Bernard Malamud
(26 de abril, 1914 – 18 de marzo, 1986)

El hombre en el cajón (1968)
(“Man in the Drawer”)
Originalmente publicado en la revista The Atlantic (abril 1968);
Rembrandt’s Hat
(New York: Farrar Straus Giroux, 1973, 204 págs.)


      Un débil «shalom» fue lo que me pareció oír, pero teniendo en cuenta los rasgos eslavos del conductor, no parecía probable. El hombre me había estado observando por el retrovisor desde que me subí al taxi, y, para decir verdad, sentí momentáneas aprensiones. Tengo cuarenta y siete años y recientemente he perdido peso pero no, debo confesarlo, nerviosismo. Debe ser mi ropa americana, pensé primero. Uno es un forastero reconocible. Como no fuera que me hubiera estado siguiendo desde un principio, pero ¿cómo es posible tratándose de un taxi que yo había detenido al pasar?
       Me había recogido en su ruidoso y añejo Volga en las colinas de Lenin, donde yo había pasado toda la tarde recorriendo el interior y los alrededores de la Universidad de Moscú. Por fin, harto de la visita, en cuanto vi un taxi empecé a dar voces y agitar los brazos. El conductor, circulando con prisas, habíase detenido, puede decirse, sobre un kopek, como si yo fuera alguien a quien se moría de ganas de transportar; quizás alguien que había confundido con un amigo. Considerando mis recientes experiencias en Kiev, un amigo era alguien con quien no me hubiese importado que me confundieran.
       Desde el momento que nos vimos, nuestras miradas entablaron un reconocimiento progresivo, aunque éramos unos completos extraños. Yo no conocía a nadie en Moscú, salvo a una o dos chicas de Intourist. El rostro del taxista, en el moteado retrovisor, parecía levemente deforme, mal reflejado; pero no sus ojos, pequeños, astutos, curiosos, que escudriñaban, tiraban de uno, dudaban, parecían suplicar enterarse: dile una palabra y te estará agradecido, aunque el porqué y para qué él no lo decía. Entonces, como si todo el asunto le aburriera insoportablemente, hizo como que perdía interés.
       Él se lo ha buscado —pensé—, aunque no iría mal que de vez en cuando prestara un poco de atención a la carretera o no llegaremos a nuestro destino, sea el que sea. Me di cuenta de que no se lo había indicado porque yo mismo no estaba seguro, a donde fuese excepto de regreso al Hotel Metropole, por ahora. Era uno de esos días en que no resistía la habitación de un hotel.
       —¡Shalom! —dijo por fin el hombre, en voz alta.
       —Shalom tenga usted. —Así que eso era lo que había entendido yo, ¿quién iba a figurárselo? Cómodos ya, ambos miramos hacia lados distintos de la calle.
       El taxista conducía en mangas de camisa en un día fresco de junio, a no más de 13 grados centígrados. Era un individuo de unos treinta y tantos años que daba la impresión de que lo que comía no acababa de aprovecharle, un tipo descontento, bien pensado, su expresión tirando a cansada; no mal parecido, ahora que lo estudiaba mejor, aunque su cabeza parecía levemente aplanada por la vigorosa mano de alguien, pese a llevarla protegida por una saludable mata de pelo. Su rostro, como he dicho, se inclinaba hacia lo eslavo: redondo, pómulos salientes, una barbilla menuda y firme; pero también ostentaba una nariz más bien larga y una distintiva laringe en el delgado y peludo cuello; un tipo mixto, al parecer. De cualquier forma, el shalom parecía haber modificado su aspecto, incluso el de los inquisitivos ojos. Estaba claro que aquel hermoso día de junio se sentía insatisfecho —⁠su trabajo, su suerte, su aspecto⁠—, ¿el qué? Parecía acompañado de una innata tristeza, sabe Dios de dónde provendría; y no parecía importarle el ser tan inmediatamente visible; no todo el mundo puede o quiere conseguir eso. Este tipo se revelaba a sí mismo. No demasiado próspero, diría yo, aunque tampoco tenía aire de paria. Se sostenía firme ante el volante, todo él conduciendo, un tanto frenéticamente. Para esos detalles tengo ojo de experto.
       —¿Israelita? —preguntó en un murmullo.
       —Amerikansky. —El ruso no lo conozco, sólo algunas palabras de cortesía.
       El taxista buscó en el bolsillo de su camisa un paquete de tabaco y alargó el brazo hacia atrás por encima del asiento, desviándose bruscamente el Volga para evitar un camión que giraba.
       —¡Cuidado!
       Fui arrojado al otro extremo del asiento, sin disculpas. Extrayendo un pitillo búlgaro que no me apetecía fumar, demasiado fuerte, le devolví la cajetilla. Se me ocurrió ofrecerle a cambio mis prósperos cigarrillos americanos, pero no quería ofenderle.
       —Feliks Levitansky —dijo—. ¿Cómo está usted? Soy el taxista. —⁠Su acento era cerrado, tirando a dulzón, aunque redimido por su soltura de lengua.
       —¿Conque habla usted inglés? Eso supuse.
       —Mi profesión es traductor, inglés y francés. —⁠Giró los hombros y los encogió.
       —Yo me llamo Howard Harvitz. He venido a pasar unas breves vacaciones, de unas tres semanas. Mi esposa falleció no hace mucho, y en parte viajo para consolarme.
       Se me quebró la voz, pero luego pasé a decir que si lograba hallar material para uno o dos artículos para una revista, tanto mejor.
       Levitansky levantó ambas manos del volante para manifestar su simpatía.
       —¡Por el amor de Dios, vigile!
       —¿Horovitz?
       Se lo deletreé.
       —Con franqueza, cuando ingresé en la universidad era Harris, pero hace poco me lo he vuelto a cambiar. Mi padre se lo cambió legalmente después que yo me gradué en la escuela. Era médico, un tipo práctico.
       —Judío, a mí, usted no me lo parece.
       —¿Pues por qué dijo shalom?
       —A veces se dice. —Al minuto preguntó⁠—: ¿Por qué motivo?
       —¿Por qué motivo, qué?
       —¿Por qué volvió a cambiarse el apellido?
       —Tuve una crisis en mi vida.
       —¿Existencial? ¿Económica?
       —Para decir verdad, volví a cambiármelo cuando mi esposa falleció.
       —¿Cuál es el significado?
       —El significado es que me siento más cerca de mi verdadero yo.
       El taxista prendió una cerilla con la uña del pulgar y encendió su cigarrillo.
       —Yo soy judío marginal —dijo—, aunque mi padre, Abrahm Isaakovich Levitansky, era judío. Debido a ser mi madre mujer cristiana fui dado a elegir, pero ella me insistió que solicitara pasaporte interno con anotación de nacionalidad judía en respeto a mi padre. Es lo que hice.
       —¡No me diga!
       —Mi padre murió en mi infancia. Yo fui crecido, ¿criado?, para respetar a la gente y religión judía, pero seguí mi propio camino. Soy ateo. Esto es casi inevitable.
       —¿Se refiere a la vida soviética…?
       Levitansky siguió fumando, sin responder mientras yo me sentía cada vez más incómodo por mi pregunta. Eché un vistazo a mi alrededor para ver si sabía dónde estábamos. Como a quien se le acaba de ocurrir, el taxista preguntó: «¿A qué destino?».
       Siguiendo con el tema anterior, le confesé que, por mi parte, yo no había sido gran cosa como judío.
       —Mis padres estaban totalmente asimilados.
       —¿Por elección suya?
       —Pues claro que por elección suya.
       —¿Desea usted —preguntó entonces⁠— visitar la Sinagoga Central, en la calle Arkhipova? Una experiencia muy interesante.
       —No en este momento —dije—, pero lléveme al museo Chekhov en Sadovaya Kudrinskaya.
       Ante esto, el taxista, suspirando, pareció animarse.


       Rose, me dije.
       Me soné la nariz. Después de su muerte yo había proyectado visitar la Unión Soviética pero no lograba arrancarme. Soy un hombre lento tras un golpe, aunque confieso que nunca he sido de los que se deciden rápidamente en las cosas importantes. Ocho meses más tarde, cuando me hallaba más o menos haciendo las maletas, sentí como si parte del consuelo que andaba buscando se derivara, además de lo que seguía teniendo en mente, de la necesidad de tomar una inesperada y seria decisión personal. A causa de la soledad había empezado a frecuentar a mi ex esposa, Lillian, en la primavera; y al poco tiempo, dado que ella no se había vuelto a casar y seguía estando atractiva, se habló tentativamente, para asombro mío, de volver a casarnos; estas cosas saltan de una frase a otra sin uno darse cuenta. Si nos casábamos podíamos convertir el viaje a Rusia en una especie de luna de miel, no diré una segunda porque apenas habíamos tenido una primera. Al final, puesto que nuestras vidas habían sido tan francamente complicadas, difíciles para ambos, me fue imposible decidirme, aunque Lillian, debo decir en mérito suyo, parecía dispuesta a arriesgarse. Mis sentimientos me eran tan difíciles de definir, que opté no decidir nada terminante. Lillian, que es del tipo directo con una mente como la de un abogado, me preguntó si no me estaría enfriando respecto al asunto, y yo le dije que desde la muerte de mi mujer había estado examinando mi vida y necesitaba más tiempo para ver en qué situación me encontraba. «¿Aún?», preguntó ella, refiriéndose a lo de la búsqueda de uno mismo e insinuando, me pareció a mí, que para siempre. Yo sólo pude contestarle que «aún» y luego, enfadado, «para siempre». Luego me recomendé: ojo con volver a enredarte en complicaciones.
       En fin, aquello casi liquidó el asunto. La velada no fue particularmente feliz, aunque tuvo sus momentos. Yo había estado muy enamorado de Lillian. Pensé entonces que un cambio de aires, quizás un mes en el extranjero, podría ser beneficioso. Hacía mucho que deseaba visitar la U.R.S.S., y acaso el poder estar solo y, confiaba, tranquilo para meditar las cosas, le diera al viaje un nuevo aliciente.
       Así que me sorprendió, una vez que me fue concedido el visado —⁠aunque no me sorprendió mucho⁠—, comprobar que la perspectiva del viaje más que placer me producía una cierta inquietud. Yo lo achaqué al temor que a veces me entra antes de emprender viajes largos, y con lo que debo reconciliarme antes de ponerme en movimiento. ¿Llegaré a mi destino? ¿Secuestrarán el avión? Puede que estalle la guerra y me vea rodeado por la artillería. Para ser franco, aunque me he resistido a esta idea, me considero un hombre ansioso, lo cual, cuando trato de explicármelo, viene a decir estar este momento medio inmerso en el siguiente. Me siento a descansar con prisas, me preocupo inútil y constantemente por el futuro, y cargo con el peso de una conciencia demasiado madura.
       Comprendí que lo que más me preocupaba sobre el ir a la Rusia soviética eran esas historias que aparecen en los periódicos de algún turista o viajero ocasional en esta o aquella ciudad soviética, quien, sin previo aviso, es apresado por la policía secreta y acusado de «espionaje», «actividades económicas ilegales», «gamberrismo», o lo que sea. El infeliz, que podría ser cualquier vecino de Sudbury, Massachussets, es mantenido incomunicado hasta confesar, y sentenciado luego a un campo de prisioneros en las estepas de Siberia. Después de obtener mi visado, tenía a veces visiones de un forastero entregándome un grueso sobre de papeles, y arrestándome luego mientras yo los leía como un idiota, naturalmente, por espiar. ¿Qué haría yo en ese caso? Creo que tirar el sobre en mitad de la calle, gritando: «A mí no me vengan con ésas, yo no sé leer el ruso», y alejarme tan dignamente como pudiera, confiando dejarles clavados en el sitio. Un hombre en peligro, si se aleja de él, parece indiferente, inocente. Al menos para sí; entonces escucho en mi mente el sonido de pisadas que me persiguen, y puesto que mis ensueños tienden a ser racionales, dos forzudos individuos de la KGB me agarran, me ponen los brazos a la espalda y efectúan el arresto. No por tirar papeles en las calles, como yo espero que sea el caso, sino por «tratar de desembarazarme de ciertos documentos incriminadores», un hecho que resulta difícil negar.
       Veo a H. Harvitz desgañitándose, retorciéndose, dando patadas a diestro y siniestro, hasta que alguien le cierra la boca de un guantazo y es arrastrado por fuerza superior, por no mencionar un cachiporrazo en la cabeza, hacia el inevitable y negro Zis sobre el que he leído y he visto en las pantallas de cine.
       La guerra fría es una cosa tremebunda, aunque supongo que para algunos lo será más que para otros. A veces he deseado que el espionaje hubiera alcanzado tal grado de perfección que tanto la U.R.S.S. como la U.S.A. supieran todo lo que hay que saber respecto a la otra, y habiéndose intercambiado sensatamente esta información por medio de computadoras que mantienen los datos al día, en adelante se dejasen en paz mutuamente. Eso acaba con el negocio del espionaje; el mundo parece haber recuperado el juicio, y para un hombre como yo la perspectiva de un viaje a la Unión Soviética es un puro placer.
       Nada más llegar al aeropuerto de Kiev tuve algo así como un sobresalto, tras volar desde París en una tarde de mediados de junio. Un agente de aduanas me confiscó de la maleta cinco ejemplares de Secretos visibles, una antología de poemas para alumnos de segunda enseñanza que yo había editado años atrás, y que había traído para regalar a aquellos rusos que conociera y se interesaran por la poesía americana. Se me pidió que firmara un documento que el funcionario había redactado con todo esmero en cirílico, excepto Secretos visibles, que estaba impreso en inglés, lo de «Secretos» subrayado. El uniformado agente de aduanas, un hombre corpulento con una capa de pelo lacio sobre una cabeza más bien reducida, estrellas rojas sobre los hombros, dijo que el papel que debía firmar alegaba que yo entendía que no estaba permitido introducir en la Unión Soviética cinco ejemplares de un libro extranjero; pero que recuperaría mi propiedad en el aeropuerto de Moscú cuando abandonara el país. Aunque me preocupaba el tener que firmarlo, lo hice a instancias de la señorita de Intourist que me hacía de guía, una rubia artificial con vacilantes tacones cuyo aspecto y buen humor me hacían conservar más o menos la calma, aunque mis ropas estaban francamente que echaban humo. Ella dijo que la cosa no tenía importancia y me aconsejó firmar rápidamente porque estaba demorando nuestra partida al Hotel Dniepro.
       Entonces inquirí qué pasaría si yo me desprendía voluntariamente de los libros, no reclamándolos como de mi propiedad. La Intouristka se lo preguntó al aduanero, quien respondió con calma, serio, y extensamente.
       —Dice —dijo ella— que la Unión Soviética no quiere privar a un visitante extranjero de lo que le pertenece legalmente.
       Dado que yo sólo iba a permanecer cuatro días en la ciudad y el tiempo pasaba deprisa, más deprisa que lo habitual, firmé de mala gana el papel y cuatro copias, una para cada libro, ¿o cinco misteriosos departamentos gubernamentales?, y se me entregó una copia, que yo guardé en mi billetera.
       A despecho de ese incidente, tenía su lado cómico, mi estancia en Kiev, pese a la soledad que suelo experimentar durante mis primeros días en una ciudad extraña, transcurrió de manera rápida e interesante. Por las mañanas era conducido en coche privado y con guía a visitar la empinada ciudad, de amplias avenidas y verdes hojas, cuyos colores evocaban una Roma más tenue. Pero por las tardes me paseaba solo. Empezaba por tomar un autobús o tranvía, recorría varios kilómetros, y luego me apeaba para caminar por este o aquel sector. Una vez llegué a un mercado de campesinos donde unos granjeros colectivos y unos aldeanos con barbas y botas salidos de una novela rusa del siglo diecinueve vendían sus productos a las gentes de la ciudad. Pensé que eso debía contárselo a Rose por carta —⁠me refería a Lillian, desde luego⁠—. Otra vez, en una calle desierta donde de pronto me acordé del recibo de aduana que llevaba en la billetera, giré sobre mis pasos para ver si era seguido. No lo era, pero encontré divertida la aventura.
       Una experiencia que me divirtió menos fue el perderme un atardecer, a varios kilómetros, sobre un cobertizo para botes en el Dniéper. Andaba yo por la orilla del río, apreciando los barcos y las solitarias riberas, cuando advertí que, sin darme cuenta, me había alejado un buen trecho del hotel y estaba ansioso por regresar porque tenía hambre. No tenía ganas de volver a pie, demasiado turismo en tres días, así que pensé en un taxi, y como por ahí no había ninguno, quizás un autobús que más o menos se dirigiese hacia mi punto de partida. Traté de abordar a unos transeúntes a los que hablé en inglés o en alemán chapurreado, intentando algunas veces lo de «pardonnez-moi»; pero se conoce que el efecto era el de confundirles. Una joven se alejó corriendo unos metros antes de reanudar el paso. Entré en una tienda de óptica para solicitar el consejo de una señora de aspecto profesional y unos cincuenta y pico de años, que llevaba anteojos, una redecilla y una bata blanca. Cuando me dirigí a ella en inglés, a los cinco minutos de estupor me dio una mirada glacial y se giró de espalda. Consultando apresuradamente mi guía por la parte de las expresiones fonéticas en ruso, pregunté, «¿Gdye hotel?», añadiendo, «¿Dniepro?». A esto me contestó con un sobreexcitado «nyet». «¿Taxi?», pregunté yo. Otro «nyet», esta vez llevándose una mano a su agitado pecho. Consideré que era suficiente para ambos y me fui. Aunque me sentía fastidiado e irritado, hablé a dos hombres que pasaban, uno de los cuales, así que oyó mis primeras palabras, siguió andando aprisa, los ojos dirigidos al frente, indicándome el otro a base de gestos que era sordomudo. Se me ocurrió entonces hablarle en el chapucero yiddish que mi abuelo me enseñó cuando yo era niño, y fui dirigido, en voz baja y en el mismo lenguaje, a una parada de autobús cercana.
       Mientras abría yo la puerta de mi habitación, pensando que ésa era una historia que me pasaría el invierno contando a mis amigos, mi teléfono empezó a sonar. Era una voz de mujer. Entendí «Gospodin Garvitz» y un par más de palabras en tanto que ella se extendía en un ruso melodioso. Su voz tenía el timbre de una cantante. Aunque yo no comprendía el significado de sus observaciones, tuve un repentino y vivido ensueño, podríamos llamarlo, en el que me vi caminando con una bonita muchacha rusa por un bosque de abedules blanco junto a Yasnaya Polyana y saliendo de entre los árboles, charlando con sinceridad, a una pradera que se inclinaba hasta tocar el agua; luego me vi paseándola en barca, ambos silenciosos, por un pequeño y hermoso lago. Era un asunto muy pacífico. Incluso pensé: ¿no sería asombroso que me comprometiera con una muchacha rusa? Ése era el cuadro general, pero cuando la mujer al otro lado del hilo terminó de hablar, lo que yo tenía que decirle lo dije en inglés y ella colgó despacio.
       Después del desayuno a la mañana siguiente, ella, o alguien que sonaba como ella, percibí una cualidad de contralto, volvió a llamar.
       —Si usted supiera inglés —dije—, o quizá un poco de alemán o francés, hasta yiddish, si da la casualidad que lo conoce, podríamos entendernos estupendamente. Pero en ruso, no, lamento decirle. «Nyet russki». Yo estaría encantado de quedar con usted para almorzar o lo que usted quiera; conque si ha captado usted el significado de mis palabras ¿por qué no dice «da»? Luego comuníquese con la intérprete de inglés por la extensión 37. Ella me explicará de qué va la cosa y usted y yo podemos quedar citados cuando a usted le convenga.
       Tuve la impresión de que me estaba escuchando con ambos oídos, pero al rato se cortó la comunicación. Yo me preguntaba de dónde habría sacado mi nombre, y si no sería alguien que quería averiguar si yo hablaba o no el ruso. Sinceramente, no lo hablaba.
       Luego escribí a Lillian una breve carta, diciendo que pensaba partir de Moscú vía Aeroflot, mañana a las 4 de la tarde, donde pasaría dos semanas, visitando quizá Leningrado tres o cuatro días, en el Hotel Astoria. Anoté las fechas exactas y más tarde eché la carta por vía aérea a un buzón a cierta distancia del hotel, por si acaso. Esperaba que Lillian la recibiera a tiempo de contestarme, a vuelta de correo, antes de abandonar yo la Unión Soviética. A decir verdad, estuve intranquilo todo el día.
       Pero a la mañana siguiente mi humor había cambiado, y mientras estaba de pie junto a la barandilla de un parque sobre el Dniéper, mirando los edificios alzándose sobre el río en lo que una vez había sido región esteparia, experimenté una curiosa sensación de alivio. La vasta construcción que contemplaba, era como si dos o tres pequeñas ciudades desperdigadas brotaran de la tierra, me maravilló. Eso era lo que estaba ocurriendo en toda Rusia, en medio mundo, y cuando pensé en lo que aquello representaba en términos de pura mano de obra, bienes raíces, moral, me convencí en el acto de que la Unión Soviética nunca provocaría una guerra deliberadamente, nuclear o como fuera, con los Estados Unidos. Ni América tampoco, en su sano juicio, con la Unión Soviética.
       Por primera vez desde mi llegada a Rusia me sentía a salvo y seguro, y ahí gocé, junto a la barandilla sobre el Dniéper, donde soplaba una brisa, de unos pocos y raros momentos de euforia.


       ¿Por qué la arquitectura más interesante es la de los tiempos zaristas?, me pregunté, y si no me equivoco, Levitansky se estremeció, una coincidencia, sin duda. A no ser que yo hubiera estado hablándome en voz alta, cosa que a veces hago; decidí que no. Íbamos de camino hacia el museo, sobrepasando los ochenta kilómetros, lo que traducido a cincuenta millas por hora no era como para asustarse porque el tráfico era escaso.
       —¿Qué piensa usted de mi país, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas? —⁠inquirió el conductor, girando la cabeza medio círculo para localizarme.
       —Le agradecería que mantuviera la vista sobre la carretera.
       —No se ponga nervioso, llevo años conduciendo.
       —No me gustan los riesgos innecesarios.
       Luego contesté que me sentía impresionado por muchas de las cosas que había visto. Evidentemente, era un gran país.
       La cara redonda de Levitansky apareció en el retrovisor sonriendo amablemente, su dentadura picada. La sonrisa parecía surgida desde dentro de la boca. Ahora que me había revelado sus antecedentes judíos, yo tenía la impresión de que parecía más judío que eslavo, y posiblemente más insatisfecho de lo que antes se me había antojado. Eso lo noté por sus ojos.
       —¿También nuestro sistema, el comunismo?
       Yo respondí con cuidado, no queriendo ofenderle:
       —Voy a serle sincero. He visto algunas cosas excepcionales, incluso inspiradoras, pero personalmente me inclino hacia una mayor libertad individual de lo que parece que la gente goza aquí. América tiene serios defectos, bien lo sabe Dios, pero por lo menos tenemos el derecho de criticar, si es que me explico. Mi padre solía decir: «No hay nada como la Carta de Derechos». Es una sociedad abierta, lo que significa libertad de elección, al menos en teoría.
       —El comunismo es en general mejor sistema político —⁠replicó Levitansky con calma⁠—, aunque actualmente no está del todo realizado. Actualmente… —⁠tragó saliva, reflexionó y no terminó de decirlo. Luego, añadió⁠—: Nuestra revolución fue un suceso magnífico y sagrado. A mí me entusiasma la historia soviética primitiva, la exaltación del idealismo comunista y la magnífica victoria sobre las fuerzas burguesas e imperialistas. De la noche a la mañana fueron levantadas, se levantaron, todas las masas que padecían. Había nacido una nueva vida de posibilidades para todos en la sociedad. Pasternak llamó a esto «espléndida cirugía». Evgeny Zamyatin, quizá conoce usted sus libros, habló así: «La revolución consume con fuego a la Tierra, pero luego nace una nueva vida». Muchos de nuestros poetas dijeron cosas semejantes.
       Yo no quise discutir, allá cada cual con su revolución.
       —Usted dijo antes —siguió Levitansky, observándome de nuevo por el retrovisor⁠—, que quería escribir artículos sobre su visita. ¿Políticos o no políticos?
       —Yo no escribo sobre política, aunque me interesa. Tenía pensado escribir algo sobre los museos literarios de Moscú para una revista de turismo americana. Es el tipo de trabajo que suelo hacer. Yo soy lo que se llama un escritor «free-lance». —⁠Me reí un poco en son de disculpa. Hay que ver lo que cambian las significaciones cuando uno está en otro país.
       Levitansky se unió cortésmente a mi risa, deteniéndose de golpe.
       —Deseo estar seguro, ¿qué es escritor «i>free-lance»?
       —Bien, si un editor me propone un artículo, yo puedo aceptar o no la idea, o puedo escribir algo que me interesa y arriesgarme a no venderlo. Eso ocurre a veces, y significa tiempo y dinero perdidos. Lo que me gusta de ello es que soy mi propio jefe. También edito algunas cosas. He hecho antologías y ensayos, ambas cosas para chicos de segunda enseñanza.
       —Aquí tenemos «free-lance». Yo soy escritor también —⁠dijo Levitansky solemnemente.
       —¡No me diga! ¿Quiere usted decir como traductor?
       —La traducción es mi profesión pero también soy escritor original.
       —Así que se gana la vida haciendo tres cosas: escribe, traduce, y conduce este taxi…
       —El taxi no es mi verdadero trabajo.
       —¿Está traduciendo algo en particular en estos momentos?
       El taxista se aclaró la garganta.
       —Por el presente no tengo proyecto de traducción.
       —¿Qué escribe?
       —Escribo historias.
       —¿Ah, sí? ¿De qué tipo, si me permite preguntarle?
       —Le diré de qué tipo: pequeñas historias cortas, imaginadas de la vida.
       —¿Ha publicado algunas?
       El hombre parecía dispuesto a darse la vuelta para mirarme cara a cara, sin embargo, se metió la mano en el bolsillo de la camisa. Yo le ofrecí mi paquete de tabaco americano. Él sacudió el paquete para sacar un cigarrillo y lo encendió, exhalando el humo lentamente.
       —Algunas, aunque no recientemente. Para decir verdad —⁠suspiró⁠—, por el presente escribo para el cajón. ¿Conoce la expresión? Como Isaac Babel, «soy maestro del género del silencio».
       —La he oído —contesté, no sabiendo qué otra cosa decir.
       —Los ratones deberían leer y criticar —⁠dijo Levitansky con amargura⁠—. Lo que no se comen hacen sus cagas, sus cagadas, encima. Es la crítica perfecta.
       —Sí que lo siento.
       —Llegamos ahora al museo Chekhov.
       Me incliné para pagarle y cometí el impulsivo error de añadir la propina de un rublo. Su cara se encendió.
       —Yo soy ciudadano soviético. —⁠Me devolvió el rublo violentamente.
       —Considérelo una torpeza —me disculpé⁠—. No quise molestarle.
       —¡Hiroshima! ¡Nagasaki! —me espetó mientras el Volga arrancaba en una explosión de humo⁠—. ¡Agresor contra las desgraciadas y pobres gentes del Vietnam!
       —Yo no tuve nada que ver en eso —⁠grité tras él.


       Hora y media más tarde, después de haber firmado en el libro de visitantes y cuando me disponía a salir del museo, vi un hombre de pie, fumando, debajo de un tilo al otro lado de la calle. Cerca había un taxi estacionado. Nos miramos, al principio yo no estaba seguro de quién era, pero Levitansky me saludó con la cabeza cordialmente, exclamando: «¡Bien venido, bien venido!». Agitó un brazo, sonriendo con la boca abierta. Se había peinado su espesa mata de pelo y llevaba una holgada americana oscura sobre una camisa blanca sin corbata, además de varios metros de pantalones que parecían bombachos. Sus calcetines, a rayas rojas, blancas y azules, uno podía verlos asomándose por sus sandalias.
       He sido perdonado, pensé.
       —Bien venido sea usted —dije, cruzando la calle.
       —¿Le ha gustado el museo Chekhov?
       —Ciertamente. He tomado muchas notas. ¿Sabe usted lo que tienen ahí? Pues uno de sus fedoras negros, y también los anteojos que aparecen en sus retratos. Tremendamente conmovedor.
       Levitansky se enjugó un ojo, para asombro mío. No parecía el mismo hombre, como modificado, en todo caso. Es curioso, uno escucha algunos datos personales de boca de un extraño, y éste va cambiando a medida que habla. El taxista es ahora un escritor, aunque sólo lo sea a ratos. En fin, ésa es mi impresión predominante.
       —Dispense mi enojo anterior —⁠explicó Levitansky⁠—. Los tiempos ahora no son los mejores para mí. «Eran los mejores tiempos, eran los peores tiempos», citó, sonriendo tristemente.
       —Y yo espero que usted perdone mi involuntaria torpeza. ¿Está libre para conducirme al Metropole, o está aquí de casualidad?
       Eché un vistazo para comprobar si salía alguien del museo.
       —Si desea contratarme le conduciré, pero primero quiero enseñarle algo, ¿cómo se dice?, de interés.
       Introdujo la mano por la ventanilla delantera del taxi y sacó un paquete plano envuelto en papel marrón y sujeto con un cordel rojo.
       —Historias que he escrito.
       —Yo no sé leer el ruso.
       —Mi esposa ha traducido cuatro de ellas. Por su profesión no es traductora, aunque su inglés es avanzado y sensible. Había estado durante dos años en Inglaterra para una Comisión de Compra soviética. Nos conocimos en la universidad. Yo prefiero no traducir mis propias historias porque no traduzco muy bien del ruso al inglés, aunque al revés lo hago estupendamente. Además tampoco quiero forzarme, es como una autoimitación. Quizá las historias parezcan un poco raras en inglés, también mi esposa lo admite, pero usted puede leerlas y formarse una opinión.
       Aunque el paquete me lo daba vacilando, me lo ofrecía como si se tratara de un ramo de flores primaverales. ¿Será algún truco?, me preguntaba yo. ¿Estarán poniéndome a prueba por haber firmado aquel maldito documento en el aeropuerto de Kiev, nada menos que en cinco copias?
       Levitansky parecía leerme el pensamiento.
       —Son puramente historias.
       Partió el cordel con los dientes, y apoyando el paquete en el guardabarros del Volga, retiró el envoltorio. Había cuatro historias, cosidas por separado, mecanografiadas en unas hojas alargadas de papel fino y azul. Tomé una que me entregó Levitansky y examiné la página de encima, parecía un cuento, luego hojeé el resto y le devolví el manuscrito.
       —Me temo no ser un buen crítico de historias.
       —Yo no busco crítico. Busco lector de experiencia y gusto literario. Si usted ha redactado libros de poemas y también ensayos, podrá juzgar la calidad literaria de mis historias. Por favor, le pido que las lea.
       Tras una prolongada pausa, me oí decir:
       —Bien, quizá lo haga. —Yo no reconocía aquella voz y no estaba seguro por qué lo había dicho. Puede decirse que hablé independientemente de mí mismo, con una renuencia que o bien él no advirtió o prefirió ignorar.
       —Si usted respeta, si aprueba mis historias, quizá pueda hacer que se publiquen en París o en Londres… —⁠Su laringe temblequeaba.
       Yo le miré.
       —No tengo pensado ir a París, y en Londres estaré el tiempo justo para enlazar con el avión hacia los Estados Unidos.
       —En ese caso, quizá podría enseñárselas a su editor, y él publicaría mi obra en América… —⁠Levitansky estaba ahora visiblemente incómodo.
       —¿En América? —dije, alzando la voz de incredulidad.
       Por primera vez el hombre miró a su alrededor precavidamente antes de responder.
       —Si usted tiene la bondad de enseñárselas al editor de sus libros, ¿es editor de confianza?, a lo mejor él desea publicar un volumen de mis historias… Yo haré el tipo de contrato que él quiera. El dinero, si puedo conseguirlo, no es para mí un ideal.
       —¿De qué volumen me está hablando?
       Me dijo que de las treinta historias que había escrito había elegido dieciocho, de las cuales estas cuatro eran una muestra.
       —Desgraciadamente no hay más traducidas de momento. Mi esposa es asistente bioquímico y trabaja largas horas en el laboratorio. Yo estoy seguro que a su editor le complacerá leerlas. Dependerá de la opinión de usted.
       Este hombre o tiene una imaginación desbordada, o ha perdido el juicio.
       —No quisiera enredarme en sacar de Rusia un manuscrito ruso de contrabando.
       —Ya le he informado que mi manuscrito es de historias inventadas.
       —Lo creo, pero así y todo sería una empresa arriesgada. Correría unos riesgos que no deseo correr, francamente.
       —Por lo menos si las leyera… —⁠suspiró.
       Volví a coger las historias y las hojeé una a una despacio. Lo que buscaba no sé decirlo: ¿una trampa, quizá? ¿Debo o no debo?, me dije. ¿Por qué he de hacerlo?
       El taxista me dio el papel del envoltorio y yo enrollé las historias en él. Cuanto antes las lea, antes las habré leído. Subí al taxi.
       —Como he dicho, me alojo en el Metropole. Pásese esta noche a eso de las nueve y le daré mi opinión. Pero me temo que tendré que limitarme a esto, señor Levitansky, sin más obligaciones y sin que espere nada de mí, o no hay trato. El número de mi habitación es el 538.
       —¿Esta noche?, ¿tan pronto? —⁠dijo él, rascándose las palmas de las manos⁠—. Debe leer con cuidado para darse cuenta del arte.
       —Mañana noche, pues, a la misma hora. Preferiría no tenerlas en mi habitación pasado ese tiempo.
       Levitansky accedió. Silbando suavemente a través de su picada dentadura, me condujo con mucha prudencia hasta el Metropole.
       Aquella noche, bebiendo vodka en un vaso de agua, leí las historias de Levitansky. Estaban escritas con sencillez y con fuerza, casi lo había anticipado, y no mal traducidas; de hecho, la traducción era mucho mejor de lo que yo había supuesto, aunque lógicamente había algunos errores, construcciones extrañas, palabras que no encajaban bien, algunas señaladas con interrogantes, y sacadas, me figuro, de un diccionario. Y las historias, relatos breves que trataban, lo que me sorprendió bastante, de judíos moscovitas, eran buenas, elaboradas artísticamente, realmente conmovedoras. Las situaciones que revelaban no me eran desconocidas: soy un lector atento del Times. Pero los relatos no habían sido escritos en son de queja. Lo que tenían que decir estaba conseguido como forma, sin poderse distinguir al bailarín del baile. Me serví otro vaso de la poción de patata, empezaba a sentirme achispado, preguntándome a veces por qué le estaba dando así a la botella, para relajarme, supongo yo. Luego releí las historias con admiración hacia Levitansky. Tenía la impresión de que no era un hombre corriente. Me sentí excitado, luego deprimido, como si me hubieran enterado de un secreto que yo no quería conocer.
       Qué dura es aquí la vida para un novelista.
       En una de ellas un escritor ruso quema sus historias en la pila de la cocina. Evidentemente, éstas no las habría quemado nadie. Me dije, si me pescan con ellas en mi poder, considerando lo que indican sobre las condiciones aquí, no hay duda de que me veré con problemas hasta el cuello. Ojalá hubiera insistido en que Levitansky pasara a recogerlas esta noche.
       Sonaron unos sólidos golpes en la puerta. A mí me pareció elevarme unas buenas pulgadas de mi asiento. Se trataba, al cabo de un rato, de Levitansky.
       —No hay nada que hacer —dije, entregándole las historias⁠—. ¡Rotundamente descartado!


       La noche siguiente estábamos sentados cara a cara ante unas copas de coñac en el pequeño estudio del escritor, atestado de libros. Levitansky mostrábase digno, arrogante a lo primero, dolorido, disimulando apenas su impaciencia. Por mi parte no puede decirse que me sintiera cómodo precisamente.
       Yo había acudido por cortesía y otras consideraciones, me imagino; sobre todo un descontento que no acertaba a definir con exactitud, excepto que ligaba con el tipo de hombre que soy o quiero ser, el yo que a veces me complica en cuestiones en las que no quiero complicarme, cosa de peligro, siempre.
       Levitansky, el taxista circulando ruidosamente en su Volga-Pegaso, el aficionado tratando de endosarle a alguien una idiotez de manuscrito, se había disipado de mi mente, y ahora lo veía como un serio escritor soviético con problemas de publicación. Hay otros. ¿Qué puedo yo hacer por él?, me dije. ¿Por qué he de hacerlo?
       —Anoche no expresé lo que sentía en verdad —⁠me disculpé⁠—. Me pilló usted por sorpresa, lamento decirle.
       Levitansky se estaba rascando cada mano con los dedos toscos de la otra.
       —¿Cómo obtuvo mi dirección?
       Yo saqué del bolsillo un pedazo de papel marrón de envolver doblado.
       —Está anotado aquí, calle Novo Ostapovskaya, número 488, piso 59. He tomado un taxi.
       —Me había olvidado de esto.
       Quizá, pensé.
       Lo cierto, sin embargo, es que casi tuve que meter el pie por la puerta para poder entrar. La esposa de Levitansky había respondido a mi incierta llamada, con ojos preocupados y una expresión que supuse debía de acompañarla siempre. Los ojos, asombrándose de contemplar a un extraño, se volvieron abiertamente hostiles cuando yo pregunté por su marido en inglés. Tuve el presentimiento, igual que en Kiev, de que mi lengua materna se había convertido en mi enemigo.
       —¿No se ha equivocado usted de piso?
       —Espero que no. No sé si vive aquí Gospodin Levitansky. He venido para verle por lo de su… esto… manuscrito.
       Sus sorprendidos ojos se ensombrecieron mientras su rostro palidecía. Diez segundos después me encontraba dentro del piso, la puerta cerrada con llave a mis espaldas.
       —¡Levitansky! —le llamó la mujer. Su voz tenía una cualidad remisa: ven pero no vengas.
       Apareció él, llevando aparentemente la misma camisa, pantalones y calcetines tricolores. Al principio expresó un fingido aburrimiento en una cara cansada, tensa. El hombre no podía ocultar su excitación, sin embargo, sus ojos iban y venían constantemente.
       —Ajá —dijo Levitansky, significara lo que significara.
       Dios mío, pensé, ¿me habrá estado esperando?
       —He venido para hablar con usted unos minutos, si no tiene inconveniente —⁠dije⁠—. Quiero decirle lo que pienso realmente de las historias que ha tenido la amabilidad de dejarme leer.
       Levitansky habló secamente a su esposa en ruso y ella le contestó con la misma sequedad.
       —Deseo presentarle a mi esposa, Irina Filipovna Levitansky, bioquímico. Es paciente aunque no una santa.
       Ella sonrió tentativamente, una mujer atractiva de unos veintiocho años, más bien gruesa, en zapatillas y con un sencillo vestido. El borde de la combinación le colgaba por debajo de la falda.
       Su acento tenía un toque británico:
       —Mucho gusto en conocerle. —⁠De ser así, nadie lo hubiera dicho. Se calzó unos zapatos negros de tacón alto y se puso un brazalete en la muñeca, un pitillo encendido pendiendo de la esquina de la boca. Sus piernas y brazos estaban bien torneados, su pelo castaño lo llevaba corto. Tuve la impresión de unos labios apretados y finos en un semblante pálido.
       —Me voy al lado, a casa de los Kovalevsky —⁠dijo.
       —Espero que no por causa mía. Lo único que tengo que decir…
       —Nuestros vecinos del piso de al lado —⁠aclaró Levitansky haciendo una mueca⁠—. También las paredes son delgadas. —⁠Golpeó la pared hueca con los nudillos.
       Yo manifesté mi asombro.
       —Por favor, no mucho rato —⁠dijo Irina⁠—, porque tengo miedo.
       No sería de mí. El agente Howard Harvitz, C.I.A., qué pensamiento tan cómico.
       La salita, cuadrada, no estaba mal puesta pero Levitansky indicó el estudio en el interior. Ofreció coñac dulce en unos vasos de whisky, y se sentó en el borde de una silla frente a mí, su reprimida energía casi visible. Yo tuve la momentánea sensación de que su silla estaba a punto de despegar, salir volando.
       Si lo hace se irá solo.
       —Lo que he venido a decirle —⁠expliqué⁠—, es que sus historias me gustan y siento no habérselo dicho anoche. Me gusta la cualidad primitiva, sin rodeos, de sus escritos. Las historias me han dado la impresión de haber sido elaboradas con fuerza aunque con simplicidad; admiro su sentimiento por las personas y al mismo tiempo la objetividad con que las describe. Es una cualidad algo así como chekhoviana, aunque más comprimida, vigorosa, directa, si es que me explico. Por ejemplo, la historia sobre el padre anciano que va a ver a su hijo que se zafa de él. Sobre su estilo no puedo comentar, habiendo leído sólo la traducción de los relatos.
       —Chekhoviana —admitió Levitansky, sonriendo a través de sus gastados dientes⁠—, es un buen elogio. Mayakovsky, uno de nuestros primeros poetas soviéticos, lo describió «el artífice fuerte y alegre de la palabra». Ojalá que Levitansky pudiera ser tan alegre en la vida y en el arte. —⁠Parecía observar la persiana bajada de la habitación, aunque puede que no mirara hacia ningún punto en concreto; luego dijo, quizá para animarse⁠—: En ruso es magnífico mi estilo, preciso, resumido, incluso con talento. El estilo es difícil de traducir al inglés porque es lengua menos rica.
       —Eso he oído decir. Para ser justo, debo añadir que tengo ciertas reservas respecto a sus historias, aunque, ¿quién no las tiene cuando se trata de una obra creativa…?
       —Yo mismo tengo reservas.
       Hecha la confesión, dejé correr lo de la crítica. Había un retrato en su biblioteca que me tenía intrigado y al fin le pregunté de quién era.
       —Es una cara que he visto antes. Los ojos son poéticos, podría decirse.
       —También lo es la voz. Es un retrato de Boris Pasternak de joven. En la pared de más allá está Mayakovsky. También era poeta notable, turbulento, alegre, neurasténico, un amante de la Revolución. Habló: «Ésta es mi Revolución». Para él era «una bendita lavandera que lavaba toda la porquería de la Tierra». Desgraciadamente, más tarde se desilusionó y se pegó un tiro.
       —Lo leí.
       —Él escribió: «Deseo ser comprendido por mi pueblo, pero si no, volaré a través de Rusia como un aguacero cayendo de través».
       —¿Ha leído usted por casualidad El doctor Zhivago?
       —Lo he leído —suspiró el escritor, poniéndose luego a declamar en ruso, supuse que los versos de un poema.
       —Es para Marina Tsvetayeva, poetisa soviética, buena amiga de Pasternak. —⁠Levitansky jugueteó con el paquete de cigarrillos que había sobre la mesa⁠—. El fin de su vida fue desgraciado.
       —¿No hay ningún retrato de Osip Mandelstam? —⁠pregunté, vacilando al pronunciar el nombre.
       Levitansky reaccionó como si acabara de conocerme.
       —¿Usted conoce a Mandelstam?
       —Sólo algunos poemas de una antología.
       —Nuestro mejor poeta, es bendito, desaparecido como tantos otros. Mi esposa no me deja colgar su fotografía.
       —En realidad, yo he venido a verle —⁠dije tras una pausa⁠— porque quería expresarle mi simpatía y mi respeto.
       Levitansky prendió una cerilla con la uña del pulgar. Su mano temblaba tanto, que de las sacudidas se apagó la llama sin encender el cigarrillo.
       Azarado por él, fingí mirar hacia otro lado.
       —Es una habitación pequeña. ¿Duerme su hijo aquí?
       —No confunda mi historia de escritor, que ha leído, con la vida del autor. Mi esposa y yo estamos casados hace ocho años, aunque no tenemos hijos.
       —¿Puedo preguntarle si la experiencia que describe en esa misma historia, la entrevista con el editor, es cierta?
       —No es cierta, aunque sí cierto —⁠dijo el escritor, impacientándose⁠—. Yo escribo imaginativamente. No me interesa repetir contenido de diarios o memoria total.
       —En eso estamos de acuerdo.
       —Además, lo que no está en la historia, he enviado a periódicos soviéticos dibujos y cuentos muchas veces, pero sólo se han publicado unos pocos, aunque no mis mejores. Algunas personas, pero también pocas, conocen mi obra a través de samizdat, que quiere decir pasarse el manuscrito de unos a otros.
       —¿Envió algunas historias judías?
       —Por favor, historias son historias, no tienen nacionalidad.
       —Me refería a las que tratan de judíos.
       —Algunas las he enviado pero no fueron aceptadas.
       Un hombre valiente, pensé.
       —Después de leer las cuatro que me dejó, he estado preguntándome cómo es que escribe usted tan bien sobre los judíos… Usted se considera un judío marginal, creo que ésa fue la palabra que usó, y sin embargo escribe sobre ellos con autoridad. No es que uno no pueda hacerlo, supongo, pero es sorprendente que uno lo haga.
       —La imaginación hace autoridad. Cuando yo escribo sobre judíos salen historias, así que escribo sobre judíos. Escribo sobre temas que me hacen historias. No es importante que yo sea medio judío. Lo importante es observación, sentimiento, también el arte. En el pasado he observado a mi padre judío. También a veces estudio a los judíos en la sinagoga. Me siento en el banco para los extranjeros. El gabbai me mira con ojos sombríos y yo le miro a él. Pero escriba lo que escriba, se trate de judíos, galitzianos o georgianos, debe ser obra de invención o para mí no tiene vida.
       —Yo no frecuento mucho la sinagoga —⁠dije⁠—, pero me gusta ir de vez en cuando para refrescarme con el lenguaje y las imágenes de un tiempo y lugar en que Dios existió. Eso es curioso porque yo carezco de una educación religiosa propiamente dicha.
       —Yo soy ateo.
       —Comprendo a qué se refiere cuando habla de la imaginación en aquella historia del chal para rezar. Pero, ¿me equivoco —⁠bajé la voz⁠— al creer que usted también está diciendo algo acerca de la condición de los judíos en este país?
       —Yo no hago propaganda —dijo Levitansky muy serio⁠—. No soy portavoz israelita. Soy artista soviético.
       —No quise decir que no lo fuera, pero existe una fuerte simpatía por los judíos, y, al fin y al cabo, las ideas nacen en la vida.
       —Mi propósito me pertenece a mí.
       —Uno presiente una conciencia de la justicia…
       —Sea cual sea la injusticia, el producto debe ser arte.
       —En fin, respeto su filosofía.
       —Por favor no respete tanto —⁠dijo, irritado, el escritor⁠—. En mi país tenemos un dicho: «Es imposible hacer de una disculpa un abrigo de pieles». La idea es similar. Aprecio su respeto pero necesito ahora ayuda práctica.
       Yo, suponiendo que iba a decir algo por ese estilo, quise salirme por la tangente, pero Levitansky me cortó.
       —Escúcheme primero a mí —dijo, golpeando la mesa con la palma de la mano⁠—. Estoy en condición, situación, desesperada. He escrito durante años pero se ha publicado poco. En el pasado, uno o dos editores, amigables conmigo, me dijeron, privadamente, que mis historias eran excelentes pero que violo el realismo social. Eso que llama usted objetividad ellos lo llaman naturalismo y sentimiento. Es difícil escuchar semejantes tonterías. Me aconsejaron nadar pero no usar las piernas. Me han prevenido; también dijeron que yo estaba loco aunque expliqué que envío historias debido a que la Unión Soviética es un gran país. Un gran país no teme lo que el artista escribe. Un gran país respira en sus pulmones obra de escritores, pintores, médicos, y se hace más grande, más sano. Esto se lo dije a ellos pero contestaron que no soy suficiente realista. Ésta es la razón de que no sea invitado a ser miembro del Sindicato de Autores. Sin eso es imposible ser publicado. —⁠Sonrió con amargura⁠—. Me han avisado que deje de enviar mi obra a los periódicos.
       —Lo lamento —dije—. Yo no estoy de acuerdo en que sea buena cosa el exiliar a los poetas.
       —No puedo continuar de esta manera más tiempo —⁠dijo Levitansky, llevándose una mano al corazón⁠—. Me siento encerrado en un cajón con mis pobres historias. Si no salgo ahora me ahogo. Se hace para mí cada día más difícil escribir. Necesito ayuda. No es fácil pedir a un extraño tan importante favor personal. Mi esposa me aconseja que no lo haga. Ella está enfadada, también asustada, pero es imposible seguir de esta manera. Estoy convencido que soy un importante escritor soviético. Debo tener público. Deseo que mis libros sean leídos por el pueblo soviético. Deseo tener reconocimiento de mi arte en mentes distintas a la mía y la de mi esposa. Deseo que sepan que mi obra está relacionada con escritores rusos del pasado y también modernos. Yo estoy en tradición de Chekhov, Gorky, Isaac Babel. Sé que si se publica el libro de mis historias, eso será para mí una buena reputación. Ésta es la razón por la que usted debe ayudarme, es necesario para mi libertad interior.
       Su confesión había brotado en un agitado estallido. Empleo la palabra intencionadamente porque eso fue en parte lo que me perturbó. Nunca me han gustado las confesiones encaminadas a involucrarte, quieras que no, en los problemas personales de otros. Los rusos son maestros consumados de ese arte… es fácil advertirlo en sus novelas.
       —Aprecio el honor de su petición —⁠dije⁠—, pero no soy más que un turista de paso. La relación entre nosotros es bastante superficial.
       —Yo no se lo pido al turista, se le pido al ser humano, al hombre —⁠dijo Levitansky apasionadamente⁠—. También usted es escritor «free-lance». Usted sabe ahora lo que soy y lo que llevo en mi corazón. Está sentado en mi casa. ¿A quién más lo puedo pedir? Yo preferiría publicar mis historias en Europa, quizá con Mondadori o Einaudi en Italia, pero si esto es imposible para usted, publicaré en América. Algún día será mi obra leída en mi propio país, quizá después que yo esté muerto. Ésta es terrible ironía pero mi generación vive de tales ironías. Ya que no me preocupa morir, será para mí un gran alivio saber que mi arte está vivo por lo menos en una lengua. Mandelstam escribió: «Estaré encerrado en una lengua foránea». Más vale eso que nada.
       —Usted dice que yo sé quién es usted, pero ¿usted sabe quién soy yo? —⁠pregunté⁠—. Yo soy una persona sencilla, sin demasiada imaginación aunque los artículos que escribo no están mal. Mi vida entera, por algún motivo, ha carecido de grandes aventuras, excepto que una vez estuve divorciado y volví a casarme felizmente con una mujer cuya muerte lloro todavía. Ahora me encuentro aquí más o menos de vacaciones, no para comprometerme corriendo graves riesgos de un carácter que desconozco. Además, y esto es lo más importante que he venido a decirle, no me extrañaría estar ya bajo sospecha, y siendo así, más que hacerle un favor, le estaría perjudicando.
       Conté a Levitansky el incidente ocurrido en el aeropuerto de Kiev.
       —Firmé un documento que ni siquiera supe lo que ponía, lo cual fue una imprudencia.
       —¿En Kiev pasó eso?
       —Así es.
       Levitansky rió tristemente.
       —No le habría pasado de haber entrado por Moscú. En Ucrania, ¿cuál es la palabra que dicen ustedes?, son unos paletos, unos campesinos.
       —Posiblemente, pero la cosa es que yo firmé el papel.
       —¿Tiene copia?
       —No la llevo encima. La tengo en el cajón de mi escritorio en el hotel.
       —Estoy seguro que será recibo de sus libros que los agentes le devolverán cuando salga de la Unión Soviética.
       —Eso es lo que me temo.
       —¿Por qué temer? —preguntó—. ¿Teme que le devuelvan el paraguas que ha perdido?
       —Lo que temo es que una cosa lleve a otra, más preguntas, más registros… Sería una estupidez transportar su manuscrito en mi maleta, en ruso, nada menos, que ni siquiera sé leer. Supongamos que me acusan de ser una especie de correo pasando documentos robados de un lado a otro.
       Aquel pensamiento me puso en pie. Entonces me di cuenta de que la tensión en el aposento era densa como el vapor, emanando, principalmente, de mí.
       Levitansky se levantó, amargado.
       —No hay caso de espiar. No creo haberme presentado como un traidor a mi país.
       —Yo no he dicho tal cosa. Sólo digo que no quiero tener dificultades con las autoridades soviéticas. Nadie puede censurarme por eso. En otras palabras, la empresa no está hecha para mí.
       —He hecho averiguaciones —insistió Levitansky⁠—. Usted no tiene nada que temer por ser turista que ha pasado unas semanas en la U.R.S.S. bajo tutela de Intourist y no habla el ruso. Mi esposa me dijo que su equipaje no volverá a ser registrado. A veces lo hacen con personas políticas, también periodistas burgueses que han causado mala impresión. Yo le entregaría el manuscrito en el último momento. Está mecanografiado sobre menos de ciento cincuenta hojas de papel delgado y será un paquete pequeño, no pesará. Si a usted le parece que va a haber lío lo deja en un cubo de basura. Mi nombre no estará en ningún sitio y si lo encuentran y destapan, y descubren que las historias son mías, contestaré que he sido yo quien las ha tirado fuera. No se lo creerán, pero ¿qué otra cosa puedo decir? De todas formas, da lo mismo. Si dejo de escribir más vale que me muera. A usted no le pasará nada malo.
       —Prefiero no arriesgarme, si no le importa.
       Soltando lo que me figuro sería un taco de desesperación, Levitansky cogió el retrato que había en la biblioteca y lo lanzó contra la pared. Pasternak fue a chocar con Mayakovsky, rociándole con cristales, haciéndose añicos, y ambos cayeron al suelo.
       —¡Escritor «free-lance» —⁠gritó el hombre⁠—, váyase al infierno a América! ¡Cuénteles a los negros lo de la Carta de Derechos! ¡Dígales que son libres aunque los tienen esclavos! ¡Hábleles a las sacrificadas gentes del Vietnam que ustedes las respetan!
       Irina Filipovna entró corriendo.
       —¡Feliks —le rogó—, Kovalevsky se está enterando de todo! Por favor —⁠me suplicó a mí⁠—, por favor váyase. Deje en paz al pobre Levitansky. Se lo suplico desde el fondo de mi afligido corazón.
       Yo me marché apresuradamente. Al día siguiente salí para Leningrado.


       Tres días más tarde, no sintiéndome en plena forma, precisamente, después de una tensa visita a Leningrado, me encontraba cómodamente instalado en un destartalado taxi y en compañía de una alegre Intouristka, media hora después de mi llegada al aeropuerto de Moscú. Nos dirigíamos al Hotel Ukranie, donde iba a alojarme el resto de mis días en la Unión Soviética. Yo habría preferido volver al Metropole, puesto que está emplazado convenientemente y yo estaba acostumbrado a él, pero bien pensado, mejor trasladarme a donde cierta persona no pudiera dar conmigo. El Volga en el que viajábamos me parecía algo familiar, pero aun así estaba seguro en manos de un pequeño extraño ser con una gorra grande de lana, un hombre que llevaba gafas de sol y no me prestaba una atención especial.
       En mi primer día en Leningrado había atravesado por unos momentos un tanto singulares. Un pálido atardecer de verano, poco después de deshacer el equipaje en mi habitación del Astoria, descubrí el Palacio de Invierno y el Hermitage tras un paseo a lo largo de Nevsky Prospekt. Al salir casualmente a la Plaza de Palacio, vasta, desierta en aquellos instantes, sentí una intensa e inopinada emoción al pensar en los revolucionarios sucesos acaecidos en aquel lugar. Dios mío, me dije, ¿por qué he de sentirme parte de la historia de Rusia? Es una cosa contagiosa, lo que les pasa a otros hombres. Sobre el Puente de Palacio contemplé el Neva, de un azul glacial, y a lo lejos el campanario dorado de la catedral edificada por Pedro el Grande, resplandeciendo bajo grandes masas de nubes arrastradas por el viento en parcelas de un cielo verde. Será la Unión Soviética pero no deja de ser Rusia.
       Al día siguiente me desperté angustiado. En la calle fui abordado dos veces por unos extraños que hablaban inglés; creo que eran mis zapatos de ante lo que les llamaba la atención. El primero, con los ojos juntos y mal vestido, quería venderme unos rublos de estraperlo. «Nyet», dije yo, alzando mi sombrero de paja y apretando el paso. El segundo, un muchacho alto, barbudo, de unos diecinueve años, con una patilla izquierda más larga que la derecha, luciendo un jersey verde de confección casera, se ofreció a comprarme discos de jazz, «prendas juveniles» y cigarrillos americanos. «Lo siento, no tengo nada que vender». También de él logré escurrirme, aunque el del jersey verde me estuvo siguiendo como un kilómetro a lo largo de uno de los canales. Yo eché a correr. Cuando miré hacia atrás, había desaparecido. Dormí mal; no oscureció hasta muy pasada la medianoche; y por la mañana inquirí sobre la posibilidad de un vuelo inmediato hacia Helsinki. Me informaron que no quedaban plazas hasta dentro de una semana. Sosegándome, decidí regresar a Moscú un día antes de lo previsto, más que nada para ver qué tenían en el museo Dostoievski.
       Había pensado mucho en Levitansky. ¿Qué tal escritor era realmente? Yo había leído cuatro historias de las dieciocho que él quería publicar. Supongamos que me hubiera enseñado las más destacadas y las otras fuesen mediocres o así. ¿Valía la pena arriesgarse por esa clase de libro? Me dije, para sacarme este peso de encima, lo mejor es que me olvide de ese sujeto. Antes de dejar el Astoria recibí una carta muy amena de Lillian, remitida desde Moscú, al parecer no en respuesta a la que yo le había escrito recientemente. ¿Debía casarme con ella? ¿Me decidiría a hacerlo? El teléfono empezó a sonar con insistencia, pero cuando lo descolgué no contestó nadie. En el avión de camino hacia Moscú tuve visiones de un accidente; en la U.R.S.S. deben producirse muchos de los que ni nos enteramos.


       Ya en mi habitación del piso duodécimo del Ukranie, me senté a descansar en un sillón tapizado de plástico verde. Había también una cama baja individual y un escritorio funcional de madera de pino, sobre el que había colocado un teléfono verde manzana para uso inmediato. Dentro de una semana estaré en casa, me dije. Ahora lo mejor será que me afeite y mire a ver si encuentro una entrada para un concierto o la ópera esta noche. Tengo ganas de escuchar música.
       El enchufe en el baño no funcionaba, así que guardé la maquinilla eléctrica y me estaba enjabonando cuando me sobresaltó oír un único y explosivo golpe a la puerta.
       La abrí con precaución y me encontré a Levitansky sosteniendo un paquete envuelto en papel marrón.
       ¿Se ha empeñado este hijo de perra en comprometerme?
       —¿Cómo se ha enterado de mi paradero a los veinte minutos de llegar yo aquí, señor Levitansky?
       —¿Que cómo le he encontrado? —⁠el escritor se encogió de hombros. Parecía mortalmente cansado, la cara más larga, más enjuta, semejante a un lobo en las últimas, pero todavía activo.
       —Mi cuñado era el chófer de usted desde el aeropuerto. Oyó a la chica preguntarle su nombre. Hemos hablado de usted. Dmitri, ése es el hermano de mi esposa, me informó que usted se alojaba en el Ukranie. Abajo pregunté el número y me fue facilitado.
       —Sea como fuere —dije con firmeza⁠—, sepa que no he cambiado de opinión. No quiero complicarme más. En Leningrado lo pensé detenidamente y ésta es mi última palabra.
       —¿Puedo pasar?
       —Haga el favor, pero por razones obvias le agradeceré que la visita sea breve.
       Levitansky se sentó, algo encogido, las delgadas rodillas apretadas, en el sillón, sosteniendo torpemente en su regazo el paquete. Si se alegraba de haberme encontrado, nadie lo diría a juzgar por su expresión.
       Yo terminé de afeitarme, me puse una nueva camisa blanca, y me senté sobre la cama.
       —Siento no tener nada que ofrecerle como aperitivo, pero puedo llamar abajo…
       Levitansky meneó los dedos indicando no. Iba vestido sin modificaciones de arriba abajo, hasta los calcetines. ¿Le lavaba su mujer cada noche el mismo par o eran todos sus calcetines rojos, blancos y azules?
       —Para hablar con franqueza —⁠dije⁠—, debo protestar contra esta continua tensión a que me tiene sometido. Nadie en sus cabales esperaría de un individuo extraño, de visita en la Unión Soviética, que le sacara las castañas del fuego. Es su país el que le pone trabas como escritor, no yo ni los Estados Unidos de América, y puesto que aquí vive, ¿qué remedio le toca sino resignarse?
       —Yo amo a mi país —dijo Levitansky.
       —Nadie dice lo contrario. Y yo al mío, aunque el amor por la patria, seamos sinceros, se compone de muchas cosas. La nacionalidad no es el alma, como estoy seguro que no me negará. Pero también digo que hay cosas de su país que puede que a uno no le gusten y con las que tiene que conformarse. Supongo que no estará pensando usted en una contrarrevolución. De manera que si tiene delante una pared que no puede trepar o socavar o flanquear, al menos deje de golpearse la cabeza contra ella, por no hablar de la mía. Haga lo que pueda. Es asombroso lo que puede decirse en un cuento de hadas.
       —Yo ya he escrito mis cuentos de hadas —⁠dijo Levitansky malhumorado⁠—. Ahora es tiempo de decir la verdad sin disimulos. Guardaré silencio hasta el punto donde interfiera con obra de mi imaginación, mi libertad interior; y entonces deberé dejar de guardar silencio. Mi cuñado también me ha dicho: «Debes escribir historias aceptables, otros lo hacen, ¿por qué tú no?». Y yo le he contestado: «¡Deben ser aceptables para !».
       —En ese caso, ¿no estará luchando contra lo imposible? Si me permite que se lo diga, ¿acaso los judíos de sus historias, cuando no consiguen sus matzos y libros de oraciones, son más libres en su vida religiosa que usted como escritor? Eso es lo que usted está diciendo realmente cuando escribe de ellos. Me refiero a que uno debe afrontar la naturaleza de su sociedad.
       —Yo ya la he afrontado. ¿Ha afrontado usted la suya? —⁠me preguntó con cierto desdén.
       —No tan bien como debiera. Mi problema no es que no pueda expresarme, sino que no lo hago. En mi opinión Vietnam es un terrible y lamentable error, sin embargo, nunca he protestado contra ello salvo para firmar un par de peticiones y votar en favor de los congresistas que dicen estar en contra de la guerra. Mi primera esposa solía criticarme. Decía que lo que yo escribía era equivocado y que lo emprendía todo menos una acción útil. Mi segunda esposa esto lo sabía pero me hacía creer que no. Curiosamente, estoy empezando a darme cuenta que el gobierno de los Estados Unidos lleva años jorobándome la conciencia.
       El calor de mi cuerpo me dio a entender que me estaba sonrojando.
       La enorme laringe de Levitansky se izó como una bandera, luego cayó sin decir palabra.
       Volvió a intentarlo, diciendo:
       —La Unión Soviética preserva para nosotros las grandes victorias de nuestra revolución. Debido a esto yo he permanecido en paz durante años con el Estado. El comunismo es todavía para mí ideal inspirador aunque este período histórico es estropeado por líderes con empobrecida opinión de la humanidad. Se han orinado sobre la revolución.
       —¿Stalin?
       —Él especialmente, pero también otros. A pesar de esto yo he obedecido a los directivos del partido, y cuando ya no me era posible obedecer me he puesto a escribir para el cajón. Me dije: Levitansky, la historia cambia a cada minuto y también el comunismo cambiará. Yo creía que si el Estado reprime a dos, tres generaciones de artistas, ¿qué es esto frente al desarrollo de una sociedad verdaderamente socialista, quizá la mejor sociedad en la historia del mundo? Así que, ¿qué más da si algunos de nosotros somos sacrificados para el propósito del partido? El género estético no es en necesidad mayor que la política, que las necesidades de revolución. ¿Y qué importa si son reprimidas dos generaciones de artistas? Así habrá muchos menos malos libros, pinturas, música. Luego, pasados cincuenta años el Estado estará seguro y todos los artistas soviéticos podrán decir lo que quieran. Eso es lo que yo creía, o quería creer, pero ya no lo puedo creer. Ya no creo más en partiinost, que es pensamiento guiado, una expresión que es para mí ridícula. No creo en la bolchevización de la literatura. No creo que la revolución está conseguida en país de novelistas, poetas, dramaturgos no publicados, que esconden en cajones librerías enteras de literatura que nunca será editada, o si lo es, será editada después que ellos apesten en sus tumbas. Creo ahora que el Estado nunca estará seguro, ¡nunca! No está en la naturaleza de la política, o condición humana, el haber acabado con la revolución. Evgeny Zamyatin dijo: «No hay revolución final. ¡Las revoluciones son infinitas!».
       —Así es más o menos como pienso yo —⁠dije, confiando, por razones de seguridad personal, eludir la confesión definitiva de Levitansky; una que él, con ojos meditabundos, estaba haciendo ya implacablemente, no fuera que al fin me atrapara en su empeño e historia.
       —He aprendido, de escribir mis historias —⁠decía el escritor⁠—, que la imaginación es enemiga del Estado. He aprendido de mis escritos que no soy hombre libre. Ésta es mi conclusión. Le pido su ayuda, no para perjudicar a mi país, que todavía tiene magníficas posibilidades socialistas, sino para ayudarme a escapar de sus peores errores. No deseo difamar a Rusia. Mi propósito en mi trabajo es demostrar su verdadero corazón. Así han hecho nuestros escritores desde Pushkin hasta Pasternak y también, a su estilo, Solzhenitzin. Si usted cree en el humanismo democrático debe ayudar al artista a ser libre. ¿No es verdad?
       Yo me levanté, creo que para sacudirme de encima esa pregunta.
       —¿Cuál es exactamente mi responsabilidad hacia usted, Levitansky? —⁠pregunté, procurando contener mi exasperación.
       —Ambos somos miembros de la humanidad. Si yo me estoy ahogando, usted debe ayudar a salvarme.
       —¿En aguas desconocidas sin saber nadar?
       —Pues si no, tire una cuerda.
       —Yo soy aquí un visitante. Ya le he dicho que puedo estar bajo sospecha. ¿Quién me dice a mí que no es usted un agente soviético tendiéndome una trampa, o que la habitación no está intervenida? Señor Levitansky, se lo ruego, no quiero escuchar ni discutir más. Declararé incapacidad personal y le pediré que se vaya.
       —¿Intervenida…?
       —Un instrumento plantado en esta habitación para escuchar.
       Levitansky fue tornándose ceniciento poco a poco. Se quedó sentado un momento en rígida meditación, luego se levantó de la silla pesadamente.
       —Retiro ahora mi petición de ayuda por su parte. Acepto su palabra de que no es capaz. No deseo criticarle. Sólo deseo decir, Gospodin Garvitz, que no basta cambiarse el apellido para cambiar de carácter.
       Levitansky salió de la habitación, dejando a su paso leves efluvios de coñac. También había pasado gas.
       —¡Vuelva! —grité, no demasiado fuerte, pero si me oyó a través de la puerta, no me respondió. A la porra, pensé. No es que no me compadezca de él, pero hay que ver lo que le ha hecho a mi libertad interior. ¿Quién se desplaza miles de millas hasta Rusia para verse envuelto en semejante tinglado? Bonita manera de pasar unas vacaciones.
       El escritor se había esfumado pero no su intrigante manuscrito. Éste yacía sobre la cama.
       Es cosa suya, no mía. Enfadado, me anudé la corbata y me puse la americana, y luego pedí un taxi a través del número de habla inglesa. Pero me había olvidado de la dirección. Media hora después continuaba yo en el taxi, circulando arriba y abajo por la calle Novo Ostapovskaya hasta que me pareció reconocer el edificio. No lo era, era otro que se parecía. Pagué al taxista y seguí caminando hasta que creí haber vuelto a identificar la casa. Al subir las escaleras supe que no me había equivocado. Cuando llamé a la puerta de Levitansky, el escritor, con aspecto avejentado, más distante, como si hubiera estado de viaje y acabara de regresar; o quizá como si sólo hubiera interrumpido su trabajo, su mente todavía en las palabras de la hoja sobre la mesa, pluma en mano, me miró impertérrito. Absolutamente impertérrito.
       —Levitansky, hace usted que se me parta el corazón, se lo juro, pero no puedo arriesgarme. Yo creo en usted, pero a estas alturas, considerando mi situación y recientes experiencias, no estoy muy de humor para embarcarme en una aventura peligrosa. Le ruego acepte mis más sentidas disculpas.
       Puse el manuscrito en sus manos y bajé la escalera apresuradamente. Al salir corriendo del edificio, no pude evitar, para desgracia mía, toparme con Irina Levitansky, que entraba. Sus ojos se encendieron de temor al reconocerme segundos antes de golpearla yo y derribarla sobre la acera.
       —¡Dios mío, qué he hecho! ¡Le suplico que me perdone! —⁠Ayudé a la sorprendida y lastimada mujer a incorporarse, sacudiendo su falda manchada y procurando, inútilmente, componerle la blusa rosa, desgarrada sobre su magullado hombro y brazo. Me detuve en seco cuando advertí que experimentaba sensaciones eróticas.
       Irina Filipovna se limpió la sangre de la nariz con un pañuelo y lloró un poco. Nos sentamos en un banco de piedra, observados por una niña de diez años y su hermanito. Irina les dijo algo en ruso y se fueron.
       —Yo estaba asustada de usted como también usted lo está de nosotros —⁠dijo⁠—. Ahora confío en usted porque Levitansky confía. Pero no insistiré en que tome el manuscrito. Usted debe decidir esa responsabilidad.
       —Es una responsabilidad que no quiero —⁠dije entristecido.
       Como hablando para sí, ella continuó:
       —Puede que yo deje a Levitansky. Es tan desgraciado que esto ya no es un matrimonio. Bebe. Además no se gana la vida. Mi hermano Dmitri le deja conducir el taxi dos, tres horas al día, en perjuicio de mi hermano. Excepto por uno o dos rublos que gana con eso, soy yo quien lo mantiene. Levitansky ya no recibe encargos de traducciones. Además un vecino de la casa, estoy segura que Kovalevsky, le ha denunciado a la policía por delincuencia y parasitismo. Habrá un proceso. Levitansky dice que quemará sus manuscritos.
       —¡Jesús, y yo acabo de devolverle el paquete de las historias!
       —No lo hará —dijo ella—, pero aunque los quemara escribirá otros. Si lo llevan a la cárcel escribirá sobre papel higiénico. Cuando salga, escribirá en márgenes de periódicos. Está sentado en este momento a su mesa. Es un escritor magnífico. No puedo pedirle que no escriba, pero ahora debo decidir si deseo pasarme el resto de mi vida en estas condiciones.
       Irina siguió en silencio, una mujer atractiva con bonitas piernas y bonitos pies, vestida con una falda manchada y una blusa rota. Yo la dejé sentada en el banco de piedra, el pañuelo apretujado en su puño.
       Aquella noche, 2 de julio, yo partía de la Unión Soviética el 5, experimenté masivas dudas referentes a mí mismo. Si soy un cobarde, ¿cómo me ha llevado tanto tiempo el descubrirlo? ¿Dónde termina la ansiedad y empieza la cobardía? Los sentimientos se confunden, desde luego, pero no todos los cobardes son hombres ansiosos, y no todos los hombres ansiosos son cobardes. Muchos seres humanos «sensibles» —⁠palabra de Rose⁠—, tensos, incluso asustados, hacían por temor lo que debían; el temor generaba energía llegado el momento de luchar o saltar de un tejado al río. En la vida de un hombre llega un momento en que para alcanzar su objetivo, si no hay puertas o ventanas, atraviesa un muro.
       Por otra parte, supongamos que uno se muestra valiente en una causa idiota, concentrándose en lo del valor y no lo bastante en el sentido común. Para llegar al meollo del problema que no me deja tranquilo, ¿cómo resuelvo si es una cosa sensata y meritoria el sacar de contrabando el manuscrito de Levitansky, dadas mis dudas razonables sobre el valor esencial de la operación? Concedido, como ahora le concedo, que es un tipo de fiar y que su mujer también lo es y más aún; con todo, ¿le compensa a un hombre como yo correr el riesgo?
       Si seis mil escritores soviéticos no han podido hacer gran cosa para exprimir otra pulgada de libertad como artistas, ¿quién soy yo para librar su batalla, H. Harvitz, caballero-del-«free-lance» de Manhattan? ¿Hasta dónde llega uno, partiendo de que todos los hombres, incluyendo a los comunistas, son creados libres e iguales y la justicia es para todos? ¿Hasta dónde llega uno por el arte, si uno se inclina por Yeats, Matisse y Ludwig van Beethoven? Por no mencionar a Gogol, Tolstoi, y Dostoievski. ¿Hasta el punto de complicarse a escala internacional: Servicio Secreto HH Ms.? ¿Lanzarán el Presidente y el departamento de Estado tres sonoros hurras por mi aportación a la causa de la justicia social artística? ¿Y si al final todo se reduce a una plancha? ¿Qué habré demostrado sacando subrepticiamente el manuscrito de Levitansky si luego resulta que no es más que otro libro de relatos pasables?
       Así razoné conmigo mismo en repetidas ocasiones, lo que sólo sirvió para llevarme a una sólida indecisión.
       La cosa, tal como yo la veo, es que él espera que yo le ayude porque soy americano. Que ya es tener desfachatez.
       Dos noches más tarde, qué raro no celebrar el Cuatro de Julio, el 4 de julio (yo esperaba oír fuegos artificiales), una apacible noche en Moscú de color pálido limón, después de dos días monótonamente intranquilos, aunque seguía escribiendo notas sobre los museos, me fui, para tranquilizarme, al Bolshoi a oír Tosca. Estaba cantada en ruso por una pechugona dama y un apuesto tenor, pero el tema italiano era el mismo, y al final, Scarpia, que había prometido «muerte» por balas falsas, soltó a cambio una descarga cerrada de plomo; otro artista mordió el polvo y Floria Tosca aprendió por las malas que el amor no era lo que se había figurado.
       Junto a mí había sentada otra mujer de voluminosos senos, una hermosa rusa de unos treinta años, con un vestido blanco ajustado a su madura y bien formada figura, sus rubios cabellos amontonados sobre su espléndida cabeza como el copete de un ave. Lillian podría parecerse a ella, aunque no Rose. Esta mujer, que resultó no ir acompañada, hablaba un inglés impecable con voz de mezzo soprano y un leve acento.
       Durante el primer entreacto me preguntó amigablemente, consiguiendo aparecer distante pero interesada:
       —¿Es usted americano? ¿O sueco, quizá?
       —Sueco, no. Lo de americano es correcto. ¿Cómo lo adivinó?
       —He notado, si no le molesta que se lo diga —⁠observó con una risa encantadora⁠—, cierto aire de autosatisfacción.
       —Se ha equivocado de persona —⁠dije.
       Al abrir ella su bolso brotó una fragancia primaveral, de flores frescas; yo aspiré el calor de su cuerpo. Me sentí conmovido por recuerdos de los ardores de la juventud, sueños, deseo…
       En el entreacto me tocó el brazo y dijo en voz baja:
       —¿Podría pedirle un favor? ¿Parte usted de la Unión Soviética?
       —Mañana, precisamente.
       —Qué afortunado para mí. ¿Le supondría mucha molestia echar al correo, dondequiera que vaya, una carta por avión dirigida a mi marido, que actualmente se encuentra en París? Nuestro correo aéreo tarda dos semanas en llegar a Occidente.
       Eché un vistazo al sobre escrito medio en francés, medio en cirílico, y dije que no tenía inconveniente. Pero durante el acto siguiente rompí en sudores fríos y al término de la ópera, después del grito suicida de Tosca, devolví a la dama, no del todo sorprendida, la carta, diciendo que lo sentía. Despidiéndome con una inclinación de cabeza, salí del teatro. Tenía la sensación de haber escuchado su voz anteriormente. Volví aprisa al hotel, decidido a no abandonar mi habitación más que para desayunarme y luego cruzar el ancho cielo azul.
       Más tarde me quedé dormido frente a un libro y una cerveza tibia y dulzona que me había subido un camarero, fingiéndome relajado, aunque, como de costumbre, ya había empezado, horas antes, a preocuparme por mi marcha y el vuelo de regreso; y al despertarme, tres minutos después según mi reloj, me pareció como si hubiera trabado conocimiento con una nueva colección de pesadillas. Sentí momentáneo pánico de que alguien me hubiera colocado encima una carta, y registré los bolsillos de mis dos trajes. Nyet. Luego recordé que en uno de mis sueños habíase abierto el cajón de una mesa ante la que estaba sentado, y Feliks Levitansky, un enano que habitaba en él junto con unos simpáticos ratoncillos, lograba trepar la pared de madera sobre el peine que usó a guisa de escala, y saltar a la mesa desde el borde del cajón. Me miró con descaro, blandió su puño liliputiense, y gritó con voz aguda pero en un ruso comprensible para mí: «¡Bombaatomnik! ¡Asesinos de inocentes japoneses! ¡Perros amerikansky!».
       —¡Esto no es justo! —exclamé—. ¡Yo no era más que un chaval universitario!
       Qué triste sueño, me dije.
       Después se me ocurrió lo siguiente: supongamos que lo que le ha pasado a Levitansky me pasa a mí. Supongamos que América se enzarza en una guerra con China de manera semi reacia y estúpida, y no tarda en hacerla papilla, pese a mis desesperadas y sonoras protestas: sobre todo gesticulo y grito obscenidades hasta ponerme morado; rociándoles nosotros, antes de darles tiempo a entrar en acción, con algunas docenas de bombas H, organizando un espeso caldo atómico de unos doscientos millones de orientales, sangre, ternilla, tuétano, y cantidades de ojos chinos flotando. Nosotros ganamos la guerra porque los soviéticos no se habían decidido contra quién lanzar primero sus misiles. Y supongamos que después de esta insólita matanza, unos diez millones de americanos, asqueados consigo mismo, enfilan hacia las fronteras para huir del país. A fin de detener la pérdida de riqueza, el ejército, montado en unos tanques, intercepta el paso a los refugiados y los obliga a regresar. Harvitz se esconde en su habitación con las persianas bajas, escribiendo, en un arrebato de protesta, un largo poema épico condenando la carnicería en masa perpetrada por América. ¿Qué nación, asiática o no, será la próxima que reciba? Nadie en los Estados Unidos quiere publicar el poema porque podría provocar tumultos y otra fuga de refugiados al Canadá y a México; entonces, un buen día suena un golpe en la puerta, y no es el F.B.I. sino un barbudo Levitansky, en tiempos mejores un turista soviético, un comunista moderno, no medieval. Él se ofrece amablemente para sacar el manuscrito del poema y publicarlo en la U.R.S.S.
       —¿Por qué? —pregunta Harvitz receloso.
       —¿Por qué no? Para darle al libro su merecida libertad.
       Me desperté tras una noche agitada. La agencia Intourist me había recomendado estar en el vestíbulo con mi equipaje dos horas antes de la hora de salida a las 11 de la mañana. A las seis yo ya estaba afeitado y vestido, y a las siete me desayuné, estaba hambriento, con un yogur, una salchicha y huevos revueltos, en el restaurante del piso duodécimo. Luego salí a la caza de un taxi. Eran difíciles de encontrar a esa hora, pero por fin localicé uno cerca de la Embajada norteamericana, no lejos del hotel. Hablando mi acostumbrada mezcla de alemán primitivo y francés, convencí al taxista, sugiriéndole primero, luego alargándole una aceptable propina de dos rublos, para que me llevara a casa de Levitansky y me esperara unos minutos. Tras subir las escaleras aprisa, llamé a su puerta, disculpándome al abrirla él, ante el escritor, semi en pijama y con cara de hierro, por despertarle a estas horas. Sin tranquilidad de ánimo ni certeza de propósito le pregunté si aún quería que yo sacara de contrabando su manuscrito de historias. En pago a mis molestias me dio con la puerta en las narices.
       Media hora más tarde yo ya tenía listo el equipaje y estaba cerrando la maleta. Llaman a la puerta, algo así como medio golpe, podría decirse. A por la maleta, pensé yo. Tuve un momentáneo susto al ver a un hombrecillo con una gorra gruesa y una larga gabardina. Él me guiñó el ojo, y yo, en contra de mi voluntad, le devolví el guiño. Había reconocido al cuñado de Levitansky, Dmitri, el taxista. Se coló dentro, se desabrochó la gabardina y sacó, envuelto, el manuscrito. Llevándose un dedo a los labios me lo entregó, sin darme tiempo a decirle que ya no me interesaba.
       —¿Levitansky ha cambiado de opinión?
       —No cambió de opinión. Tenía miedo de que su voz fuera oída por Kovalevsky.
       —Lo siento, debí imaginármelo.
       —Levitansky dice que no le escriba —⁠susurró el cuñado⁠—. Cuando el libro esté publicado haga el favor de enviarle un ejemplar de Das Kapital. Él entenderá el mensaje.
       Yo accedí de mala gana.
       El cuñado, un personaje bajito y cuadrado con ojos tristes de judío, volvió a hacer un guiño, me estrechó la mano con la suya sudorosa, y salió de la habitación.
       Yo abrí la maleta y deposité el manuscrito encima de mis camisas. Luego saqué la mitad de las cosas y metí el manuscrito en una carpeta que contenía mis notas sobre los museos literarios y unas cartas de Lillian. Entonces decidí que si conseguía volver a los Estados Unidos, en cuanto la viera le pediría que se casara conmigo. Al abandonar yo la habitación, el teléfono estaba sonando.
       De camino hacia el aeropuerto, solo en un taxi, ya que no me acompañaba ninguna chica de Intourist, sentí, a ratos, como náuseas. Si no es la salchicha y el yogur debe de ser simple temor. No obstante, si Levitansky ha tenido el valor de sacar estas historias del país, lo menos que puedo hacer es darle una mano. Pensándolo bien, no es mucho lo que hace uno en pro de la libertad humana a lo largo de su vida. En el aeropuerto, si puedo tomarme una pastilla efervescente o lo que tomen en Rusia en estos casos, sé que me sentiré mejor.
       El taxista me observaba por el retrovisor, un hombre serio con la cabeza de un erudito, fumando impasible.
       —Le jour fait beau —⁠dije.
       Él señaló con el dedo un cartel en inglés a un lado de la carretera que conducía al aeropuerto:
       «¡Viva la paz en el mundo!».
       La paz con la libertad. Me sonreí ante la imagen de una persona, no Howard Harvitz, pintando eso en rojo sobre el signo soviético.
       Seguimos adelante, previendo yo mi salida de la Unión Soviética. Había hecho de vez en cuando discretas averiguaciones, y una chica de Intourist en Leningrado me dijo que lo primero que tenía que hacer era enseñar mis papeles en el control de pasaportes, entregar mis rublos, sería una grave ofensa largarse con unos cuantos, y luego facturar el equipaje; no habría registro, me juró ella. Y ya está. A menos, naturalmente, que el funcionario en el control de pasaportes descubriera mi nombre en una lista y me dijera que tenía que pasar por la aduana para recoger un paquete. En tal caso, si nadie lo mencionaba yo no iba a recordárselo, iría por los libros. Resolví no abrir el paquete, sólo rasgaría una esquina del envoltorio, si estaban envueltos, como para asegurarme de que efectivamente eran míos, y me iría tranquilamente con el paquete bajo el brazo. Si me pedían que firmara otras cinco copias de un documento en ruso, yo anotaría al pie: «Queda entendido que no sé hablar ni leer el ruso» y aplicaría mi firma.
       Yo había oído decir que, al abordar uno el avión, había un individuo de la KGB apostado al pie de la escalerilla. Éste te pedía el pasaporte, comprobaba la fotografía, te echaba una ojeada a través de gafas oscuras, y si no había una acusada falta de parecido, arrancaba el visado que había expirado, se lo guardaba en el bolsillo, y dejaba que embarcaras.
       A los diez minutos habías despegado, los cinturones abrochados en tres idiomas, el avión inclinándose para virar hacia el oeste. Puede que si ponía atención vería a Feliks Levitansky a lo lejos, en la terraza, agitando sus calcetines rojos, blancos y azules sobre una caña de bambú. Luego el avión se enderezaba, y nos encontrábamos sobre las nubes, volando hacia el oeste. Y eso es lo que yo haría durante cinco o seis horas a menos que el piloto recibiera por radio instrucciones de regresar; o quizás aterrizar en Checoslovaquia o en Alemania Oriental, donde dos detectives con grandes sombreros subirían al avión. Por medio de un acto de imaginación y voluntad hice que fuera otro el pasajero que arrestaban. Luego elevé de nuevo el avión y seguimos volando sin más percances hasta que aterrizamos en el aeropuerto de Londres.
       A medida que el taxi se iba acercando al aeropuerto de Moscú, sobando yo mi billete y agarrando el asa de mi maleta, me deseé tanto valor como el de Levitansky cuando descubrieran que era el autor del libro que yo había conseguido sacar del país y hacer que se publicara, y empezara la vista de su causa y su sufrimiento.
       La primera historia de Levitansky, de las cuatro traducidas al inglés, trataba de un padre anciano, un pensionista, que no se encontraba bien y quería que su hijo, con el que había tenido continuos y violentos desacuerdos, y a quien hacía ocho meses que no veía, lo supiera. Decidió hacerle una breve visita. Puesto que el hijo se había mudado a un piso más grande y no le había remitido sus señas, el padre fue a visitarle a su despacho. El hijo era un funcionario con la oficina en un edificio nuevo del Estado. El padre no había estado nunca ahí pero sabía dónde caía porque un vecino se lo había indicado una vez mientras paseaban.
       El pensionista se sentó en una silla del espacioso despacho exterior de su hijo, esperando que éste le dedicara unos minutos. «Yuri —⁠le diría⁠—, sólo quiero que sepas que no me encuentro bien del todo. Me cuesta respirar y siento dolores en el pecho. El caso es que no estoy bien. Al fin y al cabo somos padre e hijo y tú debes estar enterado de mi estado de salud, en vista de que anda algo pachucha y tu madre ha muerto».
       La secretaria auxiliar del hijo, una joven moderna con una falda corta y ceñida, dijo que éste estaba asistiendo a una importante conferencia administrativa.
       —Una conferencia es una conferencia —⁠dijo el padre. No quería interrumpirle y no le importaba esperar, aunque seguía teniendo angustiosos espasmos de dolor.
       El padre esperó sentado pacientemente en la silla durante varias horas; y aunque se había levantado algunas veces para hablar urgentemente con la secretaria auxiliar, seguía, al término de la jornada, sin haber visto a su hijo. La joven, poniéndose un sombrero rosa, comunicó al anciano que el funcionario ya había salido del edificio. No había podido ver a su padre porque le habían llamado inesperadamente a causa de una importante cuestión de Estado.
       —Váyase a casa y él le telefoneará por la mañana.
       —No tengo teléfono —dijo el viejo pensionista irritado⁠—. Él ya lo sabe.
       La secretaria auxiliar, la secretaria particular, una mujer madura surgida de la oficina interior, y más tarde el vigilante del edificio, trataron entre todos de convencer al padre de que se fuera a casa, pero éste se negó.
       La secretaria particular dijo que su marido la esperaba y no podía entretenerse más tiempo. Pasado un rato la secretaria auxiliar, la del sombrero rosa, también se fue. El vigilante, un hombre con los ojos húmedos y un desaliñado bigote, trató de convencer al anciano de que se fuera.
       —¿Qué tontería es ésta de quedarse toda la noche esperando en un edificio a oscuras? Son ganas de pasar miedo, por no hablar de otras incomodidades que sufrirá.
       —No —dijo el padre enfermo—, esperaré. Cuando mi hijo aparezca mañana por la mañana le diré algo que todavía no sabe. Le diré que lo que él me hace a mí sus hijos se lo harán a él.
       El vigilante se marchó. El anciano se quedó solo esperando que su hijo apareciera por la mañana.
       —Le denunciaré al partido —⁠murmuró.


       La segunda historia trataba de otro anciano, un viudo de sesenta y ocho años, que confiaba poder comer matzos por pascua. El año anterior había obtenido su cupo. Los habían amasado en el horno del Estado y se habían vendido en los comercios del Estado; pero este año las panaderías del Estado tenían prohibido el amasarlos. Las autoridades dijeron que las máquinas estaban estropeadas pero quién iba a creerse eso.
       El anciano fue a ver al rabino, un hombre mayor con una atormentada barba, y le preguntó dónde podía conseguir unos matzos. Temía que este año no pudiera comerlos.
       —Yo también —confesó el rabino. Explicó que le habían dicho que dijera a sus congregantes que compraran harina y los amasaran en casa. La harina se la venderían en los comercios del Estado.
       —¿A mí eso de qué me sirve? —⁠preguntó el anciano. Recordó al rabino que él no tenía lo que se dice una casa, sino una habitación pequeña con una estufa eléctrica de un solo fuego. Su esposa había fallecido dos años atrás. Su única hija viva, ya casada, estaba con su marido en Birobijan. Sus otros parientes, los pocos que quedaban después de la invasión alemana, dos primas de su edad, vivían en Odesa; y él, aunque pudiera encontrar un horno, no sabía amasar matzos. Y siendo así, ¿qué iba a hacer?
       El rabino prometió entonces que trataría de conseguirle al viudo uno o dos kilos de matzos, y el anciano, muy contento, le bendijo.
       Esperó impaciente un mes pero el rabino no decía nada de los matzos. Puede que lo olvidara. Al fin y al cabo era un viejo agobiado por problemas y el viudo no quería insistirle. No obstante, la pascua se acercaba volando, así que algo había que hacer. Una semana antes de los Días Santos corrió a casa del rabino para hablar con él.
       —Rabino —le suplicó—, usted me prometió uno o dos kilos de matzos. ¿Qué ha sido de ellos?
       —Sé que lo prometí —dijo el rabino⁠—, pero ya no estoy seguro a quién. Prometer es fácil. —⁠Se pasó un pañuelo húmedo por la cara⁠—. Me han advertido que uno puede ser arrestado por lucrarse con la producción y venta de matzos. Me han dicho que eso podía suceder aunque yo los diera gratis. Es un nuevo delito que se han sacado de la manga. Pero lléveselos. Si me arrestan, yo ya soy viejo, y ¿cuánto tiempo puede vivir un viejo en Lubyanka? No mucho, gracias a Dios. Le daré un paquete pequeño, pero no debe decirle a nadie de dónde ha sacado los matzos.
       —Que el Señor le bendiga eternamente, rabino. En cuanto a lo de morir en prisión, esperemos que eso les pase a nuestros enemigos.
       El rabino se acercó a una alacena y sacó un paquete pequeño de matzos, ya envueltos y atados con un cordel. Cuando el viudo se ofreció en un murmullo pagarle por ellos, al menos el coste de la harina, el rabino se negó en redondo.
       —Dios provee —dijo—, aunque a veces con dificultad. —⁠Añadió que apenas había suficientes para todos los que querían matzos, así que debía aceptar lo que le daban y sentirse agradecido.
       —Comeré menos —dijo el anciano—. Contaré cada bocado. Si no tuviera suficientes matzos, me guardaré el último para contemplarlo y besarlo. Dios lo comprenderá.
       Satisfechísimo por tener siquiera algunos matzos, volvió a casa en el trolebús y ahí se encontró con otro judío, un hombre con una mano inútil. Conversaron en yiddish en voz baja. El extraño miró el paquete casi cuadrado, luego al anciano, y preguntó con voz ronca, «¿Matzos?». El viudo, los ojos llenándosele de lágrimas, asintió. «Por la gracia de Dios». «¿Dónde los obtuvo?». «Dios provee». «Pues si provee, que me provea a mí», dijo el extraño de mal humor. «Yo no tengo tanta suerte. Esperaba recibir un paquete de unos parientes en Cleveland, América. Me escribieron diciendo que iban a enviarme un paquete grande de matzos de primera calidad, pero cuando fui a preguntar a las autoridades, me dijeron que no habían llegado ningunos matzos. ¿Sabe usted cuándo llegarán?», masculló. «Pues uno o dos meses pasada la pascua, ¿y para qué los quiero entonces?».
       El viudo asintió tristemente. El extraño se limpió los ojos con la mano que tenía buena y al rato se apeó del trolebús entre otras personas que también se bajaban. No se había molestado en despedirse, ni tampoco lo hizo el viudo, para no recordarle su buena suerte. Cuando llegó el momento de que el anciano se apeara del trolebús, miró entre sus pies, donde había dejado el paquete de matzos, pero no había nada. Lo que había era sus pies. El anciano sintió una profunda congoja, como si le hubiesen desgarrado la espalda con un clavo. Registró frenéticamente el coche de cabo a rabo, dejando muy atrás su parada, interrogando a todos los pasajeros, a la conductora, al maquinista, pero nadie había visto sus matzos.
       Entonces se le ocurrió que los había robado el extraño con la mano inútil.
       El viudo, en su desespero, se preguntó, ¿robaría un judío a otro sus preciosos matzos? No parecía posible. Pero vete a saber, se dijo, a qué extremos llegará un hombre para hacerse con unos matzos cuando no tiene.
       En cuanto a mí, ya no tengo ni un triste matzo que contemplar. Si pudiera robar alguno, fuera a un judío o a un ruso, lo robaría. Pensó que incluso sería capaz de robárselos al rabino.
       El viudo se fue a casa sin sus matzos y aquella pascua no pudo comerlos.


       La tercera historia, un cuento titulado «Tallith», se refería a un joven de diecisiete años, imberbe a excepción de unos pelillos sueltos sobre la barbilla, que había llegado desde Kirov hasta las escaleras de la sinagoga en la calle Arkhipova, en Moscú. Había traído consigo un holgado chal para usarse durante las oraciones, una prenda blanca de luminosa belleza que ofreció vender a un grupo de judíos de diversas especies y tamaños, curiosos, aprensivos, codiciosos a la vista del chal, por quince rublos. Aquéllos, en su mayoría, evitaban al joven, sobre todo los judíos de cierta edad, pese a que algunos de los más piadosos estaban preocupados por el estado de sus chales, gastados sobre los hombros tras años de usarlos diariamente, y que no podían reponer. «Han sido los informadores que hay entre nosotros quienes le han metido esa idea en la cabeza —⁠murmuraron⁠—, para así tener alguien de quien informar».
       Sin embargo, a despecho de las advertencias de sus mayores, algunos jóvenes se acercaron para examinar y admirar el tallith. «¿De dónde has sacado un chal tan bello?», preguntaron al joven. «Era de mi padre, que falleció hace poco —⁠dijo él⁠—. Se lo dio un acaudalado judío con quien tenía amistad». «¿Y por qué no lo conservas? ¿No eres judío?». «Sí —⁠contestó el joven, ni en lo más mínimo turbado⁠—, pero marcho para Bratsk como miembro voluntario del komsomol, y necesito unos rublos para poderme casar. Además, soy ateo».
       Un muchacho con las mejillas rechonchas y sin afeitar, que admiraba aquel chal profundamente blanco, su blancor resplandeciendo en blancura, con sus largos y sedosos flecos, le dijo al joven al oído que quizá se lo comprara por cinco rublos. Pero el gabbai, el jefe laico de la congregación, al oírlo, levantó su bastón y le gritó al que estaba susurrando: «¡Gamberro, si compras ese chal, cuida de que no se convierta en tu mortaja!». El muchacho con las mejillas sin afeitar se retiró.
       —No le golpee —exclamó el rabino, asustado, que había salido de la sinagoga y había visto al gabbai, con su bastón en alto. Pidió a los congregantes que se pusieran a rezar inmediatamente. Al joven le dijo⁠—: Ten la bondad de irte de aquí, ya tenemos suficientes problemas. Está prohibido vender artículos religiosos. ¿Es que quieres que nos acusen de actividades económicas criminales? ¿Quieres que se cierren las puertas de la sinagoga para siempre? Pues hazte a ti mismo y a nosotros un favor y vete.
       Los congregantes pasaron adentro. El joven se quedó solo en las escaleras; pero al rato salió el gabbai, un hombre con la espalda deformada y un pedazo de algodón metido en un oído supurante.
       —Mira —dijo—. Sé que lo has robado. Pero, a fin de cuentas, un tallith es un tallith y Dios no hace preguntas a los que le rinden culto. Te ofrezco ocho rublos por él, lo tomas o lo dejas. Decídete rápido antes de que termine el servicio y salgan los otros.
       —Digamos diez y es suyo —respondió el joven.
       El gabbai le miró astutamente.
       —Ocho es todo lo que tengo, pero espera aquí y pediré prestados dos rublos a mi cuñado.
       El joven esperó pacientemente. El anochecer se espesaba. A los pocos minutos apareció un automóvil negro, se detuvo frente a la sinagoga, y salieron dos agentes de policía. El joven comprendió que el gabbai le había denunciado. Sin saber qué hacer, se cubrió la cabeza apresuradamente con el chal y empezó a rezar en voz alta. Pronunció una apasionada oración de duelo. Los agentes no se atrevían a acercarse mientras estuviera rezando, y permanecieron a los pies de la escalinata esperando a que terminara de rezar. Salieron los congregantes y no daban crédito a sus oídos. Nadie se imaginaba que el joven pudiera rezar con tal fervor. Lo que les conmovió fue el tono, el lamento y la pasión de un hombre rezando verdaderamente. Quizá fuera cierto que su padre había muerto hacía poco. Todos le escuchaban con gran atención, y muchos desearon que continuara rezando siempre, pues sabían que en cuanto cesara sería detenido y llevado a la cárcel.
       Ha oscurecido. Tras las sombrías nubes sobre el campanario de la sinagoga hay una luna suspendida en el cielo. La voz del joven es escuchada en oración. Los congregantes están agrupados en la calle oscura, atentos. Los dos agentes de policía permanecen ahí, aunque no se les ve. Tampoco al joven. Sólo se ve el blanco chal orando luminosamente.


       La última de las cuatro historias traducidas por Irina Filipovna trataba sobre un escritor hijo de padres de distinta nacionalidad, el padre ruso y la madre judía, que llevaba años escribiendo historias en secreto. Desde muy joven había deseado escribir, pero a lo primero le faltaba valor, pues le parecía una empresa tan ingrata el hacerlo que optó por dedicarse a traducir; y cuando un buen día se puso a escribir en serio y con gran entusiasmo, al cabo de un tiempo descubrió con sorpresa que muchas de sus historias, más o menos la mitad, se referían a judíos.
       La proporción es bastante razonable, siendo yo medio judío, pensó él. Las demás trataban de rusos que a veces se parecían a miembros de la familia de su padre. «Es una ventaja disponer de unas fuentes de inspiración tan diversas —⁠le dijo a su mujer⁠—. De esta manera puedo abarcar una extensa serie de experiencias vitales».
       Tras varios años de trabajo envió una selección de sus historias a un amigo de confianza, Viktor Zverkov, que había conocido en sus días universitarios, un editor de Ediciones Progreso; y una mañana, al recibir una nota de su amigo crípticamente redactada, el escritor se presentó en su despacho para discutir su obra con él. Zverkov, un hombre ya en principio preocupado —⁠contaba a todo el mundo que su mujer no le respetaba⁠—, se levantó de un brinco de su silla y giró la llave en la puerta, manteniendo la oreja apretada contra la rendija un instante. Luego se acercó rápidamente a su mesa y sacó el manuscrito de un cajón, que antes hubo de abrir con una llave que guardaba en el bolsillo. Era un hombre corpulento de tez congestionada, dientes manchados, y la voz ronca; y que manipulaba el manuscrito del escritor con cierto desasosiego, como temiendo que fuera a saltarle a la cara y le hiriese.
       —Por favor, Tolya —murmuró casi sin aliento, acercando la cabeza a la del escritor⁠—, debes llevarte estas terribles historias enseguida.
       —¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás temblando?
       —No te hagas el ingenuo. Ya sabes por qué estoy disgustado. Estoy francamente sorprendido de que me hayas enviado este material tan poco ortodoxo para ser publicado. Mi opinión como editor es que son de dudoso mérito literario, no diré que carente de él, Tolya, quiero ser sincero, pero como historias son una grave afrenta a nuestra sociedad. No me explico por qué te has empeñado en escribir sobre judíos. ¿Qué sabes tú de ellos? Tu cultura no tiene nada de judía, es rusa soviética. Todo el asunto huele a hipocresía y puedes ser acusado de antisemitismo.
       Se levantó para cerrar la ventana y antes de sentarse se acercó a un armario.
       —¿Estás loco, Viktor? Mis historias no son en ningún caso antisemíticas. Uno tendría que leerlas puesto de cabeza para abajo para llegar a semejante conclusión.
       —No puede haber más que una interpretación lógica —⁠insistió el editor⁠—. De acuerdo con mi análisis más generoso, el cual te favorece como persona digamos que de honrosa intención, las historias se encaran con el realismo socialista y revelan una peligrosa inclinación, quizá debería usarse una palabra más fuerte, hacia un sentir antisoviético. Acaso tú no seas plenamente consciente de ello, ya que yo sé cómo puede dejarse enredar uno por una historia. Como editor tengo que ser sensible a esas cosas. Yo sé bien, Tolya, por nuestras conversaciones, que eres un sincero creyente en nuestro socialismo; no te acusaré de difamar al sistema soviético, pero otros puede que lo hagan. De hecho, sé que lo harán. Si uno de los editores del Oktyabr leyera tus historias, créeme, tu carrera se iría a hacer gárgaras. No pareces tener una percepción normal de lo que significa autopreservarse, y lo que es mucho peor, no vacilas en complicar a espectadores inocentes en tu destino. Si estas historias fuesen mías, te aseguro que nunca te las habría traído. Te aconsejo que las destruyas inmediatamente, antes de que ellas te destruyan a ti.
       Bebió ávidamente de un vaso de agua que estaba sobre su mesa.
       —Eso es lo último que haría —⁠respondió enojado, el escritor⁠—. Estas historias, si no en el tono o en su materia, están escritas con el espíritu de nuestros antiguos escritores soviéticos, los espíritus gozosos de los años transcurridos poco después de la revolución.
       —Creo que ya sabrás lo que les ocurrió a muchos de esos «espíritus gozosos».
       El escritor se quedó mirándole un momento.
       —Bien, pues, ¿qué me dices de las historias que no tratan sobre la experiencia de los judíos? Algunas se refieren a los aspectos domésticos de la vida rusa; sin ir más lejos, la que cuenta del padre pensionista y su invisible hijo. Yo tenía la esperanza de que tú recomendarías personalmente a Novy Mir o a Yunost una o dos historias de éstas. Son unos planteamientos inocuos y están bien escritas.
       —No aquella de las dos prostitutas —⁠dijo el editor⁠—. Eso contiene una crítica social oculta y es nefastamente naturalista.
       —Una prostituta lleva una vida social.
       —Sea, pero no puedo recomendar su publicación. Debo aconsejarte, Tolya, si esperas de nosotros más encargos de traducciones, que te deshagas inmediatamente de este manuscrito para evitar posibles y serias consecuencias tanto para ti como para tu familia, y para esta editorial que ha venido empleándote tan fiel y generosamente.
       —Puesto que tú no eres el autor de estas historias, no tienes nada que temer, Viktor Alexandrovich —⁠dijo el escritor fríamente.
       —No soy un cobarde, si es eso lo que insinúas, Anatoly Borisovich, pero cuando veo una locomotora a punto de descarrilar, sé cómo esquivarla.
       El escritor recogió su manuscrito apresuradamente, metió los papeles en su cartera de piel, y se fue a casa en autobús. Su mujer no había vuelto todavía del trabajo. Él sacó las historias, y después de leer una, la quemó, página por página, en la pila de la cocina.
       Su hijo de nueve años, de regreso de la escuela, preguntó:
       —Papá, ¿qué estás quemando en la pila? Ése no es sitio para encender fuego.
       —Estoy quemando mi integridad —⁠dijo el escritor. Luego añadió⁠—: Mi talento. Mi herencia.



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