Bernard Malamud
(26 de abril, 1914 – 18 de marzo, 1986)
La corona de plata (1972)
(“The Silver Crown”)
Originalmente publicado en la revista Playboy (diciembre 1972);
Rembrandt’s Hat
(New York: Farrar Straus Giroux, 1973, 204 págs.)
Gans, el padre, yacía moribundo en una cama de hospital. Distintos doctores habían dicho distintas cosas, sosteniendo distintas teorías. Se habló de una operación exploratoria pero pensaron que eso podría matarlo. Un doctor dijo cáncer.
—Será del corazón —dijo el anciano amargamente.
—No sería imposible.
El joven Gans, Albert, un maestro de biología en una escuela de enseñanza media, por las tardes recorría las calles afligido. ¿Qué puede hacer nadie sobre el cáncer? Las suelas de sus zapatos estaban gastadas de tanto caminar. Se irritaba fácilmente; enojado por la guerra, la bomba atómica, la polución, la muerte, evidentemente la tensión de preocuparse por la dolencia de su padre. El no poder hacer nada por él lo ponía frenético. Nunca en su vida había hecho nada por él.
Una colega, una maestra de inglés con la que una vez se había acostado, una chica que envejecía visiblemente, le aconsejó:
—Si los doctores no lo saben, Albert, prueba con un curandero por la fe. Distintas personas saben distintas cosas; nadie lo sabe todo. Con el cuerpo humano vete a saber.
Albert rió tristemente pero escuchó. Si los especialistas no se ponen de acuerdo, ¿con quién se pone de acuerdo uno? Si uno lo ha intentado todo, ¿qué más puede intentar?
Una tarde, después de dar un largo paseo solo, cuando se disponía a bajar las escaleras del metro en una estación del Bronx, agobiado todavía por sus preocupaciones, inquieto porque nada había cambiado, fue abordado por una muchacha gordita con brazos desnudos y carnosos que le tendió una tarjeta que él trató de esquivar. La muchacha componía una pasmosa visión, de retrasada como mínimo. Quince años le habría dado él, aunque parecía treinta y probablemente tiene la mentalidad de diez. Tenía el cutis reluciente, la cara húmeda, pulposa, la diminuta boca abierta y siempre la tendría igual; los ojos separados en el amplio y borroso semblante, o de un verde descolorido o castaño, o uno de cada color —él no estaba seguro—. No parecía incomodada por aquel repaso, hacía como unos gorgoritos. Su espeso cabello estaba trenzado como maroma en dos coletas; llevaba unas abultadas zapatillas de paño, reventándose por las suelas y costuras, una desteñida falda roja que le colgaba hasta los macizos tobillos y un grueso jersey marrón, abrochado sobre voluminosos pechos, aunque el tiempo era todavía un caluroso septiembre.
El impulso del maestro fue el de pasar de largo aquella mano regordeta y como de criatura. Sin embargo, tomó la tarjeta. Simple curiosidad. ¿Será que cuando uno ha aprendido a leer lo lee todo? ¿Un impulso caritativo?
Albert conocía el yiddish y el hebreo pero leyó en inglés: «Curo a los enfermos. Salvo a los moribundos. Fabrico una corona de plata».
¿Qué clase de corona de plata sería ésa?
Ella emitió unos ruidos imposibles. Deprimido, él apartó la vista. Cuando sus ojos volvieron a fijarse en los de la muchacha, ésta salió corriendo.
Él examinó la tarjeta. «Fabrico una corona de plata». Daba el nombre y las señas de un rabino, nada menos: Jonás Lifschitz, no lejos, en aquel barrio. La corona de plata lo tenía intrigado. No se le ocurría qué tendría que ver con lo de salvar a los moribundos, pero le parecía que debía enterarse. Aunque en principio la idea le repugnaba, resolvió visitar al rabino y se sintió, en cierto modo, aliviado.
El maestro se apresuró a lo largo de unas cuantas manzanas hasta llegar a las señas que indicaba la tarjeta, una demolida sinagoga en un comercio, Congregación Theodor Herzl, pintado en gruesos e irregulares caracteres sobre el vidrio de la ventana. El nombre del rabino, en letras más pequeñas, doradas, era: A. Marcus. En el portal a la izquierda del comercio estaba repetido en cifras de hojalata el número de la vivienda, y en una tarjeta bajo la placa vacía del nombre, debajo del mezuzah, aparecía escrito a lápiz: «Rabino J. Lifschitz. Retirado. Consultas. Llamar al timbre». El timbre, cuando por fin se aventuró, no funcionaba —parecía muerto—, así que Albert, con el latir de su corazón errático, hizo girar la manecilla. La puerta cedió fácilmente y subió vacilante el oscuro y angosto tramo de escalones de madera. En tanto subía, asaltado por dudas, alzando la vista a través de la penumbra, pensó en dar media vuelta, pero al llegar al primer rellano llamó a la puerta vigorosamente.
—¿Hay alguien en casa?
Golpeó con más fuerza, irritado consigo mismo por estar ahí, disponiéndose a pasar, ¿quién iba a decírselo media hora antes? La puerta se abrió con un crujido y apareció aquel semblante amplio, mal formado. La joven retrasada, semicerrando un ojo bulboso, hizo unos ruidos como de dos huevos al freírse, y retrocedió, cerrando la puerta violentamente. El maestro, tras momentánea reflexión, la abrió a tiempo de verla, pese a lo rolliza que estaba, correr aprisa por el largo y comprimido pasillo, su cuerpo chocando con las paredes antes de desaparecer en un cuarto trasero.
Albert penetró cautelosamente, con una sensación de embarazo, si no de peligro, recomendándose largarse de ahí cuanto antes; pero se quedó para asomarse con curiosidad a una habitación delantera contigua al vestíbulo, ensombrecida por unas persianas verdes, a través de las cuales se filtraban unos riachuelos de luz como hebras. Las persianas parecían desteñidos mapas de tierras antiguas. Un anciano de barbas grises y con el párpado izquierdo inflado, tocado con un casquete, estaba profundamente dormido, un libro en el regazo, sentado en un despachurrado sillón. Alguien en la habitación emanaba un olor a rancio, como no fuera el sillón. Mientras Albert lo miraba, el anciano se despertó rápidamente. El grueso librito se le escurrió del regazo y cayó con un golpe seco, pero en lugar de recogerlo lo metió debajo del asiento de una patada con el talón.
—¿Así que por dónde íbamos? —inquirió afablemente, algo falto de aliento.
El maestro se descubrió, recordó en casa de quién estaba, y se volvió a poner el sombrero.
Se presentó.
—Busco al rabino J. Lifschitz. Su… esto… chica me abrió la puerta.
—El rabino Lifschitz, para servirle; era mi hija Rifkele. No es perfecta, aunque Dios, que la creó a semejanza suya, es en sí la perfección. Lo que esto significa no tengo que decírselo.
Su pesado párpado descendió en un guiño, al parecer involuntario.
—¿Qué significa? —preguntó Albert.
—Que a su modo también es perfecta.
—Bien, el caso es que me abrió la puerta y aquí estoy.
—¿Y qué ha decidido?
—¿Con respecto a qué, si me permite preguntarle?
—¿Qué ha decidido sobre lo que hablamos, la corona de plata?
Sus ojos se paseaban de un lado a otro mientras hablaba; se frotaba nervioso un pulgar e índice. «Un tipo cuco —concluyó el maestro—. Con éste habré de andarme con pies de plomo».
—He venido a enterarme sobre esa corona que usted anuncia —dijo—, aunque en realidad no hemos hablado de ella ni de nada. Al entrar yo aquí usted dormía.
—A mi edad… —explicó el rabino.
—No es por criticar. Sólo digo que yo para usted soy un extraño.
—¿Cómo podemos ser extraños cuando ambos creemos en Dios?
Albert no quiso discutir.
El rabino levantó las dos persianas y los últimos rayos de luz diurna cayeron en la espaciosa habitación de elevado techo, atestada con por lo menos media docena de sillas de respaldo rígido y plegadizas, además de un sofá roto. ¿Qué tipo de operación realiza aquí? ¿Consultas en grupo? ¿Dispensa terapia rabínica? El maestro experimentó renovado disgusto consigo mismo por haber acudido. En la pared colgaba un único espejo ovalado, enmarcado por unas agrupaciones doradas de círculos de metal unidos, grandes y pequeños; pero no había cuadros. Pese a las sillas desocupadas, o quizás a causa de las mismas, la habitación parecía desértica.
El maestro observó que los pantalones del rabino estaban a una semana de caerse hechos jirones. Llevaba una arrugada y raída americana negra y una amarillenta camisa blanca sin corbata. Sus húmedos ojos azul grisáceo se movían inquietos. El rabino Lifschitz era un hombre de rostro atezado con bolsas pardas debajo de los ojos y que olía a ancianidad. Ése era el olor. Era difícil precisar si se parecía o no a su hija; Rifkele se parecía a los de su raza.
—Siéntese —dijo el viejo rabino, suspirando débilmente—. En el sofá no, en una silla.
—¿Alguna en particular?
—Tiene usted un excelente sentido del humor. —Sonriendo distraídamente, indicó dos sillas de cocina y él tomó asiento en una.
Ofreció un delgado cigarrillo.
—Lo he dejado —explicó el maestro.
—Yo también. —El anciano se guardó el paquete—. ¿Así que quién está enfermo?
Albert se tensó ante la pregunta al recordar la tarjeta que había tomado de la chica. «Curo a los enfermos. Salvo a los moribundos».
—Para ir directamente al grano, sucede que mi padre está en el hospital con una seria dolencia. De hecho, se está muriendo.
El rabino, asintiendo gravemente, sacó unas gafas del bolsillo de sus pantalones, las limpió con un pañuelo grande y sucio y se las colocó, ajustando las varillas metálicas sobre sus carnosas orejas.
—¿Así que le vamos a fabricar una corona?
—Eso depende. A enterarme sobre la corona es a lo que he venido.
—¿Qué desea saber?
—Voy a serle franco. —El maestro se sonó las narices y se las limpió con calma—. Mi mente es naturalmente empírica y objetiva… pongamos que no mística. Aunque recelo de la curación por la fe, he acudido aquí, con franqueza, porque quiero hacer todo lo posible para ayudar a mi padre a recobrar la salud. Para decirlo de otro modo, no quiero dejar nada por probar.
—¿Ama usted a su padre? —El rabino chasqueó la lengua, sus ojos velados por una tenue expresión de condolencia.
—Lo que siento es obvio. Ahora mismo lo que más me interesa es saber cómo opera la corona. ¿Podría usted ser explícito respecto al mecanismo del asunto? ¿Quién se la pone, por ejemplo? ¿Él? ¿Usted? ¿O debo ser yo? En otras palabras, ¿cómo funciona? Y si no le molesta decírmelo, ¿cuál es el principio, o explicación teórica, detrás de todo ello? Esto es para mí terra incognita, pero pienso que acaso esté dispuesto a hacer la prueba si puedo justificármelo a mí mismo. ¿Podría ver una muestra de la corona, si tiene alguna a mano?
El rabino, con un abstraído sobresalto, pareció interrumpirse en el proceso de hurgarse la nariz.
—¿Qué es la corona? —preguntó, al principio con arrogancia, luego otra vez suavemente—. Es una corona, ni más ni menos. Hay coronas en la Mishna, en los Proverbios, en la Cábala; los pergaminos de la Tora a menudo están protegidos por coronas. Pero ésta es diferente, esto lo comprenderá usted cuando haya cumplido su misión. Es un milagro. No existe una muestra. La corona debe fabricarse individual para su padre. Así se restablecerá su salud. Hay dos precios…
—Tenga la bondad de explicarme qué se supone que cura la dolencia —dijo Albert—. ¿Opera como magia por simpatía? No es que diga que no. Lo que pasa es que a mí me interesa todo tipo de fenómenos. ¿Acaso la corona extrae la enfermedad, algo así como una cataplasma, o qué?
—La corona no es una medicina, es la salud de su propio padre. Nosotros ofrendamos la corona a Dios y Dios le devuelve a su padre la salud. Pero ante todo hay que fabricarla como es debido… eso lo haré con ayuda de mi asistente, un joyero retirado. Me ha ayudado a fabricar un millar de coronas. La plata no tiene secretos para él, créame, calculará a la onza la cantidad necesaria según el tamaño que usted desee. Luego, yo pronunciaré las bendiciones. Sin las bendiciones precisas, las palabras justas, la corona no surte efecto. El porqué no tengo que decírselo. Una vez terminada la corona, su padre se sentirá mejor. Eso se lo garantizo. Deje que le lea unas palabras del libro místico.
—¿La Cábala? —preguntó el maestro respetuosamente.
—Parecido a la Cábala.
El rabino se puso en pie, se acercó a su asiento, se arrodilló lentamente y sacó el libro que había escondido debajo del malogrado sillón, un pequeño y grueso volumen con pastas de un desteñido púrpura, sin una palabra impresa en las mismas. El rabino besó el libro y murmuró una oración.
—Lo escondí un instante —explicó—, al entrar usted. Es terrible lo de hoy día, eso de que los cristianos irrumpan en casa de uno en pleno día y le quiten lo que le pertenece, cuando no la propia vida.
—Ya le aclaré en seguida que su hija me había abierto la puerta —dijo Albert, incómodo.
—Lo comprendí así que lo dijo.
El maestro preguntó entonces:
—¿Y si yo no fuera creyente? ¿Funcionaría la corona aunque la encargase una persona que tiene sus dudas?
—Dudas tenemos todos. Nosotros dudamos de Dios y Dios duda de nosotros. Esto es natural debido a la naturaleza de la existencia. Esa clase de dudas no me dan miedo, siempre que ame usted a su padre.
—Hace usted que suene a paradoja.
—¿Y qué tiene de malo una paradoja?
—Mi padre no era el hombre más fácil del mundo con quien tratar, ni tampoco yo lo soy, para decir verdad, pero se ha mostrado generoso conmigo y quisiera recompensarle de alguna forma.
—Dios respeta a un hijo agradecido. Si usted ama a su padre eso entrará en la corona y le ayudará a recobrar la salud. ¿Entiende usted el hebreo?
—Desgraciadamente, no.
El rabino pasó unas hojas de su grueso volumen, se detuvo en una y leyó en voz alta en hebreo, que a continuación tradujo al inglés:
—«La corona es el fruto de la gracia de Dios. Su gracia es el amor por la creación». Estas palabras las leeré siete veces sobre la corona de plata. Es la bendición más importante.
—Muy bien. Pero ¿qué hay de esos precios que mencionó usted hace un instante?
—Eso depende de lo rápidamente que desee usted la curación.
—La curación quiero que sea inmediata, de otro modo la cosa no tendría sentido —dijo Albert, reprimiendo su enojo—. Si lo que pone usted en duda es mi sinceridad, ya le he dicho que estoy considerando este recurso pese a que choca con algunas de mis convicciones más firmes. Me he tomado la molestia de exponerle claramente mis pros y mis contras.
—¿Quién dice que no?
El maestro advirtió la presencia de Rifkele de pie junto a la puerta, comiéndose una rebanada de pan untado de mantequilla. Ella le miraba como si le estuviera viendo por primera vez.
—Shpeter, Rifkele —dijo el rabino con paciencia.
La chica se metió la rebanada en la boca y se fue corriendo pesadamente por el pasillo.
—Bien, ¿qué hay de esos dos precios? —preguntó Albert, irritado por la interrupción. Cada vez que aparecía Rifkele, sus dudas referentes a la empresa se erguían ante él como guerreros armados con lanzas.
—Tenemos dos tipos de coronas —dijo el rabino—. Una cuesta cuatrocientos uno y la otra novecientos ochenta y seis.
—¿Dólares, quiere usted decir? ¡Por el amor de Dios!, eso es fantástico.
—La corona es de plata pura. El cliente paga en dólares de plata. Así, nosotros fundimos los dólares de plata, más para la corona de tamaño grande, menos para la mediana.
—¿Y qué me dice de la pequeña?
—No la hay. ¿De qué serviría una corona pequeña?
—No lo sé, pero según parece cuanto más grande mejor. Dígame, tenga la bondad, ¿qué puede hacer una corona de novecientos ochenta y seis que no pueda hacer una de cuatrocientos uno? ¿Es que el paciente se cura antes con una mayor? ¿Activa la reacción, quizá?
El rabino, cinco dedos ocultos en sus mustias barbas, asintió.
—¿Hay otros costes?
—¿Costes?
—¿Sobre los precios indicados?
—El precio es el precio, no hay extras. El precio es por la plata y el trabajo y las bendiciones.
—¿Tendría usted la amabilidad de decirme, suponiendo que yo decida enredarme en esto, dónde voy a dar con cuatrocientos un dólares en plata? O si opto por la ganga de los novecientos ochenta y seis, ¿dónde encontraré una pila de monedas por esa cantidad? Dudo de que hoy día haya un banco en todo el Bronx que conserve a mano todos esos dólares en plata. El Bronx ya no es el Oeste, rabino Lifschitz. Pero lo que hace más al caso, ¿no es cierto que la casa de moneda ya no fabrica dólares de plata todo en plata?
—Pues si no los fabrica los conseguiremos al por mayor. Si usted deja conmigo el dinero, yo encargaré la plata a un comerciante al por mayor, con lo que le ahorraremos a usted el tener que ir al banco. La cantidad de plata será la misma, sólo que en pequeños lingotes, que yo pesaré ante usted en una balanza.
—Otra pregunta. ¿Aceptaría en pago un talón mío personal? Podría entregárselo en cuanto hubiera tomado una decisión definitiva.
—Ojalá pudiera, señor Gans —dijo el rabino, sus venosas manos explorando todavía sus barbas—, pero cuando el paciente está tan enfermo es mejor dinero contante y sonante, para que yo pueda ponerme en seguida manos a la obra. A veces es devuelto un talón, o se extravía en el banco, y eso entorpece la labor de la corona.
Albert no preguntó cómo, sospechando que un talón devuelto, o extraviado, no era el problema. Sin duda, algunos clientes, después de pensarlo bien, habían anulado el pago de sus talones.
Mientras el maestro meditaba su siguiente paso —¿debía, no debía?—, sopesando un pensamiento racional contra uno sentimental, el viejo rabino seguía sentado, leyendo aprisa su librito místico, moviendo los labios en silencio.
Albert por fin se levantó.
—Esta noche decidiré la cuestión una vez por todas. Si tiro adelante y encargo la corona, mañana, después del trabajo, le traeré el dinero.
—Vaya en paz —dijo el rabino. Quitándose las gafas, se limpió ambos ojos con el pañuelo.
¿Secos o húmedos?, pensó el maestro.
Al salir del portal, más bien inclinado a no probar lo de la corona, sentíase satisfecho, casi eufórico.
Pero a la mañana siguiente, tras una noche difícil, el ánimo de Albert había dado la vuelta. Luchó contra la depresión, la irritación, sintiendo rachas de fría y ardiente ira. Es tirar el dinero, pura y llanamente, pero por algún motivo no estoy oponiendo mucha resistencia. Puede que mi subconsciente me diga que debo dejarme llevar por la corriente y encargar la corona. Luego ya veremos que pasa, si se pone a llover, a nevar, o viene la primavera. No pasará gran cosa, supongo, pero sea lo que sea, mi conciencia estará tranquila.
Mas cuando aquella tarde visitó al rabino Lifschitz en la misma habitación llena de sillas desocupadas, aunque el maestro llevaba el dinero requerido en la billetera, seguía sintiéndose incómodo respecto a desprenderse de él.
—¿Qué es de las coronas una vez que han sido usadas y el paciente recobra la salud? —preguntó al rabino astutamente.
—Me alegro que me haga esta pregunta —dijo alerta el rabino, su grueso párpado colgando—. Pues las fundimos y damos la plata a los pobres. Un mitzvah para uno sirve de mitzvah para otro.
—¿A los pobres, dice usted?
—Hay muchos pobres, señor Gans. A veces necesitan una corona para una esposa enferma o un hijo enfermo. ¿De dónde iban a sacar la plata?
—Ya entiendo, algo así como un ciclo, pero ¿no puede volver a usarse la corona tal como está? Quiero decir si permite usted que pase un tiempo antes de fundirlas… ¿Y si el moribundo se restablece y más adelante vuelve a caer enfermo?
—Para una nueva enfermedad se necesita una nueva corona. Mañana el mundo no es igual que hoy, aunque Dios escucha con el mismo oído.
—Mire, rabino Lifschitz —dijo Albert, impacientándose—, le diré con franqueza que estoy por encargarle la corona, pero me haría usted la decisión más fácil si me dejara echar un rápido vistazo a una de ellas, aunque no fuese por más de cinco segundos, a una que estén haciendo para otro paciente.
—¿Qué iba a ver en cinco segundos?
—Lo suficiente… si el artículo es creíble, si merece la pena y no es una inversión inútil…
—Señor Gans —replicó el rabino—, esto no es un trabajo de escaparate. No me está usted comprando un nuevo Chevrolet. Su padre yace agonizando en un hospital. ¿Lo ama usted? ¿Desea que yo le fabrique una corona que le cure?
La ira del maestro estalló.
—No sea estúpido, rabino, a eso ya le he contestado. Hágame el favor de no andarse por las ramas. Está usted hurgando en mi sentimiento de culpabilidad para que suspenda mis dudas, perfectamente razonables, sobre este raro asunto. No morderé ese anzuelo.
Se miraron con enojo. Las barbas del rabino temblaron. Albert rechinó los dientes.
Rifkele, en una habitación contigua, gimió.
El rabino, respirando emocionalmente, tras unos momentos dio su brazo a torcer.
—Le mostraré la corona —suspiró.
—Acepte mis disculpas por haber perdido los estribos.
El rabino las aceptó.
—Ahora tenga la bondad de decirme qué clase de mal padece su padre de usted.
—Ah —dijo Albert—, nadie está completamente seguro. Un buen día se metió en cama, se giró cara a la pared y dijo «estoy enfermo». Al principio sospecharon leucemia, pero las pruebas de laboratorio no lo confirmaron.
—¿Habló usted con los médicos?
—Por centenares. Hasta ponerme morado. Una partida de ignorantes —dijo el maestro con voz ronca—. En fin, el caso es que nadie sabe exactamente lo que le pasa. Las teorías incluyen extrañas enfermedades de la sangre, así como un posible carcinoma de ciertas glándulas endocrinas. He oído de todo, con complicaciones sugeridas, como el mal de Parkinson o el de Addison, esclerosis múltiple, sola o en combinación con otros males. En resumidas cuentas, se trata de un misterioso caso.
—Esto quiere decir que se necesitará una corona especial —dijo el rabino.
El maestro se picó.
—¿Cómo especial? ¿Qué costará?
—El coste será el mismo —respondió el rabino secamente—, pero el modelo y el tipo de bendiciones serán diferentes. Cuando uno trata con un misterio tal, tiene que hacerse otra pero más grande.
—¿Cómo funcionaría?
—Como dos vientos que se encuentran en el cielo. Uno blanco y otro azul. El viento azul dice: «No sólo soy azul sino que por dentro también soy púrpura y naranja». Así que el blanco se esfuma.
—Si puede fabricarla por el mismo precio, allá usted.
El rabino Lifschitz bajó las dos persianas verdes y cerró la puerta, ensombreciendo la habitación.
—Siéntese —dijo en la pesada oscuridad—, le mostraré la corona.
—Ya estoy sentado.
—Pues quédese en su sitio, pero vuelva la cabeza hacia la pared donde está el espejo.
—¿Pero a qué viene esta oscuridad?
—Verá usted la luz.
Oyó al rabino encender un fósforo y éste resplandeció momentáneamente, arrojando sombras de velas y sillas entre las desocupadas sillas de la habitación.
—Mire ahora en el espejo.
—Ya miro.
—¿Qué es lo que ve?
—Nada.
—Mire con los ojos.
Un candelabro de plata, primero con tres raquíticas velas ardiendo, luego cinco, luego siete, apareció como manos espectrales con flameantes dedos en el espejo ovalado. Su calor le sopló a Albert en la cara y por un momento se quedó estupefacto.
Pero evocando los juegos de su infancia, pensó: ¿quién engaña a quién? Es una de esas cosas de ilusionismo que recuerdo de cuando era niño. En tal caso, yo me largo de aquí. Lo del misterio, pase, pero no voy a aguantar truquitos mágicos o el tener que vérmelas con un mago rabínico.
El candelabro habíase desvanecido, aunque no su luz, y en el espejo vio ahora la sombría faz del rabino, su mirada hablándole. Albert miró rápidamente a su alrededor para comprobar si había alguien junto a su hombro, pero no había nadie. Dónde estaría escondiéndose en aquellos momentos el rabino, el maestro lo ignoraba; pero en el iluminado espejo reflejábase el rostro arrugado y enjuto del anciano, sus tristes ojos, apremiantes, inquisitivos, cansados, quizás incluso asustados, como si hubieran visto más de lo apetecible, pero seguían mirando.
¿Esto qué es, diapositivas o cintas caseras? Albert buscó alguna fuente de proyección pero no vio ningún haz de luz desprendiéndose de la pared o del techo, ni objeto o imagen que el espejo pudiera reflejar.
Los ojos del rabino brillaban como nubes repletas de sol. Una luna apareció en el cielo azul. El maestro no se atrevía a moverse por miedo a descubrir que no podía hacerlo. Entonces contempló una rutilante corona sobre la cabeza del rabino.
En un principio parecía como un turbante trenzado de madreperla, luego fue transformándose luminosamente, como una intrincada estrella en el firmamento nocturno, en una corona de plata, construida a base de barras, triángulos, medias lunas, espirales, torres, árboles, puntas de lanza…, cual si una furiosa tormenta hubiese arrancado de la tierra y reunido en su vorágine todo aquello, entretejiéndolo en una única y refulgente escultura ensamblada, un bosque de objetos dispares.
La visión en el fantasmagórico espejo, una corona de peregrina belleza —muy impresionante, se dijo Albert—, no duró más de cinco breves segundos; luego, el espejo fue oscureciéndose gradualmente y quedó vacío.
Las persianas estaban subidas. La sola bombilla dentro de un lirio esmerilado aplicado en el techo brillaba desapaciblemente en la habitación. Era de noche.
El viejo rabino estaba sentado, exhausto, en el sofá roto.
—¿La ha visto, pues?
—Vi algo.
—¿Cree en lo que vio, la corona?
—Creo haberla visto. En cualquier caso, me la llevo.
El rabino le miró sin comprender.
—Quiero decir que estoy conforme con que fabrique la corona —dijo Albert, teniendo que aclararse la garganta.
—¿Qué tamaño?
—¿De qué tamaño era la que he visto?
—De ambos tamaños. Es el mismo modelo para ambos tamaños, pero en el tamaño de novecientos ochenta y seis dólares entra más plata y más bendiciones.
—¿Pero no me dijo que el modelo para la corona de mi padre, debido a la peculiar naturaleza de su mal, habría de ser distinto, aparte de llevar unas bendiciones especiales?
El rabino asintió.
—Eso también viene en dos tamaños, el pequeño de cuatrocientos uno y el mayor de novecientos ochenta y seis dólares.
El maestro dudó una fracción de segundo.
—Que sea el tamaño grande —dijo resueltamente.
Tenía la billetera en la mano y sacó quince billetes nuevos —nueve de cien, cuatro de veinte, uno de cinco y uno de dólar—, hasta sumar 986 dólares.
Poniéndose las gafas, el rabino contó el dinero apresuradamente, manipulando cada flamante billete con el pulgar e índice como para asegurarse de que no hubiera ninguno pegado a otro. Dobló el fajo y se lo guardó en el bolsillo de los pantalones.
—¿Podría darme un recibo?
—Yo bien quisiera —dijo el rabino, serio—, pero para las coronas no hay recibo. Hay cosas que no son un negocio.
—Si hay dinero que cambia de manos, ¿por qué no?
—Dios no lo permite. Mi padre no daba recibos, ni tampoco mi abuelo.
—¿Cómo voy a demostrar que le he pagado si algo sale mal?
—Tiene mi palabra de honor de que nada saldrá mal.
—Sí, pero en caso de suceder un imprevisto —insistió Albert—, ¿me devolvería usted el dinero?
—Aquí tiene su dinero —dijo el rabino, alargando al maestro el fajo de billetes doblados.
—Deje —se apresuró a decir Albert—. ¿Podría decirme cuándo estará lista la corona?
—Mañana por la noche antes del Shabbath, a lo más tardar.
—¿Tan pronto?
—Su padre se está muriendo.
—Cierto, pero la corona parece un trabajo bastante complicado, con todas esas piezas sueltas que la componen…
—Nos daremos prisa.
—No quisiera que debido a las prisas se malograra, por decirlo así, el potencial de la corona, o que disminuyera su calidad tal como yo la vi en el espejo, o comoquiera que la vi.
—Señor Gans, todas mis coronas son de primera calidad. Por esto no tiene que preocuparse.
Luego se estrecharon la mano. Albert, asaltado todavía por las dudas, salió al pasillo. Tenía la sensación de que, en el fondo, no se fiaba del rabino; y sospechaba que el rabino Lifschitz lo sabía y, en el fondo, tampoco se fiaba de él.
Rifkele, resoplando como una vaca ante un toro, lo acompañó hasta la puerta para despedirlo perfectamente.
En el metro, Albert decidió que lo consideraría una inversión en experiencia y esperaría a ver qué salía de todo esto. La educación cuesta dinero, pero ¿qué otra forma hay de obtenerla? Se imaginó la corona tal como la había visto instalada sobre la cabeza del rabino, y entonces le pareció recordar que mientras miraba el pícaro rostro del rabino en el espejo, su grueso párpado había descendido en un guiño total. ¿Recordaba esto realmente, no lo estaría viendo con los ojos de la mente y trasponiendo al pasado algo que había ocurrido poco antes de salir él de la casa? ¿Qué habrá querido dar a entender con su guiño, que no sólo es un farsante sino que te está tomando el pelo? Incómodo una vez más, el maestro recordó claramente cuando contemplaba los ojos de pez del rabino en el espejo, después de lo cual habíanse encendido con luz visionaria, que había tenido que dominar unas ganas tremendas de dormir; y acto seguido va y aparece la imagen del viejo, como en la pantalla del televisor, luciendo aquella ostentosa corona mágica.
Albert, poniéndose en pie, exclamó:
—¡Hipnosis! ¡Ese asqueroso hechicero me ha hipnotizado! ¡Nada de enseñarme una corona de plata, eran imaginaciones mías, he hecho el primo!
Estaba indignado por la picaresca, la hipocresía, el tupé del rabino Jonás Lifschitz. El concepto de una corona curativa, si es que algún momento creyó en ella, se desmoronó en su mente y sólo pensaba en 986 mirlos volando por el cielo. Mientras tres pasajeros curiosos le miraban, Albert salió atropelladamente del vagón en la parada siguiente, corrió escaleras arriba, cruzó la calle apresurado, se paseó nervioso durante veinte minutos hasta que el próximo tren hizo su entrada en la estación, y regresó en él a la parada cerca del domicilio del rabino. Pese a aporrear la puerta con ambos puños, darle patadas, «hacer sonar» el inútil timbre hasta hacerse una ampolla en el pulgar, la casa de madera tipo caja, incluyendo a la dilapidada sinagoga en los bajos, permanecía a oscuras, monumentalmente, rematadamente quieta, como una gigantesca lápida, levemente inclinada, en un vasto cementerio; y por fin, no consiguiendo despertar a un alma, el maestro, muy pasada la medianoche, tuvo que regresar a casa.
A la mañana siguiente se despertó maldiciendo al rabino y su propia imbecilidad por enredarse con un curandero por la fe. Eso le pasa a un hombre cuando, siquiera por un minuto, sacrifica sus auténticas creencias. Hay maneras menos rigurosas de ayudar a los moribundos. Albert pensó en avisar a la policía, pero no tenía ningún recibo y no quería parecer como un idiota. Estuvo tentado, por primera vez en seis años de ejercer la enseñanza, de telefonear alegando enfermedad; luego ir en taxi a casa del rabino y reclamarle el dinero. El pensamiento le agitó. Por otro lado, ¿y si el rabino Lifschitz estuviera trabajando seriamente con su ayudante en la confección de la corona, con la cual, supongamos, después de comprar la plata y remunerar al joyero retirado por su trabajo, se sacara, supongamos, cien dólares de beneficio, que no es tanto; y hubiera tal corona, y el rabino creyera sincera y religiosamente que ésta alteraría el curso de la enfermedad de su padre…? Aunque nerviosamente inquieto por sus sospechas, Albert creyó preferible no precipitarse a hacer entrar en acción a la policía porque la corona no le había sido prometida, ¿no lo dijo el viejo?, hasta antes del Sabbath, lo que le daba un margen de tiempo hasta el anochecer de hoy.
Si la tiene hecha por entonces, no tengo caso contra él, aunque sea un cacharro. Así que es mejor que espere. Pero qué burro he sido de encargar la de 986 dólares en lugar de la de 401: en esta decisión solamente he perdido 585 dólares.
Después de una aturullada jornada de trabajo, Albert fue en taxi a casa del rabino y trató de hacerle salir, dando incluso voces ante las impávidas persianas que daban a la calle; pero no había nadie en casa o los dos estaban escondidos, el rabino debajo del sofá roto, Rifkele tratando de introducir su mole debajo de una bañera. Albert decidió esperarles el tiempo que hiciera falta. El viejo no tardaría en tener que salir para entrar en la sinagoga el viernes por la noche. Entonces le hablaría, recomendándole que se dejara de engaños. Pero el sol se puso; el crepúsculo se extendió sobre la Tierra; y aunque en el cielo brillaban algunas estrellas y una viruta de luna, la casa seguía en sombras, las persianas bajas; y el rabino Lifschitz no salía. En la pequeña sinagoga se prendieron las luces, se encendieron las velas. Albert pensó entonces, contrito, que acaso el rabino estuviera ya rindiendo culto; puede que llevara todo ese tiempo en la sinagoga.
El maestro entró en el espacioso comercio, brillantemente iluminado. En unas sillas plegables amarillas desperdigadas por la habitación había sentados una docena de hombres sosteniendo sus libros de oraciones, rezando. El rabino A. Marcus, un hombre de mediana edad, con voz aguda y una barbita pelirroja, estaba en actitud devota frente al Arca, de espaldas a la congregación.
Al entrar Albert y examinar azarado rostro por rostro, los congregantes se quedaron mirándole. El viejo rabino no estaba entre ellos. Decepcionado, el maestro se retiró.
Un hombre sentado junto a la puerta le tocó la manga.
—Quédese un rato y lea con nosotros.
—Dispense, me gustaría pero estoy buscando a un amigo.
—Pues siga buscando —dijo el hombre—, a lo mejor lo encuentra.
Albert esperó al otro lado de la calle, debajo de un castaño que perdía sus hojas. Esperó pacientemente, hasta mañana si fuera preciso.
Poco después de las nueve se apagaron las luces en la sinagoga y los últimos congregantes se fueron a casa. El rabino de la barba pelirroja salió entonces con la llave en la mano para cerrar la puerta del local.
—Dispense, rabino —dijo Albert, acercándose—. ¿Conoce usted al rabino Jonás Lifschitz, que vive arriba con su hija Rifkele, si es que es su hija?
—Solía venir por aquí —dijo el rabino con una sonrisita—, pero desde que está retirado prefiere la sinagoga grande de Mosholu Parkway, un palacio.
—¿Cree usted que volverá pronto?
—Puede que dentro de una hora. Es Shabbat, debe caminar.
—¿Sabe usted algo… esto… referente a su trabajo en coronas de plata?
—¿Qué clase de coronas de plata?
—Para ayudar a los enfermos, a los moribundos…
—No —dijo el rabino, cerrando con llave la puerta de la sinagoga, guardándose la llave en el bolsillo, y alejándose aprisa.
El maestro, comido por la impaciencia, esperó bajo el castaño hasta pasada la medianoche, diciéndose todo el rato que más le valía dejarlo estar y marcharse a casa, pero incapaz de despegar el pegamento de su chasco y enojo. Entonces, poco antes de la una de la mañana, vio unas sombras moverse y a dos personas subir por la calle incrustada de sombras. Una era el viejo rabino, luciendo un caftán nuevo y un elegante sombrero negro flexible, caminando fatigosamente. Rifkele, con un sexy minivestido amarillo, exhibiendo hasta por encima de las protuberantes rodillas unas piernas como palos, caminaba ligera tras él, deteniéndose para golpearse las orejas con las manos. Un largo chal blanco, cubriéndole apenas el hombro derecho, le colgaba hasta el zapato izquierdo.
—Esas galas han salido de mis ahorros.
Rifkele entonó un prolongado «buuuu» y se golpeó las orejas con sus manos rollizas para no oírlo.
Treparon por la estrecha y mal iluminada escalera, el maestro pisándoles los talones.
—He venido a ver mi corona —anunció al pálido y asombrado rabino, en la habitación delantera.
—La corona —dijo el rabino con desdén— ya está terminada. Váyase a casa y espere, su padre mejorará pronto.
—Antes de salir de casa llamé al hospital; no ha habido mejoría.
—¿Cómo iba a mejorar tan pronto cuando los propios doctores desconocen el mal? Debe darle a la corona algo más de tiempo. Al mismo Dios le cuesta trabajo comprender la enfermedad humana.
—He venido a ver esa cosa por la que he pagado.
—Ya se la enseñé, la vio antes de encargarla.
—Aquello era la imagen de un facsímil, quizás, o algo por el estilo. Insisto en ver el artículo auténtico, por el que he pagado cerca de mil pavos.
—Escuche, señor Gans —dijo el rabino con paciencia—, hay cosas que podemos ver que Él permite que las veamos. A veces desearía que no nos lo permitiese. Otras cosas no podemos verlas, eso Moisés lo sabía, y una es la faz de Dios, y la otra la corona verdadera que Él crea y bendice. Un milagro es un milagro, esto es asunto de Dios.
—¿Usted no la ve?
—No con mis ojos.
—No le creo una palabra, so farsante, mago de pacotilla.
—La corona es una corona real. Si a usted le parece cosa de magia, ello es a causa de las personas que insisten en verla; nosotros procuramos que se formen una idea. Para los que creen, no hay magia alguna. Rifkele —se apresuró a decir el rabino—, trae a papá su cuaderno de cartas.
La chica salió de la habitación, al cabo de un rato, un poco asustada, sus ojos esquivos; y volvió a los diez minutos, después de tirar de la cadena del retrete, vestida con un largo y deforme camisón de franela, llevando un cuaderno grande y amarillento cuyas hojas sueltas estaban densamente intercaladas con viejas misivas.
—Testimonios —dijo el rabino.
Volviendo varias hojas sueltas, extrajo una carta con mano temblorosa y la leyó en voz alta, su voz ronca de la emoción:
«Querido rabino Lifschitz, desde la prodigiosa recuperación de mi madre, la señora de Max Cohen, de su reciente enfermedad, siento deseos de cubrir a usted de besos los pies. Su corona hizo milagros y se la estoy recomendando a todas mis amistades. Suya afectísima, la señora Esther Polatnik».
—Es maestra de escuela.
Leyó otra:
«Querido rabino Lifschitz, su corona de 986 dólares curó a mi padre total y completamente de un cáncer del páncreas, con serias complicaciones de los pulmones, cuando todo lo demás había fracasado. Y nunca había creído en los sucesos milagrosos, pero de ahora en adelante tendré menos dudas. Doy las gracias a usted y a Dios. Con todo afecto, Daniel Schwartz».
—Un abogado —dijo el rabino.
Ofreció a Albert el cuaderno.
—Véalo usted mismo, señor Gans, cientos de cartas.
Albert no quiso cogerlo.
—Sólo hay una cosa que quiero ver, rabino Lifschitz, y no es un cuaderno de inútiles testimonios. Quiero ver la corona de plata de mi padre.
—Eso es imposible. Ya le he explicado por qué no puedo hacerlo. La palabra de Dios es la ley de Dios.
—Pues ya que cita usted la ley, o veo la corona dentro de los próximos cinco minutos, o lo primero que haga mañana será denunciarle a usted y sus actividades al fiscal del distrito del Bronx.
—Buuuu-uuuu —cantó Rifkele, golpeándose las orejas.
—¡Cierra la boca! —dijo Albert.
—Un poco de respeto —protestó el rabino—. ¡Insolente juventud!
—Presentaré una queja y el fiscal le cerrará este negocio de camelo, como no me devuelva en seguida los novecientos ochenta y seis dólares que me ha estafado.
El rabino vaciló.
—¿Qué manera es ésta de hablarle a un rabino de Dios?
—Un ladrón es un ladrón.
Rifkele balbuceó, chilló.
—Chist —susurró el rabino a Albert con voz ronca, uniendo y separando sus manos cenicientas—. Va a alarmar al vecindario. Escúcheme, señor Gans, usted vio con sus propios ojos lo que parece la corona verdadera. Le doy mi palabra que ningún cliente mío la había visto antes. Se la enseñé por el bien de su padre, para que usted me encargara que le hiciese la corona que le salvaría. No estropee ahora el milagro.
—¡Milagro! —gritó Albert—, esto no es más que falsa magia, con una idiota como cebo y unos espejos hipnóticos. He sido hipnotizado por usted, me ha hecho hacer el primo.
—Sea generoso —imploró el rabino, tropezando mientras andaba por entre las sillas vacías—. Compadézcase de un anciano. Piense en mi pobre hija. Piense en su padre de usted que le ama.
—Me odia, el muy hijo de perra, ojalá la palme.
En una explosión de silencio la chica sollozó asustada.
—¡Ajá! —exclamó el rabino, con la mirada aturdida, señalando a Dios en el cielo—. ¡Asesino! —exclamó horrorizado.
Gimiendo, padre e hija corrieron a abrazarse, en tanto que Albert, transportando una masiva jaqueca cargada de pinchos, bajaba apresuradamente las retumbantes escaleras.
Una hora más tarde el viejo Gans cerró los ojos y expiró.
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