino: Streglìo, 1902);
Novelle per un anno (vol. 10):
Il vecchio Dio
(Florencia: ed. R. Bemporad e F., 1926)



      —¿Está aquí Teresina?
       El camarero, todavía sin camisa, pero ya asfixiado por un altísimo cuello de pajarita, observó de los pies a la cabeza al joven, que permanecía en el rellano de la escalera: campesino por el aspecto, con el cuello del áspero abrigo levantado casi hasta las orejas, con las manos moradas y ateridas, que sustentaban una bolsa sucia de un lado y una vieja maleta del otro, como en equilibrio.
       —¿Teresina? ¿Y quién es? —preguntó a su vez, arqueando su ceja densa y única, que parecía un bigote afeitado y pegado allí para no perderlo.
       El joven primero sacudió la cabeza para que de su nariz saltara una gotita de frío, luego contestó:
       —Teresina, la cantante.
       —Ah —exclamó el camarero, con una sonrisa de irónico estupor—. ¿Se llama así, Teresina? ¿Y tú quién eres?
       —¿Está o no está? —preguntó el joven, frunciendo el ceño y respirando por la nariz—. Dígale que Micuccio está aquí y déjeme entrar.
       —Pero no hay nadie ahora —contestó el camarero, con una sonrisa forzada en los labios—. La señora Sina Marnis está en el teatro todavía y…
       —¿También la tía Marta? —lo interrumpió Micuccio.
       —Ah, ¿usted es el sobrino?
       Y el camarero se puso ceremonioso.
       —Entre, pues. No hay nadie. La tía también está en el teatro. No volverán antes de mediodía. Es la noche de honor de su… ¿qué sería ella, la señora? ¿Su prima?
       Micuccio se sintió incómodo durante un instante.
       —No soy… no, no soy su primo, en verdad. Soy… soy Micuccio Bonavino, ella sabe quién soy. Vengo a propósito desde el pueblo…
       Ante esta respuesta el camarero consideró oportuno retirar el usted y utilizar el . Introdujo a Micuccio en una habitación a oscuras cerca de la cocina, donde alguien roncaba estrepitosamente, y le dijo:
       —Siéntate aquí. Ahora traigo una lámpara.
       Micuccio miró primero hacia donde provenía el ronquido, pero no pudo distinguir nada; luego miró hacia la cocina donde el cocinero, asistido por un pinche, preparaba la cena. Los olores de la comida en preparación lo vencieron; sintió una embriaguez vertiginosa, no comía desde la mañana, llegaba desde la provincia de Messina, después de una noche y un día enteros en tren.
       El camarero trajo la lámpara y la persona que roncaba en la habitación, detrás de una cortina suspendida de una cuerda, desde una pared a la opuesta, masculló:
       —¿Quién es?
       —¡Dorina, arriba! —llamó el camarero—. Aquí está el señor Bonvicino.
       —Bonavino —lo corrigió Micuccio, que estaba soplando sobre sus dedos.
       —Bonavino, Bonavino, conocido de la señora. Tú duermes profundamente: llaman a la puerta y no oyes. Yo tengo que poner la mesa, no puedo hacerlo todo yo, ¿lo entiendes? Ocuparme del cocinero que no sabe, de la gente que entra…
       Un gran y sonoro bostezo, prolongado en el estiramiento de los miembros y concluido con un relincho por un imprevisto escalofrío, acogió la protesta del camarero, que se alejó exclamando:
       —¡Está bien!
       Micuccio sonrió y lo siguió con la mirada, a través de otra habitación en penumbra, hasta la amplia sala con la espléndida mesa al fondo, y permaneció contemplando, sorprendido, hasta que de nuevo el ronquido hizo que se volviera hacia la cortina.
       El camarero, con la servilleta bajo el brazo, pasaba y volvía a pasar, maldiciendo entre dientes a Dorina que seguía durmiendo, o al cocinero (que tenía que ser nuevo, empleado para el evento de aquella noche, y lo fastidiaba pidiendo continuamente explicaciones). Micuccio, para no molestarlo, consideró prudente guardar todas sus preguntas para luego. Tendría que decirle o hacerle entender que era el novio de Teresina; pero se resistía, sin saber él mismo el porqué. Tal vez porque aquel camarero ahora tendría que tratarlo a él, Micuccio, como al señor de la casa y él, viéndolo tan suelto y elegante, aunque todavía sin frac, no conseguía vencer la incomodidad que sentía sólo de pensarlo. Pero en cierto momento, viendo que volvía a pasar, no pudo evitar preguntarle:
       —Perdone… ¿de quién es esta casa?
       —Nuestra, mientras vivamos —le contestó el camarero con prisa.
       Y Micuccio se quedó meneando la cabeza.
       ¡Caramba, de modo que era cierto! La fortuna. Grandes negocios. Aquel camarero que parecía un gran señor, el cocinero y el pinche, aquella Dorina que roncaba: todos sirvientes a las órdenes de Teresina. ¿Quién lo hubiera dicho?
       Veía en su mente el viejo y pobre desván de Messina, donde Teresina vivía con su madre. Cinco años atrás, en aquel desván lejano, si no hubiera sido por él, madre e hija se hubieran muerto de hambre. ¡Y él había descubierto aquel tesoro en la garganta de Teresina! Ella cantaba siempre, en aquel entonces, como un pájaro en los tejados, desconociendo su tesoro: cantaba para no pensar en la miseria que él intentaba vencer como podía, no obstante la oposición de sus padres, especialmente de su madre. Pero ¿podía abandonar a Teresina? ¿Abandonarla porque no tenía nada, mientras él, bueno o malo, tenía un empleo de flautista en la banda municipal? ¡Buena razón! ¿Y el corazón?
       Ah, había sido una verdadera inspiración del cielo, una sugerencia de la suerte, valorar la voz de ella cuando nadie lo hacía, aquel hermoso día de abril, cerca de la ventana del desván que enmarcaba el vivo azul del cielo. Teresina cantaba una apasionada aria siciliana, cuya letra Micuccio aún recordaba. Aquel día Teresina estaba triste por la reciente muerte de su padre y por la obstinada oposición de los parientes de Micuccio, y él también —recordaba— estaba triste, al punto de que le habían brotado lágrimas al escucharla cantar. Muchas otras veces había escuchado aquella aria, pero nunca de aquella manera, nunca. Se había quedado tan impresionado que al día siguiente, sin avisarle a ella ni a su madre, había traído al desván al director de la banda, un amigo suyo. Y así habían empezado las primeras clases de canto, y durante dos años seguidos había gastado en Teresina casi todo su sueldo: había alquilado un piano para ella, le había comprado partituras y también le había dado al maestro una compensación suficiente por sus lecciones. ¡Preciosos días, tan lejanos! Teresina ardía en deseos de volar, de lanzarse al porvenir que su maestro le prometía luminoso y, mientras tanto, ¡qué caricias de fuego para demostrarle toda su gratitud, y qué sueños de felicidad en común!
       La tía Marta, en cambio, sacudía la cabeza: había visto tanto en su vida, pobre viejita, que ya no confiaba en el futuro. Temía por su hija, y no quería que ella ni siquiera pensara en la posibilidad de salir de su resignada miseria, y además sabía, sabía lo que a él le costaba la locura de aquel sueño peligroso.
       Pero Teresina y él no la escuchaban, y en vano la tía Marta se había rebelado cuando un joven maestro compositor, que había oído a Teresina en un concierto, había declarado que sería un delito no ofrecerle mejores maestros y una educación artística completa: a Nápoles, había que enviarla al conservatorio de Nápoles a toda costa.
       Y entonces Micuccio, sin pensarlo dos veces, había roto con su familia, había vendido una finca que un tío cura le había dejado en herencia, y había enviado a Teresina a Nápoles para que estudiara.
       Desde entonces no había vuelto a verla. Cartas, sí… conservaba las cartas que ella le escribía desde el conservatorio, y luego las de la tía Marta, cuando Teresina había empezado su carrera artística, reclamada por los principales teatros, después del debut clamoroso en el San Carlo. Al final de aquellas trémulas cartas, escritas como aquella viejita mejor podía, siempre había dos palabritas de ella, de Teresina, que nunca tenía tiempo para escribir: «Querido Micuccio, confirmo lo que te cuenta mamá. Cuídate y quiéreme». Habían decidido que él le dejaría cinco o seis años para abrirse camino libremente, ya que ambos eran jóvenes y podían esperar. Y durante los cinco años que ya habían pasado, siempre había mostrado aquellas cartas a quien quisiera verlas, para borrar las calumnias de sus parientes contra Teresina y su madre. Luego había enfermado, había estado a punto de morir y en aquella ocasión, sin que él lo supiera, la tía Marta y Teresina le habían enviado una buena suma de dinero: una parte ya había sido gastada durante la enfermedad, pero el resto lo había arrancado a viva fuerza de las rapaces manos de sus parientes y ahora, sí, venía a devolvérselo a Teresina. Porque dinero, ¡ni pensarlo!, no lo quería. No porque le pareciera limosna, considerando que él había gastado tanto en ella, pero… ¡nada! No sabía expresarlo y ahora menos que antes, en aquella casa… ¡Nada de dinero! Había esperado durante tantos años, podía seguir esperando. Si Teresina tenía dinero en exceso, era señal de que su porvenir se había abierto, y por eso era tiempo de que se cumpliera la antigua promesa, a despecho de quien no quería creer en ella.

       Micuccio se levantó, con el ceño fruncido, como para convencerse de esta conclusión, sopló de nuevo sobre sus manos frías y dio algunos pisotones.
       —¿Frío? —le dijo, al pasar, el camarero—. Falta poco. Ven a la cocina, estarás mejor.
       Micuccio no quiso seguir el consejo del camarero que, con aquel aire de gran señor, lo desconcertaba y lo irritaba. Volvió a sentarse y a pensar, consternado. Poco después, un timbrazo lo sorprendió.
       —¡Dorina, la señora! —gritó el camarero, poniéndose rápidamente el frac, mientras corría a abrir, pero viendo que Micuccio hacía ademán de seguirlo, se detuvo de pronto para advertirle—: Quédate aquí. Deja que antes la advierta de tu presencia.
       —Ohi, Ohi, Ohi —se lamentó una voz somnolienta detrás de la cortina y poco después apareció una mujerona ruda, que arrastraba una pierna y no conseguía abrir los ojos, con un chal de lana subido hasta la nariz y el pelo teñido de oro.
       Micuccio la miró pasmado. Ella también, sorprendida, abrió los ojos mirando al extraño.
       —La señora —repitió Micuccio.
       Entonces Dorina se despertó de pronto.
       —Aquí estoy, aquí estoy —dijo, quitándose el chal y tirándolo detrás de la cortina, corriendo hacia la puerta con su pesada figura.
       La aparición de aquella bruja teñida y la amenaza del camarero le infundieron a Micuccio, ya alicaído, un angustioso presentimiento. Oyó la voz aguda de la tía Marta:
       —¡A la sala, Dorina! ¡A la sala!
       Y el camarero y Dorina pasaron ante él sosteniendo magníficas cestas de flores. Irguió la cabeza para mirar en la sala iluminada, al fondo, y vio a varios señores en frac, que hablaban confusamente. Su vista se nubló: era tanto el estupor, tanta la emoción, que no se dio cuenta de que sus ojos se habían llenado de lágrimas. Los cerró y en aquella oscuridad se recogió en sí mismo, como para resistir el dolor que le provocaba una risa larga y aguda. ¿Era Teresina? Dios, ¿por qué se reía de aquella manera?
       Un grito reprimido hizo que volviera a abrir los ojos y vio —irreconocible— a la tía Marta, con el sombrero en la cabeza, ¡pobrecita!, oprimida por una rica y espléndida mantilla de terciopelo.
       —¿Cómo? ¿Micuccio? ¿Tú, aquí?
       —Tía Marta… —exclamó él, un tanto asustado, contemplándola.
       —¿Cómo? —continuó la viejita, trastornada—. ¿Sin avisar? ¿Qué ha pasado? ¿Cuándo has llegado? Justo esta noche… Oh, Dios, Dios…
       —He venido para… —balbuceó Micuccio, sin saber qué decir.
       —¡Espera! —lo interrumpió la tía Marta—. ¿Cómo hacemos? ¿Cómo hacemos? ¿Ves cuánta gente, hijo mío? Es la fiesta de Teresina, es su noche… Espera, espera un poco aquí…
       —Si usted —intentó decir Micuccio, con la garganta oprimida por la angustia—, si usted cree que tengo que irme…
       —No, espera un poco, te digo —se apresuró a contestarle la buena viejita, sumamente incómoda.
       —Pero yo —continuó Micuccio—, no sabría adónde ir en esta ciudad… ahora…
       La tía Marta lo dejó solo indicándole con una mano que esperara, y entró en la sala, donde poco después a Micuccio le pareció que se inicaba una vorágine. De pronto, el silencio. Luego oyó, claras y definidas, estas palabras de Teresina:
       —Un momento, señores.
       Y de nuevo su vista se nubló, a la espera de que ella apareciera. Pero Teresina no apareció, y la conversación siguió en la sala. En cambio, después de unos minutos que a él le parecieron eternos, volvió la tía Marta, sin sombrero, sin mantilla, sin guantes, menos incómoda.
       —Esperemos un poco aquí, ¿te parece bien? —le dijo—. Yo estaré contigo… Ahora se cena… Nosotros nos quedaremos aquí. Dorina nos pondrá esta mesa y cenaremos juntos, nos acordaremos de los tiempos pasados, ¿eh?… Me parece mentira que estés aquí, hijo mío… aquí, apartado… Como entenderás, allí hay tantos señores… Ella, pobrecita, no puede evitarlo… Se trata de su carrera, ¿lo entiendes? Eh, cómo hacemos… ¿Has visto los diarios? ¡Grandes noticias, hijo mío! Pero yo… siempre inestables, como las olas… Me parece mentira poder estar aquí contigo esta noche.
       Y la buena viejita que había hablado y hablado para no darle tiempo a Micuccio para pensar, finalmente sonrió y se frotó las manos, mirándolo con ternura.
       Dorina vino a poner la mesa, deprisa, porque en la sala ya había empezado la cena.
       —¿Vendrá? —preguntó Micuccio, sombrío, con voz angustiada—. Digo, al menos para verla.
       —Claro que vendrá —le contestó enseguida la viejita, esforzándose para vencer su turbación—. Apenas tenga un momento, ya me lo ha dicho.
       Se miraron y ambos sonrieron, como si por fin se reconocieran. A través de la incomodidad y de la emoción sus almas habían encontrado el camino para saludarse con aquella sonrisa. «Usted es la tía Marta», decían los ojos de Micuccio. «¡Y tú eres Micuccio, mi querido y buen hijo, siempre el mismo, pobrecito!», decían los de la tía Marta. Pero enseguida la buena viejita bajó la mirada, para que Micuccio no leyera nada más en ella. Se frotó de nuevo las manos y dijo:
       —¿Comemos?
       —¡Tengo un hambre! —exclamó, alegre y confiado, Micuccio.
       —Primero persignémonos, aquí puedo hacerlo, contigo —añadió la viejita, con aire coqueto, guiñó un ojo y se persignó.
       El camarero vino para servir el primer plato. Micuccio observó atentamente cómo la tía Marta cogía su porción del plato. Pero cuando le tocó a él, al levantar las manos, pensó que estaban sucias por el largo viaje, se sonrojó, se confundió, levantó los ojos mirando al camarero, quien, ahora muy amable, hizo una leve reverencia con la cabeza y le sonrió, como para invitarlo a servirse. Afortunadamente la tía Marta lo sacó del apuro.
       —Deja, Micuccio, te sirvo yo.
       ¡La hubiera besado de la gratitud! Con la porción en el plato, apenas el camarero se fue, se persignó con prisa.
       —¡Muy bien, hijo! —le dijo la tía Marta.
       Y él se sintió feliz, en su sitio, y se puso a comer como nunca había comido en su vida, sin pensar en sus manos ni en el camarero.
       Pero, cada vez que este, al entrar o al salir de la sala, abría la puerta de cristal y del otro lado llegaba una oleada de palabras confusas y risas, se giraba turbado y miraba los ojos dolidos y afectuosos de la viejita, como para leer en ellos una explicación. En cambio leía la petición de no preguntar nada, por el momento, de posponer las explicaciones. Y ambos se sonreían de nuevo y volvían a comer y a hablar del pueblo lejano, de amigos y conocidos, por quienes la tía Marta le preguntaba sin parar.
       —¿No bebes?
       Micuccio extendió la mano para coger la botella, cuando la puerta de la sala se abrió: un crujido de seda, pasos apresurados, un resplandor, como si la habitación se hubiera iluminado violentamente, para cegarlo.
       —Teresina…
       Y la voz, por el estupor, murió en sus labios.
       ¡Ah, qué reina!
       Con el rostro en llamas, los ojos y la boca muy abiertos, la contempló atontado. ¿Ella… así? Con el escote que casi mostraba su pecho, los hombros y los brazos desnudos, brillante de gemas y sedas… No la veía, no la veía como a una persona viva y real ante sus ojos. ¿Qué le decía? Tampoco reconocía la voz, los ojos, la sonrisa de ella, en aquella aparición de ensueño.
       —¿Cómo va? ¿Ya estás bien, Micuccio? Bien, bien… Has estado enfermo, si no me equivoco… Nos veremos dentro de poco. Quédate aquí con mi mamá, mientras tanto… Estamos de acuerdo, ¿verdad?
       Y Teresina, haciendo crujir la seda, se escapó de la sala.
       —¿No comes más? —preguntó atenta, poco después, la tía Marta, para romper el aturdimiento de Micuccio.
       Este apenas se volvió a mirarla.
       —Come —insistió la vieja, señalándole el plato.
       Micuccio se llevó dos dedos al cuello de su camisa arrugada y se lo estiró, intentando respirar profundamente.
       —¿Comer?
       Y agitó varias veces los dedos cerca del mentón, como si saludara, como diciendo: no puedo. Permaneció en silencio, desconsolado, absorto en la visión anterior, luego susurró:
       —Cómo ha cambiado…
       Y vio que la tía Marta sacudía amargamente la cabeza y que había dejado de comer ella también, como si esperara.
       —Ni pensarlo… —añadió luego, casi para sí mismo, cerrando los ojos.
       En aquella oscuridad veía el abismo que se había abierto entre ellos dos. No, ya no era ella —aquella—, no era su Teresina. Todo se había acabado… hacía mucho tiempo y él, tonto, sólo ahora se daba cuenta. Se lo habían dicho en el pueblo y él se había obstinado en no creérselo… Y ahora, ¿qué hacía allí, en aquella casa? Si todos aquellos señores, si el camarero, hubieran sabido que él, Micuccio Bonavino, se había roto los huesos viniendo desde tan lejos —treinta y seis horas en tren—, creyendo en serio que todavía era el novio de aquella reina, ¡quién sabe cuánto se hubieran reído, incluido el cocinero, el pinche y Dorina! Qué risas, si Teresina lo hubiera llevado consigo a la sala, diciendo: «¡Miren, este pobre flautista dice que quiere convertirse en mi marido!». Ella se lo había prometido, es verdad, pero ¿cómo hubiera podido suponer que sería tal la metamorfosis? Y también era verdad que él le había abierto aquel camino y le había permitido encaminarse por él, pero Teresina había llegado tan, tan lejos que él —siempre el mismo, tocando la flauta en la plaza, los domingos—, ¿cómo podría alcanzarla? Ni pensarlo… ¿Y qué era para ella el dinero que él había gastado, tras convertirse en una gran señora? Se avergonzaba sólo de pensar que alguien pudiera sospechar que él, con su llegada, quisiera reclamar algún derecho por aquel dinero miserable. En aquel momento recordó que llevaba consigo el dinero que Teresina le había enviado durante la enfermedad. Se sonrojó: sintió la deshonra y se metió una mano en el bolsillo del pecho, donde tenía la billetera.
       —Había venido, tía Marta —dijo con prisa—, también para devolveros este dinero que me enviasteis. ¿Qué ha querido ser? ¿Un pago? ¿Una devolución? Veo que Teresina se ha convertido en una… sí, ¡en una reina! Veo que… ¡nada! ¡Ni pensarlo! Pero este dinero, no: no merecía esto… Se ha acabado y no hablemos más del tema… ¡pero, nada de dinero! Me sabe mal que no esté todo…
       —¿Qué dices, hijo mío? —intentó interrumpirlo la tía Marta, triste y con lágrimas en los ojos.
       Micuccio le hizo una señal para que permaneciera en silencio.
       —No lo he gastado yo: lo han hecho mis parientes, durante la enfermedad, sin que yo lo supiera. Pero compensa lo poco que yo gasté entonces… ¿se acuerda? No pensemos en ello. Aquí está el resto. Y yo me voy.
       —¿Cómo? ¿Con tanta prisa? —exclamó la tía Marta, intentando retenerlo—. Espera al menos que se lo diga a Teresina. ¿No has oído que quería verte? Voy a decírselo…
       —No, es inútil —le contestó Micuccio, firme—. Déjela con aquellos señores; allí está bien, en su lugar. Yo, pobrecito… La he visto y me ha bastado con eso… O más bien, vaya también usted, vaya allí… ¿Oye cómo se ríen? Yo no quiero que se rían de mí… Me voy.
       La tía Marta interpretó en el peor sentido esta decisión repentina de Micuccio: como un acto de desdén, una reacción por los celos. Le parecía, pobrecita, que todos —viendo a su hija— tenían que concebir la triste sospecha por la cual ella lloraba inconsolable, arrastrando sin tregua su duelo secreto en el tumulto de aquella vida de lujo odioso, que deshonraba indecentemente su cansada vejez.
       —Pero yo —se le escapó—, yo no puedo seguir vigilándola, hijo mío…
       —¿Por qué? —preguntó entonces Micuccio, leyendo de pronto en los ojos de la tía Marta la sospecha que él todavía no había concebido, y su rostro se ensombreció.
       La viejita se perdió en su propia pena y se tapó el rostro con las manos temblorosas, pero no pudo refrenar el acceso de llanto.
       —Sí, sí, vete, hijo mío, vete… —dijo, ahogada por los sollozos—. Ya no es para ti, tienes razón… ¡Si me hubierais escuchado!
       —De modo que… —prorrumpió Micuccio, inclinándose sobre ella y arrancándole con fuerza una mano del rostro. Pero la mirada con que ella le suplicó piedad, llevándose un dedo a los labios, fue tan triste y miserable que él se detuvo y añadió en otro tono, esforzándose por hablar en voz baja—: Ah, de modo que ella… ella ya no es digna de mí. Basta, basta, me voy igualmente… ahora… ¡Qué tonto, tía Marta, no lo había entendido! No llore… No pasa nada… Buena suerte…
       Cogió la maleta y la bolsa de debajo de la mesa y estaba a punto de irse, cuando recordó que allí, en aquella bolsa, había unos hermosos limones que le había traído a Teresina desde el pueblo.
       —Oh, mire, tía Marta —dijo.
       Abrió el saco y, resguardándolo con un brazo, volcó aquellos frutos, frescos y fragantes, sobre la mesa. Luego añadió:
       —¿Y si lanzara todas estos limones contra aquellos caballeros?
       —Por caridad —gimió la vieja entre lágrimas, haciéndole una nueva y suplicante señal para que se callara.
       —No, nada —contestó Micuccio, riéndose agrio y metiéndose en el bolsillo la bolsa vacía—. Se las había traído a ella, pero ahora se las dejo a usted, tía Marta, sólo a usted.
       Cogió una y la acercó a la nariz de la tía Marta.
       —Saboree, tía Marta, saboree el olor de nuestro pueblo… Y pensar que también he pagado el arancel aduanero… Ya es suficiente. Sólo para usted… A ella dígale: «¡Buena suerte!», de mi parte.
       Cogió la maleta y se fue. Pero por la escalera, un sentimiento angustioso de pérdida lo venció: solo, abandonado, de noche, en una ciudad grande y desconocida, lejos de su pueblo, decepcionado, triste, como un toro sin cuernos. Llegó al portón, vio que llovía a cántaros. Volvió a entrar, subió un tramo de escalera, se sentó en el primer escalón y, apoyando los codos en las rodillas, con la cabeza entre las manos, se puso a llorar, silenciosamente.
       Hacia el final de la cena, Sina Marnis apareció de nuevo en la habitación. Encontró a su mamá que lloraba —ella también, sola— mientras aquellos señores, en la sala, reían.
       —¿Se ha ido? —preguntó, sorprendida.
       La tía Marta asintió con la cabeza, sin mirarla. Sina clavó los ojos en el vacío, absorta, luego suspiró:
       —Pobrecito…
       Pero enseguida tuvo el impulso de sonreír.
       —Mira —le dijo su madre, sin refrenar las lágrimas con el pañuelo—. Te había traído unos limones…
       —¡Oh, qué bonitas! —exclamó Sina. Acercó un brazo a la cintura y con la otra mano cogió todas los limones que podía llevar.
       —¡No, allí no! —protestó vivamente su madre.
       Pero Sina se encogió de hombros y corrió a la sala, gritando:
       —¡Limones de Sicilia! ¡Limones de Sicilia!




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