Bernard Malamud
(26 de abril, 1914 – 18 de marzo, 1986)

La modelo (1983)
(“The Model”)
Originalmente publicado en la revista The Atlantic (August 1983);
The Stories of Bernard Malamud
(New York: Farrar Straus Giroux, 1983, 368 págs.)


      A primera hora de la mañana, Ephraim Elihu llamó por teléfono a la Liga de estudiantes de arte y preguntó a la mujer que cogió el teléfono que si podía facilitarle el contacto de una modelo con experiencia para pintarla desnuda. Le dijo a la mujer que le interesaba alguien de unos treinta años.
       —¿Sería tan amable de ayudarme?
       —No me suena su nombre —le respondió la mujer—, ¿alguna vez ha tratado con nosotros? Algunos de nuestros estudiantes trabajan como modelos, pero, por lo general, sólo lo hacen con pintores que conozcamos.
       El señor Elihu dijo que no. Quiso hacerle entender que era un pintor aficionado que estudió hace mucho tiempo en la Liga.
       —¿Tiene estudio propio?
       —Tengo un salón amplio muy bien iluminado. Ya no soy ningún pipiolo —dijo—, pero he vuelto a pintar tras unos años de parón y me gustaría hacer algunos estudios del cuerpo humano y recuperar la sensibilidad de las formas. No soy un pintor profesional, pero me tomo muy en serio la pintura. Si necesita referencias mías, puedo proporcionárselas.
       El señor Elihu le preguntó que cuánto cobraban las modelos y la mujer, tras una breve pausa, le respondió—:
       Seis dólares la hora.
       Dijo que le parecía un precio razonable; quería explicarle más cosas a la mujer, pero no le dejó. La señora apuntó su nombre y su dirección y le dijo que creía que, para pasado mañana, le encontraría a alguien. El señor Elihu le dio las gracias por la gestión.
       Esto ocurrió el miércoles. La modelo se presentó el viernes por la mañana. La noche anterior había llamado al señor Elihu y habían fijado la hora de la cita. Llamó al timbre poco después de las nueve y el señor Elihu abrió de inmediato la puerta. Se trataba de un hombre de setenta años, con el pelo canoso y que vivía en una casa de ladrillos de color marrón cerca de la Novena Avenida; estaba realmente emocionado por poder pintar a aquella joven muchacha.
       La modelo era una mujer de veintisiete años o así; el viejo pintor decidió que la mejor parte de su cuerpo eran los ojos. Llevaba un chubasquero azul, pese a que hacía un estupendo día de primavera. Al viejo pintor le gustaba la muchacha, pero no se lo dijo. Ella apenas le dirigió la mirada cuando entró a su casa.
       —Buenos días —dijo.
       —Buenos días —respondió ella.
       —Es como la primavera —dijo el anciano—. Las hojas brotan de nuevo.
       —¿Dónde puedo cambiarme? —le preguntó la modelo.
       El señor Elihu le preguntó su nombre y ella respondió—: Señora Perry.
       —Puede cambiarse en el baño, señora Perry, o, si lo prefiere, no hay nadie en mi cuarto y puede cambiarse también allí.
       La modelo dijo que le daba igual pero, tras pensárselo, prefirió cambiarse en el baño.
       —Como desee —dijo el anciano.
       —¿Vive con su mujer? —le preguntó al echar un vistazo a la casa.
       —No, soy viudo.
       Dijo que también había tenido una hija, pero había fallecido en un accidente. La modelo dijo que lo sentía mucho.
       —Ahora mismo vuelvo. No tardaré en cambiarme.
       —No tengo ninguna prisa —dijo el señor Elihu, contento de poder pintarla.
       La señora Perry entró en el baño; allí se desnudó y volvió rápidamente. Se quitó el albornoz. Su cabeza y sus hombros eran esbeltos y bien formados. Le preguntó al anciano que cómo quería que posase. El anciano se encontraba junto a una mesa de cocina con la superficie esmaltada, cerca de una amplia ventana. Sobre la mesa, preparaba y mezclaba los colores de dos botes de pintura. Había otros tres botes, pero no los utilizaba. La modelo le dio una última calada a su cigarrillo y lo apagó sobre la tapa de una lata de café que había en la mesa.
       —¿Le importa que le dé una calada de vez en cuando?
       —No, no me importa siempre y cuando lo haga en los descansos.
       —Faltaría más.
       La muchacha lo observaba mientras se tomaba su tiempo mezclando los colores.
       El señor Elihu no miró inmediatamente su cuerpo desnudo, sino que le dijo que le gustaría que se sentase en una silla junto a la ventana. Ambos estaban frente a un jardín trasero donde había un ailanto cuyas hojas estaban empezando a salir.
       —¿Cómo quiere que me siente? ¿Quiere que cruce las piernas o no?
       —Como prefiera. Tanto me da que las cruce como que no. Como usted esté más cómoda.
       A la modelo le sorprendió la respuesta; se sentó sobre la silla amarilla junto a la ventana y cruzó una pierna sobre la otra. Tenía una figura estupenda.
       —¿Le gusta así?
       El señor Elihu asintió.
       —Bien —dijo—. Muy bien.
       Mojó su pincel en la mezcla que había preparado y, tras mirar el cuerpo desnudo de la modelo, comenzó a pintar. La miraba un momento y, después, retiraba la vista rápidamente, como si tuviera miedo de ofenderla. Pero su expresión era objetiva. Pintaba, aparentemente, con toda la tranquilidad del mundo y, de vez en cuando, miraba a la modelo. Pocas veces la miraba. Ella actuaba como si él no estuviera. En determinado momento, la modelo se giró para contemplar el ailanto y el anciano se paró a estudiarla momentáneamente para descubrir qué era lo que la muchacha podría haber visto en el árbol.
       Después la modeló miró al pintor con sumo interés. Observaba sus ojos y observaba sus manos. El pintor preguntó si estaba haciendo algo mal. Tras una hora de trabajo, la modelo se levantó bruscamente de la silla amarilla.
       —¿Está cansada? —le preguntó.
       —No, no es eso —dijo ella—, es que me gustaría saber qué narices se cree que está haciendo. Francamente, dudo mucho que tenga la más mínima idea de lo que es pintar.
       Lo había dejado sin palabras. Elihu cubrió rápidamente el lienzo con una toalla.
       Tras una larga pausa, el señor Elihu cogió aire profundamente, se humedeció los labios y dijo que en ningún momento había dicho que fuera un pintor profesional. Dijo que había intentado dejárselo muy claro a la mujer de la Liga con la que habló por teléfono. Después añadió:
       —Tal vez haya cometido un error al pedirle que venga a mi casa. Creo que lo que debería haber hecho antes es practicar un poco más por mi cuenta para no hacerle perder el tiempo a nadie. Supongo que aún no estoy preparado para lo que quiero hacer.
       —Me da igual si ha estado practicando o no —dijo la señora Perry—. ¿Sabe cuál es mi sensación? Que no me estaba pintando. Es más, creo que ni siquiera está interesado en pintarme. Lo que le interesaba era verme desnuda. A saber por qué, sólo usted conoce sus intenciones... De lo que sí estoy jodidamente segura es que la mayoría de sus intenciones no tienen nada que ver con la pintura.
       —Creo que he cometido un error.
       —Claro que lo ha cometido —dijo la modelo. Se puso el albornoz y se apretó bien fuerte el cinto.
       —Soy pintora —dijo— y si poso es porque necesito el dinero, pero reconozco a un farsante cuando lo veo.
       —No me sentiría tan avergonzado —dijo el señor Elihu—, si esa señora de la Liga de los estudiantes de arte me hubiese dejado explicar mi situación. Siento lo ocurrido —dijo Elihu con la voz quebrada—. Debería habérmelo pensado mejor. Tengo setenta años. Siempre me han gustado las mujeres y me da mucha rabia no tener amigas en este momento de mi vida. Esa era una de las razones por las que quería volver a pintar, pese a que nunca me consideré como un pintor especialmente dotado de talento. Y, también, creo que no soy consciente todavía de que se me ha olvidado pintar. Me sentía tan fascinado por usted y, a su vez, por la forma en que mi vida ha pasado tan rápido. Confiaba en que volver a pintar me devolviese las ganas de vivir. Lamento mucho haberla ofendido y las inconveniencias que haya podido causarle.
       —Las inconveniencias me las va a pagar, no se preocupe —dijo la señora Perry—, pero por lo que no podrá pagarme es por el insulto de hacerme venir aquí, hasta su casa, y someterme a sus ojos recorriendo mi cuerpo.
       —No era mi intención insultarla.
       —Pues lo ha hecho.
       Después le pidió al señor Elihu que se desnudara.
       —¿Yo? —dijo sorprendido—. ¿Para qué?
       —Quiero dibujarle. Quítese los pantalones y la camisa.
       Elihu dijo que hacía poco que se había deshecho de la ropa interior de invierno, pero a la señora Perry no le hizo gracia.
       El señor Elihu se desnudó, avergonzado por el aspecto que debía tener ante ella.
       Con enérgicas pinceladas, la señora Perry empezó a dibujar sus contornos. Era un hombre atractivo, pero se sentía mal. Cuando terminó de dibujar, mojó uno de los pinceles del señor Elihu en una masa de pintura negra que había sacado de uno de los botes y lo llenó de rayajos negros, dejándolo hecho un desastre.
       Elihu podía ver el odio en sus ojos, pero no dijo nada.
       La señora Perry tiró el pincel en una papelera y se metió otra vez en el baño para vestirse.
       El anciano extendió un cheque por la suma que habían convenido. Le daba vergüenza escribir su nombre, pero lo firmó y se lo entregó. La señora Perry metió el cheque en su bolso y se marchó.
       El anciano se quedó pensando en que, a su manera, era una mujer atractiva, aunque le faltaba algo de elegancia. Después, el anciano se preguntó a sí mismo:
       —¿Me queda algo más en la vida aparte de lo que tengo ahora? ¿Es esto todo lo que me queda?
       Parece que la respuesta era un sí y empezó a llorar por lo rápido que había envejecido.
       Al cabo de un rato, quitó la toalla que cubría el lienzo y trató de completar el rostro de la modelo, pero ya no se acordaba de él.



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