Luigi Pirandello
(Agrigento, Italia, 1867 - Roma, 1936)
No es algo serio (1910)
(“Non è una cosa seria”)
[Recuerda la situación central de La signora Speranza (1903);
[Fuente de la comedia en tres actos Ma non è una cosa seria, 1918]
Originalmente publicado en Corriere della Sera (7 de enero de 1910);
Novelle per un anno, vol. XI:
La giara
(Florencia: ed. R. Bemporad e F., 1928)
¿Perazzetti? No. Estaba hecho de una pasta peculiar.
Las decía muy serio, ciertas frases, tanto que no parecía ni siquiera él mismo, mirándose las uñas arqueadas y larguísimas, que cuidaba meticulosamente.
Es verdad que luego, de pronto, sin ninguna razón aparente… como un pato, tal cual, estallaba en ciertas carcajadas que parecían el graznido de un pato, y se movía en ellas, justo como un pato.
Muchos encontraban precisamente en estas carcajadas la prueba más evidente de la locura de Perazzetti. Al ver que se retorcía, con lágrimas en los ojos, sus amigos le preguntaban:
—¿Por qué?
Y él:
—Nada. No os lo puedo decir.
Cuando vemos a alguien que se ríe así, sin que quiera explicarnos la razón, nos quedamos desconcertados, con cara de tontos y una irritación en el cuerpo que en las personas fácilmente irritables se puede convertir en molestia feroz y en ganas de arañar.
Al no poder arañar a nadie, las personas fácilmente irritables (que son muchas, hoy en día) se sacudían rabiosamente y decían de Perazzetti:
—¡Está loco!
Si, en cambio, Perazzetti les hubiera explicado la razón de sus carcajadas parecidas al graznido de un pato… Pero, a menudo, Perazzetti no podía explicarla, de verdad que no podía hacerlo.
Tenía una fantasía muy variable y caprichosa, la cual, ante la presencia de la gente, se divertía despertando en su interior —sin que él lo quisiera— las imágenes y los detalles más extravagantes de aspectos muy cómicos e inexpresables, descubriéndole repentinamente ciertas extrañas y escondidas analogías, representando a sus ojos, de pronto, unos contrastes tan grotescos y graciosos que su carcajada estallaba irrefrenable.
¿Cómo comunicarles a los demás el juego instantáneo de aquellas imágenes huidizas e impremeditadas?
Perazzetti sabía bien, por experiencia personal, lo diferente que es cada hombre en el fondo de su ser, donde se crea sus representaciones ficticias, espontáneamente o por ficción inconsciente, por la necesidad de creerse o de ser creídos diferentes de los que somos, o por imitación de los demás, o por las necesidades y las convenciones sociales.
Sobre este fondo del ser él había llevado a cabo estudios particulares. Lo llamaba «el antro de la bestia». Y se refería a la bestia originaria, escondida en nuestro interior, debajo de todos los estratos de conciencia, que poco a poco se le han superpuesto con los años.
El hombre, decía Perazzetti, si es tocado o se le hacen cosquillas en este o en aquel estrato, contesta con reverencias, con sonrisas, ofrece la mano, dice «buenos días» y «buenas noches», da en préstamo cien liras. Pero no hay que picarlo allí, en el antro de la bestia: emerge el ladrón, el sinvergüenza, el asesino. Es verdad que, después de tantos siglos de civilización, muchos hospedan en su antro a una bestia demasiado mortificada: a un cerdo, por ejemplo, que cada noche reza el rosario.
En la fonda, Perazzetti estudiaba las impaciencias refrenadas de los clientes. Fuera, la buena educación; dentro, el burro que quería el forraje enseguida. Y se divertía muchísimo imaginando todas las razas de bestias escondidas en las entrañas de los hombres que conocía: aquel tenía dentro, seguramente, un oso hormiguero y aquel, un puerco espín, y aquel otro, un pollo de Indias, etcétera.
Pero, a menudo, las carcajadas de Perazzetti tenían una razón —lo diré así— más recurrente, y esta de verdad que no se podía soltar así, ante todos: se tenía que confiar, si acaso, al oído, en voz muy baja, a alguien. Confiada así, les aseguro que promovía inevitablemente las carcajadas más fragorosas. Una vez se la confió a un amigo suyo, por quien le importaba mucho no ser considerado loco.
Yo no puedo decírsela alto y claro, apenas les puedo dar algunos indicios; ustedes intenten entenderla al vuelo ya que, si la dijera en alto, podría parecer una vulgaridad, entre otras cosas, y no lo es.
Perazzetti no era un hombre vulgar; es más, declaraba que tenía una altísima consideración de la humanidad, de todo lo que ella, a despecho de la bestia originaria, ha sabido hacer. Pero Perazzetti no conseguía olvidar que el hombre, que ha sido capaz de crear tanta belleza, es también una bestia que come, y que comiendo está obligado, por consiguiente, a obedecer cada día a ciertas necesidades íntimas y naturales, que seguramente no lo honran demasiado.
Viendo a un pobre hombre, a una pobre mujer en actitud humilde y modesta, Perazzetti no pensaba en ello, pero cuando, en cambio, veía a ciertas mujeres que se daban aires de sensibles, a ciertos hombres presuntuosos, llenos de humos, era un desastre: enseguida, irremediablemente, se despertaba en su interior la imagen de aquellas necesidades íntimas y naturales a las cuales ellos, también necesariamente, tenían que obedecer cada día; los veía en aquel acto y estallaba en carcajadas sin remisión.
No había nobleza de hombre o belleza de mujer que se pudiera salvar de ese desastre en la imaginación de Perazzetti; es más, cuanto más etérea e ideal se le representaba una mujer, cuanto más compuesto en un aire de majestuosidad le parecía un hombre, tanto más aquella maldita imagen se despertaba en él, de repente.
Ahora bien, con esto, imagínense a Perazzetti enamorado.
¡Y se enamoraba, el desgraciado, se enamoraba con una facilidad espantosa! No pensaba en nada más, se entiende, dejaba de ser él, cuando se enamoraba; se convertía en otro, en el Perazzetti que los demás querían, tal como pretendía moldearlo la mujer en cuyas manos había caído; no sólo eso, sino también tal como pretendían moldearlo también los futuros suegros, los futuros cuñados y hasta los amigos de la novia.
Había estado comprometido al menos veinte veces. Y hacía morir de la risa cuando describía los muchos Perazzetti que había sido, cada uno más estúpido e imbécil que el otro: el del loro de la suegra, el de las estrellas fijas de la cuñada, el de las judías verdes del amigo fulano.
Cuando el calor de la llama que lo había puesto, por así decirlo, en estado de fusión, empezaba a atenuarse, y poco a poco volvía a solidificarse en su forma habitual y readquiría conciencia de sí, sentía al principio estupor y asombro contemplando la forma que le habían otorgado, el papel que le habían hecho representar, el estado de imbecilidad al que lo habían reducido. Luego, mirando a su futura esposa, mirando a su suegra, mirando a su suegro, estallaban de nuevo las terribles carcajadas y tenía que escapar —no había un camino intermedio—, tenía que escapar.
Pero el problema era este: que no querían dejar que se escapara. Era un excelente joven, Perazzetti, acomodado, simpatiquísimo: lo que se dice un envidiable partido.
Si se recogieran en un libro, narrados por él, los dramas atravesados en sus más de veinte noviazgos, conformarían unas de las más hilarantes lecturas de nuestros días. Pero las que para los lectores serían risas, sin embargo han sido lágrimas, lágrimas verdaderas para el pobre Perazzetti, y rabias y angustias y desesperación.
Cada vez se prometía y se juraba a sí mismo que no volvería a caer; se proponía descubrir algún remedio heroico, que le impidiera enamorarse de nuevo. ¡Qué! Poco después volvía a caer, y peor que antes.
Un día, finalmente, explotó como una bomba la noticia de que se había casado. Y se había casado con nada menos… ¡No, al principio nadie quiso creerlo! Perazzetti había hecho locuras de todo tipo, pero que pudiera llegar hasta aquel punto, hasta atarse para toda la vida a una mujer como aquella…
¿Atarse? Cuando a uno de los muchos amigos que había ido a visitarlo a su casa se le escapó el término, de milagro Perazzetti no se lo comió.
—¿Atarse? ¿Cómo que atarse? ¿Por qué atarse? ¡Estúpidos, tontos, imbéciles todos! ¿Atarse? ¿Quién lo ha dicho? ¿Te parezco atado? Ven, entra… Esta es mi cama, ¿sí o no? ¿Te parece una cama para dos? ¡Eh, Celestino! ¡Celestino!
Celestino era su viejo sirviente, de absoluta confianza.
—Dime, Celestino. ¿Cada noche vengo a dormir aquí, solo?
—Sí, señor, solo.
—¿Cada noche?
—Cada noche.
—¿Dónde como?
—En el comedor.
—¿Con quién como?
—Solo.
—¿Tú me cocinas?
—Yo, sí, señor.
—¿Y soy siempre el mismo Perazzetti?
—Siempre el mismo, sí, señor.
Tras despachar al sirviente después de este interrogatorio, Perazzetti concluyó, abriendo los brazos:
—Por tanto…
—Por tanto, ¿no es cierto? —preguntó aquel.
—¡Sí, es verdad! —contestó Perazzetti—. ¡Me he casado con ella! ¡Me he casado en la iglesia y en el ayuntamiento! ¿Por eso? ¿Te parece una cosa seria?
—No, más bien ridiculísima.
—¡Por tanto! —concluyó de nuevo Perazzetti—. ¡Vete! ¡Habéis terminado de reíros a mis espaldas! Me queríais muerto, ¿no es cierto? ¿Con el lazo siempre al cuello? ¡Basta, basta, queridos míos! ¡Ahora me he librado para siempre! Necesitaba esta última tempestad de la cual he salido vivo de milagro.
La última tempestad a la que se refería Perazzetti era el noviazgo con la hija del jefe de división del ministerio de las finanzas, el caballero Vico Lamanna, y Perazzetti tenía razón en decir que había salido vivo de milagro. Le había tocado aceptar un duelo a espada con el hermano de ella, Lino Lamanna, y como era muy amigo de Lino y sentía que no tenía nada, nada en absoluto, en contra de él, se había dejado ensartar generosamente como un pollo.
Parecía aquella vez —y cualquiera hubiera puesto la mano en el fuego por ello— que el matrimonio fuera a llegar a buen puerto. La señorita Ely Lamanna, educada a la anglosajona —como se podía deducir también por su nombre—, sincera, franca, sólida, bien plantada (léase: «con zapatos a la moda americana»), había conseguido sin duda salvarse del acostumbrado desastre en la imaginación de Perazzetti. Algunas risas, sí, se le habían escapado, mirando al suegro, que incluso con él se daba aires y a veces le hablaba con una actitud pegajosa como la pomada… Pero luego, basta. Con amabilidad le había confiado a su esposa el porqué de aquellas risas, ella también se había reído y, tras superar aquel obstáculo, el propio Perazzetti creía que aquella vez, por fin, había alcanzado el tranquilo puerto del matrimonio (es una manera de hablar). Su suegra era una buena viejita, modesta y silenciosa, y Lino, su cuñado, parecía hecho a propósito para entenderse en todo y por todo con él.
De hecho, desde el primer día de noviazgo, Perazzetti y Lino Lamanna se volvieron inseparables. Más que con su prometida se puede decir que Perazzetti estaba con su futuro cuñado: excursiones, cazas, paseos a caballo juntos, juntos en la sociedad de remo del río Tíber.
Podía esperarse cualquier cosa, el pobre Perazzetti, excepto que esta vez el «desastre» tenía que procurarlo esta excesiva intimidad con su cuñado, por otra broma de su morbosa y bufona imaginación.
En cierto momento, empezó a descubrir en su prometida un parecido inquietante con el hermano de ella.
Ocurrió en Livorno, en la playa, donde había ido, naturalmente, con los Lamanna.
Perazzetti había visto muchas veces a Lino en bañador, en la sociedad de remo, pero ahora vio por primera vez a su esposa en traje de baño. Hay que hacer notar que Lino tenía realmente algo femenino, en las caderas.
¿Qué impresión le provocó a Perazzetti el descubrimiento de este parecido? Empezó a tener sudores fríos, empezó a sentir una repugnancia invencible ante la idea de entrar en intimidad conyugal con Ely Lamanna, que se parecía tanto a su hermano. Enseguida aquella intimidad se le representó como monstruosa, casi contra natura, ya que veía al hermano en la novia, y se retorcía ante la mínima caricia que ella le hacía, al verse mirado con ojos ora incitantes y provocadores, ora lánguidos en la promesa de una voluptuosidad suspirada.
Pero ¿acaso Perazzetti podía gritarle: «¡Oh, Dios, por caridad! Puedo ser muy amigo de Lino porque no tengo que casarme con él, pero no puedo casarme contigo porque me parecería casarme como con tu hermano»?
La tortura que esta vez sufrió Perazzetti fue muy superior a todas las anteriores. Terminó con aquel golpe de espada que de milagro no lo envió al otro mundo.
Y apenas se curó de la herida, encontró el remedio heroico al mal que tenía que impedirle para siempre el camino del matrimonio.
¿Y cómo?, dicen ustedes, ¿casándose?
¡Seguro! Con Filomena, la del perro. Casándose con Filomena, aquella pobre tonta a quien se veía todas las noches por la calle, con ciertos sombreros decorados con hierbas, arrastrada por un enorme perro de lanas negro que nunca le daba tiempo de terminar ciertas risas asesinas dirigidas a los guardias, a los jóvenes que dejaban de ser imberbes y a los soldados, por la prisa que tenía —maldito perro— de llegar quién sabe dónde, quién sabe a qué oscuro y remoto rincón…
Se casó con ella en la iglesia y en el ayuntamiento; la sacó de la calle; le asignó veinte liras al día y la envió lejos, al campo, con el perro.
Los amigos —como pueden imaginar— no le dieron tregua durante mucho tiempo. Pero Perazzetti ya estaba tranquilo de nuevo y decía ciertas frases tan serio que ni siquiera parecía él.
—Sí —decía, mirándose las uñas—. Me he casado con ella. Pero no es una cosa seria. Dormir, duermo solo, en mi casa. Comer, como solo, en mi casa. No la veo. No me molesta… ¿Ustedes se preocupan por el apellido? Sí: le he dado mi apellido. Pero, señores míos, ¿qué es un apellido? No es una cosa seria.
Cosas serias, en verdad, no existían para Perazzetti. Todo depende de la importancia que se atribuye a las cosas. A una cosa ridiculísima, si se le atribuye importancia, se puede convertir en seriecísima, y viceversa, la cosa más seria se la puede volver ridiculísima. ¿Hay cosa más seria que la muerte? Sin embargo, muchos no le dan importancia…
Está bien, pero sus amigos querían verlo pasados unos días. ¡Quién sabe cuánto se arrepentiría!
—¡Claro! —contestaba Perazzetti—. ¡Seguro que me arrepiento! Ya empiezo a arrepentirme…
Sus amigos, ante estas palabras, le gritaban:
—Ah, ¿lo ves?
—Imbéciles —replicaba Perazzetti—, justo cuando me arrepienta de verdad, volveré a sentir el beneficio de mi remedio, porque querrá decir que me habré enamorado de nuevo, hasta el punto de cometer la mayor de las bestialidades: casarme.
Coro:
—¡Pero si ya te has casado!
Perazzetti:
—¡Eh, vamos! No es algo serio.
Conclusión:
Perazzetti se había casado para protegerse del peligro de tomar esposa.
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