Bernard Malamud
(26 de abril, 1914 – 18 de marzo, 1986)
El sombrero de Rembrandt (1973)
(“Rembrandt’s Hat”)
Originalmente publicado en la revista The New Yorker (9 de marzo de marzo 1973);
Rembrandt’s Hat
(New York: Farrar Straus Giroux, 1973, 204 págs.)
Rubin, con un descuidado sombrero blanco de paño o una gorra blanda redonda y sin visera, comoquiera que uno lo describa, subió con pensamientos inexpresados o inexpresivos la escalera desde su estudio en el sótano de la escuela de arte en Nueva York, donde realizaba su escultura, hasta un taller en la segunda planta, donde la enseñaba. Arkin, el historiador de arte, un soltero hipertenso e impulsivo de treinta y cuatro años —un hombre a menudo arrastrado por fuertes emociones, le parecía a él—, como una docena de años más joven que el escultor, le observó a través de la puerta abierta de su despacho, llevando aquella gorra en medio de un grupo de estudiosos de arte y maestros, por entre los cuales deambulaba por el pasillo durante un cambio de clases. Con su sombrero blanco destaca entre todos, pensaba el historiador de arte. Le ilumina una solitaria inexpresividad alcanzada al cabo de años de experiencia. Aunque no era del todo apropiado, se imaginó a un animal blanco y enjuto —¿cierva, ciervo, cabra?— mirando fijamente, pero con desaliento, a través de los árboles de un denso bosque. Sus miradas se cruzaron momentáneamente y se separaron. Rubin se apresuró a su clase en el taller.
Arkin era amigable con Rubin aunque en realidad no eran amigos. No por culpa suya, creía él; el escultor era una persona muy reservada. Cuando charlaban escuchaba mirando para otro lado, como guardándose sus impresiones. Atento, aparentemente, parecía estar pensando en otra cosa, sin duda su triste vida, si es que unos ojos entristecidos, de un desteñido verde que podía confundirse con gris, denotan necesariamente una vida triste. De vez en cuando murmuraba una opinión, generalmente una afirmación rotunda sobre la naturaleza de la vida, o el arte, casi nunca algo sobre sí mismo; y de su trabajo no hablaba en absoluto. «¿Está trabajando, Rubin?», tenía que limitarse Arkin. «Claro que estoy trabajando». «¿Qué está haciendo, si puedo preguntarle?». «Tengo una cosa entre manos».
Ahí Arkin lo dejaba correr.
Una vez, en la cafetería de la facultad, escuchando al historiador de arte disertar largo y tendido sobre la obra de Jackson Pollock, la ira del escultor había estallado momentáneamente.
—El mundo del arte no está necesariamente en los ojos de usted.
—Yo he de creer que lo que veo está ahí —había respondido Arkin, cortésmente, aunque con sequedad.
—¿Ha pintado usted alguna vez? —preguntó Rubin.
—La pintura es mi vida —replicó Arkin.
Rubín, con dignidad, se encerró en el silencio. Aquella tarde, al salir del edificio, se saludaron levantándose el sombrero por encima de breves sonrisas.
En los últimos años, después que su mujer lo abandonara y los disfraces y tocados se pusieran de moda entre los estudiantes, a Rubin le había dado por lucir extraños sombreros de vez en cuando, y este blanco era el más reciente, parecido al gorro del Partido del Congreso de Nehru, un cruce entre el sombrero de un cantor[9] y un abultado casquete; o quizá como el de un juez pintado por Rouault, o el de un médico en funciones en un grabado de Daumier. Rubin lo portaba como una corona. Puede que le abrigase la cabeza bajo la fría claraboya de su espacioso estudio.
Cuando el escultor volvió a pasar más tarde por el concurrido pasillo de camino hacia su estudio aquel día que había aparecido por primera vez con su gorra blanca, Arkin, que había estado leyendo un artículo fascinante sobre Giacometti, lo dejó y salió corriendo al pasillo. Se sentía singularmente animado y le dijo a Rubin lo mucho que admiraba su sombrero.
—Le diré por qué me gusta tanto. Se parece al sombrero que lleva Rembrandt en uno de los autorretratos hechos en su madurez, los verdaderamente profundos, creo que el que está en el Rijksmuseum de Ámsterdam. Espero que le traiga mucha suerte.
Rubin, que por un momento pareció luchar por decir algo fuera de lo común, clavó en Arkin una mirada intensa y bajó la escalera apresuradamente. Aquello puso fin al incidente, aunque no al placer del historiador de arte en su observación.
Arkin recordó más tarde que al llegar él a la escuela de arte a través de un empleo como ayudante de restaurador en un museo de St. Louis siete años atrás, Rubin había estado trabajando en madera; actualmente se dedicaba a soldar piezas triangulares de chatarra para construir sus esculturas. Empleando durante una época un hacheta, más adelante una pequeña cuchilla de carnicero modificada, había trabajado toscos leños, creando a partir de los mismos unas formas interesantes. El doctor Levis, el director de la escuela de arte, había convencido al escultor para que ofreciese una exposición de sus objetos de leños transformados en una galería del centro, cerca de donde vivía Levis. Arkin, en su primer trimestre en la escuela, había ido en «metro», un fresco día invernal, a visitar la exposición. Este hombre es original, tal vez lo sea también su obra. Rubin había rechazado un vernissage, y el día de la inauguración la galería estaba casi desierta. El escultor, como para escapar a sus piezas creadas con la hacheta, se había retirado a un almacén al fondo de la galería y se había quedado allí contemplando unos cuadros. Arkin, después de meditar si debía o no debía, le buscó para decirle hola, pero al ver a Rubin sentado en un cajón de espaldas a él, examinando una carpeta de grabados sin volverse una sola vez para ver quién había entrado en la habitación, cerró la puerta en silencio y se fue. Aunque pasado un tiempo aparecieron dos reseñas sobre la exposición, la una terrible, la otra discretamente favorable, el escultor parecía reacio a exponer su obra y no había vuelto a hacerlo. Tampoco había habido ventas. Recientemente, cuando Arkin insinuó que acaso fuera buena idea exponer lo que estaba haciendo ahora con sus triángulos de hierro soldados, Rubin, tras un momento locamente inexpresivo, contestó: «No se moleste en darle más vueltas a esa idea».
Al día siguiente a las observaciones hechas por el historiador de arte a Rubin en el pasillo, respecto a su gorra blanca, ésta desapareció de la vista totalmente; durante unos días sobre su cabeza no transportó otra cosa que su espeso cabello rojizo. Y una o dos semanas más tarde, aunque al principio le costó creerlo, a Arkin le pareció que el escultor le estaba esquivando activamente. Supuso que el hombre ya no utilizaba la escalera a la derecha de su despacho sino que subía del sótano por el otro lado del edificio, donde, en cualquier caso, estaba su taller, a fin de no tener que pasar frente a la puerta abierta del despacho de Arkin. Cuando tuvo la certeza de esto, Arkin se sintió a lo primero incómodo, experimentando luego rachas intermitentes de violenta ira.
¿Le habré ofendido de alguna manera?, se preguntaba el historiador de arte. De ser así, ¿qué pude decir que fuera tan ofensivo? Lo único que hice fue aludir al sombrero que aparece en uno de los autorretratos de Rembrandt y decir que se parecía a la gorra que él llevaba puesta aquel día. ¿Cómo ha podido ofenderse por eso?
Entonces pensó: no hay ofensa cuando no se ha pretendido ofender. Yo lo dije de buena fe. El hombre es tímido y puede que se sintiera turbado quizá a causa de mi exuberante voz en presencia de los estudiantes; si tal es el caso, yo no tengo la culpa. Y si no lo es, no sé qué demonios le ocurre como no sea cosa de su carácter. Quizá no se encuentre bien, o sea un malhumor pasajero —hoy en día existen más maneras de insultar a uno sin quererlo que antes— así que para qué calentarse la cabeza. Esperaremos a ver qué pasa.
Pero cuando transcurrieron las semanas, luego un par de meses, y Rubin seguía dando esquinazo al historiador de arte —sólo veía al escultor en las reuniones de la facultad, cuando Rubin asistía a las mismas y alguna que otra vez en el despacho de la secretaría de Bellas Artes enfrascado en largos inventarios de material para escultura—, Arkin pensó que puede que el hombre estuviera padeciendo un colapso nervioso. No lo creía así. Un día se encontraron casualmente en el lavabo de caballeros y Rubin salió sin decir una palabra. Arkin, indignado, sintió hacia el escultor un arrebato de odio. No le gustaban las personas a las que él no les caía bien. Voy y le hago a ese hijo de perra una observación simpática e inocente, en el peor de los casos puede llegar a ser inocua, y él lo toma como un insulto. Ya conozco el tipo, le devolveré ojo por ojo. A esto podemos jugar los dos.
Pero cuando se hubo serenado y estaba razonable, Arkin siguió devanándose los sesos preguntándose qué habría sucedido. Siempre creí que tenía facilidad para las relaciones humanas. Era de los que se preocupan por el menor motivo y daba vueltas a un asunto hasta hacerlo trizas si existía la menor sospecha de que la culpa fuera de él. Arkin rebuscó en el pasado. El escultor siempre le había caído bien, aunque Rubin ofrecía en amistad sólo las puntas de los dedos; así y todo, Arkin habíase mostrado amigable con él, cortés, interesado en su trabajo, y respetuoso de su dignidad, casi visiblemente ponderada con pensamientos no expresados. ¿Tendría algo que ver, se preguntaba a menudo, con haber él mencionado, sugerido, no hace mucho, la posibilidad de una nueva exposición de su escultura, a lo que Rubin había reaccionado como si su vida estuviera amenazada?
Fue entonces que recordó que nunca le había dicho a Rubin qué impresión le había causado la exposición de leños, no se lo había comentado aunque había firmado en el libro de visitantes y el escultor seguramente sabía que había estado allí. A Arkin la exposición no le había gustado, pero fue en busca de Rubin para señalarle una o dos piezas interesantes. Mas cuando lo hubo localizado en el almacén, intensamente absorto en una carpeta de grabados, inmerso en tan honda y patibularia introspección que no quiso, o no pudo, saludar a quienquiera que tenía detrás —escondiéndose, realmente—, Arkin se dijo, más vale dejarlo correr. Se había marchado de la galería sin decir una palabra. Y más tarde tampoco hizo ningún comentario sobre la exposición. ¿Sería esta compasión cruel? En algunos casos eran peores las cosas que no se decían que las que se decían. Algo que podía ocurrírsele a Rubin, si no se le había ocurrido ya.
A pesar de todo, no es muy probable que haya estado tanto tiempo esquivándome sólo por eso, pensaba Arkin. Si se sentía decepcionado, o irritado, o ambas cosas, por no haber comentado yo su exposición de leños, me habría retirado la palabra en el acto, si lo que había decidido era retirármela. Pero no había sido así. Se había mostrado tan cordial como siempre, dentro de lo que cabe, y no es un hipócrita. Y cuando posteriormente yo le sugerí la posibilidad de una nueva exposición que evidentemente no le entusiasmaba celebrar —que fue poner el dedo en la llaga—, no pareció enojarse conmigo, sino que no fue hasta después del asunto de su gorra blanca cuando empezó a evitarme, por el motivo que sea. Quizá no fuera mi comentario sobre la gorra en sí lo que le enojó. Quizá sea un cúmulo de cosas —¿tres torpezas mías…?— y Arkin creyó que probablemente sería un cúmulo de cosas; pero por lo visto lo que más había herido a Rubin fue la observación sobre su gorra, ya que nada de lo ocurrido anteriormente había puesto en peligro su amistad, por llamarlo de alguna manera, y entonces ésta al menos había sido grata y amable. Habiéndolo cavilado hasta este punto, Arkin tuvo que reconocer que no sabía por qué Rubin se comportaba de una forma tan extraña.
En ocasiones el historiador de arte pensó en bajar al sótano, al estudio del escultor, para ofrecerle sus disculpas si había dicho alguna inconveniencia, que ciertamente no había pretendido hacer. Le preguntaría si no le importaba decirle qué le había molestado; si era otra cosa lo que él había dicho o hecho involuntariamente, se disculparía por ello y dejaría las cosas en claro. Sería en beneficio mutuo. Un día de principios de primavera decidió visitar a Rubin aquella tarde después de su seminario, pero uno de sus alumnos, un chico barbudo que hacía grabados, se había enterado que era el treinta y cinco cumpleaños de Arkin y había regalado al historiador de arte un sombrero tejano blanco que el padre del alumno, un viajante de comercio, había traído de Waco, en Texas.
—Que por muchos años pueda lucirlo, señor Arkin —dijo el alumno—. Ya es usted uno de los simpáticos.
Arkin llevaba puesto el sombrero mientras subía la escalera hacia su despacho, acompañado por el alumno que se lo había ofrecido, cuando se tropezaron con el escultor, quien hizo una mueca y lanzó una mirada de desprecio. Arkin estaba disgustado, aunque en seguida comprendió que la violencia de tan inusitada reacción indicaba que, efectivamente, la observación sobre el sombrero había sido interpretada por Rubin como un insulto. Después que el barbudo estudiante se hubo ido, Arkin dejó el sombrero tejano sobre su mesa, o así se lo pareció, antes de ir al lavabo de caballeros; y cuando regresó, el sombrero vaquero había desaparecido. El historiador de arte lo buscó frenéticamente por todo su despacho e incluso corrió a la sala de seminarios para ver si de alguna forma había aterrizado allí, tomándolo alguien en plan de guasa. En la sala de seminarios no estaba el sombrero. Enojado y resentido, Arkin pensó en bajar inmediatamente para encararse con Rubin en el estudio de éste, pero la idea le era insoportable. ¿Y si no lo había cogido él?
Ahora eran los dos quienes se evitaban; pero al cabo de un tiempo de apenas encontrarse, empezaron, irónicamente, le parecía a Arkin, a tropezarse el uno con el otro en todos sitios, incluso en las calles de diversos barrios, sobre todo cerca de las galerías de Madison, o en la calle Cincuenta y siete, o en Soho; o a la entrada o salida de un cine, y a veces al disponerse a entrar en una tienda cerca de la escuela de arte; cada cual cruzaba entonces la calle apresuradamente para evitar al otro, encontrándose por dos veces de lado en la misma acera. En la escuela de arte ambos se negaban a formar parte del mismo comité. Uno, cuando entraba en el lavabo y veía al otro, salía y esperaba a cierta distancia hasta que éste se había ido. Cada uno corría a entrar el primero en la cafetería del sótano a la hora de almorzar, porque cuando uno entraba detrás del otro y le veía haciendo cola frente al mostrador, o ya sentado a una mesa, solo o en compañía de otros colegas, invariablemente se marchaba a comer a otro lugar. En una ocasión entraron juntos y salieron corriendo juntos. Después de muchas veces de aventajarle Rubin, que tenía fácil acceso a la cafetería desde su estudio, Arkin empezó a almorzar bocadillos en su despacho. Cada uno, pensaba Arkin, se había convertido para el otro en una carga más pesada que si sólo fuera uno quien se dedicara a dar esquinazo al otro. Cada uno ocupaba el pensamiento del otro hasta extremos irritantes. Cuando se encontraban inesperadamente en el edificio después de doblar una esquina o abrir la puerta, o cara a cara en la escalera, uno miraba la cabeza del otro para ver si algo la adornaba, y, en caso de que fuera así, el qué; luego pasaban rápidamente de largo, o torcían en direcciones opuestas. Arkin no solía llevar sombrero, a menos que estuviera resfriado, y entonces llevaba un gorro de lana negro que no se quitaba en todo el día; y Rubin últimamente ostentaba la gorra de un ingeniero del ferrocarril. El historiador de arte sentía crecer su aversión hacia el otro. Odiaba a Rubin por odiarle a él y en los ojos de Rubin contemplaba odio.
—La culpa es tuya —se oía a sí mismo murmurar al otro—. Tú me has llevado a esto, tú eres el responsable.
Después del odio vino la frialdad. Cada cual congelaba al otro fuera de su vida; o lo congelaba adentro.
Una mañana temprano, sin que ninguno de los dos mirara por dónde iba, al entrar apresuradamente en el edificio para dar su primera clase, chocaron frente a la puerta en arco de la escuela de arte. Encolerizados, insultados, los dos se pusieron a gritar. Rubin, con la cara encendida, llamó a Arkin «asesino», y el historiador de arte se desquitó llamando «ladrón» al escultor. Rubin sonrió de desdén, Arkin de pena; luego se fueron corriendo.
Arkin se los imaginó más tarde estrangulándose mutuamente. Se sintió mareado y tuvo que cancelar su clase. Su mareo se convirtió en náuseas y se fue a casa a acostarse, para calmar una fuerte jaqueca occipital. Durante una semana estuvo durmiendo mal, temblando en sueños; apenas probaba bocado. «¿Qué ha hecho conmigo ese hijo de perra?», exclamó en voz alta. Luego se preguntó, «¿Qué me he hecho a mí mismo? Estoy metido en esto sin quererlo yo», se dijo. Se le había ocurrido que le resultaba más fácil juzgar cuadros que juzgar a las personas. Eso se lo había dicho en una ocasión una mujer, pero él lo había negado con indignación. Arkin no respondió a ninguna de aquellas preguntas y trató de sacudirse de encima los remordimientos. Luego volvió a pasarle por la cabeza que debía disculparse, aunque sólo fuera porque si el otro no podía, él sí. Pero temía que una disculpa le disminuiría a los ojos del escultor.
Medio año más tarde, el día de su treinta y seis cumpleaños, Arkin, pensando en su sombrero tejano desaparecido y habiéndose enterado por la secretaria de Bellas Artes que Rubin estaba en casa de luto por su madre fallecida recientemente, se acercó al estudio del escultor, una jungla de figuras de piedra y hierro, en busca de su sombrero. Halló un viejo casco de soldador, pero nada que pudiera llamarse un sombrero tejano. Arkin pasó varias horas en el amplio estudio iluminado por la luz que caía a través de la claraboya, inspeccionando detenidamente el trabajo del escultor con pedazos triangulares de hierro soldado, dispuestos entre las deterioradas estatuas de piedra que llevaba años coleccionando, unas decorativas figuras de jardín colocadas con gracia entre flores de hierro buscando la luz del sol. Las flores era a lo que más se dedicaba Rubin actualmente, sobre tallos largos con pequeñas corolas, sobre tallos cortos con capullos de pétalos. Algunas de las flores eran mosaicos de triángulos asegurando piedras blancas y vidrios de colores en formas de joya. En estos últimos años Rubin había pasado de las esculturas abstractas de madera a objetos figurativos como las flores, y también algunos bustos incompletos, posiblemente abandonados, de colegas de ambos sexos, incluyendo uno que parecía vagamente Rubin con un sombrero tejano. También había realizado una bella escultura de un árbol enano. En un rincón de su estudio estaba su lámpara de soldar y unos tanques de gas así como el aparato de soldadura de arco, rodeado por grandes cajas de madera abiertas conteniendo triángulos de hierro de diverso tamaño y grosor. El historiador de arte estudió lentamente cada escultura y al rato creyó comprender por qué la sugerencia de una nueva exposición había atemorizado a Rubin. En toda aquella jungla de hierro había quizás una sola figura notable, el árbol enano. ¿Era esto lo que él temía confesar si se expresaba totalmente?
Unos días después, mientras preparaba una conferencia sobre los autorretratos de Rembrandt, Arkin, examinando las diapositivas, advirtió que el retrato del pintor que le pareció recordar haber visto en el Rijksmuseum de Ámsterdam, colgaba probablemente en Kenwood House, en Londres. Y ninguno de los sombreros lucidos por el pintor en esas galerías, aunque ambos eran blancos, guardaba mucho parecido con la gorra de Rubin. Este descubrimiento asombró al historiador de arte. El retrato de Ámsterdam representaba a Rembrandt con un turbante blanco liado a la cabeza; el retrato de Londres le representaba tocado con una gorra o boina de trabajo, algo ladeada. Aquella cosa blanca de Rubin, por otra parte, se parecía más al gorro del pinche en Sam’s Diner que a cualquiera de los sombreros que llevaba Rembrandt en los grandes óleos, o los que aparecían en los autorretratos que Arkin había estado viendo en las diapositivas. Lo que aquéllos tenían en común era la sinceridad sin ilusiones de su mirada. En el espejo de su autocreación el pintor contemplaba distancia, objetividad, pintado de forma que brotara de su ojo derecho; pero el izquierdo miraba, desde lo más hondo, más allá de la cualidad. Con todo, la expresión en cada cuadro parecía magistralmente triste; ¿o era esto lo que era la vida si cuando Rembrandt pintaba no pintaba la tristeza?
Después de estudiar los retratos proyectados en una pequeña pantalla a oscuras en su despacho, Arkin comprendió que había cometido, en verdad, un error de referencia, confundiendo los sombreros. A pesar de ello, ¿por qué Rubin, quien sin duda estaba familiarizado con los autorretratos, o quizá los había visto recientemente, por qué se había ofendido? Estuviera yo equivocado o no, ¿qué más da que su gorra me recordara el sombrero de Rembrandt y se lo dijera? Eso no es tirarle piedras a la cabeza, así que, ¿por qué se ha molestado? Arkin creía que debía dar con la solución al enigma. Por lo tanto, supongamos que Rubin era Arkin y Arkin era Rubin. Supongamos que era yo quien llevaba su sombrero: «Heme aquí, un escultor maduro con una sola exposición en su haber, en la que nunca tuve confianza y nadie visitó. Y a mi lado, pronunciando sentencias críticas en uno u otro sentido, tenemos a ese historiador de arte, Arkin, un tipo de pronunciada nariz, desgarbado, entrometido, amistoso, pero que no es amigo mío porque no sabe serlo. No es ése su talento. Lo que tenemos en común es un interés por el arte y párese de contar. El caso es que Arkin, puede que sin querer decir nada especial, ¿quién dice que él sabe lo que se dice?, comenta el sombrero de Rembrandt que llevo puesto y me desea suerte en el trabajo. Pongamos que lo dijera de buena fe; yo lo sigo teniendo atravesado. Para decirlo sin rodeos, me irrita. El mencionar a Rembrandt, teniendo en cuenta la calidad de mi obra y lo que siento en general por la vida, es una penosa carga sobre mi conciencia porque hace que vuelva a preguntarme por enésima vez, ¿a qué seguir por ese camino si éste es el tipo de escultor que voy a ser toda la vida? Y ya que Arkin me hace pensar la misma triste cosa, diga lo que diga, o incluso lo que no dice, como por ejemplo sobre mi exposición de leños, ¿quién quiere seguir escuchándole? A partir de entonces evitaré a ese tío, así como para siempre».
Más tarde, después de mirarse en el espejo del lavabo de caballeros, Arkin recorrió todas las plantas del edificio y luego bajó al estudio de Rubin. Llamó a la puerta. Nadie respondió. Al cabo de un momento hizo girar el pomo; éste cedió y él asomó la cabeza por la puerta, llamando a Rubin. La noche yacía sobre la claraboya. El estudio estaba iluminado por muchas bombillas polvorientas, pero Rubin no estaba presente. La jungla de esculturas sí. Arkin caminó por entre las flores de hierro y las figuras de jardín en piedra para ver si no se habría equivocado en su juicio. Al cabo de un rato decidió que no se había equivocado.
Estaba contemplando el árbol enano cuando se abrió la puerta y Rubin, llevando su gorra de ingeniero del ferrocarril, entró lleno de asombro.
—Es una hermosa escultura —soltó Arkin—, la mejor de todas, me parece a mí.
Rubin le miró congestionado de ira, su rostro enjuto; se había dejado patillas largas y rojizas. Sus ojos eran por una vez verdes en lugar de grises. Su boca se movía con nerviosismo pero él no dijo nada.
—Discúlpeme, Rubin, he venido a decirle que aquella vez que le comenté lo del sombrero estaba confundido.
—Y que lo diga.
—También le pido disculpas por dejar que las cosas se pasaran de rosca.
—Eso.
Rubin, aunque trató de evitarlo, rompió a llorar. Sollozaba en silencio, moviendo los hombros, las lágrimas resbalando, entre sus toscos dedos, por su cara. Arkin se había esfumado.
Dejaron de esquivarse y cuando se encontraban, lo que no sucedía con frecuencia, charlaban amablemente. Un día, Arkin, al entrar en el lavabo de caballeros, vio a Rubin contemplándose al espejo con su gorra blanca, la que parecía tener cierta similitud con el sombrero de Rembrandt. La llevaba como una corona de fracaso y de esperanza.
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