Bernard Malamud
(26 de abril, 1914 – 18 de marzo, 1986)

El retirado (1973)
(“In Retirement”)
Originalmente publicado en la revista The Atlantic (marzo 1973);
Rembrandt’s Hat
(New York: Farrar Straus Giroux, 1973, 204 págs.)


      Últimamente le había dado por estudiar su vieja gramática griega de hacía cincuenta años. Leía el Bulfinch pero quería volver a leer La Odisea en griego. Su vida había dado un cambio. Estos días dormía menos y por las mañanas se levantaba para contemplar el cielo sobre Gramercy Park. Observaba las nubes hasta que asumían formas en las que él podía reflexionar. Le gustaban las embarcaciones extrañas, hechizadas, y le gustaba observar animales y aves mitológicas. Había notado que cuando meditaba en esas formas de las nubes, concentrándose en ellas un rato, la depresión que experimentaba por las mañanas disminuía. El doctor Morris tenía sesenta y seis años, y llevaba dos retirado. Se había retirado a sí mismo después de sufrir un ataque cardíaco, no demasiado grave pero lo suficiente. Era su primer ataque y esperaba que el último, aunque confiaba que cuando llegara el fin, éste fuese rápido. Su esposa había fallecido y su hija vivía en Escocia. La escribía dos veces al mes y dos veces al mes recibía noticias suyas. Y aunque tenía algunos amigos a quienes visitaba, y se mantenía informado por medio de publicaciones médicas, y le gustaban los museos y el teatro, por lo común tenía que vérselas con la soledad. Y el futuro le preocupaba; el futuro era ancianidad poseída. Después de un desayuno ligero se abrigaba y salía a dar un paseo por el Square. Ésa era la parte fácil del paseo. Salía a pasear aunque el día fuera muy frío, o antipáticamente lluvioso, o hubieran caído varias pulgadas de nieve y él tuviese que avanzar muy despacio. Después del Square cruzaba la calle y bajaba por Irving Place, una alta figura con una capa y un bastón, para recoger su ejemplar del Times. Si el tiempo no era demasiado inclemente, se llegaba hasta la calle Catorce, giraba hacia Park Avenue South, subía por el Park y seguía por East Twentieth de vuelta al edificio de apartamentos, estrecho, elevado, de piedra blanca, donde vivía. Rara vez, últimamente, había torcido en otra dirección, aunque cuando daba el paseo largo se detenía, por lo menos una vez, quizá frente a una tienda en mitad de la manzana, quizás en una esquina, y se preguntaba hacia qué otro lado podía tirar. Ésa era la parte difícil del paseo. Difícil porque daba lo mismo hacia dónde tirara. Ahora estaba arrepentido de haberse retirado. Desde su retiro habíase vuelto más consciente de su edad, aunque sesenta y seis no eran ochenta. Así y todo, era ser viejo. Experimentaba momentos de angustia.
       Una mañana, después de su largo y rectangular paseo bajo la lluvia, el doctor Morris encontró una carta sobre la alfombrilla de goma debajo de la hilera de buzones en el vestíbulo. Era un vestíbulo angosto, profundo, con columnas de falso mármol verde y algunas sillas aparatosas donde casi nadie se sentaba nunca. El doctor Morris había visto a una joven de pelo largo, con una gabardina blanca y un bolso granate colgado del hombro, portando un paraguas de celofán en forma de burbuja, bajar aprisa las escaleras del vestíbulo y salir de la casa cuando él se disponía a entrar. De hecho, él le había sostenido la puerta abierta y percibió una ráfaga de su penetrante perfume. No recordaba haberla visto antes y sintió momentánea confusión respecto a quién podía ser. Más tarde se la imaginó sacando la carta del buzón, leyéndola apresuradamente, y guardándosela en el bolso de trapo granate que llevaba colgado del hombro; pero se había guardado el sobre y no la carta. Ésta había caído al suelo.
       Eso fue lo que él se figuró al inclinarse para recogerla. Era una hoja doblada de papel de escribir blanco y recio, escrita en tinta negra y con letra masculina. El doctor la desdobló y le echó una ojeada sin descifrar el saludo o su contenido. Tendría que ponerse las gafas de leer, y pensó que Flaherty, el portero y ascensorista, acaso le viera si el ascensor bajaba de repente. Claro que Flaherty podía pensarse que el doctor estaba leyendo su propia correspondencia, excepto que él no solía leerla en el vestíbulo. No quería que el hombre creyera que estaba leyendo la carta de otra persona. También pensó en entregarle la carta y describir a la joven que la había dejado caer. ¿Tendría la bondad de devolvérsela? Pero por alguna razón, no inmediatamente clara para él, el doctor se la metió en el bolsillo para leerla arriba. El brazo le temblaba y sintió su corazón latiendo a una velocidad alarmante.
       Después que el doctor hubo sacado su correspondencia del buzón —⁠nada más que las pocas circulares que sostenía en la mano⁠—, Flaherty le llevó al piso decimoquinto. Flaherty sustituía al portero de noche a las 8 de la mañana y era a su vez relevado a las 4 de la tarde. Era un hombre delgado de sesenta años con escasos cabellos blancos sobre su media calva, que a resultas de dos operaciones de hueso había perdido parte de la mandíbula bajo la oreja izquierda. Se pasaba unos meses fuera del hospital; luego volvía a él, con la parte inferior del lado izquierdo de su rostro hundida; no obstante, no era un rostro desagradable de contemplar. Aunque el portero nunca hablaba de su dolencia, el doctor sabía que no había vencido el cáncer del maxilar, si bien eso se lo callaba, naturalmente; y presentía los momentos en que el hombre ocultaba su dolor.
       Esta mañana, pese a estar preocupado, preguntó:
       —¿Cómo vamos, señor Flaherty?
       —Regular.
       —No hace mal día. —Esto lo dijo, no pensando en la lluvia sino en la carta que tenía en el bolsillo.
       —Magnífico —dijo Flaherty. Por lo general se movía y hablaba animadamente y tenía la precaución de esperar que el ascensor estuviera a nivel del piso antes de dejar salir a los pasajeros. Había veces que el doctor deseaba poder decirle más de lo que le decía; pero no esta mañana.
       Estaba de pie junto al ancho ventanal de su salón que daba al Square, en la débil luz de un día lluvioso de febrero, leyendo, en grata excitación, la carta encontrada, que era la clase de carta que él se había figurado que sería. Era de un padre escrita a su hija, dirigida a «Querida Evelyn». Lo que venía a expresar luego de un comienzo indeciso era el disgusto del padre por la vida que llevaba la hija. Y terminaba con un párrafo de exhortación: «Llevas demasiado tiempo acostándote por ahí. No me explico qué sacas con este tipo de conducta. Me figuro que has probado todo lo que hay por probar. Afirmas ser una persona seria pero dejas que los hombres te utilicen en provecho suyo. En ello no puede haber ninguna ganga para ti como no sea una muy temporal, y la verdadera ganga para ellos es conseguirse un “ligue” fácil. Sé lo que piensan de eso y cómo lo comentan al día siguiente en los lavabos. Ahora quiero rogarte de una vez por todas que seas más seria sobre tu vida. Ya has vivido bastantes experiencias. Te aconsejo sincera, honesta y urgentemente que te busques un hombre de costumbres ordenadas y buen carácter que se case contigo y te trate como la persona que creo que tú deseas ser. No quiero seguir considerándote una semi prostituta a la deriva. Haz el favor de seguir mi consejo, los veintinueve años no son los dieciséis». La carta iba firmada «tu padre», y debajo de su firma había añadida, en letra menuda y cuidada, otra frase: «Tu vida sexual me llena de temor». «Tu madre».
       El doctor guardó la carta en un cajón. Su excitación le había abandonado y ahora sentía vergüenza de haberla leído. Se compadecía del padre y al propio tiempo de la joven, aunque de ella se compadeciera algo menos. Al rato intentó ponerse a estudiar su gramática griega pero no podía concentrarse. La carta estuvo fija en su mente como un letrero luminoso mientras leía el Times, y pensó en ella todo el día, como si hubiera provocado en él una expectación que no podía definir. En sus pensamientos se sucedían pasajes de la misma. Se imaginó a la joven tal como se la había imaginado después de leer lo que el padre había escrito, y cual la mujer —⁠¿sería Evelyn?⁠— que había visto salir de la casa. No podía estar seguro que la carta fuera de ella. Quizá no lo fuese; sin embargo, siguió pensando en la carta como si perteneciera a ella, la mujer a quien le había abierto la puerta y cuyo perfume persistía en sus sentidos. Aquella noche, sus pensamientos sobre ella no le dejaron dormir. «Soy demasiado viejo para estas tonterías». Se levantó para leer un rato y pudo concentrarse, pero cuando volvió a apoyar la cabeza en la almohada, un tren de mercancías de pensamientos sobre ella cruzó su mente arrastrado por una negra locomotora. Se imaginó a Evelyn, la semi prostituta a la deriva, en la cama con diversos amantes, entregada a diversos actos sexuales. En una ocasión la vio yaciendo sola en la cama, eróticamente desnuda, su bolso de trapo apretado contra su cuerpo. También pensó en ella como una chica corriente con muchos menos amantes de lo que su padre parecía suponer. Eso sería probablemente lo que más se acercaba a la verdad. Se preguntó si podría serle útil en alguna forma. Entonces sintió un pánico que no podía explicarse pero que logró disipar prometiéndose quemar la carta por la mañana. El tren de mercancías, con sus numerosos vagones, desapareció en la nebulosa lontananza. Cuando el doctor se despertó a las 10 de la mañana de un soleado día de invierno, no había sensación, ligera o pesada, de su acostumbrada depresión.
       Pero no quemó la carta. La leyó repetidas veces a lo largo del día, devolviéndola cada vez al cajón de su escritorio y encerrándola ahí. Luego abrió el cajón y la volvió a leer. A medida que pasaba el día era consciente de un ansia insatisfecha dentro de sí. Evocaba recuerdos, experimentaba un anhelo intenso, unos deseos que hacía muchos años que no sentía. El doctor estaba preocupado, alarmado por este cambio que se había operado en él, este trastorno. Quiso borrar la carta de su pensamiento pero no lo consiguió. Aun así, se resistía a quemarla, como si al hacerlo fuera a cerrar las puertas de otras posibilidades en su vida, otros rumbos que emprender, sea lo que fuere lo que aquello significara. Estaba pasmado, lo consideraba incluso una afrenta, que le estuviera pasando eso a su edad. Lo había visto en otros, en antiguos pacientes, pero nunca lo había experimentado en sí mismo. El hambre que sentía, un hambre de placeres, de quebrantamiento de la costumbre, de renovación de sentimiento, no obstante el temor que le inspiraba, siguió creciendo en él como un árbol muerto volviendo a la vida y extendiendo sus ramas. Se sentía como hambriento de una experiencia exótica, la cual, de poder gozar de ella, acaso despertara en él un hambre voraz y permanente. No quería que le sucediera eso. Recordó las figuras mitológicas: Sísifo, Midas, quienes por uno u otro motivo habíanse visto condenados eternamente. Pensó en Titón, su juventud perdida, convertido en un saltamontes que viviría siempre. Al doctor le parecía estar atrapado en una emoción abrumadora, una temible y oscura ventolera.
       Cuando Flaherty se marchó a las 4 de la tarde y fue relevado por Silvio, el cual tenía el pelo negro y rizado, el doctor Morris bajó a sentarse en el vestíbulo, fingiendo leer su periódico. Así que subió el ascensor, se acercó a los buzones para examinar rápidamente las tarjetas de los nombres en busca de una Evelyn, quienquiera que fuese. Evelyn no encontró ninguna, pero había una o un tal E. Gordon y otra u otro E. Cummings. Él sospechaba que uno de esos nombres fuera el de la joven. Sabía que con frecuencia las solteras preferían no revelar su nombre de pila para protegerse contra los maníacos, u ocultarse de moscones en potencia. Más tarde, como si tal cosa, preguntó a Silvio si la señorita Gordon o la señorita Cummings se llamaba Evelyn, pero Silvio dijo que lo ignoraba aunque seguramente el señor Flaherty lo sabría, ya que era el encargado de distribuir el correo. «Hay demasiada gente en esta casa», se encogió de hombros Silvio. Embarazado, el doctor comentó que era simple curiosidad, una observación bastante floja, pero fue lo único que se le ocurrió. Salió a dar un corto paseo sin dirección determinada y al regresar no le dijo nada más a Silvio. Subieron en el ascensor sin cruzar palabra, el doctor erguido, casi tieso. Aquella noche volvió a dormir mal. Cuando se quedó profundamente dormido, durante un momento tuvo sueños eróticos. Se despertó sintiendo una mezcla de deseo y repugnancia y permaneció tendido lamentándose para sus adentros. Se sentía incapaz de ser distinto a como era.
       Antes de las cinco ya estaba levantado, y aunque trató de matar el tiempo, antes de las siete estaba inútilmente en el vestíbulo. Le parecía que debía enterarse, para su tranquilidad, de quién era ella. En el vestíbulo, Richard, el portero de noche que le había bajado en el ascensor, reanudó la lectura de una novelita pornográfica; el correo, como el doctor Morris sabía, no había llegado. Sabía que no llegaría hasta poco después de las ocho, pero no tenía paciencia para esperarse en su apartamento. Así, pues, salió del edificio, compró The Times en Irving Place, continuó su paseo, y dado que hacía una mañana agradable, no demasiado fría, se sentó en un banco de Union Square Park. Contempló el periódico pero no podía leerlo. Observó a unos gorriones picoteando hierba muerta. Era un anciano, cierto; pero había vivido lo bastante para saber que muchas veces la edad apenas importaba en las relaciones hombre-mujer. Él era todavía vigoroso y el cuerpo es el cuerpo. A las ocho treinta estaba de vuelta en el vestíbulo, un acto de enorme contención. Flaherty había recibido el saco del correo y estaba clasificando las cartas en sobre cerrado por orden alfabético sobre una amplia mesa antes de distribuirlas en los buzones. Hoy no tenía buen aspecto. Se movía con lentitud. Su malogrado rostro estaba ceniciento; la boca entreabierta, uno percibía su respiración; sus ojos encerraban sufrimiento.
       —Aún no hay nada para usted —⁠dijo al doctor sin levantar la vista.
       —Esta mañana prefiero esperar —⁠dijo el doctor Morris⁠—. La carta de mi hija está al caer.
       —Todavía nada, pero a lo mejor hay suerte con el último paquete. —⁠Retiró el cordel.
       Mientras ponía el último paquete de cartas por orden alfabético, sonó el timbre de llamada del ascensor y Flaherty tuvo que atenderla.
       El doctor fingió estar absorto en su Times. Cuando oyó cerrarse la puerta del ascensor, se quedó quieto un momento, luego se acercó a la mesa y registró apresuradamente el montón de cartas de la C. E. Cummings era Ernest Cummings. Rebuscó en la G, mientras observaba la flecha de metal que indicaba que el ascensor empezaba a descender. En el montón de la G había dos cartas para Evelyn Gordon. Una era de su madre. La otra, escrita también a mano, era de un tal Lee Bradley. Casi involuntariamente, el doctor tomó la carta y se la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Sentía calor y estaba sudando. Eso es una aberración, se dijo. Al abrirse la puerta del ascensor, él estaba sentado en una silla volviendo la hoja de su periódico.
       —No hay nada para usted —dijo Flaherty al cabo de un momento.
       —Gracias —dijo el doctor Morris⁠—. Subiré a mi apartamento.
       En su apartamento, el doctor, consciente del murmullo de su respiración, depositó el sobre en la mesa de la cocina y se sentó a mirarlo, mientras esperaba que hirviese el agua de la tetera. La tetera silbó pero él seguía sentado con el sobre cerrado frente a él. Así permaneció un rato, con pensamientos confusos. Al poco empezó a imaginarse lo que decía la carta. Se imaginó a Lee Bradley describiendo el goce sexual que le había proporcionado Evelyn Gordon, y explicando a ésta las cosas que podían probar. Se imaginó los actos a que se entregarían los amantes. Entonces, pese a recomendarse en voz alta que no debía, abrió el sobre al vapor. Sus manos temblaban al sostenerla. Al fin tuvo que ponerla sobre la mesa para poderla leer. El corazón le latía pesadamente, en anticipación a lo que quizá leyera. Pero para asombro suyo la carta resultó ser un aburrimiento, el egoísta relato de una estúpida gestión comercial que el tal Bradley estaba urdiendo. Sólo las últimas frases cobraban sorprendente vida: «Estáte en la cama cuando yo llegue esta noche. Lleva puestas sólo tus bragas blancas. No me gusta perder el tiempo cuando estamos juntos». El doctor no sabía con cuál se sentía más asqueado, si con ese imbécil o consigo mismo. En verdad, consigo mismo. Después de meter la hoja de papel en el sobre, volvió a cerrarlo con una ligera capa de cola en la solapa cuidadosamente con el dedo. Más tarde se guardó la carta en el bolsillo interior de la chaqueta y oprimió el botón de llamada requiriendo a Silvio. El doctor salió del edificio y no tardó en volver con un ejemplar vespertino del Post con el que simuló enfrascarse hasta que Silvio tuvo que llevar arriba a dos mujeres que habían entrado en el vestíbulo; el doctor echó entonces la carta en el buzón de Evelyn Gordon y salió a respirar un poco de aire.
       Estaba sentado junto a la mesa del vestíbulo cuando poco pasadas las 6 de la tarde entró la joven a quien le había abierto la puerta. Casi al instante percibió su fresco perfume. Silvio no andaba por ahí en aquellos momentos; había bajado al sótano a comerse un bocadillo. La joven insertó una llavecita en el buzón de Evelyn Gordon y se quedó de pie ante el buzón abierto, fumando, mientras leía la carta de Bradley. Llevaba un traje pantalón azul claro y un abrigo de punto marrón. Su cola de pelo negro estaba sujeta por un pañuelo de seda castaño. Su cara, aunque un poco llena, era bonita, sus ojos de un azul intenso, los párpados levemente maquillados. Tenía un cuerpo bellamente proporcionado, pensó él. Ella no se había fijado en él, pero él estaba más que medio enamorado de ella.
       La estuvo observando muchas mañanas. Él solía bajar ahora más tarde, a las nueve, y pasaba un rato examinando las circulares médicas que sacaba del buzón, sentado en una silla de madera parecida a un trono junto a una lámpara de pie no encendida al fondo del vestíbulo. Observaba a las personas que salían a trabajar o de compras por la mañana. Evelyn aparecía a eso de las nueve y media y se paraba, fumando, frente a su buzón, absorta en el correo de la mañana. Al llegar la primavera lucía faldas de vivos colores y blusas en tonos pastel, o trajes pantalón esbeltos y ligeros. A veces llevaba minivestidos muy cortos. Su figura era exquisita. Recibía muchas cartas que en su mayoría leía con aparente satisfacción, algunas con lo que parecía entusiasmo contenido. A otras casi no les prestaba atención y se las guardaba en el bolso después de haberlas mirado por encima. Él se imaginaba que serían de su padre o de su madre. Suponía que la mayoría de sus cartas provenían de amantes, pasados y presentes, y le causaba una singular angustia que en su buzón no hubiera ninguna de él. Decidió que le escribiría.
       Lo pensó detenidamente. Algunas mujeres necesitan a un hombre mayor; eso estabiliza sus vidas. A veces, una diferencia de hasta treinta o treinta y cinco años no ofrecía serias desventajas, admitiendo las diferencias de metabolismo y energía. Habría una vida sexual menos intensa, desde luego, pero la habría. La de él todavía duraría mucho tiempo; eso lo sabía por la experiencia de amigos o antiguos pacientes, por no hablar de la literatura médica. Una mujer joven inspiraba a un hombre mayor a permanecer viril. Y pese al incidente del corazón, su salud era robusta, en algunos aspectos mejor que antes. Una chica como Evelyn, probablemente desorientada, podía beneficiarse de una relación estable con un hombre mayor, alguien que la respetaría y amaría y la ayudaría a respetarse y amarse seguramente más que ahora; el cual en ciertos aspectos exigiría de ella menos que algunos jóvenes llevados de su egoísmo; que despertaría en ella un sentimiento más fuerte de bienestar, y si las cosas salían lo bastante bien, quizás incluso amor por un hombre determinado.
       «Soy un médico retirado viudo —⁠escribió a Evelyn Gordon⁠—. La escribo a usted con cierta vacilación y reserva, aunque huelga decirlo, con alta estimación, puesto que tengo edad suficiente para ser su padre. La he observado a menudo en este edificio y en ocasiones al cruzarnos en calles cercanas, y he llegado a admirarla profundamente. ¿Puedo permitirme ofrecerle mi amistad? ¿Me permitiría usted que la invitara a cenar y luego quizás al cine o al teatro? Mis intenciones son, como solía decirse en mi juventud, “antiguas y honorables”. No creo que mi compañía la defraude. Si se siente usted inclinada, si tiene la amabilidad, por supuesto, a considerar con indulgencia esta petición, le agradeceré que en respuesta deposite en mi buzón una nota. Quedo de Ud. atento y seguro servidor, Simon Morris, D. en M.».
       No bajó a echar su carta en el buzón inmediatamente. Decidió conservarla hasta el último momento. Luego tuvo un susto referente a ella que le despertó de un momentáneo y profundo sueño. Soñó que había escrito la carta y cerrado el sobre y de pronto recordó que había añadido otra frase: «Lleva puestas sólo tus bragas blancas». Al despertarse quiso abrir el sobre para comprobar si había incluido la observación de Bradley. Pero ya plenamente despejado, en posesión de sus sentidos, comprendió que no lo había hecho. Se bañó y se afeitó a buena hora y pasó un rato observando las formaciones de nubes por la ventana. Ninguna de ellas lograba interesarle. Cerca de las nueve el doctor Morris bajó al vestíbulo. Resolvió esperar a que Flaherty fuera a atender una llamada, y cuando éste hubiera desaparecido, dejaría su carta en el buzón de ella; pero aquella mañana Flaherty parecía no tener llamadas a las que acudir. El doctor había olvidado que era sábado. No lo supo hasta que no compró su Times y se sentó con él en el vestíbulo, haciendo como que esperaba la entrega del correo. Los sábados el saco del correo llegaba tarde. Por fin escuchó un insistente timbrazo, y Flaherty, que había estado de rodillas puliendo el pomo de la puerta, se izó sobre un pie, luego se incorporó sobre ambas piernas y caminó lentamente hacia el ascensor. Su asimétrico rostro estaba ceniciento. Poco antes de las diez el doctor introdujo su carta en el buzón de Evelyn Gordon. Pensó en retirarse a su apartamento, pero luego creyó más conveniente esperar en su sitio acostumbrado, mientras ella recogía la correspondencia. Ella no notaba nunca que él estaba ahí.
       El saco del correo fue dejado en el vestíbulo pasadas las diez, y Flaherty tuvo tiempo de poner por orden alfabético el primer paquete antes de atender otra llamada. El doctor leyó su periódico en la sombría parte interior del vestíbulo porque en realidad no lo estaba leyendo. Esperaba impaciente la llegada de Evelyn. El doctor llevaba un traje verde nuevo, una camisa a rayas azules, y una corbata rosa. Llevaba un sombrero nuevo. Esperaba con impaciencia y con amor.
       Al abrirse la puerta del ascensor salió Evelyn luciendo una elegante falda negra con un corte, unas sandalias, su cabello sujeto por un pañuelo rojo. La seguía un hombre de rasgos acentuados, patillas ahuecadas y un corte de pelo medianamente largo y bien peinado, de principios de siglo. Era media cabeza más bajo que ella. Flaherty entregó a Evelyn dos cartas, que ella guardó en su bolso de charol negro. El doctor pensaba —⁠confiaba⁠— que ella pasaría ante los buzones sin detenerse; pero cuando ella vio la blancura de su carta asomándose por la rendija, se paró para sacarla del buzón. Rasgó el sobre, sacó la hoja de papel escrita a mano, y la leyó con inmediata e intensa concentración. El doctor se subió el periódico hasta los ojos, aunque todavía podía observarla por encima de aquél. La observaba con temor.
       Qué loco había sido de no prever que bajaría acompañada de un hombre.
       Cuando ella hubo terminado de leer la carta, se la entregó a su acompañante, posiblemente el tal Bradley, quien la leyó, se sonrió ampliamente, y dijo algo inaudible al devolvérsela.
       Evelyn Gordon rompió tranquilamente la carta en pedacitos, y girándose los arrojó hacia el doctor. Los fragmentos llegaron a él como una ráfaga de nieve impulsada por el viento, y a él le pareció que iba a permanecer sentado para siempre en su trono de madera, en aquel remolino de nieve.
       El viejo doctor se quedó sentado como sin vida, el suelo en torno suyo sembrado con los pedazos de su carta.
       Flaherty los recogió con su escobilla y un recipiente de metal. Entregó al doctor un sobre delgado franqueado con sellos extranjeros.
       —Aquí tiene una carta de su hija, que acaba de llegar.
       El doctor, procurando sostenerse en pie sin moverse, se oprimió el caballete de la nariz. Se limpió los ojos con los dedos.
       —No hay manera de apartar a un lado la edad —⁠dijo al cabo del rato.
       —No en algunos aspectos —dijo Flaherty.
       —Ni la muerte.
       —Se presenta cuando menos te la esperas.
       El doctor trató de decirle algo amable pero no pudo.
       Flaherty le llevó en su ascensor al piso decimoquinto.



Literatura .us
Mapa de la biblioteca | Aviso Legal | Quiénes Somos | Contactar