Luigi Pirandello
(Agrigento, Italia, 1867 - Roma, 1936)


El tren ha silbado (1914)
(“Il treno ha fischiato…”)
Originalmente publicado en Corriere della Sera (22 de febrero de 1914);
La trappola
(Milán: Edizioni Treves, 1915);
L’uomo solo
(Florencia: ed. R. Bemporad e F., 1922)



      Desvariaba. Los médicos habían dicho que se trataba de un principio de fiebre cerebral; y todos los compañeros de trabajo, que volvían de dos en dos del manicomio donde habían ido a visitarlo, lo repetían.
       Al decírselo a los compañeros que llegaban tarde y a los que se encontraban por la calle, parecían experimentar un placer peculiar, utilizando los términos científicos que acababan de aprender de los médicos:
       —Frenesí. Frenesí.
       —Encefalitis.
       —Inflamación de la membrana cerebral.
       —Fiebre cerebral.
       Y querían parecen preocupados; pero en el fondo estaban tan contentos, saliendo tan saludables de aquel triste manicomio hacia el azul alegre de la mañana invernal, tras cumplir su deber con la visita.
       —¿Se va a morir? ¿Se va a volver loco?
       —¡Quién sabe!
       —Morir, parece que no…
       —¿Pero, qué dice? ¿Qué dice?
       —Siempre lo mismo. Desvaría.
       —¡Pobre Belluca!
       Y a nadie se le ocurría que, por las muy especiales condiciones de vida que aquel infeliz sufría desde hacía tantos años, su caso podía incluso ser muy normal, y que todo lo que Belluca decía —y que a todos les parecía un delirio, un síntoma del frenesí— podía ser la explicación más sencilla de aquel caso suyo tan natural.
       La noche anterior Belluca se había rebelado violentamente contra su jefe y, frente a los ásperos reproches de este, casi se le había lanzado encima, ofreciendo un firme argumento a la suposición de que se tratara de una verdadera alienación mental.
       Porque hombre más manso y sumiso, más metódico y paciente que Belluca no se podría imaginar.
       Circunscrito… sí, ¿quién lo había definido así? Uno de sus compañeros de trabajo. Pobre Belluca: estaba circunscrito dentro de los límites angostos de su árida profesión de contable, sin otra memoria que no fuera la de partidas abiertas, partidas simples o dobles o contrapartidas, deducciones y devoluciones e importes; notas, libros mayores, cartapacios, ectcétera. Era un casillero ambulante; o, más bien, un viejo burro que tiraba callado, siempre al mismo paso, siempre por la misma calle, siempre del mismo carro, con sus anteojeras.
       Pues bien, a veces ese viejo burro había sido azotado, fustigado sin piedad, por mera diversión, por el gusto de ver si se encabritaba un poco o al menos levantaba un centímetro las orejas gachas, o daba alguna señal de levantar una pata para disparar una coz. ¡Nada! Había soportado azotes injustos y pinchazos crueles sin levantar la voz, siempre, sin resollar, como si no le tocaran, o mejor, como si no los sintiera, acostumbrado desde hacía años a los continuos y solemnes bastonazos de la suerte.
       Entonces aquella rebelión era verdaderamente inconcebible, a no ser que fuera efecto de una imprevista alienación mental.
       Sobre todo porque, la noche anterior, a Belluca le correspondía una amonestación; su jefe tenía derecho a amonestarlo. Por la mañana se había presentado con un aire insólito, nuevo y —algo realmente inaudito, comparable, ¿qué sé yo?, a la caída de una montaña— había llegado con más de media hora de retraso.
       Parecía que el rostro se le hubiera ensanchado de pronto. Parecía que las anteojeras se le hubieran caído de repente y que el espectáculo de la vida se le hubiese descubierto de pronto. Parecía que los oídos se le hubieran destapado y que percibieran por primera vez voces y sonidos nunca antes advertidos.
       Se había presentado en la oficina tan alegre, con una alegría vaga y llena de aturdimiento. Y no había hecho nada, en todo el día.
       Por la noche, el jefe, entrando en el despacho de él y después de haber examinado los registros y los papeles, le dijo:
       —¿Y eso? ¿Qué has hecho durante todo el día?
       Belluca lo había mirado sonriente, casi con aire impúdico, abriendo las manos.
       —¿Qué significa? —había exclamado el jefe, acercándose, cogiéndolo por un hombro y sacudiéndolo—. ¡Belluca!
       —Nada —había contestado Belluca, siempre con aquella sonrisa entre impúdica e idiota en los labios—. El tren, señor caballero.
       —¿El tren? ¿Qué tren?
       —Ha silbado.
       —¿Qué diablos dices?
       —Esta noche, señor caballero. Ha silbado. He oído que silbaba…
       —¿El tren?
       —Sí, señor. ¡Y si supiera hasta dónde he llegado! A Siberia… o… a las florestas del Congo… ¡Sólo hace falta un instante, señor caballero!
       Los otros empleados, advirtiendo los gritos de enfado del jefe, habían entrado en el despacho y habían estallado en carcajadas al oír a Belluca que hablaba en aquellos términos.
       Entonces el jefe —que aquella noche tenía que estar de mal humor—, fastidiado por aquellas risas, se había enfurecido y había golpeado a la mansa víctima de tantas bromas crueles.
       Pero esta vez la víctima, provocando estupor y casi terror en todos los presentes, se había rebelado, había despotricado, gritando aquella extrañeza del tren que había silbado y diciendo que, por Dios, ahora que había oído el tren que silbaba ya no podía, no quería ser tratado de aquella manera.
       Lo habían agarrado con fuerza, inmovilizado y arrastrado al manicomio.

       Aún hablaba de aquel tren. Imitaba su silbato. Oh, era un silbato muy quejumbroso, como lejano, en la noche: dolorido. Inmediatamente después, añadía:
       —Parte, parte… ¿Señores, hacia dónde? ¿Hacia dónde?

       Y miraba a todos con ojos que ya no eran los suyos. Aquellos ojos, habitualmente oscuros, sin brillo, ceñudos, ahora reían muy brillantes, como los de un niño o los de un hombre feliz; y de sus labios salían frases descompuestas. Era algo inaudito: expresiones poéticas, imaginativas, extravagantes, que sorprendían sobre todo porque no se podía explicar de ningún modo cómo, gracias a qué prodigio, florecían precisamente de su boca, es decir, de la boca de un ser que hasta aquel momento sólo se había ocupado de cifras y registros y catálogos, permaneciendo ciego y sordo a la vida, como una máquina de contabilidad. Ahora hablaba de cumbres azules, de montañas nevadas que miraban hacia el cielo; hablaba de voluminosos cetáceos viscosos que con sus colas, en el fondo del mar, dibujaban comas. Era, repito, algo inaudito.
       Pero quien vino a referírmelo, con la noticia de la imprevista alienación mental, se quedó desconcertado porque no notó asombro ni leve sorpresa en mi reacción.
       En verdad, recibí la noticia en silencio.
       Mi silencio estaba lleno de dolor. Moví la cabeza, con los ángulos de la boca contraídos amargamente hacia abajo y dije:
       —Belluca, señores, no se ha vuelto loco. Pueden estar seguros de que no ha enloquecido. Tiene que haberle ocurrido algo, pero algo muy natural. Nadie puede explicárselo, porque nadie sabe bien cómo este hombre ha vivido hasta ahora. Yo que lo sé estoy seguro de que podré explicarme todo con mucha naturalidad en cuanto lo vea y hable con él.

       Mientras me dirigía hacia el manicomio donde el pobrecito estaba internado, seguí reflexionando por mi cuenta:
       «Para un hombre que viva como Belluca ha vivido hasta ahora —es decir: una vida “imposible”— el suceso más obvio, el accidente más común, cualquier levísimo e imprevisto tropiezo, qué sé yo, por causa de una piedra en la calle, puede producir efectos extraordinarios de los que nadie puede dar explicación alguna, a menos que no se tenga en cuenta, precisamente, que la vida de aquel hombre es “imposible”. Hay que conducir la explicación en esa dirección, relacionándola con aquellas imposibles condiciones de vida y entonces aparecerá sencilla y clara. Quien vea solamente una cola, haciendo abstracción del monstruo al que pertenece, podrá considerarla monstruosa por sí misma. Pero hay que volver a pegarla al monstruo y entonces ya no parecerá tal, sino como tiene que ser, por el hecho de pertenecer a aquel monstruo.
       Una cola muy natural».

       Nunca había visto a un hombre vivir como Belluca.
       Era su vecino y todos los demás inquilinos del edificio se preguntaban, como yo, cómo aquel hombre podía resistir en aquellas condiciones de vida.
       Vivía con tres ciegas: su mujer, su suegra y la hermana de su suegra; estas dos, viejísimas, eran ciegas a causa de las cataratas; su mujer no sufría de catarata, pero tenía los párpados amurallados.
       Las tres querían ser servidas. Gritaban desde la mañana hasta la noche porque nadie las servía. Las dos hijas viudas, que habían sido recibidas en casa después de la muerte de sus maridos —una con cuatro, la otra con tres hijos— nunca tenían ganas ni tiempo para cuidarlas; a lo sumo ayudaban a su madre.
       ¿Belluca podía dar de comer a todas aquellas bocas con el escaso sueldo de su empleo de contable? Se procuraba más trabajo por la noche, para hacerlo en casa: copiar cartas. Y copiaba entre los gritos endiablados de aquellas cinco mujeres y de aquellos siete chicos hasta que ellos, los doce, encontraban su lugar en las tres únicas camas de la casa.
       Camas amplias, de matrimonio; pero sólo tres.
       Y entonces había peleas furibundas, persecuciones, muebles volcados, cubiertos rotos, llantos, gritos, batacazos, porque los chicos, en la oscuridad, se escapaban y se metían entre las tres viejas ciegas, que dormían en una cama aparte y que cada noche peleaban entre ellas porque ninguna de las tres quería estar en medio y se rebelaba cuando le llegaba el turno de ocupar ese lugar.
       Finalmente se hacía el silencio y Belluca continuaba copiando hasta la madrugada, hasta que el bolígrafo se le caía de la mano y los ojos se le cerraban solos.
       Entonces iba a tumbarse, a menudo aún vestido, sobre un sofá desgastado y se hundía enseguida en un sueño de plomo, del cual se despertaba cada mañana con dificultad, cada vez —si cabe— más aturdido.
       Pues bien, señores: a Belluca, en estas condiciones, le había ocurrido algo naturalísimo.
       Cuando fui a visitarlo al manicomio me lo contó él personalmente, con todo lujo de detalles. Sí, aún estaba un poco exaltado, pero muy naturalmente, por lo que le había pasado. Se reía de los médicos y de los enfermeros y de todos sus compañeros, que lo creían enloquecido:
       —¡Ojalá! —decía—. ¡Ojalá lo estuviera!
       Señores, muchísimos años atrás Belluca se había olvidado —pero realmente olvidado— de que el mundo existía.
       Absorto en el tormento continuo de su desgraciada existencia, concentrado durante todo el día en las cuentas propias de su empleo, sin un momento de alivio —nunca—, como una bestia de ojos vendados, enyugada a una noria o a un molino, sí, señores, muchísimos años atrás se había olvidado —pero realmente olvidado— de que el mundo existía.
       Dos noches antes, tras tumbarse para dormir en aquel sofá, insólitamente no había conseguido dormirse enseguida, tal vez por el cansancio excesivo. Y de pronto, en el silencio profundo de la noche, había oído un tren que silbaba, a lo lejos.
       Le había parecido que los oídos, después de tantos años —quién sabe cómo— se le destapaban de repente.
       El silbato de aquel tren le había desgarrado y le había borrado en un momento la miseria de todas sus horribles angustias y le había permitido empezar a observar, anhelante, como desde el interior de un sepulcro destapado, el vacío lleno de aire del mundo que se abría, enorme, a su alrededor.
       Instintivamente se había agarrado a las mantas con las que cada noche se cubría y con el pensamiento había corrido directo hacia aquel tren que se alejaba en la noche.
       Existía, ¡ah!, existía, fuera de aquella horrenda casa, fuera de todos sus tormentos, existía el mundo, un mundo lejano hacia donde se dirigía aquel tren… Florencia, Bolonia, Turín, Venecia… tantas ciudades, en las cuales había estado de joven y que seguramente resplandecían por el mundo, aquella noche. ¡Sí, conocía la vida que se vivía en aquellos lugares! ¡La vida que él también había vivido, hacía tiempo! Y aquella vida continuaba; siempre había continuado, mientras él aquí, como una bestia con los ojos vendados, hacía girar la rueda de aquel molino. ¡No había vuelto a pensar en ello! El mundo se había cerrado para él en el tormento de su casa, en la árida e híspida angustia de su contabilidad… Pero ahora, ahí estaba: volvía a entrar en él, como por un cambio violento del espíritu. El instante que marcaba la salida de su prisión personal fluía como un escalofrío eléctrico por todo el mundo y él, con la imaginación de repente despierta, podía seguirlo por ciudades conocidas y desconocidas, landas, montañas, florestas, mares… Ese mismo escalofrío era el mismísimo pálpito del tiempo. Mientras él vivía, aquí, esta vida «imposible», había muchos millones de hombres esparcidos por la tierra que vivían de otra forma. Ahora, en el mismo instante en que él sufría aquí, había montañas solitarias y nevadas que levantaban hacia el cielo nocturno sus cumbres azules… Sí, sí, las veía, las veía así… Había océanos… florestas…
       ¡Y entonces él —ahora que el mundo había vuelto a entrar en su espíritu— podía consolarse de alguna manera! Sí, saliendo de vez en cuando de su tormento para respirar un poco de aire del mundo con su imaginación.
       ¡Le bastaba con eso!
       Naturalmente, durante el primer día se había excedido. Se había emborrachado. Todo el mundo adentro, de pronto: un cataclismo. Poco a poco se recompondría. Aún estaba ebrio por el aire, era consciente de ello.
       En cuanto se recompusiera totalmente iría a pedirle disculpas a su jefe y retomaría su contabilidad como antes. El jefe, simplemente, no tenía que pretender demasiado de él, como hacía en el pasado: tenía que concederle que, de vez en cuando, entre una partida y otra que tuviera que registrar, se escapara a Siberia… o… a las florestas del Congo:
       —Sólo hace falta un instante, señor caballero. Ahora que el tren ha silbado…




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