Bernard Malamud
(26 de abril, 1914 – 18 de marzo, 1986)

Idiotas Primero (1961)
(“Idiots First”)
Originalmente publicado en Commentary Magazine (1 de diciembre de 1961);
Idiots First
(New York: Farrar, Straus and Company, 1963)



      El repetido tictac del reloj de lata se paró. Mendel, amodorrado en la oscuridad, se despertó asustado. Le volvió el dolor al escuchar. Se estiró en sus frías y amargadas ropas y tardó varios minutos en sentarse al borde de la cama.
       —Isaac —suspiró por fin.
       En la cocina, Isaac, con la asombrada boca abierta, sostenía seis maníes en la palma de la mano. Los colocó uno por uno en la mesa.
       —Uno... dos... nueve.
       Recogió uno por uno los maníes y apareció en el marco de la puerta. Mendel, con el sombrero inclinado y un largo sobretodo, seguía sentado en la cama. Isaac observó, con sus pequeños ojitos, el espeso cabello que se agrisaba a los costados de la cabeza.
       —Schlaf—murmuró nasalmente.
       —No—respondió Mendel. Obstinadamente se puso de pie—. Ven, Isaac.
       Dio cuerda al viejo reloj, pues verlo detenido le hacía sentirse mal.
       Isaac quería llevárselo al oído
       —No, es tarde—. Cuidadosamente dejó el reloj aparte. En la gaveta encontró la pequeña bolsa de papel con los arrugados billetes de uno y de cinco, y la metió en el bolsillo de su sobretodo. Ayudó a Isaac a ponerse el saco.
       Isaac miraba una ventana oscura, luego la otra. Mendel miró las dos ventanas negras.
       Bajaron lentamente las escaleras casi a oscuras, Mendel delante, Isaac observando las sombras que se movían en la pared. A la sombra más grande le ofreció un maní.
       —Hambrre.
       En el vestíbulo el viejo miró a través del fino vidrio. La noche de noviembre era fría y destemplada. Abrió cautelosamente la puerta y sacó afuera la cabeza. Aunque no vio nada, cerró rápidamente la puerta.
       Ginzburg, el que vino a verme ayer—murmuró al oído de Isaac.
       Isaac absorbió aire.
       —¿Sabes quién digo?
       Isaac se peinó la barbilla con los dedos.
       —Ese mismo, el de la barba negra. No le hables ni vayas con él si te lo pide.
       Isaac gimió.
       —A la gente joven no la molesta tanto—dijo Mendel después de pensarlo dos veces.
       Era la hora de la cena y la calle estaba vacía, pero las vidrieras iluminaban tenuemente el camino hasta la esquina. Isaac, con un grito de alegría, señaló las tres bolas doradas. Mendel sonrió pero estaba exhausto cuando llegaron a la casa de empeños.
       El prestamista, un hombre de barba roja y anteojos de borde negro, comía pescado en la trastienda. Estiró la cabeza, los vio y volvió a instalarse para seguir tomando su té.
       A los cinco minutos salió, secándose los informes labios con un pañuelo blanco.
       Mendel, que respiraba pesadamente, le entregó el gastado reloj de oro. E1 prestamista se alzó los anteojos sobre la frente y se ajustó el ocular. Dio vuelta al reloj una vez.
       —Ocho dólares.
       El moribundo humedeció sus agrietados labios.
       —Necesito treinta y cinco.
       —Vaya a ver a Rostchild, entonces.
       —Me costó sesenta.
       —En 1905—. El prestamista devolvió el reloj. Había cesado el tictac. Lentamente Mendel le dio cuerda. Se oyó un profundo tictac.
       —Isaac tiene que ir a donde mi tío, que vive en California.
       —Es un país libre—dijo el prestamista.
       Isaac, que admiraba un banjo, rió tontamente.
       —¿Qué le pasa a ése?—preguntó el prestamista.
       —Bueno, que sean ocho dólares—murmuró Mendel—pero, ¿de dónde saco el resto esta noche?
       —¿Cuánto por mi saco y mi sombrero? —preguntó.
       —No compro—. El prestamista se metió detrás del mostrador y escribió una boleta. Guardó el reloj en un cajón, pero Mendel lo oía marchar.
       En la calle, metió los ocho dólares en la bolsa de papel, después buscó en los bolsillos una tira de papel. La encontró y se esforzó en leer la dirección escrita, a la luz del farol callejero.
       Mientras trabajosamente iban rumbo al subterráneo, Mendel señaló el salpicado cielo.
       —Isaac, mira cuántas estrellas hay esta noche.
       —Huevos—dijo Isaac.
       —Primero iremos a lo de Mr. Fishbein, después comeremos.
       Se bajaron del tren en la parte alta de Manhattan y tuvieron que caminar varias cuadras antes de dar con la casa de Fishbein.
       —Un verdadero palacio—murmuró Mendel, previendo un rato de tibieza.
       Isaac miraba incómodo la pesada puerta de la casa.
       Mendel llamó. El sirviente, un hombre de largas patillas, acudió a la puerta y dijo que Mr. y Mrs. Fishbein estaban cenando y no podían recibir a nadie.
       —Que él coma en paz, pero nosotros esperaremos hasta que termine.
       —Vuelvan mañana. Mañana por la mañana Mr. Fishbein los recibirá. A esta hora de la noche no hace negocios ni caridad.
       —No me interesa la caridad...
       —Vuelva mañana.
       —Dígale que es asunto de vida o muerte...
       —¿De vida o muerte de quién?
       —Bueno, si no la de él, la mía.
       —No se haga el ingenioso.
       —Míreme a la cara—dijo Mendel—, y dígame si puedo esperar hasta mañana.
       El sirviente lo miró fijamente, después a Isaac y de mala gana los dejó pasar.
       El foyer era una enorme habitación de techo muy alto con muchos cuadros al óleo en las paredes, voluminosos cortinajes de seda y una espesa alfombra floreada en el piso y en las escaleras de mármol.
       Mr. Fishbein, hombre barrigón y calvo, con pelos en la nariz y pequeños pies de charol, bajó ligero las escaleras, con una gran servilleta prendida al saco de su smoking. Se detuvo en el quinto escalón y examinó a sus visitantes.
       —¿Quién viene la noche de un viernes a casa de un hombre que tiene invitados, a arruinarle la cena?
       —Discúlpeme que le moleste, Mr. Fishbein—dijo Mendel—. Si no venía ahora, no hubiera podido venir mañana.
       —Sin más preliminares, explique su asunto. Tengo hambre.
       —Hambrre—gimió Isaac.
       Fishbein se calzó el pince-nez.
       —¿Qué es lo que tiene? —Este es mi hijo Isaac. Ha sido así toda su vida. Isaac maulló. —Lo voy a enviar a California. —Mr. Fishbein no contribuye para viajes personales de placer.
       —Soy un hombre enfermo y él debe tomar el tren esta noche para ir a casa de mi tío Leo.
       —Nunca doy para la caridad no organizada—dijo Fishbein—, pero si tienen hambre los invitaré a bajar a mi cocina. Esta noche tenemos pollo relleno.
       —Todo lo que pido son treinta y cinco dólares para el boleto de tren hasta California donde vive mi tío. Ya tengo el resto del dinero.
       —¿Quién es su tío? ¿Qué edad tiene?
       —Ochenta y un años, una larga vida.
       Fishbein estalló en una carcajada:
       —Ochenta y un años y usted le manda este retrasado.
       Mendel, sacudiendo los dos brazos, gritó:
       —¡Por favor, sin calificativos!
       Fishbein concedió gentilmente.
       —Donde la puerta está abierta, a esa casa entramos —dijo el hombre enfermo—. Si es tan amable de darme treinta y cinco dólares, Dios lo bendecirá. ¿Qué son treinta y cinco dólares para Mr. Fishbein? Nada. Para mí, para mi hijo, lo son todo.
       Fishbein se elevó a su mayor altura.
       —Contribuciones privadas, no hago. Sólo a las instituciones. Es mi regla de conducta.
       Mendel se arrodilló crujiendo en la alfombra.
       —Por favor, Mr. Fishbein, si no treinta y cinco ¡déme veinte, al menos!
       —¡Levinson! —llamó Fishbein, enojado.
       El sirviente de las largas patillas apareció en lo alto de la escalera.
       —Muéstrele a esta gente dónde está la puerta... a menos que quieran compartir la comida antes de abandonar la casa.
       —Lo que tengo no se cura con pollo dijo Mendel.
       —Por acá, por favor —dijo Levinson, descendiendo.
       Isaac ayudó a su padre a ponerse de pie.
       —Envíelo a una institución —aconsejó Fishbein por sobre la balaustrada de mármol. Subió rápidamente la escalinata y ellos se encontraron en seguida afuera, abofeteados por el viento.
       La caminata hasta el subterráneo fue enojosa. El viento soplaba lastimeramente. Mendel, sin aliento, miraba de reojo las sombras. Isaac, apretando los maníes en su puño helado, iba pegado al lado de su padre. Entraron en un pequeño parque para descansar unos minutos en un banco de piedra, bajo un árbol de dos ramas sin hojas. La gruesa rama derecha crecía hacia arriba, la fina rama izquierda caía. Una luna muy pálida apareció lentamente. También vieron a un extraño, cuando se aproximaban al banco.
       —Buenas noches —dijo roncamente.
       Mendel, exangüe, agitó sus desvastados brazos. Isaac aulló asquerosamente. Después tañió una campana; no eran más que las diez. Mendel exhaló un agudo grito de angustia cuando el extraño barbudo desapareció entre los arbustos. Un policía llegó corriendo, pero aunque sacudió los arbustos, buscando con su garrote, no halló nada. Mendel e Isaac salieron presurosamente del parque. Cuando Mendel se volvió a mirar, el árbol muerto tenía la rama fina levantada y la gruesa hacia abajo. Gimió.
       Treparon a un trolebús y se bajaron en la casa de un antiguo amigo, pero había muerto hacía unos años. En la misma cuadra entraron en una cafetería y pidieron dos huevos fritos para Isaac. Las mesas estaban llenas, excepto donde un hombre de pesada contextura comía sopa con casha. Le echaron una mirada y salieron con gran apuro, aunque Isaac lloraba.
       Mendel tenía otra dirección en un trocito de papel, pero la casa quedaba muy lejos, en Queens, así que se detuvieron en un umbral, tiritando.
       ¿Qué puedo hacer, pensaba locamente, en sólo una hora?
       Recordó los muebles de la casa. Eran basura, pero podían traer unos pocos dólares.
       —Ven, Isaac.
       Fueron otra vez al prestamista, para hablar con él, pero el negocio estaba oscuro y una reja de hierro —los anillos y los relojes de oro brillaban detrás—cerraba completamente el local.
       Se acurrucaron detrás de un poste de teléfonos, helados los dos. Isaac lloriqueaba.
       —Mira la luna grande, Isaac. Todo el cielo está blanco.
       Señalaba, pero Isaac no quería mirar.
       Mendel soñó por un instante con el cielo encendido, grandes haces de luz en todas direcciones. Bajo el cielo, en California, estaba sentado el tío Leo, tomando té con limón. Mendel sintió calor, pero se despertó frío.
       A1 otro lado de la calle había una vieja sinagoga de ladrillos.
       Golpeó con los puños en la enorme puerta, pero nadie apareció. Esperó hasta recobrar el aliento y desesperadamente volvió a golpear. Por fin hubo pisadas dentro y la puerta de la sinagoga crujió al abrirse sobre sus pesados goznes de bronce.
       Un sacristán vestido de oscuro, que sostenía una vela chorreante, los contempló.
       —¿Quién golpea con tanto ruido, a estas horas de la noche, la puerta de la sinagoga?
       Mendel le contó sus infortunios al sacristán.
       —Por favor, quisiera hablar con el rabino.
       —El rabino es un hombre anciano. Ahora duerme. Su esposa no dejará que lo vea. Váyase a su casa y vuelva mañana.
       —Al mañana ya le he dicho adiós. Soy un moribundo.
       Aunque el sacristán parecía dudar, señaló una vieja casa de madera, puerta por medio.
       —Allí vive.
       Y desapareció dentro de la sinagoga con la vela encendida arrojando sombras a su alrededor.
       Mendel, con Isaac colgado de su manga, subió los escalones de madera y tocó el timbre. Al cabo de cinco minutos una mujer voluminosa, de cara grande y pelo gris, salió al porche con una rotosa bata echada encima del camisón. Explicó enfáticamente que el rabino dormía y que no se le podía despertar.
       Pero mientras estaba insistiendo sobre esto, el propio rabino apareció vacilantemente en la puerta. Escuchó durante un minuto y dijo:
       —Al que quiera verme, déjalo entrar.
       Entraron en un cuarto desordenado. El rabino era un viejo flaco de espaldas encorvadas y unos pelos blancos por barba. Llevaba un camisón de franela y un casquete negro; tenía los pies descalzos.
       —Por favor—murmuró su esposa—, ponte zapatos o mañana seguro tendrás una pulmonía. Tenía un vientre enorme y era varios años más joven que su marido. Miró fijamente a Isaac y luego se apartó.
       Mendel relató apologéticamente su peregrinación.
       —Todo lo que necesito ahora son treinta y cinco dólares.
       —¿Treinta y cinco?—dijo la mujer del rabino—. ¿Y por qué no treinta y cinco mil? ¿Quién tiene tanto dinero? Mi esposo es un rabino pobre. Los doctores se llevan hasta el último centavo.
       —Mi querido amigo—dijo el rabino—, si los tuviera te los daría.
       —Ya tengo setenta—prosiguió Mendel apesadumbrado—. Sólo necesito treinta y cinco más.
       —Dios te dará—dijo el rabino.
       —En la tumba —replicó Mendel—. Los necesito esta noche. Vamos, Isaac.
       —¡Espera! —lo llamó el rabino.
       Entró presurosamente en la otra habitación y salió con un abrigo forrado en piel que entregó a Mendel
       —¡Yascha! —gritó la mujer—. ¡Tu abrigo nuevo, no!
       —Tengo el viejo. ¿Quién necesita dos sacos para un solo cuerpo?
       —Yascha, te estoy gritando...
       —¿Quién puede andar entre los pobres, dime, con un abrigo nuevo?
       —Yascha —gritó nuevamente ella—, ¿qué puede hacer este hombre con tu abrigo? Necesita el dinero esta noche. Los prestamistas duermen.
       —Déjalo que los despierte.
       —No—. Tironeó del saco que agarraba Mendel.
       Él se prendió de una manga, luchando con ella por el saco. A ésta la conozco, pensó Mendel. «Shylocks murmuró. Los ojos de la mujer brillaron.
       El rabino gruñía y se bamboleaba aturdido. La mujer daba gritos al ver que Mendel le arrancaba el abrigo.
       —¡Corre! —gritó el rabino.
       —¡Corre, Isaac!
       Salieron corriendo de la casa y bajaron la escalera.
       —¡Detente, ladrón! —gritaba la esposa del rabino.
       El rabino se llevó las manos a las sienes y cayó al suelo.
       —¡Socorro! —gimió la mujer—. Ataque cardíaco. ¡Socorro!
       Pero Mendel e Isaac corrían por las calles con el nuevo abrigo forrado de piel del rabino. Tras ellos, silenciosamente, corría Ginzburg.
       Era muy tarde cuando Mendel compró el boleto de tren en la única ventanilla abierta.
       No había tiempo para detenerse a comer un sandwích, así que Isaac se comió sus maníes y se apresuraron para llegar al tren en la enorme estación desierta.
       —Entonces por la mañana —Mendel boqueaba mientras corrían—, viene un hombre que vende café y sandwiches. Come, pero consigue la vuelta. Cuando llegue a California el tren, te estará esperando en la estación el tío Leo. Si tú no lo reconoces, él te reconocerá a ti. Dile que le mando muchos saludos.
       Pero cuando llegaron al portón, la plataforma estaba cerrada, la luz apagada.
       Mendel, gruñendo, golpeó el portón con los puños
       —Demasiado tarde—dijo el recolector de pasajes, un hombre corpulento, de uniforme y barba, con las fosas nasales llenas de pelos y olor a pescado.
       Señaló el reloj de la estación.
       —Son más de las doce, ya.
       —Pero veo que el tren está todavía allí dijo Mendel, saltando de desesperación.
       —Ya sale, dentro de un minuto.
       —Un minuto basta. Abra el portón, por favor
       —Demasiado tarde, ya se lo dije.
       Mendel se golpeó el huesudo pecho con las dos manos:
       —¡Con todo el corazón le pido ese favorcito!
       —Favores ya ha tenido bastantes. Para usted el tren ya se ha ido. A medianoche ya debería estar muerto. Se lo dije ayer. Es todo lo que puedo hacer por usted.
       —¡Ginzburg!—. Mendel se encogió hacia atrás.
       —¿Y quién si no?—La voz era metálica, los ojos le brillaban, tenía una expresión divertida.
       —Para mí—rogó el viejo—no pido nada. Pero, ¿qué le pasará a mi muchacho?
       Ginzburg se encogió levemente de hombros:
       —Lo que tiene que pasar, pasa. No es mi responsabilidad. Tengo bastante en qué pensar como para preocuparme de alguien con un solo cilindro.
       —¿Cuál es entonces su responsabilidad?
       —Crear condiciones. Hacer que suceda lo que sucede. No estoy en el negocio antropomórfico.
       —¿Y en qué negocio está, dónde está su compasión?
       —No lo hago por gusto. La ley es la ley.
       —¿Qué ley es esa?
       —La ley universal cósmica, maldito sea, la que yo mismo debo seguir.
       —¿Qué clase de ley es ésa?—gritó Mendel—. Por amor de Dios ¿no comprende lo que he pasado en mi vida con este pobre chico? Mírelo. Durante treinta y nueve años, desde el día en que nació, esperé que creciera, pero no. ¿Comprende lo que eso significa para el corazón de un padre? ¿Por qué no lo deja ir con su tío? Había ido levantando la voz y ahora gritaba.
       Isaac maulló ruidosamente.
       —Es mejor que se calme, o va a herir los sentimientos de alguien—dijo Ginzburg, con un guiño en dirección a Isaac.
       —En toda mi vida —gritó Mendel, temblándole el cuerpo—¿qué es lo que tuve? Fui pobre. Sufrí por mi salud. Cuando trabajé, trabajé demasiado. Cuando
       no trabajaba, era peor. Mi mujer murió muy joven. Pero nunca le pedí nada a nadie. Ahora pido un pequeño favor. Sea bueno, Mr. Ginzburg.
       El recolector de boletos se limpiaba los dientes con el cabito de un fósforo.
       —Usted no es el único, amigo mío, algunos lo pasan peor que usted. Es lo que ocurre en este país.
       —¡Perro, perro!— Mendel se abalanzó sobre la garganta de Ginzburg y empezó a estrangularlo. Pedazo de bastardo, ¿no comprendes lo que quiere decir humano?
       Lucharon nariz contra nariz. Ginzburg, aunque sus asombrados ojos se le saltaban, comenzó a reír.
       —No chillarás más. Te convertiré en hielo.
       Los ojos se le encendieron de furor y Mendel sintió un frío intolerable que le invadía el cuerpo como una daga helada, haciendo temblar todos sus miembros.
       Ahora muero sin ayudar a Isaac.
       Se reunió una multitud. Isaac daba alaridos de miedo.
       Colgándose de Ginzburg en su última agonía, Mendel vio reflejado en los ojos del recolector de pasajes la profundidad de su terror. Pero vio que Ginzburg, mirándose a sí mismo en los ojos de Mendel, veía reflejarse en ellos el alcance de su propio terrible furor. Contemplaba una trémula, centelleante, cegadora luz que producía oscuridad.
       Ginzburg quedó pasmado:
       —¿Quién, yo?
       Lentamente fue aflojando la mano que tenía sobre el viejo retorcido y Mendel, con el corazón latiéndole apenas, se desmoronó en el suelo.
       —Ve—murmuró Ginzburg—, llévalo al tren.
       —Déjalo pasar—ordenó a un guarda.
       La multitud se abrió. Isaac ayudó a levantarse a su padre y bajaron trotando los escalones que llevaban a la plataforma donde el tren esperaba, encendido y listo para partir.
       Mendel encontró un asiento en el vagón para Isaac, y lo abrazó presurosamente.
       —Ayuda a tío Leo, Isaakil. Acuérdate también de tu padre y de tu madre.
       —Sea bueno con él—le dijo al guarda—. Muéstrele dónde está todo.
       Esperó en la plataforma hasta que el tren comenzó lentamente a moverse. Isaac estaba sentado en el borde del asiento, la cara estirada en dirección al viaje. Cuando el tren partió, Mendel subió las escaleras para ver qué había sido de Ginzburg.



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