Margaret Atwood
(Ottawa, Ontario, Canada, 1939–)
Betty (1982)
(“Betty”)
Originalmente publicado en Ms. Magazine;
Dancing Girls and Other Stories (U.S.)
(Nueva York: Simon & Schuster 1982, 240 págs.)
[En la edición de Estados Unidos, aparece “Betty” y “The Sin Eater”;
y deja de aparecer “The War in the Bathroom” y “Rape Fantasies”];
Bluebeard’s Egg (Canada)
(Toronto: McClelland & Stewart, 1983, 285 págs.)
Cuando yo tenía siete años nos mudamos otra vez, a una casa de madera a orillas del Saint Marys, a pocas millas de Sault Sainte Marie, que estaba río abajo. En realidad, solo la alquilamos para el verano, pero de momento era nuestra casa, puesto que no teníamos otra. Era oscura, olía a ratones y estaba atestada de trastos de la antigua vivienda que no dejamos en el guardamuebles. De modo que mi hermana y yo preferíamos pasar casi todo el tiempo fuera.
Había una pequeña playa, tras la cual las casas, con molduras de colores —blanco sobre verde, granate sobre azul, marrón sobre amarillo—, se alineaban como cajas de zapatos, cada una con su retrete detrás, a una distancia insalubre. Teníamos prohibido nadar en el río a causa de la fuerte corriente. Se contaban casos de niños arrastrados por las aguas hacia los rápidos y las esclusas, hacia los fuegos de los altos hornos de las fundiciones de Algoma, que a veces veíamos desde la ventana de nuestro dormitorio en las noches nubladas, un resplandor rojizo bajo las nubes. Nos dejaban vadearlo, siempre y cuando el agua no nos llegase por encima de la rodilla. Con los tobillos enredados en los flecos de las algas, saludábamos con la mano a los cargueros que pasaban, tan cerca que no solo veíamos las banderas y las gaviotas a popa, sino también las manos de los marineros y los óvalos de sus rostros al devolvernos el saludo. Cuando el oleaje que producían nos mojaba los muslos y llegaba hasta la cintura de nuestros floreados y fruncidos trajes de baño con faldita, chillábamos alborozadas.
Nuestra madre, que solía estar en la orilla leyendo o hablando con alguien, aunque no exactamente vigilándonos, interpretaba los chillidos como señal de que nos estábamos ahogando. Y luego decía: «Os habéis metido hasta más arriba de la rodilla». Mi hermana le explicaba que solo había sido el oleaje producido por el barco. Entonces mi madre me miraba para ver si decía la verdad, porque, a diferencia de mi hermana, yo mentía muy mal.
Los cargueros eran armatostes enormes, con los escobenes de las anclas oxidados y chimeneas gigantescas de las que salían chorros de humo gris. Cuando hacían sonar las sirenas, como siempre que se acercaban a las esclusas, temblaban las ventanas de la casa. Para nosotras eran mágicos. A veces caían cosas, o las tiraban, y nosotras observábamos con avidez los objetos flotantes y corríamos por la orilla para ver dónde estaban y vadeábamos el río para cogerlos. Por lo general tales tesoros no eran más que cajas de cartón vacías o latas de aceite agujereadas que rezumaban una grasa de color pardusco y que no servían para nada. A veces eran cajas de naranjas, que utilizábamos como alacenas o taburetes en nuestros escondrijos.
En parte nos gustaba la casa porque teníamos espacio para esos escondrijos. No lo habíamos tenido antes, pues siempre habíamos vivido en ciudades. Antes de ir allí, vivimos en Ottawa, en los bajos de un edificio de apartamentos de tres plantas y ladrillo visto. En el piso de arriba vivían unos recién casados. Ella era inglesa y protestante y él, católico y francés. Como él era piloto de las fuerzas aéreas, pasaba largas temporadas fuera. Y cuando volvía de permiso la emprendía a golpes con su esposa. Ocurría siempre hacia las once de la noche. Ella corría escaleras abajo, en busca de la protección de mi madre, y se sentaban las dos en la cocina a tomar té. La mujer lloraba quedamente, para no despertarnos —mi madre se lo rogaba, porque era partidaria de que los niños durmieran doce horas—, le mostraba el ojo a la funerala o el pómulo amoratado, y murmuraba que su marido bebía mucho. Más o menos una hora después llamaban discretamente a la puerta y el aviador, de uniforme, le pedía con amabilidad a mi madre que le devolviese a su esposa, porque su sitio estaba arriba. Decía que habían discutido por cuestiones religiosas y que, además, le había dado quince dólares para la compra y ella le había puesto jamón frito para cenar. Después de estar un mes fuera de casa, un hombre esperaba un buen asado de cerdo o de ternera.
—¿No cree usted, señora?
—Yo…, ver, oír y callar —contestaba mi madre, que nunca tuvo la impresión de que estuviese demasiado borracho, aunque con la gente educada nunca se sabía a qué atenerse.
Yo no debía enterarme de todo esto, bien porque se me considerara demasiado pequeña o demasiado discreta, pero a mi hermana, que era cuatro años mayor que yo, se lo dejaban entrever, y ella me transmitía la información con el aderezo que creyese conveniente. Vi a la mujer muchas veces desde la puerta de mi casa, subiendo o bajando las escaleras, y ciertamente en una ocasión llevaba un ojo a la funerala. A él nunca lo vi, pero cuando dejamos Ottawa estaba convencida de que era un asesino.
Esa debía de ser la razón de la advertencia de mi padre cuando mi madre le dijo que acababa de conocer al joven matrimonio que vivía al lado. «Procura no tener demasiado contacto —le dijo—. No quiero que esa mujer aparezca por aquí a cualquier hora de la noche». Mi padre tenía poca paciencia con la inclinación de mi madre a ser paño de lágrimas de los demás. «¿No te escucho a ti, cariño?», le decía ella, risueña. Según él, mi madre atraía a lo que él llamaba «esponjas»; pero la preocupación de mi padre no parecía estar justificada. Aquel matrimonio era muy distinto al de Ottawa. Fred y Betty insistieron desde el primer momento en que los llamasen así: Fred y Betty. Mi hermana y yo, pese a que nos habían enseñado que antepusiésemos al nombre de todo el mundo el señor y la señora, tuvimos que llamarlos también Fred y Betty, y podíamos ir a su casa siempre que quisiéramos. «No quiero que os lo toméis al pie de la letra», nos decía nuestra madre. Los tiempos eran difíciles, pero mi madre había sido bien educada y nosotras íbamos por el mismo camino. Sin embargo, al principio íbamos a casa de Fred y de Betty muy a menudo.
Su casa era tan pequeña como la nuestra, pero como no tenían tantos muebles parecía más grande. La nuestra tenía las habitaciones separadas por tabiques de cartón piedra pintados de color verde lima, con rectángulos de tono más claro allí donde otros inquilinos habían tenido cuadros colgados. Betty sustituyó esos tabiques por otros de contrachapado pintados de amarillo vivo, hizo unas cortinas blancas y amarillas para la cocina, estampadas con dibujos de polluelos saliendo del cascarón, y con el retal que le sobró se hizo un delantal. Mi madre decía que eso estaba muy bien porque su casa era de propiedad, pero que en la nuestra no merecía la pena hacer nada porque era de alquiler.
Betty llamaba a su cocina «cocinita». En un rincón tenía una mesa redonda de hierro forjado, igual que las sillas, pintadas de blanco; una para ella y otra para Fred. Betty llamaba a aquel rincón su «nidito del desayuno».
En casa de Fred y Betty había más cosas divertidas que en la nuestra. Tenían un pájaro de vidrio hueco y coloreado posado en el borde de una jarra de agua, el cual se balanceaba hacia delante y hacia atrás hasta que terminaba por sumergir la cabeza y echar un trago. En la puerta principal tenían una aldaba en forma de pájaro carpintero, y si tirabas de un cordel llamaba a la puerta. También tenían un silbato en forma de pájaro que podías llenar de agua y, si soplabas por él, trinaba «como un canario», decía Betty. Siempre traían el tebeo que regalaban los sábados con el periódico. Nuestros padres no, porque no les gustaba que leyésemos bobadas, como decían ellos. Pero, como Fred y Betty eran tan simpáticos y amables con nosotras, ¿qué iban a hacer?, como decía mi madre.
Aparte de todas estas atracciones, estaba Fred, de quien ambas nos enamoramos. Mi hermana se le sentaba en las rodillas, decía que era su novio y que se casaría con él cuando fuese mayor. Luego le pedía que le leyera el tebeo y le gastaba bromas: trataba de quitarle la pipa de la boca o le ataba los cordones de un zapato a los del otro. Yo sentía lo mismo, pero comprendía que no me convenía decirlo. Mi hermana ya había dejado claras sus pretensiones. Y si ella decía que iba a hacer algo, solía hacerlo. Además, detestaba que fuese lo que ella llamaba un mono de imitación. De modo que yo me sentaba en el nidito del desayuno, en una de las sillas de hierro forjado, mientras Betty preparaba el café, y observaba a mi hermana y a Fred en el sofá.
Fred tenía magnetismo. Mi madre, que no era una mujer dada a coquetear —lo que le interesaba era el saber—, se mostraba más alegre cuando él estaba presente. Incluso a mi padre le caía bien, y a veces tomaba una cerveza con él al regresar de la ciudad, sentados los dos en los sillones de mimbre de la casa de Fred, espantando a los mosquitos y charlando de béisbol. Como rara vez hablaban del trabajo, no estoy muy segura de a qué se dedicaba Fred, pero trabajaba en una oficina. Mi padre en el «empapelado», decía mi madre, aunque nunca comprendí muy bien qué quería decir con eso. Era más interesante oírlos hablar de la guerra. Los problemas que mi padre tenía en la espalda le libraron de ir, muy a su pesar, pero Fred estuvo en la armada. Nunca hablaba demasiado de ello, aunque mi padre siempre lo animaba. Sabíamos por Betty que se prometieron poco antes de que él marchase al frente y se casaron inmediatamente después de que regresara. Betty le escribía todas las noches y le enviaba las cartas una vez por semana. No decía con qué frecuencia le escribía Fred. A mi padre no le caía bien demasiada gente, pero de Fred decía que no era un tonto.
Fred no se esforzaba en caer bien a los demás. Ni siquiera creo que fuese especialmente guapo. Digo que no lo creo porque, mientras que a Betty la recuerdo con pelos y señales, de él solo recuerdo que era moreno y que fumaba en pipa. Si nos poníamos muy pesadas, nos cantaba «Sioux City Sue»: «Tu pelo es rojo, tus ojos azules. Por ti daría mi perro y mi caballo…». O le cantaba «Beautiful Brown Eyes» a mi hermana, que tenía los ojos marrones y no azul claro como yo. Esto hería mis sentimientos, ya que en una estrofa decía «nunca volveré a amar unos ojos azules». Resultaba demasiado terminante, una vida entera sin ser amada por Fred. En una ocasión lloré, con el agravante de no poder contarle a nadie qué me pasaba; y tuve que sufrir la humillación de la preocupación burlona de Fred y del desdén de mi hermana. Pero más humillante aún fue que Betty me consolara en la cocinita. Era una humillación, porque incluso a mí me parecía obvio que Betty no acababa de entenderlo. «No le hagas caso», me dijo, al adivinar que mis lágrimas tenían algo que ver con él, aunque ese fuese precisamente el único consejo que yo no podía seguir.
Al igual que los gatos, Fred era de los que no daban un paso por nadie, como comentaría mi madre posteriormente. De modo que era injusto que todo el mundo lo quisiera y que, sin embargo, nadie se encariñase con Betty, pese a toda su amabilidad. Era Betty quien siempre nos saludaba desde la puerta, nos invitaba a entrar y hablaba con nosotras, mientras Fred leía el periódico, repantigado en el sofá. Betty nos daba galletas, nos preparaba batidos de leche y nos dejaba lamer los cuencos cuando hacía pasteles. Era una persona amable; todo el mundo lo decía. En cambio, nadie hubiese dicho lo mismo de Fred, que rara vez reía y solo sonreía cuando hacía algún comentario grosero, casi siempre dirigido a mi hermana. «Qué, ¿pintarrajeándote otra vez?», le decía. O: «Eh, tú, culona». Betty nunca decía esas cosas y siempre reía o sonreía.
Se partía de risa cuando Fred la llamaba Betty Grable, algo que hacía por lo menos una vez al día. Yo no le veía la gracia, aunque suponía que debía de tomarlo como un cumplido. Betty Grable era una famosa estrella de cine; había una fotografía suya sujeta con chinchetas en la pared del retrete de su casa. Mi hermana y yo preferíamos el retrete de Fred y Betty. Tenía una cortinilla en la ventana, a diferencia del nuestro, y una cajita de madera con una escobilla para la lejía. En cambio, nosotros solo teníamos una caja de cartón y un viejo palustre.
La verdad es que Betty no se parecía a Betty Grable, que era rubia y no tan rellenita como nuestra Betty. Pero yo pensaba que ambas eran bonitas. Tardé en comprender que era una comparación cruel, ya que Betty Grable era famosa por sus piernas, mientras que Betty las tenía rectas como palos. Aunque por entonces a mí me parecían unas piernas corrientes. Sentada en la cocinita, se las veía muy bien, ya que llevaba camisetas con la espalda al aire y pantalones cortos, con el delantal amarillo por encima. Y no sé por qué razón Betty no lograba nunca broncearlas, a pesar de las muchas horas que pasaba haciendo ganchillo en el sillón de mimbre, de cintura para arriba a la sombra del porche, pero con las piernas estiradas para que les diese el sol.
Mi padre decía que Betty no tenía sentido del humor. Y yo no entendía por qué, pues si le contabas un chiste siempre reía, aunque te hicieses un lío, y también ella contaba chistes. A veces escribía la palabra «CAMA», con la M más pequeña y oscura que la A y la C. «¿Qué es? Es la mulatita en CAMA», me decía con una sonrisa de oreja a oreja que dejaba ver todos los dientes. Nunca habíamos cruzado a Estados Unidos, aunque podíamos ver el país vecino, que empezaba al otro lado del río, a partir de una arboleda que se perdía por el oeste hacia el azul del lago Superior, y las únicas personas de color que yo había visto eran personajes de tebeo: los africanos de Tarzán y Lotario de Mandrake el mago, que llevaba una piel de león. No comprendía qué relación tenía ninguno de ellos con la palabra «cama».
Mi padre decía también que Betty no tenía sex appeal, algo que a mi madre no le parecía nada preocupante. «Es muy maja», replicaba ella complacida, o «Tiene muy buen color». Mi madre y Betty no tardaron en ayudarse a preparar las conservas. La mayoría de las familias tenían lo que dieron en llamar «huertos de la victoria», pese a que la guerra ya se había terminado. Los meses de julio y agosto había que pasarlos llenando cuantos tarros de fruta y verduras se pudiese. Al huerto de mi madre le faltaba entusiasmo, como a casi todas las labores domésticas que hacía. Era una parcela pequeña junto al retrete, donde las calabaceras de San Juan trepaban por una fronda de tomateras recrecidas, entre surcos irregulares sembrados de zanahorias y remolachas. Mi madre solía decir que para lo que ella servía era para tratar con las personas. Betty y Fred no tenían huerto. Fred no lo habría querido trabajar, y cuando ahora pienso en Betty comprendo que un huerto la habría desbordado. Pero cada vez que Fred iba a la ciudad le hacía comprar cestas de fresas, melocotones, judías, tomates y uvas. Y convenció a mi madre de que se olvidase del huerto y colaborase con ella en sus maratonianas sesiones de envasado de conservas.
Como la cocina económica de mi madre desprendía un insufrible calor para esa operación y el hornillo eléctrico de Betty resultaba demasiado pequeño, Betty consiguió que «los mozos», como llamaba a Fred y a mi padre, arreglasen la desvencijada cocina económica que había estado oxidándose detrás de su retrete. La instalaron en nuestro patio trasero, y mi madre y Betty se sentaban a nuestra mesa de cocina, que sacaron al patio, a pelar y trocear frutas y verduras mientras charlaban; Betty con los carrillos más rojos de lo normal a causa del calor, y mi madre con un viejo pañuelo de colores en la cabeza, que le daba aspecto de gitana. Detrás de ellas burbujeaban y humeaban las cacerolas con los botes de conserva y, en un lado de la mesa, encima de varias capas de periódicos, crecían las hileras de tarros boca abajo, que al enfriarse a veces rezumaban o se resquebrajaban. Mi hermana y yo merodeábamos en derredor de la mesa, aunque sin dejarnos ver mucho para que no nos invitaran a colaborar, impacientes por apoderarnos de las cestas vacías. Pensábamos que podían servirnos en nuestro escondite. No estábamos seguras de para qué, pero cabrían en las cajas de naranjas.
Me enteré de muchas cosas sobre Fred durante las sesiones de envasado de conservas de Betty: lo mucho que le gustaban los huevos; qué talla de calcetines usaba (Betty era muy aficionada al punto y se los hacía); lo bien que le iba en la oficina, y lo que no le gustaba para cenar. Porque Fred era melindroso con la comida, decía Betty risueña. Betty no tenía prácticamente nada más de que hablar, e incluso mi madre, veterana de tantas confidencias, empezó a hablar menos y a fumar más de lo normal cuando estaba con ella. Le resultaba más fácil escuchar a quienes le contaban desgracias que la cascabelera e insustancial verborrea de Betty. Empecé a pensar que quizá no me gustase nada casarme con Fred, que, en boca de Betty, parecía una larga tira de papel de periódico ensalivado sin más información que la meteorológica. Ni a mi hermana ni a mí nos interesaba saber qué talla de calcetines gastaba Fred, y los nimios detalles que Betty contaba sin venir a cuento lo disminuían a nuestros ojos. De modo que empezamos a ir menos a jugar a casa de Fred y Betty, y más a nuestro escondrijo, que estaba en el chaparral de un solar junto a la orilla. Allí nos entreteníamos con complicados juegos de Mandrake el mago y su fiel criado Lotario, en los que nuestros muñecos hacían el papel de villanos a los que era fácil hipnotizar. Mi hermana era el mago. Cuando nos cansábamos de jugar a eso, nos poníamos el traje de baño e íbamos a caminar por la orilla del río, a ver pasar los cargueros y a tirar bellotas al agua, para ver cuánto tardaba en llevárselas la corriente.
En una de esas excursiones fluviales conocimos a Nan, que vivía diez parcelas más abajo, en una casita blanca con el porche, la puerta y los postigos rojos. A diferencia de muchas de las otras casitas, la de Nan tenía enfrente un embarcadero, que se adentraba en el río sobre pilares afirmados por rocas amontonadas en derredor. Y en el embarcadero estaba sentada la primera vez que la vimos, mascando chicle y mirando un montón de cromos de aviones, de los que salían en los paquetes de cigarrillos Wings. Todo el mundo sabía que solo los chicos los coleccionaban. Tenía la piel morena, el pelo castaño claro y el cutis terso y lustroso como flan de caramelo.
—¿Qué haces con eso? —le preguntó mi hermana, así por las buenas.
Nan se limitó a sonreír.
Aquella misma tarde admitimos a Nan en nuestro escondrijo y, después de jugar un ratito a Mandrake el mago, durante el que me vi reducida al humilde papel de Narda, ellas se sentaron en nuestros taburetes y empezaron a hacer lo que a mí me parecieron lánguidos e irrelevantes comentarios.
—¿No vais nunca a la tienda? —preguntó Nan.
Nunca íbamos. Nan volvió a sonreír. Ella tenía doce años y mi hermana solo once y nueve meses.
—A la tienda van chicos muy guapos —dijo Nan, que llevaba una blusa con volantes y cuello elástico que se podía bajar hasta los hombros. Nan se guardó los cromos en un bolsillo de los pantalones cortos y fuimos a preguntarle a mi madre si podíamos ir a la tienda. A partir de entonces mi hermana y Nan fueron casi cada tarde.
La tienda estaba a una milla y media de nuestra casa, una buena caminata a lo largo de la orilla, junto a la hilera de casitas, donde madres orondas tomaban el sol y otros niños, posiblemente hostiles, chapoteaban en el agua; junto a botes de remo varados en la arena a lo largo de embarcaderos de cemento; a través de franjas de playa cubierta de maleza que te hería los tobillos y de arvejas silvestres, duras y amargas. En algunos puntos del camino se olían los retretes. Poco antes de llegar a la tienda, había una explanada con hiedra venenosa y teníamos que vadear el río para evitarla.
La tienda no tenía nombre; era solo «la tienda», la única a la que se podía ir a pie desde las casitas de la urbanización.
Me dejaron ir con mi hermana y con Nan o, más exactamente, mi madre insistió en que fuese con ellas. Aunque yo no le había dicho nada, ella notó mi tristeza. No me entristecía tanto la deserción de mi hermana, como su alegre despreocupación, porque bien que le gustaba jugar conmigo cuando no estaba Nan.
A veces, cuando me sentía demasiado desgraciada viendo a mi hermana y a Nan conspirar a pocos pasos de mí, daba media vuelta e iba casa de Fred y Betty. Me sentaba al revés en una silla de la cocina, con los brazos extendidos e inmóviles, sosteniendo una madeja de lana azul celeste mientras Betty la devanaba. O, bajo la dirección de Betty, hacía a ganchillo, despacito, vestiditos desproporcionados de color rosa o amarillo para las muñecas, unas muñecas con las que, de pronto, mi hermana era demasiado mayor para jugar.
Si hacía buen tiempo, me acercaba hasta la tienda. No era bonita ni limpia, pero estábamos tan acostumbrados a la dejadez y a la mugre de la época de la guerra que ni reparábamos en ello. Era un edificio de dos plantas de madera sin pintar, que la intemperie había vuelto gris. Algunas partes estaban remendadas con tela asfáltica. Tenía coloridos letreros metálicos en la fachada y en los escaparates: Coca-Cola, 7-Up, Salada Tea. El interior desprendía ese olor dulce y tristón de las tiendas en las que se vende de todo, mezcla del aroma de los cucuruchos de helado, las galletas Oreo, los caramelos duros y las barritas de regaliz que se exponían en el mostrador, y ese otro olor, almizcleño y penetrante, a sudor y a rancio. Las botellas de refrescos se guardaban en una nevera metálica que tenía una pesada puerta y estaba llena de agua fría y de pedazos de hielo que, al fundirse, quedaban tan suaves como los trozos de vidrio pulidos por la arena que a veces encontrábamos en la playa.
El dueño de la tienda y su esposa vivían en el piso de arriba, pero casi nunca los veíamos. La tienda la llevaban sus dos hijas, que se turnaban detrás del mostrador. Las dos eran morenas y vestían pantalones cortos y blusas de topos con la espalda al aire, pero una era simpática y la otra, más delgada y más joven, no. Cogía nuestros centavos y los guardaba en la caja registradora sin decir palabra, mirando por encima de nuestras cabezas hacia el escaparate delantero, con sus tiras atrapamoscas llenas de racimos de insectos, como si fuese totalmente ajena a los movimientos de sus manos. No le caíamos bien; no nos veía. Llevaba el pelo largo y peinado con una especie de bucle por delante y los labios pintados de color púrpura.
La primera vez que fuimos a la tienda descubrimos por qué coleccionaba Nan cromos de aviones. Había dos chicos sentados en los agrietados y grises escalones de la entrada, con los brazos cruzados sobre las rodillas. Mi hermana me había dicho que lo que había que hacer con los chicos era ignorarlos, porque, de lo contrario, no te dejaban tranquila. Pero aquellos chicos conocían a Nan y hablaban con ella, no para dirigirle las habituales pullas, sino con respeto.
—¿Tienes alguno nuevo? —preguntó uno.
Nan sonrió, se echó el pelo hacia atrás y encogió ligeramente los hombros bajo la blusa. Luego sacó los cromos de aviones que llevaba en un bolsillo de los pantalones cortos y empezó a buscar.
—¿Y tú no tienes? —le preguntó el otro chico a mi hermana.
Por una vez mi hermana se sintió humillada. Después de aquello convenció a mi madre de que cambiase de marca de cigarrillos y empezó a coleccionarlos ella también. La vi mirándose en el espejo una semana después, ensayando la seductora prestidigitación, sacando los cromos del bolsillo como si de la serpiente de un mago se tratase.
Cuando yo iba a la tienda, siempre tenía que llevarle a mi madre pan de molde y, a veces, si había, una bolsa de masa Jiffy para pasteles. Mi hermana nunca tenía que comprar nada: ya había descubierto las ventajas de ser poco de fiar. Como pago y, estoy segura, compensación por mi infelicidad, mi madre me daba un centavo por viaje. Cuando hube ahorrado cinco centavos, me compré mi primer polo. Mi madre nunca había querido comprárnoslos, aunque sí transigía con los cucuruchos de helado. Decía que los polos tenían algo perjudicial, y cuando me senté en los escalones de la entrada de la tienda y lo lamí hasta el palito de madera, lo miré y remiré en busca del elemento nocivo. Lo imaginaba como una especie de pepita, como la parte blanca en forma de uña de los granos de maíz, pero no encontré nada.
Mi hermana y Nan estaban sentadas a mi lado en los escalones de la entrada. Como aquel día no había chicos en la tienda, no tenían nada más que hacer. El calor era más intenso que de costumbre y no corría una gota de aire; el río reverberaba y los cargueros nos saludaban al pasar. Mi polo se fundía casi sin darme tiempo a comérmelo. Le había dado a mi hermana la mitad y ella la había aceptado sin el agradecimiento que yo esperaba; lo compartía con Nan.
Fred apareció por la esquina del edificio y fue hacia la puerta. No nos extrañó, porque lo habíamos visto muchas veces en la tienda.
—Hola, preciosa —le dijo a mi hermana.
Deslizamos el trasero por el escalón para dejarlo pasar.
Al cabo de un buen rato salió con una hogaza de pan. Nos preguntó si queríamos que nos llevara en coche; nos dijo que acababa de llegar de la ciudad. Como es natural, dijimos que sí; aquello no tenía nada de insólito, pero una de las hijas del dueño, la más delgada, la purpúrea, salió a la entrada y se quedó mirando mientras nosotros nos alejábamos en el coche. Cruzó los brazos sobre el pecho, con esa pose de hombros caídos de las mujeres que se pasan las horas muertas a la puerta de sus casas; no sonreía. Yo creía que había salido a ver el carguero de la Canada Steaming Lines, que pasaba en aquellos momentos, pero reparé en que miraba a Fred; más que mirarlo, lo fulminaba con la mirada.
Fred no pareció advertirlo y estuvo canturreando durante el breve trayecto hasta casa. Cantaba «Katy, oh, linda Katy», guiñándole el ojo a mi hermana, a la que a veces llamaba Katy porque se llamaba Catherine. Llevaba las ventanillas abiertas y nos entraba el polvo del camino de gravilla lleno de baches. Entraba tanto que nos blanqueaba las cejas y encanecía a Fred. Mi hermana y Nan chillaban alborozadas con el traqueteo, y al cabo de unos momentos olvidé mi disgusto por saberme relegada y empecé a chillar yo también.
Parecía que hiciese mucho tiempo que vivíamos en la casita, aunque solo llevábamos allí aquel verano. En agosto apenas me acordaba ya del apartamento de Ottawa y del hombre que pegaba a su esposa. Era como si hubiese sucedido en otra vida, más feliz, a pesar del sol, del río y del aire libre de que ahora disfrutaba. Antes, los frecuentes cambios de domicilio y de colegio obligaban a mi hermana a valorarme más. Yo era cuatro años menor, pero era leal y siempre estaba a su lado. Ahora aquellos años eran como un abismo entre nosotras, una franja vacía, como una playa a lo largo de la cual podía verla desaparecer delante de mí. Ansiaba ser como ella, aunque ya no supiera decir cómo era.
La tercera semana de agosto las hojas de los árboles empezaron a cambiar de color, no todas a la vez, sino que fueron moteando las ramas con tonos rojizos, como una advertencia. Eso significaba que pronto empezaría el colegio y una nueva mudanza. Ni siquiera sabíamos dónde íbamos a vivir esta vez, y cuando Nan nos preguntó a qué colegio íbamos contestamos con evasivas.
—Hemos ido a ocho colegios distintos —dijo mi hermana con orgullo.
Como yo era mucho más pequeña, solo había ido a dos. Nan, que había ido al mismo colegio toda su vida, se bajó la blusa por los hombros hasta los codos para mostrarnos cómo le habían crecido los pechos. Las aréolas habían empezado a abultársele, pero, por lo demás, seguía tan lisa como mi hermana.
—¿Y qué? —dijo mi hermana subiéndose el jersey.
Aquella era una competición en la que yo no podía participar. Se trataba del cambio, y el cambio me aterraba cada vez más. Volví por la orilla hasta la casa de Betty, donde me aguardaba mi último pedazo de desmañado ganchillo y donde todo era siempre igual.
Llamé con los nudillos a la puerta de tela metálica y la abrí. Iba a decir «¿Puedo entrar?», como siempre, pero no lo hice. Betty estaba sentada ante la mesa de hierro de su nidito del desayuno. Llevaba sus pantalones cortos y una blusa marinera azul marino y blanca con un pequeño broche en forma de ancla, y el delantal con los polluelos amarillos saliendo del cascarón. Por una vez no hacía nada ni tomaba café. Estaba lívida y perpleja, como si alguien le hubiese pegado sin razón. Al verme, no me invitó a entrar ni me sonrió.
—¿Qué voy a hacer yo ahora? —dijo.
Miré la cocina. Todo estaba en su sitio. La cafetera relucía en el hornillo. El pájaro de cristal agachaba lentamente la cabeza. No había platos rotos ni agua en el suelo. ¿Qué habría pasado?
—¿Estás enferma? —le pregunté.
—No puedo hacer nada —dijo Betty.
Estaba tan rara que me asusté. Salí corriendo de la cocina y crucé el montículo cubierto de hierba hasta casa, para decírselo a mi madre, que siempre sabía qué había que hacer.
—A Betty le pasa algo.
Mi madre amasaba algo en un cuenco. Se frotó las manos para desprenderse la masa y se las limpió en el delantal. No pareció sorprenderse ni me preguntó de qué se trataba.
—Tú quédate aquí —me dijo. Cogió su paquete de cigarrillos y salió.
Aquella noche tuvimos que acostarnos más temprano porque mi madre quería hablar con mi padre. Pero, como es natural, aguzamos el oído. Era fácil con aquellos tabiques de cartón piedra.
—Me lo veía venir —dijo mi madre—. A la legua.
—¿Y quién es la otra? —preguntó mi padre.
—No lo sabe —contestó mi madre—. Alguna chica de la ciudad.
—Betty es tonta —dijo mi padre—. Siempre lo ha sido.
Tiempo después, cuando menudearon las separaciones de matrimonios, solía decir lo mismo. Con independencia de quién hubiese dejado a quién, siempre decía que la mujer era la tonta. El mayor cumplido que le hacía a mi madre era decir que no era ninguna tonta.
—Podría ser —convino mi madre—. Pero dudo que encuentre nunca una chica mejor. Se desvivía por él.
Mi hermana y yo comentamos el asunto con voz susurrante. La teoría de mi hermana era que Fred había dejado a Betty por otra mujer. Yo no me lo podía creer: nunca había oído que sucediesen semejantes cosas. Me afectó tanto que no pude dormir, y durante bastante tiempo sentía una gran ansiedad siempre que mi padre pasaba la noche fuera de casa, como ocurría a menudo. ¿Y si no regresaba?
No volvimos a ver a Betty. Sabíamos que estaba en casa, porque todos los días mi madre le llevaba un pedazo de sus apelmazadas tartas, como si de un velatorio se tratase. Pero a nosotras nos prohibieron terminantemente acercarnos a la casa y fisgar por las ventanas, como mi madre debió de adivinar que ansiábamos hacer. «Está destrozada», dijo mi madre, lo que me hizo imaginar a Betty tirada en el suelo, descoyuntada, como un coche en el taller.
Ni siquiera la vimos el día que subimos al Studebaker de segunda mano de mi padre, con el asiento trasero atestado hasta los bordes de las ventanillas y solo un huequecito oblongo donde acurrucarme, para ir hasta la autopista y empezar el viaje de seiscientas millas en dirección sur, hasta Toronto. Mi padre había vuelto a cambiar de empleo. Ahora trabajaba en una empresa de materiales para la construcción. Decía estar seguro de que, con el creciente desarrollo del país, aquella sería su gran oportunidad. Pasamos el mes de septiembre y parte de octubre en un motel mientras mi padre buscaba una vivienda. Cumplí los ocho y mi hermana los doce. Luego fui a otro colegio y casi me olvidé de Betty.
Pero, un mes después de que yo cumpliera los doce, Betty vino de pronto una noche a cenar. Teníamos invitados con mucha mayor frecuencia que antes, y a veces las cenas eran tan importantes que mi hermana y yo cenábamos primero. A mi hermana no le importaba, porque por entonces ya salía con chicos. Yo iba a un colegio en el que nos obligaban a llevar calcetines, en lugar de las medias con costura que le permitían ponerse a mi hermana. Además, llevaba aparatos de ortodoncia. Mi hermana también los había llevado a mi edad, pero siempre se las había compuesto para que le diesen un aspecto llamativo y audaz, de modo que yo ansiaba tener aquellos luminosos dientes de plata. Pero ella ya se los había quitado y a mí me sentaban como un verdadero bocado de caballo, que hacía que me sintiera torpe y amordazada.
—Te acuerdas de Betty, ¿no? —dijo mi madre.
—Elizabeth —señaló Betty.
—Oh, sí, claro —dijo mi madre.
Betty había cambiado mucho. Antes estaba un poco rellenita, pero ahora estaba rechoncha. Tenía las mejillas carnosas y rojas como tomates. Pensé que se había pasado con el colorete, pero enseguida reparé en que se debía a la abundancia de capilares bajo la piel. Llevaba una falda negra larga y plisada, un suéter de angorina de manga corta, un collar de cuentas negras y unos zapatos de ante negro de tacón alto abiertos por delante. Desprendía un fuerte olor a muguete. Había encontrado empleo, le contó luego mi madre a mi padre, un empleo muy bueno. Trabajaba de secretaria de dirección y se hacía llamar señorita en lugar de señora.
—Le va muy bien —dijo mi madre—, teniendo en cuenta lo ocurrido. Ha sabido superarlo.
—Espero que ahora no vayas a invitarla a cenar cada dos por tres —dijo mi padre.
Betty seguía exasperándole, a pesar de su nueva imagen. Se reía más que nunca y cruzaba las piernas continuamente.
—Me parece que soy la única amiga que tiene —dijo mi madre.
Se calló que Betty era la única verdadera amiga que ella tenía. Cuando mi padre decía «tu amiga», todo el mundo sabía a quién se refería. Pero amigas menos íntimas mi madre tenía muchas, y su don de saber escuchar con discreción era ahora toda una baza comercial para mi padre.
—Dice que nunca volverá a casarse —comentó mi madre.
—Es tonta —afirmó mi padre.
—Nunca he visto a nadie tan bien preparado para el matrimonio —aseguró mi madre.
Este comentario acrecentó mi ansiedad acerca de mi futuro. Si todos los desvelos de Betty no habían sido suficientes para Fred, ¿qué esperanzas podía albergar yo? Carecía del talento natural de mi hermana, aunque pensaba que habría recursos que podría aprender con aplicación y laboriosidad. En el colegio nos enseñaban economía doméstica y la profesora siempre decía que a los hombres se los conquistaba por el estómago. Yo sabía que no era cierto —porque mi madre seguía siendo una calamidad como cocinera, y cuando tenía invitados a cenar iba una mujer a ayudarla—, pero me aplicaba en la confección de elaborados postres como si me lo creyese.
Mi madre empezó a invitar a Betty a cenar con hombres solteros. Betty sonreía y reía, pero, aunque varios parecieron interesarse por ella, no resultó.
«Después de semejante golpe, no me sorprende», decía mi madre. Yo era lo bastante mayorcita para que me pudiesen contar las cosas y, además, a mi hermana no se le veía el pelo. «Tengo entendido que se fue con una secretaria de su empresa. Incluso se casaron después del divorcio». Había otro dato acerca de Betty, me contó mi madre, aunque advirtiéndome de que no debía sacarlo nunca a colación, porque a Betty le afectaba mucho: el hermano de Fred, que era dentista, había matado a su esposa porque se lio —mi madre decía «lio» saboreando la palabra como si fuera una lionesa— con su enfermera. Obligó a su mujer a subir al coche e introdujo un tubo de goma acoplado al de escape para simular un suicidio; pero la policía lo descubrió y ahora estaba en la cárcel.
Esto hizo a Betty mucho más interesante a mis ojos. Por lo visto, la tendencia a «liarse» era algo que Fred llevaba en la sangre. O sea, que podía haber sido Betty la asesinada. Entonces empecé a considerar la risa de Betty como la máscara de una mujer maltratada y martirizada. No era solo una esposa abandonada. Incluso yo comprendía que eso no era ninguna tragedia, pero sí que la habían dejado en ridículo y humillado; más aún: había escapado a la muerte por los pelos. Pronto no me cupo duda de que también Betty lo veía así. Había cierto engreimiento santurrón en su manera de mantener a distancia a los solteros de mamá, algo vagamente monjil. La rodeaba un pálido halo de cruenta inmolación. Betty había pasado por todo aquello, había sobrevivido, y ahora se había volcado en otra cosa.
Pero no pude conservar esta imagen de Betty durante mucho tiempo. A mi madre enseguida se le acabaron los solteros, y Betty, cuando venía a cenar, se presentaba sola. Hablaba incesantemente de la vida y milagros de sus compañeras de trabajo como en el pasado hablaba de Fred. No tardamos en estar al corriente de cuánto les gustaba tomar café, cuáles vivían con su madre, a qué peluquería iban y cómo eran sus apartamentos. Betty tenía uno muy coquetón en Avenue Road. Lo había decorado ella sola e incluso había hecho las fundas de los sillones. Betty se desvivía por su jefe como antes se había desvivido por Fred. Le hacía las compras de regalos navideños. Todos los años nos enterábamos de lo que les había regalado a cada uno de sus empleados, a su esposa y a sus hijos, y cuánto le había costado cada regalo. En cierto modo, Betty parecía feliz.
En torno a las fiestas navideñas veíamos mucho a Betty. Mi madre decía que le daba pena porque no tenía familia. Betty acostumbraba a hacernos regalos de Navidad que evidenciaban que nos consideraba más jóvenes de lo que éramos. Se inclinaba por los juegos de parchís y por los guantes de angorina demasiado pequeños. Betty dejó de interesarme. Incluso su inagotable alegría acabó por antojárseme una perversión o un defecto parecido a la idiotez. Yo tenía quince años y estaba sumida en la depresión de la adolescencia. Mi hermana estaba fuera, en la universidad, y a veces me regalaba ropa que ella ya no quería. No era lo que se entiende por una belleza —tenía los ojos y la boca demasiado grandes—, pero todo el mundo la consideraba muy vivaz. De mí decían que era amable. Ya no llevaba aparatos, pero eso no pareció cambiarme mucho. ¿Qué derecho tenía Betty a estar siempre tan alegre? Cuando venía a cenar, me quedaba lo justo, me excusaba y me iba a mi habitación.
Una tarde de primavera regresé del colegio y encontré a mi madre sentada ante la mesa del comedor. Estaba llorando, algo tan insólito que temí que le hubiera ocurrido algo a mi padre. No pensé que la hubiese dejado, pues ese temor estaba superado; pero podía haber tenido un accidente con el coche y haberse matado.
—¿Qué te pasa, mamá? —le pregunté.
—Tráeme un vaso de agua —me dijo.
Cuando se lo llevé, bebió un sorbo y se alisó el pelo.
—Ahora estoy bien —me aseguró—. Es que acaba de llamar Betty. Y estoy muy afectada. Me ha dicho cosas horribles.
—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Qué le has hecho?
—Me ha acusado de… cosas horribles —contestó mi madre enjugándose las lágrimas—. Y a grito pelado. Jamás había oído gritar a Betty. Después de tantos años… Me ha dicho que no piensa volver a dirigirme la palabra. ¿De dónde ha podido sacar semejante idea?
—¿Qué idea? —le pregunté.
Estaba tan perpleja como mi madre, porque sería una calamidad como cocinera, pero era una buena mujer. No la imaginaba haciendo algo que pudiese sulfurar a alguien hasta el punto de hacerle gritar.
—Me ha dicho cosas acerca de Fred —dijo mi madre, irguiéndose un poco en la silla—. Debe de estar loca. Hacía dos meses que no nos veíamos y, de pronto, me sale con esas.
«Debe de ocurrirle algo», dijo mi padre después, mientras cenábamos. ¡Y vaya si tenía razón! Betty tenía un tumor cerebral, que no le detectaron hasta que su extraño comportamiento en la oficina aconsejó que le realizasen una revisión. Murió en el hospital dos meses después, pero mi madre no se enteró hasta que hubo fallecido. Sintió remordimientos. Tenía la sensación de que debería haber ido al hospital a visitar a su amiga, aunque la hubiese puesto de vuelta y media por teléfono.
«Tenía que haber comprendido que solo podía tratarse de un trastorno —dijo mi madre—. Cambio de personalidad. Eso lo explica, por lo menos en parte». A fuerza de ser paño de lágrimas de los demás, mi madre había acumulado mucha información acerca de las enfermedades terminales.
Pero a mí su explicación no me convencía. Durante muchos años me siguió la imagen de Betty, aguardando a que acabase con ella de un modo más satisfactorio para ambas. Cuando me dieron la noticia de su muerte me sentí condenada, pues me dije que por lo visto aquel era el castigo por ser abnegada y solícita, que eso era lo que les ocurría a las chicas que eran como yo (creía ser). Al abrir el anuario del instituto y ver mi cara, con el pelo cortado al estilo paje y una sonrisa beatífica y tímida, yo superponía los ojos de Betty a los míos. Fue amable conmigo cuando era niña y yo, con la insensibilidad propia de los niños hacia quienes son amables con ellos pero no encantadores, prefería a Fred. Me veía en el futuro abandonada por una serie de Fred que corrían por la playa tras un grupo de niñas vivaces, todas muy parecidas a mi hermana. En cuanto a los exabruptos finales de Betty, inspirados por el odio y la rabia, los interpreté como gritos de protesta contra las injusticias de la vida. Era consciente de que aquella rabia era la misma que yo sentía, el lado oscuro de esa terrible y deformadora amabilidad que marcó a Betty como las secuelas de una enfermedad incapacitante.
Pero las personas cambian, sobre todo después de muertas. Al dejar atrás la edad melodramática, me di cuenta de que si no quería ser como Betty tendría que cambiar. Además, ya era bastante distinta de Betty. En cierto modo, ella me sirvió para escarmentar en cabeza ajena. Los demás dejaron de considerarme una chica amable y empezaron a calificarme de lista, y no tardó en gustarme el cambio. La Betty que hacía galletas de avena a la efímera luz del sol quince años atrás volvió a representárseme en tres dimensiones. Era una mujer corriente que había muerto prematuramente a causa de una enfermedad incurable. ¿Era así? ¿Era eso todo?
De vez en cuando deseaba que Betty volviera a la vida, aunque solo fuera para una hora de conversación. Hubiese querido pedirle perdón por mi desdén hacia sus guantes de angorina, por mis secretas traiciones, por mi desprecio de adolescente. Me hubiese gustado mostrarle este relato que he escrito acerca de ella y preguntarle si hay en él algo de verdad. Pero no se me ocurre cómo preguntarle algo que le interesase entender. Se limitaría a reírse, asintiendo sin comprender, como era su costumbre, y a ofrecerme algo, una galleta de chocolate o un ovillo de lana.
En cuanto a Fred, ha dejado de intrigarme. Los Fred de este mundo se delatan por lo que hacen y por lo que eligen. Son las Betty las que resultan misteriosas.
Literatura
.us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar